20 «Esto es la jungla, a veces me pregunto cómo consigo aguantar»

El hito de Grandmaster Flash and the Furious Five. Melle Mel y Duke Bootee, «The Message», 1982

El nacimiento del hip-hop político

Grandmaster Flash and the Furious Five, The Message (Sugar Hill Records, 1982).

El verano de 1982 en Nueva York fue de los duros. En julio, el índice de desempleo en Estados Unidos alcanzó el 9,8 %, su nivel más alto desde 1941. En Nueva York, se encaramó hasta el 10,7; uno de cada tres neoyorquinos entre los 16 y 19 años estaba sin trabajo. Peor era en el South Bronx, una zona amorfa cuyos límites estaban más marcados por la percepción que por la geografía; si una parte del distrito se veía infestada por la pobreza y el crimen, era el South Bronx. Durante los años setenta, se convirtió en sinónimo de desolación urbana. Aunque había mejorado levemente desde aquel terrible 1977, su reputación seguía siendo pésima. Para muchos norteamericanos no se trataba simplemente de un gueto: aquello era el gueto. En 1981, su notoriedad se vio apuntalada por Fort Apache, the Bronx, un thriller protagonizado por Paul Newman que lo retrataba como el salvaje Oeste en versión urbana. El eslogan del póster, «A 15 minutos de Manhattan hay un lugar que hasta los polis temen pisar», era sensacionalista pero no del todo engañoso.

Con todo, aquél también fue un verano estimulante para los residentes del South Bronx, al menos para los seguidores del hip-hop. En el mes de junio, el Roxy de la calle 18 se convirtió en el epicentro de los clubs de Manhattan, al acoger el sonido del South Bronx en aquel entorno modernillo del barrio de Chelsea, al mismo tiempo que las galerías de arte del East Village legitimaban la obra proscrita de los grafiteros. Al sonido de DJ pioneros tales como Afrika Bambaataa, chavales del Bronx se codeaban con artistas (Warhol, Basquiat), pospunks sofisticados (Talking Heads, B-52) y la realeza del rock (David Bowie). El himno del primer club auténticamente mestizo del centro de Manhattan aquel intenso verano fue «Planet Rock», de Afrika Bambaataa y Soulsonic Forces, un manifiesto interracial para la nación hip-hop: «No work or play, our world is free / Be what you be!» [Ni trabajo ni disimulo, nuestro mundo es libre. / ¡Sé lo que quieras!].

Sin embargo, si uno escuchaba la radio durante un buen rato, acabaría también escuchando un sonido distinto: un ritmo quebrado y maltrecho que parecía renunciar al baile, un riff trastabillante de sintetizador, una letanía pausada y regular de agravios y, una vez tras otra, un estribillo de tensión contenida: «Don’t push me ‘cause I’m close to the edge / I’m trying no to lose my head» [no me apures que voy al límite / y trato de no perder la cabeza].

El tema era «The Message», el nuevo sencillo de los héroes del Bronx, Grandmaster and the Furious Five. Era hip-hop de sótano y callejón más que de pistas de baile de Manhattan y subvertía todas las promesas de fiesta enrollada y universal de «Planet Rock»: local en lugar de global, introspectivo en lugar de expansivo, paranoide más que celebratorio.

«Por aquella época, cualquiera podría haberlo dicho —recordaba más tarde Mel Melle de los Furious Five—. Probablemente la mitad de la población norteamericana deseaba decirlo.»

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Retrospectivamente, «The Message» resultó un tema inevitable. Era el disco que los críticos, especialmente los blancos, habían estado esperando, aquél que injertaría el hip-hop en la veta social de Stevie Wonder, Curtis Mayfield y Gil Scott-Heron. La creación de las barriadas del Bronx no sólo era la música fiestera más estimulante del mundo sino que por fin tenía algo que decir. La pretenciosa Paris Review incluso llegó a publicar la letra, un honor que no le había brindado a, por ejemplo, «Christmas Rappin» de Kurtis Blow.

Pero nadie parecía haberlo previsto, ni siquiera el grupo cuyo nombre aparecía impreso en el centro del disco. Con la salvedad de Melle Mel, los Furious Five lo detestaban, les parecía una insensatez. El hip-hop era música de baile. ¿A quién le apetecían historias con ventanas rotas y cucarachas un sábado noche? Si lo que querían era el mundo real, les bastaba con mirar por la ventana. Vivían ahogándose en aquella realidad. Y no necesitaban que la radio se lo recordara machaconamente.

Sylvia Robinson lo veía de otro modo. Tenía ese don. Era una veterana de la industria de la música que había registrado su primer éxito en 1975 como la mitad del dúo de R&B Mickey and Sylvia. En los años sesenta, fundó con su esposo Joe un estudio y un sello llamados All Platinum. Una década más tarde, la cosa mutó en Sugar Hill Records, asentada en Englewood, Nueva Jersey. En 1979, el hip-hop era un fenómeno local dominado por los DJ más que por los raperos y no aspiraba a ir más allá. Cuando Robinson trató de contratar a Flash, el DJ más afamado de la ciudad, éste rehusó la oferta. ¿Sacar discos de hip-hop? ¿Qué sentido tenía?

Pues bien, pensó Robinson, que contaba por entonces 43 años: si no podía contratar a un grupo de rap potente, se lo inventaría. Una tarde de aquel verano, Joe escuchó a un aspirante a promotor de rap llamado Hank «Big Bank Hank» Jackson que solía rapear sobre una cinta mientras trabajaba en una pizzería y lo invitó a hacer una prueba para Sugar Hill. Con dos colegas, Guy «Master Gee» O’Brien y Michael «Wonder Mike» Wright, acababa de nacer el Sugarhill Gang, un grupo prefabricado como lo son tantas formaciones adolescentes. Los Robinson se metieron en el estudio con tres músicos de sesión, más la línea de bajo del tema «Good Times» de Chic. Y salieron de allí con un disco que vendería ocho millones de copias.

Largo y repetitivo hasta decir basta, absurdo y jubiloso, «Rapper’s Delight» fue un éxito discográfico tan improbable como nadie pudiera imaginar. La impresión era que lo iban apañando sobre la marcha. A lo largo de quince minutos, el trío va deambulando entre coros bailongos, alardes cachondos, símiles ridículos, fantasías descabelladas de riqueza, una dilatada analogía sobre una cena de pollo y un amoroso encuentro con Lois Lane. El oyente se hace a la idea de que el disco termina porque ya no había más cinta con que grabar. La palabra clave era placer. Poco importaba lo que dijeran: andaban pillados con el mero gusto de rimar.

«Rapper’s Delight», aquella novedad pergeñada por un trío artificial de advenedizos, consolidó para siempre las prestaciones del hip-hop. Aunque algunos observadores lo tildaran de efímera moda bailable, se convirtió en un imán para neoyorquinos modernos que jamás habían puesto un pie en el Bronx. Blondie, Malcolm McLaren y los Clash se apuntaron a la concurrencia de los clubs y el hombre al que todos querían conocer era aquél al que Debbie Harry había idolatrado en el éxito de Blondie «Rapture» (1981): «Flash is fast, Flash is cool!» [¡Flash arrolla, Flash mola!].

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Lo de «molar» era una bendición a medias para Grandmaster Flash. No era una estrella innata sino un cerebrito concienzudo llamado Joseph Saddler. Había nacido en Bridgetown, Barbados, en 1958, antes de que sus padres emigraran al South Bronx. Es una persona seria y afable que se expresa con fluidez acompañándose de gestos elocuentes. Rezuma la calma disciplina de las artes marciales, de ahí el «Grandmaster» de su alias, un tributo a Bruce Lee. (Flash, por su parte, era el héroe hiperveloz de cómic cuyas opciones de superar a Superman solían ser objeto de enconados debates durante la hora del patio.)

De niño, solía desmontar radios y demás electrodomésticos para comprender cómo funcionaban. En ocasiones, no conseguía recomponerlos y se llevaba una zurra. Flash cree que podría haber terminado siendo ingeniero, tal como era el deseo de su madre, si un día de 1973 no hubiera acudido a una fiesta vecinal que se celebraba en el Park 63 de la calle 168, donde contempló a Kool DJ Herc en activo, el jamaicano de 18 años al que se atribuye la invención del hip-hop pinchado. «Estuve ahí, contemplando anonadado a este tipo. Me dije “Yo quiero estar ahí”.»

Mejorar las maneras de pinchar y mezclar pasó a ser su nueva obsesión. «Se convirtió en una ciencia —dice—. Supongo que en mi primera adolescencia no tenía novias, no iba al parque a jugar a baloncesto ni acudía a muchas fiestas. La vida era el cole, el trabajo, volver a casa. Buscaba algo, iba detrás de algo.»

Después de practicar durante dos años, decidió darse la oportunidad en el Park 63.

Me dije, voy a poner 16 discos en dos minutos. Mi teoría consistía en que si ponía las partes más animadas de aquellos discos una detrás de otra, sin solución de continuidad, sin interrumpir el ritmo, iba a volver loca a la concurrencia. Pero la cosa se convirtió en un seminario. Se quedaron todos ahí, de pie, mirando. Después de aquello creo que estuve llorando una semana.

Flash se dio cuenta de que necesitaba a raperos para exaltar a la multitud. El primero al que encontró fue Keith «Cowboy» Wiggins, un antiguo pandillero al que describe como su pregonero. En 1978, aparecieron los hermanos Melvin «Melle Mel» Glover y Nathaniel «Kidd Creole» Glover, para crear Grandmaster Flash and the 3 MCs. Con la incorporación de Guy Todd Williams (Rahiem) y Eddie Morris (Scorpio), se convirtieron en los Furious Five. Ahora el DJ ya era la estrella indiscutible y los raperos sólo estaban para propagar el mensaje.

La primera vez que Sylvia Robinson había llamado a su puerta, Flash rechazó su propuesta. Ahora ya sabía a qué atenerse. «Yo me decía: “Nadie va a querer comprar una grabación que ya conocen sobre la que aparece gente hablando” —dice Flash—. Así que cuando escuché “Rapper’s Delight” fue algo hipnótico. Y pensé: “Mierda. Podría haber sido el primero”.»

Los Five firmaron primero con el sello Enjoy dirigido por Bobby Robinson (ningún parentesco), que lanzó «Superrappin», y luego lo hicieron con Sugar Hill. En 1981, fueron teloneros de los Clash durante su estancia en el Bonds de Times Square. Ese mismo año sacaron «The Adventures of Grandmaster Flash on the Wheels of Steel», un tour de force en los platos que mezclaba Chic, Queen, Blondie, Sugarhill Gang y el rapero de Harlem Spoonie Gee. Aquí el DJ seguía siendo la estrella, pero por última vez.

***

«The Message» había sido una creación del percusionista de Sugar Hill Edwin «Duke Bootee» Fletcher. Músico de formación jazzística que se había convertido recientemente al hip-hop. «Desde un punto de vista artístico, de entrada no sentía un gran respeto —le contó al historiador del rap JayQuan—. No fue hasta que vi a Flash y a los otros. No supe exactamente qué era, pero fuera lo que fuese se lo curraban y lo hacían bien.»

Una noche Fletcher estaba en el estudio de Sugar Hill en Englewood; absorto, marcaba el compás con una botella de plástico. El resto de músicos se sumaron a él y crearon una especie de ritmo africano. A Robinson le gustó, pero la cosa quedó aparcada durante un año. «Cuando llegamos por primera vez a esta compañía, lo escuchamos y solíamos bromear sobre ello», le dijo Mel a High Times.

Cuando James «Jiggs» Chase, el arreglista principal de Sugar Hill y mano derecha de Robinson, le pidió a Fletcher que escribiera una letra, afloró aquella frase: «It’s like a jungle, sometimes it makes me wonder how I keep from going under» [esto es la jungla, a veces me pregunto cómo consigo aguantar]. Tras fumarse algún canuto, escribió el tema entero durante una noche que pasó en el sótano de su madre. «De vez en cuando, se oía a algún nigger que pasaba y el impacto de una botella que se rompía. Así que escribí lo de “cristales rotos por todas partes”. [Chase] dijo que siguiera con ello y así lo hice.»

Inspirado por el sonido incisivo de sintetizador de Zapp y de Tom Tom Club, Fletcher se deshizo de la percusión original y compuso una pista de acompañamiento más comercial en la que añadió elementos de dub, música electrónica y R&B. A Robinson le encantó y decidió que sería el siguiente sencillo de los Furious Five, pero los Furious Five no lo tenían tan claro. Para no perder pie, Fletcher había producido otro tema bailable más convencional. Los títulos de los mismos hablan por sí solos: «The Message» era el que Robinson quería, los Five se inclinaban por «Dumb Love». «Es que a nadie le gustaba aquella canción —dice Melle Mel—. Era algo totalmente distinto de lo que se estaba haciendo por entonces, así que nadie le hizo caso.»

«En el rap no había nada parecido a aquello, salvo quizá los Last Poets, aunque ellos eran más filósofos», declaró Kidd Creole a Melody Maker. «Y para mucha gente resultaban excesivamente antisociales», añadió Cowboy. Tal como contaba Flash a High Times: «Imagínate escuchando música, digamos que trabajas toda la semana de nueve a seis y la semana ha sido dura, estás cansado, quieres salir de fiesta. ¿Por qué ibas a querer escuchar eso?… El factor de riesgo era muy alto: triunfaba por todo lo alto o se estrellaba». Fletcher recuerda a los Furious Five tan asqueados con aquel tema que un día se marcharon atropelladamente del estudio y pararon a un coche para que se los llevara de allí.

Mel, sin embargo, regresó. Era lo bastante astuto para saber que debía mostrar voluntad. Amparándose en el manual de Berry Gordy, Robinson mantenía la sala de máquinas a tope azuzando la rivalidad entre los músicos de la casa y poco le importaba quién aparecía en un disco determinado: bastaba con que fuera un éxito.

Puede que ya tuviéramos grabada una pista y que grupos diferentes trataran de ajustar sus rimas —decía Duke Bootee— y Sylvia le cedía la pista a quien le molara en aquel momento. A veces, los raperos aportaban una pista y la acababan perdiendo porque otro le había enjaretado una rima mejor.

«Era la dueña de la empresa —dice llanamente Mel—. Si aquélla era la canción que iba a salir, yo quería estar en la canción. Y nadie tenía que convencerme. Era perfectamente lógico.»

En tanto que Flash era tranquilo y circunspecto, Mel, tres años más joven, era escandaloso y chulesco, con un físico acorde. Actualmente, luce unos bíceps como melones y su voz atruena como la de un sargento de instrucción. Sin perder tiempo, se dedicó a retocar una estrofa que había escrito tres años atrás para el primer sencillo de los Five, «Superrappin», sobre un amigo que se había ahorcado en una celda carcelaria. Fuera del Bronx casi nadie la había escuchado. Robinson puso a prueba a Rahiem para las rimas de Fletcher, pero no funcionó. Como la música había sido creada por Fletcher y Chase, que no precisaban de la destreza a los platos de Flash, aquel sencillo que presuntamente corría a cargo de Grandmaster Flash and the Furious Five sólo acabó incluyendo a un miembro del grupo.

Entre la política de «divide y venderás» de Robinson y el cargado argumento de la canción, Flash presentía que la canción fracasaría.

«The Message» no era una de mis preferidas —dice—. Lo que esperaba de nosotros era lo contrario de quienes éramos. A nosotros nos iba pinchar y mezclar, hablar de mujeres, la fiesta. Sylvia tenía la corazonada de que Norteamérica ya estaba preparada para las letras de comentario social y nosotros éramos los únicos en la discográfica que podíamos sacarle partido. Nos estuvimos zafando durante un año o dos, hasta que nos acorraló.

La política no era exactamente una novedad en el hip-hop. En 1980, Kurtis Blow había lanzado «Hard Times» sobre la recesión y un profesor de matemáticas llamado Daryl Aamaa Nubyahn había grabado un sencillo didáctico según aquel espíritu de alerta propio de los Last Poets, «When the Revolution Comes». Bajo el nombre de Brother D and the Collective Effort, al final se tituló «How We Gonna Make the Black Nation Raise?» e instaba al naciente colectivo hip-hop a ordenar sus prioridades. La banda parecía reñir con la gozosa pista de acompañamiento, el éxito disco de Cheryl Lynn «Got to Be Real» (1978), al tiempo que lanzaba una severa advertencia a quienes frecuentaban las fiestas vecinales: «The party may end one day son / When they’re rounding up niggers in the afternoon» [puede que la fiesta se acabe temprano un día / cuando se pongan a arrestar a niggers por la tarde]. Pero la fiesta no terminó en 1980 y los siniestros presagios de Brother D sobre miembros armados del Ku Klux Klan invadiendo el Bronx se vieron ahogados por sonidos de celebración. En todo caso, Brother D estaba en lo cierto cuando rapeaba: «Quizá te hartes de mis sermones». El llamado «rap con mensaje» no vendía.

En cambio, el hip-hop, que tanto le debía al pulso rítmico de «Good Times», compartía parte del sentido político implícito de la canción, aquello que Nile Rodgers había designado como «profundo significado oculto». El mismo año en que Flash había presenciado por primera vez en acción a Kool Herc, el insigne urbanista Robert Moses afirmó que el Bronx superaba toda posibilidad de «reconstrucción, remiendo o rehabilitación: debe ser derribado». Mientras Flash se dedicaba a perfeccionar su habilidad a los platos en 1975, la ciudad de Nueva York estaba a punto de declararse en quiebra. Para cuando convirtió a Cowboy en su pregonero, el apagón de 1977 fue la mecha que hizo estallar la frustración de sus habitantes.122 En aquel momento, la violencia y las privaciones eran lo único que el mundo alcanzaba a ver, pero un colectivo creciente de vecinos del South Bronx estaba construyendo algo nuevo, un formato musical que iba a contagiar los oídos del mundo. Era aquél el profundo significado oculto del hip-hop: Seguimos aquí. No recibimos nada y hemos creado algo.

En todo caso, no había nada oculto en «The Message», que se hizo con el terreno abandonado desde mediados de los setenta por Stevie Wonder y otros viejos cronistas del gueto. En unos pocos versos elocuentes y crudos, Edwin Fletcher esbozó la ciudad en la que los chavales regresaban a casa después de que cerraran los clubs y las fiestas vecinales. La progresión enervada y tensa de la música evoca un paseo por el Bronx una madrugada resacosa e insalubre. Desfilan los apartamentos infestados de cucarachas y las escuelas decrépitas, los yonquis a la caza y los miserables vagabundos, las putas y los asesinos, inflación, desempleo y huelgas: el mundo que se cae en pedazos.

El narrador no es de los que uno escuche a menudo en el hip-hop: no es un pandillero ni un buscavidas sino un obrero al límite de sus fuerzas. En los primeros versos se muestra compasivo y comunicativo. Tiene trabajo, pero mal pagado y no le alcanza para sortear a los acreedores; el vecindario se degrada, su hijo quiere dejar la escuela. En la cuarta estrofa, se siente ya al borde del quebranto: acosado y paranoico, lleva un arma.

Mel se encarga de las dos primeras estrofas y deja la tercera y cuarta para quien las escribió. Se expresa de este modo la perspectiva ambivalente del protagonista: más sombría y reflexiva según Fletcher, indignada y furiosa en el caso de Mel. Concluye con la estrofa del «Superrapin» de Mel, que relata la vida y la muerte de un chaval que ve como las únicas personas que se ganan un buen dinero en su bloque son «loteros ilegales, matones, chulos, camellos». Así que deja la escuela, «se dedica a atracar», lo mandan a la cárcel y acaba ahorcándose en su celda. «Se basaba en un cruce entre yo mismo y alguien que acabó mal de verdad —le contó Mel a High Times—. Aunque yo pasé por la cárcel, sólo fueron cinco días. Asalté a un agente de paisano, vestido de mendigo.»

Incluso el resto de la banda se ve arrastrada a la acción, cuando intervienen por fin en la bulliciosa escena final. Están a punto de llegar a Disco Fever, el local del South Bronx en que Flash había ejecutado sus primeras sesiones de DJ cinco años atrás, cuando la policía los para: «¿Los Furious Five? ¿Y eso qué es? ¿Una pandilla?».

«The Message» es una protesta fraseada como un ultimátum, escindida entre el humanismo angustiado del soul de los setenta y el nihilismo clamoroso del gansta rap. Es el monólogo interior de un hombre decente que trata de ir por el buen camino cuando todo se desmorona a su alrededor. Incluso las estrellas más comprometidas del soul eran ajenas al gueto y cantaban su desolación desde un otero distante; con una implicación apasionada, sin duda, pero sin la amenaza de verse privados de sus bienes. El narrador de «The Message» vive todos los días con ello y escupe cada una de las sílabas apretando los dientes. «No. Me. Apures. Que. Voy. Al. Límite. Y. Trato. De. No. Perder. La. Cabeza.»

«The Message» es el primer disco realmente introspectivo del hip-hop e ilumina el camino para relatos interiorizados, antisociales, tales como la obra maestra obsesiva y estremecedora «Mind Playing Tricks On Me» (1991) de los Geto Boys, o para la hostilidad acorralada de Me Against The World (1995) de 2Pac. Al tiempo que describe el paisaje urbano, traza la geografía interior del narrador: los callejones apestosos y las humeantes brasas de la mente. La prioridad no es tanto conseguir la redención del pueblo negro como salvar a un hombre de la debacle.

***

Se puede entender por qué Flash andaba preocupado. Para un DJ, aquello parecía comercialmente tóxico. Podía imaginar a la gente huyendo de la pista de baile, preguntándose qué había pasado con el gran Grandmaster Flash.

Recuerdo a alguien que me asustó de verdad —reconoció un año más tarde—. Me dijo, «Flash, siempre fui tu fan más devoto, pero no me gusta ese disco». Permanecí en la productora y la señora Robinson dijo «Flash, esto va a ser algo grande». La mujer merece un respeto por su intuición. De pronto, apañó una versión y ¡bum!, la cosa estalló: «Like a jungle, like a jungle» en todas las emisoras de radio.

Flash y Cowboy tantearon a Frankie Crocker, un DJ de WBLS. Al día siguiente, todas las radios neoyorquinas recibieron una copia. «Podíamos girar el dial de la WBLS a WKTU a KISS y se podía escuchar sucesivamente de una emisora a otra —se maravilló Flash—. Sonaba todo el día, todos los días.»

La otra prueba definitiva fue la concurrencia en Disco Fever. «Cuando pusieron aquel disco ante un público fiestero y la gente siguió bailando, supimos que contábamos con un éxito», dice Melle Mel. Cuando le preguntan por las objeciones de Flash, aúlla su desaprobación:

No sé cómo nadie puede tener problema alguno, vamos…, que todos ganaron tanto dinero como yo. Y si lo que querían era sacar algo mejor, pues deberían haberlo hecho. No puedes ensañarte con alguien por haber lanzado uno de los mejores discos que has hecho en tu vida. Sólo a un idiota se le ocurriría.

De Disco Fever a la redacción del Paris Review, «The Message» gozó de amplia circulación. El rap con mensaje se convirtió de improviso en un factor de peso. Los Furious Five, sin embargo, no estaban en la mejor situación para capitalizar su éxito. Las maquinaciones de Sylvia Robinson habían abierto una brecha en el grupo. Al año siguiente, la decisión de Flash de querellarse contra Sugar Hill por cinco millones de dólares en derechos impagados acabó por fragmentar la banda: Melle Mel, Scorpio y Cowboy se mantuvieron al amparo de Sugar Hill; Kidd Creole y Rahiem se alinearon con el DJ. Flash tenía sus razones. La defunción de Sugar Hill en 1985 se debió en buena medida a su pésima reputación empresarial, que desmotivó a nuevos artistas para firmar con la casa.

A punto de sucumbir, los Furious Five liderados por Mel sacaron otro par de notables raps con mensaje: «Message II (Survival)», escrita por Spoonie Gee en calidad de negro, y «White Lines (Don’t Don’t Do It)», un tema ambivalente sobre la cocaína grabado por gente que iba puesta de cocaína. «Tras descubrir que el negocio estaba patas arriba y no podía repararse, creo que me dio por una racha drogata para escapar de la realidad», admite Flash, cuando ya había abandonado el grupo que él había fundado. Algunas de esas rachas fueron más prolongadas: Cowboy murió en 1989 por su adicción al crac.

Todos íbamos colocados y pasados de coca —corrobora Mel—. Cuando no tienes dinero, te preguntas por qué estás sin dinero y uno de los motivos puede ser porque estábamos en una discográfica que no funcionaba como es debido, pero otro motivo es que no parábamos de colocarnos.

Después de la desintegración de los Furious Five, Mel siguió adelante con «Jesse», apoyando la candidatura de Jesse Jackson a la Casa Blanca en 1984, y con la debidamente apocalíptica «World War III», cuyo clímax arroja una visión horripilante de Norteamérica reducida a un paraje devastado. El rap con mensaje también cuajó en otras partes, pero con una tendencia mucho más didáctica que la mostrada en «The Message» y con títulos como «Problems of the World (Today)» de los Fearless Four, «It’s Life (You Gotta Think Twice)» de Rock Master Scott and the Dynamic 3 y «Hard Times» de Run-D. M. C.

En cuanto a la discordia entre Flash y Sylvia Robinson, la historia le ha dado la razón a la jefa de Sugar Hill: Norteamérica ansiaba tanto un disco como aquél como una nueva orientación para el hip-hop. Del mismo modo, las reservas de Flash tenían su fundamento. En las mentes de algunos críticos, el éxito de «The Message» originó una jerarquía moral en el hip-hop, elevando a los raperos politizados por encima de los hedonistas o de los pandilleros. De hecho, en 2002 pasó a convertirse en el único disco de rap del registro inaugural del Índice de Grabaciones de la Biblioteca Nacional del Congreso, destinado a grabaciones «cultural, histórica o estéticamente importantes, y/o que informan o reflejan la vida en Estados Unidos». Eso, con todo, no lo convierte en una muestra más veraz del alma del hip-hop. El instinto de olvidar las propias penas puede no ser tan noble como la necesidad de trascenderlas, pero resulta igualmente válido. «The Message» no constituyó el fin del debate sino su comienzo.