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La cara de la moneda
La cruz
Rosas blancas sobre deseos rojos
Rumanía.
Casi ocho años antes.
Había una vez una niña…
No siempre puede ir al colegio. Muchos días, la mayoría de la semana, debe trabajar en la casa, ayudando a sus părinţi en las tareas que estos le dictan. Hoy se alegra cuando su mamă le dice que verá a sus compañeras de clase, aunque no ha usado esas palabras. «Aprovecha y ve mañana al colegio». ¿Aprovecha? Ella no piensa en nada más que en el arcoíris apareciendo en su corazón. Durante el desayuno ya había intuido que algo bueno pasaría, solo en Navidad y por su cumpleaños le daban un cornulte cu untura. ¿Cuándo había hecho su mamă los cruasanes? Si no tenían dinero para azúcar, menos aún para la esencia de vainilla.
¿Por qué le ha dado un desayuno semejante si luego su semblante parecía el de una plañidera viuda? El semblante de su mamă le recuerda a las viejas que vinieron cuando el bunic Vasile falleció dos años atrás. Estúpida tradición del pueblo, en la que los ancianos velan durante toda la noche el cuerpo sin vida de cada fallecido, más aún si es de su misma generación. La niña solo los vio rezar, secarse las lágrimas y agotar una tras otra las botellas de pálinka que costaron el dinero de toda una semana de comida para la familia. Con su hedor a viejo y el murmullo que hizo imposible conciliar el sueño, salvo a sus hermanos pequeños, esos serían capaces de dormir durante una tormenta de truenos, que es lo que ella más teme y odia.
La niña duerme esta noche con la misma incertidumbre que el excesivo e injustificado desayuno le ha provocado.
El contacto con sus compañeros de clase, vecinos y amigos, hace que olvide poco a poco el desasosiego, el picor en la nuca que no se calma al rascar. Transcurre una mañana como muchas otras antes, con clases aburridas de Matemáticas, Lengua, Conocimiento del Medio y Religión, pero con miradas cómplices, risas ocultas tras la mano y notitas pasadas entre ella y Nicoleta. Luego, un poco de educación física. No está sudando como sus compañeras al salir de la escuela, para ella el ejercicio físico que hacen allí es poco más que un simple paseo. Se despide de Nicoleta y de Andreea sin poder decirles cuándo regresará otra vez, sus amigas sonríen, ya saben cómo funcionan las cosas en las casas de sus vecinos; ellas mismas faltan también cuando hace falta echar una mano en el hogar o en el negocio de su Tată.
Llega corriendo a casa. Siendo martes, debe ayudar a hacer la comida. Como ha estado en la escuela, sus tareas se limitarán a poner la mesa, servir la comida, ayudar a sus hermanos menores a comer, recoger la mesa y fregar todos los platos, vasos y cubiertos. Luego podrá dormir unos minutos, pero sin descuidar que debe limpiar la cocina y el patio de atrás, donde están las pocas gallinas que quedan como reducto de lo que, según dicen sus părinţi, fue una granja bien poblada de vacas, cerdos, gallinas e, incluso, un enorme buey del que presumían desde que ella tenía uso de razón, a pesar de no haberlo conocido.
Nicoleta le había escrito en una nota que Luca estuvo preguntando por ella los días anteriores. Luca, nada menos que Luca, el más guapo de la clase. Así que se pasa el día en una nube, rodeada por los ojos y las sonrisas del chico.
Cuando está terminando de limpiar la cocina, oye que la puerta se abre y entra un desconocido, sus părinţi discuten voz en alto, para variar, durante unos segundos, luego la llaman de una forma seca. Ella no sabe qué ha podido hacer para que la traten de esa forma. Se acerca despacio. Tiene miedo. En la puerta hay un desconocido que le da autentico pavor. Va vestido elegante, pero algo en su rostro, especialmente en la sonrisa, hace que se le erice la piel de la espalda y la nuca.
En menos de diez minutos, y sin hacer equipaje alguno, se ve viajando en el asiento trasero de la furgoneta blanca que el desconocido, supuestamente amigo de sus părinţi, tenía aparcada frente a la puerta del edificio.
Había una vez una niña que vivía feliz con su familia.
La niña regresó del colegio, pero esa noche durmió fuera de casa.
*Lugar donde reposa Charlotte Brontë, escritora importante en la bibliografía del autor.
95 y un nuevo caso
Una silla
Un tatuaje
*Léase Amurao 7: El muelle de los olvidados.
Problemas de autoridad
Macarena, Macarena
Pollo con patatas
Bomberman
La Dama Blanca
Vodka
El pasado
Francia.
Hace siete años.
Había una vez una niña…
La vida enseña, y ella ha aprendido con sangre antes de ese día. Ahora lo hará con más entusiasmo, si es que esa es la palabra más adecuada para definir las sensaciones que le evoca su futuro, en el que compartirá aventuras con los desconocidos que ahora le indican qué debe hacer con mucha más severidad que sus părinţi.
No son las voces altas y llenas de palabrotas, ni los ademanes y directrices, sino las miradas de su nueva familia, de esos tres tipos cuyos nombres no conoce, pero que ahora la llevan durante días de un lugar a otro, sin decirle el destino ni hablar con ella más que para ordenarle que duerma o calle. Ellos la miran como si fuese una docena de huevos, o como un pollo decapitado y desplumado, casi como una bonita sorpresa cuando uno espera su regalo de cumpleaños. La niña ve en sus ojos el brillo que observó en su hermano Ion cuando le regalaron en Navidad la bicicleta que tanto había pedido.
Aquella fría noche, la niña observó al pequeño Ion al borde de la locura durante horas, sin comprender que un amasijo de hierros oxidados, que seguramente no funcionaría —dicho y hecho—, le hiciese tanta ilusión. Tal vez ser la mayor le había hecho madurar de forma excepcional. Le prometió al enano que lo ayudaría a arreglar la bicicleta.
La niña va en el asiento trasero de la furgoneta, observando un paisaje que pasa de nublado mañanero a atardecer horrible casi en un santiamén, sin dejar de recordar que nunca le arregló la bicicleta al pobre Ion.
«¿Se acordará Ion de mí dentro de unos años?». Apoya, como siempre, la cabeza en la ventanilla, con la vista perdida en algún punto lejano del horizonte. Altas montañas nevadas, tan limpias como su propia conciencia, se ven por doquier. Ella sueña con que aquello sea el paraíso y pronto pare el coche para dejarla disfrutar, volando, por un páramo exento de humanos y de maldad. La maldad que llega cada noche. Aunque ha decidido que no pensará en ello, pero no siempre puede.
Ellos le dicen que es para que aprenda, que eso es lo que deberá hacer en el futuro y será feliz.
Teme el momento de la cena, se hace la dormida. Eso quizás la deje sin comida, a pesar del hambre que tiene, pero evitará lo que llega después. Su nuevo aprendizaje, una escuela muy diferente y una sola asignatura, impartida por profesores que huelen a sudor, tabaco y alcohol.
—Déjate hacer y aprende, ese pizda delicioasa que tienes entre las piernas te hará ganar mucho dinero.
Ha perdido la noción del tiempo y no sabe cuánto lleva en el trayecto; diría, por el hedor que desprenden sus ropas, que una semana. Conducir, comer, dormir. Conducir, comer, dormir. Además de lo otro. Ya no le duele tanto, aunque Mihai, el más grande y con perilla rubia, es el más rudo con ella; dice que esto no será nada para lo que le espera en el futuro. Ella no puede parar de temblar y morderse los labios para contener las lágrimas y evitar que le peguen mientras los tiene encima, casi sin dejarla respirar. Han dicho varias veces, cuando conversan entre ellos, que no pueden golpearla, al menos en la cara, es una norma para no estropear el afacere, el negocio. También se ponen condón, así no entregarán una mercancía con sorpresa, aunque ella no sabe qué quiere decir eso.
Conducir, comer, dormir.
Sus acompañantes —no le gusta llamarlos dueños, claro que no podrá olvidar jamás a su padre contando el dinero y a su madre impasible— hablan sin parar durante el viaje, de anécdotas sobre putas y chulos, trapicheos, pequeños robos, cuentas pendientes de préstamos entre ellos, dinero por vender algo de coca o un bolso robado; suelen incluso mencionar el buen negocio que harán con ella, ocho mil, tras haber pagado solo dos mil a los padres y el coste de su comida durante el viaje. Aunque eso se lo estaban cobrando con creces cada noche del camino. Reían al decirlo.
Conducir, comer, dormir.
A medida que avanza el viaje y su mente de niña comienza a comprender lo que ocurrirá con ella, va pasando de desear salir de la furgoneta a aferrarse a aquel viaje con el deseo de que nunca termine, de que jamás lleguen a donde sea que el ascensor del infierno baje otra planta más.
—¡Vamos, termina de una puta vez, llevas más de veinte minutos y me muero de sueño! He conducido hoy más que vosotros.
—¡Qué te follen! Estaba a punto de correrme. Cállate o no me concentro, esta puta no tiene tetas y me cuesta.
Hay una mancha de color violáceo en el techo tapizado de la furgoneta. La niña, a pesar de la penumbra en el vehículo, fija allí su mirada cada noche, recostada en el colchón de atrás, mientras ellos le dan la clase. La mancha tiene una forma difícil de definir, pero el contorno del lateral izquierdo le recuerda la fachada de su escuela. ¿Sabrán Andreea y Nicoleta que la vida se vuelve así cuando una alcanza los trece años?
Ya no le duele, o eso piensa mientras trata de respirar con Mihai encima, sudando y lamiéndole el pecho. Es el segundo, todavía queda el turno de Pawel, el que ha protestado y al que llaman Polaco, aunque habla rumano mucho mejor que los otros dos. Se han echado a suertes los turnos, casi siempre gana Pawel, ahora está enfadado.
La niña intenta no pensar en lo que pasa, ni en el calor, la asfixia y el hedor. Mira la mancha con nostalgia, sabe que nunca volverá a ver la escuela ni a sus amigas. ¿Qué importa? Ya no es una niña, ya no tiene que aprender esas tonterías sobre matemáticas o literatura. Ahora está aprendiendo lo único que importa para sobrevivir. Sí, sobrevivir.
Mihai tiembla y grita como un cerdo, ella sabe que eso significa que ha terminado. Es el turno de Pawel, él suele tratarla mejor y no tarda mucho en llegar al final. Pronto podrá dormir.
Conducir, comer, dormir.
Había una vez una niña que iba en un coche que olía a cebollas.
La niña se quedó dormida tras muchas horas de miedo y despertó con el deseo de reparar una vieja bicicleta.
El peor día de su vida
Una posibilidad
El apartamento
*Personaje georgiano del cómic que conoce el protagonista y que luego se convertiría en Stalin.
Explosivos
Entre las dos
Punta Umbría
Postureo andaluz
Bomberman
Primera clase práctica
España.
Hace siete años.
Había una vez una niña…
La niña sueña con volver a Rumanía, con estar junto a sus părinţi y dormir con algo de hambre, a pesar de lo que costará conciliar el sueño con el gruñido de las tripas, pero sabiendo que estará de nuevo con sus hermanos pequeños, que puede arreglar la bicicleta oxidada de Ion, no defraudarlo otra vez. Ser una buena chica, como dice su mamă. Nunca volverá a ser una niña maleducada, nunca volverá a desobedecer, nunca hará nada que vuelva a provocar que la dejen en manos de aquellos que ahora son su familia. No, sus dueños, los que hacen cada día aquello que les da la gana sin pedir su permiso. Se ríen entre ellos, dicen palabras que ella no comprende, empujan con fuerza —parecen toros embistiendo— mientras ella contiene las lágrimas para no enfadarlos, como seguro hizo con sus părinţi, sin saberlo, y eso propició que la vendiesen a esos hombres de cuerpos grandes y olor tan intenso que provocan las náuseas y el fuego insoportable entre sus piernas.
«Seré buena, esta vez seré buena y no desobedeceré a nadie. Mamă, te juro que no volveré a desobedecerte. Por favor. Por favor, mamă, no dejes que me hagan eso otra vez. Llévame a casa de nuevo. Seré buena».
Ha soñado con el verano que la familia viajó a Constanza, al lugar más bello del mundo, con playas de arena fina y blanca, agua cristalina, risas de sus hermanos, también de su mamă, que no suele ser algo habitual. Su padre se tomaba una cerveza en un bar cercano mientras ellos terminaban de levantar la muralla de arena en la orilla para enfrentarse a la próxima crecida de la marea, se afanaban con ahínco para terminarlo antes de que las olas lo alcanzasen con furia y lo destruyeran como si se tratara de un deseo sin estrella fugaz.
La niña se bañó por la tarde, cuando todos estaban durmiendo bajo la sombrilla y nadie la observaba porque no había peligro alguno, ¿no? A esa edad no hay más peligro que un bofetón dado por salirse de las normas; algunas de esas normas no las ha oído nunca.
Metió con cuidado el pie para sentir que el mar estaba cálido, como una piscina al atardecer en agosto, mejor aún: como un abrazo y un te quiero susurrado al oído por su madre, si es que llegase algún día a sentirlos.
Se bañó sin preocupaciones, ni las que tenía en ese momento ni las que llegarían luego, cuando unos cuantos billetes cambiasen de manos para provocar que los părinţi de la niña comenzasen ese necesario, a la vez que ¿doloroso?, proceso de hacer que el resto de sus hijos olvidasen que tuvieron una hermana mayor.
Solo ha llorado unas tres o cuatro veces durante el trayecto, que ya dura unos diez días, quizás doce, no lo sabe con precisión. Tampoco puede preguntar otra vez cuánto tardarán en llegar a ese destino horrible que imagina sin recibir un empujón y un gruñido. En una ocasión, hace unos días, dijo que tenía hambre antes de tiempo y Pawel le dio una bofetada que le hizo temblar un diente. Los otros dos casi le dan una paliza a su compañero, podría haber dejado una cicatriz en su cara. Pawel era el más cariñoso tras la cena y beber media botella de vodka, pero durante el resto del día…
Ahora la niña se entretiene con mover el diente con la lengua, desea que se desprenda de su encía como lo hacían las zanahorias de la tierra en el huerto de su casa cuando se pasaba un rato moviendo de un lado al otro cada mata que su padre señalaba. Quizás sin el diente no alcance su destino y la lleven de vuelta a casa; si le falta un diente estará defectuosa, como ellos dicen. Solo es cuestión de paciencia; tras unos minutos, la zanahoria aparecía entre el estiércol. Cada vez aprieta más fuerte con la lengua, pero no nota más que un poco de sabor metálico y desagradable, como cuando besó la herida de uno de sus hermanos para que dejase de llorar tras caerse en el patio. No siente temor al posible dolor por perder el diente, tampoco piensa en lo fea que quedará su cara para siempre al sonreír. A estas alturas de su corta vida, solo puede concentrarse en adivinar qué será de ella. ¿Regresará alguna vez a su casa? Tiene miedo por lo que le suceda en general, no por el dolor de un estúpido diente. La han castigado por una pregunta tan indiscreta como “¿podemos comer hoy algo más temprano?».
Y decide dejar el diente en paz y descansar la lengua.
Había una vez una niña que sentía mucho dolor y miedo.
La niña acabó por aceptar que aquello que hacía con esos hombres desnudos quizás fuese lo normal, y comenzó a cerrar los ojos y el alma para no ver ni sentir a los monstruos.
La Dama Blanca
Segunda clase del día
El cofre de las monedas de oro
Sospechoso
Trabajo de apoyo informático
Vigilancia
Sorpresa
Tercera víctima
La Dama Blanca
La cadena
El albañil
Hierbabuena
Bomberman
Decisiones difíciles
Miguel Buendía
Begoña Buendía
Había una vez una niña…
No sabe el motivo del sueño pero, al despertar, le viene el recuerdo de cuando pasaron por… ¿Fue después de atravesar Niza? Cree que sí, lo recuerda porque ellos no querían parar en grandes ciudades y obviaron Mónaco y luego Niza. De esa segunda no conocía el nombre, la otra le sonaba, quizás de la tele o alguna revista que ojeó por casa.
¿Saint-Laurent du…? No, no recuerda el nombre del pueblo. Pero nunca olvidará la experiencia.
Sentirse tan encerrada, vigilada y oprimida contrarrestó con lo que sucedió a continuación, algo inesperado y que hizo que su cabeza bullese con el ímpetu que lo hacía el aceite hirviendo de la sartén cuando su madre metía las patatas recién enjuagadas.
—Sal y compra esto allí, toma dinero y date prisa.
Miró los billetes y la lista de la compra en sus manos pequeñas y temblorosas, había escritas palabras que desconocía, y luego giró la cabeza para observar la pequeña tienda que le indicaba uno de sus carceleros con el dedo. A muchos metros, lejos de ellos, se sentiría segura y libre por primera vez en más de una semana. Miró de nuevo a Mihai, que era el que mandaba. No era de los que le gustaban repetir las cosas. Alejarse de ellos fue tan difícil como quitarse un trozo grande de esparadrapo de una pierna, sabiendo que la herida podría estar fresca aún y sintiendo el dolor del vello arrancado.
Cada paso la acercaba a la misma libertad que sentiría un pájaro al ver abierta la jaula y soñar con alejarse de la comida, el agua y el calor del hogar, además de adentrarse en un desconocido mundo peligroso por haber vivido casi toda su vida en cautiverio. Un país lejano, con otro idioma y solo unos euros en la mano, ni siquiera tenía ropa de abrigo y ya sentía frío, a pesar de ser mediodía. Si se lanzaba a correr, estaría muerta esa misma noche.
Cuando llegó su turno, ante el tendero, estuvo durante un eterno minuto tentada de pedir ayuda, ¿entenderían su idioma? Tal vez policía se decía de una forma similar en aquel país. Si le hacían caso y acababa en comisaría, los tres de la furgoneta desaparecerían para siempre, pero ella acabaría regresando a casa, a saber qué era peor. Quizás su madre la moliese a palos, tal vez la vendieran a otro, quizás a los mismos, que le darían una buena bienvenida…
Se limitó a extender la mano con el papel. El tendero miró la lista de la compra con desconfianza y lo reunió todo en pocos minutos. Parecía apresurarse para que la mugrienta y apestosa niña se largase lo antes posible. Una oronda señora, de cabello rojo y brillantes mejillas, la observó con ternura.
«¿Quieres ser mi madre, por favor?».
La mujer parecía no poder leer su mente, sus súplicas.
En silencio, pagó, cogió la vuelta y las bolsas y regresó despacio a la furgoneta. Sus tres acompañantes no parecían muy preocupados por si se escapaba, como si hubieran hecho aquello docenas de veces antes y supieran todo lo que iba a pensar y hacer ella. Como si fuese una prueba, no solo para la niña, sino también para ellos mismos, que sabían lo bien que habían hecho su labor, tanto física como mentalmente.
A partir de entonces pararon cada día, aunque no siempre le daban la tarea de comprar alimentos para el camino, pero le permitían unos minutos de vagabundeo por el pueblo. En uno de ellos robó una camiseta roja muy bonita. En otro, un collar de cuentas de cristal azules. En el siguiente, estuvo viendo el mar durante todo el tiempo que pudo, con la boca abierta y soñando con vivir en uno de esos bonitos barcos blancos que parecían flotar como migas de pan en una bañera de agua con añil. Aquello sí que parecía verdadera libertad.
Ahora acaba de robar un helado y se lo termina sentada en la fuente de lo que parece la plaza del pueblo. Solo hace diez minutos que la han dejado salir, le quedan cinco de lo más parecido a la libertad que puede gozar. Cinco minutos. No tiene reloj, tampoco hay ninguno en la plaza, no ha preguntado la hora pero sabe calcular el tiempo con esa precisión, como si realmente llevase la cuenta de las pulsaciones de su corazón. El helado es de chocolate, prefiere los de fresa, pero no quedaban en el refrigerador con puerta de cristal de la tienda.
Lo tira al suelo cuando lleva la mitad y se encamina despacio a la calle donde sabe que la esperan. No quiere ir, detesta volver, daría lo que fuese por no verlos, por no sentirse gunoi nunca más en el colchón de atrás; como si una fuerza tirase de su alma hacia abajo con el doble de fuerza a cada paso que la acerca a su destino. Pero otra fuerza actuase en sentido contrario, con miedo, incertidumbre y el rostro impasible de su madre, junto al de su padre, contando billetes para acercarla al destino que, sin conocer, quizás no sea tan negro como se lo han dibujado cada noche.
Al regresar al coche, piensa en lo que le dicen a veces sus acompañantes, sobre todo Mihai:
—Con nosotros nunca estarás sola, siempre cuidaremos de ti, no te faltará de nada. Ahora somos tu nueva familia.
Ella asiente sin decir una palabra. Se muere de miedo al pensar en estar sola.
—Con el dinero que ganarás —continúa el gordo—, podrás vivir muy bien. Vivirás, además, en un país con mucho sol, calor, playas.
La niña cierra los ojos e intenta sonreír al pensar en esas playas y ese sol que la cobije, pero no lo logra. Imposible.
Había una vez una niña que pudo escapar.
La niña regresó, como cada día, a la jaula sucia y apestosa.
La zorra blanca
Una cita
Trampa a la Dama Blanca
David Sobrá
Pedro Ortega
La estudiante de Empresariales
Dispositivo de búsqueda
Un abrigo negro precioso
Nuria Carvallo
Un ojo morado
Había una vez una niña…
Cierra y abre los ojos sin parar, parpadeando para sentir las luces de colores en un efecto extraterrestre, como ella lo denomina, mientras atraviesa la ciudad, la número treinta, o cincuenta, o mil desde que partieron. Ya lleva unos días pensando que jamás llegarán a un destino final, que solo van a viajar sin parar. Conducir, comer, dormir.
No sabe el nombre de la ciudad o pueblo, ni la región, aunque sabe que está en España, llevan varios días allí. ¿Cuál será el siguiente país?
Durante todo el viaje le han dicho que será la marfă de Florin, el tipo que hará con ella lo que le dé la gana. Los primeros días serán órdenes para que algún desconocido, o dos, o tres a la vez… hagan lo que la niña ya ha aprendido a hacer con su boca, sus manos, el ano y la entrepierna. Tal vez todo a la vez, quizás más fuerte y doloroso, pero nada nuevo.
La niña no discute al conocer su futuro, ¿de qué serviría?
«Una zorrita como tú, con un pizdă rico y virgen (eso creerán ellos) dará doscientos euros la noche en un club con clientela selecta. Amortizarán tu coste en muy pocos meses, aunque te hagan trabajar hasta que revientes como la mula de un tendero en Brașov, hasta que no distingas tu dulce chochito de la áspera ropa de la cama. Entonces, si no te has suicidado aún, ni te has vuelto loca o la heroína te desfigura la cara y los dientes, te podrán vender por mucho menos a un burdel de tercera categoría, donde el trato de los jefes y los clientes no serán tan amable».
Las palabras de Pawel son confusas, no comprende la mitad de lo que ha dicho, pero su sonrisa sádica en el momento de pronunciarlas, además de las miradas a su cuerpo, intentando calcular el precio del género, dejan claras las intenciones.
Las luces de colores dan paso a otras anaranjadas y algo menos intensas, están en un polígono industrial. El final se acerca, lo tiene asumido, igual que el control del dolor, ambas situaciones la han acompañado durante ese largo viaje. Han sido sus maestros principales.
Ese tal Florin aparece a los pocos minutos de frenar ellos ante una nave a oscuras. Ha surgido de las sombras. El diablo que lleva días esperando.
Se acabó el viaje.
Florin tiene el mismo aspecto que sus acompañantes, aunque viste con un traje impecable, va aseado y luce muchas joyas de oro. Negocia sin siquiera mirarla más de dos segundos, a pesar de que la han vestido con una minifalda blanca, un sujetador a juego y unos zapatos negros de tacón sobre los que casi no puede sostenerse sin temblar como un flan. Calcula que hará más de veinte grados de temperatura, pero ella siente que se morirá de frío de un momento a otro.
Florin hace movimientos amplios con las manos y emite largos suspiros de resignación, hablan en un idioma que no conoce. Mira y señala en la dirección de la niña. Ella piensa que quizás no le guste la marfă, la mercancía, pero la experiencia le pide calma, si hace algo sin permiso, el castigo la podría tener toda la noche sin dormir, dolorida. Florin regresa a la nave muy enfadado, aquello pinta mal. Mihai vuelve a la furgoneta.
Regresan al vehículo, el motor arranca y salen a toda velocidad mientras ella oye retales de una conversación muy rápida entre sus tres acompañantes. «Demasiado joven… ahora hay muchas inspecciones… no se arriesgan a tener una niña tan joven… deshazte de ella rápido o te pillarán…». La niña sabe que su vida ya no vale lo que ha costado su asquerosa cena unas horas antes en la hamburguesería de una ciudad llamada Mérida.
Tras esa comida, le dijeron entre risas que pronto llegaría al paraíso, donde muchos clientes gordos y estúpidos pagarían mucho por quitarle la virginidad, una y otra vez, para que ella disfrutase y se ganara el derecho a estar en un sitio tan bonito. Estuvo a punto de preguntar qué era eso de la virginidad, pero le daba igual, seguro que lo descubría por sí sola.
Más luces a toda velocidad, apoyada en la ventanilla, fría barrera de libertad que no desea tanto como debiera. Los edificios que ve al cabo de unos minutos son grises, viejos, feos. Le recuerdan a su ciudad natal.
El coche se detiene.
«Hasta aquí hemos llegado. Esto es la vida: miseria, hambre y dolor. Pues no será mucho peor la muerte. Bienvenida».
Había una vez una niña que estaba a punto de morir.
La niña no haría nada por impedirlo.
Una trampa
Bomberman
La Dama Blanca
Patrullando
Un pincho de tortilla
¿Acorralado?
El bar
La marisma
Oscuridad
La Dama Blanca
Había una vez una niña…
La sacan del coche a empujones y patadas, cayendo sobre un suelo duro y sucio. Se golpea la frente y siente el calor de la sangre cayendo por la cara. Como propina, una patada en la pierna derecha, casi grita por el dolor. Ha aprendido a aguantar lo inimaginable, así como no llorar nunca.
¿Será un tiro en la cabeza, una cuchillada en el cuello? ¿Cómo van a hacerlo? Lo más lógico, su apuesta personal, es un golpe seco con el puño o una piedra. Tampoco se necesita tanto para acabar con un saco de huesos sin alma como ella.
No han podido venderla. Todo el viaje para nada, solo para gastar tiempo y dinero. Así que no espera clemencia por parte de los que han sido sus compañeros.
Mihai y los otros dos continuarán su camino, de regreso a Rumanía, Polonia, Croacia… y vuelta a empezar. Esperando tener más suerte.
Para su asombro, en lugar de matarla, se montan en la furgoneta y desaparecen al final de la calle, alejándose ante su mirada atónita. Y allí se queda, sin saber qué hacer, como un perro abandonado, en mitad de la nada, en el sitio más desconocido para ella. Tampoco es algo difícil, no sabría orientarse más que en el barrio de Bucarest en el que nació. Está a tantos kilómetros de distancia que no los hubiera acertado en cien intentos.
Ya no hay frío, pero sí soledad e incertidumbre, así que camina dos pasos y se sienta en el borde de la acera, entre dos coches. Se abraza las rodillas con las manos y trata de quedarse dormida. Imposible. Un sexto sentido de acero indestructible la mantiene en guardia. Igual que la piel que la rodea ahora, invisible pero forjada a base de dolor y miedo; la siente dura y elástica a la vez, nada podrá quebrarla, mucho menos doblegarla. Ya no habrá jamás blanco o negro, cuestiones morales o religiosas, lo que se debe hacer y lo que no, solo tendrá una tarea, su supervivencia a toda costa.
Se levanta y comienza a caminar sin saber hacia dónde ir. Se cruza en su camino con varias personas que no le prestan atención y que hablan ese idioma que no conoce, pero que no le resulta tan extraño como el francés de una semana atrás.
Llega hasta un edificio que tiene la puerta abierta, entra y lo inspecciona con miedo, casi tarda diez minutos en atreverse a encender la luz. No hay nadie en el interior ni se oye un susurro. Camina algo más y busca un rincón en el que acurrucarse para pasar el resto de la noche, aunque no logra finalmente cumplir su objetivo. Al cabo de un tiempo que no sabe definir, despierta al recibir una patada.
—¡Fuera, zorra!
No sabe lo que significan esas palabras, pero, por el semblante de la vieja que la está echando de allí sin compasión, no debe ser nada agradable.
Sale a la calle de nuevo para comprobar que está amaneciendo, una difusa línea malva se dibuja tras los edificios frente a ella. Empieza a percibir olores, aunque no muy agradables. Se aleja de allí caminando sin rumbo y en círculos durante una media hora. Ya puede ver un cielo azul cobalto sobre las azoteas de los edificios que sin duda fueron construidos por un estado socialista en el pasado, a juego con coches que piden a gritos ser llevados a un desguace, entre algún que otro Mercedes o BMW nuevo y de alta gama que desentonan como un collar de perlas en el cuello de un cerdo. Se siente como en casa. Menuda mierda.
Encuentra otro portal abierto, pero prefiere no entrar, pocos minutos tardaría en repetir el destino anterior. Se sienta en un lateral del saliente de la puerta, apoyando la cabeza en la fría y dura pared.
¿Qué va a hacer con su vida? Su vida… Ha salvado lo único que tiene, pero es tan poco valioso que se siente como muerta sin haberse dado cuenta.
Se le caen los párpados de sueño, pero el cansancio y la llegada del hambre la atacan con saña hasta vencer a las ganas de dormir. ¿Dónde encontrar cobijo y comida en un lugar desconocido, con gente que habla otro idioma, si no tiene nada con lo que pagar o negociar? Nada salvo lo que le han enseñado sus acompañantes, algo que cada noche parecía imprescindible para ellos.
Se pone en pie, con su menudo cuerpo, pero aún vestida con la minifalda, el sujetador y los tacones.
Entonces llega Gustavo, el Chino le dicen en la zona. Claro que eso lo sabrá ella con el tiempo, con los casi cuatro años que vivirá en el barrio, en el infierno de nivel tres. Porque lleva tiempo comprobando que hay niveles en el infierno, muchos, y acaba de conocer a un súbdito del diablo que la acompañará a su siguiente celda.
Gustavo la recoge con gestos y palabras medio amables, claro que ella no las comprende, solo puede fiarse de su expresión facial. Ha visto a tipos peores. La lleva despacio a un piso y la deja dormir.
Ella solo balbucea:
—Tengo miedo.
La niña se despierta unas horas más tarde y quiere agradecer el detalle buscando la cocina, allí hurga en la nevera y las alacenas y prepara una comida para dos con los pocos alimentos que puede encontrar. No hay casi nada, pero tampoco tiene dinero para salir y buscar un supermercado. Ni siquiera sabe si la puerta está abierta, tampoco intenta marcharse, ¿para qué?
Esa misma noche, cuando Gustavo regresa borracho, descubre que su supervivencia y estancia en la casa no solo dependerán de sus escasas dotes culinarias, sino también de sus habilidades en la cama. Pero para eso ya ha sido adiestrada.
Una violación al día, un ojo morado a la semana, bienvenida a un nuevo viaje por la pesadilla que es su vida.
Pero sobrevivirá a toda costa. Livia no se rendirá jamás.
Había una vez una niña que quería morirse.
La niña no tuvo el valor de hacerlo y siguió pasando miedo.
Cuentas pendientes
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