Capítulo 7

EL LARGO PROCESO DE LA EXPANSIÓN ECONÓMICA, 950-1300

En lo que sigue voy a exponer, en pocas palabras, todo cuanto sabemos de la expansión económica experimentada a lo largo de la Edad Media central. En el transcurso del período que va del año 950 al 1300, la población de Europa se triplicó. Se vivió un extenso proceso de desbrozado de tierras, convirtiéndose los bosques y los pastos naturales en terrenos de cultivo destinados a alimentar las nuevas bocas. El tamaño y la densidad demográfica de los pueblos urbanos creció enormemente en todo el continente, y la elaboración de las mercancías (sobre todo ropas y artículos de metal) empezó a dar muestras de un profesionalismo mucho más raro de encontrar en épocas anteriores, lo que permitió que su venta tuviera un radio de acción notablemente más amplio. El empleo de las monedas (que en esta época habrán de ser de plata en la abrumadora mayoría de los casos, excepto en Bizancio) pasó a ser mucho más común en los intercambios cotidianos. Comenzaron a desarrollarse las especializaciones agrícolas. El movimiento de bienes y personas adquirió en términos generales una extensión muy superior, sobre todo después de superado el año 1150 aproximadamente. Además, la complejidad de los intercambios de la Europa occidental y meridional comenzó a extenderse también a las regiones del norte. Desde el punto de vista medieval nos encontramos por tanto ante un crecimiento económico notable, un boom. La presencia de una población de dimensiones mucho mayores puede no traducirse más que un empobrecimiento general de la gente, pero desde luego no fue eso lo que sucedió en este período, un período que se caracteriza por el hecho de que la economía europea presente al final un perfil indudablemente más complejo, con mucho, del que tenía al principio, aunque existan signos, como veremos, de que algunas regiones llegaron a su techo poblacional a principios del siglo XIV.1

Esto es, no obstante, lo que desconocemos: por qué se inició de hecho la expansión demográfica (y cuándo); qué relaciones reales la vinculan con los cambios económicos de la época;2 en qué momento empezó a adquirir importancia el intercambio de productos a larga distancia (en la década de 1120 ya se encuentran comerciantes italianos en Flandes, pero ¿en qué instante adquiere significación económica su presencia?); qué ventajas extrajeron efectivamente las regiones de Europa de esos intercambios —dejando a un lado, claro está, a los dos mayores epicentros urbanos de la época: Flandes y el norte de Italia—; qué grupos sociales fueron los que más se beneficiaron del incremento de la complejidad económica; en qué medida pasó a depender más la producción de la demanda del campesinado (lo que significa que esta se realizaba a gran escala) que del consumo de los aristócratas (circunstancia que implicaría unas expectativas de compra más restringidas); o cuál era la importancia relativa de los productos agrícolas respecto de los artículos manufacturados en el conjunto del «mercado» europeo. Ni siquiera conocemos a ciencia cierta algunos detalles fundamentales y decisivos como las mercancías que se fabricaban de verdad en Milán, la mayor ciudad de la Europa latina del siglo XII, o donde se vendían esos artículos antes de que los registros comerciales genoveses (en los que únicamente se refleja una pequeña parte de los intercambios) empiecen a adquirir verdadera densidad informativa, en torno al año 1190;3 en qué momento quedó convertida la lana inglesa en la materia prima de las poblaciones pañeras flamencas, por no hablar del cómo y del porqué; o cómo es que las minas de plata, pese a su fuerte desarrollo —algo que en esta época era literalmente sinónimo de la facultad legal de imprimir dinero—, ejerzan curiosamente muy rara vez un efecto palpable en la prosperidad del conjunto de la región argentífera.

En este caso, nuestro desconocimiento obedece a varias causas. Es evidentemente consecuencia del problema de la falta de pruebas, ya que todas estas cosas son extremos que nuestras fuentes no suelen referirnos de forma directa, salvo en un reducidísimo número de casos, al menos antes del año 1300. En este aspecto es preciso reconocer de hecho que jamás alcanzaremos a disponer de una imagen totalmente nítida, aunque los futuros trabajos arqueológicos constituirán sin duda una ayuda grande en algunas ocasiones. Sin embargo, hay otras causas que son un fiel reflejo de las limitaciones de los historiadores. Una de ellas guarda relación con el hecho de que el estudio seriado y a gran escala de los archivos medievales se haya pasado de moda, pese a que esa sea la única forma de captar de manera fiable las pautas de desarrollo de la época (muchas de las explicaciones actuales presentan como «hechos» afirmaciones que remiten en realidad a las especulaciones de los primeros académicos que se adentraron en el campo de la historia económica en la década de 1960, y frecuentemente mucho antes, especulaciones que nunca han sido seriamente probadas).4 Otro motivo, y notablemente relevante además, es el hecho de que muy poca gente haya tratado de crear formalmente, salvo en contextos extremadamente localizados, un modelo económico del modo en que operaba y mantenía su cohesión el mundo medieval.5 En la mayoría de los casos, lo que se ha hecho es tomar en préstamo una serie de modelos del mundo industrializado o en vías de desarrollo y aplicarlos a un período histórico en el que las cosas funcionaban de forma muy distinta, deteniéndose, en el mejor de los casos, a exponer los factores que habrían determinado que una particular estructura socioeconómica o una concreta medida política acabaran «bloqueando» una transformación que, de lo contrario se habría verificado supuestamente de manera mucho más parecida a lo ocurrido en el año 1750, pongo por caso.

Estos son problemas que no podemos resolver aquí, evidentemente. Pero deberemos tenerlos presentes en cuanto sigue, puesto que el hecho de esta expansión económica es de una importancia capital si queremos comprender íntegramente la dinámica de la sociedad medieval, tanto en los siglos de su evolución central como en fechas posteriores. Sin embargo, al estudiar en esta obra sus características tenemos que guardar en la memoria la circunstancia de que nos faltan datos e interpretaciones fundamentales. Hay no obstante unos cuantos puntos de orden general que se entienden con claridad: el hecho de que la actividad económica de París y sus alrededores se revelara insólitamente intensa en el siglo XII, por ejemplo, no solo constituye el contexto básico que permitió el crecimiento de los colegios parisinos, y más tarde el de su universidad (dado que carecía de sentido atraer a grandes masas de estudiantes si no se contaba con estructuras capaces de atenderles), es también el entorno que explica que Felipe II de Francia fuera capaz de igualar los recursos del rey Juan de Inglaterra en sus guerras de principios del siglo XIII (pese a que el monarca francés no controlara de manera directa más que un territorio de reducidas dimensiones), y la circunstancia que favoreció la concentración de medios que acabó generando, en todas las poblaciones del norte de Francia, la asombrosa densidad numérica de las costosísimas y novedosas catedrales góticas. Ahora bien, dicho esto, hemos de ser honestos y admitir que en realidad no entendemos cómo operaba la economía de la región parisina de esa época.6 En todas y cada una de las etapas de este desarrollo constatamos que los cambios económicos tienen importantes consecuencias, aunque es preciso reconocer que a menudo no podemos señalar por qué vericuetos alcanzan estas a materializarse. Esa habrá de ser la tensión subyacente al conjunto del presente capítulo. Sin embargo, siempre será mejor que tratar de definir las transformaciones sociales, políticas y culturales de Europa, particularmente después del año 1150, sin tener en absoluto en cuenta ese contexto económico.

Nos hallamos por tanto en un caso de neta expansión demográfica, y al menos no cabe dudar de su ocurrencia, ya que una misma sensación impregna la totalidad de los registros documentales de que disponemos: la de que cada vez crece más la población. Sin embargo, no es posible ponderar con exactitud la magnitud de su progresión. Las únicas cifras semi fiables son las contenidas en el catastro inglés del Domesday Book, realizado en 1086, junto con las actas del impuesto de capitación, igualmente inglesas, de 1377, cuya consignación se efectuó después de la epidemia de peste negra que no solo acabó con la vida de innumerables europeos entre los años 1347 y 1352 (los datos hablan de una horquilla que va del 33 al 50 por ciento de la población continental), sino que habría de resurgir en diferentes brotes en fechas más tardías; de hecho, tras esos embates, la economía europea presentaría un cariz muy diferente, razón por la que más adelante, en el capítulo 11, analizaremos específicamente la situación del período posterior al año 1350. Según parece, en 1086 Inglaterra debía de tener una población situada en torno a los dos millones de almas, aunque es posible que fuera ligeramente superior. En 1377 la población había sido igual o un poco más alta, lo que significa que antes de la epidemia de peste las cifras demográficas debían de situarse claramente por encima de estas. La cuantía de esa diferencia al alza depende de una serie de datos mucho menos completa y notablemente más local, pero podemos estimar a grandes rasgos que en torno al 1300 —probable fecha de su punto más alto— podía rondar los cinco millones de personas (es decir, la undécima parte de la actual), y cabe pensar que en el siglo X —momento en el que tal vez se iniciara el período de expansión demográfica— debía de situarse alrededor del millón y medio de individuos. Así que se triplicó el volumen de población. Otras estimaciones más toscas, efectuadas en este caso en otras regiones de Europa, también encajan adecuadamente con este planteamiento. Además, los registros catastrales del período carolingio nos ofrecen algunas pistas que indican que, en Francia, este proceso podría haber comenzado a partir del siglo IX. Es probable que el crecimiento demográfico llegara a su apogeo entre 1150 y 1300.7

Si una población triplica su tamaño, aunque sea en trescientos años, es evidente que se observarán reacciones entre los campesinos, dado que ellos constituyen la inmensa mayoría de la sociedad, como ya hemos visto. Esa reacción puede concretarse en una restricción del número de nacimientos (retrasando la edad del matrimonio, instituyendo normas muy estrictas respecto al sexo o extendiendo la práctica del aborto) o procediendo al abandono de los niños no deseados, aunque resulta obvio que no fue eso lo que hicieron en ese período, o no de forma suficiente, al menos. También pueden idear medios para cultivar la tierra con mayor eficiencia, procediendo a una rotación más sistemática de los cultivos, empleando mejores arados (que ya podían encontrarse, pero resultaban caros), sembrando con mayor cuidado en terrenos más adecuados, o llevando a pastar a los animales a zonas de forraje más nutritivo, aunque alguna de esas iniciativas implicara tener que trocar más tarde el trigo cosechado por la cebada o las ovejas del vecino. Pueden desbrozar los bosques o los marjales de las inmediaciones y disponer de ese modo de nuevas tierras aprovechables. O pueden trasladarse a vivir a las ciudades, e incluso emigrar lejos, a regiones provistas de un mayor número de espacios abiertos (lo que, en Europa, significaba habitualmente proceder a la tala de nuevas zonas arboladas). Puede apreciarse sin dificultad que entre los años 950 y 1300 los campesinos europeos recurrieron a todos estos métodos. Aun en los casos en que podían recurrir a ellos, los paisanos tendían a no priorizar el uso de sistemas de cultivo que les obligaran a asumir procesos de trabajo intensivo, salvo que no les quedara más remedio, pero hemos de tener en cuenta que esta era una época en la que realmente se vieron obligados a echar mano de esas fórmulas (y, de hecho, también disponían de una mano de obra más abundante, ya que, justamente, las familias eran más grandes). En el noroeste de Europa, por ejemplo, se generalizaría poco a poco la organización de una rotación de las cosechas basada en el uso alternativo de tres parcelas, mientras que en el al-Ándalus, la Sicilia dominada por los árabes (y posteriormente el norte de Italia) se difundiría la práctica del regadío.8 Esta intensificación de las labores agrícolas iba a desarrollarse aun más con el paso del tiempo, ya que en unas cuantas regiones —y no solo en el sur, gracias a los regadíos, sino también en el norte con la introducción de nuevos cultivos (como en ciertas zonas de Norfolk y Flandes)— empezó a no resultar necesario dejar los campos en barbecho durante un año. Existen también muchas pruebas de que se efectuaban pequeños desbroces en terrenos ya colonizados, como muestra el hecho de que los nombres de distintas aldeas y comarcas de toda Europa contengan alusiones a la presencia de antiguos bosques —sin olvidar el hecho de que también disponemos de buenos materiales que nos indican que se ganaban tierras a las zonas de marismas, como los deltas del Rin y el Po—.9 Además, la expansión urbana está bien documentada en el conjunto de la Europa de la época, como tendremos ocasión de ver, y este fenómeno implica invariablemente el aumento de los flujos migratorios, ya que antes de la época moderna no había una sola población en la que los nacimientos superaran a las muertes (dado que se trataba siempre de lugares insalubres: no había prácticamente un solo pueblo que contara siquiera con un sistema rudimentario de alcantarillado, por ejemplo, y además todos ellos constituían un polo de atracción para los indigentes, es decir, para las personas llegadas de otras regiones a las que no había sonreído la suerte y que por tanto eran las primeras en morir). Por lo demás, el desplazamiento del campo a la ciudad implicaba sencillamente que los campesinos de las inmediaciones tenían que ponerse a cultivar los alimentos necesarios para subvenir a las necesidades de los nuevos habitantes de las urbes receptoras.

Lo que tardó bastante más tiempo en presentarse fue el proceso de la emigración a grandes distancias. Los campesinos son muy reacios a asumir riesgos, de modo que la idea de partir en busca de fortuna a un país desconocido rara vez les atrajo, al menos no antes de las grandes colonizaciones del siglo XIX. No obstante, la extensión al este de la red política europea, a través de las conquistas o la cristianización de los territorios eslavos y húngaros (véase el capítulo 5), que frecuentemente estaban poco poblados, permitió comprender que la posibilidad de labrarse un futuro en lo que actualmente es Polonia, por ejemplo, no se asemejaba tanto como se creía a una incursión más allá del mundo cartografiado. De hecho, en cuanto las gentes empezaron a trasladarse al este (después del año 1150, aproximadamente, lo que en sí mismo muestra que se tardó tiempo en poner en marcha el proceso) surgieron grupos de intermediarios profesionales dispuestos a buscarlos en Alemania y los Países Bajos (empleados específicamente para ese fin por los señores locales), a cambio de que se les dejara desempeñar más tarde un papel preponderante en el posterior asentamiento. Su labor consistía en reunir a los nuevos colonos para ofrecerles tierras de renta moderada y un entorno aldeano estable. Lo que se produjo de ese modo fue la germanización de vastas porciones de la Europa del este, de acuerdo con un proceso que únicamente habría de revertirse con los desplazamientos forzosos de población de finales de la década de 1940. En la gran mayoría de los casos, los colonos se dedicaban a desbrozar los bosques que encontraban, pero también era frecuente que despojaran de sus propiedades a los anteriores habitantes de las tierras a las que llegaban, muchas veces con el respaldo activo de los magnates locales, que por estas fechas también eran alemanes. Esto significa que no se trató en absoluto de la colonización de una tierra totalmente virgen. (Y tampoco fue ese el caso, ni mucho menos, de otros grandes movimientos coloniales de la época, como los de España o Siria y Palestina, que eran zonas densamente pobladas.) Con todo, el proceso en sí dio paso a una nueva y gradual ampliación de la superficie cultivable de Europa.10

Cabe preguntarse si, al percatarse los campesinos europeos de que para mantener su nivel de vida en un período marcado por el crecimiento demográfico iban a tener que intensificar su esfuerzo laboral y agrandar sus campos, no se llegó a un punto en el que se adelantaron a las circunstancias y terminaron mejorando efectivamente sus condiciones de existencia. Las respuestas a esta interrogante son inciertas y contradictorias. El hecho de desbrozar los bosques locales, por ejemplo, no reportaba solo beneficios, ya que si se talaban todos los árboles no tardaría en sufrirse una escasez de leña para el fuego y materiales para la construcción, por no mencionar los recursos que suponen zonas de bosque, útiles por ejemplo para alimentar a los cerdos, y también la recolección de bayas y frutos secos. En realidad, el monocultivo de cereales habría impuesto a las familias campesinas del siglo XIII una dieta más monótona y menos sana que la habitual en el año 900, pongo por caso.11 No obstante, lo que sí se constata —ya que los datos arqueológicos lo dejan claro— es que a lo largo de este período las aldeas empiezan a disponer en muchos lugares de Europa de una planificación más coherente y a edificar las casas con mejores técnicas y materiales. En buena parte de la Italia del siglo XII, por ejemplo, los domicilios dejan de hacerse a base de madera y se pasa a utilizar la piedra. Y a pesar de que este proceso se revele menos frecuente en el norte (donde se encuentra madera en todas partes y resulta fácil emplearla), también aquí comenzarán a verse más habitualmente cimientos de sillería, apareciendo asimismo técnicas más refinadas para la construcción en madera, como el empleo de armazones de tablas. Todos estos factores son signos de que en los ámbitos locales habían aumentado tanto la capacidad artesanal como los recursos económicos necesarios para pagarlos, lo que equivale a decir que se había incrementado la prosperidad de las aldeas.12 Además, las excavaciones vinculadas con el siglo XIII muestran también que era más frecuente que los campesinos poseyeran objetos de metal relativamente estandarizados, como los cuchillos, por ejemplo, y dispusieron igualmente de adornos para sus vestidos, así como de jarras y cuencos de cerámica de buena calidad, aunque esta sea una tendencia instaurada en un período más antiguo —obsérvese que la arqueología apenas nos dice nada de las ropas—, lo que indica un mayor acceso a los mercados y que estos eran a su vez más numerosos.

Más adelante volveré a ocuparme de los mercados. No obstante, estos no constituyen por sí solos un signo de la prosperidad de los campesinos, ya que la ininterrumpida mercantilización de la sociedad puede ir acompañada de una mayor presión señorial, y de hecho eso es a menudo lo que ocurre. Además, esta última observación cambia también nuestro enfoque. En los tres últimos párrafos apenas he dicho nada acerca de los señores. Sin embargo, la mayoría de los campesinos se hallaban sometidos a un señor, al menos en las tierras densamente cubiertas de asentamientos de las regiones occidentales y meridionales de Europa. En la Europa occidental, únicamente Italia y España contaban con una vasta población de campesinos terratenientes y libres, aunque también había regiones menos extensas en las que sucedía otro tanto, como los Alpes o las regiones costeras de los Países Bajos y el norte de Alemania. Como vimos en el capítulo 5, este campesinado carente de ataduras era sin duda más abundante en el norte de Europa, pero lo que también se constata en casi todas las regiones septentrionales de la época es que se tiende a advertir la presencia de grandes terratenientes dotados de un notable poder. De hecho, los señores eran en muchos casos los que más rápidamente reaccionaban ante la posibilidad de exigir mayores tributos a los campesinos, circunstancia que se hacía posible en cuanto estos se revelaban capaces de aumentar su producción. Por otra parte, el aumento de la carga de trabajo que soportaban los campesinos como consecuencia del incremento de la población fue en todas partes menos inmediato, y quizá de hecho menos visible, que la omnipresente presión que ejercían sobre ellos las exacciones de los señores. Cabría por tanto argumentar que el peso de estas contribuciones sobre el campesinado tuvo en toda Europa unos efectos más importantes en la expansión agraria, la mercantilización social y el aumento de la productividad que el propio aumento demográfico en sí mismo. No obstante, no creo que fuera esa la situación en estos siglos, ya que también encontramos rastros de esta expansión en un cierto número de regiones europeas (como algunas zonas de Italia) en donde las rentas y exacciones no habían experimentado todavía ningún incremento significativo. Sin embargo, la demografía, la presión de los señores, el aumento de la productividad y la comercialización agrícola fueron elementos que se potenciaron unos a otros hasta generar una economía más compleja en casi todas las regiones de Europa.

De todas formas, en el terreno de la dominación de los señores sobre los campesinos, las tendencias que observamos en el período de la Edad Media central no se orientan invariablemente en una sola dirección. La gestión del estado carolingio se focalizó en muchas ocasiones en el establecimiento de haciendas bipartitas, un sistema en el que los campesinos tenían la doble responsabilidad de pagar una renta y prestar periódicamente servicios laborales en reservas cuya producción revertía enteramente en beneficio del señor. Las haciendas bipartitas no fueron nunca un fenómeno universal, pero desde luego constituían lo último en materia de modelos de gestión de carácter lucrativo.13 En las propiedades rústicas de la Alta Edad Media había también grandes cantidades de individuos que no solo carecían al mismo tiempo de libertad y de derechos jurídicos, sino que estaban obligados a satisfacer unos arriendos muy elevados y a realizar la mayoría de las labores pesadas, diferenciándose por tanto claramente de los campesinos libres, cuyas cargas eran más ligeras (véase el capítulo 1). Estas dos pautas de trabajo irán perdiendo importancia poco a poco, aunque de manera constante, en el transcurso de la época que aquí estudiamos, de manera que en el siglo XIII ya solo será realmente habitual observarlas en Inglaterra, en donde habían experimentado de hecho una reactivación a finales del XII. En otras regiones de la Europa de la época, habrá unos casos en los que no existan siquiera haciendas bipartitas (como sucede en España, Escandinavia o el este del continente) y otros en los que su planteamiento empiece a diluirse rápidamente (a partir del siglo X en Italia, y en torno al XII en Francia) para dar paso a patrones de explotación más flexibles, como los vigentes en las reservas de la Francia del siglo XIII, por ejemplo, en las que los cultivos se dejaban fundamentalmente en manos de trabajadores asalariados. La prestación de servicios agrícolas, aunque fuera en escasa medida, seguiría siendo la marca característica de las personas legalmente carentes de libertad, pero en el transcurso de esta época irán disminuyendo en buena parte de Europa, y de manera muy notable, tanto el trabajo servil como la presencia de individuos no libres, aunque ninguna de las dos circunstancias desaparezca por entero antes de la epidemia de peste negra. Después de ese azote, la forma abrumadoramente dominante de atender a las obligaciones propias de la aparcería será el pago de una renta.14

Y a la inversa, el desarrollo del ejercicio de un conjunto de derechos políticos sobre el campesinado, esto es, la seigneurie banale (véase el capítulo 6) —derechos consistentes en el cobro de una larga serie de cánones por la administración de justicia, el acceso a los pastos y a la madera de los bosques o el uso del molino, además del derecho a solicitar trabajos para el transporte de los bienes del señor, la construcción de un castillo y su custodia, o la percepción ad hoc de exacciones extraordinarias que en ocasiones podían ser muy cuantiosas (en Francia, donde esta última práctica era particularmente común, recibían el nombre de tailles)—, podía llegar a adquirir proporciones desmesuradas añadidas al simple pago de la renta, demandas que algunos señores no solo harían recaer sobre las espaldas de las personas directamente sometidas a ellos mediante arriendo, sino también sobre las de los campesinos libres que poseían tierras situadas en el ámbito jurisdiccional de un castillo. Francia, el oeste de Alemania, el norte de España e Italia son las regiones que más sobresalen por la aplicación de este tipo de pautas. Los campesinos sometidos a todos estos tributos y deberes alcanzaban en ocasiones tal grado de dependencia que se recurrirá para denominarlos —como también se observa en Inglaterra— a la palabra que empleaban los antiguos latinos para designar al esclavo: servus, siervo en castellano. Disfrutaran o no de libertad en origen, lo cierto es que muchos de ellos se verían arrastrados en la práctica a una situación de casi completa falta de libertad, como se constata a menudo en el siglo XII. Esta deriva se agravaría todavía más al aumentar el uso de las leyes escritas, que en muchos casos habrían de reintroducir o reforzar las viejas nociones vinculadas con la condición no libre de los súbditos. Dada la gran cantidad de tasas que podían cobrarse con el régimen señorial, la prestación de trabajos serviles dejó de ser estrictamente necesaria, ya que, además, esos tributos (sobre todo la taille y sus equivalentes) podían incrementarse más fácilmente que las rentas, que tendían a adquirir rápidamente un carácter fijo.15

Hasta tiempos bastante recientes, los historiadores dedicados al estudio del campesinado medieval juzgaban que este conjunto de transformaciones constituía una prueba de que la mayoría de los campesinos entregaban todos sus excedentes, salvo los precisos para la más elemental subsistencia, a los señores, quedando por tanto abocados a una existencia próxima a la miseria. Hoy en día no está tan claro que las cosas sucedieran invariablemente así, aun dejando a un lado la creciente magnitud de las zonas colonizadas de Europa, cuyos pobladores estaban sujetos a rentas muy inferiores. Ni siquiera en la Inglaterra de siglo XIII, con sus altos y expansivos índices de auténtica falta de libertad, se registran unas rentas próximas al máximo exigible, dado lo que sabemos sobre la producción de cereales y los subarriendos.16 Y en Italia, España y Francia vemos que a finales del siglo XII y principios del XIII las comunidades de campesinos tendían a unirse con el fin de obtener una carta de franquicia, es decir, un documento en el que el señor se avenía a no realizar demandas impredecibles y en el que se establecían una serie de niveles de exacción que podían ser mucho más moderados que los teóricamente posibles. Todo cuanto podemos hacer es reconstruir mediante interpretación el contexto de esos acuerdos, ya que los escritos tienden a basar las razones de su concesión y puesta en práctica en planteamientos marcadamente sentenciosos, como los de la buena voluntad del señor u otros parecidos. Ejemplo grandilocuente de lo que acabo de señalar es el pacto que sella en 1207 el señor de Tintinnano —una pequeña plaza fortificada del sur de la Toscana— con el fin de estabilizar las rentas de sus dominios:

Dado que Roma, antaño gobernadora y capital del mundo, llegó tan lejos ateniéndose a estos tres principios: equidad, justicia y libertad [...], también yo, Guido Medico [...], rector de los asuntos de Tintinnano, considerando que el estado del castillo y de los señores y muy leales varones que allí moran ha pasado de bueno a malo y de malo a peor debido a la parcialidad, la injusticia y la servidumbre, habiendo quedado ya reducido a la nada [...], propongo conducir la situación a su anterior buen estado y mejorarla incluso si pudiere. Y así he visto que no había más forma de culminar este proceso que transformar en rentas los servicios consuetudinarios que los hombres del lugar han tenido hábito y obligación de prestar a sus señores [...], para que los señores no se atrevan a requerir de los antedichos hombres nada que vaya contra su voluntad [...]. Esto ha de contribuir al engrandecimiento y medro del castillo de Tintinnano, que de tener abundante población, se contará entre los más florecientes castillos de Italia...

En realidad, y a pesar de toda esa floritura verbal, los campesinos de Tintinnano (la actual Rocca d’Orcia), una localidad situada a unos tres kilómetros de la principal ruta de peregrinación que unía a Francia con Roma (lo que quizá explique algunas de las frases más rimbombantes de Guido Medico), habían amenazado a su señor con abandonar en pleno la aldea si el castellano no les hacía unas cuantas concesiones. También es muy probable que la carta se otorgara a cambio de la entrega de una suma en efectivo por parte de los paisanos, ya que estos no habrían puesto reparo a la idea de pagar una cantidad puntual con el fin de obtener la detallada lista de normas para el pago de la renta y los derechos del campesinado que figuran en el resto del texto, y ya que este es un extremo que suele admitirse a menudo en los documentos de este tipo, aunque no en este caso. Con el desarrollo de la concesión de cartas de franquicia a las aldeas, esta mezcla de pugnas y recompensas se repetirá en toda Europa, si bien con distinto énfasis en cada ocasión.17

No obstante, lo que nos muestran una y otra vez las franquicias es la iniciativa de una comunidad que se las arregla tanto para alcanzar un cierto nivel de estabilidad económica como una mayor fuerza en el ámbito institucional local, y todo ello mediante la acción colectiva. Ya hemos visto que la política medieval presenta con frecuencia esta dimensión grupal. Las asambleas carolingias y noreuropeas dan fe de ello, y lo mismo puede decirse de las comunas urbanas de Italia. Es un fenómeno que también se daba en las pequeñas poblaciones de toda Europa.18 Hasta las aldeas inglesas, a las que rara vez se les concedían cartas de franquicia, establecían de forma comunal sus prácticas consuetudinarias. Las comunidades aldeanas, que antes del año 1000 solo eran sólidas, hasta donde nos es dado saber, en España —y probablemente también en Dinamarca—, irán fortaleciéndose en todas las regiones europeas a lo largo de la Edad Media central. No solo adquirirán protagonismo estas poblaciones, también sus dirigentes conseguirán reconocimiento institucional —llegando a autodenominarse cónsules en algunas zonas de Italia y el sur de Francia, imitando en este sentido el modelo establecido por las grandes ciudades—. En casi todos los casos, esos líderes pertenecían a las familias locales más acaudaladas. Las élites campesinas siempre salían ganando con la autonomía política y económica de sus señores. Sin embargo, dichas élites necesitaban contar con el respaldo del conjunto de la comunidad, de modo que también esa sociedad obtenía ventajas. Las parroquias, y con ellas la actividad religiosa local, también irían radicándose cada vez más en las aldeas. Del mismo modo, la importancia del papel económico de todos estos pueblecitos tampoco dejó de crecer, instaurándose así la explotación de los llamados campos abiertos* en el norte de Europa, la introducción de regadíos en el sur, y el aprovechamiento comunal de los pastos en todo el continente.19 Este tipo de protagonismo colectivo, que rara vez habrá de degenerar en esta época en revueltas en toda regla, es de hecho una de las razones de que los señores no exigieran a sus campesinos todo cuanto hubieran podido extraerles. Se trata de una circunstancia que muestra que los labriegos no siempre eran víctimas de estas transformaciones sociales. También ofrece un cierto contexto a los hallazgos arqueológicos que dan fe de la prosperidad de las aldeas. Aunque todavía no podamos saber con absoluta seguridad si ese bienestar (en la medida en que quepa llamarlo así) fue anterior o posterior a la cristalización de las comunidades aldeanas y a la obtención de franquicias, la verdad es que el proceso nos permite comprobar, al igual que el protagonismo de las comunidades, que los campesinos tuvieron ocasión de conseguir algunas ventajas con la expansión económica vivida en estos siglos, y en algunos casos quizá lograran incluso conservarlas.

Una de las tendencias que observamos progresar de forma constante al sumarse los derechos señoriales a las rentas, e incluso, en cierta medida, en aquellos casos en que no se produjo tal añadido, es que las exacciones que los señores exigen a los campesinos empiezan a materializarse cada vez más en dinero contante y sonante, y con tanta mayor intensidad cuanto más vaya avanzando el siglo XI para dar paso al XII y al XIII. Las razones de esta evolución son muy sencillas: por un lado, ahora había más plata en circulación, así que de hecho podía esperarse que los campesinos lograran hacerse con una cierta cantidad, y por otro, los señores se mostraban cada vez más partidarios de percibir las rentas en metálico, dado que era más sencillo utilizarla para adquirir bienes. Al reiniciarse las prácticas fiscales —habitualmente en el siglo XIII, como veremos en el próximo capítulo—, la recaudación de impuestos también se efectuará casi siempre en moneda. Las grandes minas de plata mantendrán su producción durante aproximadamente un siglo, empezando con la de Goslar, en Sajonia, que arranca en la década de 960, y siguiendo con las de Meissen, también en Sajonia de 1160 en adelante; Friesach, en Austria, desde el 1190; Jihlava en Bohemia, a partir de la década de 1220; Kutná Hora, igualmente en Bohemia, desde 1290; e Iglesias, en Cerdeña, a partir de la década de 1250 (esta es la única que no se hallaba ubicada en el centro de Europa). Todas ellas, junto con una miríada de minas de menor tamaño repartidas por el norte de Italia y, una vez más, la Europa central, proporcionarán la plata necesaria para las emisiones y reemisiones de todo este período, aunque el rendimiento experimentará varios graves episodios de disminución, primero en torno al año 1100, y más tarde alrededor de 1400 y el período inmediatamente posterior.20 Por lo que hace a las piezas resultantes, contamos con una importante cantidad de pruebas, ya que han llegado hasta nosotros, bien atesoradas en grandes cúmulos, bien como hallazgos en las excavaciones, por no mencionar que en los relatos y documentos que se han conservado se hace constante alusión a ellas. En los yacimientos arqueológicos es extremadamente común encontrarlas en los estratos de principios o mediados del siglo XIII en adelante, pero los materiales escritos muestran que para el año 1000 ya se habían convertido en un punto de referencia inexcusable en casi toda Europa, al menos para las transacciones de mayor volumen. Es claro que, en el momento en que pasaron de exigir rentas en especie a demandar cobros en efectivo, los señores debían de estar suficientemente seguros de que los campesinos tenían al menos la posibilidad de comprar, por así decirlo, las monedas que precisaban para satisfacer sus obligaciones, vendiendo para ello sus artículos en los mercados locales.

Todavía es frecuente pensar que una economía basada en una intensa actividad de intercambio requiere monedas. Pero no es así, ya que el crédito posee una importancia enorme en la mayoría de los sistemas mercantiles, tanto antiguamente como en la actualidad, y de hecho los acuerdos de deuda crediticia pueden alcanzar una notable complejidad sin que cambie de manos una sola moneda. En realidad, la economía medieval funcionaba en gran medida a crédito. Podemos darlo por supuesto en todos aquellos mercados en que las compras y las ventas de los campesinos son de tan reducida magnitud que el uso de las monedas no resulta práctico (en la Inglaterra del siglo XII, una oveja valía cuatro peniques, el equivalente inglés de los dineros del continente, siendo esa la fracción estándar de menor valor, aunque es verdad que a finales de ese mismo siglo la inflación de los precios modificará esa situación). Y desde luego el crédito era la fórmula empleada en la economía doméstica cuando se necesitaba obtener un adelanto de grano a cuenta de las futuras cosechas; si era preciso juntar de golpe una serie de artículos para componer una dote; o si resultaba imprescindible cultivar un campo extra para alimentar a los miembros de una familia en expansión, añadiéndolo a las cargas de aparcería de un campesino que no contaba con medios inmediatos para abonar su precio de una sola vez pero preveía hallarse en condiciones de hacerlo más adelante.21 Los documentos que muestran este tipo de transacciones —que todavía eran más comunes en las economías locales más activas— indican que el arqueo contable de las deudas se fijaba en metálico, pero en ningún caso era imprescindible saldar el pasivo en efectivo. En cualquier caso, el uso del dinero contante y sonante se difundió de manera ininterrumpida hasta hallarse presente en todo tipo de transacciones, hasta el punto de que en el siglo XIII parece que ya se daba por supuesta su intermediación, al menos en la Europa del oeste y el sur. Al verse obligados los campesinos a acudir al mercado para realizar sus intercambios, puesto que se les exigía pagar la renta en metálico, el empleo de efectivo comenzó a ser más normal en la campiña, lo cual acabaría facilitando la introducción del siguiente (y más importante) cambio: el de la creciente práctica de adquirir productos artesanales en lugar de elaborarlos uno mismo. Este es el telón de fondo sobre el que se recorta la otra faceta de las transformaciones económicas de la época: la relacionada con el crecimiento de las ciudades.

Puede decirse, en términos generales, que el peso del urbanismo en la Edad Media central no fue excesivamente importante. En la Inglaterra de los tiempos del Domesday Book —registro del que emanan los primeros datos de relativa calidad de que disponemos—, cerca del 10 % de la población vivía en pueblos urbanos, aunque esa horquilla puede variar en función de las diferentes regiones de la Europa del año 1050 entre el posible 2 % de Escandinavia al presumible 15 % de Italia. Es probable que en torno al 1300 todos estos porcentajes se hubieran duplicado. Sin embargo, todavía no podemos hablar de nada que se asemeje a un predominio urbano en el conjunto de la economía, salvo posiblemente en el ámbito delimitado por la tupida red de ciudades de mediano tamaño de Flandes y el norte de Italia, y más particularmente aún en las inmediaciones de las mayores ciudades de Europa: París y Milán, con cifras probablemente próximas a los doscientos mil habitantes en 1300; Constantinopla (cuya demografía había menguado mucho respecto del punto máximo que alcanzara cien años antes), Génova, Venecia y Florencia, con cantidades probablemente cercanas a las cien mil almas; y Londres, que se sitúa ligeramente por debajo, con sus, digamos, ochenta mil personas, pero que ya actúa como centro indiscutido de un estado cohesionado.22 Solo en Italia lograrán las ciudades gobernar políticamente la campiña, ya que todas las comunas italianas independientes eran urbanas, aunque es preciso reconocer que los pueblos flamencos no solo ejercieron también la hegemonía en sus respectivos ámbitos locales, bajo la supervisión de los condes de Flandes, sino que dedicaron gran parte del siglo XIV (y también de los períodos anterior y posterior, si bien en menor medida) a rebelarse contra sus gobernantes. Al margen de estas dos redes, los pueblos urbanos se desenvolvían en un paisaje económico y político dominado por los poderes rurales, de modo que no es posible entenderlos con independencia del universo aristocrático que los rodeaba y adquiría sus productos. (Por consiguiente, la vieja expresión del historiador británico Michael Postan de que los pueblos eran «islas no feudales en el océano feudal» es totalmente inexacta.23 Además, los líderes urbanos también defendían valores idénticos a los de los aristócratas más tradicionales, de los que en ocasiones resulta difícil diferenciarlos, como el de la necesidad de mantener limpio el honor mediante la violencia.) En realidad, no resulta sorprendente que, tras la oleada de trabajos entusiastas que vieron la luz a mediados del siglo XX sobre el presunto potencial protocapitalista de las economías urbanas medievales, las mejores obras de la siguiente generación de académicos hayan pasado a centrarse en el sector agrícola, aunque en época más reciente se hayan escrito buenas monografías dedicadas a la reconstrucción del urbanismo flamenco e inglés. No obstante, si queremos comprender cómo se desarrolló en la práctica el verdadero crecimiento urbano, hemos de examinar algunos ejemplos. En lo que sigue trazaré una breve descripción de tres ciudades muy distintas: Pisa, Gante y Stratford-upon-Avon, para pasar después a considerar, sobre esa base, otras cuestiones de mayor alcance.

Al igual que la inmensa mayoría de las grandes urbes italianas, Pisa es una antigua ciudad romana en donde los asentamientos y la actividad política se han venido sucediendo sin solución de continuidad desde el imperio romano hasta nuestros días. En torno al año 1100, la población contaba con un arzobispo y un vizconde, además de esbozarse en ella el germen de una comuna urbana. Se hallaba radicada en el pantanoso delta del río Arno, y al sur de la ciudad, el portus Pisanus era el mejor puerto de la fachada occidental de Italia, entre Génova y Nápoles. Pisa ha mirado siempre al mar, así que no resulta sorprendente que después del 950 aproximadamente su actividad como centro marítimo vaya en aumento. Las pruebas arqueológicas muestran que a partir de esa fecha, como ya había sucedido en tiempos del imperio romano, aunque no tanto en el período intermedio, Pisa se convirtió en el cauce ineludible de los productos de importación que, procedentes del resto del Mediterráneo, tenían como destino la Toscana —sobre todo las piezas de cerámica con decoraciones vidriadas de alta calidad elaboradas en Túnez y Sicilia (ya que las mejores evidencias en los yacimientos arqueológicos son siempre las cerámicas)—. No está claro quién se encargaba de traerlas, es decir, si las mercancías venían en barcos pisanos, tunecinos o sicilianos, pero lo que sí sabemos con seguridad es que en el siglo XI existía efectivamente una flota pisana, ya que los habitantes de la ciudad no solo tenían algún tipo de vínculo comercial con los emires de Denia, en al-Ándalus, sino que estaban desarrollando también una tradición consistente en saquear violentamente las ricas urbes mediterráneas gobernadas por los musulmanes (como le sucedería a Palermo en 1064 y a Palma de Mallorca en 1115), a fin de hacerse con sus tesoros. La notable catedral de Pisa, edificada a finales del siglo XI, y que todavía se mantiene en pie prácticamente intacta, se levantó en gran medida gracias a esos caudales, como proclaman sin pudor las inscripciones de su fachada. La abrumadora mayoría de las rutas comerciales del Mediterráneo del siglo XI pertenecían al mundo musulmán, así que lo que estaban haciendo de facto los pisanos era abrirse paso por la fuerza en dicho universo, con la vista puesta en su plena participación en esas redes de negocio. Y para ello no dudaban en recurrir a los comportamientos agresivos, tal como habían hecho dos siglos antes los vikingos del mar del Norte. A principios del siglo XII, tras su exitosa contribución a la primera cruzada (en la que el arzobispo Daiberto de Pisa terminaría oficiando como patriarca latino de Jerusalén), los pisanos quedaron en condiciones de establecer tratados comerciales con sus antiguos rivales: lo harían con Bizancio en 1111, con El Cairo en 1154 y con Túnez en 1157. Para esta última fecha se habían convertido ya, junto con los genoveses y los venecianos, en los principales actores de las expansivas redes mercantiles del Mediterráneo. No todas las élites urbanas de Pisa se dedicaban clara o exclusivamente al comercio; muchas de ellas eran terratenientes de tipo medieval clásico, y por otra parte, todos los mercaderes poseían algunas propiedades rurales, pero algunos de sus miembros tenían evidentes intereses comerciales, hasta el punto de que en esta época se podían encontrar pisanos en tierras extranjeras, de Constantinopla a Sicilia. En el caso de Pisa no disponemos de las actas notariales tan notablemente tempranas que sí nos ha dejado en cambio Génova, su ciudad hermana y rival. En estos documentos, redactados a partir de la década de 1150, se observa tanto la complejidad de los contratos que utilizaban los armadores de la época como la densa red de fuentes de financiación que requería el comercio marítimo al que se dedicaban las familias pertenecientes a las élites tradicionales —y que una vez más se distribuían, de la manera más visible, por todo el Mediterráneo—. No obstante, los más prosaicos y rutinarios documentos urbanos que nos ha dejado Pisa muestran de todas formas que los personajes más acaudalados de la ciudad mantenían una actividad económica de intensidad similar.24

Basándonos en esto, podemos afirmar que Pisa se expandió rápidamente, sobre todo en el siglo XII. Para el año 1100, su área de mercado rebasaba ya los límites de sus antiguas murallas romanas. En la década de 1150, la comuna de la ciudad levantó un nuevo cinturón amurallado en el que se englobaba una extensión seis veces superior a la superficie del casco viejo, tanto al norte como al sur del Arno. Para entonces, Pisa estaba ya repleta de edificios, entre los que destacaban las casas torre de piedra y ladrillo de los aristócratas, algunas de las cuales todavía se mantienen en pie, además de las viviendas de uno o dos pisos de los ciudadanos más modestos. En 1228, el juramento colectivo que realizaron todos los varones adultos de la población nos muestra que Pisa contaba con unos veinticinco mil habitantes. Muchos de ellos eran artesanos, versados en conjunto en bastante más de cien oficios, de entre los que sobresalen los de panadero, zapatero, herrero y tejedor, sin olvidar a los omnipresentes mercatores, es decir, comerciantes de distintos grados de importancia.25 Esto puede parecer impresionante a primera vista, pero es incluso probable que para estas fechas la urbe hubiera superado ya su época de máximo esplendor. Este patrón de comportamientos comerciales es característico de cualquier población medieval posterior al 1100 aproximadamente, con independencia de su tamaño, aunque lo cierto es que en 1228 Génova estaba empezando a dejar atrás a Pisa. Su prosperidad se debía al hecho de ser un importante eje comercial, capaz de llevar mercancías de una región a otra, dado que no era un núcleo manufacturero especializado en la producción de artículos destinados a abastecer el vasto comercio al detalle de terceros actores. Además, la gente que necesitaba comprar bienes precisamente a través de Pisa no era demasiado abundante. Las ciudades de tierra adentro de la Toscana, como Lucca, Siena y la pujante Florencia, sí que contaban en cambio, sin la menor duda, con una amplia clientela. Pero es que Pisa no contaba con la ventaja que tenía Génova, que disponía de rápidas carreteras para llegar a Milán y cruzar los pasos alpinos. Pocas décadas más tarde, el tamaño de Génova cuadruplicaba ya el de Pisa, y de hecho, en 1284, en una gran batalla naval librada frente a la desembocadura del Arno, los genoveses destrozaban la flota pisana, lo que quiere decir, entre otras cosas, que la ciudad no lograra recuperar jamás su antigua preeminencia.

Podemos contrastar esta historia con la de una población igualmente activa del norte de Europa: el pueblo de Gante, en la región de Flandes, situada en la confluencia de los ríos Escalda y Lys, en las inmediaciones de la costa, una zona que también formaba un delta pantanoso en la época que aquí estudiamos. Gante apenas contaba con un asentamiento rudimentario antes del siglo VII, fecha de fundación de un monasterio en los alrededores. En el siglo IX se construyó un puerto fluvial junto al edificio religioso, pero en 879 los vikingos destruyeron las dos instalaciones. Se sustituyeron poco después por un nuevo enclave, fortificado mediante un foso y emplazado al otro lado del Lys, bajo lo que actualmente constituye el centro de la ciudad. A mediados del siglo X, el pueblo quedó sujeto a uno de los castillos del conde de Flandes —inicialmente construido en madera, pero reconstruido a base de piedra a mediados del siglo XI—. Gante se expandió sin interrupción, acercándose cada vez más al castillo del conde, junto al que se instalaron los principales mercados del pueblo, lo que muestra la importancia que tuvieron las demandas de los habitantes en el primitivo desarrollo de la urbe. A principios del siglo XII se había formado ya en la zona un asentamiento de considerables dimensiones, ya que constaba de unas ochenta hectáreas, es decir, poco más o menos la mitad de la superficie que ceñían las murallas de Pisa en la década de 1150 (lo que representa un crecimiento notable, dado que sus comienzos se sitúan aproximadamente en el año 900). De hecho, es probable que a finales del siglo XIII Gante contara con más de sesenta mil habitantes, una cifra que no solo era bastante mayor que la de Pisa en aquella época sino que superaba también la de cualquier otra población de Flandes, aunque Brujas e Ypres, situadas ambas a cincuenta kilómetros de Gante, rebasaban ya las treinta mil almas. Como ocurriera en el caso de Pisa, algunas de las residencias de las élites del siglo XII eran de piedra, y lo mismo puede decirse al menos de uno de sus mercados, sin olvidar que también había algunas casas torre. Algunas de esas viviendas disponían también de importantes dependencias en las que almacenar productos, ya que en realidad operaban también como establecimientos comerciales. Las élites de Gante, que eran ricas y autónomas, actuaban en 1128 en una comuna (communio) dotada de concejales, y es indudable que por esas fechas el pueblo contaba ya con un gremio de comerciantes —existe documentación que prueba que a finales del siglo XI existían ese tipo de organizaciones, de complejos estatutos, en dos pueblos urbanos próximos: Saint-Omer y Valenciennes, aunque no hayan llegado hasta nosotros escritos similares relativos al propio Gante—. Esta autonomía se mantendría bajo la oligarquía a la que en el siglo XIII se daba el nombre de los Treinta y nueve, aunque los sucesivos condes de Flandes se encontrarían en condiciones de contestarla y no se privarían de hacerlo. En las guerras libradas en el siglo XIV contra el conde, se observa con mucha frecuencia que los dirigentes de las ciudades flamencas proceden de Gante: y es que, en efecto, Jacobo van Artevelde en la década de 1340, y su hijo Felipe a principios de la de 1380, ejercieron brevemente la gobernación en todo Flandes.26

A diferencia de lo que sucedía en Pisa, estas élites no estaban primordialmente compuestas por terratenientes. Y aunque es cierto que fueron adquiriendo tierras con el paso del tiempo, la base de su riqueza fue en todas las épocas de carácter urbano. Había comerciantes, como en Pisa, pero en este caso, la economía de la ciudad tendría en general un carácter muy distinto, dado que la población era ante todo un centro de elaboración de paños. En el siglo XI, Flandes desarrolló una red de producción de lana propia, y después la materia prima se transportaba a las ciudades donde era transformada en telas. Después, en torno a la década de 1110, como muy tarde, la región empezó a importar lana de Inglaterra, de modo que el vellón inglés pasaría en lo sucesivo a ser el principal recurso de la industria pañera flamenca hasta pasada la peste negra. En el siglo XIII, cerca de la mitad de la población de Gante estaba formada por trabajadores del sector textil, y por tanto se alcanzaba una concentración artesanal únicamente equiparable a la de Ypres y Milán, y más tarde Florencia, aunque dos docenas de pueblos de Italia y Flandes (incluida su campiña) se especializarían en un artesanado similar, si bien a menor escala. Gante y las ciudades vecinas exportaban sus tejidos prácticamente a toda Europa, y en este sentido cabe decir que tenemos documentos que señalan la presencia de comerciantes de Ypres en el Nóvgorod de la década de 1130. De hecho, los paños flamencos prevalecerán incluso sobre las manufacturas florentinas hasta el siglo XIII, centradas hasta esa fecha en teñir y dar el acabado final a las telas de Gante, Ypres y otras urbes. Las cinco ferias textiles de Flandes, que a partir del año 1200 empezaron a celebrarse con periodicidad anual, contaban con la asistencia de comerciantes de toda la región. Por consiguiente, la prosperidad de Gante dependía de que la distribución de sus productos llegara a todos los rincones de Europa. Además, para su abastecimiento precisaba de una red de intercambios de extensión casi igual, dado que, por sí sola, Flandes no podía proporcionar suministros a todos esos pueblos. Se trataba de un comercio dirigido a las élites, ya que la calidad de las telas que Flandes exportaba era demasiado elevada para el consumo de masas, cuya demanda seguía estando muy circunscrita al ámbito local y apenas disponía aún de redes comerciales que la atendieran. Sin embargo, en toda Europa, el número de individuos que integraban las élites era ya lo suficientemente abundante como para justificar el elevado volumen de productores que existía y enriquecer al mismo tiempo a los propietarios de las manufacturas. Esto acabaría redundando en un conflicto de clases, lo que explica que, en las más vastas revueltas populares anteriores a la peste negra —que se hallan entre las más efectivas de toda la Edad Media—, los trabajadores textiles de Flandes se unieran a los campesinos de la región entre los años 1297 a 1304, y 1323 a 1328. De hecho, conseguirían derrotar incluso al mismísimo rey de Francia en la enconada batalla de Courtrai de 1302.27

Como acabamos de comprobar, Pisa y Gante eran ciudades muy grandes que dependían del buen funcionamiento de una red mercantil de alcance internacional. No obstante, la mayoría de los pueblos urbanos tenían unas dimensiones muy inferiores y atendían mercados de naturaleza mucho más local. En Inglaterra, que es el país en el que se han realizado los estudios más sistemáticos sobre el particular, había en el año 1300 entre quinientas y seiscientas boroughs (es decir, asentamientos urbanos provistos de una carta puebla), y solo 112 de ellas aparecen recogidas en el Domesday Book, lo que implica que en casi todos los casos se trataba de localidades de reciente fundación. La inmensa mayoría de esos burgos tenían menos de mil habitantes.28 En el mejor de los casos, estos pequeños centros de producción abastecían a los pueblos de la zona circundante, en un radio de unos veinticinco kilómetros de diámetro, es decir, a distancias cuyo trayecto de ida y vuelta pudiera cubrirse en un solo día. Un ejemplo bien conocido es el de Stratford-upon-Avon, en el Warwickshire, ya que, siendo una de las aldeas que figuran en el Domesday Book, obtuvo sin embargo una carta para ejercer el comercio de manos del rey Ricardo I, quien se la otorgó en realidad al propietario de los terrenos en que se asentaba, el obispo de Worcester, en 1196. Poco después, el prelado dividió las tierras en una serie de parcelas de tamaño uniforme, a fin de cobrar en todas ellas una renta estándar.29 Stratford perduró y prosperó, y de hecho los campos del obispo todavía pueden apreciarse a veces en el trazado de la población actual (uno de ellos está ocupado por el moderno Hotel Shakespeare). En la década de 1250 contaba con más de mil habitantes, lo que significa que la localidad creció rápidamente, al menos para lo que solía ser habitual en Inglaterra. Las familias que residían en la aldea procedían prácticamente de los cuatro puntos cardinales, aunque siempre en ese radio de veinticinco kilómetros. Por estas fechas, el burgo se hallaba ya consolidado, circunstancia que se aprecia claramente en el hecho de que en la década de 1260 surgiera una cofradía religiosa local a la que pertenecían incluso algunos de los vecinos más pobres del pueblo, además de los comerciantes venidos de otras zonas. Los lugareños eran en su mayor parte artesanos. Unos trabajaban el cuero y otros las telas, los metales o la madera. Había también trabajadores que se dedicaban a la preparación de alimentos. En otras palabras, los hombres y mujeres de Stratford realizaban las tareas habituales de cualquier pueblecito medieval, sin ningún tipo de especialización particular. Esto reviste más importancia de la que pudiera parecer. El pueblo estaba bien ubicado. Se encontraba entre dos regiones económicas bien delimitadas: las ricas tierras de cultivos del valle del río Avon, junto con la ondulada llanura que se extiende al sur de ellas, y los bosques de la región de Arden, al norte, caracterizados por una economía de carácter más pastoril. Había también una calzada romana que pasaba por el puente que cruzaba el Avon al oeste hacia las salinas de Droitwich. Se trataba por tanto de un buen emplazamiento para el comercio regional que circulaba por el sur del condado de Warwick, de modo que el mercado de Stratford atraía a las gentes de todas esas comarcas que desearan comprar o vender sus productos. No obstante, el tipo de artesanos que se afanaban en el burgo apunta a otro elemento relevante: el inicio de una red productiva integrada por pequeñas poblaciones y provista de un mercado campesino compuesto por las aproximadamente diez mil personas que habitaban en las regiones circunvecinas. ¿Quién si no habría de encaminarse a Stratford? Tanto las personas ricas como los obispos, condes o miembros de la alta burguesía local habrían optado por hacer las compras (o por enviar a alguien con tal fin) a las grandes ciudades más próximas —es decir, a Coventry o a Bristol, dos de las cinco mayores urbes de Inglaterra—, ninguna de ellas tan lejanas. La aparición de artesanos en Stratford —y en otras muchas poblaciones de pequeño tamaño, que en este sentido son los indicadores más significativos de la puesta en marcha de un nuevo proceso—, constituye por tanto una clara señal del inicio de la inminente transformación de la economía mercantil, esto es, de los comienzos de la producción urbana destinada a satisfacer las necesidades de la gran masa demográfica, y no solo las de las élites —y a la inversa, el arranque de un hábito inédito entre los campesinos: el de adquirir la ropa (dado que el sector textil es el más importante de cuantos vemos surgir en este contexto) en lugar de usar únicamente la tejida por ellos mismos—. A pesar de que de momento apenas estemos empezando a comprender, como ya apuntaba al comienzo de este capítulo, el alcance que pudo haber tenido este proceso de comercialización en el conjunto de la economía rural, el éxito de una pequeña urbe como Stratford reside en este preciso tipo de comienzo.30

Por consiguiente, los burgos operaban en dos niveles económicos y geográficos diferentes. Uno de ellos era el del simple intercambio entre el universo rural y el urbano. La mayoría de los habitantes de las poblaciones de pequeño tamaño no cultivaban ni criaban los alimentos que consumían, sino que se dedicaban a fabricar y a vender cosas, obteniendo así el efectivo preciso para comprar comida en la campiña. De cuando en cuando, si las localidades eran grandes o contaban con una elevada densidad demográfica, esos intercambios llegaban a producirse en zonas rurales muy alejadas de la población de origen de los comerciantes. La demanda de Londres se dejaba sentir en mercados tan distantes como los de Dover, Oxford e incluso Peterborough. Y si nos fijamos en Sicilia, veremos que, a partir del año 1200 aproximadamente, la isla se convirtió en el granero del que se abastecían la mitad de las grandes ciudades del norte de Italia.31 Sin embargo, la verdad es que, en esencia, los procesos de intercambio eran de carácter fundamentalmente local.

El otro nivel económico y geográfico era el del comercio a larga distancia que conectaba a Flandes con Italia y a ambas regiones con otras situadas todavía más lejos. Este plano de desarrollo acabaría mostrando un elevado grado de complejidad. Hacía tiempo que existían en la periferia de Europa dos grandes redes marítimas: la mediterránea y la del mar del Norte. Ambas vivieron distintos altibajos (en la Alta Edad Media, el siglo VI marca el punto en el que la economía del mar del Norte toca fondo, mientras que en el Mediterráneo será el VIII),32 pero la magnitud y la densidad de los fletes se expandió en una y otra en el XI. Para esa fecha se abrirán importantes centros de distribución en Constantinopla, Alejandría (y El Cairo, algo más hacia el interior), Palermo, Almería y Venecia, por lo que hace al Mediterráneo; así como en Londres y Brujas, además de los puertos fluviales situados tierra adentro en el curso del Rin, como Colonia, en lo tocante al mar del Norte. Y con el impulso de las cruzadas, Venecia, Génova y durante un menor espacio de tiempo Pisa, desarrollarían más tarde sendos imperios coloniales y comerciales en el Mediterráneo oriental. Por esta época, las rutas también se expanden hacia el exterior, sobre todo a través del Báltico, saltando primero de puerto en puerto por el litoral de lo que hoy es Alemania y Polonia —abasteciendo a las ciudades que en el siglo XIV se aliarán para constituir la llamada Liga Hanseática—, y propagándose después a lo largo de los grandes ríos rusos, pasando por Nóvgorod y Kiev, hasta llegar una vez más hasta Constantinopla. Por otra parte, la rápida industrialización de Flandes y el norte de Italia estimularía asimismo la creación de una red de rutas terrestres más directas, que llegarían a cruzar incluso los Alpes, lo que es una hazaña nada desdeñable. En el siglo XII, los comerciantes italianos y flamencos se encontraban aproximadamente a medio camino de ambas regiones, en la Champaña, celebrando en ella seis importantes ferias anuales que, organizadas con verdadero espíritu emprendedor por los condes locales, terminaron convirtiéndose en el siglo XIII en otros tantos centros de distribución añadidos de ámbito europeo.33

Los productos de Europa y otras áreas geográficas más distantes se intercambiaban tanto en las ferias de la Champaña como en otros puntos situados a lo largo de las rutas que acabamos de mencionar. Podía tratarse de sedas procedentes de Bizancio y Siria; de lino y azúcar de Egipto; de pimientas y otras especias llegadas del océano Índico; de los mejores tejidos de lana de Flandes e Italia; de armas fabricadas en Milán; o de pieles trabajadas en Rus. Al aumentar la complejidad de los sistemas de intercambio, el establecimiento de acuerdos crediticios a larga distancia, apalabrados en la Champaña u otros lugares, acabó evolucionando y dando pie al surgimiento de la actividad bancaria, en la que las poblaciones de la Toscana, con Lucca y Florencia al frente, lograrían especializarse. A finales del siglo XIII, los mayores bancos adquirieron una envergadura tal que pasaron a constituirse en intermediarios internacionales por derecho propio (los bancos Bardi y Peruzzi de Florencia gestionaban buena parte de las exportaciones de lana inglesa a Flandes), ya que por esta época no se limitaban ya a conceder préstamos a los comerciantes, sino que se los otorgaban ahora a los reyes, que al necesitar dinero instantáneo para librar sus guerras estaban dispuestos a pagar por él unos elevados tipos de interés. Como hemos podido constatar en 2008, también entonces la ambición terminó por pasar factura a muchos de ellos, dado que los reyes, al incumplir, dejaban unas deudas tan inmensas que había entidades que se desplomaban sin remedio: Eduardo I de Inglaterra provocaría así la caída del banco Riccardi de Lucca al confiscarle sus activos en 1294 (aunque aún tardaría una década en irse a pique). La familia Frescobaldi de Florencia se arruinó en 1311 a raíz de los problemas de Eduardo II. Y los Bardi y los Peruzzi, que se habían extralimitado en la dispersión de sus fondos, también quebrarían entre los años 1343 y 1346, debido en parte a los préstamos que habían otorgado a Eduardo III.34 No obstante, por estas fechas las familias empezaron a tener la posibilidad de obtener grandes riquezas y de iniciar prósperas carreras profesionales susceptibles de mantenerse por espacio de varias generaciones, logrando así instalarse en posiciones de enorme relevancia social y política en sus ciudades de origen (Giotto pintaría, por ejemplo, las capillas familiares que los Bardi y los Peruzzi tenían en la ciudad florentina de Santa Cruz), gracias simplemente a los ingresos derivados de los mercados financieros y comerciales, es decir, valiéndose únicamente del capitalismo mercantil (algo que nunca había podido realizarse en ningún otro período de la historia europea, ni siquiera en tiempos del imperio romano).

Esta pauta de desarrollo —máxime si se la realza con los románticos matices con los que a menudo se la adorna— ha presentado un aspecto tan imperioso a los ojos de los historiadores que en ocasiones se tiene la impresión de que se trata del desarrollo económico medieval por excelencia, de la prueba misma de que, de no haberse torcido las cosas (quizá a causa de la peste negra, tal vez debido a las restrictivas medidas impuestas por los gremios medievales, acaso como consecuencia de la guerra de los Cien Años —aunque esto sea algo menos probable—, o por culpa incluso de la aguda escasez de plata registrada a principios del siglo XV), la Europa medieval podría haber dado el gran paso adelante que supuso la llegada del capitalismo industrial varios siglos antes de su efectivo surgimiento. No obstante, el hecho cierto es que el intercambio internacional europeo no representa en modo alguno la parte más importante del explosivo crecimiento económico registrado en la época. En primer lugar, Europa no se hallaba en el centro, sino más bien en la periferia de esa red de trueques, ya que esta se prolongaba hacia el este a través de Egipto y el océano Índico, alcanzando incluso el territorio chino, cuyo valle del Yangtsé se convertiría en el siglo XIII en la región de mayor complejidad económica del mundo. Y por lo que hace al comercio del Mediterráneo, su verdadero centro neurálgico se encontraba en Egipto —al menos hasta el siglo XIV—, focalizándose principalmente su actividad en El Cairo, que era la mayor ciudad de la cuenca mediterránea (tras el declive que experimentó Constantinopla después del año 1204 —para lo cual me remito al capítulo 9—), ya que doblaba el tamaño de París y Milán. Egipto también contaba con poblaciones fabriles especializadas en la elaboración de tejidos, como Tinnis y Damieta. De hecho, su producción de lino y azúcar era de clara magnitud industrial.35 El refinamiento bancario de las ciudades italianas del siglo XIII procedía en buena medida de las lecciones que los europeos habían aprendido de los empresarios mercantiles de El Cairo y Alejandría. Muchos de ellos eran judíos, lo que nos ayuda a comprender la situación, ya que en El Cairo se ha conservado un enorme depósito de documentos medievales judíos, la gueniza, que nos proporciona una información extremadamente importante sobre las complejas prácticas mercantiles y financieras que efectuaban los comerciantes del mundo islámico de los siglos XI a XIII. (En Europa, por el contrario, los judíos se vieron obligados a operar a una escala bastante menor, con el agravante de que sus préstamos en metálico resultaban socialmente mucho más impopulares que los que gestionaban los banqueros italianos.)36 El éxito de los intermediarios comerciales de Génova y Venecia en particular dependía en gran medida de Egipto, y a pesar de que las poblaciones textiles de Flandes y el interior de Italia fueran independientes del empuje del país del Nilo, lo cierto es que Egipto las superó durante mucho tiempo.

En segundo lugar, la relevancia económica general del sistema del comercio internacional, pese a su brillante aureola, era inferior a la que tenía la suma del primer nivel de la economía urbana, esto es, el intercambio a pequeña escala de productos básicos y tejidos de baja calidad y objetos de metal que se producía entre los burgos y la campiña. La estructura internacional era fundamentalmente una red de artículos de lujo que se centraba en la enajenación de mercancías caras susceptibles de ser vendidas a los reyes, los aristócratas, las jerarquías eclesiásticas, y los patricios urbanos y sus clientelas. La actividad bancaria iba algo más lejos, ya que financiaba las guerras, y por consiguiente los característicos y poco suntuosos aspectos de la logística militar, pero la esfera en la que se desenvolvían los banqueros seguía siendo la de la alta política. Solo las necesidades derivadas del sistemático suministro de alimentos y leña que precisaban todas las grandes ciudades —tanto para las élites como para los trabajadores—, junto con el abastecimiento de ciertas materias primas, como la lana, lograría vincular esta red internacional con la mayoría campesina. (Hay que tener en cuenta que las ventas que efectuaban los mismos campesinos no siempre fueron el factor dominante de este tipo de distribución básica, ya que en buena parte de la Italia de los siglos XII y XIII, los señores dejaron de exigir que el pago de las rentas se realizara en metálico al comprender que podían lograr notables beneficios vendiendo ellos mismos en los pueblos los cereales y el vino de sus aparceros.)37 Fueron los pequeños pueblos urbanos y los intercambios de menor escala los que introdujeron, muy poco a poco y con notables titubeos, los productos manufacturados de bajo coste en los mercados de masas, que estaban llamados a constituir (y así terminaría sucediendo) una base mucho más segura para el tipo de industrialización que habría de producirse quinientos años más tarde. Volveremos a ocuparnos más adelante, en el capítulo 11, de los procesos que determinarán el aumento de la comercialización en las postrimerías de la Edad Media. Pero ni siquiera entonces había en Europa una sola región que se hallara en vías de asistir a su transformación industrial. Ahora bien, cuando finalmente se produjera, el elemento definitorio de esa evolución vendría dado por la producción de artículos baratos destinados a los consumidores del campo, y no por los bajeles repletos de sedas y especias que atracaban en Venecia.

No obstante, uno de los desarrollos comerciales de los siglos XII y XIII que sí reviste verdadera importancia, y que de hecho acabará enlazando de forma estable lo que en este capítulo hemos expuesto acerca de los cambios registrados en la campiña y las ciudades, es el de la tendencia a la especialización agrícola. Como ya hemos visto anteriormente, una de las fórmulas que pueden utilizar los campesinos para hacer frente a la presión de la demanda de productos del campo consiste en cultivar las plantas más adecuadas a cada tipo de tierra para especializarse en ellas, vendiéndolas en zonas diferentes y recibiendo a cambio frutas, verduras o cereales más propicios a las características del suelo de otras regiones. Es probable que no llevaran al extremo este sistema, ya que antes del siglo XX era raro encontrar comunidades rurales que dependieran enteramente de cultivos comerciales y se vieran por tanto forzadas a comprar la mayor parte de sus alimentos en detrimento de la producción propia. Sin embargo, lo que sí resulta posible es detectar el rastro de esas especializaciones, observando que se dan primero en el plano local para expandirse más tarde por un espacio más amplio. En Italia, por ejemplo, constatamos que ya en el siglo XI las faldas de las colinas presentan con frecuencia signos de practicar mucho más claramente que en épocas anteriores la especialización de los viñedos, y también se aprecia que en las llanuras se trabajan más los cereales. Es evidente que este tipo de diferencias implica la existencia de intercambios entre una y otra zona. En Inglaterra se dio la misma situación entre las regiones pastoriles y las agrícolas, como las que se extendían a ambos lados de Stratford.

Sin embargo, poco a poco empezarían a surgir también regiones enteras dispuestas a especializarse en las exportaciones. Los cereales podían cultivarse prácticamente en todas partes, pero las tierras fértiles que se hallaban cerca de los ríos o el mar tenían la posibilidad de exportar sus excedentes a las regiones en las que apenas se conseguía cultivar grano, como haría Sicilia con las zonas hiperurbanizadas del norte y el centro de Italia, según hemos tenido ocasión de comprobar. Al final de la Edad Media, el grano polaco cumpliría un papel similar en buena parte de la Europa septentrional. Los productores de vino franceses empezaron su andadura especializándose en trabajar en el límite norte de la viticultura, es decir, en regiones como la cuenca parisina o la Champaña, que siendo las más próximas a aquellas en las que no existía ya la posibilidad de hacer prosperar las viñas, contaban sin embargo con unas élites a las que muy posiblemente les agradara beber. No obstante, el problema era que las cepas de esas regiones tan septentrionales no solo se revelaban menos productivas, sino que daban también un vino de peor calidad que los viñedos plantados más al sur (el célebre, caro y espumoso champán no comenzaría a producirse hasta el siglo XVIII o XIX). Sin embargo, en cuanto mejoraron las infraestructuras de transporte, la producción a gran escala destinada a la exportación pasó a centrarse en Burdeos y la Borgoña, regiones en las que acabaría desarrollándose la viticultura especializada de más larga tradición. En la Inglaterra del siglo XII comenzaron a emplearse métodos intensivos para la producción de lana destinada a la exportación. En el centro de España y el sur de Italia se verificaría más tarde una evolución similar, en los siglos XIII y XIV. En las regiones provistas de grandes bosques, la madera también pasaría a formar parte de las producciones especializadas. Bastaba con que, además de salir indemnes de los procesos de desbroce, los árboles se hallaran lo suficientemente cerca de algún curso de agua, como sucede con la Selva Negra que se alza junto al Rin en Alemania, o con las infinitas masas forestales costeras del sur de Noruega. Hasta el pescado seco se convirtió en un artículo obtenido mediante especialización. De hecho, la existencia misma de Noruega del norte como territorio colonizado se debió en gran medida a la posibilidad de vender ese tipo de producto en Inglaterra y otras comarcas aún más meridionales (haciendo escala en Bergen).38 Una vez establecidos, estos puntos de interconexión consiguieron perdurar. Siendo consecuencia de la necesidad de racionalizar la agricultura en una época marcada por el crecimiento demográfico y la demanda urbana, esos nodos de actividad continuaron proporcionando salida a los productos comerciales, aun después del rápido descenso de la población que se registró, tanto en el campo como en las ciudades, a finales del siglo XIV. De hecho, esa caída demográfica estimularía en muchos lugares de Europa el retorno a la vida pastoril, es decir, a la producción de lana, una materia prima llamada a seguir constituyendo la base de la ropa barata en los siglos venideros.

Todas las transformaciones que hemos expuesto en el presente capítulo se produjeron al calor de un crecimiento demográfico. Como ya he indicado en varias ocasiones, siquiera de forma implícita, este ascenso poblacional llegó bruscamente a su fin tanto con la letal llegada de la peste negra a Europa entre los años 1347 y 1352 como con sus secuelas posteriores. En el capítulo 11 examinaremos lo que sucedió después. Sin embargo, no puede tenerse por cierto que todos los aspectos de la economía europea se hallaran en proceso de expansión hasta la víspera misma de la gran epidemia. Si no disponen de tecnologías y métodos de cultivo radicalmente nuevos, las poblaciones campesinas no pueden hacer demasiado para bregar con los incrementos demográficos a largo plazo. Y la capacidad de los sistemas agrícolas que tenían a su alcance los campesinos del XIII llegó al punto de saturación a finales del siglo, y a partir de ese momento, al continuar aumentando la población, lo que ocurrió fue que empezaron a producirse hambrunas cada vez con mayor frecuencia, según consta de manera igualmente creciente en nuestras fuentes. En épocas anteriores, si venía un año de malas cosechas, las comunidades rurales conseguían sobrevivir a duras penas, pero ahora, al alcanzarse los límites del crecimiento demográfico, no siempre era ya posible hacer lo mismo. Entre 1315 y 1317 —de acuerdo con un proceso que muchas veces habría de prolongarse aún más— se produjo una sucesión de inviernos fríos y veranos húmedos que agotó los recursos del conjunto de la Europa septentrional, hasta el punto de que ni siquiera la interconectada red de relaciones que hemos visto desarrollarse aquí alcanzó a evitar la hambruna, al menos no después del primer año. El rendimiento de los campos de cereales y de los viñedos descendió de manera espectacular, y las epidemias que diezmaron la cabaña ovina redujeron el suministro de lana que se enviaba a Flandes —hasta la producción de sal vio perjudicada—.39 Pese a que resulte difícil calcularla, la mortandad fue muy elevada. Y las décadas posteriores también habrían de verse salpicadas por una larga serie de hambrunas, si bien de menor escala, y en este caso llegarían a afectar incluso a Italia. Fue justamente en este período cuando la expansión demográfica se detuvo y las poblaciones campesinas tuvieron que buscar fórmulas para limitar de manera aún más radical que antes el número de nacimientos. Puede verse en esta situación una catástrofe sin paliativos —y de hecho ese es el juicio que los historiadores tenían, pensando que el conjunto de la Baja Edad Media fuera un período marcado por la depresión y la crisis—. Actualmente se hacen interpretaciones algo más matizadas, de modo que puede considerarse que la época inmediatamente posterior a la peste negra se caracterizó por una creciente capilarización del comercio. En nuestros días, este punto de vista también se hace extensivo, por regla general, al período comprendido entre 1300 y 1350, para el que se propone un modelo explicativo basado en una curva de integración económica en constante ascenso.40 Ahora bien, sería difícil desconocer que las décadas inmediatamente anteriores al año 1350 fueron muy duras para el campesinado europeo, al menos en aquellas regiones en las que apenas quedaba ya margen de maniobra para promover una nueva expansión —como ocurría en Italia, el norte de Francia, los Países Bajos y buena parte de Inglaterra—. Para esas poblaciones, por brutal que resulte la afirmación, la peste supuso un cierto alivio. Pero más adelante volveremos a ocuparnos de esto con mayor detalle.

¿Qué supuso en definitiva el largo período de expansión económica para el marco social y político europeo? ¿Qué novedades le aportó? Desde luego, una cierta sensación de dinamismo, no cabe duda. Nunca había sido imposible moverse por Europa, pero ahora, con flamencos en Inglaterra, italianos en Flandes y franceses en Italia —animados todos ellos por intereses mercantiles, pero también, y cada vez más, por la voluntad de transitar al margen de las rutas comerciales, bien por razones educativas, bien para progresar en sus respectivas carreras políticas—, se habían ido creando itinerarios internacionales que en ocasiones podían llegar a ser notablemente complejos, pese a que en ningún caso fueran rápidos, dado que en 1300 —y de hecho también en 1500— se tardaba lo mismo en cubrir el trayecto entre Inglaterra e Italia que en el 800. La movilidad social también estaba creciendo. Lo había logrado, por sí solo, el mero hecho de la expansión urbana, dado que la vida de las poblaciones era muy diferente a la de las aldeas, de manera que siempre hubo un pequeño porcentaje de afortunados capaces de prosperar en ese nuevo mundo —pese a que quienes consiguieran medrar en el entorno urbano fueran fundamentalmente los miembros de las élites rurales, y no los labriegos más pobres—. En el interior de las aldeas, las oportunidades económicas traerían igualmente consigo un aumento de la prosperidad de los campesinos ricos y no tanto una mejora de las condiciones de sus vecinos menos pudientes, que en ocasiones serán contratados por aquellos como labradores a tiempo parcial, lo que significa que la movilidad social también contribuyó a aumentar la diferenciación social. Al desarrollarse los nuevos focos de actividad artesanal de los burgos europeos empezó a resultar más sencillo procurarse los servicios de personas con una alta capacitación profesional, lo que facilitaría asimismo el recurso a los últimos conocimientos de cualquier rama del saber —al menos para quien dispusiera de los medios económicos necesarios para ello—. En Europa, los solares en los que se construían catedrales, con individuos procedentes de distintas zonas —y hablantes por tanto de un gran número de lenguas diferentes—, junto con la constante difusión de la experiencia en las técnicas de albañilería precisas para levantar los nuevos edificios góticos —que pasaron del norte de Francia a Inglaterra, a Alemania, al sur de España, a Italia y a Bohemia—, constituyen otros tantos signos de ese incremento de los saberes prácticos, signos por lo demás presentes en el conjunto de la Europa del siglo XIII.41 Para los gobernantes, la más amplia disponibilidad de dinero en efectivo, así como la propagación general (aunque más difícil de concretar) de la prosperidad a todos los niveles, supuso el surgimiento de nuevas oportunidades de tributación, cuyos ingresos, que ya eran importantes para los reyes Juan de Inglaterra y Felipe II de Francia en la década de 1200, permitirían a sus sucesores de finales del siglo XIII, Eduardo I y Felipe IV, un aprovechamiento todavía mejor del sistema fiscal, como tendremos ocasión de ver en el próximo capítulo. La sola presencia de esta realidad les llevaría a crear unas estructuras estatales más ambiciosas, circunstancia que a su vez habría de generar una serie de efectos característicos en la movilidad y las limitaciones sociales (al dar pie, fundamentalmente, a la constitución de nuevos escalafones funcionariales dotados de una formación y unas competencias técnicas específicas). También les ofreció la oportunidad de librar guerras de mayor magnitud, lo cual introduciría en la política europea del siglo XIV un factor —el del aventurerismo— al que jamás se le había conocido antes una presencia tan relevante. Esto nos recuerda que el aumento de la flexibilidad social y política que vio la luz con el largo período de expansión económica no siempre tuvo consecuencias positivas. No obstante, lo que sí se aprecia en términos generales, aunque uno no sea excesivamente proclive a ceder a la visión romántica de esos siglos de crecimiento, es que todos estos cambios tuvieron un efecto muy notable en las prácticas del continente, y en cualquiera de los planos sociales además. Y si los contraponemos a los frutos del incremento del carácter local de la política, según lo que expusimos en el último capítulo, queda claro que el desarrollo de los siglos X a XIII constituye la base sobre la que habrán de asentarse las transformaciones que pasaremos a analizar en el resto del libro.