19 «Te jactas de saber qué mal lo pasan los niggers»

Los Dead Kennedys, «Holiday in Cambodia», 1980

El punk y el legado jipi

Jello Biafra con su camiseta de «Holiday in Cambodia» durante el concierto de los Dead Kennedys en el Whisky a Go Go, Los Ángeles, junio de 1980.

Una noche de 1979, Jello Biafra y Bruce «Ted» Slesinger, cantante y batería del grupo punk de la zona de la Bahía [de San Francisco] los Dead Kennedys, iban de camino a un concierto de Pere Ubu. La banda sólo tenía un año de vida pero ya era conocida por su vistoso nombre, que según Biafra aludía a los sucesos que habían «torpedeado el sueño norteamericano». Su sencillo de debut, «California Uber Alles», acababa de aparecer.

Biafra despotricaba contra la política, como él acostumbraba a hacer, y Ted le dijo «Sí, Biafra, eres un bocazas. Tendrías que presentarte a presidente. ¡No, mejor: preséntate a alcalde!».

Así que para cuando llegaron al concierto, Biafra contó a todo el mundo que se iba a presentar a alcalde. «¿Con qué programa?», le preguntaron. No lo tenía muy claro, así que agarró un boli y una servilleta y empezó a garabatear las propuestas que le vinieron a la cabeza. Fiel a su estilo compositivo, su improvisado manifiesto era una mezcla de ideas serias a la par que radicales (legalizar la ocupación de inmuebles, limitar el tráfico urbano) y provocaciones de tipo yippie (una junta oficial de sobornos, obligar a los ejecutivos a vestir de payaso). Biafra logró inscribirse como candidato, hizo campaña con un traje barato y unos zapatos prestados e ideó lúdicos eslóganes como «There’s Always Room for Jello» [siempre queda sitio para Jello (gelatina)] y «Apocalypse Now: vote Biafra». Un reportero de una televisión local concluyó que «si no fuera tan listo, sería un payaso».

Incluso antes de que Biafra anunciara su revoltosa candidatura, aquellas elecciones ya se antojaban inusuales. La alcaldesa en funciones, Dianne Feinstein, había asumido el cargo en diciembre, después de que el alcalde George Moscone y el supervisor Harvey Milk hubieran sido asesinados por el antiguo supervisor Dan White. Los asesinatos inflamaron a la comunidad gay, para la que Milk se había convertido en una suerte de heroico cruzado. Por otra parte, los crímenes se cometieron sólo unos días después del suicidio masivo en la Guayana de los 909 acólitos de la secta el Templo del Pueblo, formada en San Francisco: la conocida como «masacre de Jonestown». Tras la estela de estas dos tragedias, un editorial del San Francisco Examiner describía «una ciudad con mayor tristeza y desespero en el corazón de lo que ninguna debería soportar».

El juicio contra White subrayó las tensiones entre la policía de la ciudad y la comunidad gay: algunos agentes no dudaron en exhibir camisetas con el lema «Liberad a Dan White». El 21 de mayo, los seguidores de Milk reaccionaron indignados y desolados tras saber que el jurado había absuelto a White de asesinato y el veredicto había sido de homicidio involuntario. En lo que se vino a llamar como Disturbios de la Noche Blanca, una turba enardecida asedió el ayuntamiento y se enfrentó a la policía varias horas. El equipo electoral de Biafra propuso un plan para erigir estatuas de White que la ciudadanía pudiera bombardear con huevos y tomates, pero reservó su mayor desdén para Feinstein, que, como presidenta de la Junta de Supervisores, había ocupado la plaza de Moscone. Aunque demócrata, Feinstein solía votar junto con el bloque centrista, alineándose a menudo con White contra Moscone. «Era una bruja mala y odiosa, que ni siquiera se molestaba en disimular su desprecio por los necesitados», dijo Biafra a los historiadores del punk Jack Boulware y Silke Tudor.

El día de las elecciones, Biafra registró 6.591 votos —el 4 % de los sufragios—, situándose en cuarto lugar por detrás de Feinstein, su gran rival Quentin Kopp y una drag queen llamada Sister Boom Boom. Entre Sister Boom Boom y Biafra lograron arañar los votos suficientes como para forzar un desempate entre los principales contendientes y Feinstein terminó así ganando.

Lo que el ambicioso y carismático Biafra no se esperaba es que, durante la belicosa evolución del punk rock en Estados Unidos, acabaría sufriendo el mismo tipo de ofensiva que habían debido soportar los Clash en Inglaterra.

Yo no voté por Jello para que fuera alcalde —les contó el habitual de la escena punk James Angus Black a Boulware y Tudor—. Ni voté a Jello para que fuera el rey del punk rock… La mayor parte de los chavales implicados en aquel ambiente estaban hartos de que les dijeran qué hacer. Sólo querían un lugar donde reunirse, colocarse, escuchar música, disfrutar y olvidarse de la mierda que los rodeaba unas horas. Y entonces aparece Jello y «Blablablá, no deberíais hacer eso, habría que politizarse más». No era más que otra figura de la autoridad.

***

Lo mejor del punk rock es que podía ser cualquier cosa que quisieras que fuera. Lo más engañoso del fenómeno era eso mismo. En Estados Unidos, al igual que en el Reino Unido, las figuras más representativas trataron de imponer sus propios planteamientos sobre ese magma cambiante y luego maldecían a sus rivales cuando cambiaba en la dirección «equivocada», algo que acababa sucediendo antes o después. Una diferencia era que los Sex Pistols y los Clash inyectaron la política en el flujo sanguíneo del punk británico ya desde sus inicios y algunas bandas se sumaban al carro mientras que otras se apartaban. El punk norteamericano, sin embargo, había sido modelado por los Ramones y la plantilla de la revista Punk y nada les importaba menos que los grandes pronunciamientos. «No había ideario político —escribe el fundador de Punk Legs McNeil—. Se trataba de libertad verdadera, libertad personal. También consistía en hacer lo posible por ofender a los adultos, en ser tan ofensivos como fuera posible.» Aquél era el ideal de McNeil; sin duda, no el de Tim Yohannan.

Yohannan, fallecido en 1998, era, según la perspectiva, el héroe punk de Estados Unidos o el villano por excelencia. Notoriamente difícil y doctrinario, arrebató el timón de las manos de figuras como McNeil y orientó el punk desde su infancia desastrada e insensata hacia una adolescencia agresiva y cabreada; él no fue el único artífice, pero se convirtió en el gran propagandista político del punk.

En 1977, Yohannan ya había cumplido los treinta. Se llevaba pocos meses con Malcolm McLaren y Bernie Rhodes y era igualmente un producto del jaleo de los sesenta. Trabajaba en un almacén de la Universidad de California en Berkeley cuando hizo amistad con Al Ennis y ambos empezaron una emisión radiofónica, Maximum Rockanroll, para pinchar todos los nuevos discos de punk que coleccionaban de forma obsesiva. Con el tiempo, las convicciones de Yohannan saltaron a la palestra. Fundó el capítulo de la Bahía Este de Rock Against Racism e invitaba a activistas políticos y a músicos al programa. Radicalmente opuesto al alcohol, las drogas, el sexismo y la intolerancia de todo tipo, encarnaba las peores pesadillas de Legs McNeil. Otro adversario era Bill Graham, el promotor que dominaba la escena musical de la Bahía y que representaba, para los punks, los peores aspectos del capitalismo jipi. «Los rebeldes en los sesenta lucharon contra el sistema, pero en San Francisco muchos se convirtieron en el sistema —dice Biafra—. Sus reacciones hacia el punk fueron muy negativas.»

Tanto Tim como yo deseábamos crear una nueva contracultura vibrante que reemplazara a los jipis y que, en última instancia, pudiera incluso transformar la cultura y la sociedad de manera sustancial —explicaba el colega de Yohannan Jeff Bale a Boulwarwe y Tudor—. Tim quería revolucionar a los chicos. Ése era su plan. A pesar de ser mucho más cínicos que en los sesenta, sentíamos que podíamos generar un movimiento juvenil enteramente nuevo.

Éramos buenos amigos —dice Biafra—. Me contó por qué se consideraba socialista y no anarquista: «La anarquía está muy bien como idea, pero se necesita algún tipo de gobierno para transferir la riqueza de los que tienen mucho a la gente que no tiene casi nada». Y estoy de acuerdo con eso.

Biafra había nacido como Eric Boucher en Boulder, Colorado. En 1969, siendo un colegial de 11 años de inteligencia precoz, su maestra apareció con su novio para departir con la clase y dijo: «Chicos, os presento a un auténtico piloto de las Fuerzas Armadas». Eric, ni corto ni perezoso, le preguntó cómo le sentaba bombardear a los niños de las aldeas vietnamitas. Tras un silencio gélido, la maestra dijo: «Bueno, ya sabemos que Eric lee muchos periódicos. Siguiente pregunta».

En casa, sus padres, un bibliotecario y una trabajadora social y poeta, alentaban a Eric a ver los telediarios y a cuestionar las noticias.

Cuando llegaba a casa daban un par de programas de dibujos animados y luego venían las noticias de las 6, y yo me miraba ambas cosas con la misma fascinación —dice Biafra—. Imágenes de Vietnam, de los disturbios raciales, de Biafra, que quedaron grabadas en mi mente para siempre.

En los años sesenta, dice Biafra, Boulder era un hervidero de activismo:

Cuando los jipis todavía eran peligrosos y divertidos, pero a medida que me fui haciendo mayor muchos de los viejos jipis que ya tenían dinero habían montado sus tiendecitas. Y estábamos hartos de aquellos porreros con sus plantas colgantes que nos decían que nuestro modo de expresarnos era demasiado crudo y que debíamos moderarnos. Para mí, moderarse era un camino sin retorno a la apatía y el fascismo.

Biafra estudió en la Universidad de California en Santa Cruz, pero sólo soportó unas pocas semanas en compañía de aquellos «patéticos fans de Grateful Dead, vástagos de ricas familias» y abandonó antes del final del primer semestre. Con todo, durante su breve estancia descubrió a los Sex Pistols. Hasta entonces, creía que había nacido demasiado tarde: «hasta que el punk estalló y empecé a darme cuenta de que había nacido en el momento justo. Fue una fantástica revelación que seguramente me salvó la vida». En 1978 se fue para San Francisco, donde hizo una prueba para una banda nueva formada por el graduado de Berkeley Ray Pepperell, alias «East Bay Ray». El nombre artístico que adoptaron yuxtaponía sin tapujos la zafiedad de la cultura norteamericana con los horrores que tenían lugar en el tercer mundo.

Los Dead Kennedys no eran la primera banda punk de la zona de la Bahía. En 1978, un nativo de San Francisco se habría aventurado a presumir un gran futuro para grupos tales como los Avengers, los Nuns, Crime, Negative Trend y los Dils, que habían manifestado sus convicciones de modo diáfano con sus sencillos «I Hate the Rich» y «Class War». Pero ninguna de aquellas formaciones fue más allá de un par de epés. Los Dead Kennedys tenían mejores canciones, mejor organización y mejor suerte.

Había un fanzine llamado Search and Destroy que permitió mezclar a gente de la generación beat como Allen Ginsberg y William Burroughs con punks adolescentes como yo —recuerda Biafra—. La presión del entorno se manifestaba en mostrarte lo más inteligente e interesante posible cuando te entrevistara Search and Destroy. Y ésa fue la olla hirviendo donde me metí. Si mi destino hubiera sido Los Ángeles, podría haber salido algo completamente distinto.

En 1979, el año de la quijotesca campaña a la alcaldía de Biafra, los Dead Kennedys constituyeron su propio sello, Alternative Tentacles, y lanzaron su sencillo de debut, «California Uber Alles», que ponía al gobernador Jerry Brown en el punto de mira. Al parecer, Brown era un progre de manual. Se había opuesto a la Guerra del Vietnam, había defendido causas medioambientales contra la industria petrolera, había criticado la pena capital y designado a jueces liberales. Como si eso no bastara para ganarse el cariño de los baby boomers progresistas, también mantenía una relación intermitente con la reina del rock de LA Linda Ronstadt y contaba entre sus valedores con David Geffen, los Eagles y Jane Fonda.

Pero algunas personas lo encontraban siniestramente mesiánico, incluido su antiguo asistente J. D. Lorenz, quien publicó unas reveladoras memorias donde recordaba algo que Brown le había dicho en 1974:

La gente se destriparía entre sí si tuviera la oportunidad. La política es una selva y no hace más que empeorar. Lo que quiere la gente en la actualidad es un dictador, un hombre montado en un caballo blanco… que les diga lo que deben hacer.

Lorenz escribió:

Cuando escuché a Jerry hablando del hombre en el caballo blanco en otoño de 1974, asumí que aquel símbolo era su némesis y que haría lo que fuera necesario para impedir su ingreso en el foro político, pero ahora […]. Me doy cuenta de que Jerry siempre quiso convertirse en el hombre del caballo blanco.

De este temor ya informaba «California Uber Alles», donde Brown aparecía como un «fascista zen» y «Gran hermano» sobre un caballo blanco, pronunciando su ultimátum jipi: «¡Moderaos o lo pagaréis caro!». La imaginería orwelliana de la canción no parecía cuadrar con la realidad de este progresista sonriente, pero para Biafra constituía un poderoso símbolo del jipismo como sistema: «Pensé “Dios, después de todas esas revueltas, esperaba de los setenta algo más que gente extraviada en la oscuridad mental y en pos de alguien con todas las respuestas para decirles qué hacer”, pero había un político poderoso capaz de explotar todo aquello».

Para los punks, jipi era sinónimo de un tipo pretendidamente liberal, acaudalado y acomodaticio, esto es, un vendido. Al mismo tiempo, Biafra, junto con los integrantes de bandas punk como Minor Threat, Black Flag y los Minutemen, incubaban un ávido anhelo por la época dorada de la contracultura sesentera, un período que sólo experimentaron marginalmente como adolescentes. Lejos de negar por completo a la generación anterior, pretendían revivir el radicalismo efervescente del SDS y de los yippies. «Los años setenta resultaron ser tan marchitos, aburridos y reaccionarios comparados con lo que acababa de suceder —se quejaba Biafra—. Éramos demasiado jóvenes para tener una experiencia plena de los sesenta y del fervor del movimiento contra la guerra.»

Ya de entrada, los Dead Kennedys decidieron provocar y molestar. En los premios Bammy, convocados por la revista gratuita Bay Area Music, fastidiaron al público, entre el que se contaban los iconos jipis Jerry Garcia y Carlos Santana, con una sátira contra la industria musical llamada «Pull My Strings». Aparecieron vistiendo camisetas estampadas con una letra ese, sobre las que dejaron caer sus corbatas para formar el símbolo del dólar. No los volvieron a invitar. «Quien no utilice el arte como un arma no es un artista», razonó Biafra.

Su siguiente y mejor sencillo, «Holiday in Cambodia», tenía sus orígenes en Boulder y, al igual que «California Uber Alles», había sido coescrita por el amigo de Biafra John Greenway. En los años mozos de Biafra, la Universidad de Colorado había desarrollado una reputación como «campus fiestero», un imán para niñatas y machotes cerveceros afiliados a sus respectivas hermandades. «Era descorazonador», dice Biafra. Cuando acabó el instituto, consiguió un trabajo como repartidor de pizzas, lo que lo obligaba a visitar repetidamente los dormitorios del campus.

Salía de allí sacudiendo la cabeza: se abría la puerta y el personal se dedicaba a apilar sus latas de cerveza hasta el techo como símbolo de estatus. «Holiday in Cambodia» trataba de aquellos chulos atléticos y borrachos y de las cretinas que los perseguían. Supongo que yuxtapuse todo eso con las noticias que llegaban de Camboya.

Aquellas noticias eran de un salvajismo inenarrable. En 1975, los jemeres rojos de Pol Pot habían tomado el poder en Camboya con el objeto de «recomenzar la civilización» en el «año cero». Se abolió la moneda, la propiedad privada y se ilegalizó toda forma de religión, se cerraron escuelas y hospitales, se quemaron libros y muchas familias fueron separadas. Las reformas agrícolas impuestas con puño de hierro condujeron a hambrunas catastróficas, al tiempo que opositores políticos, profesionales, intelectuales y minorías étnicas eran torturados y ejecutados en masa. La escala de la masacre era sobrecogedora: entre uno y dos millones de camboyanos murieron de hambre o asesinados por obra de los jemeres rojos antes de que fuerzas vietnamitas derrocaran a Pol Pot en enero de 1979. Pot pasó luego varios años encabezando fuerzas insurgentes.

Era preciso un sentido del humor especialmente negro como para imaginar el envío de aquellos fatuos atletas desde sus hermandades universitarias hasta los campos de la muerte camboyanos y para hacerlo con una vitalidad tan corrosiva.

Antes de marchar a San Francisco, había hecho mucho teatro —dice Biafra— y muchos de mis profesores eran directores afines al Método [Stanislavsky]. Pasaron algunos años hasta que me di cuenta de cuán profundamente me había influido todo aquello no sólo en cómo escribo mis letras sino también en cómo enfoco la composición de la música y la mezcla musical. Casi se parece más a dirigir una película que a grabar una canción.

La música original de Biafra —«tipo punk motosierra al estilo Ramones»— fue rechazada por sus compañeros de grupo, de modo que empezaron a colaborar para hacer algo nuevo: siniestro, sinuoso, mórbido y amenazador. El productor del sencillo, Geza X, también alentó a Biafra a componer letras más afiladas, de ahí frases insidiosas del tipo:

«Bragging that you know how the niggers feel cold / And the slums got so much soul» [te jactas de saber qué mal lo pasan los niggers / y que hay tanto duende en las barracas]. Así pensó que incidiría más en el esquema mental de los burguesitos mimados a los que se dirigía la canción —dice Biafra—. Cuando D. H. Peligro [negro] se unió al grupo, recuerdo vagamente que le pregunté sobre la frase y creo que cambié [niggers] por «negros», que es lo que siempre he cantado desde entonces.

Para intensificar el impacto, Biafra eligió para la carátula la imagen de una turba ultraderechista apaleando el cadáver de un estudiante durante la masacre de opositores de 1976 ocurrida en Tailandia. Biafra tenía el ojo entrenado para las imágenes políticas cargadas: la carátula de su álbum debutante, Fresh Fruit for Rotting Vegetables, mostraba un coche de policía en llamas durante los disturbios por el caso White en San Francisco. Fresh Fruit... presentaba algunas canciones macabras sobre gas venenoso, infanticidio y accidentes mortales en la montaña rusa y muestras más extremas aún de sátira inspirada en el Método. «Kill the Poor», que proponía el uso de la bomba de neutrones como novedoso recurso para atajar la pobreza, compartía su sobrado humor negro con «Kill for Peace» de los Fugs y Una modesta proposición de Jonathan Swift. «Indecorosas barracas evaporadas en un resplandor», soltaba Biafra con perfidia y en el hábito del malvado. «¡Millones de parados hechos cenizas!» No todo el mundo pillaba la broma: después de un bolo en Brooklyn, una chica se abalanzó sobre él y exclamó entusiasta «¡Bien dicho! ¡Mata a los pobres!».

East Bay Ray [dice] que lamentó que la banda no censurara mis letras porque él creía que confundían en exceso a la gente —dice Biafra—. Una cosa que siempre me gustó del buen arte es cuando parte del mismo no tiene sentido y debes imaginar de qué se está hablando.

Al año siguiente, los Dead Kennedys sacaron un EP de ocho temas, In God We Trust, Inc., cuyo hito era una versión de jazz ambiental de «California Uber Alles», dirigida no ya a Jerry Brown sino a un «hombre en caballo blanco» bastante más poderoso, el nuevo ocupante del Despacho Oval. Como admitiendo haber elegido el blanco equivocado hacía dos años, Biafra la llamó «We’ve Got a Bigger Problem Now» [ahora el problema es más gordo].

***

El 22 de enero de 1981, dos días después de la toma de posesión del cargo de Ronald Reagan, el Washington Post informaba acerca de una nueva rama del punk: el hardcore. Asentados en el barrio capitalino de Georgetown y jovencísimos, los punks hardcore honraban la disciplina tanto en su música (veloz, dura y compacta) como en su estilo de vida (nada de drogas ni alcohol). Sus preocupaciones eran tan limitadas como las de los Who en «My Generation». «Nosotros no decimos “Que se joda el mundo” —explicaba Ian MacKaye, el líder de 19 años de Minor Threat—. Sólo decimos “Que se jodan los que nos rodean”.»

En el punk estadounidense la supervivencia del más fuerte no era sólo una expresión retórica. En todos los grandes centros punk —Nueva York, San Francisco, D. C., Los Ángeles—, la generación alegremente descuidada y hedonista del 77 estaba de capa caída. A menos que, como Blondie, tuvieran el tino de poder encuadrarse dentro de la nueva ola, ya no podían confiar en la radio para que difundiera su mensaje por este vasto y disperso continente. La mayoría de las bandas se fundieron tras un puñado de sencillos, como héroes en su pueblo pero auténticos don nadies a escala nacional. El futuro pertenecía a bandas más duras, ágiles y disciplinadas, con ímpetu para recorrer el país una noche tras otra, una semana tras otra, un mes tras otro.

El estajanovismo del hardcore lo encarnaba Black Flag. Se habían formado en Hermosa Beach, unos kilómetros al sur de Los Ángeles, en 1977, y se ganaron una base de seguidores compuesta por fornidos chicarrones y patinadores de las afueras residenciales, movidos por la rabia y el rollo machote. Expulsados de Los Ángeles por su reputación violenta, Black Flag, al igual que los Dead Kennedys, se aprestó a recorrer sin tregua el país para actuar en cualquier lugar donde les abrieran las puertas. La banda cambió la vida a dos de los ávidos descolgados entrevistados por el Washington Post: Ian MacKaye y su amigo Henry Garfield. En un concierto del grupo en Washington D. C., Garfield se subió al escenario para cantar o, más bien, aullar, una canción con ellos; con diligencia insospechada, pasó a convertirse en su cantante, ya rebautizado como Henry Rollins. Su primer álbum, un apretujado ovillo de cólera y alienación, se llamó Damaged (1981) y se erigió en la quintaesencia del hardcore. «Police Story» es una canción protesta enloquecida por su propia impotencia: «comprende que libramos una guerra que no podemos ganar». «TV Party» es un retrato mordaz de la apatía: «Don’t talk about anything else / We don’t wanna know» [no nos cuentes más cosas / no queremos saberlas]. Libertario hasta el tuétano, el hardcore no pretendía reformar a una sociedad corrupta sino negarla, pretendía «Rise Above» [elevarse por encima], como enunciaba el himno de aquel disco en que se evidenciaba el hostigamiento bajo el que sentían vivir. El sello de Black Flag, S.S.T., practicaba una vida comunitaria autosuficiente evocadora de un medio habilitado por supervivientes más que el de una comuna jipi.

De regreso en el D. C., Ian MacKaye trataba igualmente de reforzarse. Su antídoto contra el control social era un autocontrol obsesivo. Se sentía inspirado por el rigor de Bad Brains, una banda afroamericana que, inesperadamente, había trocado la fusión jazz por el hardcore y cuyos miembros se convirtieron en rastas militantes que vivían en una granja comunitaria, donde debatían sobre las Sagradas Escrituras y componían diatribas apremiantes de onda milenarista tales como «Big Takeover» y «Destroy Babylon». Contaban con un motivo peculiar para temer la llegada de Reagan a la Casa Blanca, y es que Ronald Wilson Reagan tenía seis letras en cada uno de sus nombres y como cifra (666) arrojaba el número de la Bestia. «Fue como una visión», contó Brian, el líder de Bad Brains H.R. (por «Human Rights»; su nombre era Paul D. Hudson). «Me di cuenta de que las cosas se iban a poner feas, muy feas, en Norteamérica.»

MacKaye absorbió la rectitud intransigente de Bad Brains, aunque no el rastafarismo. Después de asistir a manifestaciones contra la guerra en su infancia (su padre escribía sobre política y religión en el Post), ahora culpaba a las drogas de neutralizar la energía radical de los sesenta. «Yo venía de los sesenta, crecí en los sesenta —le decía al periodista musical Michael Azerrad— y sentía que había metas más elevadas… Nunca entendí qué había pasado con toda esa gente que había montado su propia granja, que luchaban contra el gobierno. ¿Qué pasó? Todo el mundo se dedicaba a colocarse.»

El gran argumento de MacKaye era la decadencia insensata de sus coetáneos. Escribió muchas de sus canciones cortando entradas en el Georgetown Theatre, donde contemplaba asqueado cómo iban pasando los universitarios y protoyuppies borrachos: «un desfile de putos imbéciles». La velocidad y el vitriolo eran los faros de Minor Threat. En canciones como «Straight Edge» y «In My Eyes», lanzadas en su propio sello independiente Dischord en 1981, MacKaye arremetía contra fumadores, bebedores, drogatas y holgazanes como un fanático líder sectario impartiendo justicia draconiana desde el púlpito. El hombre que se mofaba del fundamentalismo en «Filler», ideó su propia variante del mismo: los straight-edgers [rígidos, afines a «Straight Edge»] que siguen vigentes hoy día. En aquellos inicios, comentaba su compañero de grupo Paul Nelson, MacKaye podía ser «un predicador hijoputa».

No se trata tanto de música como religión cuanto de religión como música —escribió Tom Carson en el Village Voice—. Al igual que su homólogo de la Costa Oeste, Jello Biafra, [Mackaye no] es sólo el líder de su banda sino el organizador y el portavoz de una comunidad entera y, ante todo, está entregado a su rebaño.

La virilidad puritana de Minor Threat y de Black Flag atraía a un público afín. En sus inicios, la energía del hardcore resultaba contagiosa. Cuando los Dead Kennedys tocaron en el D. C., Biafra dijo a los asistentes: «Ahora, todo lo que tenéis que hacer es aprovechar esta onda y asaltar la Casa Blanca y el Capitolio». Pero ya en 1983, la estupidez belicosa del movimiento le había arrebatado buena parte de su diversión. Cansado de ser objeto de las palizas de algunos fans de Black Flag, Rollins empezó a ejercitarse levantando pesas y transformó su cuerpo en un parapeto de músculo. MacKaye estaba también harto de la rígida ortodoxia que había alumbrado inconscientemente y expresó su desencanto en canciones como «Salad Days», «Think Again» y «Betray»: «Normal expectations, they were on the run / But now it’s over, it’s finished, it’s done» [las expectativas corrientes, salieron huyendo / pero ya se acabó, se terminó, basta].

***

Los Dead Kennedys también padecieron las hordas descerebradas del punk y Biafra reservó su característico histrionismo satírico para su cruda admonición «Nazi Punks Fuck Off» (1981). Su objetivo principal no eran los nazis en sí, aunque entre el público podía divisar alguna camiseta ocasional de «poder blanco», sino los matones que venían a arruinar los conciertos para arrearse trompazos. El punk de Estados Unidos nunca contó con un revelador momento mediático como el de Bill Grundy con Sid Vicious, pero está claro que perdió su inocencia underground en 1982, cuando los héroes de series policiales exitosas como CHiPs y Quincy empezaron a enfrentarse a la amenaza de aquellos zascandiles punks. A pesar de las advertencias de Biafra («os peleáis entre vosotros, gana el Estado»), para muchos recién llegados el punk no significaba mucho más que un buen pretexto para una pelea. «Nunca sabía qué iba a pasar después —le dijo Biafra a Boulware y Tudor—. Me apuñalaron [en un concierto]. Alguien hizo explotar dinamita delante de mi casa y durante mucho tiempo no supe quién había sido… Estaba constantemente al borde de un ataque de nervios.»

En Plastic Surgery Disasters (1982), el humor macabro estaba empezando a desaparecer de las composiciones de Biafra, sustituido por ataques ferozmente directos contra la conformidad («Terminal Preppie»), la política exterior de Estados Unidos («Bleed for Me»), la contaminación («Moon Over Marin») y la industria farmacéutica («Trust Your Mechanic»). Frankenchrist (1985) tampoco brillaba por su hilaridad: «Stars and Stripes of Corruption» concentraba todas las inquietudes de Biafra en un J’accuse impenitente contra la Norteamérica de Reagan y luego las desplegaba en un llamamiento a la acción digno de Woody Guthrie: «Our land, I love it too / I think I love it more tan you / I care enough to fight» [nuestra tierra, yo también la quiero / creo que más que tú / lo bastante para luchar por ella].

Biafra andaba alicaído por las noticias del mundo pero también por lo que sucedía en su propia esfera: la fragmentación del punk. Los straight-edgers, con sus bailes a empellones, eran una bronca. Como también lo eran los afectados aspirantes a los que ridiculizaba en «Anarchy for Sale» (1986): «Rebélate con estilo fetén». Los skinheads eran mucho más aterradores. Un par de años después de escribir «Nazi Punks Fuck Off», la escena skin se vio infiltrada por fascistas de carné provenientes de White Aryan Resistance. Lo que había sucedido en el Reino Unido en 1979 —la violencia, los sieg heils— estaba repitiéndose en California. Y los skins empezaron a aparecer en los conciertos de los Dead Kennedys luciendo las barras y estrellas.

En la otra punta del espectro político estaba Tim Yohannan. Editada en 1982, la portada inaugural de su revista Maximum Rocknroll anunciaba el contenido de la publicación: una lista de bandas (incluida Minor Threat) «y, Dios no lo quiera, política». La importancia de Maximum Rocknroll como radio macuto preinternáutica para la escena punk internacional fue indiscutible. La revista estaba gestionada como un Pravda del punk rock, en la que Yohannan ejercía de guardián y legislador con la misión de canalizar la ira y la energía del movimiento hacia las causas «justas». No había lugar para el racismo, el sexismo, la homofobia o las grandes discográficas, igualmente ofensivas. Su grupo ideal era M. D. C. (Millions of Dead Cops [millones de polis muertos]), una banda texana que producía canciones lúgubres e intimidatorias como «Corporate Deathburger» (1982) y «Multi-Death Corporations» (1983).120 «Descubrimos que aunque hay algo de humor en algunas canciones [de M. D. C.], no lo hay dentro de la banda acerca de la propia banda o de la escena punk, lo que ocasionó algún roce áspero», dice Biafra sonriendo. Después de un viaje a San Francisco, Ian MacKaye contrastó sus convicciones más personales y circunscritas con el enfoque de M. D. C.: «Puede que yo desconozca lo que sucede en Norteamérica Latina, pero con M. D. C. pasa lo contrario. Y me gusta verlo como si entre los dos compusiéramos una novela, completando todo el panorama».121 «Retrospectivamente —les contaba Jeff Bale, colega y compañero de piso de Yohannan, a Boulware y Tudor—, Maximum Rocknroll reflejaba fielmente la esfera izquierdista sectaria e intolerante de la Zona de la Bahía.» Biafra se vio defendiendo a la revista ante entrevistadores que le preguntaban si se trataba de un culto comunista para acabar siendo él mismo considerado un vendido. «Con el tiempo Tim se fue haciendo más intransigente y su sentido común resultó severamente dañado.»

Yohannan se imponía «procesos de ajuste del comportamiento» casi maoístas en los que los miembros de la comunidad cuestionaban sus actitudes con la esperanza de alcanzar la pureza ideológica. En 1986, montó un club en Gilman Street, Berkeley, que se convirtió en un imán para izquierdosos descolgados, desde jipis de mediana edad a adolescentes de peinado mohicano y tatuajes anarquistas. Inevitablemente, tratándose de Yohannan, había unas reglas: nada de drogas, nada de alcohol y nada de intolerancia y un veto tajante a las grandes discográficas. «Era como su propio reino —dice Billie Joe Armstrong, un habitual del club que encontraría la fama con Green Day—. Cuando acudí a Gilman y vi aquello por primera vez, me sentí renacer. Fue el comienzo oficial de mi educación.» La ortodoxia política, admite con perplejidad cariñosa, podía resultar cómica. «En Gilman se presentaban muchas bandas que soltaban “Esta canción habla de lo mucho que odiamos al gobierno. Se llama “I Hate the Government!”.»

El punto culminante del punk como rebelión en la zona de la Bahía se dio con la Convención Nacional Demócrata de San Francisco en julio de 1984. Los Dead Kennedys y M. D. C. habían aparecido conjuntamente hacía un año en un concierto de Rock Against Reagan organizado por yippies veteranos, que se desarrolló bajo los reflectores de los helicópteros sobrevolando el Mall de Washington. Cuando volvieron a compartir cartel frente a miles de opositores en el exterior del Moscone Center de San Francisco, los Dead Kennedys aparecieron con capuchas del Ku Klux Klan que se quitaron para revelar los rostros enmascarados de Ronald Reagan. La alcaldesa Feinstein, que aspiraba a la vicepresidencia, gustaba de presentar la ciudad como vibrante y diversa, pero, ante todo, segura. Los activistas más creativos, sin embargo, tramaban un ambicioso programa de panfleteo, asambleas didácticas, teatro callejero y acción directa bajo el nombre de «War Chest Tours» [campaña de recaudación].

Después de que la policía arrestara a 84 «punks pacifistas» en una concentración del War Chest Tour en el exterior del Bank of America, la multitud se dirigió hacia el Palacio de Justicia para exigir su liberación. Algunos de los manifestantes certificaron orgullosamente que se trataba del mayor arresto masivo en la zona de la Bahía desde la Guerra del Vietnam. Los War Chest Tours fueron la primera manifestación del «punk positivo», una nueva forma de imaginativo activismo de base. A lo largo de los meses siguientes, aparecieron capítulos de un nuevo grupo activista, Positive Force, en Nevada, Chicago y Washington D. C. Muchos punks de la capital se alejaron de la «política individual» y hablaban ya de «devolver la protesta al movimiento punk», configurando una escena nueva alejada de los machotes «Rambo-punks». En el corazón de todo ello estaba Ian MacKaye, cuyas bandas posteriores a Minor Threat, Embrace y Figazi, se antojaban más humanas y abiertas. «Queríamos hacer algo con lo que nos sintiéramos bien —le dijo MacKaye al escritor Ben Myers—. No nos interesaba recuperar la escena punk. Visto que podíamos comenzar una nueva se la podían quedar.»

Entre tanto, las energías de Jello Biafra se dispersaron a causa de un largo proceso judicial por distribuir «material dañino» en forma de una estampa de H. R. Giger impresa en el interior del álbum de los Dead Kennedys Frankenchrist (1985). Las imputaciones fueron finalmente desestimadas, pero los Dead Kennedys se separaron durante el juicio y Biafra se lanzó a una nueva carrera como rapsoda, productor discográfico, activista contra la censura y militante del Partido Verde. El canto del cisne del grupo, Bedtime for Democracy (1986), incluía «Chickenshit Conformist», un veredicto condenatorio de aquello en que se había convertido el punk rock y puede que la letra más triste que Biafra escribiera jamás. Tildó al punk de «club social ensimismado y obtuso», «una moda inane».

Cualquier forma de cultura underground que valga la pena se verá asimilada en algún momento —reflexiona—. Cuando estalló el hardcore, sus protagonistas eran más jóvenes, lo que a todos nos pareció cojonudo hasta que nos dimos cuenta de que se trataba de la misma mentalidad de macho atlético con su rollo chismoso y traicionero que creíamos haber dejado atrás.

Con el corazón roto, se dio cuenta de que el punk había repetido los «mismos viejos errores» de los jipis: «Chickenshit conformist / Just like your parents» [un conformista cagón / como fueron tus padres].