La cristianización de la Europa septentrional impone una modificación a todo cuanto podemos decir sobre el continente. En el año 500, la frontera del imperio romano partía en dos a Europa, separándola en una región conocida y otra inexplorada. Todos los datos que conocemos de lo que podía suceder por entonces al norte de esa divisoria proceden de la arqueología, una ciencia que nos explica un gran número de cosas, pero que en modo alguno resuelve todas las incógnitas. A estas indagaciones hay que añadirles los datos que nos proporcionan los puntos de vista de los observadores romanos interesados en las regiones septentrionales, aunque, siendo cierto que por regla general no estaban mal informados, también es preciso tener en cuenta que en la mayoría de los casos no se proponían siquiera ofrecer una crónica exacta, sino más bien utilizar a los «bárbaros» como un espejo en el que ver reflejado un conjunto de críticas dirigidas en realidad a la propia sociedad romana. En el año 800, y a pesar de todos los acontecimientos que se habían producido desde el 500, la situación no era excesivamente distinta. Por esta época, los francos controlaban la mayor parte de los territorios de Germania que se hallaban situados al norte de la frontera romana, aunque todavía no se hubieran incorporado plenamente al sistema político franco, y podemos decir mucho acerca de Irlanda y de la Inglaterra anglosajona, que si bien era técnicamente una antigua provincia romana, contaba en estos años con una estructura social que la diferenciaba de manera muy notable de las regiones continentales. Sin embargo, en otros lugares seguimos teniendo que analizar los hechos ocurridos al norte del Rin y el Danubio con la única ayuda de las investigaciones arqueológicas y de un conjunto de fuentes documentales tan externas como inexactas. No obstante, en el año 1100, se produjo un cambio total, ya que desde esa fecha en adelante podemos apoyarnos cuando menos en unos cuantos fragmentos probatorios escritos, y esto además en la mayoría de las regiones, de modo que nos resulta mucho más fácil observar el funcionamiento de las sociedades de la mitad septentrional de Europa. Y al proceder a ese análisis, lo que descubrimos es que en casi todas las regiones del norte también resulta posible hallar el rastro de una serie de estructuras políticas y que estas tenían un carácter bastante más complejo que el de las vigentes en tiempos de Carlomagno.
Como es obvio, la sola presencia del cristianismo no fue el elemento determinante de ese cambio. Cuando las diferentes sociedades y organizaciones políticas del norte de Europa abrazaron el cristianismo, lo que se produjo fundamentalmente fue la conversión de los reyes y sus respectivos séquitos, que más tarde fueron imitados por el resto de la población (un paso que a menudo se producía mucho después de que lo hubieran dado las élites). Además, por regla general, y pese a responder a una devoción auténtica, esa conversión no incidiría sino muy lentamente en la gama de prácticas y valores que las distintas sociedades consideraban normales, meritorios y morales, ya que esos valores también se definían ahora en función de las doctrinas cristianas, se parecieran o no a las del Nuevo Testamento.1 Sin embargo, la llegada del cristianismo hizo surgir las estructuras de la Iglesia, y con ellas la asunción de un compromiso con la palabra escrita (vital para poder leer la Biblia) y la conservación de documentos, medios estos últimos importantes para las iglesias, que siempre deseaban proteger las tierras recién recibidas de manos de los reyes (lo que explica que casi todos los registros escritos primitivos guarden relación con la Iglesia, y esto en todo el norte de Europa). Las narrativas históricas aparecerán asimismo en poco tiempo, habitualmente en latín, pero también en las lenguas locales (y muy particularmente en irlandés, escandinavo y ruso), ya que con ellas se pretendían justificar las acciones de los reyes y el clero.2 Pero también habrían de producirse otros efectos, puesto que la cristianización fue también uno de los medios que los reyes emplearon para introducir en sus respectivos dominios al menos algunas de las técnicas de gobernación utilizadas por las dos grandes potencias europeas de la Alta Edad Media: el reino de los francos y el imperio bizantino. De hecho, en algunos casos, la posibilidad de una mayor apertura a la influencia del sur de Europa y a sus procedimientos políticos constituyó prácticamente la única razón de que los gobernantes cambiaran de religión, y virtualmente la sola transformación derivada de la cristianización. De todas formas, el cristianismo en sí no fue la fuerza responsable de generar una Europa más homogénea, puesto que se limitó a abrir la vía a un continente marcado por un más amplio interés en las formas del poder político y decidido a poner sus miras en un tipo de autoridad que, siendo más ambicioso, no perdiera por ello sus peculiaridades. La forma en que la nueva religión acabó afectando a las distintas regiones del norte de Europa viene a constituir fundamentalmente una especie de contraste radiológico que nos permite apreciar que la situación no estaba presidida por la homogeneidad sino por la diferencia.
La difusión del cristianismo por el norte de Europa se produjo más o menos de oeste a este y de forma bastante lenta, aunque su velocidad de expansión aumentó a partir del año 950 aproximadamente. Irlanda fue la primera en convertirse, ya que lo hizo entre los siglos V y VI. Le siguieron la Escocia picta, Inglaterra y la Alemania central, en el siglo VII; Sajonia —por la fuerza, como hemos visto— tras las conquistas realizadas por Carlomagno en el VIII; Bulgaria, Croacia y Moravia en el IX; Bohemia en el X; Polonia, Dinamarca y Rus, una región que abarcaba algunas partes de la Rusia europea y Ucrania, a finales del X; Noruega, Islandia y Hungría a caballo del año 1000; y Suecia, a menor ritmo que las demás zonas, a lo largo del XI.3 Solo quedaron al margen de este proceso unos cuantos territorios situados en el extremo nororiental de Europa: las regiones bálticas y de lengua finesa; de hecho la primera de ellas acabaría convirtiéndose, ya en el siglo XIII, en la única organización política pagana extensa y poderosa de la Europa medieval, Lituania, hasta el período comprendido entre los años 1386 y 1387, fechas en las que sus grandes duques se convirtieran al cristianismo. No nos resulta posible examinar con detalle todos estos casos, y la información de que disponemos, incluso después de la conversión, es todavía demasiado esquemática para poder redactar un estudio general de interés en muchas de esas áreas. Aquí me propongo centrarme en particular en Irlanda, Inglaterra, Dinamarca, Noruega y Polonia, en ese orden, ya que entiendo que todos esos países constituyen una ilustración de las distintas formas en que se absorbió la novedad de la religión cristiana y que además arrojan luz sobre los distintos tipos de sociedad presentes en el período que finaliza en el año 1100. Más tarde, en el capítulo 9, añadiré el examen de Bulgaria y Rus, ya que el proceso de conversión que tuvo lugar al norte de Bizancio se verificó en cierto modo de manera independiente. En el capítulo 11 examinaré todas las sociedades y las organizaciones políticas europeas que surgieron en los últimos doscientos cincuenta años del período medieval, lo que significa que los sucesos relativos a su evolución aparecerán finalmente en ese apartado. En este mismo capítulo me ocuparé también de algunos de los desarrollos más relevantes que, habiendo ocurrido en las regiones septentrionales, carecen de toda relación con el cristianismo, lo que me llevará a analizar muy en particular tanto la expansión de los pueblos que acabaron hablando alguna de las lenguas eslavas como la irrupción de los vikingos escandinavos en Irlanda, Gran Bretaña y Francia.
No obstante, antes de proceder a ese examen hemos de fijarnos en algunos de los elementos que tenían en común las sociedades del norte de Europa antes de su conversión, al menos por lo que nos permiten saber nuestras escasas fuentes y por lo que cabe deducir de la lectura de las pruebas posteriores. Desde luego no compartían una misma lengua, ya que los europeos septentrionales utilizaban prácticamente todos los grupos lingüísticos existentes en la Europa moderna para expresarse. Tampoco la religión los englobaba en un mismo denominador. El paganismo de las regiones del norte era al menos tan variopinto como el del imperio romano, ya que, al parecer, si en algunas zonas se adoraba a todo un panteón de dioses, en otras se rendía culto a grandes divinidades únicas y en otras más se practicaban fórmulas vinculadas con una veneración más generalizada a la naturaleza o se seguían los credos del chamanismo, con la peculiaridad de que lo más probable es que todas estas tendencias se solaparan. Pues, en las regiones del norte también se celebraban ritos supervisados unas veces por grupos sacerdotales especializados y otras por dirigentes políticos locales.4 Existen no obstante dos características básicas que sí parecen comunes al conjunto de las sociedades septentrionales: la debilidad relativa de la gobernación y la parcial independencia del campesinado. Respecto a lo primero se puede decir lo siguiente: las unidades políticas septentrionales eran muy pequeñas, por regla general, y además padecieron durante mucho tiempo una marcada inestabilidad. En el año 800 había en Irlanda más de 150 reinos; la Inglaterra anglosajona contaba con varias docenas, según parece, y aunque en torno al 600 se aprecie una cierta consolidación, todavía seguiría contando con más de diez. En Noruega es probable que hubiera una unidad política en cada valle, al menos hasta el siglo X. Las fuentes francas y bizantinas de los siglos VII a X señalan que en lo que hoy es Polonia, o en las actuales regiones esclavenas de los Balcanes, había un gran número de pueblos vagamente definidos. Resulta difícil dar incluso un nombre a esas unidades, ya que a pesar de que algunas de ellas poseían gobernantes que podríamos asimilar a lo que denominamos «reyes» —aunque en sus respectivos territorios quedaran englobados bajo una gran variedad de títulos—, otras no contaban con ninguna forma de gobernación claramente definida o permanente. Por consiguiente, hay un cierto número de casos en los que no es sencillo emplear la palabra «reino» para designar a estas pequeñas organizaciones políticas. Podríamos valernos de la voz «tribu», y así habré de hacerlo yo mismo en algunas ocasiones, aunque en el bien entendido de que debemos rechazar la idea de que esos grupos fueran de algún modo «primitivos». Con todo, los términos más vagos y útiles para poder realizar afirmaciones aplicables con carácter general al conjunto de las regiones septentrionales son probablemente los de «pueblo», «comunidad» y «organización política». La política asamblearia era uno de los rasgos capitales de muchas de esas entidades, como ya hemos visto que ocurría en los reinos posromanos de Occidente. Allí donde existían, los reyes delegaban con bastante frecuencia en las asambleas (y en este sentido las pruebas más claras de que disponemos proceden de Suecia y Noruega). En algunos lugares, como es el caso de Islandia, creados a partir de asentamientos noruegos recientes en las décadas que se hallan a caballo del año 900 —o en torno al 1000 entre los leuticios del valle del Óder—, las asambleas eran las encargadas de tomar todas las decisiones políticas, sin que hubiera una sola persona específica que ejerciera su dominio en solitario, al menos en teoría.5 En las ocasiones en que estos pueblos contaban efectivamente con un gobernante, es raro encontrar signos de que el poder de que disfrutaban se ejerciera sin ningún tipo de mediación. De lo que no hay duda es de que esos líderes poseían séquitos armados, como tampoco la hay de que se valían de ellos tanto para llevar a efecto una dominación de pequeña envergadura como para librar guerras entre comunidades enfrentadas. Sin embargo, lo que sí se revela difícil es encontrar ejemplos abundantes y detallados que nos hablen de la realización de intervenciones políticas verticales promovidas desde las élites, lo que significa que es probable que la mayoría de los dirigentes tuvieran que colaborar con algunos de los grupos de las diferentes comunidades (tanto grandes como pequeños), consultando con ellos las acciones a realizar.
Esto guardaba relación con el hecho de que la mitad septentrional de Europa pareciera contar con un campesinado en gran medida independiente, lo que equivale a decir que disponía de una masa de trabajadores agrícolas que no se veía obligada a bregar, en medida digna de consideración, con los señores. Con esto no debemos entender que la sociedad fuese igualitaria. En todas partes había personas carentes de libertad, y un número bastante grande de ellas trabajaban para las élites, aunque también había pequeños grupos que lo hacían para ciertas familias campesinas en calidad de criados domésticos o de empleados dedicados a las labores rurales. En todas partes había también élites, como acabamos de sugerir, distintas tanto por su grado de riqueza como por su posición social más o menos encumbrada —y por regla general, los gobernantes también procedían de los estratos elitistas—. Sin embargo, estas capas altas de la sociedad no dominaban de forma directa más que una cantidad de tierra bastante limitada, e incluso en épocas posteriores, es decir, en unos años en que las propiedades inmuebles de las élites habían aumentado (sobre todo en el ámbito de la Iglesia), tenemos pruebas (sobre todo en Escandinavia) de que en algunos casos estas propiedades de las clases superiores no siempre eran el elemento dominante. Esto significa que los individuos que no pertenecían a la élite, es decir, los campesinos, debían de controlar por fuerza el resto. En general, es probable que la economía de gran parte de las regiones septentrionales de Europa se ajustara durante mucho tiempo a la lógica de las decisiones y las necesidades de los campesinos, no a las de los aristócratas. El hecho de que sea raro encontrar vastas concentraciones de riqueza en los datos arqueológicos de la Alta Edad Media vinculados con el norte respalda estas afirmaciones, aunque hay que contar con la significativa excepción que representa Dinamarca hasta el período vikingo, cuestión sobre la que habremos de volver más adelante. Es probable que el poder de los individuos que integraban las élites fuera inestable en algunas ocasiones, lo que nos induce a pensar que se trataba de lo que los antropólogos llaman «grandes hombres», cuya característica principal es la de que, en algunos casos, podían retornar a la vida campesina en la generación siguiente si no eran figuras de verdadero alcance local o si habían tenido demasiados hijos y se veían obligados a dividir en exceso sus posesiones. No obstante, había ocasiones en que lo que sucedía era lo contrario y su posición terminaba reforzándose, como observamos en Irlanda, mediante la instauración de un conjunto bastante elaborado de jerarquías legales, o a veces la circunstancia, como en Escandinavia, de que ostentaban en el ámbito local una serie de roles políticos y religiosos de carácter hereditario.6
Esto significa que, pese a gozar en gran medida de independencia en el plano económico, los campesinos de todas las regiones tenían que contemporizar con las élites. Lo hicieron de muchas formas diferentes. En Irlanda trabaron complejas relaciones de clientelismo con los aristócratas, en las que el señor les obsequiaba con cabezas de ganado (no con tierras, a diferencia de lo que sucedió en la mayor parte de Europa) a cambio de hospitalidad y servicios militares y políticos. Hasta el siglo VIII, en Inglaterra, los reyes y los aristócratas parecen haber tenido bajo su dominio grandes porciones de terreno habitadas por campesinos, pero no ejercían ese control en calidad de terratenientes propietarios. En lugar de pagar una renta, los campesinos debían entregar pequeños tributos a los señores, posiblemente de manera ocasional (salvo en el caso de los individuos carentes de libertad, cuya condición podía considerarse ya semejante a la de los aparceros sometidos).7 En Islandia, y quizá también en el resto de Escandinavia, los campesinos libres formaban parte en todos los casos del séquito con el que acudían a las asambleas los dirigentes locales y debían pagar una cuota en caso de no presentarse. Más tarde, los líderes locales se beneficiarían también con el control de los diezmos de la Iglesia. En las regiones de lo que andando el tiempo se convertiría en Polonia, los campesinos —de carácter más o menos independiente— tenían obligación de pagar un tributo a los gobernantes locales, igual que en Inglaterra, pero parece que estos no contaban con territorios bien delimitados. En las vastas tierras forestales de lo que un día empezaría a llamarse Rusia, los agricultores y tramperos debían abonar un tributo similar a señores que en muchos casos vivían en zonas muy alejadas de las suyas, como en el caso de los jaganes de los búlgaros del Volga. Más tarde pasaron a entregárselos a los príncipes escandinavos (Rus) de Kiev y Nóvgorod. Los sistemas políticos rusos cubrían una inmensa zona geográfica, y en ellos se aprecia que los gobernantes y los séquitos armados ejercían un dominio más claro que en otros lugares, aunque los mecanismos de control locales mantuvieron un nivel de baja intensidad durante siglos (hasta el punto de que es muy posible que estas formas de tributación tuvieran durante mucho tiempo un carácter intermitente, ya que el campesinado de Rusia no perdió por completo la autonomía de que gozaba en cuanto a la posesión de tierras hasta el período moderno).8 Estas distintas pautas políticas y económicas implicaban que las élites podían servirse de un conjunto de instrumentos potencialmente capaces de mejorar su posición, incrementando de ese modo su poder y su riqueza, aunque en esta época todavía no puede decirse en modo alguno que se tratara de un proceso automático, ya que observamos que ocurrió en Inglaterra pero no en Irlanda, que se produjo en Dinamarca y no en Suecia, etcétera. De hecho, en una fecha tan tardía como la del año 1100, Inglaterra era la única región, de todas cuantas componían el espacio de los pueblos septentrionales, en la que el dominio de los aristócratas y los reyes había conseguido desarrollarse plenamente. Más adelante, aunque en este mismo capítulo, examinaremos los elementos que determinaron que la evolución de los acontecimientos siguiera ese derrotero.
Por consiguiente, la región que fue abrazando lenta y paulatinamente el cristianismo a lo largo de seis siglos estaba formada por un conjunto de sociedades y organizaciones políticas que no además de ser de pequeñas dimensiones carecían de jerarquías socioeconómicas complejas. No obstante, como ya he señalado anteriormente, las consecuencias de la cristianización variaron mucho de una región a otra. Irlanda fue la primera. En esta zona, el proceso de conversión había echado a andar muy pronto, nada menos que en el siglo V, es decir, en una época en la que el universo romano todavía seguía en pie. Inicialmente, se lo había asociado con la acción de un misionero extremadamente relevante, Patricio, un cristiano de Britania que había pasado algún tiempo en Irlanda como esclavo cautivo y que conocía bien la isla, como muestran sus propios escritos. Para predicar, tanto Patricio como los demás divulgadores del período tuvieron que ir de reino en reino y plantar cara a una casta sacerdotal altamente especializada y presente en todos los territorios regios de la zona, la de los druidas. No sabemos cómo lo consiguieron (todo cuanto podemos decir es que el proceso requirió al menos un siglo), ni qué consideraron los reyes de entonces que podría aportarles el cristianismo —¿acaso alguna variante del viejo poderío romano?—. De ser así, el momento elegido no era desde luego el adecuado, puesto que el imperio de Occidente se estaba desmoronando, sobre todo en Britania, que no solo era la provincia romana más próxima a Irlanda, sino que había sufrido un gravísimo quebranto socioeconómico al desaparecer los romanos. Además, tanto en Gales como en el resto de la Britania occidental, es decir, en la parte de la provincia que no había sido conquistada a finales del siglo V y principios del VI por los grupos políticos anglosajones de habla germana, había empezado a cristalizar más de una docena de reinos.9 En Irlanda, la nueva Iglesia cristiana, lejos de actuar como fundamento de la cohesión política, adoleció de falta de unidad, ya que sus jerarquías episcopales y monásticas (dado que en esta región los monasterios desempeñaron muy pronto un papel importante) se hallaban tan fragmentadas como la estructura política laica. Y es que, en efecto, los clérigos habían sustituido sencillamente a los druidas como orden sacerdotal especializado. El interés en los textos escritos que trajo consigo la nueva religión se hizo extensivo a otro orden singular y más antiguo: el de los juristas, de ahí que en Irlanda no solo existan crónicas y actas de los sínodos de la Iglesia (y más tarde obras épicas en prosa), sino también una serie de manuales legales extremadamente trabajados. Todo esto nos permite apreciar hasta qué punto los siglos posteriores iban a reducirse a una mera colección de guerras de poca monta entre un conjunto de reinos tribales sumamente pequeños que tendían a organizarse de forma jerarquizada en la mayoría de los casos, y muy particularmente en torno a dos vastos agrupamientos familiares que abarcaban varios reinos en ambos casos: el de los Uí Néill del centro y el norte de la isla, y el de los Eóganachta, afincados en el suroeste. Por esta época, todos los reyes se habían convertido ya al cristianismo, pero los tabúes limitaban su autoridad, la cual, por cierto, no solo estaba notablemente ritualizada, sino que tenía indudables raíces precristianas. De hecho, resultaría difícil señalar los cambios que el cristianismo introdujo en esta zona, salvo en un aspecto: el de haber añadido al paisaje político la presencia de una serie de iglesias influyentes y vinculadas, siquiera mínimamente, con el resto de Europa.10
Más efecto que el cristianismo iban a producir en Irlanda los ataques vikingos del siglo IX. En la Irlanda rural no hubo nunca demasiados escandinavos —la mayoría se asentaban en las ciudades comerciales de la costa, sobre todo en Dublín (fundada por ellos)—, pero sus incursiones obligaron a los irlandeses a incrementar su grado de cohesión política, ya que de otro no podían ofrecer resistencia. A partir de aquí empezamos a encontrar reyes capaces de reclamar una más amplia hegemonía y de aspirar incluso al título de «rey de Irlanda», sobre todo en los casos de Máel Sechnaill mac Máele Ruanaid (fallecido en 862) y de Brian Boru (fallecido en 1014). En el siglo XI, estos reyes descollantes, surgidos ahora de dinastías distintas a las iniciales, gobernaban zonas más amplias a las de tiempos anteriores, gozando asimismo en ellas de unos poderes ligeramente más amplios.11 Sin embargo, ese fue todo el grado de cohesión política que se consiguió. Los recursos económicos de que disponían los reyes eran demasiado limitados —y sus infraestructuras excesivamente simples— para poder afianzar en ellos una consolidación de carácter más permanente. La invasión inglesa capitaneada por Enrique II después del período comprendido entre 1169 y 1170, junto con una conquista parcial que otorgó a Juan, hijo de Enrique, el título de «señor de Irlanda» en 1177, dio paso a la introducción de una serie de señoríos anglonormandos que terminaron por tener un aspecto muy semejante al de los reinos irlandeses de esta época, y menos al de los señoríos de Inglaterra y el continente europeo. Es cierto que la Iglesia de Irlanda se había dotado ya, desde la década de 1110, de una estructura de estilo más continental, y que los reyes irlandeses (ya que ese es el nombre que habrá de dárseles hasta el año 1400, e incluso en fechas posteriores, en los textos escritos en lengua irlandesa) aceptaban la sujeción que les vinculaba, al menos nominalmente, al gobierno inglés de Dublín. De todas formas, los señoríos «gaélicos» de la Baja Edad Media, así como algunos de sus equivalentes ingleses, seguían exhibiendo muchas de las características sociales y culturales propias de los reyes de quinientos años antes, y en los casos en que esto no se cumple lo que observamos es que el desarrollo de los últimos acontecimientos obedecía más a impulsos de naturaleza básicamente interna que a presiones impuestas desde el exterior. Lo que ahora se había establecido era un movimiento dialéctico entre el poder político inglés y esos señoríos, pero aparte de eso lo cierto es que, al final de la Edad Media, los cambios vividos en Irlanda habían sido menores a los de casi cualquier otro lugar de Europa.12
La situación de Inglaterra difiere espectacularmente de la anterior. Como ya hemos visto, las primeras sociedades y organizaciones políticas anglosajonas eran frecuentemente diminutas, al menos hasta donde nos es dado saber por los topónimos, las inferencias que podemos realizar a partir de pruebas escritas de fechas posteriores y los datos arqueológicos. A principios del siglo VII, cuando los misioneros venidos de Roma, el reino de los francos e Irlanda se presentaron en Britania, seguía habiendo de diez a quince reinos en la región, aun después de haberse vivido en ella un proceso de cierta consolidación territorial. Como ya ocurriera en Irlanda, esos reinos irían convirtiéndose uno a uno al cristianismo a lo largo de tres generaciones, aunque resulta mucho más evidente que a los reyes implicados en este proceso de cristianización les interesaban los vínculos culturales y políticos que esa religión podía proporcionarles: con los papas de Roma, pero sobre todo con los soberanos del reino franco, es decir, con sus vecinos del otro lado del canal de la Mancha, cuya riqueza y poder era al menos cien veces superior a la suya. Los soberanos de Kent, el reino más próximo al territorio de los francos, tanto en términos físicos como políticos, fueron los primeros en convertirse —después del año 597— gracias a una misión llegada de Roma. Los monarcas de Wessex (esto es, de Hampshire y Berkshire) abrazaron el cristianismo en la década de 630, tras entrar en contacto con un misionero venido del reino franco. En esa misma década se convertirán finalmente también los reyes de Nortumbria, una región situada en la parte septentrional de lo que hoy es Inglaterra, influidos por unos predicadores procedentes de Irlanda y Escocia. Sin embargo, en un concilio celebrado en Whitby en 664 hicieron suyo el cálculo con el que se determinaba en la Europa continental la fecha de la Pascua de Resurrección, de modo que después de ese cónclave sus vínculos con Roma y el reino de los francos se fueron estrechando. Los reyes más ambiciosos, los que perseguían una amplia hegemonía, prestaron oídos a las ventajas de la conversión, si bien con la importante excepción de Penda de Mercia (fallecido en 655). No obstante, tras encontrar Penda la muerte en el campo de batalla en un choque con las fuerzas de Nortumbria, los reyes de Mercia también abrazaron la nueva fe. Después del año 670, el recién nombrado arzobispo de Canterbury, Teodoro de Tarso (fallecido en 690), un bizantino que debía su nombramiento al mismo papa, hizo algo con lo que no se habría atrevido a soñar siquiera un solo alto dignatario de la Iglesia irlandesa de la época: unir a los obispos de todos los reinos anglosajones bajo una sola figura jerárquica. A partir de ese momento, la Iglesia anglosajona quedó plenamente integrada en las estructuras eclesiásticas del resto de la Europa occidental, con lo que el parecido entre ambas comenzó a aumentar progresivamente.13
No puede decirse todavía que los reyes de la Inglaterra del siglo VII se parecieran a sus homólogos del continente. Es cierto que algunos contaban con grandes patrimonios personales, como nos muestran las tumbas regias (de entre las cuales sobresale, por ser el más conocido, el túmulo funerario de Sutton Hoo, cuyas ofrendas fueron depositadas en torno al año 625), pero por lo demás los monarcas no disponían sino de unos recursos limitados, así que únicamente disfrutaban de unas potestades gubernativas muy simples, basadas como en otras partes de Europa en la convocatoria de asambleas. Según parece, centraron su actividad, como ya sucediera en Irlanda, en librar guerras de pequeña escala en las que combatían tanto los reyes como los integrantes de su séquito militar. Sin embargo, también irían asumiendo de forma gradual otras responsabilidades. Algunos se dedicaron a legislar, redactando códigos jurídicos similares a los del continente (aunque escritos en inglés antiguo). Hacia el final del siglo pusieron en marcha una serie de lazos comerciales con el reino de los francos mediante la creación de un conjunto de puertos, de entre los que sobresalen los de Ipswich, Londres, o Hamwic (en lo que hoy es Southampton), que daban réplica a los que seguían de forma paralela el litoral del continente, como es el caso de Dorestad, por ejemplo.14 Y en siglo VIII, un grupo de poderosos reyes de Mercia —Etelbaldo (716-757), Offa (757-796) y Cenwulfo (796-821)— se ligaron estrechamente con los primeros carolingios. Offa no solo consiguió ejercer un dominio hegemónico en el sur de Inglaterra, sino que incorporó la mayoría de los reinos ingleses a la propia Mercia, cosa que, una vez más, encuentra muy pocas correspondencias en Irlanda —a su muerte no quedaban ya más que cuatro reinos (siendo los otros tres Nortumbria, un recrecido Wessex, y el Anglia Oriental)—. Offa contaba con una estructura organizativa mucho más visible que la de sus antecesores. Y aunque dicha estructura no fuera tan sistemática como la de los carolingios ni recurriera tanto a la palabra escrita, lo cierto es que ofreció a Offa una capacidad de control sobre la mano de obra que le permitió construir fortificaciones en un buen número de poblaciones de Mercia, así como una obra defensiva de cien kilómetros de longitud, el dique de Offa, que no solo se mantiene todavía en pie —y era de hecho el trabajo de mayor magnitud efectuado en Europa desde el Muro de Adriano— sino que sirvió en su momento para separar a los galeses del reino de Mercia. En la década de 760, Offa instituyó un nuevo sistema monetario desarrollado sobre la base del que había creado Pipino III pocos años antes (y es posible que este último recibiera a su vez la influencia de anteriores iniciativas de acuñación inglesas). Además, contamos con documentación posterior al año 742 que nos deja constancia de la existencia de una serie ininterrumpida de concilios eclesiásticos en Mercia que se mantuvo hasta la década de 830, unos concilios, por cierto, muy parecidos a los que celebraban los francos.15
Está claro que en torno al año 800, Inglaterra (o al menos Mercia) se parecía mucho más al reino de los francos que en el 600 e incluso el 700. Esto se debió por un lado a la asunción de préstamos culturales y por otro al hecho de que la evolución de los acontecimientos estuviera dotada de una lógica interna propia. Y en este sentido lo que facilitó ambas circunstancias —préstamos y transformaciones— fue la cristianización, aunque no siempre fuese ella el factor causal. Este proceso contó con el respaldo de lo que posiblemente fuera el cambio socioeconómico más significativo jamás conocido en los reinos ingleses, un cambio que probablemente se iniciara en la época de la hegemonía de Mercia y lograra perdurar hasta bien entrado el siglo X: me refiero al lento desarrollo que conoció la propiedad privada de la tierra, siempre en manos de reyes y aristócratas, a partir de los grandes territorios pagadores de tributos de épocas pasadas. Según parece, la metamorfosis quedó más o menos completada a mediados del siglo X, y con esa culminación se transformó también el entorno económico inglés, ya que a partir de ese momento comenzaron a cuajar estructuras aldeanas en medio país, se puso fin a la autonomía campesina prácticamente en todas partes, y la dominación de los reyes, que fueron quienes se adueñaron de las mayores propiedades, se reveló más sólida que en períodos anteriores, puesto que llegaron incluso a señorear sobre la aristocracia que optó por permanecer en estrecho contacto con ellos debido a que se beneficiaban de ese estado de cosas casi tanto como los propios monarcas.16
Mercia no consiguió conservar la dominación que había ejercido en la región a lo largo del siglo VIII. Tanto en la década de 820 como en años posteriores tendría que hacer frente a una serie de guerras civiles, y como consecuencia Wessex se apoderó de los antiguos reinos del sur, como Kent. Sin embargo, ninguno de esos reinos estaba preparado para encajar los ataques de los vikingos, llegados primero en pequeños grupos de saqueadores y más tarde en forma de ejércitos enteros. Esas incursiones empezaron a tener graves efectos en la década de 850, y poco después, entre los años 865 y 878, terminarían convirtiéndose —en cuanto esas tropas extranjeras comprendieran lo vulnerables que eran todos los reinos ingleses— en una guerra de conquista. Los gobernantes escandinavos ocuparon el este de Inglaterra y pusieron fin a la totalidad de los reinos existentes, salvo el de Wessex —y a punto estuvieron de apoderarse también de esta región, pero su rey, Alfredo (871-899), tras sufrir una derrota inicial, logró reagrupar sus fuerzas y ganar a los vikingos en 878, exigiendo a continuación la firma de un tratado de paz que, si bien a duras penas, consiguió mantenerse—. Alfredo reorganizó a su pueblo, lo puso en pie de guerra, fortificó las principales centros de Wessex, y ocupó la mitad meridional de Mercia, que no se hallaba sujeta al control de poblaciones escandinavas. Tomando como base este territorio, su hijo Eduardo el Viejo y su hija Etelfleda (que se encargaría de gobernar Mercia) lograrían conquistar los reinos escandinavos del sur de Inglaterra en la década de 910, mientras sus nietos —sobre todo Atelstán (924-939)— avanzaban también hacia el norte. En 954, toda Nortumbria se hallaba ya en sus manos, salvo el condado autónomo de Bamburgo, en el extremo norte de Inglaterra, que había logrado sobrevivir a la dominación vikinga. Esta conquista de los sajones occidentales unificó Inglaterra por primera vez, creándola de hecho. El propio Alfredo se había hecho llamar ya «rey de los anglosajones», de modo que a partir de este momento empezaría a utilizarse el término de «Inglaterra», aunque su difusión fue más bien lenta.17
Por consiguiente, tanto Alfredo como Atelstán, y más tarde Edgardo (957-975), sobrino de este último, fueron los verdaderos sucesores del reino de Mercia, y más, porque debemos tener en cuenta que no hay signo alguno que indique que Offa haya ponderado la idea de tomar el control del conjunto de Inglaterra. Para gestionar sus nuevas posesiones, los tres reyes iban a inspirarse de manera muy notable en los francos. Alfredo, que contaba con una buena formación, no solo quiso tener en su corte a un intelectual franco —Grimaldo de Saint-Bertin—, sino que patrocinó un movimiento dedicado a la traducción de los autores clásicos cristianos, y de hecho algunas de esas versiones fueron realizadas por el propio rey. El juramento colectivo que la legislación del reino exigía a todos los hombres libres equivale al que en su día instituyera Carlomagno. Las leyes posteriores del siglo X se parecen a las capitulares carolingias, e incluso toman citas enteras de ellas, y sabemos que en Inglaterra podía consultarse al menos una copia de esas normativas francas. Como ya hemos visto, en el siglo X el proyecto carolingio no se mostraba ya excesivamente activo en el continente, así que la principal forma de acceso que tenían los ingleses a su simbología eran los libros. El arzobispo Wulfstan de York (fallecido en 1023), que poseía el texto de la capitular, redactó un conjunto de tratados breves de carácter admonitorio, así como diversos códigos jurídicos moralizantes que debían gran parte de su contenido a la imaginería carolingia. Por otro lado, en el movimiento reformista monástico de los tiempos de Edgardo se aprecia visiblemente la influencia de Ludovico el Piadoso. La política del pasado anglosajón, basada en la convocatoria de asambleas y la congregación de ejércitos, seguiría siendo de crucial importancia en la Inglaterra del siglo X, aunque también en este terreno habría innovaciones, ya que el surgimiento de una jerarquía de asambleas judiciales en los condados y los hundreds* —gobernadas todas ellas en función de las instrucciones regias— revela tener un claro paralelismo con los procedimientos francos. Además, los reyes del siglo X, que entroncaron a través de sus matrimonios con las dinastías otónida y carolingia, también intervinieron en la política de los francos occidentales. Estas tendencias alcanzaron su punto culminante con Edgardo y su hijo Etelredo II (978-1016). Estos dos monarcas fueron quienes consiguieron conferir su fuerza al estado anglosajón tardío, ayudados por sus estrechos colaboradores aristocráticos y eclesiásticos, de entre los cuales destacan las figuras de Edgiva, la abuela de Edgardo, y de Elfrida, la madre de Etelredo, ya que ambos reyes accedieron al trono siendo aun muy jóvenes (como también habría de suceder con la mayoría de los reyes ingleses del siglo X), lo que determinó que las reinas madre se convirtieran en figuras de peso. En el año 1000, Inglaterra no solo había pasado a ser el más evidente sucesor del proyecto carolingio en general, una ironía que Carlomagno jamás habría imaginado, sino también el reino más cohesionado de todo el Occidente latino, condición de la que disfrutaba en parte debido a su pequeño tamaño. Etelredo llegaría a instaurar incluso el pago de una impuesta territorial, la primera de Occidente, como veremos en el próximo capítulo. Naturalmente, el fundamento de su poderío no emanaba únicamente de su asimilación del sistema carolingio, sino que guardaba una estrecha relación con los cambios introducidos en las formas de la propiedad de la tierra, como ya hemos señalado, así como con el hecho de que la aristocracia de Wessex, que había obtenido grandes ganancias por medio de las conquistas, se uniera hasta alumbrar una oligarquía capaz de gobernar el reino en colaboración con las reinas en caso de que los reyes no hubieran cumplido la mayoría de edad, fórmula que funcionaría sin problemas hasta que Etelredo tuviera la imprudente idea de hacer caer a muchos miembros de la aristocracia. Sin embargo, la habilidad de los reyes para valerse de los modelos carolingios contribuyó claramente a conferir al reino esa sensación de aplomada confianza que nos transmiten las pruebas del siglo X que han llegado hasta nosotros, lo que indica a su vez lo muy rentable que fue la apuesta de los monarcas del siglo VII al convertirse al cristianismo e incorporarse de ese modo al mundo de la política continental.18
Inglaterra fue por tanto la región de la Europa septentrional en donde los cambios iniciados con la cristianización se revelaron más completos —junto con Sajonia, región a la que los francos obligaron a convertirse—. Contribuiría a ello la circunstancia de que el canal de la Mancha pusiera a la isla a salvo de los ataques francos, lo que explica en parte que no se vieran más que ventajas en la adopción de la religión franca. Caso de poder elegir, otras sociedades y organizaciones políticas se mostrarían más cautelosas. Una de ellas fue Dinamarca, región en la que el impulso final de la conversión se produciría mucho más tarde, en la década de 960. No obstante, para comprender lo que sucedió en este caso tendremos que retroceder un tanto en el tiempo. A diferencia de lo que ocurre en el resto de Escandinavia, Dinamarca cuenta con buenas tierras de cultivo y puede sostener una mayor densidad de población. Ya en el siglo V había en la zona algunos gobernantes ricos. Sobresale en este sentido Gudme, un núcleo político de la isla de Fionia, debido al descubrimiento allí de muchos objetos de oro —y no fue el único emplazamiento en el que se encontró ese metal precioso—. Es probable que los gobernantes daneses se beneficiaran de los despojos de guerra que consiguieron arrebatar al imperio romano de Occidente durante el siglo que este vivió en crisis, pero lo que esa prosperidad muestra es que esos dirigentes tenían al menos la fuerza suficiente para acumular esos bienes. En la Dinamarca de la época debían de existir, repartidas por su territorio (que por entonces incluía lo que hoy es el sur de Suecia), cuatro o cinco organizaciones políticas, y en ellas, las élites locales, pese a que probablemente no fueran terratenientes en modo alguno, ejercían con todo un cierto grado de hegemonía política. Sin embargo, en el siglo VIII, período en el que Dinamarca empieza a aparecer de manera más sólida y sistemática en las fuentes francas, había en esta región un menor número de reinos. Godofredo, un rey afincado en la porción meridional de Jutlandia (c. 804-810), y más tarde su hijo Horico I (c. 827-854), fueron los reyes dominantes de Dinamarca en esta época, y es posible que llegaran a gobernar en todo su territorio. De lo que no hay duda es de que gozaban de un poder hegemónico que se extendía hasta Noruega por el norte y que penetraba por el sur en lo que hoy es el noreste de Alemania, disponiendo además de las infraestructuras necesarias para realizar grandes construcciones de tierra, de entre los que destaca el efectuado para establecer la frontera con Sajonia: el Danevirke. Godofredo rechazó la embestida de Carlomagno y fue incluso capaz de contraatacar. Él y sus hijos controlaban los principales puertos comerciales de la zona —los de Ribe y Hedeby—, a los que afluían las mercancías francas. Todo esto se verificó sin ningún estímulo exterior, ni siquiera el de la religión. Haroldo Klak, uno de los reyes que rivalizaron con ellos en las décadas de 810 y 820, abrazó el cristianismo en la corte de Ludovico el Piadoso en 826, pero ni siquiera pudo conservar un año el trono danés. Horico I y Horico II (fallecido después del año 864) permitieron entrar en Dinamarca a los misioneros francos, pero no se convirtieron. Es probable que para todos esos reyes la conversión cristiana se hallara estrechamente relacionada con la aceptación de la hegemonía franca, cosa que no formaba parte de sus planes en la mayoría de los casos.19
Por consiguiente, Dinamarca ya se hallaba centralizada en torno al año 800, algo insólito si nos atenemos a lo que era habitual en esa época tanto en Escandinavia como en el norte de Europa, y así habría de seguir a lo largo de toda la Edad Media. Sin embargo, esto no evitó que el reino de Godofredo se derrumbara tras la década de 860; de hecho los vikingos fueron una de las probables causas de ese desplome. En el siglo VIII, los barcos escandinavos poseían ya una gran calidad, de modo que a partir de la década de 790 los habitantes de la región empezaron realizar incursiones en Inglaterra y el reino de los francos y poco después llegaron a Irlanda. Estos saqueos costeros se incrementaron notablemente en la década de 830, y de esa fecha en adelante los ataques se hicieron cada vez más fuertes. Los vikingos (la voz significa «piratas») procedían tanto de Dinamarca como de Noruega y se dedicaban inicialmente con toda probabilidad al comercio. Estando acostumbrados a recorrer las rutas mercantiles del mar del Norte, aprovechaban sobre la marcha las oportunidades que les ofrecía el indefenso litoral. A estos individuos hay que añadir la acción de algunos jóvenes, adolescentes, que explotaban la ventaja que les ofrecía la superior tecnología de sus embarcaciones para divertirse entregándose al pillaje y acumulando riquezas antes de sentar la cabeza. Y todavía hay un último grupo de atacantes (al menos en Dinamarca), unos exiliados procedentes de la corte real, cada vez más hegemónica, que en muchas ocasiones asumían el papel de líderes. Todos ellos encontrarán reflejo en un conjunto de actores similares que constituyen un ejemplo más de cómo los mercaderes podían llegar a apurar las ocasiones que se les presentaran: me refiero al éxito con el que arraigaron en la zona los marchantes de pieles suecos, que en el siglo IX terminarían convirtiéndose en príncipes de la Rus de Kiev y otras ciudades próximas a los sistemas fluviales de la Europa oriental —de cuya historia posterior habremos de ocuparnos en el capítulo 9—. Los ataques vikingos disminuyeron (aunque todavía no hubieran llegado a su fin) en el siglo X, a raíz del asentamiento de los reinos de la diáspora en Inglaterra a finales del IX, y también, aunque a menor escala, en Irlanda, las islas situadas al norte de Escocia, y más tarde el ducado de Normandía (a principios del X). Los vikingos también se verían desviados como consecuencia de la colonización de Islandia entre los años 870 y 930, aproximadamente. De todas formas, mostraron por espacio de tres generaciones que hasta las sociedades y las organizaciones políticas del norte, pese a carecer de estructuras políticas fuertes, podían tener un importante impacto en los reinos ya asentados de otras regiones. Y si bien es cierto que regresaron a sus lugares de origen llevando consigo grandes riquezas, como nos permiten verificar las excavaciones arqueológicas de las poblaciones comerciales de Escandinavia, no lo es menos que allá donde se instalaron, después de sus incursiones, fueron portadores de inestabilidad. Los reyes rivales noruegos del siglo XI eran por regla general vikingos retornados, y es altamente probable que el fracaso que hubo de encajar el reino de Dinamarca en el IX —pese a no contar con documentos probatorios— también guarde relación con esa circunstancia.20
Habrá que esperar al segundo cuarto del siglo X para volver a encontrar a un rey capaz de gobernar de nuevo un sector importante del territorio danés. Se trata de Gorm (fallecido en el año 958), que probablemente perteneciera a una nueva dinastía. Su hijo, Haroldo Diente Azul (958-c. 986), fue el primer gobernante cristiano del reino. Haroldo era contemporáneo de Otón I, cuya base de poder se hallaba notablemente más próxima a Dinamarca de lo que jamás lo estuviera la de Carlomagno. Además, Haroldo se convirtió al cristianismo antes del año 965, por intervención de un misionero alemán estrechamente vinculado a Bruno, el hermano de Otón. En realidad es muy probable que Haroldo intentara un acercamiento a Otón con el fin de utilizarle como modelo político y neutralizar así la amenaza que suponía. No obstante, lo que resulta más interesante aquí es el hecho de que la dominación de Haroldo apenas debiera nada a la acción de los obispos daneses, pese a que a partir de esta fecha empecemos a disponer de documentos que atestiguan la presencia de esos prelados. Haroldo afirmó su poder por la fuerza, y esto en toda Dinamarca. Además, en torno al año 980 desplegó una red de campamentos militares circulares que los arqueólogos han logrado identificar. Esta infraestructura parece estar vinculada con la estabilización de su conquista, así como con la sistemática regularización del ejército y la armada. El fundamento del poder de los reyes daneses se encuentra en esta red, así como en los mencionados cuerpos militares y en la práctica de una política asamblearia que consiguió perdurar largo tiempo, y no en la Iglesia. Estos elementos bastarían para que el hijo de Haroldo, Svein, y su nieto Canuto (1014-1035), conquistaran Inglaterra en la década de 1010, estableciendo asimismo una hegemonía intermitente en Noruega. Canuto prefirió llevar obispos ingleses —antes que alemanes— a Dinamarca. De hecho, en 1027 efectuó un peregrinaje a Roma que se divulgó a grandes voces. El objetivo era hacer coincidir su llegada con la coronación del emperador alemán Conrado II, y desde luego está claro que por estos años ya había empezado a valerse del lugar que ocupaba en la comunidad cristiana europea para materializar sus fines políticos. Pese a que esta amplia hegemonía no tardara en desmoronarse, el poder de los reyes daneses habría de revelarse dotado, en lo sucesivo, de una gran solidez interna, hasta el punto de que en 1100 era ya mucho más firme que muchos de los existentes en los territorios francos.21 Al final del período que abarca el presente capítulo, Dinamarca era el reino más poderoso del norte de Europa después de Inglaterra y probablemente Hungría. En la década de 1070 se dotó de una estructura episcopal estándar, seguida poco después de una red de iglesias parroquiales, muchas de las cuales todavía pueden verse en la actualidad. La aristocracia de la región fue ajustando cada vez más su comportamiento al vigente entre sus homólogos del resto del continente europeo (aunque aquí sea raro encontrar castillos privados). Además, hoy podemos detectar, gracias a los documentos disponibles, la existencia de grandes haciendas, tanto entre los aristócratas como entre los miembros de la Iglesia (sin olvidar que también había campesinos que poseían tierras).22 La historia posterior del reino (con la rivalidad entre reyes, obispos y aristócratas) puede considerarse similar a la de algunos de los modelos europeos más normales. Sin embargo, hay que tener en cuenta que en este caso, a diferencia de Inglaterra, el núcleo del poder político danés apenas debía nada a la cristianización. Pese a su relativa importancia, la Iglesia fue un elemento accesorio de la evolución de un conjunto de acontecimientos sociales y políticos que también habrían tenido lugar sin su presencia.
La unificación de Noruega fue tan tardía como desigual. Según parece, teniendo en cuenta los datos arqueológicos, la región estuvo formada durante toda la Edad Media por una red de reinos no excesivamente jerarquizados y separados por montañas, bosques y tramos de altiplano. Los primeros intentos encaminados a conquistar la totalidad de su territorio están asociados con la semimítica figura de Harald Cabellera Hermosa (fallecido en torno al año 932), uno de los reyes locales, así como con sus hijos y nietos. Sin embargo, su éxito fue incompleto, ya que en el siglo X todavía podemos ver en las fuentes narrativas en lengua nórdica —que pese a ser posteriores, del siglo XIII, aparecen estructuradas mediante poemas escritos en una época muy anterior, muchas veces coetánea de ese período temprano— un tejido de sociedades locales centrado en torno a la celebración de asambleas (thingar) integradas por campesinos autónomos —aunque en ellas tendieran a dominar los aristócratas locales, llamados condes (jarlar), o varones terratenientes (lendir menn)—. Los siguientes dos monarcas que consiguieron afirmar un cierto nivel de poder, aumentándolo ligeramente incluso, fueron Olaf Tryggvason (c. 995-1000) y Olaf Haraldsson (1015-1028). Uno y otro se habían convertido al cristianismo durante sus campañas bélicas en el extranjero, y de hecho reforzaron su expansionismo cultivando la lealtad de los aristócratas mediante la distribución de obsequios y puestos en la administración local, un expansionismo, por cierto, motivado en gran parte por la puesta en marcha de un proceso deliberado de conversión más o menos forzosa de las regiones noruegas, asamblea por asamblea. Así las cosas, según el historiador del siglo XIII Snorri Sturluson, los hombres libres de la asamblea legislativa (thing) de Rogaland eligieron a los tres miembros más elocuentes de la localidad y les encargaron rebatir las «hermosas palabras» de Olaf Tryggvason. Sin embargo, tres indisposiciones vocales diferentes les impidieron pronunciar palabra en el día señalado, así que todos acabaron bautizados. Con ocasión del Gulathing en el occidente, el rey sobornó a un influyente aristócrata local casando a su hermana con un pariente del notable en cuestión, y después, al celebrarse la asamblea misma, los dos dirigentes locales abogaron por la conversión al cristianismo sin que «nadie se atreviera a oponerse». En la sede del Frostathing en el norte, los integrantes de la comunidad local, —previamente aleccionados por estos acontecimientos, cabe suponer— se presentaron armados hasta los dientes, como si se tratara de una asamblea previa a una campaña bélica, de modo que el rey Olaf desistió de recurrir a la amenaza y accedió en cambio a las demandas de los reunidos, que de hecho le pidieron que hiciera un sacrificio en las fiestas de la canícula. Cuando llegó el momento, el rey afirmó que estaba perfectamente dispuesto a cumplir su palabra, pero que los inmolados iban a ser justamente los cabecillas del grupo local, y ante semejante golpe de efecto, los aludidos dieron marcha atrás. Es evidente que estamos aquí ante un conjunto de imágenes literarias que no nos indican el grado de éxito que obtuvo el monarca en la práctica, pero que en cambio nos permiten apreciar claramente cómo se consideraba entonces que debían negociar los reyes con las asambleas, así como lo mucho que era preciso pactar de hecho. Además, ninguno de los dos Olaf lograría mantenerse largo tiempo en el poder. Como ya ocurriera en el caso de la dinastía de Harald Cabellera Hermosa en la década de 970, ambos fueron depuestos por intervención de los daneses, aunque también haya que señalar que el habitual comportamiento despótico de Olaf Haraldsson terminó provocando —al intentar recuperar el trono— un levantamiento de campesinos y aristócratas que desembocó en 1030 en la batalla de Stiklestad, en la que el rey halló la muerte. Resulta sorprendente que las fuentes de épocas posteriores vean con bastante simpatía esa rebelión, dado que casi inmediatamente después del choque Olaf fue considerado un santo fallecido en el martirio. No obstante, resulta igualmente significativo que la santidad de Olaf fuera uno de los elementos importantes no solo en las revueltas contra la dominación danesa que en 1035 acabarían devolviendo el poder a su hijo Magnus sino también en la más estable gobernación de otro guerrero extranjero: el hermanastro de Olaf, Haroldo Hardrada, «el que rige con dureza» (1047-1066), y sus herederos. Haroldo organizó un ejército capitaneado por aristócratas y lo empleó para suprimir a cuantos se le oponían, valiéndose también de la iglesia noruega, a la que se encargó de someter firmemente a su control.23
Un relato político excesivamente esquemático del siglo XI podría dar la impresión de que la Noruega de esta época había acabado por parecerse mucho a Dinamarca. Sin embargo, no es así, como podremos descubrir si dilatamos el estudio de la historia de Noruega más allá del año 1100. En la década de 1130, al iniciarse las guerras civiles entre los herederos al trono, el estallido bélico se debió, como suele ocurrir en estos casos, a una serie de enfrentamientos entre reyes rivales apoyados por los ejércitos de distintos grupos de aristócratas regionales. Además, esas fuerzas militares, cuya formación se debía también a un conjunto de lealtades regionales, empezaron a elegir cada vez con mayor frecuencia a sus propios soberanos. El contingente armado que mayor éxito tuvo, el creado en torno al rey Sverre (1177-1202), ni siquiera estaba compuesto por aristócratas, ya que se trataba en origen de una tropa fundamentalmente campesina constituida primero en el extremo oriental de la región y más tarde en la zona norte, por el grupo de los birkebeiner, o piernas de abedul, que acabaron haciendo frente a un ejército procedente del sureste, integrado por los croziers, o crucíferos, encabezados por los obispos (Sverre desafió a Inocencio III y falleció excomulgado). No se llegaría a un acuerdo de paz hasta la década de 1220.24 La cuestión es que si Noruega no estaba totalmente unida en tiempos de algunos de estos reyes, como Haroldo Hardrada, tampoco podemos decir que se encontrara absolutamente dominada por la realeza y la aristocracia en esa misma época. En fechas posteriores, la política de las asambleas regionales seguiría contando con un gran poder en la región, y en ellas la participación campesina también habría de prolongarse durante mucho tiempo. La dominación de los reyes nunca llegó a ser excesivamente sólida, ya que en caso de revelarse ambiciosa suscitaba movimientos de contestación. Por otro lado, en este sistema político de naturaleza descentralizada, el proceso de conversión al cristianismo iniciado con los dos Olaf, así como la organización de la Iglesia a partir de la década de 1030, se convertirían en importantes instrumentos para los reyes, que los empleaban para afirmar todo lo posible su autoridad. Y en el apuntalamiento del poder regio, el papel de esas dos herramientas tuvo un carácter más estructural del que había tenido el cristianismo en Dinamarca, pese a que las atribuciones regias fueran menores. La cristianización noruega, a diferencia de la de Inglaterra, Dinamarca o (como veremos a continuación) Polonia, apenas debía nada al reino franco. Sin embargo, la forma de la Iglesia, que consiguió asentarse a partir de mediados del siglo XI, presenta más semejanzas con la del resto del continente europeo que cualquiera de las demás estructuras del reino noruego, y de hecho solo un rey tan carismático como Sverre pudo prescindir de ella.25
Polonia es el último ejemplo que voy a exponer aquí. Como en el caso de Dinamarca, también en esta región hemos de remontarnos varios siglos para comprender cuál fue el verdadero significado de la cristianización, que se inició en la década de 960, nuevamente igual que en los territorios jutlandeses. Los siglos VI y VII asistieron, en todo el centro y el este de Europa (en lo que hoy es Polonia, la República Checa, Eslovaquia y Hungría), así como en los Balcanes, al surgimiento de una serie de comunidades caracterizadas desde el punto de vista arqueológico por la abundancia de pequeñas aldeas de casas con el suelo hundido («fondos de cabaña») y una cultura material extremadamente simple, además de, por regla general, cementerios que muestran la práctica de la cremación. Se trataba de hecho de comunidades de muy reducido radio de acción, y carentes, al menos al principio, de un significativo conjunto de jerarquías. Dadas estas circunstancias, resulta sorprendente que se las ingeniaran para expandirse de un modo tan sistemático, tanto hacia el oeste como hacia el sur, y el hecho de que pudieran hacerlo es un dato que constituye sin duda un indicador de la debilidad que presentaban en el siglo VI todas las unidades políticas de la Europa oriental. Como vimos en el capítulo 3, los bizantinos daban a la gente que vivía en esas poblaciones el nombre de sklavenoi —voz que en el latín de los francos se transformaría en sclaveni—, pero no por eso hemos de suponer automáticamente que hablaran siempre las lenguas eslavas, ya que desde luego muchos de ellos las desconocían. Solo a partir del siglo IX podemos estar razonablemente seguros de que los pueblos de la Europa centro-oriental usaban por regla general esos idiomas, de modo que es entonces, y nada más que entonces, cuando resulta admisible aplicarles sin temor el término de «eslavos», aunque únicamente desde una perspectiva lingüística. Carecían de unidad en el plano identitario y estaban divididos en un grandísimo número de grupos tribales diferentes, probablemente sujetos además a constantes cambios. No obstante, a partir del año 600 aproximadamente, la debilidad política de sus vecinos empezó a desaparecer en algunos casos, como por ejemplo en el de los francos, que no tardarían en revelarse potencialmente peligrosos. Los francos nunca se propusieron seriamente conquistarlos, pero entre los siglos VII y X sí que adquirieron la costumbre de efectuar incursiones, buscando fundamentalmente esclavos. En el siglo IX, la voz sclavus comenzó a adquirir en latín el significado de «esclavo», hasta terminar convirtiéndose en el término estándar con el que la mayoría de las lenguas occidentales designaban a los esclavos domésticos reducidos a la condición de simples objetos. Los francos también compraban esclavos a los propios pueblos eslavos (en la Praga del siglo X había un mercado dedicado a ese tipo de transacciones), una práctica que también habrían de imitar otros grupos próximos a esas comunidades, como los venecianos del sur, los escandinavos del Báltico y Rusia, o los mercaderes árabes venidos de Oriente. Los ejércitos y los sistemas burocráticos del al-Ándalus contaban con importantes contingentes de saqaliba, es decir, de eslavos que habían sido originalmente vendidos como esclavos. En torno al tráfico de esclavos se desarrolló toda una estructura económica, aunque únicamente puede visualizarse hoy a través de sus vestigios arqueológicos, bien por la distribución de grilletes de hierro, bien por la presencia de monedas iranias en la Europa oriental (en este último caso son especialmente abundantes las pertenecientes a estratos del siglo X). Como reacción a este conjunto de peligros, veremos aparecer por primera vez, en los siglos VIII y IX, toda una serie de asentamientos de gran tamaño en buena parte del centro y el este de Europa, baluartes destinados a algún tipo de dirigente político, es decir, a personajes que sin duda los necesitaban tanto para protegerse de un eventual ataque como para proporcionar esclavos a los potenciales invasores. En el siglo IX, el reino de Moravia fundó su poder en una red de fortines particularmente bien abastecidos, aunque desaparecieron en la década de 890, destruidos tras la llegada de las huestes húngaras. Las incursiones de estos grupos llegados de Hungría añadirían un peligro más a los que ya se cernían sobre las comunidades tribales de la región.26
Este es el contexto en el que incide el testimonio arqueológico de un nuevo conjunto de fortificaciones de construcción uniforme levantadas a principios del siglo X en el centro de lo que hoy es Polonia, doblemente valioso debido a que otras muchas edificaciones similares fueron arrasadas. Este grupo de bastiones es señal de que en esta época estaba cristalizando un nuevo poder eslavo. Es posible que todavía no se llamara «Polonia» (que será el término latino para la zona), pero desde luego en el año 1000 ya se utilizaba esa denominación. Las fuentes escritas alemanas lo mencionan por primera vez en la década de 960, fecha en la que también aparece la más antigua información que se conserva de los combates que Miecislao I (fallecido en 992) libró en estos años contra los ejércitos sajones. Este monarca estableció en 965 una alianza matrimonial con los vecinos duques de Bohemia, cuyo poder se había materializado una generación antes y ya habían dado el paso de convertirse al cristianismo. En 966, Miecislao, que también abrazó la fe cristiana en esa fecha, aparece en la corte sajona de Otón I, circunstancia que da ocasión a una fuente de la época para describirle como «amigo del emperador». Las intenciones de Miecislao parecen bastante claras: como ya hiciera en este momento Haroldo de Dinamarca —aunque sobre una base política mucho más reciente y frágil—, también él estaba tratando de conseguir que se le aceptara en el círculo de las dinastías cristianas gobernantes, cuyos miembros reciben habitualmente el nombre de «duques» en las fuentes latinas, tanto en el caso de los polacos como en el de los bohemios, debido a que los emperadores germánicos preferían proceder con cautela antes de atribuirles precipitadamente un título regio que debía tener ante todo un carácter estable. Con esta conducta, Miecislao intentaba protegerse de las incursiones indiscriminadas y de la captura de esclavos (aunque desde luego no podría evitar la amenaza de una confrontación más organizada). Resulta asimismo significativo que «Polonia» estuviera rodeada de una gran cantidad de pueblos eslavos más pequeños que se oponían al cristianismo. Estos grupos no solo les servían de protección frente a los ataques sajones, sino que constituían también un recurso para la dinastía Piasta a la que pertenecía Miecislao, que encontraba en esas tribus los esclavos que buscaba al efectuar sus propias incursiones, dado que, según parece, la trata de esclavos alcanzó su punto máximo en este período. Como ya hemos visto que ocurría en otros lugares, la cristianización también pudo haber tenido la potencial capacidad de ofrecer a los Piasta la ocasión de crear la infraestructura organizativa de la que habían carecido hasta ese momento: en sus primeros pasos, el poder de los Piasta parece haberse limitado de forma más o menos exclusiva al que pudiesen ejercer las huestes guerreras del duque, que exigía la prestación de un servicio militar y la entrega de tributos a las comunidades campesinas de los alrededores. (Lo que ya resulta menos visible en el reino de los Piasta es la existencia de una política asamblearia, a diferencia de lo que se constata entre sus vecinos más modestos.) Además, lo cierto es que, por una vez, los acontecimientos se desarrollaron sin mayores sobresaltos. Los obispos procedían en la mayoría de los casos de Bohemia, y en el año 1000 el propio Otón III visitó Polonia —a la que ya podemos denominar así—, estableciendo un arzobispado, y con él una Iglesia teoréticamente autónoma, en el centro fortificado de Gniezno. Boleslao I el Bravo (992-1025), hijo de Miecislao, continuó avanzando sobre esa base y extendió su dominación en todas direcciones —hasta alcanzar el Báltico— mediante una serie de guerras contra los alemanes que le llevarían a someter incluso la región de Bohemia por espacio de un año (de 1003 a 1004). De este modo Polonia empezaba a presentar el aspecto de una nueva y exitosa organización política.27
Sin embargo, la situación no iba a perdurar. Tras la muerte de Boleslao, la hegemonía de su linaje se vino abajo. No solo perdieron los Piasta el control de buena parte de los territorios que poco antes habían dominado, sino que una larga serie de revueltas paganas acabó de destruir la infraestructura episcopal, que tendría que erigirse de nuevo en tiempos de Casimiro I (1039-1058) y sus sucesores.28 La cuestión era que, hasta el momento, los duques polacos no contaban con una organización política que se revelara capaz de defender vastas porciones de tierra más allá de unos cuantos años. Podría afirmarse que los paralelismos que encuentran los límites de la primitiva actividad dinástica de los Piasta se sitúan quizá de manera más clara en Irlanda que en cualquier otra de las sociedades políticas que hemos venido examinando hasta ahora en el presente capítulo, y, de hecho, la cristianización, aun admitiendo que esta implicara una mayor vinculación de los reyes con unas jerarquías eclesiásticas más claramente definidas, no contribuyó a desarrollar el poder polaco. Esto no quiere decir que el cambio se produjera de forma inmediata. Las fronteras polacas irían ganando estabilidad a partir de este momento y continuarían expandiéndose una vez más, y de manera constante, si bien a un ritmo simultáneamente más lento y más seguro del que les imprimiera en su día Boleslao I. Sin embargo, la pauta en la que vemos converger a un monarca y a su séquito inmediato, constituido por funcionarios y gobernadores procedentes de la aristocracia, asistidos por un conjunto de caballeros militarizados provistos de unos privilegios ligeramente inferiores —una pauta en la que además el rey se limita simplemente a recabar tributos—, seguirá siendo durante un tiempo el modelo fundamental.
Este patrón de funcionamiento comenzará a dar signos de estar viviendo sus primeros cambios a partir de finales del siglo XI y principios del XII. No solo se empezarán a asignar territorios a la élite guerrera, sino que se permitirá también que sus integrantes exijan tributos en ellos de manera directa. Poco a poco, como en Inglaterra, estas porciones de tierra irán evolucionando hasta convertirse en fincas rurales, cuya extensión podía ser muy importante, en caso de hallarse en manos de la aristocracia emergente. La Iglesia hizo lo mismo. Los campesinos se transformaron en aparceros, y cada vez más constreñidos por las leyes, aunque el sometimiento final del campesinado polaco no se produciría sino después de la peste negra. Los asentamientos alemanes, protegidos por el derecho germánico, tendrían el mismo efecto a partir de finales del siglo XII. Sin embargo, a diferencia de lo sucedido en Inglaterra, los duques de la dinastía Piasta no conservaron su posición preeminente a lo largo de este proceso, ya que las guerras entre hermanos les mantuvieron ocupados durante el siglo inmediatamente posterior a la muerte de Casimiro I. Y al fallecer Boleslao III en el año 1138, Polonia quedó repartida entre sus cuatro hijos. Sus herederos continuarían luchando entre sí por espacio de siglo y medio, dividiendo todavía más sus fuentes de poder. En este contexto, hay que resaltar asimismo que el hecho de que ahora nos hallemos en una época en la que la Iglesia de Occidente empieza a reivindicarse independiente de la autoridad laica, como veremos en el próximo capítulo, también iba a traer consecuencias. Los obispos exigieron disponer de una serie de derechos de autonomía, y a los duques no les fue fácil impedir que accedieran a ellos. No cabe duda de que, por esta época, Polonia estaba avanzando, en muchos sentidos, por una vía que se orientaba en la dirección que ya habían seguido en su día las pautas políticas de la Europa occidental (y muy especialmente las de Alemania), aunque no iba a terminar cuajando en ninguna de las formas de gobierno fuerte que conocemos. En este proceso, la Iglesia continuó siendo de escasa ayuda para los duques. La jerarquía episcopal impidió al menos la desaparición del concepto de un territorio polaco común, pero a diferencia de lo ocurrido en Noruega, esa noción no se convirtió en un recurso útil para la creación de una fórmula de poder político a gran escala. De hecho, y a pesar de que en 1150 los poderes locales —es decir, los duques soberanos, los hombres de iglesia y los aristócratas— fueran más fuertes que en 950, el alcance geográfico de las estructuras políticas individuales de los territorios polacos había desandado el camino recorrido y vuelto a adquirir la forma que tenía dos siglos antes.29
Vemos por tanto, en estas cinco zonas diferentes, cinco ejemplos muy distintos de los efectos que tuvo la cristianización —y sobre todo la introducción de las jerarquías eclesiásticas— en la región septentrional de Europa. En Irlanda, la Iglesia se adaptó rápidamente a la estructura descentralizada de los reinos de la isla, limitándose simplemente a añadir un nuevo factor de complejidad a su interrelación. En Inglaterra, la Iglesia actuó como un elemento integrador casi desde el principio, contribuyendo poderosamente a incorporar al común marco político, y hasta político-moral, del Occidente europeo (es decir, franco) a los reyes de Mercia primero, y a los de Wessex después. En Dinamarca, la Iglesia aportó en cambio mucho menos al sistema político local, que ya por entonces se estaba desarrollando en la misma dirección que el inglés. En Noruega cooperó de forma muy importante a la hegemonía, por débil que fuese, que empezaban a ejercer los reyes sobre un conjunto de regiones aisladas y frecuentemente poco dispuestas a colaborar. En Polonia, pese a que las comunicaciones pudieran realizarse mucho más fácilmente debido a las despejadas extensiones de la llanura noreuropea, las estructuras de la Iglesia no tuvieron un efecto tan integrador, de modo que la hegemonía de los reyes terminó disolviéndose. Se aprecia por tanto que son pocas las pautas que se comparten en este aspecto. Si añadimos nuevas regiones de la Europa septentrional a la lista, descubriremos que la variabilidad aumenta todavía más. Pese a que Bohemia pueda asemejarse a Dinamarca, Hungría asociarse en parte con esa misma región y en parte con Inglaterra (véase el capítulo 8), Suecia vincularse parcialmente a Polonia y parcialmente a Noruega, y Escocia primero con Irlanda y más tarde (si bien de modo incompleto) con Inglaterra,30 hemos de reconocer que todas estas categorizaciones son extremadamente amplias, y que las diferencias entre unas y otras se revelan igualmente enormes.
¿Existe no obstante alguna tendencia común a todas estas regiones? Y en este sentido la respuesta es afirmativa: de hecho había varios elementos compartidos. Uno de ellos guarda relación, como se ha señalado al inicio de este capítulo, con el gran incremento de la información de que disponemos, consecuencia a su vez de la introducción en todos estos sistemas políticos del uso metódico de los textos escritos, un hábito que, como sabemos, estaba asociado con la propia cristianización. Polonia constituye aquí el caso más extremo: no sabemos absolutamente nada de la región —salvo por los estudios arqueológicos— hasta tres años antes de que Miecislao se convirtiera al cristianismo, y sin embargo, después de esa fecha empezamos a tener datos fehacientes, y de manera sistemática. Además, puede decirse otro tanto de todos los demás territorios, aunque en ellos el proceso sea más lento. Es importante resaltar que esto no significa que la cristianización equivalga a «entrar en la historia». Ya hemos visto en este breve examen que antes de la conversión religiosa ya se habían producido algunas transformaciones históricas importantes: la eslavización de la Europa oriental, por ejemplo, o el establecimiento de los reinos escandinavos en regiones nuevas, de Dublín a Kiev. Sin embargo, de esos acontecimientos no podemos decir tantas cosas, y de hecho se da la circunstancia de que quienes los describen —hasta convertirse a su vez al cristianismo— son siempre individuos ajenos al proceso mismo, a pesar de que en algunas ocasiones los reinos de la diáspora de la Escandinavia occidental estén bien documentados. Una segunda tendencia común, no tan vinculada a la cristianización y a la Iglesia como la anterior, es la del ininterrumpido debilitamiento de la autonomía campesina en todos los territorios septentrionales. Y en los casos en los que el poder político aparece fragmentado, como sucede en Polonia e Irlanda, los campesinos revelan hallarse cada vez más sujetos a los señores locales. No debe pensarse en modo alguno que se tratara de un proceso uniforme. En Inglaterra quedó prácticamente culminado en torno al año 1000, pero en Noruega (y más aun en Suecia) se encuentran grandes masas de campesinos autónomos hasta el final mismo de la Edad Media, e incluso en épocas posteriores; no obstante, el factor común radica en el hecho de que la transformación fue de carácter general. Se trata de uno de los principales cambios que experimentaron las regiones septentrionales en el transcurso de la Edad Media. Una de las consecuencias de esa metamorfosis se tradujo en el incremento de las concentraciones de excedentes que las élites encontraban a su disposición, lo que a su vez generó la expansión de los vínculos comerciales. Después del año 900 la porción de tierras inglesas integradas en las redes mercantiles aumentó, y también el Báltico se desarrolló sin descanso como ruta comercial. A partir del siglo VIII, irán surgiendo redes de puertos marítimos a lo largo de la costa de la actual Polonia, redes que al parecer estuvieron inicialmente relacionadas con las plazas fortificadas del interior, que no solo actuaban como centros navales y manufactureros, sino que probablemente hicieron también las veces de núcleos de distribución de esclavos, respaldados más tarde por los lazos que Escandinavia mantenía con el mar del Norte y por la posibilidad de navegar los principales ríos de Rusia y llegar así hasta Bizancio y el califato. Sin embargo, al aumentar la riqueza de las élites, los puertos fueron transformándose paulatinamente en polos dedicados a la realización de intercambios de todo tipo, hasta el punto de que acabaron formando parte de la Liga Hanseática en la Baja Edad Media.31
En cualquier caso, la tercera tendencia general era de orden cultural, y se hallaba directamente vinculada con otra de las consecuencias de la cristianización. Me refiero a la gradual apertura de las sucesivas sociedades y organizaciones políticas que abrazaban la nueva religión (hasta en el caso de Irlanda y Noruega) al mundo franco y posfranco de la Europa occidental y a sus prácticas político-culturales, incluyendo la predisposición a aceptar presupuestos comunes en materia de acción política. Robert Bartlett ha resaltado una serie de puntos, como las prácticas relacionadas con la introducción de nuevos nombres propios —la aparición de nombres de santos como «Juan» o nombres franco-germanos como «Enrique» en todo el norte del continente y su coexistencia con nombres más antiguos y locales (que en ocasiones serán sustituidos por los más nuevos) como los de Brian, Etelredo, Olaf y Boleslao—; o la utilización generalizada de cartularios como forma de documentación y de monedas como medio de cambio.32 También en el ámbito de la conducta aristocrática irán empezando a adoptar las élites, poco a poco, algunas de las costumbres franco-germanas, como el uso de sellos o de los rituales asociados con el homenaje, la construcción de castillos (excepto en Escandinavia), y más tarde, la adopción de los escudos de armas y de la imaginería y la literatura de caballerías. En el año 1200 había ya monasterios cistercienses en todas partes. La Europa latina se había expandido hasta el círculo polar ártico y la linde septentrional de lo que hoy es Rusia. Y al este de esa franja, la Europa griega —revelando seguir en esto un conjunto de tendencias paralelas— había hecho lo mismo (véase el capítulo 9). Las diferentes regiones compartieron también un cierto número de presiones idénticas, como las derivadas del impacto de las reivindicaciones del papado internacional (véase el capítulo 8), o las surgidas, tiempo después, de las nuevas reclamaciones políticas de los parlamentos (véase el capítulo 12). Resulta tentador ver en este proceso un movimiento de homogeneización generalizado, y de ir más allá: se podría proponer que esto sería la creación de una historia europea común en la que únicamente existirían diferencias de detalle entre las distintas sociedades y organizaciones políticas del continente. Sin embargo, esto sería una ilusión, ya que los muy distintos procesos históricos que aquí hemos esquematizado estaban llamados a seguir apuntalando una larga serie de evoluciones dispares durante el resto de la Edad Media, e incluso mucho tiempo después. Lo más importante que es preciso tener en cuenta en este caso es que, al llegar los siglos de la Baja Edad Media, los sistemas fiscales de la Europa septentrional (y en este sentido las excepciones más relevantes son las de Inglaterra y Hungría) revelaron ser mucho más débiles que los de la Europa occidental y suroriental, circunstancia que refleja la existencia de un conjunto de diferencias duraderas en la infraestructura del poder regio, diferencias que obedecían a su vez al hecho de que, por mucho que los monarcas y los aristócratas quisieran comportarse como los del reino franco, se veían incapaces de hacerlo porque no disponían de la riqueza necesaria. Examinaremos con más detalle estos extremos en el capítulo 11.