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Desperté justo antes de llegar al suelo. Si la alfombra de mi habitación se sorprendió de que le diese un beso de buenos días, no hizo ningún comentario. Si lo hizo, al menos, no la oí, ocupada como estaba aterrizando de cara sobre ella.
Mi cabeza despertó dos días a la izquierda de mi cuerpo.
Don Feliciano Castillo, más conocido como El Afortunado, era un viejo adinerado bastante famoso tanto fuera como dentro de los círculos sobrenaturales de Barcelona.
Desperté en el suelo, con la cabeza apoyada en el contenedor, intentaba contener un dolor de cabeza tan poderoso que parecía venir del futuro. La resaca de un vino que aún no me había tomado. Mis pulmones aún no habían recuperado su función.
—Sí, mi ama —dijo mi objetivo de esa noche, confirmándome que trabajaba para alguien, y ese alguien era el verdadero culpable de mi dolor de cabeza. El subalterno miró el libro que tenía en la mano, obedeciendo la voz que solo él lograba oír. —En un libro, el Quijote, creo. ¿Qué? Sí. —Sujetó el teléfono con el hombro, forzando aún más su postura. Abrió el libro y comprobó la página. La número trece, sí. ¿Qué? Oh. ¡Qué cabrón, el tipo! ¿Así no se gasta la suerte? Entonces... —El hombre se quedó clavado en el sitio, recibía nuevas órdenes. De inmediato cerró el libro mientras se giraba de cara al público, mostrando su feo rostro, asustado. —Por supuesto, mi ama. Lo mantendré cerrado, mi ama. No gastaré más suerte del talismán, será toda para usted... No volverá a pasar hambre...
El sonido de mi zapatilla tocando el suelo no auguraba nada bueno. El chapoteo levantaba aromas desagradables y la sensación era la de haber pisado la pared intestinal de una bestia gigantesca. Preferí no seguir imaginando metáforas y avancé por el túnel estrecho.
No fue un grito de guerra por mi parte. Fue un grito de dolor. El esfuerzo de mi ataque por sorpresa estalló en el interior de mi cabeza, haciéndome gritar aún más y metiéndome en un bucle de jaqueca.
La noche había empezado mal y había ido a peor, pero podía hacer algo para interrumpir la racha: Caminé lastimera hasta el coche, arranqué y me fui al bar.
—¿Todo bien? —pregunté mientras levantaba las manos en señal de paz.
—No eres tú quien me interesa, engendro —le dije sin bajar el arma—. No voy a gastar munición con alguien como tú.
—Devuélveme mi trébol —amenacé mientras salía de entre las sombras, apuntándolo con mi arma. El tuerto se sorprendió al verme, pero si llegó a asustarse, lo disimuló bastante bien.
Me posicioné debajo de él, levanté el arma y la coloqué bajo su pie, a solo un tablón de madera distancia. No podía fallar, por mucha suerte que tuviese.
Avancé agazapada por el sótano procurando no tropezar con toda una suerte de objetos de atrezo entre los que destacaba el polvo, por cantidad y calidad. Me tomé mi tiempo para llegar y subí los escalones uno a uno, procuré no despertarlos con los crujidos. Asomé la cabeza al piso superior tras la barandilla y dejé escapar un suspiro silencioso al ver como el tuerto no miraba en mi dirección.
Desaté la cuerda de la barandilla y me la enrosqué un par de veces en la muñeca. Con cuidado me coloqué en el extremo de la escalinata mientras aferraba la pistola en mi mano, con cuidado de no caerme.
Comencé a acercarme al pasillo de las tragaperras cantarinas. Las monedas llovían sobre el suelo enmoquetado y la única razón por la que no me abalanzaba a por ellas era porque olía a trampa. Levanté mi arma y seguí avanzando con ella por delante. Normalmente la suerte no me sonreía y, si lo hacía como en ese momento, era porque quería algo.
Me acerqué a la máquina tragaperras que resistía a los encantos de mi talismán, con curiosidad. No entendía cómo, si el poder del trébol hacía que el resto de máquinas estallasen en premios al contado, esta pareciese inmune.
Las obras de ampliación del casino no iban muy avanzadas, pero la carencia de cristales, puertas o incluso de paredes facilitaban la incursión, así que no tenía intención de quejarme.
Corrí aprovechando el momento de hambrienta debilidad de la vampira, lanzándome de cabeza contra las sombras, dispuesta a darle un puñetazo con la mano que aún sostenía el talismán. Por muy capaz que fuese de esconderse entre las sombras, mi puño acertaría, imbuido por la suerte del poderoso trébol de dieciséis hojas.
El tuerto puede quedarse con el trébol, quizás le traiga suerte para que mantenga el otro ojo. Yo por mi parte, no tenía ganas de perseguir a alguien que me había dejado fuera de combate con tanta facilidad. Ya me había arrepentido de levantarme de la cama. No necesitaba, además, corretear por alcantarillas o recibir más golpes en la cabeza.
Levanté la varita y la examiné más minuciosamente.
No era buena señal. Si esa máquina no se veía afectada por la suerte de mi trébol como el resto de sus compañeras, significaba que algo estaba absorbiendo su poder. Y sabía qué era ese algo. La vampira energética era capaz de atraer esa suerte y alimentarse de ella. Estaba ahí, podía notarla, escondida entre la única sombra de suerte que había en el pasillo más afortunado del mundo.
Agité la varita mientras la apuntaba al gato que me miraba con la curiosidad que suele acabar con ellos.
Ignoré los cantos de sirena. Los del pasillo que me llamaba con premios y los de las sombras de la vampira. Podía huir, durante unos segundos me creí que podría huir. Seguí caminando.
—Me da igual que no estés de humor, Marga. —le espeté—. Yo tampoco lo estoy. Me han robado y me han dado una paliza, y necesito saber quién.
Disparé una ráfaga sin apuntar. Resultaba liberador, sabía cuánto costaba cada bala, especialmente las de plata que había introducido en el cargador en cuanto había oído la palabra vampiro. Pero algo me decía que la inversión lo merecía.
Incluso dentro del libro el trébol era demasiado poderoso, y mis pulmones aún estaban repasando el funcionamiento del aparato respiratorio, con la esperanza de que no cayese en el examen.
—Tú no te metas —le solté a la mujer—. Esto son negocios.
Me acerqué poco a poco a la dríade mientras la estudiaba. No tenía mucha relación con Marga, pero sí que había oído hablar de ella lo suficiente. No quedaban muchas dríades en Barcelona, personalmente yo solo conocía a otra y normalmente trabajaban juntas, muy juntas, se me hacía raro verla sola. No es que no hubiese árboles que defender en la ciudad, es que era una ciudad. Marga trabajaba para el Instituto Municipal de parques y jardines, ya que tras años protegiendo un solo árbol y viendo caer a sus compañeras ante el imparable avance del hormigón, optó por el camino más eficiente. Marga no defendía un árbol, defendía a todos. El problema, en su caso, es cuando tienes que escoger cuales talar para poder mantener a otros. La idea de que por su culpa habían sido sacrificados árboles le producía un amargor que dejaba irreconocible a la dríade, que tamborileaba sus dedos en la madera de la mesa sin ni siquiera preocuparse del origen de esta. Aún no estaba segura de si el hecho de que fumase era debido al estrés de su papel de defensora, o a que ella, junto a los árboles de la ciudad, se habían acostumbrado a la polución, incluso vuelto adictos.
Una vez a su altura, saqué la pistola con cuidado de no delatarme. Caminé lentamente a su espalda sin dejar de apuntarle mientras observaba el libro, esperándome apenas a un par de metros del tuerto.
Opté por el pasillo seco salvo por las manchas de vino. Caminé unos metros más con la pistola por delante y llegué a un callejón sin salida. Al menos, sin salida para mí. Una encrucijada de canales surtían al canal principal de un torrente de densa y desagradable agua. Busqué alguna vía de escape para el tuerto ladrón pero, salvo que pudiese convertirse en un salmón inmune a las heces, no había muchas. Giré sobre mí misma y casi di un traspiés fatal para mi zapatilla izquierda al ver una silueta monstruosa.
Observé con detenimiento el anillo. No había muchas pistas sobre qué podía ser y, si las había, yo no sabía interpretarlas. Pero lo que sí estaba ahí era una posibilidad remota. Muy remota. Siglos y miles de kilómetros de remota. Pero tampoco era una locura pensar que uno de esos anillos había caído en manos de El Afortunado. Un buen golpe de suerte. El mejor. El tuerto podría quedarse con su trébol de dieciséis hojas. La posibilidad de que hubiese un djin atrapado en el interior del anillo lo convertían en el verdadero tesoro de El Afortunado.
Miré el pasillo de las máquinas tragaperras rebeldes, y comencé a caminar lentamente. La vampira estaba cerca, anulando la buena suerte de mi trébol, oscureciendo con su sombra la luz de mi talismán.
Espanté el gato con la mano libre mientras hacía ruidos con la boca. El cabrón aún fue capaz de huir manteniendo la dignidad, dejando claro que si se iba era porque él quería, y no porque una molesta humana se lo exigía.
—¿Quién soy yo? —pregunté al insolente—. Soy la única de esta mesa que ha conseguido invocar algo en su vida.
—Berta —señalé. La mujer no pareció muy satisfecha con mi decisión. Había acertado, estaba cansada de pelear, y la idea de Alfonso no le hacía mucha gracia. Aún así comenzó a caminarhacia el centro del callejón donde la esperaba con una calma demasiado fría. Había peleado muchas veces, se le notaba al andar. Una ligera cojera lo indicaba. También la cara de rutina con la que calentaba los brazos.
Me arranqué de un tirón el colgante de plata, aproveché que aún no se había percatado de mi presencia y se lo arrojé a la cara.
Caminé por la calle, escondiendo la pistola bajo la chaqueta por si algún desorientado transeúnte se preguntaba por qué salía una rubia de las alcantarillas sosteniendo un arma.
Saqué una goma del pelo de mi bolsa y até el trébol a mi pistola. Entre sus diecisiete balas de plata y las dieciséis hojas del trébol, la vampira de la suerte no tendría nada que hacer contra mí. Abrí la puerta con decisión, dejando que mi arma entrase primero, por educación.
Me acerqué a la manada de lobos y ocho pares de ojos se clavaron en mí. Los cuatro licántropos dejaron de hablar al unísono y observaron con detenimiento como la inocente liebre, en lugar de huir de ellos, acercaba una silla y se sentaba a su lado.
Caminé por el pasillo entre las butacas y con cuidado me introduje en el foso de la música. Avancé con precaución, con la suerte que estaba teniendo esa noche no descartaba pisar sin querer una batería y marcarme un solo que delatase mi posición. Por fortuna no había ningún instrumento esperándome, solo las sillas vacías de los músicos, mirando a un atril igualmente vacío que dirigía su silencio.
Apreté el gatillo y la bala de plata salió ansiosa del cañón, impactando contra el cuerpo de la anciana mujer. Su manipulación no había podido conmigo, bajo el aspecto de ancianita adorable se alimentaba una vampira que se había alimentado de la suerte y el dinero de todo el barrio en el que se alojaba el casino. Había acabado con vidas, y hubiera hecho lo mismo con la mía de haberle dado una oportunidad.
Subí de nuevo por otra escalerilla, empezaba a cansarme de ellas y mi vida comenzaba a parecerse a la de un fontanero caza gorilas. Una vez arriba, avancé por la pasarela metálica con cuidado de no hacer ruido ni delatar mi posición. Tras atravesar una pequeña portezuela que nadie había cerrado, pasé a la habitación donde el ladrón se había metido.
—Carlos —señalé. Los demás torcieron el gesto y dieron un paso hacia atrás. El hombre me miró como un perro confuso que había oído el nombre que los humanos usan para referirse a él, pero aún no entendía bien cómo funcionaba. Observó a Alfonso que le ordenó ir al centro del callejón. Obedeció sin rechistar y me miró, atento.
Apreté el gatillo. La bala pasó a pocos centímetros del tuerto, que ni se molestó en esquivarla. Se rio. Apunté de nuevo a su cabeza y di dos pasos más para no dejar lugar a error. Disparé de nuevo. Un movimiento ligero y el tuerto volvió a esquivar la bala entre risas. Me dejé de tonterías, apunté al cuerpo y apreté el gatillo hasta vaciar el cargador.
—Está bien.
No tenía ni idea de qué hacían ni el anillo ni la varita, pero la capa de invisibilidad tenía una funcionalidad clara: Te hacía invisible.
Saqué el móvil de la mochila y llamé al vampiro sin importarme la hora. Aún no había salido el sol y quedaba mucho antes de que lo intentase tan siquiera, tenía tiempo.
Dejé la palanca de nuevo en el interior de mi maletero y cerré la puerta del coche. Volví sobre mis pasos y observé la tapa de alcantarilla abierta. No recordaba que el tuerto llevase ninguna palanca ni herramienta similar para abrir la tapa, y si él con sus propias manos había hecho lo que a mí me había costado varios minutos con el uso de herramientas, el futuro segundo round prometía ser muy desigual.
Apunté con cuidado, aprovechando que, tan enfrascado en el cuello de la muchacha como estaba, aún no se había percatado de mi presencia.
Dejé al lado la pistola y cargué sobre el tuerto sin darle tiempo a erguirse. Comenzaba el segundo round, y mi dolor de cabeza requería venganza.
Tener una leyenda detrás de tu nombre te ahorra mucho trabajo a la hora de intimidar. Las miradas nerviosas de los cuatro encapuchados pobremente ocultas bajo sus capuchas eran buena señal. Para mí, claro. Para ellos era una putada.
Las huellas en el suelo eran miguitas, la puerta entreabierta era claramente la caja sujetada por un palo atado. El tuerto sabía que le estaba siguiendo, así que sería mejor intentar sorprenderle yo a él.
—Alfonso —señalé. El hecho de que los demás licántropos se retirasen a una distancia prudencial fue mala señal. Que lo hiciesen entre risas no mejoraba la situación.
—¿Quién soy yo? —pregunté al insolente—. Soy la única que sabe qué es lo que estáis haciendo mal. No tenéis ni idea de cómo funciona vuestro propio culto.
Guardé el trébol en la página trece y el libro en mi bolsa.
—Dolores—señalé. La única que se pareció alegrar por mi decisión fue la propia seleccionada, que tenía ganas de cobrarse alguna deuda pendiente de algún encuentro pasado que ni siquiera yo era capaz de recordar. Aún a riesgo de parecer racista, una vez en forma de lobo, todos los licántropos me parecen iguales. Sus compañeros se apartaron reaccionando diferente. Alfonso parecía decepcionado por no ser él el que me partiese la cara. Berta miraba con gesto de profesora estricta a Dolores, pero esta la ignoraba, solo teniendo ojos para mí. Carlos siguió con su gesto callado y perdido.
—¿Quién soy yo? —pregunté al insolente—. Soy a la que tienes que dar gracias de que estés en esta mesa.
Cogí aire, lo mantuve en mis pulmones durante unos segundos y lo expulsé. Repetí el proceso un par de veces más y al fin guardé la pistola en su sitio.
—Esperad un momento —dudé.—¿Es tarde para echarse atrás?
Suspiré, cansada.
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