31 «Es el final de la historia»

Rage Against the Machine, «Sleep Now in the Fire», 1999

Rage, Radiohead y el principio del fin

Un manifestante contra la Organización Mundial de Comercio, Seattle, 1 de diciembre de 1999.

La mañana del 26 de enero de 2000, Wall Street acogió una actuación inusual. Los confundidos corredores de bolsa contemplaban cómo cientos de personas se concentraban en el exterior del Federal Hall para ver a la banda de rock de Los Ángeles Rage Against the Machine protagonizando el vídeo de su nuevo sencillo, «Sleep Now in The Fire». El director y agitador propagandístico Michael Moore tenía permiso para filmar en los escalones de entrada del edificio pero no en las calles. «Michael nos impartió una sola orden: “Pase lo que pase no dejéis de tocar”», recuerda el guitarrista de Rage Tom Morello.

Cuando la banda se apartó de los escalones sin dejar de escenificar la pista de acompañamiento, los exasperados agentes de policía detuvieron a Michael Moore. «El último desafío al grupo por parte de Michael mientras se lo llevaban fue “¡tomad la Bolsa de Nueva York!” —dice Morello riéndose—. Y nos dijimos, pues vale.» Morello y el bajista Tim Commerford lograron atravesar las primeras puertas dobles antes de que los guardias de seguridad activaran las verjas metálicas ante el segundo juego de puertas. A pesar de que la actividad prosiguió en el interior, desde la calle parecía que un grupo de rock había cerrado Wall Street.

A finales de año, Rage Against the Machine dejaría de existir, pero sus últimos 12 meses juntos fueron un período de extraordinaria sincronicidad: el 2 de noviembre de 1999, sacaron su tercer álbum, The Battle of Los Angeles. El título aludía a las tensiones diarias en su racial y económicamente segregada ciudad, más que a efectivas guerras callejeras. Exactamente cuatro semanas después, unos 40.000 manifestantes se concentraron en Seattle para protestar contra la última reunión de la Organización Mundial del Comercio, paralizando todo un sector de la ciudad en la mayor protesta callejera habida en Estados Unidos desde la Guerra del Vietnam. Los acontecimientos pasaron a conocerse como «la batalla de Seattle»; la revista Time tituló reveladoramente su reportaje como «Rage Against the Machine» [rabia contra la máquina]. Muchos comentaristas rozaron el ridículo, tildando a los manifestantes de «luditas» y «defensores de la idea de que la tierra es plana», aunque también con sorpresa. ¿Quiénes eran estas personas que ocupaban las calles en una era de paz y prosperidad como aquélla y por qué estaban tan enojadas?

***

Hasta entonces, la década había debilitado a la izquierda. En 1989, el filósofo Francis Fukuyama había planteado que la caída del Muro de Berlín significaba el «fin de la historia»: «una victoria inapelable del liberalismo económico y político». Fukuyama se curó en salud al conceder que China seguía siendo una excepción importante, a la vez que mostraba su tristeza por el hecho de que «la lucha en el mundo entero que exigía osadía, coraje, imaginación e idealismo, será reemplazada por el cálculo económico… y la satisfacción de sofisticadas demandas de consumo»; sin embargo, los comentaristas tendieron a presentar su diagnóstico como estrictamente triunfalista, arguyendo que el modelo norteamericano era ya el único viable.182 En todo caso, bajo George Bush padre, un presidente tan siniestro que su lema para la era posterior a la Guerra Fría era el ridículamente sórdido «nuevo orden mundial», seguía habiendo batallas en las que luchar: la Guerra del Golfo, el asunto del juez Clarence Thomas y el caso Rodney King. Bajo el hijo del baby boom Bill Clinton, Norteamérica gozó de un período sin guerras controvertidas, así como de la expansión económica más prolongada de su historia.

Todo ello ponía a la izquierda en un brete. Quienes no se sumaron a Clinton y Tony Blair en su carrera por monopolizar el centro se vieron relegados a los márgenes, discutiendo más sobre semántica, política identitaria y cuestiones locales que acerca del gran tinglado socioeconómico. Naomi Klein, la autora canadiense cuyo No Logo pasó a ser «El Capital del creciente movimiento anticorporativo», caracterizó las voces izquierdistas de principios de los noventa como «“Que el mundo se pare, queremos bajarnos”. Era todo muy negativo y regresivo, no había nada de imaginación, tampoco sentido de la propia identidad [del movimiento]». Al mismo tiempo, no dejó de notar la captación de ideas progresistas por parte de las grandes corporaciones: «convertir la revuelta en dinero», como cantó en su momento Joe Strummer.

Así que, por un lado, te ves completamente inhabilitado políticamente —declaró Klein al Guardian— y, por otro, toda la imaginería resulta seudofeminista, Benetton es una organización antirracista, Starbucks se enrolla guay con el Tercer Mundo… Pude ver cómo se comercializaba mi propio credo político.

Esta mercantilización de la disensión afectó igualmente a la música protesta. El antiguo rapero militante KRS-One actualizó «The Revolution Will Not Be Televised» (que se mofaba abiertamente de la publicidad) para promocionar Nike, cambiando el estribillo por «The revolution is basketball». Jello Biafra de Dead Kennedys tuvo que vetar la decisión de sus antiguos compañeros musicales de ceder «Holiday in Cambodia» a la marca Levi’s.183 En todo el espectro musical, los movimientos underground veían limadas sus garras por el éxito: el pop rock se neutralizó como grunge convencional; la música indie británica se ablandó como britpop; las fiestas ilegales fueron desbancadas por los grandes clubs de pago; la iconografía guerrillera de Public Enemy cedió el paso a la línea de moda de Puff Daddy. Los rebeldes musicales sufrieron el mismo sino que el Che Guevara, reducido a un rostro estampado en una camiseta, la enésima reproducción del radicalismo. El autor chileno Ariel Dorfman se preguntaba si la cara del Che no se habría convertido en «la perfecta conexión posmoderna con los inconformistas y sediciosos años sesenta, transformando aquel pasado revoltoso en mero gesto y moda… metamorfoseado cómodamente en un símbolo de rebelión, precisamente porque ya no resulta peligroso». Lo mismo podía preguntarse de la antaño vital canción protesta, ahora confinada a la promoción de calzado deportivo. «Vimos que sobrevendría esta tendencia muchísimo antes de que la olfatearan los consumidores —afirmaba el asesor de márketing Faith Popcorn en 1991—. Era inevitable: la generación protesta maduró como la generación de los superconsumidores.»184

Durante los años noventa, Rage Against the Machine y la banda británica Radiohead lidiaron, cada cual a su modo, con el problema de la disensión en tiempos más prósperos, hasta converger en las ideas que acabaron floreciendo en Seattle. Un grupo abogaba por la acción de viejo cuño; el otro indagaba en la parálisis y la derrota. Uno se remontaba a la edad dorada de la resistencia; el otro modeló un vocabulario manifiestamente moderno. Uno grabó «Take the Power Back»; el otro dio voz a los desheredados. Diferentes respuestas para la misma pregunta: ¿seguía siendo posible que una banda políticamente comprometida resultara subversiva? Conversando con el historiador izquierdista Howard Zinn, Thom Yorke de Radiohead expresó su admiración por la campaña de Lennon La guerra terminó y apuntó «Creo que los medios están mucho más controlados hoy en día… Si hubiera hecho eso mismo en la actualidad quizá le habrían maniatado y recluido». Quizá. O puede que, en lugar de haberse visto perseguido por el FBI, Lennon hubiera acabado firmando un contrato con Nike.

Siempre fuimos una banda que estaba al borde de dejar de serlo —me dijo el batería de Rage Against the Machine, Brad Wilk, en 2002—. Algunos dicen que eso es lo que te mantiene vivo, y en parte estoy de acuerdo, pero también tiendo a creer que la cosa acaba siendo un auténtico engorro.

De hecho, para que Rage existiera efectivamente tuvieron que conjugarse toda una serie de factores. Morello había nacido en 1964 de una madre italoirlandesa activista por los derechos civiles y un padre que había luchado en la revuelta del Mau Mau y que se convirtió en el primer embajador de Kenia en la ONU. La pareja se divorció cuando el crío tenía un año y fue criado por su madre, Mary, en el barrio residencial eminentemente blanco de Libertyville, Chicago.

La política radical en mi casa contrastaba vivamente con la de cualquiera en cualquier banda que hubiera conocido —dice Morello—. Las imágenes que colgaban de la paredes de Mary Morello no eran de John Lennon sino de Vladímir Ilich Lenin.

Para cuando abandonó el instituto, ya había estudiado el canon de la literatura radical. «Había un pequeño grupo que nos veíamos ya como anarquistas el tercer año de secundaria. La verdad es que parecía que cualquier cosa era posible.»

Tras estudiar Ciencias Políticas en Harvard, donde escribió su tesis sobre los movimientos estudiantiles sudafricanos bajo el apartheid, trabajó para el senador demócrata californiano Alan Cranston y sufrió un desencanto al presenciar «de qué modo los principios básicos se pierden en la carrera adulatoria hacia el poder». El propio Morello tiene algo de político, tras afinar su talento para la diplomacia y las relaciones públicas a lo largo de los años en que explicó el credo político de Rage y en que, al menos por entonces, se dedicó a limar las asperezas internas.

Seis años más joven que Morello, Zack de la Rocha también creció en un vecindario eminentemente blanco, en el condado de Irvine, California. Su padre mexicano, Beto, pintaba escenas políticas de la historia mexicana y trabajó estrechamente con el sindicato United Farm Workers, antes de pasar por una extraña crisis nerviosa durante la cual obligó a Zack a ayudarlo a destruir sus obras de arte.

Morello estaba en un grupo de funk-rock, Lock-Up; De la Rocha en una banda de punk duro, Inside Out, una de cuyas canciones se titulaba «Rage Against the Machine». A los pocos meses de reunirse en Los Ángeles en 1991, la nueva banda ya tenía escrito su primer álbum y así se convirtió en el primer grupo cuya simbiosis entre rock y rap dejaba de ser una excepción para asentarse como la base de su sonido. Morello combinaba los explosivos riffs de «Midwestern 7-11 parking-lot rock» con las texturas «foráneas» de Andy Gill de Gang of Four y el caos sonoro del hip-hop, convirtiendo su guitarra en una sirena de alarma o en una sierra radial. Con todo, su misión de despertar conciencias se injertaba en una tradición anterior al punk y al hip-hop, incluso su propio nombre se remontaba a la retórica «antimáquina» de los años sesenta propia de individuos como Mario Savio y Jerry Rubin.

Al tiempo que Morello procesaba cuestiones políticas con la serena reserva de un analista en tales asuntos, De la Rocha, mitad rapero y mitad aullador de hardcore, lidiaba con ellas con rabioso frenesí. Escuchar las mejores canciones de Rage Against the Machine (1992) es como contemplar una llama consumiendo la mecha. En «Killing in the Name» o «Bullet in the Head», De la Rocha da vueltas a sus temas con la intensidad reconcentrada de un preso político recorriendo su celda una y otra vez, mientras sus compañeros disponen el plan de fuga alrededor de él, hasta que la canción estalla en una suerte de evasión sonora. Los críticos disfrutaron mofándose de la petulancia adolescente del estribillo explosivo en «Killing in the Name»: «Fuck you, I won’t do what you tell me» [jódete, no haré lo que me digas], pero se trata de la perfecta canción protesta como «umbral»: canaliza la dolorosa frustración de un adolescente desolado en un sentido sociopolítico. Así, la disensión política, más que revelarse como una tarea intelectual, se muestra asombrosamente física y natural. «Nadie escribirá jamás una frase en una canción protesta pop tan perfecta como “Jódete, no haré lo que me digas”», celebraba Steven Wells de NME.

Cantar para una de las grandes discográficas planteaba un dilema ético que algunos miembros de la banda nunca lograron resolver del todo: ¿acaso la Sony Records no formaba parte de la máquina? Tal como reflexionó más tarde De la Rocha: «Nuestras palabras debían venir respaldadas por nuestras acciones porque estamos lidiando con esta colosal, monstruosa cultura pop que tiene la tendencia a absorber todo aquello que resulta culturalmente resistente a fin de mercantilizarlo, aplacarlo y desactivarlo». Sin embargo, el pragmático Morello disfrutaba de las oportunidades que les concedía para pronunciarse sin tapujos.

El plan inicial de la banda consistía en componer y grabar un álbum en casete y venderlo a 5 dólares —dice—. Luego, cuando la cosa empezó a despegar, pensé «Dios, ¿y ahora qué? Con este potencial para comunicarnos con una audiencia global…». Entonces, tanteando la vía de prueba y error, tratamos de hallar el modo de equilibrar el hecho de ser una banda de rock al tiempo que una fuerza activista. Si tu prioridad es cambiar el mundo, tienes que imaginarte el mejor modo de hacerlo.

De ahí que Rage Against the Machine tocara en conciertos benéficos para la Liga Antinazi, Rock for Choice, el Anti-Police Brutality Defense Fund y United Farm Workers. En el concierto de Filadelfia durante el festival de Lollpalooza en 1993, aparecieron desnudos con la boca tapada con cinta aislante y las letras P-M-R-C [Parents Music Resource Center, el comité censor formado por Tipper Gore] pintarrajeadas sobre sus torsos, para protestar contra la censura: no tocaron una sola nota, ni siquiera cuando algunos irritados espontáneos empezaron a arrojarles monedas. Vendían ya suficientes discos como para poder permitírselo. «Una de las preguntas que me solían hacer es por qué éramos la única banda de protesta —escribió más tarde Morello—. Y no es que fuéramos la única, pero quizá sí la única que sacaba grandes éxitos.»

***

En aquel momento, los agravios experimentados por Radiohead eran bastante más personales. «Radiohead era un típico producto de la cultura de la queja —confesó Thom Yorke a Canal 4 en 1998—, la generación X, como les gustó llamarla por un tiempo. Pero… todos hemos crecido y nos fuimos dando cuenta de que nuestros problemas eran absolutamente irrelevantes.»

Yorke transmitía siempre la impresión de que algo iba terriblemente mal. La primera canción que escribió, con 11 años, se titulaba «Hongo nuclear». Cuando tenía veintipocos, al igual que dos de sus héroes cantautores, Elvis Costello y Howard Devoto de Magazine, Yorke parecía un disidente misántropo para quien el mundo era un campo minado de engaños y expectativas frustradas. Sus lamentos líricos en el primer álbum de Radiohead, Pablo Honey (1993), eran decididamente burdos: clichés de estrella roquera, la industria musical, el desdén de una chica y demás tópicos. Sin embargo, a lo largo del desalentador circo promocional estadounidense que rodeó el primer sencillo de Radiohead, «Creep», halló consuelo en las teorías de Noam Chomsky, lo que ancló su incomodidad personal con Norteamérica en algo más sólido que las meras quejas sobre unos presentadores zafios de televisión. «Pienso que ese tipo es fantástico porque hizo que me interesara por cosas que me habrían pasado completamente desapercibidas», declaró a NME.

Más que los titulares de prensa o incluso las observaciones personales, los libros pasaron a ser el catalizador para la mayor parte de las letras políticas de Yorke. El tema «The Bends» (1995) es una visión sardónica sobre la controvertida novela de Douglas Coupland Generación X, que pegó esa etiqueta a un colectivo de veinteañeros sobradamente formados y abúlicos, así como a sus sentimientos de alienación y deriva existencial. «Ojalá fueran los sesenta… ojalá, ojalá sucediera algo», canta Yorke, mofándose de la nostalgia por una era de transformación y esperanza, aunque preguntándose a un tiempo, con aparente sinceridad: «¿Y desde aquí adónde vamos?».185

El fenómeno de la generación X fue ampliamente interpretado como narcisismo de clase media, pero los personajes de Coupland lidiaban activamente con su propia, hastiada desilusión, con su empleo defensivo de la ironía, la abrumadora tendencia a entrecomillar todo, vida incluida, y su incapacidad para dar una forma a su era. Richard Linklater, director de la película más emblemática de la generación, Slacker, dijo en su momento: «El alejamiento asqueado no es lo mismo que la apatía», una frase que Michael Stipe incorporó a la canción de R. E. M. «What’s the Frequency Kenneth?». Y uno puede escuchar a los protagonistas de Slacker y Generación X hablando por voz de Yorke en «My Iron Lung»: «We’re too young to fall asleep / To cynical to speak» [somos demasiado jóvenes para dormirnos, / demasiado cínicos para hablar].

Yorke era lo bastante listo como para darse cuenta de que su evidente inquietud con la fama no era en sí mismo algo terriblemente interesante, pero que podía extrapolarse al mundo en general, del mismo modo que Jerry Dammers podía extrapolar la amargura y la decadencia de los últimos meses de los Specials al estado de las cosas en Gran Bretaña en 1981. Es esto lo que otorga cierto calado moral a la autocompasión de «The Bends» y «My Iron Lung». En el segundo álbum de Radiohead, The Bends, la evocativa imaginería de Yorke y la gracia salvaje de sus compañeros llevan las emociones adolescentes a un plano más elevado: la petulancia en «Just» o la fobia a la falsedad al estilo Holden Caulfield en «Fake Plastic Trees». «He intentado escribir algo político, pero es difícil que no te salga alguna mamarrachada ochentera del tipo Live Aid —le dijo Yorke a Ted Kessler de NME—. Seguiré intentándolo, porque me parece una lástima que la música actual sea mero entretenimiento.»

El siguiente paso podría haber sido una genuina canción protesta, pero Yorke se reveló congénitamente incapaz de escribir una, lo que lo convertía en una voz de los tiempos mucho más que a Zack de la Rocha. Las certidumbres no iban con él. Cuando intentó escribir una letra política para «Lucky», la contribución de Radiohead para el álbum Help!, de ayuda a los niños bosnios, decidió que era basura y se deshizo de ella, preservando únicamente una enigmática referencia al «jefe del estado». Al igual que la mayoría de las letras de Yorke, ésta parece también medio oculta en la página. Necesita del solo de guitarra de Jonny Greenwood, proyectándose al cielo como una bengala, para iluminarse. «Lucky» reapareció dos años más tarde en OK Computer, probablemente el texto clave del rock de los noventa.

El 1 de mayo de 1997, los simpatizantes del laborismo brindaron por su victoria arrolladora al son de «Things Can Only Get Better». Unas semanas después, OK Computer apareció como Banquo para advertir: «No, las cosas sólo pueden empeorar». Para Yorke y muchos de sus pares, la cuestión de quién detentaba el cargo era casi irrelevante. Mientras escribía las letras del disco, se dedicó a leer textos del economista de izquierdas Will Hutton, del historiador marxista Eric Hobsbawm y del combativo reportero John Pilger y pareció concluir que era la propia sociedad moderna la que estaba enferma. «He pasado mucho tiempo leyendo los titulares y sintiéndome atrozmente impotente —le contó a Caitlin Moran—. Buena parte del álbum trata de eso.»

Tras respaldar la campaña Rock the Vote mientras andaban de gira con sus nuevos amigos de R. E. M., Yorke describía ahora las elecciones como «escoger entre un sistema anticuado e impracticable y otro igual. Hay que ir más allá de eso, porque de momento la cosa se reduce a vaqueros contra indios». Bajo esta luz, el hecho de que «No Surprises» (Bring down the government / they don’t speak for us» [derroca al gobierno / no nos representa]) fuera grabado durante la era letárgica de John Major como premier y lanzado en el alba esperanzadora de Tony Blair, no supone diferencia alguna. Lo excepcional, tan propio de Yorke, acerca de dicha frase es que la canta en un suspiro agónico un narrador abatido que se está planteando el suicidio. Unos sentimientos que habrían sonado levantiscos en boca de Zack de la Rocha se convierten así en una mofa de la revuelta: palabras sin la esperanza de una acción acorde.

Tiempo después, Yorke describió OK Computer «como ir cambiando los canales en el televisor». Se convirtió en un as de cierto sinsentido revelador. «El jefe de estado» y «Derroca al gobierno» son metralla lírica, esquirlas que saltan de canciones protesta dejadas a medias. En un determinado momento del proceso de escritura, Yorke se vio incapaz de finalizar la letra y empezó a desgranar listas. Una de ellas, tecleada en mitad de una noche insomne, pasó a ser «Fitter Happier», un catálogo-confesión de estabilidad conformista («pragmatismo, no idealismo»), recitado impasiblemente por una voz electrónica. La chirriante imagen final, «un cerdo enjaulado y atiborrado de antibióticos», procede directamente de la sátira anti-Thatcher de Jonathan Coe What a Carve-Up. Aquí, el modo «adecuado» de vivir en el mundo moderno se convierte en una muerte en vida.

Otro tipo más estridente de listado anima «Electioneering», una canción plenamente deudora de la verborreica «Tokyo Storm Warning» (1986) de Elvis Costello, que Yorke equiparó efectivamente «al modo en que piensan los humanos». La canción habla de «escudos antidisturbios» (recuerdo de Yorke de los altercados de 1990), «economía vudú, negocios, picanas para el ganado y el FMI», como bocados de noticias inconexas administrados durante 24 horas. En «Paranoid Android» hasta la música se convierte en un cúmulo de fragmentos. «Es sobre la caída del Imperio Romano —le dijo Yorke a Moran—. Tengo un amigo de un grupo en Norteamérica que dice que su país se halla ahora en el mismo brete que el Imperio Romano justo antes de derrumbarse.186 Y desde entonces ya lo puedo imaginar del mismo modo.» OK Computer hizo que la vida cotidiana pareciera venenosa: los hipermercados suburbiales son cárceles; el trabajo «te mata lentamente»; los coches se estrellan; los aviones de desploman, ardiendo, desde el cielo.

En Estados Unidos, Radiohead sacó un miniálbum, Airbag / How Am I Driving?, cuya funda exhibía una cita de Noam Chomsky:

En la medida en que no participamos, no controlamos y ni siquiera pensamos en cuestiones de vital importancia. Esperamos que alguien preste atención, alguien facultado. Esperemos que el barco tenga capitán dado que no intervenimos en lo que está sucediendo.

***

El 16 de mayo de 1998, el Centro de Convenciones Internacional de Birmingham fue testigo de una inquietante colisión de música y política. Los delegados pudieron contemplar cómo Blair, Clinton y el resto de líderes de las ocho potencias mundiales bailaban al son de «All You Need Is Love» en la cumbre anual del G-8. La ironía histórica era evidente. Cuando los Beatles compusieron la canción para la primera conexión interplanetaria vía satélite, la globalización parecía un ideal noble: naciones dispares unidas por la milagrosa tecnología aérea. En 1998, el vocablo ya significaba algo más siniestro: un mundo en el que el poder está en manos de multinacionales, los acuerdos comerciales favorecen descaradamente a Occidente y el FMI impone insoportables niveles de deuda sobre el mundo en vías de desarrollo. En el exterior del centro, miles de manifestantes antiglobalización se sumaron a una fiesta callejera global organizada por grupos que incluían a Reclaim the Streets y Jubilee 2000, una de las varias actividades concertadas en todo el mundo occidental. La antiglobalización se había convertido en la causa que los años noventa habían estado esperando.

También era, en cierto sentido, aquélla que Rage necesitaba. Su álbum de 1996, Evil Empire (este imperio del mal era, claro está, Estados Unidos), había supuesto una deriva. Su activismo estaba debidamente centrado: hicieron campaña para liberar al nativo norteamericano Leonard Peltier y al pantera negra Mumia Abu-Jamal, ambos condenados por asesinato con pruebas poco concluyentes, al tiempo que De la Rocha pasaba mucho tiempo con el Ejército Zapatista de Liberación Nacional, un grupo guerrillero que luchaba contra el gobierno mexicano en la empobrecida región de Chiapas.187 Sus composiciones, sin embargo, seguían remitiéndose a Vietnam, Nicaragua y a ese viejo conocido llamado complejo industrial-militar, también a cierto abuso de eslóganes y consignas. Incluso la exhaustiva lista que aparecía en la carátula del disco se alimentaba notablemente de una era anterior: Cleaver, Guevara, Fanon, Marcuse.

Sea como fuere, en 1997 Rage se ciñó a la cuestión de las maquiladoras, sobre todo a las explotadas por la marca de vaqueros Guess. La banda pagó carteles publicitarios en que se leía «Rage contra los talleres clandestinos: no vestimos Guess», a la vez que Morello fue arrestado durante una protesta en un centro comercial de Santa Mónica. Cuando se les pidió que escribieran una canción para la superproducción Godzilla, respondieron con el tema «No Shelter», un ataque deliciosamente impertinente contra los sucedáneos de revuelta, Hollywood y la propia película: «Godzilla, pure motherfuckin’ filler» [Godzilla, puro relleno de mierda]. El vídeo distorsionó descaradamente el estentóreo lema de la película, «El tamaño importa», en una serie de grandes consignas —«La justicia importa», «La desigualdad importa», «El imperialismo importa»— e imágenes de salas de juntas y fábricas, sin alusión alguna al monstruoso y desmandado lagarto.

Entre tanto, Radiohead se movía en una dirección similar. En el Tibetan Freddom Concert en Nueva York, de junio de 1997, en el que tocaron junto a Michael Stipe y U2, Thom Yorke se despachó contra las multinacionales que tácitamente respaldaban la ocupación china del Tíbet. «Todos los gobiernos tienen las manos atadas por las putas corporaciones —declaró Yorke a Rob Hill de Bikini—, pero los músicos… nosotros podemos espetarles un sonoro “¡Jodeos!”.»

En junio de 1999, Yorke hizo su primera e incómoda incursión en el activismo abierto cuando se sumó a un puñado de músicos en la cumbre del G-8 en Colonia para entregar una petición en favor de Jubilee 2000 en que se solicitaba la cancelación de la deuda del Tercer Mundo. Existe una reveladora foto de Bono saludando cordialmente al canciller alemán Gerhard Schröder, con Yorke detrás de aquél, medio tapado y como si le hubieran colado en la foto sin su permiso. «Era la hostia de bueno —dijo Yorke de Bono—. Entraba en una sala y se ponía a hablar con un tipo y yo le decía “no hables con él, tío, ¡es el mal!”, pero Bono está hecho para lidiar con quien sea, en cualquier momento. Yo no podría. Yo era el joven airado.»

Yorke salió de Colonia con un renovado hastío por los políticos cínicos («[Blair] secuestró la cumbre porque había fracasado en el resto de cuestiones que pretendía solventar aquel fin de semana») y los medios de comunicación mayoritarios, que se centraron en los estallidos de violencia durante las protestas callejeras. «Fue una protesta completamente pacífica y no hacían más que llamarnos alborotadores —se quejó a Stephen Dalton de Uncut—. ¡Jubilee 2000! Si son un puñado de mujeres cristianas con chaquetita!»188

El 2 de noviembre, Rage Against the Machine sacó The Battle of Los Angeles, que contaba con la energía, la solidez y flexibilidad de las que estaba falto Evil Empire. La canción más destacada era «Sleep Now in the Fire», que se debatía entre un funk tenso y acelerado y los implacables riffs guitarreros a la manera de los Stooges de Morello. De la Rocha ya no es el acusador iracundo sino la encarnación de todo lo que desprecia, una antología humana de la brutalidad norteamericana: «The Nina, the Pinta, the Santa Maria / The noose and the rapist / El field’s overseer» [la Niña, la Pinta, la Santa María / la horca y el violador / el capataz]. La aseveración de De la Rocha, a la manera de Fukuyama, de que «es el fin de la historia» sólo puede leerse como irónica porque, igual que tantas canciones de Rage, se trata de un acto de remembranza agresiva, que enlaza luchas pretéritas con las actuales. «No Shelter» resumía la visión norteamericana del mundo del modo siguiente: «Bury the past, rob us blind» [enterrad el pasado, robadnos sin tasa].

La gira fue todo un acontecimiento incluso para lo que era habitual en Rage. Rabiosa por el respaldo del grupo a Mumia Abu-Jamal, la Fraternal Order of Police organizó piquetes ante las salas de conciertos e hizo un llamamiento al boicot. Tal oposición favorecía, sin duda, a que Rage prosperara. «Está claro que aquello nos hacía justicia —dice Morello—. El hecho de que el sistema nos atosigara alentaba nuestros esfuerzos para seguir adelante.»

A pesar del título del álbum, Rage no esperaba en absoluto que estallaran auténticos enfrentamientos callejeros en las ciudades norteamericanas al poco de salir el disco. Como no lo esperaban Primal Scream, que estaban a punto de lanzar Exterminator (conocido como XTRMNTR por su tendencia a la tipografía brutalista, avocálica), un ataque fulminante contra la aparente apatía de los años noventa: «No civil disobedience», se quejaba Bobby Gillespie en el tema homónimo. Y, con todo, de pronto, ahí estaba la desobediencia civil a una escala inusitada. «Seattle me sorprendió por el nivel de activismo —dijo Naomi Klein—. Soprendió a los organizadores. A todos.»

***

En este momento de capitalismo triunfante, de flujos dinerarios interplanetarios y con un Dow Jones en plena erección —escribía Time—, todas las dudas y furias declaradas acerca de la economía global se concentraron en las calles del centro de Seattle e irrumpieron a través de los escaparates de la tienda Nike.

Meses antes de la Cumbre de la OMC en la ciudad, ya estaba claro que el 30 de noviembre sería un día señalado para la antiglobalización. Ajena a toda prudencia, la OMC decidió reunirse en una región célebre por su activismo. Sindicatos, estudiantes, ecologistas, ONGs y una reducida pero bulliciosa camarilla de anarquistas de Eugene, Oregón, se contaban entre los 700 grupos que pretendían hacerse oír para la ocasión.

[Éste es] el acontecimiento más importante en el que cualquiera de nosotros en esta sala va a participar en su vida —afirmó el líder sindical Ron Judd a los organizadores de la protesta en el mes de marzo—. Vamos a cerrar Seattle.

Para ellos, la OMC, fundada en 1995, representaba la peor cara de la globalización y no sólo en lo tocante a cuestiones prácticas como el daño medioambiental, la supresión de los derechos de los trabajadores o la complacencia con determinados dictadores, sino por un profundo sentido de que algo acerca de todo el laberinto global de las finanzas apestaba. En ese sentido, las demandas prácticas no resultaban siempre conciliables: las economías del Tercer Mundo no querían verse atadas de manos por la presencia de sindicatos fuertes ni de una legislación medioambiental, por ejemplo. Algunos propugnaban el anarquismo, otros el socialismo, otros un capitalismo más ético. Los había que acababan de llegar al mundo del activismo, otros eran veteranos curtidos. «En los años sesenta, yo marché por la paz y la justicia —declaraba uno de ellos a Time—. Y ahora he vuelto.»

La noche del 29 de noviembre el Key Arena de Seattle acogió una «Gala del Pueblo», con actuaciones del No WTO Combo montado para la ocasión por Jello Biafra y de Spearhead de Michael Franti, más los discursos de Michael Moore y del veterano de SDS [Students for a Democratic Society] Tom Hayden. En el almacén de Denny Street, los activistas cargaron energías para la jornada poniendo discos de Rage. A la mañana siguiente, 30.000 sindicalistas se concentraron en el Memorial Stadium, al tiempo que miles de manifestantes empezaron a apiñarse en el centro de la ciudad. La mayoría se dedicó a acciones tan inocuas como bloquear el tráfico con sentadas y a gritar «¡Vergüenza!» o «¡Violencia no!», pero algunas docenas de anarquistas, enmascarados con capuchas y pañuelos, empezaron a destrozar los escaparates de tiendas como Nike Town y Gap. Por la noche, el alcalde Paul Schell había llamado a la Guardia Nacional, impuesto el toque de queda y cerrado el acceso de los activistas en un área de 50 manzanas del centro urbano. Los arrestos empezaron a la mañana siguiente en cuanto los opositores dedicados a la acción directa empezaron a bloquear las carreteras de acceso a Seattle. El resto es más que conocido: las balas de goma y los gases lacrimógenos, los ladrillos y los cristales rotos, las proclamas y las contraproclamas. En un balcón, un espontáneo puso a todo volumen «The Star-Spangled Banner», de Hendrix, que resonaba sobre Pike Street anegada por el humo. En otro momento de la refriega, el activista Andrew Boyd se dio cuenta «de que las furiosas aunque contenidas energías correteando por las calles nunca podrían resumirse en una canción folk: ahora formamos parte de la Nación Hip-Hop. El ritmo de los cánticos era más sincopado. La energía era fiera y a la vez traviesa».

Los Rage, que estaban dando un concierto en Worcester, Massachusetts, con un piquete de 300 polis en el exterior, lo vieron por televisión.

Resulta difícil desentrañar las turbulencias políticas del momento de las turbulencias internas de la banda —suspira Morello—. Fuera de la burbuja del grupo, existe esta música que está teniendo su efecto en el mundo y hay chicos en Seattle que están tratando de cambiar la historia, mientras nosotros andamos preocupados por el diseño de las camisetas y decidiendo sin agarrarnos del cuello cómo debería ser el próximo sencillo. Siempre me dio la sensación de que si hubiéramos podido centrarnos unas horas más en los asuntos del mundo en lugar de pasarlas en la sala de ensayo, habríamos sido capaces de obtener mayores resultados prácticos.

El aullido de Zack de la Rocha y el estrépito de un ladrillo contra el escaparate de Nike Town eran dos expresiones sonoras del mismo anhelo. En Seattle la violencia fue espontáneamente censurada por la mayoría de los activistas como una salida fácil y chapucera, pero fue también en gran medida lo que llamó la atención del mundo y convirtió la antiglobalización en la cuestión del día, al tiempo que generaba el cosquilleo de la adrenalina prohibida. Rage Against the Machine era lo que uno deseaba escuchar cuando se hallaba ante una falange de agentes antidisturbios o asaltando un Starbucks. Radiohead aportaba la banda sonora para la mañana siguiente, mientras uno hojea algún texto de Chomsky o Klein, preguntándose qué cabe hacer ahora.

Mi influjo personal sobre Radiohead se ha exagerado enormemente —le dijo Klein a Stephen Dalton de Uncut—. La banda ya tenía este ideario mucho antes de leer mi libro, pero hasta hace un par de años en política no estaba sucediendo mucho en lo que uno pudiera intervenir. Ése es el modo en que funcionan los movimientos: son contagiosos.

Klein procedía de un medio radical: había nacido en Canadá porque sus padres, un pediatra y una cineasta feminista habían abandonado Estados Unidos como protesta contra la Guerra del Vietnam. Durante los trayectos en coche de su infancia, los Klein ponían canciones de los Weavers y los Freedom Singers. La modalidad de rebelión adolescente de Naomi fue «consumismo sin tasa», de modo que cuando pasó a escribir sobre marcas comerciales, la suya no era la visión de una purista mojigata.

En No Logo, Klein llevó a la izquierda a centrarse en el nuevo elenco de villanos: Gap, Starbucks, Nike, Guess, los rostros amables del capitalismo transnacional. Esto no era un repaso por los sesenta sino un nuevo y persuasivo lenguaje de protesta en el que los zapatos que calzabas y el café que tomabas pasaban a ser campos de batalla políticos. El libro de Klein aupaba a los oponentes del credo basado en las marcas como estilo de vida, entre los que se contaban los activistas contra las maquiladoras, el movimiento Reclaim the Streets y los Cultural Jammers [intrusos culturales] que manipulaban los soportes publicitarios para mofarse de los productos que éstos solían anunciar.189

Al parecer, Radiohead jugó con la idea de llamar a su álbum venidero No Logo, algo que habría sido una pésima idea. En su lugar, mantuvieron sus principios y en su siguiente gira evitaron los grandes recintos patrocinados y se decidieron por carpas montadas al aire libre. Aunque, como dijo el guitarrista Ed O’Brien, si No Logo «podía darte auténticas esperanzas», eso mismo no se tradujo en las canciones de Kid A (2000) y Amnesiac (2001).

En estos dos álbumes, Yorke derivó de pesimista a catastrofista más perturbador por su opacidad. En el tema «In Limbo» canta acerca de «un mensaje que no puedo leer» y Kid A es un mensaje que nosotros no podemos leer. El oyente se siente alguien que está escuchando a hurtadillas las palabras de un sonámbulo o un espía con un equipamiento de escucha defectuoso tratando desesperadamente de analizar los fragmentos: «Everyone has got the fear» [todos tienen ese miedo]; «the shadows at the edge of my bed» [las sombras al borde de mi cama]; «Fireworks and hurricanes» [fuegos artificiales y tormentas]. Algo va rematadamente mal, pero resulta imposible saberlo. Sobre el ritmo electrónico liofilizado de «Idioteque», Yorke va farfullando premoniciones fatales y asegura: «We’re not scaremongers / This is really happening» [no somos alarmistas / esto pasa de verdad]. Un mensaje en la carátula sugiere la autosatisfacción vengativa de un industrioso Jeremías que por fin descubre la inminencia del fin del mundo. «You have no one to blame but yourselves and you know it» [no tenéis nadie a quien culpar sino a vosotros mismos, y lo sabéis]. Ambos discos parecen paralizados por el pánico y representan la cara opuesta del posibilismo de No Logo. Yorke no consigue salir adelante, no puede actuar.

Amnesiac contiene el tema de Radiohead más próximo a lo que es una canción protesta, «You and Whose Army», aunque tampoco tanto. Lanzada el verano de 2000, con una cáustica dedicatoria a Tony Blair, canaliza a manera de mudo pugilato el desagrado de Yorke por el oportunismo de Blair en la cumbre de Colonia. Cantando con micrófonos amortiguados con cajas de huevos, suelta sus belicosas palabras («Come on if you think you can take us all» [venga, vamos, si crees que puedes con todos nosotros]) con una agitación tan confusa que uno duda que pueda siquiera alzar un puño. Su pulso se acelera sólo cuando se ve liderando una tropa de «caballos fantasmas» contra sus enemigos, pero dura poco y, cansinamente, va degradando los acordes de piano hasta el silencio. Yorke explicó la atmósfera de los álbumes a Simon Reynolds como «la sensación de ser un espectador incapaz de tomar parte».

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El 18 de octubre, sólo un par de semanas después de que Kid A pasara a ser el álbum más vendido en Estados Unidos, Zack de la Rocha anunció que abandonaba la banda. Las deficientes líneas de comunicación del grupo se habían roto finalmente y Renegades, un disco de versiones con canciones protesta clásicas de Bob Dylan, Bruce Springsteen, los Rolling Stones, Minor Threat y MC5, aparecería a título póstumo.

Quedamos muy por debajo de nuestras expectativas —suspira Morello—. Yo confiaba en que, dada la coyuntura histórica pertinente, esta banda de rock podría haber comenzado la revolución social en Estados Unidos, para cambiar al país irrevocablemente. No percibía límites al potencial impacto que una fuerza cultural como aquélla podría albergar. Pensaba que ese límite era el cielo. Mis amigos se sorprenden de que diga eso, visto que Rage Against the Machine era considerada la banda política más exitosa comercialmente, lo cual está muy bien, pero mis esperanzas eran mayores.

Compartamos o no la creencia de Morello en el potencial de la banda, el momento de la ruptura resultó tremendamente cruel. Tras haber montado guardia a lo largo del período políticamente más letárgico en décadas, el grupo se desbandó cuando estábamos al borde de un amplio despertar. Estaba, sin duda, el movimiento antiglobalización, que alcanzaría su clímax violento con las batallas callejeras en la ciudad de Génova durante la cumbre del G-8 en julio de 2008, pero se produjeron otras transformaciones que no podrían haber predicho. Sólo 20 días después del anuncio de De la Rocha, los norteamericanos acudieron a las urnas para elegir a un nuevo presidente.

Nadie pensaba que fueran unas elecciones para el cambio. El vicepresidente Al Gore era un gestor político soso y cauto que acabó perdiendo 3 millones de votos izquierdistas a manos del Partido Verde de Ralph Nader. El candidato republicano George W. Bush se presentó a sí mismo como un «conservador compasivo», con vistas a construir un consenso bipartidista y evitar conflictos en el extranjero. Nader los llamaba «Zipi y Zape»; los comentaristas bromeaban alternando sus iniciales (Gush y Bore: chorreo y engorro). En su vídeo para el sencillo de Rage «Testify», Michael Moore fundió digitalmente a ambos candidatos, comparó su retórica curiosamente parecida y mostró un letrero de una vetusta película de ciencia ficción que rezaba: «¡Parecen ser dos pero hablan como uno!».190

La contienda ajustadísima concluyó en Florida, donde la batalla por los decisivos 25 colegios electorales del estado se alargó más de un mes entre recuentos y disputas legales, antes de que el Tribunal Supremo, por 5 votos a 4, decretara la interrupción del conteo, premiando así a Bush con la presidencia. Pocos sospechaban que el nuevo presidente seguiría un programa de línea dura y nadie podría haber predicho el acontecimiento súbito y terrorífico que lo alentaría a meter al país en dos guerras largas y desastrosas. En cualquier caso, cabe reseñar lo extraordinario y retrospectivamente ominoso que resulta que, un mes antes de las elecciones, en el álbum más vendido del país apareciera Thom Yorke farfullando esta premonición espantosa: «Ice age coming, ice age coming…» [se cierne la edad de hielo, la edad de hielo…].