U2, «Pride (In the Name of Love)», 1984
U2, Bruce Springsteen, Live Aid y el difícil arte de la protesta en el estadio
Bruce Springsteen habla con Bono tras un concierto de U2 en el Hammersmith Palais de Londres, 9 de junio de 1981.
Bono explica la actitud de U2 ante la música protesta y el activismo con una anécdota que escuchó de Harry Belafonte, que tuvo lugar a principios de 1961, justo después de que Bobby Kennedy fuera nombrado fiscal general.
Martin Luther King convocó una reunión de líderes de los derechos civiles para debatir el modo de ganar para su causa al nuevo y severo poseedor del cargo, que todavía no se había convertido en el ídolo de la izquierda. Tras escuchar un buen rato cómo sus colegas despotricaban contra Kennedy, King aporreó la mesa y dio la reunión por cerrada diciendo: «Muy bien, reabriremos esta discusión cuando alguien encuentre algo bueno que decir sobre Bobby Kennedy, porque ahí, amigos, estará la puerta por la que podrá penetrar nuestro movimiento». «Y Belafonte me lo contaba —dice Bono— a modo de aliento para el trabajo que desempeño: encontrar el elemento redentor que permita que una puerta se abra.»
Belafonte le refirió la historia a Bono a finales de los noventa, de modo que aquello no modificó sus ideas, más bien ratificó aquello en lo que ya creía, esto es, que se agarran más moscas con miel que con vinagre, y que la senda del progreso político se allana por medio de la diplomacia y la negociación. El episodio no podría haber contado con una audiencia más receptiva, porque invocaba a Martin Luther King y las ventajas del tacto, elementos que ya habían informado la composición del gran éxito internacional que abrió las puertas de U2 «Pride (In the Name of Love)», hacía ya 12 años.
En noviembre de 1983, U2 estaba tocando en Honolulú, Hawái, tras pasar casi un año de gira por el mundo. Estaban alojados en el Kahala Hilton, un hotel tan lujoso que, caso de haber llegado un poco antes, podrían haberse topado junto a la piscina con el presidente Reagan. Durante una prueba de sonido que hicieron antes del concierto, empezaron a tantear una progresión de acordes y una melodía luminosa, diáfana y de amplio aliento.
Procuraba equilibrar este coro operístico y quería escribir algunos versos sombríos —dice Bono—. Pretendía encarnar aquella soberbia que no se echa atrás, con la que se construyen los arsenales nucleares —le dijo a Gavin Martin de NME—, pero aquello no funcionaba y recordé las palabras de un viejo sabio que me dijo una vez «no trates de luchar contra la oscuridad con la luz, sólo procura que las luces brillen más». Yo le estaba concediendo excesiva importancia a Reagan. Luego pensé en Martin Luther King, esto es un hombre. Y nosotros edificamos sobre lo bueno, en lugar de blandir el dedo acusatorio.
Recientemente, un periodista le había regalado a Bono la biografía de King escrita por Stephen Oates, Let the Trumpet Sound. «Al final, aquel predicador de Atlanta asesinado, aquella nota lúgubre, fue el medio que me dio el equilibrio —dice—. De modo que me sentí capaz de sostener el tono exultante de la canción.»133
«Pride» sintetiza lo que sería la política abocada al megaconcierto de estadio: vibrante e integradora, pero fácilmente diluida o malentendida. «Born in the USA» de Bruce Springsteen mostraba precisamente la facilidad con que eso podía darse y lo difícil que es comunicar un mensaje con matices a la gente sentada en la última grada de Maracaná. Ambos músicos formaron parte de Live Aid, participaron en sus sencillos y en el nacimiento del rock como fenómeno filantrópico, donde sólo cuentan aspavientos y proclamas y donde el espacio para la subversión y la rebelión es un tesoro escaso. Ambos, no obstante, se las apañaron para preservar tales cualidades y dar respuesta a una pregunta insidiosa: ¿puedes formar parte del sistema sin verte devorado por él?
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U2 nunca mostró grandes dotes para lo punk. Le faltaba vinagre. Sus miembros coincidieron en una escuela dublinesa en septiembre de 1976, donde constituían —y hasta hoy— un cotarro de personalidades dispares pero afines. Bono tiene el pico de oro de los bardos, un lenguaje corporal eléctrico, tenso, como de púgil retirado, y el carisma centrado de un político firmemente convencido del poder de las palabras para cambiar mentalidades. El guitarrista The Edge es sereno y circunspecto como un monje, salvo cuando sus ojos se achican, ensimismados o risueños. El bajista Adam Clayton luce el porte decadente de un aristócrata arruinado y un aire sempiterno de leve y curioso regodeo. El batería Larry Mullen Jr. suele hablar con sincera intensidad, echando el cuerpo hacia delante y coloreando el discurso con muecas de indulgencia. Él es el ancla de sujeción de U2, el contrapunto a la expansión de Bono.
Como resultado, tanto de los temperamentos como de las circunstancias, U2 no podía adoptar el pedigrí guerrillero al estilo Clash ni tomar partido.
Muy pronto empezamos a tocar en bolos a favor de los anticonceptivos y el aborto —dice Clayton—. El dogma católico y el Partido Republicano eran algo ajeno a nosotros. La gente del sur no dejaba de sentirse asqueada por los actos de terrorismo y brutalidad que tenían lugar en el norte, pero expresarlo sin más habría sido una muestra de simpatía hacia los británicos, de modo que era complicado. Nosotros íbamos más en busca de una dimensión espiritual que de pertrecharnos en las barricadas.
Por entonces, el victimismo parecía una actitud común y nosotros tratábamos de sortearlo y estar a favor de ciertas cosas y no en contra de lo que fuera —dice The Edge—. La influencia ahí sería Bob Marley, que no hacía distingos entre las facetas de su vida: sexual, espiritual, religiosa, política…
Todos los miembros de U2, salvo Adam, habían pasado por cierto grado de formación cristiana e intentaron, con éxito creciente, absorber algo de la onda espiritual del soul, del góspel y del reggae, una tendencia poco prometedora en la era pospunk. De entrada, este deseo se manifestó con un apremio enérgico, redentor.
Creo que en aquellos tiempos desprendíamos una intensidad notable y uno puede notarlo en las grabaciones —dice The Edge—. En parte resulta excesivo y recargado. Queríamos conectar y romper barreras. Ello daba pie a conciertos explosivos a nivel emocional, casi había un desespero por comunicar, pero eso a veces tampoco ayudaba. Nuestras vidas parecían depender de ello. La sensación era que podíamos triunfar o embarrancar. Literalmente, las dos opciones eran ésas.
En 1978 empezaron a participar en seminarios bíblicos que The Edge compara con las sesiones rastas de meditación, «pero sin hierba». Eso los puso en contacto con un grupo cristiano radical llamado Shalom, que creía en los milagros y en la facultad de hablar en lenguas desconocidas. Después de Boy (1980), donde se hablaba de fe y desamparo, los encuentros se hicieron más intensos y algunos miembros de Shalom presionaron a Bono, The Edge y Mullen para que abandonaran U2 y se entregaran al credo. Mullen abandonó las reuniones y Bono y The Edge anunciaron que dejaban la banda. Su extraordinario mánager Paul McGuinness contraatacó del modo siguiente: «¿Creéis de verdad que será más eficaz volver a vuestras vidas corrientes? ¿O pensáis que aprovechar esta oportunidad con una gran banda de rocanrol va a dar, a la larga, mejores resultados?». Bono y The Edge decidieron distanciarse de Shalom y reconciliar la fe con su música, de ahí el manifiestamente religioso October (1981), que asustó a parte de su entorno. «No pasa nada —afirmaba Chris Blackwell de Island Records—. Sucedió con Bob Marley y con Bob Dylan, es una tradición. Lo superaremos.»
October aderezaba aleluyas pospunk como «Gloria» y «With a Shout (Jerusalem)» con dudas angustiadas bajo la fuerte influencia de Joy Division. Se trata de un disco desolado y enrarecido que tuvo una acogida glacial. El título alude a la sensación de que todo Occidente se iba adentrando en el invierno, como una reformulación de Winter in America de Gil Scott-Heron.
Ahí estaba yo, con 22 años y la cabeza llena de espanto gótico —le dijo Bono al escritor Neil McCormick—, observando un mundo con millones de desempleados y hambrientos, y todo lo que hemos [hecho con] la tecnología que nos hemos regalado es construir bombas más grandes para que nadie pueda desafiar nuestras ideas vacuas.
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Al mismo tiempo que U2 salía de gira con October, Bobby Sands estaba consumiéndose en la prisión de Maze de Irlanda del Norte, siendo así que U2, como irlandeses de paso por Norteamérica, fueron adoptados por defensores del IRA, cuyas arcas rebosaban ahora gracias a los fondos recogidos por el martirio de Sands. Alguna que otra noche, un miembro del público arrojaba una tricolor irlandesa al escenario y, raudo en reflejos, Bono rasgaba las franjas de naranja y verde para dejar con efecto simbólico un trapo blanco, enseña de la paz. La actividad paramilitar en Irlanda, el conflicto de las Malvinas, las fuerzas israelíes en Líbano, revoluciones y contrarrevoluciones en Centroamérica, la tensión bélica entre Estados Unidos y la Unión Soviética, todo apuntaba hacia la aparición de War (1983). «Creo que el amor puede resaltar si lo anteponemos a la lucha —explicaba Bono—. El álbum nos habla de la lucha por el amor.»
La gira norteamericana endureció la oposición, todavía tácita, de U2 contra la lucha armada en Irlanda del Norte, bien fuera la del IRA o la de sus enemigos, la Ulster Defence Association. «Decidimos que era moralmente cuestionable no marcar una postura al respecto», declaró Clayton a NME. The Edge empezó a trabajar en una letra incisiva: «No me hables de los derechos del IRA, la UDA…»; Bono se saltó ese pasaje y se dedicó a comparar la masacre del Domingo Sangriento de 1972 con la promesa del Domingo de Pascua.134 «Me parece que la cosa no funcionó —admitía más tarde—. Era una canción cuya elocuencia yacía más en su poder armónico que en su fuerza verbal.»
«Sunday Bloody Sunday» expresa un pacifismo militante que conjuga un redoble marcial con un discurso contrario a la violencia. «No atenderá el llamamiento a las armas.» «La paradoja es que mucha gente pensó que la canción era justamente un llamamiento a las armas, una canción sediciosa en favor de la Irlanda unida», le dijo Bono al escritor Michka Assayas. La prueba de fuego de la canción se dio al tocar en Belfast. «Bono le dijo al público que si no les gustaba, no la volverían a tocar jamás —declaró The Edge a NME—. De las 3.000 personas presentes en la sala, sólo tres o cuatro se marcharon. Y creo que eso dice mucho de la confianza que nos tenía el público.» Quien no comulgó con todo aquello fue un prominente ciudadano de Belfast. Gerry Adams, líder del brazo político del IRA, el Sinn Féin, presuntamente llamó «mierdecilla» a Bono y arrancó un póster de U2 de la pared de su despacho.
En War, a «Sunday Bloody Sunday» le sucedían otras dos canciones protesta: la paranoia nuclear «Seconds» y «New Year’s Day», que retomaba el recurso de vincular una simbólica festividad anual a un acontecimiento político, en este caso la lucha del sindicato polaco Solidaridad contra la dictadura comunista del general Jaruzelski. Aunque Bono se arrepiente de su letra chapucera e improvisada, su imaginería ajusta la evocación a la melodía invernal de piano y a la gélida nitidez de la producción. Curiosamente, poco después de su composición, Jaruzelski revocó la ley marcial el día de Año Nuevo de 1983.
Aunque War fue un éxito, Bono pronto tuvo dudas sobre su tono «estridente» y «acusatorio». Para The Unforgettable Fire (1984), U2 se dirigió al productor Brian Eno, antiguo miembro de Roxy Music y pionero de la música ambiente que había trabajado en discos señeros con David Bowie y Talking Heads.
A decir verdad, pensé que era una idea más bien extraña —dice Eno—. Recuerdo una conversación telefónica con Bono y le dije, «Si me subo al carro, cambiaré muchas cosas de las que hacéis. ¿Es eso lo que quieres?» Y dijo: «Eso es exactamente lo que queremos».
El nombre del álbum provenía de una serie de pinturas creadas por supervivientes de Hiroshima y Nagasaki. En todo caso, «Pride (In the Name of Love)» era una declaración orgullosa, pero no agresivamente política, a la vez que la letra se deslizaba por la senda más oblicua de la música producida por Eno. Algo que sucede igualmente en «MLK» [Martin Luther King], una canción que precisaba de aquel título para dar forma a su imaginería básica. Era el primer paso hacia horizontes más vastos.
En marzo de 1985, Rolling Stone designó a U2 como mejor banda de los ochenta. «Para un número creciente de fans del rock —se extasiaba Christopher Connelly—, U2 […] se ha convertido en el grupo más importante, quizá el único grupo importante.» La alusión al viejo eslogan promocional de los Clash, «The Only Band That Matters» [la única banda que importa] era seguramente intencionada. Pero todo aquello también era un lastre.
Existe el peligro de convertirse en portavoz de tu generación, si no tienes más que ofrecer que tu ayuda —reconoció Bono ante Gavin Marton de NME—. Eso es todo lo que decimos en nuestra música. Nunca vamos de, venga chicos, allá vamos, éste es el plan. Más bien se trata de ¿y el plan cuál es?
Esta incomodidad la compartía otro portavoz generacional, una gran influencia sobre el progreso de U2 y, según Rolling Stone, la única estrella consistente del rock en la Norteamérica de mediados de los ochenta.
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Bruce Springsteen tenía mucho en común con el joven Bono. No sólo los orígenes —ambos eran de clase trabajadora, de ciudades poco dadas a engendrar estrellas de rock—, sino también la mentalidad: primaba en ambos el instinto sobre el intelecto y la sinceridad sobre la sofisticación. Cuando Springsteen describía su espectáculo como «una combinación de circo, mitin y reunión espiritual», podría haber estado describiendo la evolución de U2, pero Springsteen era un decenio —y toda una era musical— más viejo. «U2 no tenía tradición, veníamos del espacio exterior —le dijo Bono a Neil McCormick—. Nuestra música no tenía raíces, ni blues, ni góspel, ni country; éramos pospunk.»
En la música de Springsteen las raíces lo eran todo, tanto musical como geográficamente: era embajador de una tierra menospreciada. Cantaba sobre los trabajadores e interpretaba su música como un trabajador, todo brío y sudor. Quizá fuera el único icono del rock al que uno le confiaría que le arreglara el coche o le construyera un cobertizo. Con el éxito de su tercer álbum, Born to Run (1975), se convirtió en el buen salvaje del rock, que representaba por cuenta propia una versión del rocanrol idealizada, edénica, en la que se fundían el sentido de la comunidad y el heroísmo individual. Cantaba sobre huir de su pequeña ciudad de Nueva Jersey, al tiempo que permitía sentir a sus oyentes que podían hacer otro tanto.
Si la visión política de U2 en sus primeros tiempos era algo precaria, en el caso de Springsteen era inexistente. «A finales de los sesenta no había ningún tipo de conciencia política en Freehold —le contaba a Kurt Loder de Rolling Stone—. Era una ciudad pequeña y la guerra se veía muy lejana.» En 1968, cuando muchos jóvenes norteamericanos se rebelaban contra la Guerra del Vietnam, Springsteen, con 19 años, se felicitaba, aliviado, por no haber superado las pruebas físicas del ejército, a causa de una vieja lesión. Springsteen no pensaba que la guerra estuviera mal, pero no quería morir. Del mismo modo, cuando cantaba sobre los apuros de la clase trabajadora, parecía más interesado en el qué y el cómo que en el porqué. Evidentemente, ni «Born to Run» ni «Thunder Road» habrían mejorado con una lectura marxista de las condiciones laborales en la Nueva Jersey de provincias, pero, a falta de un contexto más amplio, los relatos de Springsteen sugerían un mundo de víctimas exento de explotadores: aquello que Robert Christgau llamó despectivamente «fatalismo seudotrágico del bello perdedor». Su fuerza empezaba a crear personajes sólidos que pondrían los cimientos para sus posteriores canciones protesta: Springsteen construyó su visión política a partir de esa base.
Parece que una luz prendió en su cabeza la noche del 4 de noviembre de 1980, mientras veía en televisión cómo Reagan iba arrasando en casi todos los estados de la Unión. «No sé qué pensáis sobre lo que pasó anoche —dijo ante el público de la Universidad Estatal de Arizona—, pero a mí me resultó bastante aterrador.» Y entonces arremetió con «Badlands» (1978) sobre un terreno improvisamente desconocido. Aquella misma noche, alguien le pasó una copia de Woody Guthrie: A Life, de Joe Klein, y fue otra luz que pronto se encendería.
Springsteen creció en una casa sin libros y fue un mal estudiante, pero su mánager Jon Landau, universitario y experiodista de Rolling Stone, le fue nutriendo con una consistente colección de textos. Toda aquella información parecía trasladarse de las páginas a sus actuaciones en vivo. Después de leer la biografía de Guthrie, empezó a cantar «This Land Is Your Land» en concierto. Incluso le hizo un hueco en el escenario a History of the United States de Henry Steele Commager y Allan Nevins, cuya lectura había sido un gran descubrimiento. «Empecé a aprender por qué las cosas resultaron ser como acabaron siendo, por qué acabas convertido en víctima sin siquiera enterarte», declaró ante una multitud en París en 1981. El libro Nacido el 4 de julio del parapléjico veterano del Vietnam Ron Kovic lo llevó a conocer al colectivo Vietnam Veterans of America y a dar conciertos benéficos por su causa. Toda esta información reciente tuvo un efecto catártico sobre su material anterior. Precisamente por creer en el sueño norteamericano, reaccionaba con esa rabia moral contra sus taras e injusticias. En ese sentido, parecía erigirse como el heredero de Woody Guthrie: un patriota herido dispuesto a recobrar su país.
Su siguiente álbum se compuso bajo el influjo de este escepticismo y presentaba una Norteamérica a la que se accedía mediante otras señales de tráfico culturales: los relatos góticos sureños de Flannery O’Connor; añejos y torvos discos de folk; la sobrecogedora película Malas tierras sobre el periplo homicida de una pareja de enamorados de Nebraska en 1958; el dueto art-punk de New York Suicide cuya historia de un obrero enloquecido, «Frankie Teardrop» (1977), era como un Springsteen en el infierno. Nebraska (1982) fue el disco abocado a los interrogantes: ¿qué pasaría si la pareja de amantes en fuga de «Born to Run» cargaran con pistolas en lugar de guitarras y no se detuvieran hasta que los obligara la policía?, ¿y si al dejar sus curros sin futuro y su hastío de provincias lograran liberarse de todo lo que los mantenía amarrados?, ¿y si la pobreza no fuera estrictamente material sino también emocional y espiritual?, ¿y si la carretera no lleva a ninguna parte? La figura más heroica de la mitología norteamericana es el solitario, pero también es la más aterradora.
Nebraska hablaba sobre el aislamiento norteamericano —le dijo a Kurt Loder—. De aquello que les pasa a las personas que se aíslan de sus amigos y su comunidad, del gobierno y del trabajo, porque ésas son las cosas que te mantienen cuerdo, que de alguna manera dan sentido a la vida.
Springsteen grabó el disco con una banda al completo, pero al sentir que perdía su descarnada crudeza original, puso en circulación la maqueta sin aderezos. Es un disco folk que combina la fantasmagoría crepuscular de la «Norteamérica vieja y extraña» de Harry Smith con la conciencia política de Woody Guthrie y Pete Seeger, por más que Seeger y Guthrie nunca se refirieran abiertamente al aislamiento y a la desolación. El álbum concluye con un guiño cruel. «Reason to Believe», un título muy propio de Springsteen, promete un último atisbo de esperanza pero acaba brindando una ristra de pesares góticos copados por un apunte descreído: «Struck me kinda funny… How at the end of every hard-earned day people find some reason to believe» [me sorprende… cómo al final de cada laboriosa jornada la gente encuentra una razón para seguir creyendo]. Greil Marcus, sin dejar de reseñar la ausencia de toda controversia, consideró que Nebraska era «la declaración más sólida y seguramente más convincente de resistencia y rechazo que los Estados Unidos de Reagan hayan generado por parte de cualquier artista o político».
Durante las sesiones de grabación de Nebraska, Springsteen grabó una canción llamada «Born in the USA», narrada por un veterano del Vietnam lisiado y desocupado que no «tiene a donde ir». Con la guitarra en ristre, Springsteen canta como un hombre que nada posee y repite el título como enunciando una condena más que una bendición. Es un Frankie Teardrop recién licenciado del ejército. Landau tildó la versión acústica de «canción muerta», pero lo que luego iba a suceder con ella sepultaría el título bajo el peso de la ironía, que acabaría por sofocarla.
Cuando una canción se brinda al malentendido, uno se suele reír por los bobos que no lo pillan, pero el malentendido generado por la versión oficial de «Born in the USA» (1984) fue de tal alcance que parte de la culpa debe recaer en el propio Springsteen. El significado de una canción no está únicamente en la letra, sino en la melodía, la producción, el tono de voz. «War» de Edwin Star no podía de ninguna manera sonar beligerante, puesto que el estribillo era diáfano y tajante, pero las palabras que componen «Born in the USA» precisan de cierto cuidado en su manejo. Al escuchar la maqueta, uno siente que se adentra en la vida de un hombre deshecho; en el sencillo, el mismo hombre aúlla como si estuviera montado en un tanque. Cuando escuchas los teclados triunfalmente marciales de Roy Bittan, la percusión artillera de Max Weinberg, el rugido a pleno pulmón de Springsteen, la melodía en escala mayor, no estás escuchando el desespero o los reveses vitales: estás escuchando un grito de guerra. Landau veía la versión original como excesivamente modesta, pero ésta resulta exageradamente grandilocuente. Es un caballo de Troya con la puerta atrancada: la letra subversiva no puede salir.
Es innegable que Springsteen se benefició comercialmente del malentendido, porque el resultado encajaba con aquellos tiempos. Tal como le dijo a Kurt Loder, «Creo que lo que pasa es que la gente quiere olvidar. Tuvimos Vietnam, el Watergate, Irán; nos derrotaron, nos zarandearon y nos humillaron. Y creo que la gente necesita sentirse bien con el país en el que vive. Lo que sucede, sin embargo, es que esa necesidad, que es algo bueno, está siendo manipulada y explotada».
Pero la canción, adornada con las barras y estrellas de la cubierta de Born in the USA (1984), permitía que la gente se sintiera bien con su país siempre que no escucharan con toda la atención debida. Aquel retorno expresado en el álbum hacia la esperanza y el sentido de comunidad tras la soledad implacable de Nebraska se confundió con patrioterismo triunfalista. En 1985, durante la gira, aparecieron camisetas de Springsteen con la leyenda «Rambo del rock», en alusión al rol vengador de Sylvester Stallone en la película homónima.135 Por más que Springsteen tratara de comunicar otro mensaje desde el escenario, iba inconscientemente montado sobre la ola del reaganismo. «La bandera es una imagen potente, y si se la deja campando a sus anchas, no sabemos lo que se hará con ella», reconoció ante Kurt Loder.
En septiembre de 1984, el columnista conservador George Will mostró hasta qué punto la canción de Springsteen había fracasado en su intento. «Desconozco las ideas políticas de Bruce Springsteen, si es que las tiene, pero en sus conciertos ondean banderas mientras canta sobre la dureza de los tiempos —escribía Will—. No es un quejica y el relato de fábricas cerradas y demás problemas siempre está contrapunteado por la grandiosa y gozosa declaración born in the USA!» Está claro que Will no prestó atención a los versos (o prefirió ignorarlos). Tampoco lo hizo Reagan, quien, unos días después, en una escala de la campaña en Hammonton, Nueva Jersey, anunció:
El futuro de Norteamérica reposa en miles de sueños que albergan vuestros corazones. Reposa en el mensaje de las canciones que tantos jóvenes norteamericanos admiran: las de Bruce Springsteen de Nueva Jersey. Hacer que vuestros sueños se hagan realidad, en eso consiste mi tarea.
Esto dejaba a Springsteen en una posición ingrata. No estaba en su naturaleza enzarzarse en un conflicto verbal con el presidente, pero tres días después del discurso de Reagan, afirmó sobre el escenario: «El otro día el presidente mencionó mi nombre y me pregunté cuál debía de ser su álbum favorito. Y no creo que sea Nebraska». Todo muy diplomático. El cantante tampoco respaldó al candidato demócrata Walter Mondale; de hecho, rehuía el circo de Washington y prefería concentrarse en ayudar a bancos de alimentos locales, sindicatos y grupos comunitarios. Además, a lo largo de 1985 trató de recuperar su canción, al mencionar las guerras encubiertas de Estados Unidos en Centroamérica, contando su fallido reclutamiento o interpretando una versión explosiva de «War».136
Steve Erickson, del semanario Village Voice, dio con una frase muy lograda para describir la gira de Born in the USA: «duda agresiva». «En el disco y la gira de Springsteen vemos la duda y la fe encalladas en largas negociaciones sin un acuerdo plausible a la vista», escribió. Una frase que podría haberle asignada igualmente a U2 y a la misma coyuntura de fines de 1984 en que estaba naciendo el activismo de estadio.
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No deberíamos subestimar la importancia del abatimiento y del fracaso como detonantes de la acción política. Sin sus apuros personales, Jerry Dammers no habría escrito «Ghost Town», Marvin Gaye no habría exprimido al máximo «What’s Going On» y el líder de los Boomtown Rats, Bob Geldof, no habría concebido el proyecto de Band Aid.
Había tantas condiciones que debían darse para que esto funcionara —confesó años después a Rob Tannenbaum de Rolling Stone—. Yo tenía que estar [viendo la televisión]. Y tenía que estar deprimido, para que mi reacción fuera tan franca. Y los Rats tenían que estar pasando una mala racha… Sabía que si era yo quien escribía una canción, no se vendería. De modo que debía reunir a gente conocida para que la cantara.
Los Boomtown Rats, que adoptaron su nombre de la autobiografía de Guthrie Rumbo a la gloria, eran una banda punk irlandesa que estaba atravesando un bache y se veía obligada a actuar en universidades para poder financiar su siguiente álbum. A finales de octubre de 1984, Geldof estaba repantigado en su sofá cuando la BBC emitió un reportaje impactante sobre la hambruna en Etiopía. La imagen que lo sobrecogió especialmente fue la de una enfermera ante una multitud hambrienta de 10.000 personas que sólo podía seleccionar a unos centenares para que comieran y sobrevivieran. «Me sentí asqueado, enfurecido y escandalizado —escribió Geldof en sus memorias—, pero ante todo sentí vergüenza.»
Al día siguiente, sugirió tímidamente a su esposa, Paula Yates, que trataría de montar un sencillo benéfico que reuniera a cantantes de mayor renombre que los Boomtown Rats. Mientras Geldof llamaba a cantantes, mánagers, editores y comerciantes, él y su amigo Midge Ure, de la fabulosa banda de tecnopop Ultravox, se fueron pasando una y otra vez los fragmentos de la canción, acoplando la melodía básica de Geldof al pegadizo estribillo de sintetizador creado por Ure. Tiempo después, Geldof confesó que no era «una canción especialmente buena». Por más que algunos de los versos más rancios, como los que comparaban las campanadas navideñas con «el repique fragoroso de la condenación», no habrían superado un esmerado proceso de revisión, aquella misión atropellada funcionó mejor de lo que cabía esperar. La solemne entrada algo africana de Ure —entre Ultravox y el «Biko» de Peter Gabriel— sugería ya la gravedad requerida, al tiempo que el coro multitudinario («quería algo que sonara como un himno futbolero o como “Give Peace a Chance”», escribió Geldof) y el socorrido empleo de campanas lo convirtieron en un tema que la gente podía escuchar por Navidad sin deprimirse.
Bono recibió la llamada mientras estaba de gira por Alemania. «Yo sólo recordaba mis peleas con Geldof porque él decía que la música pop y el rocanrol debían mantenerse lejos de la política y la agitación propagandística, para ser meramente sexis, entretenidos y traviesos —le comentó a McCormick—. De modo que recibir una llamada de Geldof para hablar de África fue más bien curioso.» En todo caso, tardó poco en convencerse, ¡y tomó un vuelo a Londres con Adam Clayton para acudir a los estudios de ZTT a fin de reunirse con los otros 45 intérpretes.137 Mientras ojeaba la letra antes de la sesión, sólo vio una frase que no le gustó: «Tonight thank God it’s them instead of you» [gracias a Dios, esta noche quienes cuentan son ellos]. Geldof se acercó y dijo que ésa era precisamente la frase que quería que Bono cantara. Bono dijo que no. «A mí no me importa qué es lo que te apetece, ¿vale? —ladró Geldof—. Se trata de lo que necesita esta gente.» A regañadientes, Bono accedió. «Prácticamente, hice una imitación de Bruce Springsteen, eso es lo que de verdad tenía en mente.» La frase fue tan controvertida como Bono se temía, pero aporta una nota turbadoramente discordante de cruda franqueza. «Do They Know It’s Chirstmas?» se convirtió en el sencillo más vendido de la historia británica y recaudó ocho millones de libras para ayuda alimenticia, cuando Geldof se esperaba un tope de 100.000.
En Norteamérica, Harry Belafonte oyó la canción y llamó a Ken Kragen, mánager de la estrella de la Motown Lionel Richie. «Quizá haya llegado el momento para una idea de este tipo», dijo. Sirviéndose de Richie —entonces en el cénit de su éxito— como cebo, Kragen empezó a llamar a todas las grandes estrellas musicales de Estados Unidos, empezando por la lista de los cien más populares, de arriba abajo. «El punto de inflexión fue la implicación de Bruce Springsteen —le dijo la revista Rolling Stone—. Aquello legitimó el proyecto a ojos de la comunidad roquera.»
La noche del 28 de enero, 46 cantantes se reunieron en los estudios A&M del Sunset Strip en Hollywood y pasaron la noche grabando. Stevie Wonder mandó traducir algunos versos al etíope —«¡Tiene que ser auténtico!»— y Ray Charles observó amablemente que la cosa ya estaba resultando bastante ardua en inglés. Geldof, que acababa de visitar Etiopía con la organización benéfica World Vision, se paseaba por allí despotricando contra ausentes como Prince. «¿Tiene actividades más importantes que salvar la vida de las personas? ¿Ir a la disco? Que lo follen. Tendría que estar aquí. Qué tío más cutre.»
«We Are the World», escrita por Richie y Michael Jackson y atribuida a USA for Africa, fue un disco mucho menos interesante que «Do They Know It’s Christmas?»,138 una imagen del colectivo Band Aid que muestra la naturaleza excéntrica de la aristocracia del pop británico en 1984, repleto de estrafalarios peinados, atuendos lamentables y sonrisas forzadas. USA for Africa, en contraste, parece un vértice del G-20 del pop, con figuras cuyas carreras se remontan a los años cincuenta. La canción es banal, santurrona y demasiado larga (sólo el dueto exaltado de Springsteen y Wonder proyecta el brío del auténtico compromiso), con un aire forzado de nobleza obliga. «Do They Know It’s Christmas?», a su manera enternecedoramente desmañada, se abonaba al sentimiento de culpa remarcando el contraste entre ellos (las víctimas de la hambruna) y tú (el occidental satisfecho). Aunque «We Are the World» se envolvía en un espíritu cristiano, en el sentido de que todos somos responsables de nuestros hermanos, el omnipresente nosotros acababa por borrar a los hambrientos de la ecuación. La cantante sudafricana Miriam Makeba comentó, mordaz, «¿Quién es el mundo? ¿Dónde están los cantantes de Europa, de Asia, del Tercer Mundo? Son todos norteamericanos cantando “Somos el mundo”. Ah, vale, ¡“Norteamérica” es el mundo!».139
Geldof aprovechó su visita al estudio de grabación para anunciar un concierto trasatlántico en beneficio de Etiopía para julio. Los conciertos benéficos all-star no eran ninguna novedad —basta con recordar el de George Harrison por Bangladesh en 1971, los conciertos por el desarme nuclear y los destinados al pueblo de Kampuchea en 1979, el Domingo de Paz organizado por Graham Nash en 1982—, pero nunca se había montado nada a semejante escala. Ejerciendo de gota malaya, Geldof no se cortó a la hora de presionar, hostigar y doblegar voluntades.
Live Aid se celebró el sábado 13 de julio. Ante aquel cartel de titanes, U2, que no se había fogueado aún en esas lides, apareció en el escenario de Wembley por la tarde. Empezaron con «Sunday Bloody Sunday». Luego, durante «Bad», Bono se bajó a la cancha, bailó con una chica del público y se volvió a subir, todo ello durante un buen rato y dejó a la banda dilatando incómodamente el tema hasta la reaparición del cabecilla. Así las cosas, no hubo tiempo para la interpretación de «Pride», su mayor éxito, pero aquel gesto puso a Bono en la senda de la estrella global.140
Había conocido a Elvis Costello hacía unos meses y me dijo «Tengo sentimientos encontrados con U2, me encanta y la detesto» —le comentaba Bono a Barney Hoskins de NME—. Dijo «Avanzas por esta cuerda floja que ninguno de tus coetáneos ha pisado, les da miedo, y tantas veces mientras sigues en ella, me inclino ante ti, pero uno suele caerse…». No podía responder a eso. Nos caemos muchas veces y sobre el escenario pruebo cosas que luego no funcionan… pero puede que sí, en eso consiste. Puede que funcionen.
Las cifras de Live Aid hablan por sí solas: 400 millones de televidentes en el mundo entero, unos 40 millones de libras de recaudación. Fuera de eso, su éxito está sujeto a debate.
Live Aid puede ser de todo para todo tipo de personas —le dijo Geldof a Rob Tannenbaum—. Los tories podrían explotarlo como «un ejemplo deslumbrante de acción y responsabilidad individuales». Los comunistas podrían decir, «Es la rabia proletaria contra los excesos del primer mundo».
Sin embargo, los periodistas musicales británicos, que habían abrevado en el punk y la política de izquierdas, estaban divididos. En tanto que Paul Du Noyer de NME aceptaba que salvar vidas era de por sí algo bueno, sus colegas Gavin Martin y Don Watson lanzaron una serie de acusaciones: el cartel era abrumadoramente angloamericano, los objetivos marcados por la iniciativa eran a corto plazo y se ignoraba a otras organizaciones benéficas; Geldof era odioso y estaba siempre a la defensiva, y, lo peor de todo, es que el acontecimiento era apolítico. De manera implícita, Live Aid retrataba la hambruna como obra de Dios más que como consecuencia de la mala gestión política, del capitalismo rapaz y de la apatía occidental. «Band Aid era una cuestión moral, poco importaba si eras de derechas o izquierdas», escribió Geldof en su defensa.141 El único músico que politizó Live Aid fue el cantante alemán Udo Lindenberg, que culpó de la hambruna a la «explotación colonial» y comparó el dinero recaudado con los miles de millones gastados en armas nucleares. Las centralitas de la BBC se vieron abrumadas por las quejas. La gente no quería escuchar eso.
Algunos músicos ajenos al evento se sumaron a la disensión.
La verdad es que me cabrea cuando leo a Midge Ure diciendo que Band Aid no es política —lamentaba Billy Bragg—. Me alegra de verdad que hicieran lo que hicieron, pero ni siquiera admitieron que estaban perpetuando un sistema que permite que todo eso suceda.
Hubo incluso algunos discos de respuesta. Ante el hecho de que muchos de los artistas implicados vieran crecer sus ventas tras el concierto, los anarco-punks de Leeds Chumbawamba bautizaron su álbum de debut Pictures of Starving Children Sell Records [las fotos de niños hambrientos venden discos] (1986). El grupo californiano de funk-metal Faith No More grabó la maravillosamente sarcástica «We Care A Lot» (1985), donde expresaban su preocupación por «desastres, incendios, riadas y abejas asesinas». El grupo satírico de Houston Culturcide le dio un vuelco a la cosa con «They Aren’t the World» (1986), sustituyendo el material original por una letra mordaz.
Una de las cosas que Live Aid consiguió fue despojar de riesgo la música protesta. La causa era tan incontrovertible que todos podían aplacar su conciencia sin el menor temor a levantar ampollas. Geldof animó activamente a que la gente comprara el sencillo más como un donativo que por motivos estrictamente estéticos, un razonamiento sin duda beneficioso para los etíopes, aunque perjudicial para la música. Una canción debe ganarse a su público por algo más que las buenas intenciones.
Y aquello marcó el fin de complejos planteamientos subversivos como «Two Tribes» y dio inicio a la era de las canciones protesta chuscas obras de artistas sin ningún fondo político que se sentían impulsados a «expresarse»: lo que Bono más tarde denominó «Rock contra cosas malas». Temas de raíz social tan trillados e irritantes como «For America» de Red Box, «What’s the Colour of Money» de Hollywood Beyond y «The War Song» de Culture Club casi te incitaban a preferir la avaricia y la guerra. Si cabe aislar un ejemplo como la nada más absoluta de la canción protesta, quizá sería el de los Thompson Twins y Madonna perpetrando el «Revolution» de los Beatles en Live Aid: tan manifiestamente confundidos estaban por las alusiones al timonel Mao y al dinero que se destina a «las mentes que odian» que se abalanzaron sobre la frase «Todos tenemos que alimentar el mundo» como víctimas de un naufragio agarrándose a un salvavidas.142
Entre tanto, Band Aid y USA for Africa dispararon la moda de los sencillos benéficos con vídeos en los que celebridades de diverso pelaje alternaban el patético compadreo de la palmadita en la espalda y el gesto solemne de sujetarse sus auriculares. Para los artistas que seguían aflorando en estos sencillos y conciertos, la causa en sí parecía cada vez menos importante que el hecho de aparecer como una persona preocupada por el mundo, que telegrafiaba su sinceridad con lo que el crítico Tom Ewing describió como «ese curioso registro del habla humana que sólo existe en los discos benéficos, el berrido caritativo». A finales de los ochenta incluso Geldof pensaba que los bolos benéficos eran mucho ruido y pocas nueces. «Los grandes conciertos ya son moneda devaluada», gruñó. Y así la canción protesta pasó a ser una convención sin mordiente. Sólo la retuvieron, de entre el plantel de Live Aid, los propios U2.
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Poco tiempo después de Live Aid, World Vision invitó a Bono y a su esposa Ali a Etiopía para trabajar como voluntarios en un comedor del norte del país. «La sensación que me llevé era que había un factor estructural en toda esta pobreza —le dijo Bono a McCormick—. La cuestión del hambre y la pobreza en África no siempre obedece a la guerra o a los desastres naturales. Buena parte se debe a la corrupción… y no sólo a la suya, sino también a nuestra relación corrupta con África.»
Después de Etiopía, Bono se decantó por la senda activista porque «eso me permitía en cierto modo justificar el hecho de estar en una banda de rock». En 1986, U2 tocó en la gira Conspiracy of Hope para la sección norteamericana de Amnesty International, junto con Peter Gabriel, Sting, Jackson Browne, Joan Baez, Fela Kuti y otros. Luego, por medio de la organización benéfica Sanctuary, Bono y Ali pasaron una semana en Nicaragua y El Salvador, visitando a campesinos y sacerdotes, encogiéndose ante los impactos del mortero, cuestionando la validez de la violencia revolucionaria y presenciando los efectos del fanatismo anticomunista reaganiano. Al tiempo que se sumergía en la música y la literatura norteamericanas, iba descubriendo la otra cara del país.
Empecé a ver dos Norteaméricas, la mítica y la real —le dijo a McCormick—. Eran tiempos de avaricia, Wall Street, rigidez, ganar, ganar, ganar, que se jodan los pobres… De modo que empecé a trabajar en algo que tenía pensado llamar The Two Americas. Quería describir esa época de prosperidad… como un yermo espiritual.
The Two Americas se convirtió en The Joshua Tree. Por muchas razones —la solemnidad de la imagen de portada en la que los miembros de U2 aparecen contemplando circunspectos el desierto de Mojave, el fervor difuso y el ímpetu evangélico de los sencillos, el pleno éxito comercial del álbum—, la profunda ambivalencia de The Joshua Tree con respecto a Norteamérica se pasó a menudo por alto. Aunque se mostraba diáfana en «Mothers of the Disappeared». «La canción fue escrita tras visitar a las madres de El Salvador durante la revolución —dice Bono—. Compuse esta canción amable como una reflexión posterior.» Si «Mothers» era un lamento espectral por las víctimas de la política exterior estadounidense, «Bullet the Blue Sky» era ya un proyectil a quemarropa contra los responsables.
«Bullet the Blue Sky» es la única canción en la historia de U2 en la que Bono vierte toda su violencia, ahorrándose la diplomacia: es la anti-«Pride». Al regresar de Centroamérica les comentó a sus compañeros lo que había visto y le preguntó a The Edge: «¿Podrías comunicar eso a través del amplificador?». Incluso les mostró fotos y vídeos de las atrocidades para avivar la interpretación del tema, que pretendía que sonara como «el infierno en la tierra». El hombre de la cara «roja como una rosa en un zarzal» sacudiendo billetes de 100 dólares era Reagan, reconoció más tarde, aunque Eno le había advertido: «Si les das imágenes, se la estropearás a la gente». A medida que la canción avanza, la brutalidad de la letra se apropia de la música. «Puedo ver los cazabombarderos», murmura Bono como un profeta alucinado. La guitarra se retuerce y fulgura. Las canciones de U2 tienden a decir: sí, podemos arreglarlo. «Bullet the Blue Sky» es una negación colosal, arrolladora. «Nosotros estábamos del otro lado de la barricada, un espacio mucho más cómodo», dice Larry Mullen.
The Joshua Tree lastró a U2 con una imagen excesivamente severa. «Bien, éstos son unos chavales serios de una Irlanda devastada por el conflicto y tienen un par de cosas que contar», tal como irónicamente lo expresaba Clayton, pero también la convirtió en la banda más importante de su generación y algunos de sus oyentes captaron enteramente su mensaje. Cuando la revista Time les dedicó la portada en abril de 1987, el reportero habló con algunos de los fans. Patty Klippere, de Parsipanny, Nueva Jersey, dijo: «Primero, me abrieron la mente a su música, luego su música me abrió la mente al mundo».
Bono sostiene que su canción protesta más genuina no es «Pride», sino «One» (1991), una lúcida súplica de compasión, atribulada por la duda. «Estoy por la diferencia —explica—. No se trata de cogerse de la mano y todo eso. “One” lleva rabia en su corazón. Es una canción muy áspera. No habla de que hay que llevarse bien sino de que debemos soportarnos.»
Durante las largas horas que siguieron a Achtung Baby, el álbum donde apareció «One», U2 reelaboró el rock de estadio como magno sainete político, con paneles de monitores de televisión, álter ego satíricos y bromas telefónicas contra políticos reaccionarios, todo ello con su dosis de riesgo debida.
Creo que por entonces nos hicimos a la idea de que a veces basta con formularse la pregunta oportuna —dice The Edge—. No tienes que dar necesariamente una respuesta. Abrirse a la posibilidad de ser capaz de cambiar no significa por fuerza que debas encarnar un ideal imposible. La cosa fue ésta: «¿Sabéis qué? A la mierda». Somos un manojo de contradicciones y está bien que sea así.