29 «Que se jodan ellos y su ley»

The Prodigy y Pop Will Eat Itself «Their Law», 1994

La falsa revuelta de la cultura rave

Manifestantes contra la Ley de Justicia Penal apiñados en una fuente de Trafalgar Square, julio de 1994.

Hacia finales de 1995, un grupo de activistas que protestaban por la ampliación de la autovía M11 por el este de Londres entraron en contacto con Prodigy, la banda de rave de Essex, pidiendo permiso para utilizar su tema «Their Law» en un documental financiado por Greenpeace. Tenían buenas razones para esperar una respuesta positiva. «Their Law» era una reacción cabreada y exaltada contra la controvertida Ley de Justicia Penal del gobierno, una causa que en 1994 había unido a ravers, viajeros de la New Age y ecoactivistas. El álbum que la incluía, Music for the Jilted Generation, se convirtió en una poderosa banda sonora para los activistas contrarios a la M11.

Sin embargo, dichos activistas sufrieron una agria decepción.

La música y la política no combinan bien —afirmó Liam Howlett de Prodigy a Mixmag—. Querríamos dejar claro que no somos una banda política… Somos contrarios a la Ley de Justicia Penal, pero no nos sentimos preparados para involucrarnos en esa mierda.

Neil Goodwin, director del documental, contestó: «Nosotros no creemos en quien se esconde detrás de la vacua retórica».

El incidente revelaba hasta qué punto era endeble la posición radical de la música de baile. Animada por la prensa musical, la campaña contra la ley se presentaba a sí misma como una batalla contra las fuerzas de la opresión y, a la vista de que uno de los objetivos de la ley consistía en eliminar las fiestas abiertas, se presumió que los fiesteros iban a compartir ese ánimo de rebelión contracultural. Con todo, la explosión de cultura dance que detonó en Gran Bretaña a finales de los ochenta era en esencia hedonista y fracasó cualquier intento de darle alguna significación política de calado. En septiembre de 1995, Jarvis Cocker, de la banda indie de Sheffield Pulp, resumía sus días de fiesta rave en el sencillo «Sorted for E’s & Wizz», en la que un joven fiestero que participa en una rave colosal «en un prado cerca de Hampshire» se pregunta, dubitativo, «Todo esto tiene que tener algún sentido».

No debería [tener ningún sentido] porque ahí reside su simplicidad —sostiene Howlett—. Creo que los grupos New Age lo complicaron innecesariamente. Ante todo se trata de tener libertad para bailar —se ríe, como disculpándose—. Y eso suena como la mierda, ¿no te parece?

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Antes de cruzar el Atlántico y recalar en Gran Bretaña, la música dance había arraigado en sectores degradados de las ciudades estadounidenses, así como en la sensibilidad marginal de las generaciones anteriores. La música house fue la evolución del fenómeno disco cuando éste pasó a la clandestinidad, se armó con una caja de ritmos y afloró de nuevo en los clubs gays negros de Chicago, de modo que algunos de los primeros discos de house heredaron la pulsión hedonista de la música disco: en su jadeante sencillo de inspiración Prince «Baby Wants to Ride» (1986), Jamie Principle proponía el sexo como alternativa a «vivir en un sueño fascista». Otros se sumieron en la tradición del optimismo góspel: la sublime «Promised Land» (1987) de Joe Smooth Inc., en la que citaba a Martin Luther King, aseguraba a los bailones «One day we will be free / From Fighting, violence, people crying in the streets» [un día nos libraremos / de luchas, violencia y gente llorando en las calles]. Sterling Void, hijo de sacerdote, comparaba la música con Dios como medio de salvación en «It’s All Right» (1987), que presentaba la que era quizá la intro más extraña de los himnos house: «Dictation being enforced in Afghanistan» [se aplica el dictado en Afganistán].174

En Detroit, los arquitectos del tecno —Juan Atkins, Derrick May y Kevin Saunderson— explotaban diversas tradiciones. A pesar de ser un trío con afinidades europeas salido del acaudalado barrio residencial de Belleville, su actitud ambivalente hacia la tecnología, como un medio tanto de liberación como de control, conectaba con las áreas urbanas degradadas y abandonadas, donde las máquinas habían sustituido en gran medida a los hombres en las líneas de montaje de las fábricas de automóviles. «Probablemente estoy más interesado en los robots de la Ford que en la música de Berry Gordy», dijo Juan Atkins, cuyo «Night Drive (Thru Babylon)» (1985) era un desolado diario de viaje electro. El enigmático sello Underground Resistance, fundado en 1990, combinaba la dureza estilo guerrilla de los panteras negras con fantasías «afronautas» de ciencia ficción inspiradas en visionarios negros como George Clinton o Sun-Ra: ¿hay que tomar partido o evadirse a un mundo mejor? El contraste evidente entre los títulos de sus últimos lanzamientos —«The Final Frontier» y Galaxy 2 Galaxy por una parte, «Attend the Riot» y «Mind of a Panther» por la otra— no hizo sino mantener abierta la cuestión.

Esta ciudad está completamente devastada —afirmó Derrick May a The Face—. Las fábricas cierran, la gente se va y los chavales se matan entre sí por diversión. El orden de las cosas se ha hecho añicos. Si nuestra música es la banda sonora de todo eso, espero que la gente comprenda el tipo de desintegración con el que estamos lidiando.

Con todo, estas corrientes subterráneas sociopolíticas sólo estaban presentes en un puñado de discos. Lo que más importaba era la revolución sonora y, en cuanto la música emigró a Europa, sus lazos con la cultura negra y gay, sin deshacerse del todo, fueron fácilmente ignorados. Los pinchadiscos que llevaron el tecno y el house a Gran Bretaña lo hicieron pasando por el soleado paraíso ibicenco y, sobre todo, bajo los efectos del éxtasis. Introducida en los clubs de Londres a mediados de los ochenta, la droga provocaba una sensación de eufórica hermandad que casaba perfectamente con los ritmos hipnóticos salidos de Chicago y Detroit. Los pinchadiscos que visitaron Ibiza en 1987 regresaron a Londres con ánimos evangelizadores.

El éxtasis es una sustancia básicamente utópica, en el sentido de que permite que uno se sienta capaz de reformular la realidad, en lugar de evadirla sin más. Dicha reformulación depende en buena medida de los valores, ideas y puntos de referencia propios de cada cual. Para muchos de los promotores y pinchadiscos de esta nueva escena —hijos de la periferia proletaria ávidos de experiencias menos tediosas—, las nuevas posibilidades eran tanto empresariales como hedonistas. Algunos, no obstante, por afán de pedigrí cultural, revivieron recuerdos algo confusos y prestados de los años sesenta. Naturalmente, la piedra de toque era el Verano del Amor de 1967 más que el fervor revolucionario de 1968; un 1967, por lo demás, limpio de molestas turbulencias como Vietnam o la lucha por los derechos civiles. El llamado Segundo Verano del Amor (de hecho, los veranos mellizos de 1988 y 1989) asumió el optimismo drogata y la buena onda de los jipis y relegó la política al cajón. Aunque las rigurosas políticas de acceso a los locales contradecían ese espíritu de amor universal, persistía el asombro de ver a todo tipo de personas, incluidas hooligans y matones racistas reformados, abrazándose bajo los focos. El DJ Paul Oakenfold concluyó una sesión en su influyente club de house Future con toda la concurrencia coreando simbólicamente «All You Need Is Love» de los Beatles.175

Imaginemos, pues, cuán milagrosos debían de parecer los acontecimientos sobre la escena global para los participantes del Segundo Verano del Amor. La glasnost estaba transformando la Unión Soviética. El bloque del Este se desmoronaba. El Muro de Berlín se derrumbó, si no físicamente, al menos simbólicamente, en noviembre de 1989. Nelson Mandela fue liberado en febrero de 1990, al tiempo que F. W. de Klerk se disponía a acabar con el apartheid. En Gran Bretaña, la oposición en ocasiones violenta al impuesto de capitación ayudó a echar a Margaret Thatcher del poder en noviembre de 1990. De hecho, a veces los sucesos se adelantaban a las canciones. Entre el primer lanzamiento en 1988 de la versión de los Pet Shop Boys de «It’s All Right» (Sterling Void) y su aparición como sencillo en 1989, el ejército soviético puso fin a su década de ocupación de Afganistán, invalidando así el primer verso de la canción. Aquellos levantamientos, en su mayoría incruentos, parecían reflejar y magnificar mentalmente la promesa de la revolución de la música dance, suscitando un breve período de grandes esperanzas justo a tiempo para entrar en la nueva década. «I saw the decade in, when it seemed / The world could change at the blink of an eye» [vi venir la década, cuando parecía / que el mundo cambiaría en un abrir y cerrar de ojos], se maravillaba Mike Edwards de Jesus Jones en «Right Here, Right Now» (1990), tan sumido en el momento histórico que se sintió impelido al parricidio artístico: «Bob Dylan didn’t have this to sing about» [Bob Dylan no tuvo esto para cantarlo].

Durante un par de años, las listas británicas se vieron dominadas por la utopía de las pistas de baile: «If Only I Could» de Sydney Youngblood; «It’s Alright Now» de Beloved, la versión góspel de «Peace» por parte de Sabrina Johnston, «Move Any Mountain Progen 91» de Shamen y la bienintencionada pero espantosa «All Together Now» de Farm. Hasta el himno oficial de la selección británica para el Mundial de 1990, «World in Motion» de New Order, era tan alusiva al amor como a las proezas futboleras.

Todo ello coincidió con la positividad de influjo sesentero presente en el hip-hop «D. A. I. S. Y. Age» de De la Soul y con las referencias a Sly and the Family Stone de Family Stand. El crítico Simon Reynolds escribe:

El egotismo antisocial de los años ochenta […] se vio eclipsado por un desplazamiento del «yo» por el «nosotros», del materialismo al idealismo, de la pose al cliché.176 En New Statesman and Society, Stuart Cosgrove dudaba que todo aquello tuviera algún valor, sosteniendo que los «placeres [de la música dance] no proceden de la resistencia sino de la rendición.

Con todo, aunque la mayoría de entusiastas del dance estaban comprometidos con el presente o con un 1967 de color de rosa, algunos practicaban un diálogo algo más complejo con la historia. Los Stone Roses, una banda de rock muy afín a la escena dance, incluían referencias al Mayo del 68 parisino en la carátula de Bye Bye Badman (1989) y en la letra de la canción homónima: «I’m throwing stones at you, man / I want you black and blue» [yo te arrojo piedras / porque te quiero amoratado]. El trío multirracial de dance-pop Soho se las arregló para colar su furioso sentimiento antipolicial en el Top 10 con «Hippy Chick» (1990), arremetiendo también contra los tópicos del Flower Power: «Got no flowers for your gun, no hippy chick» [no hay flores para tu arma, ni tampoco un pibón jipi].

Bobby Gillespie, líder de la banda escocesa Primal Scream, aterrizó en la música dance como hijo de un sindicalista de Glasgow férreamente izquierdista y solía sazonar sus entrevistas despotricando sobre los «males» del thatcherismo y la falsedad de la cháchara New Age. En 1991, al descubrir que la Guerra del Golfo había empañado el optimismo generado por el fin de la Guerra Fría y el apartheid, declaró a The Face: «No tengo grandes esperanzas para los jóvenes de aquí. Parecen ser más de derechas que sus padres, quizá porque crecieron bajo el hierro Thatcher». Primal Scream no era más que otro grupo de rock hasta que, bajo el hechizo de la música dance, se reformularon como un colectivo amorfo, en el que se incluía el productor de dance Andrew Weatherall. Aunque su primer sencillo dance, «Loaded» (1990), remezclado por Weatherall, abrazaba el hedonismo como disensión con la introducción de la película de Peter Fonda Los ángeles del infierno —«Queremos ser libres para hacer lo que vamos a hacer y queremos ponernos ciegos»—, el siguiente, «Come Together», tomaba prestado el título de los Beatles, su espíritu del góspel, el remix de Jesse Jackson durante su intervención en Wattstax y su actitud pasota, según Gillespie, de los Rolling Stones.

Concibo la canción como una «Street Fighting Man» moderna —le dijo a Simon Reynolds—. Sin duda, no se trata de una declaración de ñoño optimismo New Age. Más bien, veo [la edificante retórica de Jackson] como algo trágico, algo así como «Con que el mundo pudiera unirse como un solo hombre…», pero sé que no va a suceder jamás.

En otra entrevista, Gillespie atribuía significación política a la reciente ofensiva gubernamental contra concentraciones de baile no autorizadas.

El gobierno odiaba la mera idea de grupos numerosos de chicos, jóvenes negros, blancos, lo que sea, reuniéndose en un prado y pasándolo bien, bailando. Todo eso nos llevó a la posición que el rock solía tener en la cultura juvenil, como amenaza a la sociedad, no a gran escala, sino por el hecho de que alguna gente reconociera que otros sentían como ellos, se podían llevar bien y abandonar su aislamiento. Y el gobierno parecía ver una amenaza en todo aquello.

Aunque el primer pánico moral de la era de la música dance estaba relacionado con las drogas, tras las muertes en 1988 de dos fiesteros debidas al consumo de éxtasis, el segundo concernía al incordio público de las raves ilegales. «¿Es que a la policía no le importa hacer cumplir la ley?», rabiaba el Sun tras una fiesta colosal organizada por los promotores Sunrise. El comisario Ken Tappenden, un veterano de las huelgas de mineros cuyo nuevo distrito englobaba un territorio de acogida de raves cerca de la autopista M25, fue designado jefe de la unidad Pay Party, con la misión de localizar y neutralizar a los promotores furtivos.

Por tentador que resulte ver el conflicto como un clásico enfrentamiento entre el sistema y los jóvenes («Queremos ser libres para hacer lo que vamos a hacer»), su vertiente política era algo lábil. El hombre fuerte de Sunrise, Tony Colston-Hayter, era un emprendedor duro y su agente publicitario, Paul Staines, se describía a sí mismo como «anarco-capitalista» y «anticomunista fanático». A medida que los rumores de una ofensiva gubernamental ganaban credibilidad, el dúo Sunrise creó la campaña Freedom to Party [libertad de juerga], que lanzaron en el congreso anual de los conservadores. «Maggie debería estar orgullosa de nosotros, somos fruto de la cultura emprendedora», dijo Colston-Hayter.

Pero el gobierno no lo veía claro. Al tiempo que el proyecto de ley promovido por el diputado tory Graham Bright (una ley que penalizaba cierto tipo de entretenimiento juvenil) estaba a punto de entrar en el código, la unidad Pay Party se mostraba cada vez más eficaz contra los promotores, a la vez que las concentraciones de Freedom to Party no lograban galvanizar las protestas multitudinarias. No hay de qué sorprenderse: en tanto que los fiesteros podían acudir a un número siempre creciente de clubs autorizados, los grandes beneficiarios del boom de las fiestas de pago eran capitalistas sin complejos, derechistas y traficantes de drogas a quienes nada podía importarles menos que la Nueva Era de Acuario. Tras el anticlímax sobrevenido con el canto del cisne de Sunrise la víspera de Año Nuevo de 1989 (el proyecto de ley de Bright fue aprobado seis meses después), el Sun exhibió su propia versión del triunfalismo de final de decenio: «Esa funesta manía pertenecía a los complacientes años ochenta. Esperamos y creemos que ha muerto junto con la propia década. La fiesta terminó. Y ésa es una gran noticia con la que comenzar 1990». Pero la fiesta no había terminado. Las raves sólo pasaron a ser una cuestión política cuando ciertas personas con iniciativa razonaron que la libertad para la fiesta sólo valía la pena si la juerga salía gratis.

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Los instigadores principales pertenecían a un colectivo conocido como Spiral Tribe. Su carismático portavoz, Mark Harrison, había acudido a los festivales de Stonehenge de los años setenta y había dotado al fenómeno rave de un apasionado espíritu contracultural previo a la eclosión del house y el tecno. El festival había sido obra de Wally Hope, amigo y mentor de Penny Rimbaud de Crass, y el 1 de junio de 1985 la cosa vivió un giro cruento cuando 1.000 agentes de policía forzaron la vuelta atrás de un convoy de viajeros y los atacaron cerca del enclave del evento, en las proximidades de la A303. Arrestaron a unas 500 personas.

Tras verse agredidos en la llamada batalla de Beanfield, los viajeros fueron demonizados por el ministro del Interior Douglas Hurd como «una banda de bandidos medievales que no muestran respeto por la ley o los derechos de los demás». Desde 1986, podían ser penalizados bajo la ley de Orden Público, que imponía condiciones sobre las «asambleas públicas». A diferencia de los fiesteros de extrarradio, que acudían a otro lugar si les fallaba el primero, los viajeros se radicalizaron a fondo tras ver ilegalizado lo que era su propio estilo de vida. La fusión característica de Crass entre filosofías jipi y punk ayudó a que se gestara aquella cultura new age, con su devoción okupa, por el desarme nuclear y las cuestiones ecológicas. Sin embargo, en tanto que Estados Unidos era lo bastante grande como para acoger enclaves jipis, alegremente ajenos a la vida convencional, cualquiera que persiguiera un estilo de vida alternativo en Gran Bretaña estaba destinado a chocar con las autoridades.

El espíritu subterráneo, psicodélico, de la música dance estaba destinado a atraer a los radicales de antaño: aquéllos que se habían convertido tras la estela de Allen Ginsberg y Timothy Leary. El veterano jipi escocés Fraser Clark apadrinó la faceta pagana y ritual del baile en masa —«chamanarquía», lo llamó— y veía en el fenómeno un potencial ilimitado. Claude escribió casi sin aliento:

A medida que la depresión del sistema dominante se agrava hasta su desplome final, la contracultura transversal del viajero tribal, festivo, okupa, new age, tecno crecerá imparable como la nueva ecocultura dominante moradora en tipis tecnológicos y adoradora de la diosa para heredar un planeta aseado.

Los Shamen lograron incluso trasladar las ideas de Clark y las del filósofo psicodélico norteamericano Terence McKenna a Radio 1 con su exitoso sencillo «Boss Drum» (1992) y su promesa de «renacimiento chamánico, anárquico y arcaico».

Las tribus de ravers y viajeros estrecharon lazos a gran escala por vez primera en el festival de Glastonbury en 1990, donde sound systems como DiY, Tonka y Club Dog aunaron a los hippies de viejo y nuevo cuño. Spiral Tribe se formó poco después en los viveros creativos okupas de Londres y tomaron la alternativa en 1991 durante el People’s Free Festival de Stonehenge, que tuvo lugar en Longstock, Hampshire, donde Harrison experimentó algo parecido a una revelación. «Hasta aquel momento, pensaba que las líneas ley, los solsticios y todo ese rollo no eran más que paparruchadas —le dijo al periodista Matthew Collin—. De pronto, todo aquello cambió.» Las drogas psicodélicas incitan al cerebro a rastrear conexiones y pautas, tanto benévolas como siniestras. El consumo desaforado de drogas, la falta de sueño (Harrison se jactó una vez de no haber dormido en nueve días) y la justificada paranoia acerca de una ofensiva estatal inminente se entremezclaron para abonar el terreno para muchas de las ideas milenaristas que fueron ganando crédito a principios de los noventa: teorías de la conspiración en que se veían implicados los masones, los illuminati y la presunta significación mística del número 23. Tales obsesiones florecieron en la música del dúo tecno británico Drum Club y del grupo holandés Psychick Warriors ov Gaia.177

Sólo tratábamos de darle mayor interés —dice Lol Hammond de Drum Club—. Siempre va bien algo de misterio. Recuerdo que leí una reseña de un disco de Drum Club en que se decía que no era un disco sino un estilo de vida. Todas mis bandas favoritas eran de ese estilo.

Ataviados con uniformes negros de combate, Spiral Tribe siguió actuando en fiestas por todo el sur de Inglaterra a lo largo del verano. Emergieron en septiembre vibrando con nuevas ideas relativas al tecno como la música folk moderna; los males del dinero y la propiedad; las drogas psicodélicas como sacramento; las fiestas ilegales como fuente de «un nuevo sentido público»; la necesidad de que su música fuera rápida y dura, sin tregua. Era este último requisito el que estaba destinado a causar problemas.

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En 1992, el Avon Free Festival, un evento anual itinerante, sin residencia fija, decidió aterrizar en la pintoresca Castlemorton Common, en Worcestershire, donde comenzaría, con simbolismo propio de Spiral Tribe, el sábado 23 de mayo. Hasta entonces, ninguna fiesta de Spiral Tribe había atraído a más de 5.000 personas, pero la multitud que se concentraba en el parque aquel sábado noche cuadriplicaba esa cifra. El escritor Simon Reynolds describe la escena como «algo entre un campamento medieval y un poblado chabolista del Tercer Mundo», una comunidad plenamente autónoma con sound systems, tenderetes y puestos de comida. Cuando la fiesta empezó a decaer tras cinco días seguidos, la policía de West Mercia se abatió sobre el evento, incautando los sound systems y arrestando a trece miembros de Spiral Tribe. «Fue alucinante pero estaba claro que aquello no podía durar —dice Lol Hammond—. Las autoridades acabaron convenciéndose de que se estaba saliendo de madre.»

Aunque la policía evitó astutamente una confrontación como la acaecida en Beanfield, Castlemorton se convirtió en una catástrofe pública para el mundillo de las fiestas gratuitas. La prensa nacional publicó informes a diario sobre los perjuicios infligidos sobre el territorio: vallas desmontadas para hacer leña, perros correteando descontrolados, excrementos por doquier (aunque los viajeros solían sepultar sus desechos, la afluencia de fiesteros de fin de semana resultó menos higiénica) y, por encima de todo, el incesante martilleo de la música, que condujo a algunos de los lugareños a buscar asistencia. Más allá de su complicada retórica New Age, el propio sencillo «Breach the Peace» (1992) de Spiral Tribe planteaba un programa de lo más tosco: «¡Haced ruido, hostias!».

Para muchos viajeros curtidos, cuya supervivencia dependía de no granjearse enemigos innecesarios, esta actitud pendenciera resultó un desastre. «Hacer ruido es una cosa, pero hacer tanto que acabas cabreando a todo el mundo, incluida la comunidad alternativa, es una puta gilipollez», rabiaba la revista contracultural Pod. Castlemorton se convirtió, como escribió Hendrik Hertzberg acerca del Día de la Rabia de Weatherman, en «una bendición inmerecida para las fuerzas de la represión».

A pesar de salir reelegido en 1992, el gobierno de Major, sucesor de Thatcher, se vio plagado por los escándalos y una imagen de ineficacia, de modo que estaba ansioso por mostrarse duro y capaz. Los viajeros, okupas y fiesteros eran enemigos fáciles contra los que Major podía cebarse, pero él fue incluso más lejos. La sección V de la Ley de Justicia Penal y Orden Público, que pasó por su primera lectura poco después de la Navidad de 1993, no sólo permitía a la policía bloquear a grupos de potenciales fiesteros que no alcanzaran siquiera la decena de individuos, bajo la amenaza de una sentencia de tres meses de cárcel, así como agilizar el desahucio de okupas y viajeros y abrogar el requisito por parte de las autoridades locales de facilitar espacio para acampar a los viajeros, sino que creó, además, el delito de «intrusión agravada», con lo que se granjeó el malestar de saboteadores anticaza, activistas por los derechos de los animales y «ecoguerreros» que protestaban por la construcción de nuevas carreteras, brindando de tal modo una causa común a los partidarios de la acción directa y a los fiesteros apolíticos. Camilla Berens de la Freedom Network, un paraguas bajo el que se cobijaban diversos grupos de protesta, le contó a Matthew Collin: «Esta ley unificó, de hecho, a esa generación. La gente estaba esperando que una amenaza común les reuniera y [el ministro del Interior] Michael Howard nos la suministró. En ese sentido, no podría haber ido mejor».

Aunque sus raíces se remontaban a Crass y a la campaña Stop the City, el vasto movimiento de protesta conocido como «cultura DIY» [Do it yourself, hazlo tú mismo] alcanzó su madurez en 1991 y 1992, durante el año que duró la campaña para detener la ampliación de la autovía M3 que se estaba construyendo a través de Twyford Down, en Hampshire. Los manifestantes más pintorescos, que se hacían llamar la tribu Donga, montaban fiestas y sus tácticas de reclamo extravagantes y astutas recordaban de alguna manera a las de los yippies. Después del episodio de Twyford Down, la batalla se desplazó a la ciudad, cuando el gobierno propuso una carretera de enlace con la M11 de cinco kilómetros, lo que requería la demolición de 250 casas en Londres Este.178 El epicentro de la campaña estaba en Claremont Road en Leytonstone, una calle desierta que fue tomada por los activistas y que ilustraba vívidamente tanto la energía como las contradicciones de la cultura DIY. La publicación protestataria Aufheben constató las fricciones entre los duros que construían barricadas y los diletantes que simplemente deseaban bailar al son de los sound systems y beber cerveza en los sillones emplazados en mitad de la calle. Hedonismo contra compromiso, tales fueron las vetas enfrentadas que colisionaron en el caso de «Their Law».

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Los Prodigy habían salido de las fiestas organizadas en almacenes de Londres Este y de Essex entre los ochenta y los noventa. El productor Liam Howlett había sido un fanático del hip-hop antes de convertirse en raver, tras sentirse hipnotizado por la descarga sonora de Public Enemy, a la vez que contaba con un talento inusual para programar pautas rítmicas de impacto físico extremo. La actitud gamberra y atropellada de Prodigy quedaba a enorme distancia de la positividad New Age, pero la filosofía de Howlett se solapaba con Spiral Tribe en un aspecto: «¡Haced ruido, hostias!».

En los meses que siguieron a los sucesos de Castlemorton, se dio cuenta de que los agentes encargados de la reducción del ruido bajaban el volumen en fiestas legales hasta niveles ridículos.

La cosa se remonta más allá de la ley en sí —dice—. Incluso si conducías en convoy escuchando música, te detenían por tener pinta de acudir a una fiesta. Sentimos que teníamos el deber de defender aquello porque éramos parte integrante de la escena desde sus inicios. Nunca quisimos redactar un informe político, pero estábamos muy enojados con todo el percal.

Durante un viaje a Los Ángeles, Howlett se obsesionó con el hito de gansta rap de Dr. Dre The Chronic y con el primer álbum de los agitadores de rock rap Rage Against the Machine. La primera canción que escribió para el siguiente disco de Prodigy, animado por su pasión por Rage Against the Machine y su rabia por la defunción inminente de la esfera rave, fue «Their Law». Telefoneó a su amigo Clint Mansell, líder de Pop Will Eat Itself, que aportó los rugientes y belicosos riffs de guitarra así como la frase «crackdown at sundown» [represión al ponerse el sol], al tiempo que Howlett escribía el crudo y pegadizo «Fuck ’em and their law» [«que se jodan ellos y su ley»]. El tema abre con un empleado del sello norteamericano de la banda parafraseando unas palabras del film Los caraduras: «Aquello con lo que nos enfrentamos aquí es con una absoluta falta de respeto por la ley». El disco pone en juego lo que pretende defender: la catártica exultación de una música escandalosamente decibélica. Y el impacto del bombo, como para quebrar el esternón, resulta probablemente más coherente que la propia letra.

Resulta irónico que el disco más exitoso acerca de la ofensiva legal contra la cultura dance sea tan próximo al machismo ceñudo del rock y fuera compuesto por alguien con tan escaso interés por la política. La confusión de los activistas de la cultura DIY podía exculparse. El título del álbum en que apareció «Their Law», Music for the Jilted Generation, se prestaba a diversas interpretaciones. «Supongo que tratábamos de decir que nos habían dado por saco», dice llanamente Howlett. Para el interior de la carátula del disco, introdujo un boceto del artista Les Edwards en que aparece un fiestero a punto de cortar la soga de un puente, en cuyo otro extremo se apiñan las fuerzas oscuras de la ley y el orden, aunque Edwards lo caracterizó con una melena más propia de los viajeros.

Creo que el tío que aparece cortando el puente acabó con una pinta más New Age de lo que yo habría deseado —reconoce Howlett—. Éramos ravers, chicos fiesteros de Londres. No estábamos metidos en mierdas políticas y cuando los ecolos pillaron que estábamos atacando la Ley de Justicia Penal y trataron de pegarse a nosotros, no nos daba la gana. Para nosotros la onda del disco era ir contra el gobierno porque no nos dejaba salir de fiesta. Punto.

El malentendido acerca de «Their Law» remitía al meollo de la campaña contra la ley en cuestión. En tanto que algunos músicos, como Steve Hillage del grupo tecno System 7, hablaban de «limpieza cultural», el elemento de la ley que provocó mayor debate musical fue la cláusula 58, que definía una rave como una concentración nocturna al aire libre de cien o más personas dedicadas a escuchar «sonidos plena o predominantemente caracterizados por una emisión sucesiva de ritmos repetitivos». Esto originó una acalorada discusión sobre la posibilidad de que el gobierno pretendiera ilegalizar la música en sí. Orbital, un dúo fraternal de tecno que había remezclado a la banda punk Crucifix («Peace or anihilation!») en el tema antibélico «Choice» (1991), registró su ácido comentario con «Criminal Justice Bill?», que se reducía a 4 minutos de silencio absoluto. Del mismo modo, el grupo Autechre de Sheffield sacó el EP Anti, cuyo hito «Flutter» fue cuidadosamente programado para que no contuviera ritmos repetitivos. Una coalición de grupos, entre los que destacaban Drum Club, Andrew Weatherall y Fun-Da-Mental, lanzaron la canción «Repetitive Beats» bajo el nombre de Retribution. El remix de Primal Scream era de hecho una versión actualizada del «Know Your Rights» de los Clash.

La idea era concienciar a la gente —dice Lol Hammond—. No creo que pensáramos que podríamos detenerlo. El punk contaba con la velocidad y la cerveza; la música dance tenía el éxtasis. Es difícil armar disturbios cuando vas totalmente puesto y quieres a todo el mundo.

Aunque el nuevo grupo de presión contra la Ley, Advance Party, organizó tres manifestaciones en 1994, la ley quedó integrada en el código el 3 de noviembre. Bajo el mandato del nuevo premier Tony Blair, que acababa de reemplazar al fallecido John Smith, el Partido Laborista decidió abstenerse en lugar de votar en contra. «Sabíamos que la Ley sería explotada por los conservadores para sugerir que éramos «blandos con el crimen», reconoció el diputado laborista Alun Michael a Melody Maker.

Antes de la aprobación de la Ley de Justicia Criminal, Mark Chadwick de los Levellers, abanderados punk-jipiosos contra el decreto, había predicho: «Podría llevarnos a la anarquía, y quizá lo haga… Si la gente capta el concepto que hay detrás de lo que está pasando realmente, podría derrocar al gobierno». Sin embargo, no se encendió ninguna mecha de desobediencia civil y la coalición entre activistas y fiesteros resultó ser irremediablemente frágil; de hecho, prácticamente ilusoria. Sin ella, la música dance perdió toda pretensión de radicalismo para convertirse en un sonido ya no clandestino sino masificado. El boom de los clubs legales, liderado por grandes locales con una marca muy definida, garantizó amplias oportunidades de gozar con los ritmos repetitivos, al tiempo que la retórica New Age se deshilachaba sin remedio en la escena trance escapista de Goa. En tanto que algunos sound systems siguieron funcionando bajo circunstancias difíciles (uno de ellos, el Black Moon de Derbyshire fue exitosamente perseguido bajo la nueva ley), algunos grupos, como los ya fragmentados Spiral Tribe, se mudaron al continente. La cultura DIY floreció un tiempo y cosechó sus mayores titulares con la protesta de 1995-1996 contra la circunvalación de Newbury, al tiempo que el movimiento de base Reclaim the Streets anticipó las protestas mundiales antiglobalización de finales de los noventa, aunque con un rol mucho más reducido para los sound systems.

En mayo de 1997, cuando el laborismo celebraba su victoria electoral en el Royal Festival Hall bailando su tema de campaña, el risueño y apolítico tema pop-house «Things Can Only Get Better» de D:Ream, todo el movimiento rave se antojaba, tal como George Melly había dicho una vez de la música rock, «una revuelta falsa». Su epitafio debidamente ambivalente fue escrito por Jarvis Cocker en la carátula de «Sorted for E’s & Wizz» con una frase deliberadamente ambigua: «No significó nada».