22 «Cuando dos tribus van a la guerra»

Frankie Goes To Hollywood, «Two Tribes», 1982

Vida bajo la bomba

Cubierta del folleto Protect and Survive editado por el gobierno británico en 1980.

La primera semana de 1984, la revista Time mostró en la portada de su número anual dedicado al hombre del año una ilustración de los presidentes Ronald Reagan y Yuri Andrópov ignorándose deliberadamente el uno al otro. La imagen no era una celebración de sus dotes como estadistas sino una condena por sus devaneos con el fin del mundo.

El deterioro de las relaciones entre Estados Unidos y la Unión Soviética hasta llegar a este gélido impasse ensombreció cualquier otro acontecimiento en 1983 —dictaminaba la revista—. Los dos hombres se reparten el poder para decidir si el futuro es aún posible.

Time no era una publicación dada a la hipérbole. En marzo de 1983, Regan disparó un misil verbal dirigido a Andropov, al tildar a la Unión Soviética de «imperio del mal», al tiempo que anunciaba el lanzamiento de una nueva Iniciativa de Defensa Estratégica (SDI), que acabaría apodándose Star Wars. A su vez, Andropov describió el estilo negociador de Reagan como «obscenidades salpicadas de prédicas histéricas». El negociador soviético Yuli Kvitsinsky interrumpió bruscamente las conversaciones de paz con su homólogo Paul H. Nitze afirmando: «¡Todo ha terminado!». En respuesta a la ruptura diplomática, los responsables del Bulletin of Atomic Scientists desplazaron el minutero de su simbólico Reloj del Juicio Final a tres minutos de la medianoche, su posición más alarmante desde que se inventara la bomba de hidrógeno en 1953. «Nunca en mis 35 años de servicio público —dijo el veterano teórico de la Guerra Fría George Kennan— había estado más asustado por la posibilidad de que estallara una guerra nuclear.»

Incluso quienes no seguían atentamente la evolución de las conversaciones para la reducción del armamento nuclear, podían sentir cómo se desplomaba la temperatura. En 1983, los científicos y autores de superventas Carl Sagan y Paul R. Ehrlich publicaron un estudio en el que presentaban al mundo el devastador concepto de «invierno nuclear»: la guerra nuclear generaría tal cantidad de humo y hollín como para bloquear los rayos del sol durante meses. En octubre, cien millones de estadounidenses sintonizaron en sus televisores el drama posapocalíptico de la ABC El día después, una emisión tan perturbadora que el secretario de Estado George Shultz se vio obligado a aparecer acto seguido para confortar a los televidentes asegurando que la administración Reagan hacía todo lo que estaba en sus manos para evitar el apocalipsis.

Y éste era el clima bajo el cual un grupo pop de Liverpool lanzó un frenético disco de baile sobre el exterminio nuclear. «Two Tribes» reconvertía el temor invasivo del momento en una celebración exaltada para convertirse no sólo en el disco contra la guerra más exitoso y estrafalario jamás concebido, sino en el cuarto sencillo mejor vendido en el Reino Unido durante los ochenta. Lo hizo merced a la improbable alianza entre un sofisticado disidente punk algo colocado, un productor endiabladamente perfeccionista y un periodista obsesionado con el futurismo italiano. «Estaba en el paro, en Liverpool, y me dedicaba a escribir canciones —dice Holly Johnson—. No tenía en absoluto la impresión de que aquello pudiera ser un éxito. Fue cuajando entre el público de un modo completamente imprevisto y asombroso.»

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Las canciones sobre la guerra nuclear nunca dejaron de aparecer en períodos de tensión. El boom de posguerra produjo humoradas musicales («Tic, Tic, Tic» de Doris Day), sermones («Jesus Hits Like an Atom Bomb» de Lowell Blanchard) y algún tenue eco de protesta («Old Atom Bomb» de Vern Partlow). La era de las marchas antinucleares de Aldermaston y de las crisis de los misiles cubanos habilitó jeremiadas varias en los augurios de, entre otros, Bob Dylan o Ewan MacColl. Superado el flirteo con el desastre de Kennedy y Jruschov, sin embargo, el Reloj del Juicio Final se retrasó de nuevo —en 1972, registraba una dilación récord de doce minutos para la medianoche— y, durante la administración Carter, los músicos norteamericanos se mostraron más preocupados por la inseguridad de las central nucleares.127

De todos modos, en Gran Bretaña se vivió un curioso estallido de paranoia nuclear que coincidió con la publicación por parte del Ministerio del Interior del folleto Protect and Survive. Hacia finales de 1979, varios lectores del Times londinense escribieron al periódico para interesarse por los planes de defensa civil del gobierno frente a una posible guerra nuclear. El Times asumió la causa y exigió que el gobierno difundiera un folleto de 1976 que sólo habría tenido la intención de hacer público ante la inminencia de una crisis internacional. Sorprendido por el interés desbordante, el ministerio publicó Protect and Survive en mayo de 1980. Por 50 peniques, los británicos podían aprender a construir un refugio antinuclear embutiendo cajas y apuntalando puertas, así como a etiquetar los cadáveres de sus parientes. El folleto prometía nuevos consejos a través de las ondas radiofónicas una vez se consumara el ataque. «Recordad —decía— que debéis escuchar la radio.» Concebido para tranquilizar, el opúsculo logró el efecto opuesto y todo el mundo se cagó al leerlo.

Los oyentes radiofónicos del pop supieron enseguida del impacto de aquella publicación y de su propaganda preliminar sobre la psique nacional. En lugar de arremeter contra los señores de la guerra, los músicos expresaban una amalgama visceral de terror, náusea y confusión. «Final Days», de la banda indie de Cardiff Young Marble Giants, era una inquietante nana apocalíptica, el relato de una mente sujeta a la torpeza de una regresión infantil. En «Man at C&A», Terry Hall retrataba al contrito hombre de a pie, testigo de acontecimientos que superan su comprensión o capacidad de control, mientras Neville Staple va gritando: «Warning, warning! Nuclear Attack!». En el pánico creciente de «Breathing», Kate Bush inhalaba partículas de lluvia radiactiva en el interior de un refugio del estilo de Protect and Survive, mientras una voz de timbre oficial explicaba fríamente la dinámica de una explosión nuclear. «The Earth Dies Screaming» de UB40 era un periplo de onda dub entre casas abandonadas y carreteras desiertas. Sólo los Clash, en «Stop the World», osaban despotricar contra «los ricos y los de noble cuna», cobijados bajo tierra, mientras Londres se convertía en «un amasijo arrasado y en llamas».

Margaret Thatcher creía fervientemente en la validez de Mutual Assured Destruction (MAD), la doctrina según la cual ni Estados Unidos ni la Unión Soviética se atreverían a lanzar un ataque nuclear por temor a verse, a su vez, completamente barridos del mapa. Llegaba incluso a sostener que «el auténtico movimiento por la paz» eran los valedores de una fuerza nuclear disuasoria. Con todo, Reagan consideraba MAD como «la mayor insensatez que había oído» y la comparaba, sirviéndose de la analogía hollywoodiense que tanto cultivaba, a «dos vaqueros en el saloon apuntándose permanentemente con las pistolas a la cabeza». Su política de defensa estaba fuertemente influida por su fascinación por las profecías bíblicas. «Puede que seamos la generación que presencie el Armagedón», le dijo a un entrevistador en 1980. Su temor no era menor a su convicción de que podía hacer algo para prevenir el desastre, pero su escaso conocimiento de todo aquel engranaje lo dejaba en manos de consejeros más aguerridos. Su biógrafo Lou Cannon escribe: «Reagan se guiaba tanto por su visión extraordinaria como por su notable ignorancia».

Poco afectada por los pasajes más efectistas del Libro de las Revelaciones, Thatcher iba al grano. A los pocos meses de asumir el cargo, decidió reemplazar el obsoleto sistema Polaris británico por los misiles Trident instalados en sumergibles y accedió a estacionar misiles Cruise norteamericanos en suelo británico como parte de la respuesta de la OTAN a los nuevos misiles balísticos de alcance intermedio (IRBM) soviéticos, los SS-20. Muchos europeos sentían que los Cruise, lejos de protegerlos, los convertirían en blanco fácil en caso de enfrentamiento entre la Unión Soviética y Estados Unidos. La Campaña por el Desarme Nuclear (CND) que se había deshinchado enormemente durante los sesenta y los setenta, renació de pronto y con mayor ímpetu que nunca. El 26 de octubre de 1980, 70.000 personas se concentraron en Trafalgar Square contra los Cruise y los Trident. Un año después, las filas de los manifestantes aumentaron hasta alcanzar el cuarto de millón de participantes. Al mismo tiempo, se registraron concentraciones de mujeres ante la base de la RAF de Greenham Common, en Berkshire, donde iban a desplegarse 96 misiles Cruise, y ello inspiró la necesidad urgente de otras acampadas por la paz en todo el país.128

Formados en el intenso activismo de Rock Against Racism, los músicos no tardaron en sumarse a la CND. Los Clash, los Specials y Jam donaron canciones para un álbum benéfico de 1982, Life in the European Theatre. El granjero de Somerset Michael Eavis revivió su letárgico festival de Glastonbury en 1981, que se convirtió en la mayor fuente de ingresos de la CND; el cabecilla de MUSE, Jackson Browne, se ofreció a tocar gratis para destinar sus honorarios a la Campaña. A mediados de 1982, mientras la Guerra de las Malvinas endurecía la reputación belicista de Thatcher, el desarme nuclear había reemplazado al antirracismo como catalizador de la unidad musical.

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En aquel momento, Holly Johnson contaba 22 años y, según su propia confesión, «no era más que un cantautor que vivía sin blanca en Liverpool y estaba a punto de dejar la música para matricularse en la Escuela de Arte». Había cosechado un éxito menor con la banda punk de la ciudad Big in Japan, pero ésta se disolvió en 1979 y sus dos sencillos posteriores en solitario no tuvieron mayor trascendencia. Johnson veía como sus coetáneos Echo and the Bunnymen y The Teardrop Explodes alcanzaban una popularidad que a él se le resistía. Volvió a probar suerte sumándose a una nueva banda, a la que rebautizó como Sons of Egypt y, más tarde, Frankie Goes to Hollywood.

A principios de 1982 eran un trío. Johnson, el bajista Mark O’Toole y el batería Peter Gill. O’Toole contaba con una pieza instrumental con la que le gustaba calentar durante los ensayos. «Decía que era como la historia de un campesino ruso que acudía al trabajo —recuerda Johnson—. Yo dije que podía convertirlo en una canción. Se rio y comentó lo graciosa que le parecía mi idea.» Johnson decidió que precisaba de un contrapunto, de modo que introdujo una línea de bajo de funk norteamericano y el trío se puso a trabajar sobre aquel esquema que se mantendría intacto hasta la versión final. Johnson consultó entonces su compilación de letras para ver si había algo que casara con aquel híbrido soviético-estadounidense, y dio con una extraña combinación de hipérbole rompedora y angustia genuina. «Yo era algo porrero —dice a modo de explicación— y estaba influenciado por aquella técnica del recorte propia de William Burroughs y David Bowie, que me permitía seleccionar frases de fuentes disparatadas e integrarlas en mis letras.»

Aunque Johnson confiesa que «en aquel momento la CND no había penetrado en su paisaje mental», se sentía especialmente afectado por las Malvinas. «Uno podía estar en la taberna del barrio y que una mujer arrancara a llorar porque no había sabido de su hijo.» Revelador acerca de su estado mental de ese momento es que sintiera paranoia por la posibilidad de verse enrolado, presumiendo no sólo que un conflicto tan localizado podía precisar de un llamamiento a filas a escala nacional sino que un músico gay en paro y fumador de hierba podía figurar entre las prioridades del registro de reclutamiento. Aquel mismo año, uno de los grandes éxitos de taquilla fue la película australiana de acción posapocalíptica Mad Max II. El relato inicial del narrador, que describe la peligrosa escasez de gasolina por las secuelas de la Tercera Guerra Mundial, se le quedó grabado: «Por motivos largamente olvidados, dos poderosas tribus guerreras se declararon la guerra provocando un incendio que devoró las ciudades».

Johnson también recuerda el influjo de la canción protesta de Timmy Thomas «Why Can’t We Live Together» (1972), un popular éxito danzón en el club gay londinense Heaven, así como temas escuchados en su niñez tales como «Eve of Destruction» de Barry McGuire o la distópica «In the Year 2525» de Zager y Evans; o la película en blanco y negro (de título largamente olvidado) en la que un personaje pregunta: «¿Es que vivimos en un mundo donde el horror y el sexo son los nuevos dioses?». Por otro lado, se sentía fascinado por Reagan —«el vaquero número uno»— y el hecho anecdótico de que durante su carrera como actor ejerciera durante un tiempo de portavoz del fabricante de camisetas Van Heusen. Todos esos retazos aleatorios acabaron en su libro de letras y se insertaron, a manera de mosaico, en «Two Tribes». «La cosa se antoja bastante abstrusa a menos que conozcas los hechos —reconoce—. Yo era un gran fan del humor absurdo y ridículo.»

Frankie solía concluir sus conciertos en vivo con «Two Tribes» y grabó una versión de la misma durante su primera sesión en Radio 1 con el locutor John Peel, en octubre. Pronto llamó la atención del productor Trevor Horn y del periodista de NME Paul Morley, que acababan de fundar su propia discográfica, ZTT, siglas de Zang Tumb Tumb, una cita de la composición del futurista italiano Marinetti en que evoca el fragor de la batalla de Adrianópolis. Una referencia tan rebuscada y pretenciosa era un claro indicio de que no se trataba de un sello pop al uso. El primer lanzamiento de ZTT fue Into Battle with the Art of Noise (1983) de Art of Noise, un grupo antipop deliberadamente «anónimo» bautizado también a partir de la obra de otro futurista, Luigi Russolo.

Lo que yo quería era reconstruir aquella época de los años diez y veinte con el surrealismo, el dadaísmo y el futurismo, que parecía completamente perdida, la guerra la había destruido —le contó Morley a Melody Maker—. Creo que existía entonces un gran sentido del juego, también de la provocación, a la vez que sentía que el rock en sus modalidades de provocación estaba muerto y enterrado.

Según el cerebro financiero de ZTT y esposa de Horn, Jill Sinclair, Morley no quería contratar a Frankie, pero Horn le dio la vuelta y se puso manos a la obra para hacer de uno de sus temas, «Relax», una obra magna del pop. «Relax» se convirtió en un fenómeno cultural cuando el DJ de Radio 1 Mike Read, en un resentido berrinche, arrancó el sencillo del tocadiscos durante su emisión y lo tachó de «obsceno». No es que la letra fuera particularmente escandalosa sino que Johnson la declamaba con declarada fruición pornográfica, como maestro de ceremonias de su propio circo sadomaso. La BBC no tardó en eliminarla de su repertorio y prohibió el vídeo en sus canales de televisión; sin dilación, el tema se convirtió en número uno y ahí permaneció cinco semanas, algo que lo convertía en el éxito más sonado desde «God Save the Queen», con Frankie como una suerte de Sex Pistols cachondos de onda Hi-NRG. Fiel a las pretensiones futuristas de Morley, Frankie aportaba juego y provocación a partes iguales y a una escala tan fastuosa como la propia producción de Horn.

Johnson fue tajante con que la secuela debía ser «Two Tribes», a pesar de que Horn no lo veía claro. «Decía él: “Oh, es que [‘TwoTribes’] va a costar mucho trabajo”. Porque acababa de pasar tres meses con “Relax” y creía que necesitaría otros tres meses.» Aunque la grabación no resultó tan titánica como la de «Relax», el equipo de producción de Horn tuvo que dedicar varias semanas a aprender el manejo de su nuevo, ultimísimo, mezclador Synclavier, así como a perfeccionar la línea de bajo que sostenía toda la pieza. Al final, a las 11 de la noche, Johnson recibió la llamada para que acudiera al estudio para grabar la voz; la misma noche en que conocería al hombre que se convertiría en su compañero sentimental. «Conocí a Wolfgang en un bar y solté “perdona, tengo que ir al estudio de grabación” y él no me creyó porque sonaba como algo muy insólito. Seguíamos horarios de trabajo algo curiosos.»

El lanzamiento del sencillo fue una ofensiva multimedia en todos los frentes. «Aquélla era la gran ocasión tanto para Horn y Morley como para mí —dice Johnson—. Había mucha presión por el riesgo manifiesto de que todo se redujera a un episodio de grandioso éxito pasajero.» Así las cosas, Anne Dudley, de Art of Noise, fue la encargada de ejecutar los arreglos y de dirigir a una orquesta de 60 instrumentos que interpretaría la pieza de obertura de resonancias rusas y la operación empezó ahí a proceder por sí sola. Morley deseaba que «Two Tribes» pasara a «formar parte del lenguaje común» y que compitiera con el cine y la televisión por ganarse la atención del público. La carátula del disco era una obra de arte, donde aparecía una foto del mural de Lenin en Moscú junto a extractos de aterradoras estadísticas de la Guerra Fría a las que Morley había accedido por medio de la CND. Después de que la primera idea para el vídeo, basada en Death Race 2000, amenazara con agotar los pingües beneficios de «Relax», los directores Kevin Godley y Lol Crème concibieron una lucha simbólica cuerpo a cuerpo entre Reagan y el nuevo premier soviético Konstantin Chernenko, ante un escenario modelado según el foro de las Naciones Unidas y con la banda interpretando a un equipo de reporteros de televisión. El vídeo concluía con la misma plácida contención que había caracterizado el desarrollo del proyecto, con el estallido del planeta.

Como si eso no bastara, ZTT difundió distintas versiones en varios formatos, al tiempo que el imitador Chris Barrie brindaba su personificación (algo chusca) de Reagan en una de las remezclas conocida como «Annihilation mix». Cuando ZTT solicitó algunos datos a la CND, ésta les mostró una copia obtenida ilegalmente de una filmación vinculada a la iniciativa Protect and Survive, donde la voz del narrador era la del actor Patrick Allen. ZTT contrató a Allen para retomar su papel en las remezclas de «Two Tribes» y el actor no tuvo problemas en rememorar algunos pasajes del guion desechados para la versión final por su tinte excesivamente sórdido: «Si su abuela o cualquier otro miembro de la familia falleciera en el refugio, déjelo afuera pero no olvide etiquetarlo a efectos de identificación».

Yo estaba detrás de la mesa de mezclas, pensando «hala, esto es la hostia» —le dijo Horn a Simon Reynolds—. Sabía que iba a recurrir a ese pasaje una y otra vez, porque me parecía de lo más escalofriante. Y Morley le había escrito algo que iba así: «La mía es la última voz que escucharás jamás». Y si escuchas las grabaciones de la sesión, Patrick Allen suelta «oye, chato, eso es un poco deprimente, ¿no crees? ¡Mejor que no…!».

Inspirado por los eslóganes concebidos por Katherine Hamnett, Morley sacó una serie de polémicas camisetas estampadas —«Frankie dice: armad al pueblo», «Frankie dice: guerra, escóndete»— de las que se vendieron un cuarto de millón de unidades y convirtieron a los fans en propaganda ambulante. La explosiva presentación ante la prensa de ZTT proclamó el sencillo como «la primera auténtica canción protesta en ocho años, que hurgó en los resquicios de la Ley de Secretos Oficiales y que se despachaba contra las dos superpotencias más de lo que habría hecho ningún otro disco».

«Two Tribes» llegó a vender la extraordinaria cifra de 1,5 millones de copias y ocupó el primer lugar de las listas nueve semanas. Por entonces, el panorama que pintaba se antojaba inminente. «Se respiraba paranoia en el aire —dice Johnson—. Se respiraba la incómoda sensación de que podía suceder en cualquier momento.»

***

En los dos años transcurridos desde que Johnson escribiera la canción, la diplomacia nuclear estaba de nuevo bajo mínimos. Reagan estaba convencido de que los soviéticos estaban desarrollando la capacidad para golpear primero y desbaratar así la lógica apocalíptica de MAD, por más que el presidente Brezhnev lo negara tajantemente. Las conversaciones para la reducción del armamento estratégico (START) trastabillaron durante meses y acabaron fracasando después de que Reagan anunciara su proyecto Star Wars. La precaria salud de los sucesivos líderes soviéticos tampoco facilitaba la tarea diplomática: Brezhnev murió con 75 años en noviembre de 1982; su sucesor de 68 años, Andrópov, sólo duró 15 meses y fue reemplazado por Chernenko, un halcón del Politburó que asumió el mando con 72 años, a pesar de que sus achaques apenas le permitieron leer la elegía en el funeral de Andrópov. Una farsa que lindaba con la tragedia.

Aunque muchos de los críticos de Reagan lo consideraban una encarnación de Slim Pickens en Teléfono rojo, aquel vaquero que agita su sombrero mientras monta sobre la bomba hacia la hecatombe, el presidente estaba tan aterrado como el que más por la guerra nuclear y se sintió sumamente conmocionado por tres incidentes acaecidos en otoño de 1983. De entrada, el visionado previo a su estreno de El día después lo dejó «terriblemente deprimido»: el protagonismo de un puñado de ciudadanos corrientes de Kansas había tocado su fibra campechana y sensiblera. Entre tanto, se sucedieron dos malentendidos que amenazaron con el espectro de una guerra accidental, el tema del reciente éxito de pantalla Juegos de guerra. El 1 de septiembre, la Unión Soviética derribó por equivocación un avión comercial surcoreano. Dos meses más tarde, unas prácticas de la OTAN fueron confundidas por algunos analistas de inteligencia soviéticos, lo que los condujo a desplegar su arsenal pronto para la represalia: era lo más cerca del cataclismo que había estado el mundo desde la crisis de los misiles cubanos.

Aquel año la preocupación ciudadana alcanzó su apogeo. Reagan se vio abrumado por el inmenso respaldo popular de que gozó una campaña para congelar el arsenal nuclear norteamericano y se mostraba cauto tras verse retratado como un militarista jactancioso por su oponente demócrata en las siguientes elecciones presidenciales.129 Entre tanto, en Gran Bretaña, los laboristas ratificaron su noble, aunque electoralmente suicida, compromiso de desarme y la CND consiguió convocar a 250.000 personas en su mitin londinense del mes de octubre. La campaña organizó su propio Festival por la Paz en Londres en mayo, donde el nuevo grupo de Paul Weller, Style Council, interpretó «Money Go Round», un disco didáctico de funk blanco con un guiño a la actualidad nuclear. Un concierto de Navidad en Londres supuso el debut de dos nuevas canciones de protesta relativas a la bomba —la elegante «Piece in Our Time» de Elvis Costello y la burlona «Ban the Bomb» de Ian Dury—, en tanto que los cabezas de cartel, U2, interpretaron la tensa, casi marcial, «Seconds».

Si «Seconds», al igual que «Two Minute Warning» de Depeche Mode y «Walking in Your Footsteps» de Police, adoptaban un tono convencionalmente sombrío, dos éxitos globales brindaron cierto humor jocoso a la cuestión. En la sorpresivamente marchosa «99 Red Balloons», la cantante alemana Nena imaginaba una nube de globos rojos a la que un ordenador maltrecho identificaba como un primer ataque, desencadenando de tal modo el acabose nuclear.130 «1999» de Prince era un himno festivo para el Apocalipsis. En un mundo en el que uno podía ser exterminado en un abrir y cerrar de ojos, el cantante apuntaba, «I’ll dance my life away» [iré bailando a morir].131 En 2000 AD, el cómic de Judge Dredd editado aquel año, algunos de los habitantes de Mega City One, perturbados por la guerra y que habían escapado al bombardeo nuclear del villano Bloc-Sov, se consuelan bailando al son de una canción llamada «Apocalypso»

Esta variante macabra del carpe diem parecía impregnar el sonido de «Two Tribes». El disco resulta tan demencialmente excesivo y vivaz que convierte un campo de batalla en pista de baile y viceversa. Más incluso que en la propia «War» de Edwin Starr, que Frankie había versionado en la cara B, se formula aquí la pregunta: ¿debería un disco contra la guerra resultar tan estimulante? La letra de Johnson es lo bastante neutra y fragmentada como para permitir que la música fluya y colme las lagunas. Sus bobas salidas de estilo funk —«Tenemos la bomba, sí», «Dámelo todo, nena»— pretendían parodiar el belicismo yanqui, pero sonaban realmente exaltadas. En aquella amalgama demencial y exuberante, «Two Tribes» entremezcla guerra, sexo y baile de tal modo que uno se pregunta cuál de tales actividades es correcta y cuál no. «¿Vivimos en un mundo donde el sexo y el horror son los nuevos dioses?» Sin duda, piensa uno, pero ¿eso es necesariamente malo? Es como si «Apocalypso» se hubiera colado en el mundo real y quien escuchara la radio se viera de pronto implicado en la absurda sátira de 2000 AD.

La ambigüedad aparente de «Two Tribes» bastó para fastidiar a los músicos más firmemente politizados. «No sé exactamente de qué trata más allá del hecho de que hay norteamericanos y hay rusos —gruñía a NME Dave Wakeling de los Beat—. La imagen de Lenin en la carátula tenía más importancia para mí que el disco en sí.» En su libro The Bomb: A Life, el historiador Gerard DeGroot despacha secamente el vídeo como «un intento más bien patético de expresar un sofisticado mensaje político», lo cual es una lectura no sólo acerba sino fallida: nunca se aspiró a la sofisticación. Curiosamente, el crítico más elocuente sobre la eficacia de la canción como protesta fue el propio Morley.

Siempre me cabreó un poco la gente como Weller, los Clash y Killing Joke, todos ésos que dicen que el pop puede dotar de un toque de controversia —le contaba a su antiguo jefe de NME—. Y «Two Tribes» pretendía probar a la gente que eso es imposible. Ya ves, número uno nueve semanas con un tema explícito y extravagante contra la guerra… y la semana que viene será George Michael quien pille el primer puesto y ya está. Nueve semanas y no pasó nada. En cierto modo, eso me gusta. Porque… ¿qué puede pasar?

¿Pero de qué modo podría haber triunfado «Two Tribes» según los esquemas de Morley? ¿Siendo número 1 de por vida? ¿Forzando un apretón de manos entre Reagan y Chernenko que supusiera la liquidación de sus arsenales nucleares? Cuando se pone el listón tan alto en el ámbito del pop politizado, el fracaso está garantizado. El impacto de «Two Tribes» fue a la vez más significativo y complejo. Para miles de jóvenes oyentes supuso un aprendizaje indeleble de la noción de guerra nuclear. Uno no podría borrar así como así el consejo de Patrick Allen sobre el modo de deshacerse del cadáver de la abuelita. A su vez, la ambigüedad de la canción es justamente lo que la hace tan rica y gratificante más como tema pop que como mera controversia.

Lo que por entonces no resultaba tan evidente es que, en términos de relaciones soviético-estadounidenses, lo peor había pasado. Las conversaciones para el desarme se reanudaron en junio de 1984, justo cuando «Two Tribes» iniciaba su reinado en las listas. A su vez, la incógnita soviética dentro de la ecuación empezó a disiparse cuando Chernenko falleció en marzo de 1985 y fue sustituido por el moderado Mijaíl Gorbachov. Preocupado por la convaleciente economía soviética, Gorbachov contemplaba el desarme como la vía más viable para recortar el presupuesto y atraer a los necesitados inversores occidentales, a la vez que se mostraba dispuesto a hacer algunas de las concesiones que sus predecesores habían rechazado. Paso a paso, ambos bandos avanzaron hacia un acuerdo. Reagan y Gorbachov firmaron el Tratado sobre Misiles de Alcance Medio el 8 de diciembre de 1987, al tiempo que las manecillas del Reloj del Juicio Final se retrasaban hasta seis minutos para la medianoche. Por entonces, incapaz de sostener el éxito arrasador de los primeros sencillos ni de mantener la relación con ZTT, o siquiera la de los integrantes del grupo, Frankie Goes to Hollywood concluyó su andadura.132

***

Washington D. C., 6 de noviembre de 1984: noche electoral. Frankie Goes to Hollywood acaba de dar su primer concierto en suelo norteamericano. El espectáculo comienza con proyecciones en las que aparecen políticos, hongos nucleares y niños vietnamitas víctimas del napalm. Al término del espectáculo, un periodista de Entertainment Tonight le pregunta a un fan por qué ha ido.

—Porque comunican un mensaje político importante con su canción «Two Tribes» —replica.

—¿Y cuál es ese mensaje? —pregunta el reportero.

—Ah, no sé.