Steve Earle, «John Walker’s Blues», 2002
Contar lo indecible tras el 11 de septiembre
Foto de John Walker Lindh, con 19 años, en una escuela religiosa de Bannu, Pakistán, 2000.
Las semanas anteriores al 11 de septiembre de 2001, el cantante de country-rock Steve Earle estaba pensando en un álbum de canciones protesta. Ya tenía una en el bote: «Amerika v 6.0 (The Best We Can Do)», un ataque contra el sistema de salud estadounidense que había escrito para la película de Nick Cassavetes John Q. Sin embargo, cuando dos aviones secuestrados derribaron el World Trade Center de Nueva York, otro se estrelló contra el Pentágono y un cuarto, presuntamente dirigido hacia la Casa Blanca, cayó en un prado de Pensilvania, en Estados Unidos pareció cancelarse de golpe toda opción disidente.191
El 14 de septiembre, diversos medios de comunicación reimprimieron un correo electrónico que había hecho circular el coloso radiofónico Clear Channel. Éste listaba más de 150 canciones «de contenido cuestionable» que los DJ debían evitar; entre ellas se contaban «War», «Imagine», «Eve of Destruction» y el repertorio entero de Rage Against the Machine. Clear Channel aclaró enseguida que, más que de una lista negra, se trataba de una simple orientación pero en el clima febril posterior al 11-S, la autocensura era un instinto tan agudo que la mayoría de los DJs acataron la lista por cuestión de «sensibilidad». Tal como comentó Tom Morello de Rage Against the Machine, «en el caso de que nuestras canciones sean “cuestionables” en algún sentido, sería en el de que alientan a la gente a cuestionar el tipo de ignorancia que alimenta la intolerancia. La intolerancia que puede conducir a la censura y a la extinción de las libertades civiles o, en caso extremo, al tipo de violencia que acabamos de presenciar».
Morello tenía razón al observar que la tragedia humana del 11-S estaba, como una nube de polvo, borrando de la esfera pública cualquier debate acerca del contexto político de los ataques y, como apuntó el periodista L. A. Kaufman, «interrumpiendo definitivamente la dinámica creciente de los movimientos por la justicia global». La propia política se volvió «insensible». Steve Earle no tardó en darse cuenta de que Cassavetes ya no le devolvía las llamadas relativas a «Amerika v 6.0»… Según parece, hasta la cobertura sanitaria había dejado de ser tema de debate.
De manera predecible, los norteamericanos abrazaron en masa canciones que pudieran exhibir como un blindaje. La patriótica y sempiterna «God Bless the USA» de Lee Greenwood reapareció en las ondas por todo lo alto, al tiempo que una encuesta de la empresa Harris de finales de septiembre reveló que el 70 % de los encuestados había cantado «God Bless America» las últimas semanas. ¿Qué posibilidades tenía una canción protesta en un ambiente así? Desde que Pearl Harbor obligara a los Almanacs a renunciar a sus canciones sindicales, ningún acontecimiento había acallado de modo tan abrupto las voces habitualmente contestatarias. Michael Stipe de R. E. M. se refirió al período como «el gran silencio». Y estaba claro que quien fuera a romper ese silencio las pasaría canutas.
***
Steve Earle nunca fue un cantante country convencional. Fue en 1968 cuando empezó actuando en cafés de San Antonio, Texas, un tierno chaval de 14 años, y su mente se abrió de par en par: por el LSD, por la causa antibélica y por el Manifiesto comunista. Marx, según le dijo a su biógrafo Lauren St John, le dio «la idea de que las canciones deberían tratar de algo, de que había más cosas de que hablar que las chicas, por más que yo siga escribiendo de chicas».
El álbum de debut de Earle, Guitar Town (1986), revelaba una humanidad curtida y proletaria inspirada directamente en Bruce Springsteen: el New York Times lo bautizó como uno de «los hijos de Bruce». En el disco Copperhead Road (1988) tamizó sus conocimientos sobre Vietnam y se convirtió en firme opositor a la pena capital después de trabar amistad con Jonathan Wayne Nobles, un asesino convicto que esperaba ser ejecutado en Ellis Unit One en Texas. Pero su activismo, entre otras cosas, se vio neutralizado por una creciente afición a la heroína y al crack, que amenazaban con mandarlo prematuramente a la tumba. Después de desintoxicarse en 1994, reavivó su celo político con el tema contrario a la pena capital «Ellis Unit One» y un lamento por los ideales perdidos, «Christmas in Washington»: «Come back Woody Guthrie / Come back to us now» [vuelve Woody Guthrie / vuelve a nosotros ya]. Cuando le preguntaron si se identificaba con el proletario Guthrie, Earle objetó: «Yo la verdad es que me puedo identificar más fácilmente con Bob Dylan: ser de clase media y sentirse culpable por ello y convertirte en radical por eso mismo».
Earle estaba de gira por Europa en diciembre de 2001 cuando oyó por vez primera el nombre de John Walker Lindh. Lindh era un norteamericano de 21 años, bautizado como John en honor a Lennon y que había crecido en los estados de Maryland y California. Se había empezado a interesar en el islam a través de raperos como Ice Cube y Public Enemy y se convirtió en 1997. Estudió árabe en Yemen y luego prosiguió su formación en una madrasa radical en Pakistán. En mayo de 2001 cortó la conexión con su familia y se trasladó a Afganistán para unirse al régimen talibán y luchar contra los rebeldes de la Alianza del Norte. Entonces, estalló el 11-S.
Antes siquiera de que se hubiera aposentado el polvo en la zona cero, la invasión de Afganistán por parte de Estados Unidos estaba cantada. Los talibanes refugiaban orgullosamente a Osama bin Laden y a Al-Qaeda, los principales sospechosos de los ataques del 11-S, a la vez que rechazaron el ultimátum estadounidense de entregar a todos los líderes de Al-Qaeda y de cerrar los campos de entrenamiento de terroristas en el país. Con el índice de popularidad de Bush disparado al 90 % y una proporción similar de norteamericanos favorable a la intervención militar, jamás existió la posibilidad real de evitar el conflicto. Los primeros bombardeos aéreos golpearon Afganistán el 7 de octubre.
Cuando empezó la invasión y la Alianza del Norte pasó a ser aliada de los norteamericanos, Lindh siguió luchando con los talibanes. Fue apresado por la Alianza el 25 de noviembre, escapó al poco durante un levantamiento de los talibanes en la cárcel improvisada en la que permanecía cautivo y fue capturado de nuevo el 1 de diciembre, fecha en la que esta figura algo delirante, enjuta, de labios cortados y voz ronca se presentó al resto del mundo en una entrevista de la CNN.
Earle quedó impactado por el hecho de que Lindh tuviera la misma edad que su hijo Justin.
Me di perfectamente cuenta de que lo que le había sucedido podría haberle pasado a mi hijo, a tu hijo y al hijo de cualquiera —declaró a John Harris del Guardian—. Nadie en mi país estaba dispuesto a aceptar eso. Y se trata de una de las historias más norteamericanas que he oído jamás: accedió al islam a través del hip-hop, algo que me resulta fascinante. Ya andaba curioseando fuera de su cultura, como suelen hacer tantísimos chavales norteamericanos.
Earle empezó a escribir una canción desde la perspectiva de Lindh: «No soy más que un chico norteamericano cualquiera, educado por la MTV». Cantando en algo similar a un croar afónico según la voz de Lindh en el vídeo de la CNN, el narrador de «John Walker’s Blues» es un adolescente alienado a tientas en busca de una identidad cultural a la que sentir como propia. En Afganistán, «lucha por lo que cree» y lo devuelven «a tierra de infieles». El coro es una frase del Corán («Asshadu an la illaha il Allah» [no hay más Dios que Dios]) y el cierre de la canción es la grabación de una plegaria coránica. Dejando de lado el contexto políticamente cargado, se trata de una clásica canción de un fuera de la ley encarnada en primera persona, en la que Lindh ejerce de sucesor del reo cantado por Death Row en «Billy Austin» y del desesperado veterano del Vietnam que aparece en «Copperhead Road».
Cada vez se me hizo más claro que John Walker estaba siendo utilizado como advertencia para cualquier norteamericano que se saliera de la norma mientras se libraba esta guerra contra el nuevo hombre del saco —explicó Earle—. Yo estaba tratando de humanizarlo porque todo el mundo se empeñaba en demonizarlo.
Sin embargo, la ebullición patriotera en Estados Unidos durante 2002 hacía particularmente difícil propagar esta suerte de empatía. Cuando le contó a su amigo Elvis Costello sus planes de sacar la canción, éste contestó que «estaba como una chota».
Earle incluyó la canción en su álbum siguiente, Jerusalem, donde acompañaba a la recuperada «Amerika v 6.0 (The Best We Can Do)», así como al mensaje de «todo se andará» en «Ashes to Ashes», a la antibélica «Conspiracy Theory» y a la canción homónima del álbum, acerca del punto muerto en que se hallaba Oriente Medio. El disco debía salir en septiembre de 2002, pero algunas copias fueron enviadas a ciertos críticos un par de meses antes y entonces estalló la tormenta. «Perversa balada celebra a la rata talibán», ladró el New York Post el 21 de julio. «¿Alguien puede creer que un norteamericano pudiera haberle escrito un panegírico a Hitler durante la Segunda Guerra Mundial?», preguntó absurdamente un comentarista en la CNN.
En aquel mismo momento, las emisoras country no dejaban de amartillar otra canción de Nashville: el aullido guerrero de Toby Keith «Courtesy of the Red, White and Blue (The Angry American)», donde Keith no dejaba sin tocar ninguna tecla patriotera: la bandera ondeando orgullosa, el tañido de las campanas de la libertad, el vuelo majestuoso de un águila, una estatua de la libertad agitando el puño, Afganistán «encendido como el 4 de Julio», etcétera, como si fueran otros tantos adhesivos pegados a la furgoneta de un paleto.
Ese disco me avergüenza —se quejaba Earle—. Pretende complacer a cierta audiencia, pero hacerlo en las circunstancias presentes es peligroso. Me temo que alguien de tez oscura y ropa distinta a la que se suele vestir en Tennessee salga malparado por culpa de esta canción. Me asusta.
Mientras la canción de Keith volaba alto, Earle escribió para la carátula de Jerusalem: «Últimamente, me siento como el hombre más solo de Norteamérica».
***
Pero Earle no era la única voz disidente en la música norteamericana, aunque hubiera que hurgar un poco para encontrar otras. El hip-hop, por ejemplo, se había visto agarrotado por los ataques del 11-S y había acallado su ya menguante voz antisistema. Algunos raperos cuyo orgullo territorial no solía ir más allá del patio trasero de su casa, se transformaron de pronto en patriotas de lo más machote. «Respaldamos a Estados Unidos —le dijo al Washington Post el magnate del rap Suge Knight—. En este momento, ya no existen el gueto, las clases medias y los ricos: sólo Estados Unidos.»
Así pues, Wu-Tang Clan se salió de su laberinto de matemáticas islámicas y misteriosas teorías de la conspiración para proclamar «America, unidos podemos, divididos caemos», en su tema «Rules»; el MC Mystikal de Nueva Orleans, veterano de la Primera Guerra del Golfo, grabó la desafiante «Bouncin’ Back (Bumpin’ Me Against the Wall)»; MC Hammer convenció a un puñado de congresistas estadounidenses de que bailaran en el vídeo de su nuevo y vigorizante sencillo «No Stoppin’ Us (USA)», y Canibus fue más lejos que nadie en la demencia belicosa de su «Draft Me!»: «I wanna fight for my country / Jump in a Humvee and murder those monkeys!» [quiero luchar por mi país / montarme en un Hummer y asesinar a esos monos]. No es que este estilo de letras fuera algo habitual, pero resultaba sorprendente que se llegara siquiera a expresar tales sentimientos. En «What Would You Do», el rapero Paris soltaba: «Before 9/11 motherfuckers could’t stand [Bush’s] name / Now even niggas waving flags like they lost their mind» [antes del 11-S los hijoputas no toleraban el nombre [de Bush], / ahora hasta los niggers ondean banderas como dementes].
¿Cómo llegó a suceder esto? Sin duda, el dinero que había en juego no incitaba a tentar a la suerte: existía el riesgo de perder espacio en las ondas, ventas y contratos de patrocinio, de denuncias histéricas por parte de los tabloides y locutores radiofónicos. Mejor calladitos. Pero sucede también que en muchos casos no había siquiera ganas de hablar: el músculo de la protesta estaba flácido.
Durante los años Clinton no hubo un enemigo común del que alimentarse, de modo que el hip-hop tendió hacia un modo más relajado —sugiere Damien Randle del dúo de Houston Legendary K. O.—. Para cuando Bush hijo asumió el cargo, la industria creía que los consumidores no deseaban volver al rollo sociopolítico y preferían mantenerse en la onda escapista.
Criticar la guerra requería cierto grado de conocimiento geopolítico. Por el contrario, para responder a una atrocidad palmaria cometida en el corazón de la nación (y Nueva York era también el epicentro del hip-hop) bastaba una reacción visceral. Así que la reducida disensión que se dio provino de veteranos curtidos como Public Enemy («Son of a Bush»), Paris (Sonic Jihad), Nas («Rule») y Michael Franti («Bomb the World»), todos los cuales tenían poco que perder en términos de aprobación mayoritaria.192
El mundo del rock se mantuvo, si cabe, más discreto. Mientras Earle estaba siendo sometido a juicio por los tabloides, otra voz progresista de largo recorrido, Bruce Springsteen, surcó un curso peculiar con su álbum sobre el 11-S, The Rising. Sin ondear la bandera ni quemarla, se dirigió a los equipos de salvamento y a las propias víctimas con un relato edificante sobre la resistencia y el renacer. «Todo lo que la gente tiene es esperanza —explicó—. No se puede dejar de ser crítico, pero la esperanza se basa en el mundo real: la vida, la amistad, el trabajo, la familia, el sábado noche. Ahí es donde reside.» Se trataba de viejos temas springsteenianos, desempolvados y aprovechados para la ocasión.
Para cuando la tormenta mediática azotó a Steve Earle, no obstante, la atención del mundo estaba virando de la misión presente en Afganistán a otra inminente y más controvertida en Irak. «Ha sido un año largo y extraño y, os doy mi palabra, el que viene será más largo y más extraño —declaró Earle ante el público de Filadelfia aquel otoño—, pero recordad que, digan lo que digan, nunca jamás resulta antipatriótico ni antiamericano cuestionar lo que sea en una maldita democracia.»
***
En marzo de 2003, un grupo de congresistas que se reunió con la consejera de Seguridad Nacional Condoleezza Rice recibió una visita sorpresa del presidente Bush. «Que se joda Sadam —soltó el comandante en jefe—. Lo vamos a liquidar.» La administración Bush estaba repleta de halcones conservadores en política exterior, tales como Donald Rumsfeld y Paul Wolfowitz, quienes creían que Estados Unidos debía suprimir regímenes potencialmente peligrosos con ataques preventivos, en lugar de limitarse a «contenerlos» mediante sanciones e inspecciones. Creían que el mundo era un campo de minas y que sólo Estados Unidos tenía el poder y la autoridad moral para despejarlo. En lo más alto de su lista de objetivos estaba el Irak de Sadam Husein y el 11-S les brindó una oportunidad de oro. Tan pronto como Tony Blair, que ya tenía cierta práctica en lo que él llamaba intervención humanitaria en Kosovo y Sierra Leona, se dio cuenta de que Bush tenía a Irak en el punto de mira, decidió que Gran Bretaña no tenía más opción que la de arrimarse a Norteamérica.
Sea como fuere, la prevención no era una doctrina fácil de vender a la población de ninguno de los dos países, de tal modo que el casus belli oficial se reveló más que maleable. De entrada, la administración Bush trató de demostrar la existencia de vínculos entre Irak y los secuestradores del 11-S. Cuando tales vínculos se demostraron inexistentes, reunieron pruebas que señalaban a Sadam como poseedor de armas de destrucción masiva (ADM) e ignoraron todo hallazgo que demostrara lo contrario. El caso fue alegremente sazonado con los abusos de los derechos humanos por parte de Sadam, su violación de las resoluciones de la ONU y la amenaza potencial que representaba para la estabilidad de la región.
Bush deseaba apartar a Sadam a través de la acción militar, justificada por la conjunción de terrorismo más ADM —revelaba un informe secreto de Downing Street en julio de 2002—, pero las pruebas de espionaje y los hechos se fueron apañando según el objetivo trazado.
Por espurios que resultaran muchos de los motivos aducidos, se logró así domeñar a la oposición: si los expertos afirman que Sadam es una fuerte amenaza, quizá así sea. La incertidumbre nutría la apatía, tal como Gus Garvey, líder de la banda Elbow de Manchester, descubrió cuando el grupo tocó en el festival V en agosto de 2002.
Yo dije «Sé que vais a pasar una tarde fantástica» y todos aclamaron. «Sé que vais a pillar una buena cogorza» y todos aclamaron. «Sé que vais a decir a vuestros líderes electos que no deben matar a nadie en vuestro nombre», y se hizo un silencio pétreo entre los 17.000 asistentes. Aquello me dejó completamente anonadado.
Unos meses después, Elbow ensayó una versión deliberadamente afectada de «Something in the Air» de Thunderclap Newman, a modo de comentario satírico.
El original resulta bastante radical —dijo Garvey—. Nosotros deseábamos darle un aire letárgico, casi cómico, porque hoy en día existe un espíritu letárgico general entre la juventud. Los jóvenes siempre han sido los que han alzado la voz y ahora resulta que a nadie le importa un huevo. Eso da más miedo que la propia amenaza. Expresar tu opinión o desafiar a la autoridad ya no es guay. Si te ven agitando el puño sobre una tarima la cosa resulta casi excesivamente sesentera.
Garvey canalizaría más tarde su decepción con la enfurecida «Leaders of the Free World» (2005): «Creo que se rompió un eslabón, como si los sesenta no hubiesen ocurrido».
A finales de 2002, Garvey era uno de los únicos seis nombres provenientes de la música popular registrados en la web Stop the War, una representación enclenque comparada con las docenas de escritores, actores y cineastas. Los otros eran Billy Bragg, Brian Eno, Kevin Rowland (excantante de los Dexy’s Midnight Runners), Damon Albarn de Blur y Robert «3D» Del Naja del dúo Massive Attack. Albarn, un pacifista comprometido, había llevado una camiseta de CND [Campaña para el Desarme Nuclear] a la gala de los premios MTV Europa en noviembre de 2001 y proclamó: «Bombardear uno de los países más pobres de la tierra es injusto. Tenéis una voz, usadla». «Me sentí bastante idiota —dijo unos meses después—. Sentí que estaba solo, pero estoy contento de haberlo hecho.»
Del Naja se sentía «algo inseguro» acerca de la Guerra de Afganistán, pero se oponía firmemente a cualquier acción en Irak. Él y Albarn empezaron a hablar regularmente acerca de la situación y a forjar vínculos con el recién fundado movimiento Stop the War y con el venerable CND, a fin de movilizar a los fans musicales para que se sumaran a las manifestaciones. Del Naja es una peculiar y entrañable combinación de curiosidad intelectual, principios y modestia, que no se adentró en la arena política hasta la segunda intifada palestina del año 2000. Para el caso que nos ocupa, decidió contactar con otros músicos a través de sus mánagers en lugar de hacerlo directamente, a fin de no ser acusado de practicar chantaje moral. Para su perplejidad y la de Albarn, las respuestas fueron inamovibles: no.
Había diversas razones para ello. Algunos estaban verdaderamente convencidos de que existía justificación para la guerra; algunos llegaron incluso a preguntar a Del Naja si apoyaba a Sadam. Otros temían la controversia. También los había que estaban hartos de verse atacados por su visión política. «No me resulta factible decir nada —dijo Nick Wire de Maniac Street Preachers—. Creo que sería malinterpretado.» Otros dudaban de que su implicación fuera a servir de nada. «Quizá quienes seguimos creyendo que tiene sentido implicarse en la acción política estemos pasados de moda —dijo un apurado Brian Eno—. Quizá [otros músicos] piensen que el debate no conduce a nada. Y a veces estoy de acuerdo.» O, tal como lo expresó el líder de Oasis Liam Gallagher, «Nadie va a escuchar a un cretino de Blur… Si nadie escucha siquiera a Bono».
Pero muchos declinaron por los mismos motivos por los que algunos músicos de simpatías laboristas rehuyeron la movilización de Red Wedge: no querían firmar por una campaña que era de otro.
Creo que se trata de un problema de vanidad —reflexionó Del Naja—. Los grupos gustan de identificarse con causas específicas. Lo que Damon y yo tratamos de hacer es trascender un poco todo eso, pero, a medida que la cosa avanzaba, dejamos de pensar en los grupos y nos pusimos a pensar en la gente.
Del Naja y Albarn acabaron sumándose a unos 400.000 manifestantes en Londres para la primera gran marcha organizada contra la guerra en septiembre de 2002, firmaron peticiones, escribieron blogs apasionados y pagaron anuncios en los semanarios musicales destinados a concienciar a la población. Lo que no hicieron, sin embargo, es escribir canciones al respecto: «Se necesita un talento especial, del que no creo estar dotado, para escribir una canción que te absorba sin mostrarte dogmático en el discurso», dice Del Naja.
Una persona con la que este par no contactó, y quizá habrían debido, fue el hombre que grabó la primera canción protesta importante sobre las guerras de Bush y Blair: el antiguo niñato de banda adolescente convertido en estrella mimada del soul George Michael. Fue una lástima que su tema de agosto de 2002 «Shoot the Dog» tuviera un ritmo dance-pop algo anodino, una letra incoherente y contara con un vídeo animado más bien estúpido, pero la valentía del autor resulta innegable. Michael fue ridiculizado en los tabloides de ambas orillas del Atlántico.
Me deprimió terriblemente la ausencia de muestras de apoyo —se quejaba más tarde—. ¿Qué clase de esnob había que ser para no pedirme que continuara participando en aquello? Acababa de dar un paso al frente. En realidad, había hecho un disco para verme escarnecido. Leí las entrevistas con Damon Albarn: resultaba terriblemente simplista y estaba muy desinformado. Y, ya sabes, por entonces se creían demasiado buenos como para llamarme a mí.
Entre tanto, una figura mayúscula de la que se habría esperado que se uniera al bando antibélico, vista su rabia ante la realidad centroamericana en los ochenta, mantenía un diplomático silencio. Bono se había convertido en portavoz para las cuestiones de desarrollo del Tercer Mundo y sentía que cualquier comentario acerca de Irak podría enemistarlo con los políticos responsables de la ayuda exterior.
Te preguntan: «¿Ya no alzas la voz? ¿No sales a la calle?» —dice Bono—. Yo renuncié a ese derecho tan pronto como estuve en la posición de expresar las aspiraciones de millones de personas que no tienen voz. Le dije a Condi [Rice] «Piensa en lo que pasó en Irlanda. El ejército británico llegó a Irlanda para proteger a la minoría católica, pero cuando uno se apuesta en las esquinas con casco y uniforme caqui, armado, enseguida pasa a ser el enemigo». Aunque yo no estaba allí para eso.
Sean cuales fueren las razones, para el resto de los años Bush se estaba imponiendo una pauta de desunión: varios músicos dispares expresaban su disensión, sintiendo a la vez que eran los únicos en hacerlo. Las protestas fueron llegando en cuentagotas, a menudo en forma de canciones colgadas en la web. Algunas, como el solemne tema acústico de R. E. M. «Final Straw», el ardiente hip-hop de Zack de la Rocha «March of Death» y la sardónica «The Price of Oil» de Billy Bragg, eran temas potentes. Y otras, como «In a World Gone Mad» de Beastie Boys y la asombrosamente petulante «We Want Peace» de Lenny Kravitz, no. Para ser honestos, ninguna arrastraba a su audiencia con la eficacia con que Toby Keith extasiaba a la suya. En cualquier caso, el pronunciamiento político definitorio del mundo musical en aquel período —de hecho, el más significativo en muchos años— no fue una canción sino un comentario espontáneo formulado en un escenario londinense.
***
Antes del 10 de marzo de 2003, nadie habría señalado a las Dixie Chicks como potenciales provocadoras. Natalie Maines, Emily Robison y su hermana Martie Maguire eran de Lubbock, Texas, un sólido feudo republicano. Cuando cantaban el himno nacional en los partidos de los Texas Rangers en la década de los noventa, el gobernador George W. Bush y su esposa se sentaban en tribunas de primera fila y solían charlar con ellas. En enero de 2003, interpretaron el himno nacional durante el espectáculo del tiempo de descanso de la Superbowl. Unas semanas después, el 1 de marzo, alcanzaron un récord de venta de entradas, facturando 49 millones de dólares para su gira inminente. Su álbum Home seguía por sexta semana en lo alto de las listas de country, con el sencillo «Travelin’ Soldier», que llevaba el mismo camino. No había duda de que eran las novias del country.
Por entonces, Estados Unidos y sus aliados estaban a pocos días de la guerra con Irak. Durante meses, Blair había concentrado sus esfuerzos en asegurarse una nueva resolución de la ONU para autorizar la invasión, pero el presidente francés Jacques Chirac declaró que vetaría la resolución, al tiempo que un portavoz de la Casa Blanca dejaba claro que si Naciones Unidas no actuaba, Estados Unidos se encargaría de hacerlo. Los entresijos que se revelaron más tarde, esto es, que Estados Unidos y Reino Unido ya tenían decidida su guerra, confirmaron lo que muchos opositores a la guerra empezaban ya a sospechar. El 15 de febrero, los manifestantes contra la guerra marcharon por 600 ciudades de todo el mundo, algo que aprovechó Michael Moore para montar algunas de las imágenes del vídeo para el tema «Boom!» de System of a Down. Entre el millón largo de personas que se manifestaron en Londres estaban Del Naja, Albarn y Bragg. «Había una sensación de jubilosa inocencia en la creencia de que podríamos cambiar algo —dice Del Naja−, pero, por lo que parecía, aquello no iba a suceder.»
Los titulares del 10 de marzo iban cargados de ADM, ultimátums y escaramuzas diplomáticas de última hora. Aquella noche, la gira Top of the World de las Dixie Chicks despegaba en el Empire del área londinense de Shepherd’s Bush. Tras interpretar «Travelin’ Soldier», una canción apolítica sobre un soldado en Vietnam, Maines declaró ante el público:
Sólo para que lo sepáis: estamos del lado bueno con todos vosotros. No queremos esta guerra, toda esta violencia —hizo una pausa, sonrió, jugueteó con los cabezales de la guitarra—. Y nos avergüenza que el presidente de Estados Unidos sea de Texas.
Mientras la sala hervía con una cálida aclamación, Maines sonrió abiertamente a sus compañeras.
Me agarró un calentón de pies a cabeza —dijo más tarde Robison a Time—. Un acelerón del tipo «Ay, ay, ay, mierda». Y no es que no estuviera totalmente de acuerdo con ella, sólo que pensé «Esto se va a poner feo».
Si no hubiera sido por la reportera del Guardian Betty Clarke, el incidente podría haber pasado desapercibido, pero ahí estaba una superestrella de la Norteamérica media condenando explícitamente el apremio de Bush por ir a la guerra: sin duda, aquélla merecía un comentario. Una influyente web conservadora, FreeRepublic.com, se abonó al suceso y empezó a movilizar a sus bases para una campaña de boicot. «Travelin’ Soldier» fue apartada de los repertorios radiofónicos e inició su caída libre en las listas de éxitos, al tiempo que las ventas de Home se redujeron a la mitad en una semana.193 Lipton Iced Tea retiró su lucrativo patrocinio de la gira y algunas emisoras de radio dispusieron contenedores de basura para que los escandalizados fans pudieran arrojar sus cedés de las Dixie Chicks. «Deberían mandar a Natalie a Irak, atarla a una bomba y lanzarla sobre Bagdad», dijo por teléfono un oyente de la emisora WDAF-AM 61 Country. Algunos estadounidenses dotados de buena memoria pudieron pensar en la histeria que rodeó a John Lennon tras decir que los Beatles eran más populares que Jesucristo o en la controversia entre Pete Seeger y la HUAC. Merle Haggard, antaño azote de los jipis, se remontaba más atrás aún, al decir que aquel furor «me recuerda a las cosas que leí sobre Berlín en 1938. Me cabreó, la verdad».
El pecado aparente de las Dixie Chicks era triple: habían insultado personalmente al presidente; lo habían hecho desde suelo extranjero, y habían desafiado a la audiencia republicana de la música country. «Tenía que ser un grupo al que se identificara como unas chavalas norteamericanas de toda la vida —reflexionó luego Maguire—. Quien lo dijera tenía que ser la voz improbable de lo que parece ser el corazón conservador de Norteamérica. Fue perfecto.» En virtud del género musical que cultivaban, el trío se convirtió en el blanco de la furia patriótica de la Norteamérica media; el clamor airado con que fue saludada la banda de rock alternativo Pearl Jam cuando cantaron la satírica «Bu$hleaguer» con una máscara del presidente colgando del micro del cantante Eddie Vedder, se quedó en nada comparado con la vorágine que engulló a las Dixie Chicks.
El 14 de marzo, dos días después de que apareciera la reseña del Guardian, Maines ofreció una disculpa comedida por su comentario «irrespetuoso», a la vez que insistía en la necesidad de hallar una solución diplomática a la situación en Irak. Como le aclaró más tarde a la entrevistadora Diane Sawyer, sentía que había elegido «la expresión equivocada»: «¿Lamento haberlo dicho así? Sí. ¿Lamento haber hablado? No».
Maines no era ninguna alborotadora. No había llamado a asesinar a Bush. No había clamado furibunda contra Amérikkka. Simplemente se había atrevido a expresar una opinión compartida, según revelaban las encuestas, por la gran mayoría de la población mundial. Si sus excusas hubieran sido aceptadas, quizá el asunto se hubiera zanjado ahí. Sin embargo, enemigos anónimos arrojaron basura en el exterior de la casa de Robison y mandaron cartas al padre de Robison y Maguire, llamándolo traidor. Pat Buchanan, el antiguo asistente de los presidentes Nixon y Reagan, la llamó las «Dixie Twits» [cretinas]. El rottweiler de Fox News Bill O’Reilly dijo que se trataba de «una crías necias que merecen una azotaina». Hasta el propio presidente expresó su opinión. «Las Dixie Chicks son libres de expresar lo que piensan —musitó—, pero no deberían sentirse heridas sólo porque algunas personas no quieran comprar sus discos… Ya saben, la libertad es una calle de doble sentido.»
El trío, especialmente Maines, derrochaba una energía temeraria. Posaron desnudas para la portada de Entertainment Weekly con sus cuerpos marcados por algunos de los adjetivos con que se las había calificado las últimas semanas, tanto positivos («patriotas», «valientes») como denigrantemente negativos («zorras dixie», «ángeles de Sadam»). En una escena de Shut Up and Sing, un documental acerca de la controversia, se ve a la banda debatiendo si su carrera se recuperaría alguna vez del veto radiofónico. «Ya que la hemos jodido —reflexiona Maines—, pienso que tenemos la responsabilidad… —se detiene, sonríe— ¡de seguir jodiéndola!»
La parte norteamericana de la gira Top of the World se inició en Greenville, Carolina del Sur, el 1 de mayo, el mismo día en que el presidente Bush cantó victoria sobre la pista de aterrizaje del portaaviones Abraham Lincoln, ante una pancarta que rezaba «misión cumplida». Lamentablemente para las Dixie Chicks, Bush emergía justificado. La invasión había comenzado al alba del 20 de marzo y Bagdad cayó el 9 de abril. El derribo debidamente escenificado de la estatua de Sadam por una multitud de regocijados iraquíes pudo verse en el mundo entero. En el exterior del local de Greenville donde se celebraba el concierto, los voceros de Bush blandían carteles con lemas como «juzgad a las Chics [sic] por traición». En el interior, Maines invitaba ingeniosamente a sus detractores a que las abuchearan, «porque apreciamos la libertad de expresión». Cuando Toby Keith mostró una imagen de Maines acariciando a Sadam, la cantante contraatacó con una camiseta improvisada en la que se leía «FUTK» [Jódete, Toby Keith] y que, afirmó impávida, equivalía a «Friends United Together in Kindness» [Amigos Unidos en Hermandad]. Sin embargo, algunos de sus oponentes eran más peligrosos: en Dallas, fueron escoltadas al escenario por la policía tras recibir una carta anónima en que se decía que Maines sería asesinada durante el concierto. Iban curtiéndose a cada paso, hasta empezaron a bromear sobre ello. En una conferencia de prensa Martie Maguire dijo: «Hemos sabido que han convertido nuestra experiencia en un verbo: “you can get Dixie Chicked” [te podrían dixiechiquear] —sonrió—. Bueno, si hemos de servir de ejemplo, muy bien».
***
Tras el asunto de las Dixie Chicks, el escenario varió. Maines, Robison y Maguire habían sido acosadas, abucheadas, boicoteadas y amenazadas y no sólo habían sobrevivido, sino que habían emplazado la causa antibélica en primer plano como ningún otro músico lo había hecho hasta entonces. Y lo hicieron en el cénit de la popularidad de la guerra. Cuando Bush perpetró su discurso de «misión cumplida», su índice de popularidad rondaba el 70 %, un nivel desde el que iniciaría un descenso imparable.
Sin duda, algo no funcionaba en Irak. Las victoriosas fuerzas de la coalición no parecían tener una visión clara para construir una nación democrática y segura. Las semanas siguientes a la derrota de Sadam habían sido testigo de saqueos y caos desenfrenados en las calles, ante lo que Donald Rumsfeld respondió alegremente: «Siempre pasan cosas… La libertad es algo caótica». En mayo, el recién nombrado jefe de la Autoridad Provisional, el diplomático Paul Bremer, tomó la catastrófica decisión de disolver el ejército iraquí, dejando a su suerte a 40.000 soldados contrariados y sin blanca. El proceso de desbaazificación afectó a miles de empleados estatales pertenecientes al Partido Baaz, originando así un vacío profesional y abriendo una brecha en el seno de la sociedad iraquí. En agosto, el cuartel general de Naciones Unidas en Bagdad fue destripado por una bomba terrorista. ¿Era éste el aspecto que debía mostrar la victoria?
Del mismo modo en que la gestión de la operación parecía precaria, la justificación moral original para dar libre curso a la guerra se desmoronaba. La cantidad ingente de armas de destrucción masiva en posesión de Sadam no aparecía por ningún lado y cada vez había más dudas de que existieran realmente. En Reino Unido, la BBC anunció que el informe crucial del gobierno de septiembre de 2002, que fijaba el potencial iraquí en armas de destrucción masiva, había sido maquillado para exagerar la amenaza. La fuente del rumor, un asesor científico del Ministerio de Defensa llamado David Kelly, fue convocado ante el comité de Asuntos Extranjeros, donde apareció aturdido y confuso. El 18 de julio, su cadáver fue hallado en Harrowdown Hill, cerca de su casa de Oxfordshire, en lo que parecía ser un suicidio (su muerte inspiró el perturbador tema acusatorio de Thom Yorke «Harrowdown Hill»). Muchos británicos que habían respaldado la guerra empezaron a sentirse estafados; aquéllos que se habían opuesto a ella se sentían demasiado asqueados como para regodearse.
La gran canción internacional del verano fue «Where Is the Love?», del grupo rapero de Los Angeles Black Eyed Peas. Este himno pacifista, aparentemente modelado en «What’s Going On», incluía una controvertida frase que llamaba «terroristas» a la CIA y otra más que soltaba directamente «A war is going on but the reason is undercover» [la guerra llega pero el motivo sigue oculto]. El líder de la banda, will.i.am, había empezado a escribirla después del 11-S y la grabó los días que condujeron al estallido del conflicto. «Nunca pensé que la fueran a emitir en la radio —confesó—. Si lo hubiera sabido, nunca habría dicho eso. De verdad.»
Una banda sonora estival algo distinta fue Hail to the Thief de Radiohead. La frase del título había sido empleada por los críticos de la victoria electoral de Bush en 2000, lo que otorgaba al álbum un tinte manifiestamente político. El título provisional, bastante mejor, había sido The Gloaming, un vocablo anticuado para «crepúsculo». «Aquel crepúsculo —explicó Thom Yorke— [era] la sensación inminente de volver a la Edad Media. El aumento de toda esta intolerancia, estupidez, temor e ignorancia reaccionarias.» Otro posible título fue The Lukewarm [el indiferente], alusivo a la palabra dantesca para referirse a «las personas a las que todo les importa un huevo… Los indiferentes están al borde del infierno, merodeando junto a las puertas pero sin poder salir. Parecen preguntarse: “¿Qué hacemos aquí? No hemos hecho nada”. Y a ojos de Dante “ése es precisamente el motivo; lo jodisteis todo; dejasteis que pasara”».
Yorke se había convertido en padre en el año 2001 y pasaba mucho tiempo en casa con su hijo, escuchando los noticiarios de Radio 4. Cuando una frase saltaba de la radio y captaba su atención, la apuntaba. Aquellas letras se convirtieron en revoltijos de lenguaje prestado, podados de contexto pero cargados de brotes de significado siniestro, que parecían comunicarse mediante el lenguaje encantado y sombrío de las fábulas. «Aquél era el ruido que se escuchaba en mi casa, de modo que fue el ruido que acabó en las canciones —le dijo a John Robinson de NME—. Todo tenía muy mala pinta.»
Sin duda, Yorke había estado diciendo que la cosa pintaba mal a lo largo de toda su carrera, pero desde el último álbum de Radiohead los acontecimientos mundiales se habían apresurado a corroborar sus lúgubres imaginaciones. Los ataques del 11-S, Afganistán, Irak: vuelve la era del hielo. La música de Radiohead hablaba a los temores de la gente; «Where Is the Love?» expresaba un pacifismo vago y consolador; Steve Earle y las Dixie Chicks mostraron compasión y valentía ante el panorama. Por fin, la diversidad de preocupaciones empezaba a encontrar su propia voz.
El 5 de junio, Michael Stipe acudió con algunos amigos a ver el concierto de Radiohead en el Beacon Theatre de Nueva York. Durante la interpretación de «No Surprises» apreció algo digno de consideración. Cuando Yorke suspiraba la frase «Derroca al gobierno, no nos representa», la multitud coreó la letra con un aullido casi desesperado. El despertar de la disensión que había empezado con Steve Earle había hallado por fin su voz.
Sentía que empezaba el punto de inflexión —le dijo Stipe a Craig McLean del Independent—. Tras pasar por lo que yo llamé «el gran silencio»… en que la gente no podía levantar la voz… en aquel momento, aquello cambió. Me di cuenta de que la cosa empezaba a moverse.