Crass, «How Does It Feel?», 1982
El problema Thatcher
Margaret Thatcher celebra su victoria arrolladora tras salir reelegida el 6 de junio de 1983.
En el cobertizo habilitado como oficina de su casa en la campiña de Essex, Penny Rimbaud se encamina hacia el aparato de música e introduce una cinta de hace 27 años. Es la grabación parcial de una sesión de preguntas a la primera ministra en algún momento de 1982 y quien la interpela es Ray Powell, diputado laborista por Ogmore, Gales. Su señoría ataca con una cuestión incisiva sobre la relación de Margaret Thatcher con los sindicatos, pero toma una inesperada deriva hacia el punk rock: «¿Tendría la amabilidad —pregunta con su fuerte acento galés— de escuchar este nuevo disco de “How Does It Feel to Be the Mother of the Death of One Thousand Lives?”».
Lamentablemente, el hombre se había confundido. El verdadero título, por obra de Crass, el grupo de Rimbaud, es el más escueto «How Does It Feel?» [¿qué tal sienta?], al que la letra añade luego «to be the mother of one thousand dead» [ser la madre de mil muertos], una referencia al índice aproximado de muertos de la recién concluida Guerra de las Malvinas. Por otra parte, la enrevesada interrogación de Powell es sorteada sin dificultades: «Señor presidente, señoría —replica Thatcher con satisfecha condescendencia—, diría que sus preguntas se multiplican». Procede entonces a tratar la cuestión sindical, pero no queda constancia de su opinión acerca de la obra de Crass.
Rimbaud dibuja una sonrisa glacial y pasa a otra sección de la cinta. Es un debate radiofónico del mismo año, en de que el diputado conservador Tim Eggar describe afectadamente «How Does It Feel?» como «el disco más malvado, injurioso y obsceno grabado jamás» e insta a que sea perseguido bajo la Ley de Publicaciones Obscenas. Tantos años después, la idea de que una canción protesta fuera objeto de semejante polémica, tanto dentro como fuera del Parlamento, resulta terriblemente remota.
Rimbaud sale al jardín y se sienta ante una mesa bajo el sol primaveral, fumando sin parar cigarrillos liados. Con su larga melena entre rubia y cana, sus ropas holgadas y la piel atezada y curtida por las labores del jardín, podría ser confundido con un jipi, pero su voz es áspera y brutalmente directa. «Soy un consumado elitista —afirma—. Nietzscheano en ese sentido. Básicamente, no hay otra autoridad que uno mismo.» Se trasladó a este lugar, Dial House, en 1965, cuando no era más que una granja ruinosa de ladrillo, y tres años después abrió sus puertas a todo el mundo.
Recuerdo que quité todos los cerrojos e imaginaba qué sería de todo esto. Mi sueño, también una de las grandes decepciones de mi vida, era que a estas alturas habría 50 o 60 reductos parecidos por todo el país. Y no hay siquiera uno que se inspirara en este modelo para funcionar. Y también sé por qué: porque es la hostia de difícil.
La dificultad y la decepción fueron dos cuestiones inherentes al reinado de Crass como grupo más radical de su época. Entre 1977 y 1984, sus nueve integrantes se apiñaban en torno a la mesa de la cocina de Dial House y charlaban hasta bien entrada la noche sobre música y política, a base de té, tostadas y cigarrillos liados. «Tengo un amigo que ya no se sienta más allí porque se hartó de aporrear la mesa, cabreado», dice Rimbaud. Fue aquí donde idearon la serie de discos más agresivos e intransigentes lanzados por una banda británica y también donde departían con un abigarrado desfile de visitantes, desde adolescentes descolgados a terroristas fugitivos. Dial House fue concebida como un ideal, y como todos los ideales acabó siendo pasto de la realidad. «No podíamos salirnos de la banda —dice Rimbaud—. La banda era el camino, de modo que dejamos de atender a todo tipo de conflictos internos y, cuando la banda dejó de existir, todo el cotarro estalló como un puto volcán.»
Unas semanas antes había hablado con el antiguo vocalista de Crass, Steve Ignorant, y le pregunté si, de alguna manera, Margaret Thatcher había matado a la banda al liquidar el optimismo político necesario para que ésta prosiguiera por su senda fatigosamente íntegra. «En muchos sentidos, así fue —dijo—. Es que era una cosa tras otras con aquel gobierno. Te preguntabas “¿Dónde coño van a parar?”.» Admite que después de «How Does It Feel?», Crass ya era asumida como un deber, poco tenía que ver con divertirse. «Por entonces, ya no podíamos darle la vuelta. No podíamos no ser serios. Ya habíamos ido muy lejos.»
«¿Divertirse? —exclama Rimbaud cuando lo menciono—. No creo que llegara nunca a ser divertido, la verdad. ¿Qué es la diversión? Suele ser una pérdida de tiempo, ¿o no?… Divertirse es no querer saber.»
***
En uno de sus primeros recuerdos, Penny Rimbaud se ve a sí mismo agitando una bengala a los dos años durante las celebraciones del Día de la Victoria en 1945. Su padre, de los primeros en entrar en los campos de concentración nazis con las fuerzas de liberación, seguía de servicio en Europa. «No conocí a mi padre hasta los tres años y me desagradó completamente y me siguió desagradando el resto de mi vida —dice llanamente—. No me interesaba, me parecía un idiota.» Piensa que su educación política empezó en aquel momento.
Nunca sentí el menor respeto por el gobierno y no es porque leyera sobre anarquismo, es porque nunca sentí respeto por mis padres, que son la primera forma de gobierno, y nunca sentí respeto por la escuela o la Iglesia, que son la segunda y tercera formas de gobierno.
Rimbaud, cuyo nombre auténtico es Jeremy Ratter, recuerda una serie de revelaciones sobre los horrores del mundo: la primera vez que vio fotografías de Auschwitz e Hiroshima en un libro de historia; el incidente en que su grupo parroquial le impidió presentarse con su amigo católico irlandés porque «no era de los nuestros»; el día en que su compañero de clase, el futuro negacionista del Holocausto David Irving, le preguntó si era consciente de que su amigo Henry era judío. «No sabía de qué coño me estaba hablando. ¡Menuda mierda de pregunta! Y así es como vas aprendiendo, no por los libros o la teoría.»
Rimbaud fue expulsado de dos escuelas y abandonó sin graduarse la Escuela de Arte. Tras un período como profesor de dibujo, dedicó su tiempo a transformar Dial House en una comuna, rehabilitando el edificio y cuidando de su huerto, mientras los huéspedes iban y venían: pintores, cineastas, escritores, músicos. La televisión, la radio o los periódicos no tenían cabida en su mundo. «Durante casi cinco años… el mundo exterior es como si no hubiera existido», escribió más tarde.
En 1973, él y otros residentes de Dial House formaron un «grupo de happenings artísticos», Exit, y con él visitaron universidades y centros de arte, con sesiones en las que combinaban la música discordante con performances: uno de los miembros iba envolviendo lentamente su cuerpo desnudo con cinta adhesiva; otro se dedicaba a abrir bolsas de plástico rellenas de menudillos, pues tales eran las prácticas del arte performativo en 1973. Los sucesores de Exit, Ceres Confusion, ejecutaban un jazz-rock frenético que el teclista Bernhardt Rebours describió «como la Tercera Guerra Mundial en música». Su única actuación pública tuvo lugar en el People’s Free Festival de Stonehenge, un acontecimiento capital para la evolución de Crass.
El festival había sido un proyecto de Phil Russell, alias Wally Hope, un visionario New Age carismático, incansable y ocasionalmente fastidioso que empezó a visitar Dial House en 1972. Sus seguidores, llamados Wallies, se solían sentar en torno a hogueras y bajo los efectos del LSD debatían sobre pirámides, líneas Ley, alienígenas y otras cuestiones de interés cósmico. Al año siguiente, Hope fue arrestado por posesión de drogas e internado en un hospital psiquiátrico, del que salió hecho en un pingajo. Rimbaud se convenció de que el posterior suicidio de Hope fue, de hecho, un caso de asesinato. «Para mí, la muerte de Phil marcó el final de una era y destruyó la última pizca de confianza que pudiera tener en la sociedad en la que vivía», escribió.
Cuenta la historia que fueron los jipis quienes habilitaron los desvaríos del rock progresivo, que volaron luego en pedazos con la intervención de las tropas de asalto del punk. Sin embargo, en los primeros setenta, muchos jipis, que ya preferían el término freaks, asumieron una postura más agresiva, desde sus concentraciones en las casas ocupadas del West London y en las fiestas campestres. Sus filas contaban con grupos como Hawkwind (que grabaron en 1973 el controvertido «Urban Guerrilla»), los Pink Fairies (exmiembros de los radicales sesenteros los Deviants) y Third World War, roqueros proletarios que rechazaban «aquella mierda de amor y paz» y cuyas canciones «Urban Rock» y «Hammersmith Guerrilla» (1972) tendían un puente, apenas reconocido, entre MC5 y los Clash. En tanto que Wally Hope representaba el jipismo en su versión más utópica, Hawkwind rugía: «Don’t talk to me about love and flowers / And things that don’t explode» [no me hables de amor y flores / y otras cosas que no explotan]. La muerte de Wally empujó firmemente a Rimbaud en esta última dirección. Otro habitual de Dial House, Steve Ignorant, se convertiría en su puerta de acceso al mundo punk.
***
Ignorant, bautizado como Steve Williams, empezó a visitar Dial House cuando era un adolescente de Dagenham enamorado de Bowie. «Cuando fui por primera vez, pensé que estaban como una puta cabra —le contó al biógrafo de Crass George Berger—. Todas esas melenas, no comían carne y nada de tele. Me dije “¿qué cojones pasa aquí?”», pero lo trataron «como a un igual», así que siguió acudiendo durante un tiempo. En 1976, presenció a los Clash en acción y aquello fue una revelación: «Recuerdo que se me hizo un nudo en la garganta y pensé “es esto, ésta es mi ocasión: tengo que formar parte de esto”».
Tras una larga ausencia, volvió a Dial House con la intención de formar una banda, y se encontró a Rimbaud solo y abatido. Su ex, Gee Vaucher, se había mudado a Nueva York (donde fue testigo presencial del florecimiento del punk norteamericano), el flujo de visitantes se había desecado y Rimbaud se dedicaba a verter toda su angustia por la muerte de Wally en un panfleto furiosamente antirreligioso titulado Christ Reality Asylum. La banda empezó como un dúo: Rimbaud a la percusión e Ignorant acribillando con su voz una suerte de rap blanco primigenio.
Nos utilizamos el uno al otro —dice Rimbaud—. Él no podría haberlo hecho sin mí y yo tampoco sin él. Steve merecía los mismos atributos que Joe Strummer. Strummer tenía cierta integridad política, era un roquero digno y se ganaba bien la vida con ello. Eso es lo que merecía Steve, pero se lio con la persona equivocada.
Empezaron con el desafortunado nombre de Stormtrooper, pero a medida que se añadían nuevos miembros —Andy Palmer y Phil Free a la guitarra, Peter Wright al bajo, Joy de Vivre como voz ocasional— pasaron a llamarse Crass [zafio], según el uso que el «Ziggy Stardust» de Bowie hacía de dicho término. Adoptaron también el logo que había sido diseñado para Christ Reality Asylum: un intrincado símbolo seudomístico en el que uno podía atisbar un crucifijo, una esvástica o la bandera nacional. Sus primeras actuaciones, incluida la que dieron para Rock Against Racism, eran un gratificante alboroto.
A pesar del impacto inicial de Clash, eran más afines a la idea del punk que a la realidad del mismo: el gusto de Rimbaud tendía más hacia el jazz.
Yo aprendí estilo de los Clash, me gustaba su espectáculo, pero más allá de eso lo suyo era rocanrol desde el principio —dice desdeñoso—. Cuando hicimos nuestros primeros bolos en el White Lion de Putney en 1977, mientras toda la camarilla de King’s Road estaba en plena efervescencia a diez minutos de allí, parecíamos habitar planetas distintos.
Tras un caótico concierto en la meca del punk, el Roxy, los Crass garabatearon una pintada en el muro exterior: «El punk ha muerto. Viva el punk».
Crass era completamente impredecible. Aunque parecían un grupo armado, vestidos de negro de pies a cabeza… y alguna vez fueron confundidos con fascistas, su modo de vida era el propio de los jipis más idealistas.123 Rehusaban el foco de atención individualizado sobre cada uno de ellos, tanto literalmente en el escenario como de modo figurado en lo que se escribía sobre la banda, así que preferían hablar con una sola voz. Su imagen era su logo, que difundieron por medio de una pionera campaña de grafitis con plantilla, de tal modo que la más anticapitalista de las bandas exhibía un talento único para la identidad de marca. Durante las giras, en lugar de contratar a personal a tal efecto, trasladaban su propio equipo y dormían en casas de fans en vez de en camas de hotel. Esta frugalidad obedecía tanto a unos principios como a su ajustada política de costes: vendían los discos a la mitad del precio establecido e imprimían dicho montante en la funda con el lema «no pagues más».
Su música era tan deliberadamente inhóspita y desagradable como sus temas. En tanto que canciones como «Do They Owe Us a Living?» y «So What?» de su álbum de debut de 1978 The Feeding of the 5000, eran pullas punzantes de punk rock salpicado de «fucks», otros temas mostraban la influencia del compositor vanguardista John Cage, a la vez que las actuaciones en vivo desplegaban ciertas técnicas de alienación brechtianas. «No queríamos seducir a nadie —dice Rimbaud—. Queríamos dar información a la gente y luego que se hicieran a la idea. Sí, lo poníamos difícil a conciencia: si lo quieres, te lo tienes que currar.»
Es sin duda asombroso que una música tan decididamente anticomercial encontrara un público tan amplio, pero en el fértil caos de la diáspora posterior a los Pistols, en 1978, la postura intransigente de los Crass y su mística belicosa resultaban contagiosas. Aunque el invento asqueaba a la mayoría de los críticos —Gary Bushell de Sounds decidió que «era una fantochada»; Tony Parsons de NME tildó el álbum de «engendro desechable»—, los discos de Crass se vendían en cantidades nada desdeñables: en su apogeo llegaron a despachar 100.000 copias por cada sencillo. Nadie estaba más sorprendido que los propios Crass. «La visión de una multitud de jóvenes serios vestidos de negro y prontos a asaltar la Bastilla al primer redoble de platillos, hacía que me preguntara si habíamos generado una audiencia o una milicia —escribe Rimbaud en sus memorias, Shibboleth—. ¿En qué demonios me había metido?»
Así pues, ¿qué representaban para su tribu de discípulos desafectos? No a la izquierda tradicional, está claro. Aunque menospreciaran el capitalismo y la religión, también abominaban del socialismo «sumiso» y de la dignidad del trabajo. «La izquierda, como buenos progres de clase media, quería que apoyáramos a los trabajadores; los trabajadores, convertidos en skinheads, querían que apoyáramos a la derecha», escribe Rimbaud. Dieron con una tercera vía al apropiarse de la A inscrita en un círculo del anarquismo y, para distanciarse de la violencia revolucionaria, adoptaron el símbolo pacifista. Visto que los miembros de Crass no podían consensuar un programa unánime, mantuvieron una ambigüedad deliberada. «La gente preguntaba: “¿Qué queréis como meta del punk rock?” —comenta Ignorant—. Y yo soltaba: “Pues amor y paz”. Yo no sabía si era socialista, comunista o situacionista. “¿Qué eres tú?” Anarquista, supongo.»
Durante la campaña de las elecciones generales de 1979, la política de partidos les parecía algo irrelevante. «No me parecía que importara en ningún sentido —reconoce Ignorant—, pero la aparición de Thatcher fue un grito de alerta porque empezó a esquilmar todo.» Rimbaud, en su línea, no muestra ningún pesar:
Creo que Thatcher fue un hada madrina. Por dios, eres una banda anarquista que denigra los mecanismos de la sociedad capitalista y aparece alguien como Thatcher. ¡Menuda alegría! Yo creo que somos nosotros quienes en buena medida creamos estas realidades. Y a la Thatcher la creamos nosotros.
***
Antes de la Thatcher, los primeros ministros de posguerra contaban con el desagrado de sus adversarios, pero nadie los odiaba realmente. Durante los tiempos de la política de consenso, los gobiernos pretendían unir a la nación en lugar de apuntarse a la «polarización positiva» propia de Nixon y Agnew. Thatcher, no obstante, parecía despreciar a importantes sectores de la sociedad: sindicalistas, socialistas, liberales, población subsidiada y pacifistas.
Para alimentar la virulencia que impulsó su carrera —escribe su biógrafo John Campbell— se veía obligada a encontrar nuevos antagonistas a cada paso para demonizarlos, confrontarlos y derrotarlos… Veía el mundo a través de un prisma maniqueo, como campo de batalla de fuerzas opuestas: el bien y el mal, la libertad y la tiranía, nosotros contra ellos.
Con su tono imperioso de institutriz aspirante a monarca, sus estentóreas condenas y su paternalismo, más aquella risa desprovista de alegría, se hacía fácilmente odiosa. Aquella actitud quedó ilustrada en una camiseta diseñada por el Pop Group: un retrato poco agradecido de la premier exhibiendo el signo de la victoria. «Si hay algo que me enseñó Thatcher es a odiar —dice Ignorant—. Odio a esa mujer con todas mis fuerzas.»
Pero llevó un tiempo para que aquel odio fermentara. Las primeras canciones protesta contra Thatcher —«Stand Down Margaret» de los Beat y la versión de la dylaniana «Maggie’s Farm» obra de los Specials— expresaban fastidio más que auténtico desprecio. La propia visión de Rimbaud no se encalleció hasta la muerte de Bobby Sands y otros nueve miembros del IRA tras una huelga de hambre en la primavera y el verano de 1981.
Aquello fue lo que reveló que Thatcher era distinta de Callaghan —dice—. Dejar morir a diez personas de aquel modo cuando podría haberlo impedido sin obligarse a hacer grandes concesiones, ahí te dabas cuenta de que eso era crueldad.
La huelga de hambre coincidió con las revueltas urbanas y el cénit de la recesión. A finales de aquel mismo año, el índice de popularidad de la Thatcher era del 25 %, el más bajo registrado jamás desde que se tenía constancia. También estaba a la greña con los moderados, los llamados «ñoños», de su propio gabinete, y aquel otoño circularon rumores de un posible desafío a la líder. Quizá eso explique la moderación de los ataques musicales contra ella. Era impopular pero vulnerable: un personaje improbable para imponer su dominio a lo largo de la década. Necesitaba urgentemente un enemigo al que vilipendiar y aplastar impunemente y unos meses después tuvo la suerte de dar con un rival de medio pelo en el Atlántico Sur.
Entre tanto, el culto por Crass aumentaba con cada nuevo lanzamiento. Los Clash habían centrado más su carrera en Norteamérica y se abría un vacío que esperaba colmarse con una banda que lidiara con las privaciones de la juventud británica. Los grandes hitos del segundo álbum de Crass, Stations of the Crass (1979), contenían una crítica feroz contra la panda de Strummer, contra fascistas, socialistas, liberales y la política en general. «White Punks on Hope» exclama «They won’t change anything with their fashionable talk / All their RAR badges and their protest walk» [su cháchara al uso no cambia nada / ni sus chapas de RAR y sus marchas de protesta], y fusila una frase de «White Riot» («Black man’s got his problems» [el hombre negro tiene ya sus problemas]) para darle un vuelco: «Don’t fool yourself you’re helping with your white liberal shit» [no engañas a nadie con tus chorradas de progre blanco]. Al año siguiente, «Blood Revolutions», que citaba el «Revolution» de los Beatles, aclaraba su filosofía: «I don’ want your revolution, I want anarchy and peace» [no quiero tu revolución, quiero anarquía y paz].
Al mismo tiempo, se iba formando una auténtica subcultura a su alrededor. Crass alumbró una oleada de bandas anarco-punks, de calidad fluctuante y también lanzó sencillos por medio de su propio sello, Crass Records. Entre sus artistas estaban los islandeses Kulk (que incluían a la futura gran estrella Björk), el cantante de Belfast Hit Parade (que imprimía por su cuenta propaganda anarquista en el clímax del conflicto norirlandés) y sus paisanos de Essex los Poison Girls.124 Sólo en una ocasión se toparon con un grupo más extremo que ellos mismos: los Rondos eran punks maoístas holandeses con un historial de luchas callejeras vinculadas a desahucios de inmuebles okupas. «Nunca sonreían —dice Ignorant—. Pensé, caray, han superado a Crass en ese terreno. Supe por radio macuto que un par de ellos había cruzado el umbral y protagonizado un par de atracos a mano armada.»
El funcionamiento comercial de Crass era el propio de una empresa artesanal. Aunque la banda se negaba a vender artículos relacionados con ellos, algunos emprendedores menos escrupulosos hicieron su agosto con las camisetas, a la vez que legiones de fans se grabaron el logo en sus chaquetas. Como la prensa musical los ninguneaba, se dedicaron a los fanzines, para los que un artículo central sobre Crass suponía un éxito de ventas garantizado. Uno de los pocos periodistas de la prensa establecida al que acogieron fue Paul Du Noyer, de NME, que visitó Dial House a principios de 1981. «Son populares pero no son “personalidades” —escribió—. Se los aclama pero no en virtud de su música, que no vale gran cosa. Crass representa un ideal, una causa, una cruzada.»
Para aquel verano, no obstante, ya se tramaba una contraofensiva. Crass era visto cada vez más como un abanderado de la desolación, una acusación difícil de rebatir para algunos miembros. «No creo que pase un solo día sin que comentemos entre nosotros lo que pasa en el mundo —declararon a The Face—. Se nos ha tachado de falta de humor y compasión, pero así es como lo sentimos. Nos mostramos abiertamente.» Muchos fans redujeron las alternativas vitales de los Crass a un puritanismo censor más papista que el papa, similar al de los straight-edgers que adoraban a Minor Threat. Ignorant lamentaba que mientras otros cantantes podían emborracharse y ligar con chicas después de los conciertos, él se veía obligado a entablar debates sobre el anarquismo con jóvenes serios. Aunque admiraba a los defensores de los animales Conflict, con quienes actuaría más tarde, la mayoría de los grupos anarcopunk lo aburrían. «Al final tenías a cuarenta grupos que cantaban sobre los misiles Cruise, todos vestidos de negro —le contaba Ignorant a Steven Wells de NME—. Llegué a subirme al escenario pensando, si oigo otra puta canción más sobre los putos misiles Cruise…»
Pero no cabe decir que estuvieran exentos de humor. Bajo un nombre distinto, persuadieron a la popular revista adolescente Loving para que regalara un flexidisco de «Our Wedding», una acaramelada cancioncilla romántica que devino agriamente sarcástica tan pronto como se reveló su origen. Cuando se supo la verdad, el avergonzado director de Loving lo tildó de «broma cruel» y News of the World advirtió a sus lectores acerca de aquella «banda del odio», pero no se trató de una simple trastada, sino más bien de una pieza de acompañamiento para la declaradamente feminista Penis Envy (1981), que puso en primer plano a su miembro Joy de Vivre y a la reciente incorporación Eve Libertine, quienes recitaban canciones sobre violaciones, imagen corporal y el cinismo del cotarro industrial dedicado a las bodas. Joe Strummer le había dicho recientemente a Paul Du Noyer que la integridad intratable de Crass era una inmolación porque «nadie acababa escuchándolos». «Our Wedding», con todo, fue una brillante operación relámpago de impacto mediático y con ella gozaron de notoriedad inmediata.
Christ: The Album (1982) era un resumen de todo lo que Crass había tratado de decir y hacer hasta la fecha: un doble disco ambicioso y resuelto con un folleto de escritos varios titulado (según la frase de una despectiva reseña de Melody Maker) A Series of Shock Slogans and Mindless Toxic Tantrums [una serie de eslóganes impactantes e insensatas pataletas tóxicas], el mejor de los cuales era el intenso revoltillo de memoria-manifiesto firmado por Rimbaud «The Last of Hippies».
«Como artista, ahí es donde me habría gustado retirarme —le confesó Rimbaud a Berger—. Si no hubiera sido por las Malvinas, no habríamos sabido qué hacer, porque ya teníamos todo dicho.»
***
Las islas Falkland eran ya un despojo anómalo de los tiempos imperiales: un archipiélago inhóspito y estratégicamente irrelevante situado en el Atlántico sur. Desde que se impuso el mandato británico en 1833, Argentina había reclamado su soberanía sobre las islas, Malvinas en este caso, y en las últimas décadas distintos gobiernos británicos habían tratado de negociar un acuerdo para aplacar a Argentina, garantizando a su vez la independencia de los 1.800 habitantes del archipiélago, propuesta esta última que los isleños torpedearon en 1980. En diciembre de 1981, el general Leopoldo Galtieri se hizo cargo de la impopular junta militar argentina y decidió desviar la atención del estado catastrófico de la economía con una breve y sorpresiva expedición para recuperar las Malvinas antes de que se cumpliera el 150 aniversario del mandato británico. Los recientes planes británicos para recortar el presupuesto de la Marina llevaron a creer a Galtieri que el Reino Unido sería reacio a, e incapaz de, organizar la defensa de un territorio a 15.000 kilómetros de distancia.
Argentina planeó atacar en el verano de 1982, pero las cosas se precipitaron cuando un incidente diplomático menor en las vecinas islas de Georgia del Sur indujo a la Marina Real a mandar al rompehielos Endurance con el objeto de investigar lo ocurrido. Temiendo que el Reino Unido pretendiera organizar una defensa a gran escala de las islas, los argentinos invadieron las Malvinas a primera hora del 2 de abril para gran asombro del ministerio de Exteriores británico. Tal como escribe el historiador Lawrence Freedman, «Gran Bretaña subestimó las intenciones militares de Argentina, a la vez que Argentina sobrestimó las de Gran Bretaña». Esta última mandó entonces un comando naval al Atlántico sur y comenzó su ofensiva el 1 de mayo.
La guerra concluyó el 20 de junio. La mayoría de las reacciones musicales al suceso aparecieron una vez terminada: «Shipbuilding» de Robert Wyatt a finales de 1982; «The Fletcher memorial Home» de Pink Floyd en 1983; «Island of No Return» de Billy Bragg y «Spirit of the Falklands» de New Model Army en 1984.125 Pero Crass eran lo bastante flexibles y despiertos como para reaccionar con mayor premura. Mientras el comando naval seguía en ruta, Rimbaud garabateó una adenda de última hora a «Last of the Hippies», a tiempo para el lanzamiento posterior de Christ: The Album. «Ship Farming in the Falklands», un sórdido collage de noticieros y humoradas envuelto en una letra salvaje y sarcástica, proyectaba la visión de unos soldados británicos «follándose a ovejas».
El lanzamiento fue como una acción guerrillera. Sus distribuidores independientes, Rough Trade, introdujeron aleatoriamente copias del flexidisco en álbumes almacenados antes de su distribución. Ignorant lo lamentó enseguida: «Nunca pillé el chiste —dice—. Sigo sin verle la gracia. En el momento en que supimos que se habían producido las primeras bajas, pensé “hostia, qué horror”». Rimbaud recuerda que la broma se torció después de que el submarino británico Conqueror hundiera en circunstancias que no se llegaron a aclarar al buque de guerra argentino General Belgrano, ocasionando la muerte de 323 personas, pero se muestra impenitente en cuanto a la letra: «Son putas máquinas de matar. Hay que aceptar que la gente es responsable de sus acciones, más allá del cómo y el porqué. “¿Y qué me dices de nuestros muchachos?” Ya vale de esa jodida cantilena».126
Durante la guerra, Crass se sintió completamente aislado en su oposición. «El silencio era sencillamente increíble», dice Rimbaud. Decidió sacar otro sencillo para señalar el fin del conflicto: «How Does It Feel?». Aunque de una hostilidad intratable para los cánones de casi todos los grupos, era un tema más convencional que «Sheep Farming» y tanto mejor en ese sentido: la sátira gratuita cede el paso a una furia moral arrolladora. «Personalizaba todo aquello de lo que estos capullos salen indemnes», dice Rimbaud, quien aduce que estaba tratando de crear música tan desagradable y violenta como la propia guerra. Después de una introducción recitada derivada de la diatriba «Rocky Eyed» de Rimbaud, Ignorant suelta la condena contra Thatcher en un torrente arrebatado y colérico, como un fiscal espontáneo escupiendo una retahíla infinita de crímenes. «Pen compone frases de doce palabras ahí donde cuatro bastarían —dice Ignorant riéndose—. Tenía que luchar a brazo partido con las sílabas.»
Las Malvinas cambiaron todo para Crass. Ray Powell y otros diputados laboristas enviaron mensajes de apoyo al grupo. Dial House recibió más de doscientas cartas de seguidores que solicitaban información. Una mujer salida de entre los restos de la banda terrorista Baader-Meinhof llegó buscando refugio tras cometer una serie de atracos bancarios en el continente. Un marinero que había servido en el buque de Su Majestad Coventry contactó con el grupo para compartir su teoría de que el Sheffield, hundido el 4 de mayo, había sido deliberadamente sacrificado para proteger al Coventry, entre cuya tripulación se contaba el príncipe Andrés. Otra novedosa modalidad para filtrar información la aportó Pete Wright, quien empalmó grabaciones de Thatcher y Reagan simulando una conversación telefónica donde la premier venía a reconocer la conspiración relativa al Sheffield. El Departamento de Estado norteamericano especuló con que el amaño había sido obra de la KGB, lo cual no dejaba de ser un cumplido, y más tarde se supo que Crass estaba siendo vigilado por el MI5. «Supongo que aquello presuponía cierto poder —dice Rimbaud—. El peligro era: ¿poder con qué fin?»
La sensación de que estaban adentrándose en arenas movedizas, alejados de sus quehaceres musicales, se intensificó cuando una chica de alterne entró en contacto con ellos por medio de un conocido para ofrecerles unas fotos comprometedoras de Denis Thatcher, esposo de Margaret. «Estoy seguro de que su existencia era cierta porque la persona que nos informó era de absoluta confianza —dice Rimbaud—. Estuvimos discutiendo durante un mes, [pero] no quisimos entrar en aquel juego imbécil de escándalo sexual propio de los tabloides.» Ignorant empezaba a preocuparse de que Crass pudiera volver a atraer la atención, indeseada y peligrosa, por parte de soldados agraviados. «Me cagué encima —admite—. No me habría extrañado que algunos exaltados lanzaran cócteles Molotov por la ventana. Y entonces empecé a dormir con un bate de béisbol bajo la cama.» El ambiente ya más bien sombrío que envolvía a Crass devino un manto fúnebre y opresivo.
Antes de la guerra, Thatcher parecía estar contra las cuerdas, pero ahora aparecía transformada, tal como cuenta John Campbell, «de una niñera mandona en la encarnación acorazada de Britania». Tras derrotar a Galtieri, a la inflación y a los tories ñoños, se antojaba de pronto invulnerable y se disponía a encarar las elecciones generales de junio de 1983. Con el benévolo pero inepto sucesor de Callaghan Michael Foot, el laborismo disponía de unas políticas poco vendibles y de una pericia nula para venderlas: el ministro de Medio Ambiente en la sombra Gerald Kaufman describió su programa electoral abiertamente izquierdista —incluía una amplia renacionalización y el desarme nuclear unilateral— como «la nota de suicidio más larga de la historia». Margaret Thatcher volvió a ocupar el número 10 de Downing Street con una aplastante mayoría de 144 escaños.
Antes de las elecciones, Rimbaud había enviado una furiosa carta al Sounds instando a la movilización masiva de la escena musical contra la guerra, la escalada nuclear y los recortes en servicios públicos. «El rocanrol parece cada vez más dedicado a la diversión superflua y al cretinismo escapista», atronó. De hecho, había algunos artistas que expresaban su opinión sin tapujos, pero Crass se sentía igualmente aislado. Thatcher parecía acechar sobre todo lo que hacían: aborrecible e imbatible.
La banda celebró el día de las elecciones con «Whodunnit?», una obra escatológica de revista musical que preguntaba «¿Quién dejó su mierda en el número 10?». «Incluso aquello que se suponía que era para echar unas risas iba en serio —dice Ignorant, sombrío—. No podíamos no ser serios. Además, ¿cómo conjugar Crass con la comicidad? ¿Tirando bombas fétidas?»
El quinto álbum de Crass, Yes, Sir, I Will (1983), supuraba sordidez: un largo, desesperado, cacofónico monólogo, que interpretaban entero durante sus giras. Rimbaud sonríe al recordar a miembros del público dirigiéndose a la puerta después de veinte minutos de improvisación atonal. El disco era igualmente inmisericorde con los oyentes domésticos y embutía todos los asuntos candentes en un agujero negro de desolación asfixiante. Era una obra sin vía de escape. Su último sencillo, «You’re Already Dead» (1984), se presentó con una carátula en que aparecía una Thatcher a la que habían sacado los ojos. «Todo lo que hicimos después de las Malvinas fue directo a la puta cara y sin rodeos —dice Rimbaud—, por eso ya no era un arma política muy eficiente porque casi nadie lo toleraba.»
Ignorant recuerda las discusiones mantenidas hasta altas horas alrededor de la mesa de la cocina, discusiones cada vez más intensas y ominosas. «En una se decía: “¿Qué podemos hacer para comunicar de manera efectiva a la gente? ¿Arrojamos un cadáver al público? ¿Hay que llegar tan lejos?”.» Presa de un creciente acoso policial y a la espera de un juicio por obscenidad relativo a la letra de Penis Envy, Crass se sentía bajo asedio. Rimbaud había llegado a la conclusión de que el pacifismo era «poco realista e ingenuo» y, a diferencia de lo afirmado en «Bloody Revolutions», que «nada salvo una revolución global a todos los efectos podía cambiar el planeta y convertirlo en un hogar seguro».
En 1984, Rimbaud sentía que Crass se había convertido en «una parodia de nosotros mismos, un buque fantasma en un mar desierto». Asegura que siempre tuvo intención de disolver la banda aquel año, por su significación orwelliana y porque «si no puedes decir en siete años lo que debías decir, ya no lo dirás nunca». Su opúsculo de 1977 Christ’s Reality Asylum había sido registrado con la cifra 721984 (7 years 2 [to] 1984), esto es, siete años para 1984, y desde entonces los números de catálogo de sus discos habían empezado ya la cuenta atrás. Aquello que no podrían haber anticipado era la huelga de los mineros.
***
Thatcher ya tenía previsto un choque con los mineros desde antes de ocupar el cargo: se había encargado de asegurar el suministro de energía aumentando las reservas de carbón, derivando al petróleo parte de la producción energética, al tiempo que se dedicaba a reforzar las fuerzas del orden. A su vez, pretendía torcer el brazo del movimiento sindical imponiéndose a su organismo más poderoso, la Unión Nacional de Mineros (NUM). Económicamente, tenía sentido cerrar algunas minas deficitarias, pero Thatcher sentía también un atávico afán por vengar el protagonismo de la minería en el derrocamiento del gabinete de Edward Heath en 1974. Arthur Scargill, el arrebatado líder de la NUM, se desvivía también por dar guerra. Al igual que Thatcher, Scargill era un ideólogo belicoso que se crecía en el conflicto y odiaba el capitalismo tan encarecidamente como ella lo amaba, pero cada vez que amenazaba con una huelga general, los delegados de la NUM votaban en contra.
El 6 de marzo, Ian MacGregor, presidente de la Junta del Carbón, anunció el cierre de 20 minas con la consiguiente pérdida de 20.000 puestos de trabajo. Lo que estaba en juego para los mineros no era ni el salario ni las condiciones sino la mera supervivencia de un modo de vida, de manera que Scargill respondió seis días después con una serie de huelgas regionales y el envío de piquetes itinerantes a zonas clave tales como Yorkshire. Al sortear el voto nacional, violando así la normativa de la NUM y negándose tercamente a tolerar ningún cierre, se convirtió precisamente en el tipo de malo de película que Thatcher necesitaba: comparándolo implícitamente con Galtieri, «el enemigo exterior», popularizó la expresión «enemigo interior» para designar al colectivo minero. «La señora Thatcher tuvo suerte con sus enemigos —reflexionó el líder laborista Neil Kinock—. Si un primer ministro tory tuviera que seleccionar a un enemigo, Arthur Scargill sería la primera opción del castin.» Aunque no era fácil encariñarse con Scargill, la ferocidad de la respuesta gubernamental provocó una gran simpatía hacia los mineros y sus familias. En la llamada Batalla de Orgreave de junio, una planta de coque se convirtió en el escenario de un enfrentamiento casi medieval entre los mineros y la policía. Dicho sea de paso, los mineros eran más valientes y nobles que su líder y se jugaban mucho más.
Crass llegó al final de su trayecto en Aberdare, un pueblo minero del valle de Rhondda galés, donde habían organizado para el mes de julio un bolo destinado a los mineros en huelga.
Fue una de las cosas más tristes en las que haya participado —recuerda Rimbaud—. Un bolo fantástico, pero la impresión de desesperanza oscura, pegajosa, era tan invasiva… No es por sentimentalismo si digo que los mineros tenían los ojos llenos de lágrimas. No se trata de las minas, eran comunidades enteras las que iban a ser destruidas. Tal era la crueldad de Thatcher. No es que pensara que el carbón era una mala idea, pensaba que la cultura proletaria era una mala idea.
Después del bolo, cargaron la camioneta y Andy Palmer anunció que quería dejarlo.
Hubo un murmullo general —recuerda Ignorant—. «¿Estás de broma? ¿Seguro?» Pasada una hora, un par más y yo dijimos: «La verdad es que yo también he estado pensando en hacer la maleta». Creo que todos se sintieron aliviados por más que dijeran que querían seguir. Ya estábamos quemados, la experiencia nos había marcado.
Crass sacó otro álbum más, Acts of Love, y un EP, Ten Notes on a Summer’s Day, que en la práctica eran discos en solitario de Rimbaud: poemas adaptados a una suerte de free jazz. Aunque otras bandas anarco-punk ocuparan el nicho, la gran influencia de Crass no era eminentemente musical. Su intransigente autonomía abrió brecha para otros sellos independientes. A su vez, las manifestaciones de la campaña «Stop the City» organizadas por Greenpeace en las que Crass jugó un papel clave, anticiparon el activismo del intercambio y la autogestión encarnado en el movimiento Reclaim the Streets [reclama las calles] de los años noventa. El de Crass quizá sea el fracaso más triste y noble de los que aparecen en este libro. Vivieron los ideales que expresaban en sus canciones, nunca cedieron un ápice y, aun así, acabaron disgregándose con una sensación de derrota y abatimiento, sin conocer aún las semillas que habían sembrado.