28 «Esto sucede sin vuestro permiso»

Huggy Bear, Her Jazz, 1993

Riot Grrrl

Huggy Bear, Her Jazz (Wiiija, 1993).

La noche del día de San Valentín de 1993, se sentía algo distinto en la multitud concentrada en el exterior del estudio londinense de Channel 4 donde transcurría el programa nocturno juvenil The Word. Aquél iba a ser el debut televisivo de Huggy Bear, un grupo de cinco integrantes que representaba el ala británica del movimiento roquero feminista conocido como Riot Grrrl. Presentado por el fastidioso machito Terry Christian, The Word era, a falta de otra cosa, el mejor escaparate posible para jóvenes bandas alternativas británicas, a la vez que su emisión en directo facilitaba una vistosa espontaneidad. Para Huggy Bear, que hasta entonces sólo había sacado casetes de edición limitada y sencillos de siete pulgadas, aquella aparición suponía un salto adelante. En el interior, un tipo del equipo de producción los instruía acerca de las normas para el directo: «Que se vea que lo pasáis bien», «no pongáis caras de memas», «que se os vea enrolladas».

Durante la primera mitad del espectáculo, los fans de Huggy Bear parecían inquietos.

Apenas podías moverte, aquello estaba lleno de críos —recuerda Gary Walker, cuyo sello Wiiija había lanzado los primeros discos de la banda—. Había un grupo de chicas que iban diciendo «¿Y nosotras qué hacemos? ¿Nos van a dar una oportunidad?».

Con un gemido de acople guitarrero, Huggy Bear se presentó ante el público a escala nacional. La canción, «Her Jazz», era una áspera sacudida que explotaba en un gozoso berrido, soltando descarados alardeos y acusaciones como una granada de fragmentación masiva: «Post-tension realisation / This is happening without your permission / The arrival of a new renegade girl-boy hyper-nation» [materialización tras la tensión, / esto se hace sin vuestro permiso, / la llegada de una hipernación indómita hermafrodita]. «La actuación resultó tan avasalladora que ése fue el auténtico manifiesto para mí —dice Walker—. ¿Cómo superarlo?»

Pero tras el concierto, se apagaron las luces y los monitores emitieron una entrevista grabada con dos lustrosas muñecas plastificadas llamadas las Barbi Twins. Parecía una afrenta calculada a todo aquello representado por Huggy Bear. En la oscuridad, varias chicas se desplazaron hasta colocarse frente a Christian, para estar listas cuando las luces se encendieran al final del numerito. «Entonces, Terry —le soltó la guitarrista Jo Johnson al presentador—, a ti te parece que todas las jodidas mujeres somos mierda, ¿no?» Las mujeres que estaban junto a ella empezaron a entonar un cántico: «¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda!». El público aplaudió.

La situación se tensó cuando aparecieron los vigilantes de seguridad, empezaron a echar a las chicas de mala manera y le atizaron a Johnson en la cara. Fuera, en el aparcamiento, la banda y sus amigas se pusieron a debatir, excitadas, sobre lo sucedido. Según Chris Rowley, de Huggy Bear:

Aquello no estaba planeado. Fue uno de esos sucesos desventurados. En su momento, me sentí bastante eufórica: habíamos armado una bronca y por un buen motivo, la verdad, pero, claro, en los días sucesivos, la cosa se fue magnificando, como si pretendiéramos pervertir a la juventud del país con nuestra infecta política feminista.

Esta pequeña conmoción pasó a ser el evento que definió a Huggy Bear para el resto de su breve existencia. Una banda que había irrumpido en un tornado de ideas, teorías, debates y contradicciones se vio de pronto reducida a un hatajo de chicas gritándole a un presentador televisivo. «Chillan, escupen, gruñen, blasfeman», las denigraba Anne Barrowclough en el derechista Daily Mail: «Ésas son las riot grrrls, el último y más nefando fenómeno que haya aparecido en la escena musical británica».

Menos de dos años después, Huggy Bear se había desintegrado, del mismo modo que riot grrrl. Las riot grrrls americanas había experimentado su propio acoso mediático hacía unos pocos meses y jamás se recobraron del todo. El fenómeno prosperó sólo mientras su existencia se ceñía a una clandestinidad de fanzines, panfletos, bolos menores y reuniones íntimas, en la medida en que las implicadas mantenían el control de su propio mensaje. Para cuando pasaron a ser presa fácil de los periodistas, se desmoronó bajo el peso de sus propias contradicciones. Aunque Riot Grrrl fuera un movimiento imperfecto, merecedor de un examen atento, resultó alarmante la crueldad y la severidad de la reacción que suscitaron y lo que ésta significó para futuras bandas que aspiraran a significarse políticamente.

Habíamos empezado con mucha fuerza, invencibles —dice Rowley—, pero tres años es mucho tiempo para mantener ese nivel de «a mí qué me importa», porque el caso es que nos importaba. No nos importaba ser marginales, pero no queríamos que nos odiaran.

El aspecto más estrafalario de la… reacción ha sido su naturaleza puntillosa y resentida —argumentaba Steven Wells de NME—. [Huggy Bear] han visto cómo su ideología era mil veces repasada, examinada, mal interpretada, reformulada y pateada sin piedad. Fue como matar moscas a cañonazos. Bajo un escrutinio parecido, los Clash, Dylan o el puto Bob Marley habrían suspendido el examen.

***

En Estados Unidos, Riot Grrrl contaba con dos epicentros: la pequeña ciudad universitaria de Olympia, Washington, en la Costa Oeste, y Washington D. C. en el Este. Olympia era el hogar tanto del progresista Evergreen College como de una próspera escena musical de locales, en la que participaba gente de todas las edades. En 1982, Calvin Johnson, un carismático estudiante y DJ que adoraba a las bandas británicas predominantemente femeninas tan disparatadas como las Slits y Young Marble Giants, fundó K Records y, tres años más tarde, creó su propio grupo, Beat Happening. En lugar de acogerse al punk en su vertiente dura, veloz, agresiva, Johnson abrazó su credo de «móntatelo por tu cuenta», en el sentido en que cualquiera podía apuntarse, por más que su pericia técnica dejara mucho que desear, a la vez que reivindicaba aquel estilo para los raritos, las mujeres y otros a quienes no los sedujera lo de aullar a torso desnudo. Lo más fuerte que bebía era té, le gustaba vestirse con jerséis viejos, lucía un corte de pelo de oficinista y otros remilgados atavismos de los convencionales años cincuenta: la formalidad de tres generaciones atrás convertida en chic marginal. Johnson y sus acólitos, a los que Kurt Cobain llamaba «calvinistas», definieron enseguida la escena de Olympia, donde crearon un entorno favorable aunque algo exclusivista.168

Poco antes de fundar K, Johnson se había sentido inspirado por un viaje a Washington D. C., donde conoció a Ian MacKaye de Minor Threat. A medida que la década avanzaba, Dischord House, el cuartel general de MacKaye en Arlington, Virginia, pasó a ser un núcleo de activismo punk rock donde se abrazaban causas tales como el derecho al aborto, el control de armas y el movimiento antiapartheid, especialmente durante los eventos que conformaron la «revolución estival» de 1985. El ejemplo de Dischord inspiró a Embassy, hogar de un nuevo grupo radical llamado Nation of Ulysses, que adoptaron ideas de los panteras negras y de los situacionistas, a la vez que despachaban traviesos comunicados revolucionarios acerca de derribar el mundo adulto y bautizaron su álbum de debut 13-Point Plan to Destroy America (1991).

La visita de Johnson al D. C. fue el comienzo de un intercambio regular por todo el país de bolos e ideas entre ambas escenas. Hacia el final de la década, empezaron a surgir fanzines (conocidos como «zines») punk feministas, entre ellos Interrobang?!, de Sharon Cheslow en D. C., y Jigsaw, de Toby Vail en Olympia. Vail estaba tan encantada con la actuación de Nation of Ulysses en Olympia que decidió formar su nueva banda, una alternativa al «punk-rock… por y para chicos». Con Kathleen Hanna, una cantante que trabajaba en un hogar para mujeres maltratadas, formó Bikini Kill y sacó un EP con el ingenioso y reivindicativo título Revolution Girl Style Now! (1991).169

Dos chicas se sintieron particularmente inspiradas por Jigsaw. Allison Wolfe, criada en Olympia por una madre «setentera ultra-activista de la segunda oleada feminista», y Molly Neuman, la hija de un publicista del Partido Demócrata asentado en el D. C.; se convirtieron en vecinas y amigas íntimas en la Universidad de Oregón en Eugene en otoño de 1989. Wolfe y Neuman editaron su propio fanzine, Girl Germs, al tiempo que montaban interpretaciones «guerrilleras» a capela en las fiestas. «Ya habíamos bautizado nuestra banda como Bratmobile e íbamos por ahí diciéndole a la gente que teníamos un grupo, pero no era realmente así», dice Wolfe.

Wolfe conocía un poco a Hanna por haberla visto en Olympia. «Llevaba la cabeza rapada, así que destacaba mucho. Recuerdo que me asustaba porque siempre parecía estar mirando fijamente a todos.» Cuando Wolfe vio a Hanna con su banda anterior a Bikini, Viva Knieval, «estaba aullando a pleno pulmón: “Boy Poison! Boy Poison!”. Tenía la cara al rojo vivo y las venas del cuello parecían a punto de estallarle. La mayoría de los grupos eran más melódicos y endulzados y aquélla era la primera chica beligerante que había visto sobre un escenario. Y me intrigó». Así que cuando Calvin Johnson les pidió a ella y a Neuman que respaldaran a Bikini Kill en una actuación para el día de San Valentín de 1991, las dos chicas hicieron realidad su banda Bratmobile. «Cuando formamos la banda, no sabíamos tocar —dice Wolfe—. Así que para mí, expresar y vocear mi visión política era lo más importante de formar parte de un grupo.»

Wolfe y Neuman pasaron las vacaciones de primavera en la sede Embassy de Nation of Ulysses, en Washington, y aquello era «mucho más una ciudad de tíos» que la escena de Olympia dominada por las mujeres. Eran tiempos turbulentos en la ciudad. El 23 de mayo, el Tribunal Supremo ratificó en el caso de Rust contra Sullivan el carácter constitucional de la prohibición por parte de la administración Bush de que las clínicas costeadas por el estado brindaran asesoría relativa al aborto. La decisión avivó los temores de que el propio derecho al aborto, como quedaba garantizado por el caso Roe contra Wade, estuviera bajo amenaza. A principios de aquel mismo mes, en el área de Mount Pleasant de la ciudad, se vivieron tres días de disturbios después de que un hombre hispano recibiera una herida de bala por parte de una mujer policía: aquéllos eran los peores altercados que se vivían desde 1968.

Los dos incidentes, sin relación entre sí, intensificaron la sensación de emergencia y de confrontación inminente en la escena punk de la ciudad. La escritora de fanzine Jen Smith escribió una carta a su amiga Wolfe, que registraba una frase memorable: «Este verano vamos a tener un motín de chicas».

***

Por entonces, Wolfe y Neuman estaban pensando en lanzar un nuevo fanzine semanal y necesitaban un título con gancho. Mientras trabajaban en el despacho del padre de Neuman una noche, les dio por combinar la jerga de Jen Smith con la grafía juguetona de grrrl en el último número de Jigsaw (una deformación ingeniosa basada en términos feministas de los setenta tales como womyn [women, mujeres]) e imprimieron los primeros números de Riot Grrrl. En el tercero, Hanna planteó la idea de organizar unos encuentros exclusivamente femeninos para debatir cuestiones relevantes del mundillo. «Le costaba relajarse —dice Wolfe—. Necesitaba constantemente decir y hacer cosas. De modo que buena parte del tiempo funcionaba como catalizador.» En julio, tuvo lugar el primero de esos encuentros en la sede de los activistas punk Positive Force, donde mujeres como Wolfe, Neuman, Hanna, Vail y Cheslow debatieron toda una gama de cuestiones desde el abuso sexual al cariz machista de los bailes a empellones en los conciertos de rock.

La génesis de Riot Grrrl coincidió con la llegada de una nueva generación feminista. En octubre, una abogada llamada Anita Hill testificó ante el Senado que el candidato al Tribunal Supremo Clarence Thomas había proferido comentarios sexuales explícitos sobre ella a lo largo de los años ochenta. La nominación de Thomas se consumó por los pelos, pero el debate acerca de la veracidad de las alegaciones de Hill se estuvo recalentando durante meses. Fue en respuesta a la vista por el caso Thomas que la escritora Rebecca Walker acuñó la expresión «tercera oleada de feminismo», aludiendo a una nueva generación de pensadoras centradas en los derechos de procreación, en el lenguaje y en la política identitaria.

En tanto que la segunda oleada del feminismo enfatizaba las cuestiones económicas como la igualdad en el ámbito del trabajo y el cuidado de los niños, Riot Grrrl se mostraba más interesada en la expresión personal. «La teoría no siempre parecía tener un lugar en nuestra vida fuera del aula —dice Wolfe—. Nuestro objetivo era intentar que el feminismo resultara más punk y que el punk deviniera más feminista.» Riot Grrrls incluso reivindicó el empleo de términos peyorativos tales como bitch [zorra] y slut [putilla], así como de imaginería supuesta ajena al feminismo. «Podemos ser monas y cursis y lo que nos apetezca, pero debemos contar con derechos y se nos debería tomar en serio», argüía Wolfe. Aunque siguieran preocupadas por cuestiones políticas elementales como el derecho al aborto y el acoso sexual, Riot Grrrls aspiraban a la apertura de nuevos espacios culturales para mujeres jóvenes. Una versión del siempre mutante manifiesto Riot Grrrl apuntaba: «Buscamos hacer la revolución en nuestras vidas cada día, al concebir y habilitar alternativas para la modalidad capitalista cristiana y mamarracha de hacer las cosas».

El jubiloso ápice de la propia revolución estival de las Riot Girrrls se produjo en agosto de 1991, en la Convención de Pop Undeground Internacional de K Records en Olympia. Bikini Kill, Bratmobile y sus cómplices Heavens to Betsy tocaron la primera noche en un cartel estrictamente femenino.

Creo que todas nos sentíamos unidas en eso y muy politizadas —dice Wolfe—. Parecía un momento crucial. El festival fue cubierto por Rolling Stone y —suspira ante recuerdos menos gozosos— todo aquello se anunciaba ya como el comienzo de la ofensiva crítica.

Incluso antes de captar la atención de los medios, los intentos de Riot Grrrl de mostrarse lo suficientemente flexibles como para acomodar ideas distintas pasaban por serios aprietos. El movimiento desprendía cierta cualidad utópica.

No tenemos dirección ni una visión o expectativa concretas —escribió Molly Neuman en Riot Grrrl—. Nosotras, las riot grrrls, no nos alineamos con ninguna postura ni consenso, porque lo más probable es que no estemos de acuerdo. Algo concreto en lo que sí coincidimos hasta ahora es que resulta guay y divertido tener un lugar donde poder expresarnos sin vernos censuradas.

Con todo, esta actitud abierta despertaba sus propios problemas.

Quizá empezaban a aflorar ciertas tensiones —admite Wolfe—. Algunas nos sentíamos más politizadas que otras y algunas personas parece que sólo querían dárselas de enrolladas. Empezó a haber disensiones. A veces las cosas se ponían un poco raras.

***

Gary Walker supo por vez primera de Riot Grrrl mientras trabajaba en la tienda de discos londinense de Rough Trade, núcleo de la escena musical independiente británica. Allí se fijó en dos parejas —Jo Johnson y Jon Slade, Niki Elliot y Chris Rowley— que acudían regularmente para preguntar sobre los discos de Bikini Kill y Bratmobile. Johnson y Slade compartían piso en Brighton con su amigo de toda la vida Everett True, un influyente redactor de Melody Maker que solía llegar cargado de discos y fanzines de sus viajes a Olympia. Del mismo modo en que las riot grrrls de Olympia contaban con K Records y Beat Happening, sus homólogas británicas contaban con la llamada escena C86,170 igual de leída, tosca y en ocasiones afectada. Respecto de bandas como Tallulah Gosh, Heavenly y los Pastels, Gary Walker afirma: «Eran realmente influyentes por su actitud DIY [Do It Yourself: hazlo tú mismo], por crear una música que no sonaba machota, así como por contar con chicas en los grupos en pie de igualdad».

Paradójicamente, Huggy Bear comenzó como un dúo masculino con Slade y Rowley, aunque Elliot, Johnson y la batería Karen Hill se sumaron al grupo en 1991, el mismo año en que supieron de Riot Grrrl y en que se decantaron por un sonido más áspero y politizado. Un día, a principios de 1992, aparecieron por Rough Trade para entregarle a Walker una maqueta sin pulir, envuelta en una carátula hecha por ellos mismos. Walker dirigía su propio sello, bautizado con el código postal de la tienda, Wiiija, y lanzó una compilación de las dos primeras cintas de Huggy Bear bajo el título We Bitched [zorreamos]. En septiembre, le siguió el sencillo «Rubbing the Impossible to Burst», con una carátula desplegable donde se exponían las ideas del grupo. «Me acuerdo que el empleado de la imprenta se reía a carcajadas: “¿De qué coño va todo esto?” —se ríe el propio Walker—. Lo que a uno le parece perfectamente natural, se le hace rarísimo a la mayoría.»

El misterio, el idilio, cierta afectación eran aquello que caracterizaba a Huggy Bear —dice Rowley—. Éramos todos algo refusenik, disidentes. No queríamos ir a lo fácil. Queríamos ser una banda de la que fuera un orgullo formar parte. Éramos muy conscientes de que había que apremiar a la gente.

Rowley se había sentido inspirado por bandas como Pop Group o Nation of Ulysses: «Cosas que parecen algo cargadas y que te llevan a darle vueltas y preguntarte: “¿qué demonios es eso?” o “¿de qué están hablando?”». Tenía una idea muy definida de la música contra la que se posicionaban: «hombruna, desangelada, apolítica, lindando con la misoginia. Éramos algo altaneros y presumidos pero no queríamos limitarnos al menor esfuerzo, a emborracharnos y a la mera diversión. Eso habría sido horrible». También cultivaban una imagen sexual ambigua: su primera foto de prensa mostraba a Rowley besando a Slade y a Johnson besando a Elliot.

Huggy Bear se dispuso a sustentar a los fans que sentían que los mecanismos de protesta estaban desacreditados y anticuados. «Esta generación parece haber sido convencida de que ya no puede hacer nada por sí misma, que ya está todo hecho», le comentó Jo Johnson a Steven Wells de NME. Concibieron su propia versión británica de Riot Grrrl, llamada Huggy Nation, desde la que promovieron una red informal de fanzines, bandas y sellos. «Ser los instigadores no entraña necesariamente una jerarquía —enfatizaba Chris Rowley—. Se trata de gente que se dedica a hacer cosas y se relaciona entre sí y nos permite saber de sus cosas.» De hecho, la reportera de fanzine de Leeds Karren Ablaze! fue igualmente importante para apuntalar la identidad británica de Riot Grrrl, por medio de su boletín Girlspeak. Al igual que Tobi Vail, había sentido la inspiración del enfoque provocativo de Nation of Ulysses, aunque sin su dejo de activismo chic algo inexpresivo. «Ellos combaten el mundo adulto y nosotros combatimos el mundo macho», escribió Ablaze!

Por su amistad con Everett True y Sally Margaret Joy, Huggy Bear confiaba en obtener el respaldo de la prensa. Su primera aparición en Melody Maker, en octubre de 1992, no fue tanto una entrevista como una profusa exhibición de ideas. «Después de hablar con Huggy Bear hay que descansar —escribió Joy—. Es como si uno acabara de capear una tormenta.» Disertaron sobre el gozo de no ser auténticos músicos, el poder de los fanzines y las cintas caseras, la idiotez de las grandes discográficas y, proféticamente, los riesgos de tratar con los medios. «Los medios siempre tratan de pescar algo en la escena alternativa y domeñarlo —dijo Elliot—. No dejaremos que eso pase.»

Debió de recordar turbulencias recientes en la escena norteamericana. En julio, Emily White de LA Weekly escribió el primer artículo sobre Riot Grrrl en la prensa convencional, provocando una reacción en cadena de la que participaron el New York Times, el Washington Post, Newsweek y hasta Playboy. En los meses que habían pasado desde que Nirvana, los viejos amigos de Bikini Kill, habían registrado un éxito mayoritario tan multitudinario como sorprendente, el punk rock había pasado a primera página y Riot Grrrl contaba con un renovado atractivo. Lamentablemente, la cobertura solía ser simplista y, en ocasiones, paternalista e incluso hostil. «Ojo, chicos —trinaba Elizabeth Snead de USA Today—. La joven revolución feminista irrumpe desde cientos de dormitorios antaño coquetos y primorosos. Y no es ninguna monada, ni lo pretende. ¡Ahí está!» Las riot grrrls fueron tachadas de triviales («feminismo con un emoticono sonriente como punto en las íes»), fastidiosas («serias, sombrías y ensimismadas») y mimadas («sus vidas más bien privilegiadas les han concedido el tiempo y la libertad para expresar su rabia»). Entre tanto, las confesiones de Kathleen Hanna sobre los abusos que había padecido siendo niña y de su período como stripper no tardaron en ser moldeadas como una calenturienta caricatura. «Sí, creo que la gente me quiere ver las tetas, ver cómo hago el ridículo, cómo la cagamos», se quejaba Hanna. Predijo, además, que pronto alguien fabricaría una «Riot Barbie»: «Llevará una guitarra maltrecha, unas pinturas de grafitera y una sarta de eslóganes revolucionarios del tipo “Coca-Cola Riot, siente el sabor de vivir”».

Fue una conmoción absoluta —dice Wolfe—. A pesar de que [Riot Grrrl] era lo mejor del mundo para nosotras, se trataba de un mundo nuestro y ver cómo te lo arrebatan de las manos… —su voz parece apagarse—. Mucho de lo que era importante acerca de Riot Grrrl consistía en la idea de controlar los medios de producción: contar con nuestra propia prensa y mantener el control sobre nuestras imágenes y palabras. De modo que fue una conmoción ver a otra gente que nos exponía en un espejo distorsionado. No lo entendíamos en absoluto. La desinformación era enorme.

Lo que acabó de hurgar en la herida fue el hecho de que la información más ensañada provenía de mujeres, tanto escritoras como músicas. Courtney Love, de Hole, a pesar de su condición de fan primeriza de Bikini Kill, exudaba desdén: «En su mayoría son strippers, no tienen barriga y llevan todas vaqueros ceñidos por debajo de la cintura. Escriben sus propios fanzines, que son un poco como manifiestos de SCUM para crías… No es algo para mujeres, más bien de niñas».171 «Me dio la sensación de que los medios acabaron enfrentando a las chicas unas contra otras… “que tal y cual odian a Riot Grrrl” —cuenta Wolfe—. ¿Por qué no procuramos convivir todas?»

Hanna, ya harta de la prensa, respondió imponiendo un veto a los medios en Riot Grrrl. Si no podían confiar en las publicaciones convencionales, el mensaje tendría que filtrarse como se había hecho con anterioridad, por medio de los fanzines y los discos. Con todo, esta mentalidad de asedio reveló nuevas aristas tanto en la comunidad como dentro de las bandas… Al fin y al cabo, Riot Grrrl no estaba destinada a contar con reglas ni con líderes. «Yo accedí porque me indignaba el modo en que nuestras palabras e ideas eran distorsionadas, pero mis compañeras estaban claramente en desacuerdo —dice Wolfe—. Su planteamiento era: lo que es mejor para Riot Grrrl no es necesariamente lo mejor para nuestra banda. Y muchas rencillas tienen que ver con eso. Me da la impresión de que muchos grupos tenían que lidiar con esas mismas cuestiones.»172

Riot Grrrls contemplaban el movimiento como un debate en curso que, con el tiempo, resolvería o al menos conciliaría sus discrepancias y exploraría con mayor ahínco aspectos tan poco considerados como la raza y la clase; sin embargo, nunca llegaron a disponer de ese tiempo. Sólo un año después de las embriagadoras posibilidades de la revolución estival, el movimiento había quedado congelado bajo la mirada mediática: un esbozo inicial diseccionado tan despiadadamente como si fuera un artículo acabado. Éste era el destino que, en octubre de 1992, Huggy Bear confiaba en poder evitar.

***

Por más que Riot Grrrl fuera el primer movimiento feminista rock de pleno derecho, las bandas, al igual que generaciones anteriores de mujeres músicas, solían expresarse con mayor elocuencia en sus acciones que en sus canciones. Las letras solían ser más personales que polémicas y algunas de las mejores canciones protesta abiertamente feministas del período provenían de fuera de la escena propiamente dicha. Los Sonic Youth neoyorquinos, una década mayores que las bandas de Riot Grrrl, prácticamente habían predicho el movimiento en el tema «Kool Thing» (1990), en el que Kim Gordon (la chica de la banda) preguntaba irónicamente «¿nos vais a liberar [a las chicas] de la opresión corporativa, blanca y masculina?», a la vez que el artista invitado Chuck D se parafraseaba a sí mismo debatiendo «el miedo a un planeta femenino». En 1992, arremetieron contra el acoso sexual en «Youth Against Fascism» («I believe Anita Hill / Judge can rot in hell» [creo a Anita Hill, / que el juez se pudra en el infierno]) y en «Swimsuit Issue». Aquel mismo año, L7 de Seattle, promotores de los conciertos Rock for Choice favorables al derecho al aborto, grabaron un ataque melodioso y vivaz contra la apatía política, «Pretend We’re Dead». 1993, no obstante, otorgó al movimiento Riot Grrrl dos himnos radicales que podía ya considerar propios: el jadeante y celebratorio «Rebel Girl» («cuando habla ella, oigo la revolución») de Bikini Kill y «Her Jazz» de Huggy Bear.

«Her Jazz» había sido un artículo antes de convertirse en canción. En un número de 1992 de Huggy Nation, Huggy Bear hablaban sobre la «Supremacía chica-jazz, un estado de ánimo y modo de vida que se transforma y redefine a sí mismo cada día». La prosa del grupo, igual que su identidad, se veía en flujo constante: declamatoria aunque opaca, más enérgica que explicativa. Su afán de conocimiento era voraz y su inspiración abrevaba en Patti Smith, Juana de Arco, los Last Poets, Virginia Woolf, Debbie Harry y Hélène Cixous. «“Her Jazz” es fiera e inflexible y no va a encajar en el rompecabezas convencional del mundo», aseguraban. Su tercer sencillo removía tales ambigüedades para convertirse en los tres minutos más vivificantes de su carrera.

«Queríamos una revolución con la que se pudiera bailar. Era como una llamada a las armas», dice Rowley, que recuerda influencias tan dispares como el grupo de revival rockabilly Thee Headcoatees, el ocioso himno de Sonic Youth «Teen Age Riot» (1988), así como «Mama Said Knock You Out» de LL Cool J. La letra original de Rowley hablaba de superar a un mentor carismático pero manipulador gracias a un destello de inspiración («struck by lightning» [alcanzado por un rayo]) y Johnson arremetió en el último verso contra quienes dudaban de la banda («this is happening without your permission» [esto pasa sin vuestro consentimiento]) transformándolo en una enérgica declaración de intenciones que acabó sorprendiendo a sus propios creadores.

Se convirtió en la única canción de la que hablaba la gente —dice Rowley suspirando—. Teníamos la sensación de que la gente quedaría encantada con el disco, aunque no hasta el extremo en que lo hizo. No se nos daban muy bien los cumplidos. Nos gustaba ser una experiencia algo agria, que sólo fuera apreciada con el tiempo.

La volátil polémica relativa a Huggy Bear era sólo una más en un período inusualmente politizado de la escena musical británica. La recesión creciente, la reelección sorpresiva del gobierno conservador de John Major y el ascenso perturbador del ultraderechista British National Party (sucesor del Frente Nacional) contribuyeron a un ambiente de disensión apremiante. John Harris de NME propuso un repertorio de temas para una cinta a la que bautizó «1993: El año en que la música volvió a enfurecerse». Entre los artistas se contaban los grupos indie angloasiáticos Cornershop y Voodoo Queens; los dance-punks antifascistas Blaggers ITA y Senser; los raperos radicales islámicos Fun-Da-Mental; MC Credit to the Nation de Londres; el grupo de rap-rock de Los Ángeles Rage Against the Machine, y los lúcidos roqueros galeses Maniac Street Preachers.173

Nada de esto equivalía a un movimiento unificado como tal, pero insertaba firmemente la política en las páginas de la prensa musical, a través de reporteros tan leídos y penetrantes como Steven Wells y John Harris en NME, Simon Price y Simon Reynolds en Melody Maker. A veces, su prosa analítica y combativa resultaba más gratificante que las intervenciones de sus entrevistados. Cuando el antiguo líder de los Smiths, Morrissey, cuyas letras y comentarios recientes sobre raza e identidad británica resultaban de una ambigüedad inquietante, se envolvió en una bandera nacional en un bolo en mayo de 1992, NME le regañó a lo largo de cinco páginas debidamente argumentadas. Sin embargo, no todos los lectores estaban entusiasmados con el creciente interés de los semanarios musicales por cuestiones de raza, género y clase. Uno que se hacía llamar «Sid el mánager» escribió con sarcasmo: «Mánager busca cuatro riot grrrls asiáticas progays para formar un grupo. Cobertura de Melody Maker garantizada al detalle. No se requiere experiencia».

Por mucho que los semanarios musicales se consideraran a sí mismos como las voces de la contracultura izquierdosa, para las riot grrrls constituían pilares del sistema: «NME y su “rival”, Melody Maker, son propiedad de la misma empresa: IPC —bramaba la publicación Terrorzine—. Odian a las mujeres, a las chicas, a los no blancos. ¡¡Desnudamos a sus reporteros y directores!!». Su actitud ante la prensa quedaba resumida en el tema de Bikini Kill «Don’t Need You»: «Don’t need you to say we’re good / Don’t need you to tell us we suck» [no necesitamos que digáis que valemos, / ni hace falta que digáis «dan asco»].

Las riot grrrls contemplaban la implicación con los medios convencionales como un fiasco seguro: si los semanarios no publicaban las entrevistas sin editar y lo hacían con poco juicio, pasaban a ser el enemigo, pero lo que no se podía hacer era evitar que siguieran escribiendo sobre ellas, de modo que el debate prosiguió sin ellas. No había mujer dedicada a la música a la que no se le preguntara acerca de Riot Grrrl y algunas parecían atacarlas únicamente porque ya estaban hartas de esa cuestión: «No son más que chorradas —dijo Lesley Rankine de Silverfish—. Me pone enferma seguir hablando del tema».

Creo que todo el mundo afrontaba el tema sobre la marcha —dice Gary Walker—. Por una parte, era fantástico que una adolescente lectora del Daily Mail pudiera sentirse inspirada por aquello, pero también suscitó mucha paranoia y cierto deseo de retirarse a un espacio donde se sintieran cómodas.

Chris Rowley recuerda:

Visto que escuchaban música inteligente, supusimos que todos sus oyentes debían de serlo, pero la cosa no funcionaba así. Acabas lidiando con tácticas de difamación política, las cuales influyen en todos los que inicialmente suponías inteligentes.

En el clímax de la atención mediática, Huggy Bear lanzó un álbum a medias con Bikini Kill, Yeah Yeah Yeah Yeah / Our Troubled Youth, y las dos bandas salieron juntas de gira por todo el país. Los periodistas no eran bienvenidos. Antes del concierto en Manchester, Niki Elliot de Huggy Bear le dijo a Gina Morris de NME «que te jodan», y una tentativa ulterior para una conversación extraoficial terminó con el grupo largándose de allí. «Han alimentado a un monstruo político y ha engordado demasiado como para que puedan manejarlo —concluyó Morris—. Están asustadas.» En un célebre concierto en el TJ’s de Newport, Gales, la banda fue saboteada por agitadores masculinos, muchos de los cuales sólo habían acudido para cebarse con la última sensación mediática. «Huggy Bear, que tenían menos tablas, no dudaban en enfrentarse con el público, y ahí es donde la política se separaba del arte —dice Walker—. Kathleen [Hanna] era deslenguada e ingeniosa: podía pegar un chasco a quien fuera y pasar a la siguiente canción.»

Nos veían arrogantes, del Sur, colegas mimadas de la prensa musical, que se merecían una buena paliza —dice Rowley—. Nos arrojaban ladrillos, alguna gente del público nos gritaba cosas feas, destrozaron piezas del equipo. Siempre sucedía algo desagradable, pero también tuvimos conciertos maravillosos.

Tras una gira estival mal organizada con Bratmobile, Huggy Bear viajó a Estados Unidos, donde podían tocar ante almas gemelas lejos del escrutinio mediático. De vuelta en Gran Bretaña, la atmósfera parecía cada vez más hostil. Alex James de Blur solía repetir un chiste que circulaba por la escena indie: «¿Cuántas riot grrrls hacen falta para cambiar una bombilla? Ninguna, porque nunca van a cambiar nada». Sarra Manning de Melody Maker destripó al movimiento entero, atacando la música «rígida y repetitiva» así como sus «miserables fanzines».

La decisión de Huggy Bear de separarse tras su álbum de influjo hardcore Weaponry Listens to Love (1994) formaba parte, según Rowley, del plan, tal como había hecho Crass.

Huggy Bear se concibió como un proyecto de tres años. Tenía que acabar. Porque todos los grupos que nos gustaban habían durado tres años a lo sumo. Hubo días del último año en que quisimos dejarlo y hubo otros antes de que lo dejáramos en que nos sentíamos con ganas de proseguir, pero lo mantuvimos como un proyecto de arte. Teníamos tres años para realizarlo y, si no cumplíamos, sería achacable a la pereza.

Algunas abandonaron completamente la música para dedicarse a la educación infantil y al trabajo social. Otras bandas británicas de la onda Riot Grrrl —Mambo Taxi, Pussycat Trash, las Voodoo Queens— fueron cayendo una tras otra. Bratmobile tampoco sobrevivió. Se las contrató para tocar en una prestigiosa fiesta promovida por la revista Sassy en Nueva York, su primer bolo en seis meses.

Prácticamente no nos habíamos hablado —dice Allison Wolfe—. Me daba la sensación de que Riot Grrrl se estaba devorando a sí misma. Había muchas chicas nuevas que se estaban implicando y no sé cuál era su problema, pero se esforzaban al máximo en destrozar a otra gente para sentirse mejor: una especie de concurso para ver quién era la más oprimida. Yo me lo tomé como algo muy personal. Veía que aquel vínculo endeble estaba destinado a quebrarse bajo la presión y eso es exactamente lo que sucedió.

Ante faros como Sonic Youth y Joan Jett, Bratmobile «simplemente implosionó en el escenario», se ríe. «Thurston Moore [de Sonic Youth] afirmó que había sido una de las mejores performances a las que había asistido.»

Como idea, sin embargo, Riot Grrrl sobrevivió a la reacción. Continuaron editándose muchos fanzines, que hallaron una nueva plataforma en la red. Las ideas de Riot Grrrl florecieron en los discos de Sleater-Kinney (que contaba con Corin Tucker de Heavens to Betsy) y Le Tigre (donde tocaba Kathleen Hanna), cuyo «Hot Topic» (1999) pasaba lista alegremente a toda una serie de iconos feministas. Una generación de jóvenes aficionadas a la música fue iniciada en el feminismo, se animó a aprender más y hallar nuevos medios de expresión creativa. Con todo, el optimismo inicial y la camaradería que se vivía en aquella escena a ambas orillas del Atlántico fue barrida a finales de 1994 y, con ello, el último movimiento musical significativo que integraba un programa político.

Nunca se asentó sobre cimientos firmes —reflexiona Wolfe—. Ahora puedo apreciar muchas de sus carencias y por qué no podía sobrevivir. Ojalá que hubiera durado algo más o no hubiera acabado tan mal, porque después se originó una dura ofensiva y sentí que los chicos, sobre todo, lo celebraban. Parecía haber tanto en juego que después de aquello mucha gente se escondió tras una roca.

Con la desaparición de Riot Grrrl y el advenimiento de un nuevo movimiento, el britpop, la prensa musical dejó de mostrarse tan curiosa políticamente y lo hizo a pasos agigantados. Por razones diversas, 1994 pareció representar el canto del cisne de la canción protesta.