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ROBERT CRAIS
Sinopsis
ROBERT CRAIS
Sinopsis
Traductor: Herrera, Ana
Autor: Crais, Robert ©2013,
Roca ISBN: 9788499186559
Generado con: QualityEbook v0.73 ACERCA DEL AUTOR
Robert Crais nació en el estado de Louisiana y creció a orillas del río Misisipi, en una familia humilde en la que varios de sus miembros son agentes de policía. A los quince años compró un ejemplar de segunda mano de La hermana pequeña de Raymond Chandler, que le inspiró su amor por la escritura. Otras influencias declaradas de Crais son Dashiell Hammet, Ernest Hemingway, Robert B. Parker y John Steinbeck. Es autor de la reconocida serie de novelas protagonizada por Elvis Cole que ha sido publicada en más de 42 países y de la que han surgido personajes memorables como Joe Pike, protagonista de El centinela. En la actualidad reside en las montañas de Santa Mónica con su esposa, tres gatos y varios miles de libros. ACERCA DE LA OBRA
PRÓLOGO
Jack Berman rodeó con sus brazos a su novia, Krista Morales, y vio que su aliento se convertía en niebla en el frío aire del desierto. Veinte minutos después de la medianoche, a veinte kilómetros al sur de Rancho Mirage, en la oscuridad impenetrable del desierto Anza-Borrego, el áspero resplandor morado de las luces que surgían del camión de Danny Trehorn los iluminaba. Jack estaba tan enamorado de aquella chica que su corazón latía al mismo tiempo que el de ella. Trehorn aceleró. —¿Qué, chicos, venís o qué? Krista se arrebujó más aún en los brazos de Jack. —Déjanos un poquito más. Solo nosotros. Sin ellos. Quiero decirte una cosa. Jack llamó a su amigo. —Mañana, tío. Nos quedamos por aquí. —Salimos temprano, tío. Nos vemos a las nueve. —Nos vemos a las doce. —¡Nenaza! ¡Te despertaremos a hostias! Trehorn volvió a meterse en su camión y giró hacia la ciudad, con la Cabalgata de las valkirias sonando a todo volumen en su equipo de música. Chuck Lautner y Deli Blake se fueron con el anti
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Cuando la gente llama a un investigador privado porque alguien a quien quiere ha desaparecido, especialmente un niño, el miedo burbujea en su voz como manteca hirviendo. Cuando Nita Morales llamó aquella mañana porque su hija había desaparecido, no parecía asustada. Más bien estaba irritada. La señora Morales se ponía en contacto conmigo porque Los Angeles Times Magazine había publicado un artículo sobre mí hacía ocho semanas, en relación, de nuevo, con un caso en el que había exonerado a un hombre inocente acusado de múltiples homicidios. La gente de la revista vino a mi despacho, tomaron un par de buenas fotos y acabaron haciendo que pareciese un cruce entre Philip Marlowe y Batman. Si yo hubiera sido Nita Morales, también me habría llamado. Su negocio, Deportes y Promociones Hector, estaba en el lado este del Los Angeles River, junto al puente de la Sexta; no estaba lejos de donde las gigantes hormigas radiactivas surgían de las alcantarillas para que James Arness las friera, en aqu
JOE PIKE: ONCE DÍAS DESPUÉS DE QUE FUERAN SECUESTRADOS 3
Su trabajo era hacer desaparecer los cuerpos. A treinta y cinco kilómetros al oeste del lago Salton, a doscientos sesenta kilómetros al este de Los Ángeles, el polvo amarillo formaba una inmensa cola de gallo tras ellos mientras el Escalade iba corriendo por el desierto, al anochecer. El equipo de música retumbaba de tal manera que podían oír música mala a pesar del viento de ciento treinta kilómetros por hora. Además, llevaban las ventanillas bajadas para eliminar el mal olor. Dennis Orlato, que conducía, quitó la música mientras comprobaba el GPS. Pedro Ruiz, el hombre del asiento del pasajero, movía la escopeta del calibre 12, toqueteando el cañón como si fuera su segundo pene. —¿Qué estás haciendo? Vuélvela a poner. A Ruiz, que era un colombiano con labio leporino mal arreglado, le gustaban los narcocorridos, esas canciones que idealizaban la vida de los traficantes de drogas y de los guerrilleros latinoamericanos. Orlato era mexicano-estadounidense de sexta generación, de Bakersfi
Pike se apartó del cuerpo y se dirigió hacia el prisionero de Jon Stone, allí en el desierto, bajo aquella desfalleciente luz de bronce. Stone había atado las muñecas del hombre a su espalda, y también los tobillos, con unas esposas de plástico. Cuando Pike llegó, Stone cogió la cabeza del hombre y le levantó el labio superior. —Traficante de khat. Mira estos dientes. A estos hijos de puta se les ponen los dientes verdes por masticar khat. ¿No es un asco este verde? —Vale, Jon. Stone se echó a reír y dejó la cabeza del tipo. El khat es un arbusto procedente de África oriental y la península arábiga, donde la gente mastica sus hojas como estimulante. El speed de los pobres. El prisionero de Stone tenía treinta y pocos años, con el pelo negro y descuidado, y unos ojos enormes y aterrorizados. La luz ya estaba desapareciendo, y el tiempo transcurría. Cada minuto que pasaba ponía a Cole más lejos o más cerca de la muerte. El tiempo lo era todo, y la velocidad era la vida. Pike quería segui
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Aquella cálida mañana, seis minutos después de que Nita Morales se alejara en su coche, llevándose consigo sus temores, me metí en mi automóvil, llamé por teléfono a información y pregunté si tenían en el listín el número de un tal Jack Berman, de Brentwood, California. —No, señor. Nada en Brentwood a nombre de Jack Berman. —¿Y en Westwood, West Hollywood o Santa Monica? Eran los municipios que rodeaban Brentwood. —No, señor. No hay ningún Jack aquí, ni tampoco en Los Ángeles. Tenemos algunos John, un Jason, un Jarrod, un Jonah, muchos James... —¿Cuántos Berman en total? —Cincuenta o sesenta, por lo menos. —Vale. Gracias por mirarlo. Colgué y luego marqué el número de una oficial de policía llamada Carol Starkey. Trabaja como detective de Homicidios en la policía de Los Ángeles, en Hollywood, y le caigo lo suficientemente bien para que me haga algún favor de vez en cuando. Lo primero que me dijo fue: —¿No me ibas a preparar una cena? Todavía estoy esperando. —Pronto. ¿Puedes mirarme un
Daniel Trehorn era un chico delgaducho que vestía un pantalón corto gris, polo granate de Sunblaze Golf Resort y zapatillas deportivas blancas e inmaculadas. Una rociada de espinillas le moteaba las mejillas, y unas gafas de sol de espejo color naranja ocultaban sus ojos mientras examinaba el desierto que teníamos delante. Íbamos en su camioneta Silverado, grande y «tuneada» con neumáticos y parachoques enormes, y también con grandes focos para la vida en el desierto. Conducía él. —Íbamos a ir a Las Vegas. Krista nunca había estado. Subir el sábado por la mañana, regresar el domingo por la noche. Kris tenía que volver a estudiar el lunes. Yo pasé a recogerlos, era ya mediodía, pero no estaban en casa. Llamé. Nada. Les envié un mensaje de texto. Nada. Pensé: «pero ¿qué cojones pasa?» No es propio de ellos. —¿Sois muy amigos Jack y tú? —Íntimos. Desde hace siglos. —¿Conoces también a Krista? —Claro. Llevan mucho tiempo juntos. Trehorn me estaba llevando a treinta y siete kilómetros al su
Tres minutos después de que Danny Trehorn me dejara junto a mi coche, entré en un frío Burger King y pedí un té helado. Quería pensar en lo que había encontrado antes de llamar a Nita Morales, porque no estaba seguro de lo que significaba ni de lo que podía recomendarle. Y además tenía mucho calor. Palm Springs es así. Aquí es donde el detective (moi) ensaya su informe al cliente: Krista Morales y Jack Berman llegaron a salvo a Palm Springs. Fueron vistos el pasado viernes por la noche, en un lugar remoto pero muy conocido del desierto. Habían acudido a aquel lugar con el vehículo del chico, y, siguiendo su propia petición, se quedaron solos cuando sus compañeros volvieron a la ciudad. No los habían vuelto a ver ni a oír, excepto por dos posibles llamadas de extorsión, durante las cuales se pidieron unas sumas de dinero ridículas. Seis días después de ese viernes por la noche, el detective se aventuró («aventurarse» siempre es una buena palabra para usarla con los clientes) en dicho lu
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El cuarto de baño me pareció un lugar muy frío cuando Pike me contó lo que había encontrado. —Un grupo grande. No sé cuántos, pero más de diez. Dos o tres vehículos más pequeños llegaron rápidamente hasta el cuatro ejes. Parecían tres, pero no puedo confirmarlo. —¿Y el cuatro ejes llegó antes? ¿Los otros aparecieron después? —El cuatro ejes no corría. Probablemente estaba parado cuando llegaron los otros. —¿Y lo siguieron? —O bien sabían que iba a llegar y esperaban cerca. Aparcó, la gente salió y esos chicos atacaron. —O sea, que todo el mundo se echó a correr, pero los persiguieron y los volvieron a meter, ¿no? —Eso parece. Pero al menos uno cayó. Por la cantidad de sangre, muerto. —Madre mía... —Ajá. —¿Algo sobre los chicos? —No, pero puedo quedarme más rato. En ese momento, un hombre de unos treinta años y con el pelo rubio muy bien cortado abrió la puerta y me dijo que el señor Locano ya estaba listo. Tenía un ligero acento ruso y llevaba un anillo de la UCLA. Uno de los socios de
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Los empujaron desde la negrura a través de un mundo rojo sangre y luego hacia una luz tan intensa que Krista cerró los ojos. Cuando los abrió, guiñando para evitar el resplandor, caminaban por una casa pequeña, con Jack justo detrás de ella. Ahora, con aquella luz tan intensa, era la primera vez que se veían unos a otros con claridad. Sobre todo eran asiáticos, pero también había unos pocos latinos y gente que podía ser de Oriente Medio o de la India. Uno a uno, los registraron mientras iban andando. Les quitaron los cinturones y los zapatos, y los arrojaron a una pila creciente. Seis u ocho hombres con picanas para ganado y porras empujaron a la multitud hacia la casa. Krista no los miró. Mantenía los ojos bajos, temiendo hacer contacto. La casa estaba destartalada y vacía de muebles. La áspera luz procedía de unas bombillas de cien vatios, de unas lámparas sin pantalla. La línea que avanzaba arrastrando los pies se paró un poco. Los empujaron a una habitación pequeña. —Estamos atrapa
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La policía se quedó con los hermanos Sanchez mientras el día se convertía en oscuridad y el aire refrigerado se iba volviendo más sedoso. Me compré una Coca-Cola light y dos tacos de pollo mientras esperaba. Los tacos eran al estilo mexicano. Dos pequeñas tortillas de maíz enrolladas y con un relleno de pollo, cebolla y cilantro, con una generosa ración de jalapeños y gustosa salsa de tomatillo verde. Ni judías ni queso. Las judías y el queso son para nenazas. Los tacos estaban picantes y jugosos, y el calor fue aumentando mientras yo comía. Estaban tan buenos que pedí dos más. Deliciosos. Observaba movimiento en la oficina de vez en cuando, pero mi ángulo era malo y no podía ver nada más. Dieciocho minutos después de comerme el último taco, el policía pelirrojo salió para ir hasta su coche. Cogió un maletín del asiento de atrás, sacó un expediente y luego volvió a dejar el maletín. Se dirigió de nuevo hacia la oficina, pero de repente se detuvo y examinó la calle, como si notase que a
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Jack habló más fuerte de lo necesario cuando pidió jabón. —¿Puedes darme un poco de jabón? Tengo un buen lío aquí. La respuesta de ella fue igual de formal. —Claro, pero devuélvemelo. Tengo muchos cacharros. —Te lo devolveré. Te lo prometo. Estaban en la cocina, a plena vista de los guardias, uno sentado en una silla plegable en la entrada, y el otro apoyado en la pared del comedor, en el extremo opuesto de la cocina. Jack se aseguró de que los guardias no los veían y bajó la voz. —¿Has visto? Pan comido. Me han dejado venir. —Sssh. Krista le tendió a Jack la botella de Dawn, el lavavajillas líquido. Él se apartó y luego volvió. —¿Me podrías dejar también un poco de papel de cocina? Voy a necesitar algo más que papel de váter para limpiar esta mierda. —Vale. Sí. Coge el rollo. Le tendió a Jack el rollo de papel de cocina y le vio volver al baño, en el extremo opuesto de la casa. Krista trabajaba en la cocina. El trabajo de Jack consistía en vaciar el cubo de orina de su habitación. Era
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En aquel momento de la mañana, cuando faltaba todavía más de una hora para que saliera el sol, Jon Stone veía la ciudad de Los Ángeles volviéndose dorada desde su hogar en las colinas, por encima del Sunset Strip. El mar, a la derecha, era un borrón oscuro que se disolvía en un opaco cielo nocturno, mientras el resplandor de las primeras horas del día teñía el horizonte. Pronto la cara oriental de los rascacielos del centro de la ciudad captaría la luz y, mientras Jon miraba, su fuego dorado saltaría hasta los bloques de pisos de Wilshire Corridor, a los edificios a lo largo de Hollywood Boulevard y las torres gemelas de Century City. Jon, que estaba desnudo en la terraza embaldosada junto al borde de la piscina, levantó los brazos hacia la ciudad y gritó, todo lo fuerte que pudo: —¡A tomar por culo! —Al poco gritó aún más fuerte—: ¡A tomar por culo! Adoraba Los Ángeles, le encantaba su casa y le encantaba estar en casa. Era genial estar de vuelta. Luego bajó los brazos y habló bajito,
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Thomas Locano me llamó a las seis de la mañana del día siguiente, tan temprano que el cañón de detrás de mi casa todavía contenía los hilillos que se iban desvaneciendo de la niebla del día anterior. Yo había dormido en el sofá. —No esperaba saber nada de usted tan pronto. ¿Va todo bien? —Discúlpeme por la hora, pero le dije que le llamaría temprano. —Sí, señor, es verdad. No hay problema. —¿Puede usted reunirse conmigo en el Echo Park hacia las siete? Me levanté del sofá y fui a la cocina. El gato negro que vive conmigo me esperaba junto a su plato, pero no aguardaba a que yo le alimentase. Había traído su propia comida. Había un trozo de serpiente falsa coral de treinta centímetros de largo en el suelo, junto al cuenco. Todavía se retorcía. Quizá quería compartirla conmigo. —¿Ha averiguado algo del Sirio? —He encontrado a alguien que conoce a ese hombre. Iremos a verle los dos juntos, si viene usted a reunirse conmigo, pero tiene que ser ahora mismo. Él tiene otras obligaciones. Cogí
Jon Stone se inclinó hacia delante, entre nosotros, y señaló con un palillo a los dos hombres que subían al BMW. Estaba comiendo bulgogi con kimchee. El bulgogi es buey a la brasa cortado a finas lonchas que se disponen en un cuenco, que Stone había cubierto con un montículo de col en vinagre dulce y muy picante. Conocía los mejores restaurantes de barbacoa de Coreatown. También los mejores bares, clubes de karaoke, restaurantes y mercados. Me había pedido un cuenco de galbi lleno de costillas a la brasa, y para Pike, hortalizas a la parrilla y arroz. Jon Stone era habitual en Coreatown, y había pasado la mañana, antes de que me reuniera con ellos, hablando con amigos suyos. Stone señaló en el aire con la punta de su palillo como si estuviera poniendo el punto sobre la «i» con una pluma de ave. —El que habla, ahí, es Sang Ki Park. No dirige la banda. Es su tío, Young Min Park. Sang es el segundo al mando. Son del Ssang Yong Pa (la banda del Doble Dragón), recién salidos de la RDC. Duro
Park habló primero con su tío; luego con Winston Ramos, que controlaba el transporte de drogas y carga humana al norte a través de las zonas de la frontera entre Tijuana y el estado de Arizona controladas por Sinaloa. Fue Ramos quien aceptó los doscientos mil dólares de Sang Ki Park para transportar a su gente a Estados Unidos, y era Ramos quien acabaría muerto si se perdían su dinero y su gente. Probablemente era consciente de ello. Ramos ofreció un arreglo en el asunto de los doscientos mil, pero Park explicó que un segundo grupo retrasado estaba a punto de llegar a Acapulco, y le pidió a Ramos que discutiera su transporte a Estados Unidos con el traficante que los iba a traer. Si todo iba bien, Park sugería que estaría dispuesto a negociar el asunto de los doscientos mil. Winston Ramos accedió. El traficante en cuestión era yo. Tres horas más tarde, en Coachella se había levantado un viento que llevaba consigo arena del desierto: rascaba el cristal como metralla cocida por el sol. E
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Jack estaba apoyado en la pared, encorvado, rodeando con el brazo a Krista, cuando el chillido ahogado del hombre penetró a través de las paredes. Ella cerró los ojos y se tapó los oídos. Kwan se despertó de golpe, parpadeando mientras se incorporaba. Dos de las mujeres coreanas estaban llorando, y un chico de El Salvador rezaba, pero todos oyeron gritar al hombre, alto y claro, hasta que el grito se cortó de repente. Kwan corrió hacia la puerta. Estaba lleno de moratones, pero golpeó la puerta con una rabia lívida. Los guardias no contestaron. Rojas y Medina habían abierto la puerta solo unos minutos antes. El primero consultó algo en su libreta y luego señaló a un coreano de mediana edad, que estaba agachado junto a dos mujeres. Era barrigón, con los dientes superiores muy salidos y unas gafas de montura metálica rotas. Medina se lo llevó para que hiciera una llamada. Tres minutos después el hombre chilló mucho más fuerte de lo que habían chillado ninguno de ellos, y muchos habían ch
Cuando Miguel y Krista llegaron a la cocina se encontraron con Marisol. El guardia delgaducho al que ella llamaba Mantis Religiosa estaba apoyado en el mostrador, pero se fue hacia el salón en cuanto llegó Miguel. Miguel tocó con la punta del pie una caja de cartón llena de artículos enlatados y bolsas de plástico que estaban en el suelo, junto al frigorífico. —Judías y arroz. Haz los frijoles rojos. Tenemos dos bolsas de dos kilos aquí. He traído hojas de laurel y chiles. ¿Ves? Así serán mejores. Marisol miró en la caja, pero Krista no hizo caso. Llevó la olla más grande desde el fogón al fregadero y abrió el grifo para llenarla. Marisol puso las bolsas de judías y arroz en el mostrador, y luego sacó la segunda olla y los utensilios, y esperó su turno en el grifo. Una olla grande para preparar las judías; la otra, para el arroz. Miguel se acercó a la entrada, se dejó caer en la silla y desplegó una revista de coches. Krista le miró para asegurarse de que no la observaba. Krista no era
Stendahl bajó las ventanillas de su coche de alquiler para que entrase el aroma nocturno de los jazmines. Sin parar desde D. C. a Los Ángeles: cuatro horas en avión, aterrizar y a correr, y cuarenta minutos más tarde iba en coche por Kenter Canyon, en Brentwood, California. En casa. Había vuelto tras recibir una llamada del jefe del departamento de policía de Coachella cuatro días antes. A Nancie le encantaba conducir por Kenter de noche; era cuando más se percibía el olor a jazmín, hinojo y eucalipto, y sus faros enfocaban coyotes y ciervos. La calle estrecha empezaba en Sunset Boulevard, pero trepaba muy empinada a través de densas arboledas y ricas casas hasta ver los campos estrellados que eran la ciudad que se extendía por el sur y el este hasta el horizonte. Nancie Stendahl echaba de menos aquel trayecto desde que la trasladaron dos años antes al cuartel general de la oficina de Alcohol, Tabaco y Armas de Fuego en Washington, pero no echaba de menos la mierdosa cobertura del telé
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Pike vigilaba el Corvette de Elvis Cole desde una gasolinera Shell situada al otro lado de la autopista, a unos cuatrocientos metros del Burger King. El Rover negro de Jon Stone se encontraba en el lado de la autopista donde estaba Cole, cuatrocientos metros más allá del Burger King. Tomase la dirección que tomase Cole, o bien Pike, o bien Stone estarían en el lado adecuado para mantenerle a la vista. La voz de Stone llegó al oído de Pike. —Movimiento. Se comunicaban con teléfonos móviles, cada uno con un dispositivo bluetooth en el oído. Tenían teléfonos por satélite, pero los móviles normales eran más fáciles de usar, mientras tuvieran señal y unidades de GPS militares. —Sin suerte. Quería decir que Pike no veía los vehículos. Stone tenía una visión mejor, y usaba prismáticos. —Una furgoneta que retrocede... —dijo Stone. El mugriento vehículo se puso a la vista de Pike. Puso en marcha el todoterreno y se dirigió a la calle. —Los tengo. ¿Cole a bordo? —Afirmativo. Tienes que ver al qu
El Explorer se dirigió al sur de Indio, a través de Coachella y hacia el desierto. Se quedó en el carril de la derecha, sin variar su velocidad, integrado en el tráfico normal de la carretera. A Jon aquello le pareció bastante sospechoso. Se quedó tan atrás que, de vez en cuando, debía emplear los prismáticos Zeiss que llevaba entre las piernas. Cada pocos minutos echaba un vistazo rápido para asegurarse de que el Explorer estaba donde se suponía que debía estar, y sí, allí estaba. Pasaron Thermal, que tenía el nombre más guay que se podía imaginar para una ciudad en medio del desierto. Jon pensó que quizá fuesen hasta México, pero poco después de la terminal del aeropuerto de Thermal, el Explorer giró hacia el este. Lo fue siguiendo con bastante facilidad, ya que su enorme Rover negro tenía un motor Miller con supercargador. Circularon por la parte superior del Salton Sea, hacia un pequeño barrio residencial rodeado por granjas. Entonces llamó a Pike. —Parece que vamos a otra casa. Es
Wander no había vuelto, ni tampoco el Explorer. Pasaron papás y mamás jóvenes con sus niños sujetos a los asientos del coche, y también tres chavales en monopatines. Pike se preguntaba si Cole estaría dentro con Ghazi al-Diri, y si todo estaría saliendo de acuerdo con el plan. Una mujer con pantalones de deporte negros y camiseta de tirantes del mismo color salió de la casa de al lado con un enorme pastor alemán. Tenía los hombros anchos, aunque era pequeña, y los brazos robustos. Parecía parte de un comando, toda de negro. Desde lejos no estaba nada contenta. La mujer y el perro pasaron junto al todoterreno como si hubieran hecho ese mismo recorrido mil veces, y ya no pudiera aportarles nada nuevo. El animal tiraba de la correa y ella le decía que se estuviera quieto. Parecía muy enfadada, pero Pike pensó que probablemente no lo estuviera. Habían caminado juntos mil veces, y cada vez que el perro tiraba, la mujer se quejaba, y sus brazos y su rostro mostraban el esfuerzo. Se preguntab
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Wander Lawrence Gomez me dijo que estábamos a punto de parar, pero que me dejara puesta la capucha. Fuimos aminorando, dimos una vuelta, se oyó ruido de grava y luego frenamos otra vez. Una puerta traqueteó al ir subiendo, la furgoneta avanzó y la puerta volvió a traquetear. Wander apartó la funda de almohada mientras se abrían la puerta delantera del pasajero de la furgoneta y la lateral. Un hombre negro me apuntaba con un arma. Un latino en el asiento del pasajero tenía una pistola empuñada y la sujetaba con las dos manos. Parpadeé mirando al hombre negro. —¿Es el Sirio? —Chico, yo soy de Compton. Ese hombre no está aquí. Vamos a registrarte otra vez, y saldremos de nuevo a la carretera. —¿Por qué tienen que registrarme de nuevo? —Porque así es como hacemos las cosas. Saca el culo de ahí. Wander me dirigió una sonrisa horrible, que probablemente pensó que me animaría. —Lo has registrado bien, tío. Fantástico. El hombre negro retrocedió para que yo pudiera pasar por el estrecho espaci
El blanco gritó por encima de la punta de su pistola: —¡Abajo! ¡Al puto suelo, ahora mismo! Medina me ató las muñecas con una brida de plástico, cuando ya estaba en el suelo. Me dio dos puñetazos en la espalda y uno en un lado del cuello; luego un par de hombres me levantaron hasta que quedé de rodillas. Al-Diri se acercó y apartó su pistola. —¿Quién eres? —Harlan Green. Pero ¿qué estáis haciendo? —Creo que eres un agente federal. Miré al luchador de artes marciales mixtas. —¿Estás loco? ¿Por qué le haces caso a ese idiota? Ya me habrás investigado. ¿Por qué me has traído aquí, si no me habías investigado? Al-Diri miró al luchador y dijo algo en español. Orlato cogió del brazo al luchador y se lo llevó fuera, a través de la cocina. Me pregunté si Pike le habría visto llegar o si le vería irse y se daría cuenta de que algo iba mal. Al-Diri se volvió hacia mí. —Ya sé lo que he oído, pero ahora me han dicho que eres amigo de mis enemigos, alguien que sabe de qué habla. Eso me hace pensar
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Cuando Pike comprendió que Washington y Pinetta volverían a por sus pertenencias personales, empujó a Haddad hacia la puerta. —Muévete. Vamos, ahora, Jon. Muévete. Salieron de la casa donde habían asesinado a los indios tan rápido como habían entrado. Stone metió a Haddad en el asiento de atrás del todoterreno, de cabeza. Pike aceleró el jeep y se alejó. Despejaron el escenario antes de que Washington y Pinetta volvieran. La puerta del garaje todavía se estaba cerrando cuando aparcaron detrás de una furgoneta Dodge a menos de una manzana de distancia, con el motor al ralentí. Pike se inclinó tras el volante, pero no vio ni a Stone ni a Haddad por el retrovisor. —¿Está abajo? La voz de Stone llegó desde atrás, desde la oscuridad. —Está tan abajo que el siguiente paso sería la puta tumba. Todo cambió cuando dejaron a Orlato y a Ruiz en el desierto. Había enviado a Orlato y a Haddad a librarse de los cuerpos, pero no habían vuelto ni habían llamado. El Sirio podía mandar a alguien para ve
Pike saltó traqueteantes vallas de tela metálica entre lóbregos patios traseros y paredes de bloques de cemento abovedados, en las sombras negras entre casa y casa. Dos veces tuvo que sortear verjas con algún perro a sus talones; en una ocasión, un pitbull suelto le persiguió por una calle vacía. Pike se volvió y le dio con fuerza en el morro al pitbull con su 357. El perro dejó de perseguirle y él siguió corriendo a toda velocidad hacia el lago, alejándose de la autopista. Se detuvo dos veces a escuchar, pero no oyó que lo persiguieran. Los sonidos de la policía habían desaparecido. No se oía disparo alguno, de modo que parecía que Jon estaba bien. Giró hacia el sur del lago, y recorrió casi otro kilómetro antes de volver a la autopista. El conductor de un camión enganchado al Ritalin le llevó durante un rato hacia el norte. Treinta y ocho minutos después del asalto policial, llegó al aeropuerto de Palm Springs, usó la llave del servicio de aparcamiento que llevaba y subió al Rover de
Jon Stone estaba sentado en una sala de interrogatorios limpia y bien iluminada, en la comisaría del sheriff del condado de Riverside, en Indio. Permanecía esposado a la mesa, en silencio. Los detectives que le habían atado se habían ido sin darle explicación alguna y sin hacerle preguntas. Aquello era interesante. Tal vez estuvieran siguiendo órdenes, pero ¿de quién? Se quedó allí sentado casi una hora. Entonces entró una mujer de pelo castaño y corto, con aire profesional. Él sonrió cuando la vio. Llevaba un traje de chaqueta negro y arrugado. Parecía cansada. —¿Qué tal le va, señor Stone? —Estupendamente, señora. ¿Y a usted? Jon se puso de pie como pudo, con el impedimento de las esposas. Ella le hizo señas de que se volviera a sentar. —Por favor, siéntese. He tenido momentos mejores, pero sospecho que usted podría decir lo mismo. —Algunos mejores, otros peores. Son gajes del oficio. Ella se sentó delante. —¿Y qué oficio es ese? Jon le dedicó una sonrisa radiante. —Soy consultor mil
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Dos hombres llevaron un cuerpo envuelto en un plástico grueso y cinta adhesiva al garaje. Yo los vi desde el suelo, con las muñecas unidas por las bridas de plástico a la espalda. Cuando pasaron con el segundo cuerpo me puse de pie y cargué con la cabeza como un toro. Se les iluminaron las caras por la sorpresa cuando dejaron caer el cadáver. Di una patada al primer hombre en el centro del pecho, luego giré hacia abajo y embestí al segundo tipo con un movimiento amplio y giratorio que le golpeó las piernas, pero el hombre del labio leporino mal arreglado me dio desde atrás. Me desperté en mi sitio junto a la lámpara, soñando que Krista Morales me miraba a través de una mirilla y se reía con el Sirio, porque yo era un detective de mierda. En cinco minutos la había encontrado y la había perdido, un tiempo récord. Ahora no sabía dónde estaba ella ni dónde estaba yo, ni siquiera si seguía viva o no. Intenté levantarme, pero alguien me había atado también los tobillos. Salió el tercer cuerp
Cuando Megan Orlato se despertó, Pike había aparcado en la arena, a un kilómetro y medio al norte de Coachella. Contemplaba los faros distantes que se deslizaban por una autopista y un horizonte invisibles. A ella le costó un segundo despejar la cabeza, y luego notó la cinta adhesiva y las ligaduras. Se tensó como si la estuvieran electrocutando. Luchó y se retorció para librarse de las ataduras, e intentó chillar a través de la cinta. Tenía los ojos muy abiertos, por el pánico, tal y como era de esperar. El miedo era bueno y adecuado. El miedo era correcto. Megan Orlato estaba tumbada en el asiento de atrás. Sus muñecas, brazos, tobillos y rodillas estaban ligados con bridas de plástico. Una cinta adhesiva de embalaje le tapaba la boca. Pike estaba detrás del volante y se volvió a mirarla, con el brazo derecho pasado por encima del apoyacabezas, tranquilo y relajado. Estaban solos. Nada se movía, excepto los faros lejanos. Pike intentó recordar cuánto tiempo había pasado desde que hab
Stendahl se quedó sentada en su coche de alquiler hasta que Jon Stone se alejó. Luego fue caminando deprisa hasta el camión del equipo especial. Entró por la puerta de atrás en un mundo de luces rojas amortiguadas. Pasó entre las diversas partes del equipo que colgaban hasta el sistema electrónico. —Eh, jefa. Buen trabajo. Lo vemos perfectamente —dijo Mo Heedles. Mo era una mujer grande, con el pelo rojo y corto. Estaba inclinada hacia un ordenador portátil, conectado al repetidor integrado del camión, para asegurarse de que tenían una señal fuerte. Stendahl se quedó de pie tras ella mirando la pantalla. Vio un punto negro que parpadeaba y se alejaba de la comisaría de policía por un mapa de las calles. —¿Qué alcance tenemos? —Infinito. Rebota en las antenas de telefonía móvil. Podemos seguir a su chico adonde quiera que vaya. Nancie Stendahl cogió su móvil y llamó a Tony Nakamura, en Washington. Era tarde, pero él ya estaba acostumbrado a esas cosas. —Tone, soy Nancie. Necesito dos eq
Aquella mañana, Sang Ki Park siguió las indicaciones del mercenario rubio. Se reunió con él en un descolorido motel de carretera situado entre Indio y Coachella. El viaje de dos horas y media transcurrió con rapidez. Se movía entra la ilusión por recuperar lo que le habían robado y sus ansias de venganza. Si encontraba a sus trabajadores secuestrados, conseguiría restaurar también la confianza de su tío. Y si rescataba al nieto del viejo, su redención estaba garantizada. La habitación del mercenario era anodina y deprimente. El desierto a su alrededor estaba congelado por un frío persistente y bello por efecto de los primeros rayos del sol de la mañana. Sang Ki Park se sintió honrado por compartir aquel momento. Especialmente, con aquella mujer tan bella y que estaba a su merced. —¿Está cómoda? Megan Orlato no dijo nada hasta que el hombre rubio le habló en árabe. —Estoy bien, por el amor de Dios. Acabemos de una vez con esto. Hablaba como una puta. Era hermana, mujer y cómplice de los
El punto negro no se movía. Nancie esperaba que fuese buena señal. Stone probablemente había aparcado. Y si Stone estaba cerca de Jack, ella también estaba cerca de su sobrino. —Tres kilómetros, dirigiéndose a cero, ocho, cero —anunció Mo. Las cinco personas que iban en el helicóptero miraron en la misma dirección, al mismo tiempo. Granjas. Rectángulos de verde pintados en la arena gris del desierto. —Un kilómetro y medio. Justo delante de nosotros. El piloto inclinó el morro y bajó trescientos pies. —El que vea un todoterreno rojo, por favor, que levante la mano —dijo Uhlman. —Cuatrocientos metros. Tres, dos, uno, estamos justo encima. —¿Qué son eso, palmeras? —preguntó JT. —Es una granja de dátiles —contestó Mo—. Parece desierta. —Más bajo —ordenó Nancy. El piloto descendió doscientos pies e hizo una pasada lenta. No vieron movimiento alguno, ni vida. Tampoco cuerpos. —Estamos justo encima —informó Mo—. ¿Ves ese edificio? Está aparcado en ese edificio. —Veo cinco edificios. ¿Cuál de
El personal de Urgencias dejó que Krista se quedara con Jack mientras le examinaban. Me dijeron que no tardarían mucho rato, así que llamé a Nita Morales desde la sala de espera, mientras Pike me observaba. Usé su teléfono. La única persona que había allí, además de nosotros, era una señora anciana con un rosario en la mano que miraba al infinito. —Ella está a salvo. La llevo a casa —dije. Nita se quedó callada. Le dejé que disfrutara de esos momentos, porque son personales y preciosos, y al cabo de unos segundos oí que sollozaba suavemente. —Gracias. Ya sabía que usted..., sabía que usted era... —Sssh. Vale. Ella está conmigo. La voy a llevar a casa. —Quiero hablar con ella. —Haré que se ponga, pero antes quiero contarle dónde ha estado y lo que ha tenido que pasar. Ahora está con Jack, de modo que puedo hablar con libertad. Un toque de hielo le astilló la voz. Lo noté desde cientos de kilómetros de distancia. —¿Fue él quien la metió en esto? Suavicé mi voz, para que sonara tranquiliz
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