Capítulo 8

LAS AMBIGÜEDADES DE LA REESTRUCTURACIÓN POLÍTICA, 1150-1300

En el año 1093, al nombrar el rey Guillermo II de Inglaterra nuevo arzobispo de Canterbury a Anselmo de Bec le entregó el báculo propio del cargo, como mandaba la tradición regia. Anselmo, que no tardó en enemistarse con Guillermo, abandonó el país y se presentó en Roma en 1098. No obstante, una vez allí descubrió que los papas llevaban condenando las investiduras laicas desde el año 1078, como hemos visto antes. Por consiguiente, al regresar a Inglaterra tras la muerte de Guillermo, ocurrida en 1100, informó debidamente al nuevo monarca, Enrique I, de que esos rituales habían quedado invalidados. Esto provocó nuevos problemas, hasta el punto de que la disputa entre el soberano y el arzobispo no consiguió resolverse hasta el 1107. Anselmo no era muy dado a transigir, y de ahí las dificultades, pero tampoco se trataba de ningún palurdo: había nacido en Italia, había sido abate de un importante monasterio normando, y gozaba de renombre como innovador y respetado teólogo. El hecho de que un individuo tan bien relacionado como Anselmo no estuviera informado de uno de los factores clave del conflicto surgido entre los papas y el emperador nos indica con claridad que en torno al 1100 la comunicación política no era excesivamente fluida.1

Comparemos ahora esta situación con la que se dio al celebrarse el cuarto concilio de Letrán en Roma, poco más de un siglo después, en noviembre de 1215. Dicho cónclave, el mayor de cuantos convocó la Iglesia medieval, se reunió en respuesta al llamamiento lanzado por el papa Inocencio III en abril de 1213, y a él asistieron numerosos obispos y abates: más de 1200 altos cargos eclesiásticos en total, llegados de toda Europa e incluso de Oriente. Los cánones (o decretos) del concilio abordaban desde múltiples perspectivas la evolución de las prácticas de la Iglesia, tratando, entre otras, materias como la elección de las jerarquías, la gestión de los tribunales eclesiásticos, la excomunión, las ordalías judiciales (que el concilio prohibió), la herejía, la actitud a mantener frente a los judíos, la organización de cruzadas y, finalmente, dos temas en modo alguno menores: el desarrollo de las tareas pastorales y la predicación. Poco después, todos esos dictámenes se daban a conocer de manera sistemática en el conjunto de la Europa latina, mediante la distribución del texto del concilio y la expectativa (parcialmente realizada) de que los obispos formaran al clero de sus parroquias en lo esencial de las disposiciones adoptadas. Pese a que en la mayoría de las plazas los decretos no dieran lugar a una «reforma» instantánea, como señalan los historiadores —cosa que no es de extrañar—, lo cierto es que andando el tiempo muchas de las decisiones conciliares acabaron teniendo un efecto claro. Por otra parte, tampoco se trataba de planteamientos totalmente novedosos, pese a que sí respondieran a la reciente ambición de promover la uniformidad. Sin embargo, lo más importante es que lograron renovar en todas partes las bases de la práctica religiosa vigente hasta entonces.2 Esta diferencia implica que se produjeron varios cambios. En primer lugar, muestra que los pontífices de 1215 eran mucho más poderosos que los del año 1100, y para ello basta fijarse en el hecho de que Inocencio no solo consiguiera hacer confluir a todo el mundo en Roma sino también llevar a la práctica los decretos de un concilio cuya convocatoria se debía casi enteramente a la influencia del papa. Sin embargo, también deja patente el elevado grado de desarrollo que habían experimentado las comunicaciones. Para convocar a esa gran masa de gente, Inocencio había contado con la ventaja de las redes de mensajeros que recorrían a caballo la totalidad de las rutas de Europa, y si hemos de pensar que no todas las carreteras eran buenas (como las de Alemania o Polonia, por ejemplo), tampoco debemos olvidar que muchos de ellos tuvieron que embarcar necesariamente para llegar hasta Irlanda, Escocia, Inglaterra o Escandinavia (dado que todas esas regiones enviaron prelados). La verdad es que la gente estaba ya predispuesta a responder a una iniciativa de ese tipo, y esto también muestra que la densidad de los contactos políticos había crecido de manera muy apreciable. Por consiguiente, tanto el poder como las comunicaciones o el uso de textos eran extremos sujetos a un proceso de cambio, y de hecho la transformación proseguiría su curso durante todo el siglo XIII. El tema de este capítulo se centra precisamente en el examen de algunas de las implicaciones que se derivan de este estado de cosas.

En los siglos XII y XIII, tras la retracción ocurrida en el XI —según vimos en el capítulo 6—, tanto las dimensiones como el poder de los sistemas políticos creció prácticamente en todos los puntos de la Europa latina. Es cierto que este proceso no se verificó ni en Polonia ni en Suecia, como también hemos tenido ocasión de comprobar en apartados anteriores. Y es bien sabido que después de la década de 1240 tampoco se produjo en Alemania, como expondré más adelante. Sin embargo, en casi todas las demás regiones sí tuvo lugar. Empezaremos recorriendo a vuela pluma las vías por las que se concretó ese cambio, repasando sucesivamente lo sucedido en Francia, Inglaterra, Castilla, Hungría, Italia, la Iglesia de Occidente y, finalmente, Alemania. Esto nos permitirá hacernos una idea de las distintas fórmulas con las que se llevó a cabo la transformación y comprobar al mismo tiempo que, pese a ser diferentes, esas pautas revelaron ser frecuentemente confluyentes. Sin embargo, los argumentos centrales del presente capítulo pondrán fundamentalmente el acento en las repercusiones que tuvo el mencionado proceso en las comunicaciones y el control políticos. Entre las evoluciones más relevantes que habrán de conocerse a lo largo de este período figuran el incremento del uso de los textos escritos, la difusión del concepto de responsabilidad política, la creciente complejidad de las leyes, y el lento fomento de las ideas relacionadas con la resolución de litigios, y de hecho todos estos cambios habrán de incidir en el funcionamiento de las prácticas públicas. Del mismo modo, estas transformaciones se hallan por un lado vinculadas con el coincidente desarrollo de un entorno mucho más complejo, basado ahora en la indagación intelectual, y con las nuevas formas de la práctica religiosa local por otro, prácticas que suponían un desafío para el creciente y centralizado control de la legitimación eclesiástica. La médula misma de los problemas que hubo de afrontar el poder en estos años guarda relación con las vías utilizadas para hacer operativa esa compleja combinación de circunstancias y alcanzar a embridarlas. Pasaremos a examinar uno a uno los distintos aspectos que acabamos de mencionar.

Una vez más, Francia nos ofrece un ejemplo de manual, en esta ocasión en materia de unificación política. En el capítulo 1 vimos que Luis VII (1137-1180), pese a tener la posibilidad de utilizar de cuando en cuando su facultad residual de juez y señor, un poder que le había permitido forzar incluso la retirada de Enrique II de Inglaterra en la Tolosa de 1159, no podía cambiar el doble hecho de que el territorio sujeto a su dominación directa apenas rebasaba los límites de la cuenca parisina y de que las tierras del rey inglés abarcaban casi la mitad de la superficie geográfica del reino de Francia. Sin embargo, su hijo Felipe II Augusto (1180-1223) desarrolló su poder más allá de esa base, logrando de ese modo considerables beneficios. Como también hemos visto, la cuenca parisina era muy rica, de modo que Felipe podía extraer de ella una notable cantidad de recursos, lo que significa que en términos tácticos se hallaba en una posición más sólida de lo que pudiera parecer a primera vista. Entre los años 1201 y 1202, Juan, hijo de Enrique II, dio varios pasos en falso en un asunto aparentemente menor: primero contrajo matrimonio con Isabel de Angulema, prometida de uno de los condes franceses que le rendían fidelidad —otro Hugo de Lusignan, por cierto—, y después se negó a acudir a París cuando Hugo recurrió a Felipe como señor a quien el propio Juan debía fidelidad para sus territorios galos. Sin embargo, la notable respuesta de Felipe consistió en confiscar las tierras de Juan e invadir las regiones de Francia que le estaban sometidas. Juan perdió la guerra que se libró entre 1202 y 1204, así como buena parte de sus posesiones francesas. Solo consiguió conservar las comarcas meridionales de la Aquitania situadas en torno a Burdeos (es decir, la Gascuña), que habrían de permanecer en manos inglesas 250 años más. Felipe Augusto duplicó prácticamente sus recursos, y multiplicó por cuatro el área geográfica sometida a su jurisdicción directa. Y partiendo de esa base, la extensión del poder regio de Felipe continuó creciendo. Pese a que en un primer momento se iniciara a instancias de unos ejércitos que no se hallaban a las órdenes del rey francés, la cruzada albigense de 1208 a 1229 (de la que hablaremos más adelante, en este mismo capítulo) fue quedando poco a poco bajo el mando de su hijo Luis VIII, con lo que el ámbito de poder efectivo de la monarquía francesa acabó llegando nada menos que a las costas del Mediterráneo.

Esta malla política mantuvo su cohesión durante mucho tiempo, incluso en las inciertas décadas de 1220 y 1230, presididas por la minoría de edad y los primeros pasos de Luis IX (1226-1270), nieto de Felipe, y en los años igualmente problemáticos en que este mismo Luis partió a la cruzada, desapareciendo temporalmente en Egipto y definitivamente Túnez (en donde los éxitos le fueron del todo esquivos). La causa de esta solidez hay que buscarla en gran medida en el hecho de que en la mayoría de las tierras en constante proceso de expansión que constituían sus dominios, los reyes franceses no devolvieran el poder local a los linajes hereditarios de los condes y los duques, sino que optaran en cambio por enviar a manera de delegados provisionales suyos a un conjunto de funcionarios de menor rango llamados senescales o baillis, a los que en la década de 1220 se pagaba un salario para que gobernaran los distintos territorios en nombre del monarca. Durante el reinado de Felipe IV (1285-1314), la autoridad del soberano reveló ser muy resistente en casi todo el reino, en el que ahora quedaban bastantes menos grandes señoríos que antes (fundamentalmente reducidos a los de Flandes, la Borgoña, la Bretaña y, por supuesto, la Gascuña inglesa), todos ellos ciertamente vastos, autónomos y en la mayoría de los casos ricos, pero contiguos a unos territorios regios sujetos a una gobernación cada vez más estricta. La red de funcionarios que empleó Felipe durante su reinado está bien documentada, y era tan densa como leal a su persona —de hecho, podemos seguir incluso la carrera pública de algunos de esos burócratas, como veremos—. Felipe demostró tener la influencia suficiente como para realizar con éxito un puñado de golpes maestros verdaderamente notables, entre los que destaca tanto la erradicación coordinada de la orden militar de los templarios y la incautación de sus tierras (conseguida mediante la celebración de una serie de juicios amañados entre los años 1307 y 1314) como el envío en 1303 de un pequeño contingente armado a Italia para arrestar al papa Bonifacio VIII en Anagni, al este de Roma, tras conocerse que el pontífice había denunciado el ascendente moral del rey y proclamado contar con más autoridad que él. Por estas fechas, transcurridos apenas cien años de la derrota de Juan, el rey de Francia era ya el hombre más poderoso de Europa.3

Si el caso de Francia resulta particularmente insólito se debe al hecho de haber pasado con tanta rapidez de la fragmentación a la autocracia. El resto de las organizaciones políticas tuvieron que remover bastantes menos obstáculos en la mayoría de los casos. De todas maneras también muestran una evolución paralela. Ya vimos en el capítulo 6 que en el siglo XI Inglaterra fue prácticamente la única región de la Europa occidental que consiguió evitar que el poder político quedara reducido al ámbito local. Y en los siglos inmediatamente posteriores, la cohesión del reino no tuvo nada que envidiar a la de sus vecinos continentales. Al no lograr Juan (1199-1216) —administrador capaz, pero pésimo político en casi todos los aspectos— reconquistar sus territorios franceses, lo que se produjo no fue un debilitamiento del poder central, sino el levantamiento de 1215, en el que se rebeló la mitad de la aristocracia inglesa, y la imposición de un amplio estatuto de libertades: la conocida Carta Magna. Este documento enumeraba las obligaciones que ligaban al monarca con su pueblo (básicamente con su aristocracia), en el marco de un gobierno más justo, que no obstante seguía presentando un notable grado de complejidad. En 1215 la Carta Magna no cuajó (ya que, entre otras cosas, fue condenada en el concilio de Letrán), pero las nuevas promulgaciones que vieron la luz durante la minoría de edad del hijo de Juan, Enrique III (1216-1272), sí lograrían arraigar. Por lo que hace a Inglaterra, la cuestión más relevante es la que guarda relación con el hecho de que los aristócratas más destacados, lejos de tratar de establecer un conjunto de poderes locales autónomos, llegaran a la conclusión de que tenían tanto derecho y responsabilidad en la gobernación del país como el propio monarca. Esta percepción, que les hacía concebir la idea de formar parte de una oligarquía colectiva, se remontaba al siglo X, es decir, a los tiempos de la unificación de Inglaterra, y había superado simultáneamente el completo cambio de personal ocurrido tras la conquista normanda y las épocas marcadas por el ilimitado y enérgico poder de los reyes del siglo XII, como Enrique I y Enrique II, que de hecho habían reforzado la tendencia contraria al triunfo de los regidores autónomos al asegurarse de que la autoridad local quedara en buena medida en manos de un puñado de funcionarios regios de carácter temporal, constituidos en este caso en representantes condales de la corona (sheriffs) y en jueces itinerantes (o «jueces de eyre»),* a imagen de lo que habría de suceder más tarde en Francia.

En el siglo XIII, el gobierno inglés continuaría aumentando su refinamiento, pero esa evolución se acompañaría también de un incremento similar de la capacidad negociadora de la aristocracia. Esto se debió fundamentalmente al hecho de que la reanudación de la actividad fiscal por parte de los reyes se considerara un derecho vinculado al consentimiento de las asambleas reales de barones y caballeros (a las que se sumarían, a finales de este siglo, los representantes de los burgos), reuniones que en torno a la década de 1230 empezarían a recibir el nombre de parlamentos. En tiempos de Enrique III, el proceso culminó en el parlamento de Oxford de 1258, en el que los barones más destacados, capitaneados por el conde de Leicester, Simón de Montfort, lideraron una iniciativa destinada a tratar de embridar la autoridad del propio rey, puenteando su capacidad para controlar el gobierno y estableciendo un conjunto de comisionados locales encargados de investigar los abusos que la administración pudiera cometer en cualquiera de sus niveles. Ellos fracasaron (dado que lo que se produjo fue una guerra civil de la que los barones saldrían derrotados en 1265), pero el impulso de un replanteamiento radical de las prácticas gubernamentales no se perdió. Eduardo I (1272-1307) incorporaría ese proyecto a su particular manera de hacer política, promulgando una larga serie de estatutos entre las décadas de 1270 y 1280 —todos los cuales se hallan a la base, junto con la Carta Magna, de la evolución posterior del derecho consuetudinario inglés, el common law—. Eduardo fue también un conquistador, ya que no solo incorporó de forma permanente la región de Gales a Inglaterra, que pasaría a quedar sometida a la dominación de la corona inglesa y a regirse por las estructuras de gobierno inglesas en la década de 1280, sino que absorbió temporariamente, a finales de los años noventa del siglo XIII, también las tierras de Escocia. (Irlanda se hallaba ya parcialmente sujeta al control inglés, aunque lo cierto es que en esa zona la sociedad era muy diferente; véase el capítulo 5.) Sin embargo, la actividad bélica resultaba muy costosa, de modo que la recaudación de impuestos era esencial. En 1297, con un frente de combate abierto también en Francia y los gravámenes en rápido crecimiento, los barones más sobresalientes del parlamento obligaron a Eduardo a aceptar un conjunto de medidas tendentes a limitar las exacciones fiscales arbitrarias. Si los colectivos aristocráticos habían podido permitirse el lujo de desafiar nada menos que a Eduardo I, estaba claro que no iban a tener dificultades para hacer lo propio con otros reyes más débiles, así que en lo sucesivo les veremos perfectamente dispuestos a hacerlo. En lo sucesivo, el diálogo entre los soberanos y las asambleas parlamentarias, sobre todo en materia impositiva, habrá de constituir una característica política específicamente inglesa, como veremos en los próximos capítulos.4

Castilla tuvo un punto de partida diferente. A principios del siglo XI, ninguno de los minúsculos reinos del norte de España contaba con una estructura excesivamente desarrollada, ni siquiera el mayor de todos, León, que no tardaría en convertirse en el reino de Castilla y León al apoderarse Fernando I (1035-1065), gobernante del recién creado reino de Castilla, de su gran vecino entre los años 1037 y 1038. Estamos no obstante en la misma generación que asiste al desmembramiento del al-Ándalus en sus reinos sucesores, las taifas. Al morir Fernando, tanto él como sus colegas cristianos llevaban algún tiempo cobrándoles importantes cantidades de dinero a los musulmanes a cambio de protección, una práctica que había hecho rico a Fernando. En 1085, como vimos en el capítulo 3, su hijo Alfonso VI (1065-1109) conquistó uno de los principales reinos de taifas, Toledo, vieja capital visigoda y núcleo urbano clave para el control del centro de la península. Tanto él como algunos de sus sucesores asumieron el título de emperadores. Y así dio comienzo, según las antiguas tesis historiográficas, la reconquista de la España musulmana. La realidad distaba mucho de ser esa, dado que después de 1086 los musulmanes se reagruparon bajo la bandera de una nueva dinastía marroquí: la de los almorávides. En el siglo siguiente habría de llevar la impronta de las poco concluyentes guerras entre cristianos y musulmanes, así como la huella de los combates, igualmente indecisos, que se dieron entre los distintos reinos cristianos y en su mismo seno. La cuestión es que en la España cristiana había muy poca gente que juzgara que su principal objetivo pasaba por conquistar las tierras de los musulmanes, pese a que una larga serie de papas, así como de voluntarios franceses, introdujeran la imaginería cruzada en algunos de los choques que se produjeron en la península entre moros y cristianos. Mayor importancia habría de revestir para los sucesores de Alfonso VI la evitación de la ruptura de la propia Castilla. Los intentos de unirse con Aragón fracasaron, y Portugal fue ganando autonomía entre los años 1109 y 1140 hasta convertirse en un reino independiente. De hecho, la conquista de Lisboa en 1147, lograda con la ayuda de unos cuantos caballeros de paso que procedían del norte y se dirigían a guerrear en la segunda cruzada, contribuiría a legitimar su identidad. León también habría de recuperar, siquiera temporalmente, su condición de reino independiente en 1157. Y si ahora añadimos la diminuta Navarra, completaremos la lista de los cinco reinos que constituían por estas fechas la España cristiana. Sin embargo, Castilla nunca llegó a desintegrarse en el mosaico de condados y señoríos de Francia. La permanente guerra que hubo de librar en sus fronteras, tanto cristianas como musulmanas, ayudó a conservar la solidez del reino, y además la aristocracia se mantuvo centrada en la corte castellana, dispuesta a recibir compensaciones en forma de tierras y derechos de gobernación local, muy a la manera carolingia (de hecho, en ocasiones estas recompensas habrán de recibir incluso el mismo nombre: honores). Sin embargo, en cuanto estos honores o tenencias empezaron a verse sometidos, como en otras regiones de Europa, a la doble presión de los señoríos privados organizados en torno a un castillo por un lado y de las poderosas poblaciones, los concejos, de las zonas fronterizas por otro, el reino de Castilla se saltó dos siglos de historia transpirenaica, ya que en lo sucesivo sus reyes quedaron en condiciones de desarrollar una gobernación y una justicia locales basadas, como en Francia e Inglaterra contemporáneas, en un cuerpo de funcionarios de carácter más temporal, funcionarios que en este caso reciben frecuentemente el nombre de merinos.5

Fue este sistema el que se hizo extensivo a la región meridional al dar el rey Alfonso VIII de Castilla un gran paso adelante en la lucha contra los musulmanes en la batalla de Las Navas de Tolosa, en 1212, y también al ocupar Fernando III (1217-1252) la práctica totalidad del al-Ándalus en la generación siguiente (solo los emires de Granada conservarían su independencia). Después de aquello, los reyes de Castilla fueron la fuerza dominante de la España del siglo XIII. La enorme capacidad de mecenazgo que salió de esas conquistas, respaldada por la imposición de unas cargas fiscales más cuantiosas a partir de los primeros años del siglo XIII, situaría a los reyes de Castilla, y durante más de un siglo, en el eje de los intereses de todos los poderes locales ambiciosos. Ni siquiera la defectuosa política de un intelectual de vocación legisladora como Alfonso X (1252-1284) lograría modificar ese estado de cosas. Lo que Alfonso intentó hacer, entre otras cosas, fue minar la fuerza de las leyes locales en las que se sustentaban las castellanías locales, y de hecho la exitosa resistencia que le opusieron los aristócratas de la época, tanto en la década de 1270 como en años posteriores, subraya el fracaso (temporal) de un reinado agresivo, no uno que hubo de emprender acciones defensivas.6

Hungría es otro de los reinos cuya historia converge con la de sus vecinos. Se estabilizó notablemente después el período de sus orígenes como potencia nómada que se dedicaba al pillaje en el siglo X. Esteban I (997-1038) abrazó el cristianismo, y también fue él quien comenzó a importar e imitar las infraestructuras del universo franco, no solo las de los obispados, también las de los condados, con el fin de convertir la hegemonía dinástica que ejercía sobre las clases dirigentes, anteriormente dedicadas al nomadismo, en algo más organizado. Más aún que sus homólogos de Inglaterra, el rey se las ingenió para erigirse en el terrateniente más abrumadoramente poderoso de toda la región, consiguiendo de ese modo que su mecenazgo resultara crucial para el conjunto de las potencias locales. Seguía existiendo no obstante el riesgo de que los condes se apropiaran de esas tierras (y de hecho así habrían de hacerlo), pero el soberano conservó su ventaja estratégica pese a las frecuentes guerras de sucesión. Los monarcas del siglo XII libraron varias guerras de agresión en tierras ajenas —básicamente en Croacia y Rusia—, y ese impulso, unido a la riqueza que se extraía de las minas de plata, permitiría que Bela III (1172-1196) reorganizara el gobierno, tomando como ejemplo las prácticas de los alemanes, y probablemente también las de los bizantinos. Un documento que ha llegado hasta nosotros por pura casualidad nos indica que Bela poseía una cantidad de riquezas notable, al menos para lo que es habitual ver en el siglo XII —es posible que dispusiera de mayores caudales que los reyes de Inglaterra o Francia, dados los ingresos que obtenía de las tierras, las minas y los peajes que cobraba por las actividades mercantiles—. Cierto es que Andrés II (1205-1235) optó por seguir una senda política diferente, al ceder importantes porciones de terreno a sus aristócratas predilectos. El fracaso de la quinta cruzada, en la que intervino, junto con las revueltas contrarias a su política de distribución de tierras, le obligó a aceptar los términos de la Bula de Oro de 1222, mediante la cual se protegían (como en Inglaterra, pero con mayor intensidad aún), los derechos de los distintos estratos aristocráticos. Su hijo Bela IV (1235-1270) trataría de revertir esas concesiones, pero la invasión mongola de los años 1241 a 1242, que a punto estuvo de devastar por completo el reino pese a que los atacantes terminaran retirándose, mostró al conjunto de los húngaros que la creación de una defensa en profundidad era crucial, y de hecho, el nuevo sistema de castillos que se instauró a raíz de aquello quedó básicamente sujeto al control de los aristócratas. De todas maneras, los reyes aún seguían conservando un considerable poder, y, como veremos en el capítulo 11, lograrían rehacerse después del año 1300. Pese a que el estado húngaro gozara en muchas ocasiones de grandes riquezas, su organización interna no era tan completa como la de Inglaterra; de hecho, hasta la de Castilla se revela superior a la suya—. No obstante, el denominador común que comparten los tres últimos reinos que hemos examinado es el carácter cada vez más explícito del equilibro entre el poder de los monarcas y la acción colectiva de los aristócratas.7

Italia también muestra una mayor definición del poder político. Esto se aprecia en toda su extensión en el sur de la región, ya que en esta zona Rogelio II de Sicilia (1105-1154) conseguiría unificar la totalidad de los principados normandos en una serie de guerras libradas entre 1127 y 1144, logrando incluso que el papa Anacleto II le reconociera como rey en 1130. A partir de esa fecha, el reino normando quedaría sujeto en su mayor parte a un estricto sistema de gobierno, con una próspera capital en Palermo y una compleja administración formada por personal griego, árabe y latino. Por lo demás, los justiciares designados por el rey garantizaban su vinculación con las provincias. Esta estructura no solo sobrevivió a la conquista del emperador alemán Enrique VI, ocurrida en 1194, sino también a la larga minoría de edad de su hijo Federico II (1197-1250). Ya adulto, Federico revelaría ser de hecho uno de los gobernantes del reino de Sicilia y la Italia meridional más proclives a centralizar la gestión política. Así lo señalan sus leyes, en las que se percibe la influencia romana; su sistema fiscal, relativamente oneroso; y la meticulosa labor de zapa que llevaría a efecto para debilitar los señoríos privados de sus aristócratas. Por lo demás, y a diferencia de lo que sabemos de algunos reyes de otras regiones —más ambiciosos que él—, conseguiría hacerlo sin encontrar prácticamente resistencia alguna. Este esquema general se mantuvo incluso en la época en que el reino volvió a ser conquistado, en esta ocasión por Carlos de Anjou, hermano de Luis IX, en 1266.8

La situación del norte y el centro de Italia era muy distinta, pero también en esta zona pueden detectarse algunos paralelismos. En esta región, las estructuras de gobierno de las más de cincuenta comunas que acabarían integrándola lograrían cohesionarse a partir de principios del siglo XII, gobernadas en casi todos los casos por cónsules, como vimos en el capítulo 6. Esto les dejó el tiempo justo de reaccionar a la maniobra que llevó al emperador alemán Federico I Barbarroja (1152-1190), el miembro de la dinastía Hohenstaufen a quien más habría de sonreírle el éxito, a intentar restablecer su poder en el norte, entre los años 1158 y 1177. Las razones que indujeron a Federico a reclamar el ejercicio de la autoridad imperial se basaban ahora en el derecho romano, y no eran en modo alguno inverosímiles, como bien sabían los dirigentes de las ciudades. Sin embargo, en la práctica, esos motivos imponían unas condiciones muy duras que las comunas no estaban dispuestas a tolerar, de modo que, una por una, las ciudades fueron rebelándose y agrupándose en su contra, lo que en 1176 determinaría la decisiva derrota de Federico en Legnano. En el transcurso de los siglos posteriores, las poblaciones italianas tendrían que hacer frente a varias acciones destinadas a reducirlas (destacando entre ellas las realizadas por Federico II después de 1235). No obstante, las urbes de Italia lograron rechazar todos los intentos de conquista, al menos hasta el 1500. La gobernación comunal constituía por tanto un proceso totalmente opuesto al de la constante expansión de los poderes de los reyes de Francia, Castilla o Sicilia. Es más, ni siquiera se trataba de gobiernos estables. La gestión de los colectivos consulares no fue capaz de superar la tendencia que empujaba a las importantes élites militares de los diferentes núcleos urbanos a dividirse en facciones y enredarse en luchas intestinas. En los siglos posteriores, las ciudades asistirán a la implantación de una larga e ininterrumpida serie de medidas institucionales nuevas concebidas para superar esa circunstancia: primero se creó, a partir aproximadamente de 1190, la figura del podestà, un individuo dotado de un salario anual y que no viniera de la ciudad que gobernaba, con lo que supuestamente se garantizaba su neutralidad frente a los diversos rivales de la misma; pues, después de 1250, se formalizaron los cargos de los capitani del popolo, que eran los representantes de las élites menos encumbradas de las urbes y que tenían reputación de ser menos proclives a formar facciones —siempre presuntamente, claro—; y finalmente, aunque con intensidad creciente al superarse el listón del año 1300 (todas estas fechas son muy variables), surgirán los signori, es decir, autócratas cuya posición no tardará en adquirir carácter hereditario. Si pensamos que constituían la principal alternativa a la gobernación monárquica, es posible que todas estas medidas no presenten un aspecto excesivamente impresionante, y de hecho en épocas posteriores habrá todavía quien siga añorando el poder de los reyes y los emperadores (ejemplo de ello es Dante Alighieri, como veremos en el capítulo 12). Sin embargo, a través de todas estas transformaciones, los gobiernos de las ciudades irían ganando cohesión poco a poco y dotándose de una serie de sistemas judiciales y fiscales cada vez más evolucionados (algunos llegarían a adquirir una complejidad superior a la de cualquiera de las demás fórmulas aplicadas en el resto de la Europa latina), así como de unas estructuras de control sobre sus respectivos territorios crecientemente claras. Por consiguiente, hasta las fragmentadas pautas del poder urbano del norte de Italia admiten ser equiparadas a la mayoría de los cambios introducidos en los reinos más exitosos del siglo XIII.9

Los papas también tenían su sede de poder en Italia, pero su capacidad de acción ya les permitía llegar al conjunto del clero de la Europa latina, explotando la autonomía de que disfrutaba la Iglesia respecto de las autoridades laicas, dado que a principios del siglo XII se irá reconociendo cada vez más esa independencia. En el capítulo 6 ya tuvimos ocasión de comprobar que los papas de los primeros años de ese siglo no disponían en modo alguno de una hegemonía incontestada sobre los asuntos de la Iglesia. Los diferentes reinos operaban con prácticas potencialmente distintas, y sus obispos no tenían por qué apreciar —ni por qué reconocer siquiera— la jefatura del pontífice. Había líderes carismáticos locales como Bernardo de Claraval que muy bien podían tener más fuerza que la distante Roma. Los procedimientos legales acabarían cambiando este estado de cosas. Los sistemas jurídicos altomedievales tenían su complejidad, pero era poco frecuente que la elevación de apelaciones, ya procedieran del laicado o del clero, rebasara el ámbito de los tribunales judiciales de los distintos reinos. No obstante, en el siglo XII empezó a resultar cada vez más normal que los clérigos de toda Europa dirigieran peticiones al papa como fórmula con la que resolver sus disputas, y también el mundo laico se acostumbraría a recurrir a los pontífices en toda una serie de cuestiones (como las desavenencias matrimoniales) que la Iglesia estaba empezando a incluir por esta época en el derecho canónico. Estas vías para la reclamación se desarrollaron rápidamente durante el pontificado de Inocencio II (1130-1143), y aún habrían de progresar más al avanzar el siglo. No se trató de un proceso que derivara en una centralización plena, dado que la mayoría de las cuestiones relacionadas con la gobernación de la Iglesia y la resolución de discrepancias continuaron en manos de los obispos, lo que significa que siguieron abordándose en el seno de las diócesis. Por consiguiente, estas, cuya organización habría de mostrar claras divergencias, no solo en pleno siglo XIII, sino también en épocas posteriores, constituían una estructura celular de la Iglesia muy similar a las pautas adoptadas por el poder laico. No obstante, el derecho canónico fue estandarizándose paulatinamente en toda Europa, de modo que la posibilidad de plantear recursos de apelación acabó vinculando cada vez más la política diocesana a la de Roma. Se estableció por tanto una dialéctica, ya que el número de casos no tardó en abrumar a la curia pontificia, lo que explica que, ya en tiempos de Inocencio II, resultara normal volver a delegar la administración de justicia en los obispos y los abates locales. No obstante, existía la posibilidad de recurrir sus decisiones, y así se hacía en la realidad, elevando una nueva solicitud de amparo a la curia, lo que iniciaba un bucle que en muchas ocasiones podía repetirse de forma casi indefinida. Este sistema legal permitía ingresar grandes sumas de dinero a la administración pontificia (costaba mucho sobornar a los miembros de la curia), lo cual abría a su vez la posibilidad de sufragar la labor de un importante cuerpo burocrático que de ese modo quedaba habilitado para realizar esfuerzos más concretos en relación con las cuestiones locales. Por consiguiente, la red capilar que facilitaba la intervención de los pontífices en los asuntos diocesanos se fue fortaleciendo progresivamente, al menos hasta finales del siglo XIV. No puede decirse que el papado de la segunda mitad del siglo XII disfrutara ya de una posición estratégica tan ventajosa, dado que los problemas surgidos con Federico Barbarroja y con la propia ciudad de Roma, que no solo se rebeló contra el papa en 1143 sino que estableció una comuna urbana independiente de su autoridad, indican que los pontífices se hallaban habitualmente en viaje. Sin embargo, en 1188, Clemente III hizo las paces con la capital y volvió a instalarse en ella. A partir de esa fecha asistimos a cincuenta años de ininterrumpida sucesión de papas surgidos de las propias élites romanas, papas que ahora podrán utilizar con mayor estabilidad y contundencia la red judicial internacional que habían construido sus predecesores, como muestra el impacto del cuarto concilio de Letrán.10

Inocencio III (1198-1216) fue el papa romano más carismático de la serie que acabamos de mencionar. Desde luego, su capacidad para llevar a cabo acciones políticas dirigidas a un blanco específico era equiparable a la de los reyes. Eso le permitió tomar medidas concretas contra Juan de Inglaterra por haber prestado apoyo a un arzobispo de Canterbury que no contaba con su visto bueno; contra Felipe II de Francia por sus problemas matrimoniales; y contra ambos de los dos monarcas rivales de Alemania. Tanto Inocencio como sus sucesores del siglo XIII, hasta Bonifacio VIII (1294-1303), fueron actores de peso en Europa, y todos ellos reivindicarían intermitentemente que su autoridad debía primar sobre la de cualquier poder laico. Las apelaciones a Roma, que seguían siendo la base de su poder, adquirieron un perfil todavía más regular y burocrático. Por otra parte, el derecho de los papas a elegir a los obispos del conjunto de Europa, y a someter por tanto a un mayor control a las diócesis (aunque todavía fuese incompleto), también empezaba a dar muestras de un notable desarrollo. Ya hemos visto que la intransigente reivindicación de algunos extremos excesivos había provocado la caída de Bonifacio, pero varios de sus predecesores habían esgrimido ya una retórica similar a la suya, como habrían de hacer también algunos de los llamados a sucederle. Es decir, la primera gran potencia internacional europea, dotada de una infraestructura que por esta época tenía la misma cohesión que la de cualquier reino —y lo que es también importante, una autoridad que en la mayoría de los casos no habría de verse mermada por el hecho de no contar con el respaldo de un ejército (dado que las comunicaciones, los precedentes jurídicos y la maquinaria burocrática podía mostrarse operativa sin necesidad de recurrir a las armas)— no tenía empacho en entrometerse en el creciente poder de los soberanos, compitiendo incluso en muchas ocasiones con ellos. Pero aún hemos de volver sobre el poder de las prácticas jurídicas y burocráticas.11

Hemos de preguntarnos por tanto lo siguiente: ¿por qué no se dio en Alemania este proceso tendente a crear un poder más claramente definido y centralizado? Porque es evidente que el renovado poder de Federico Barbarroja, que podía intervenir en toda Alemania —y por eso pudo derribar, por ejemplo, al más destacado aristócrata del reino, Enrique el León, duque de Baviera y Sajonia, en 1180—, no sobrevivió a la prematura muerte del hijo de Barbarroja, Enrique VI, en 1197. Federico II pasó su infancia en Sicilia, disputándose la sucesión el hermano de Enrique VI, Felipe de Suabia, y el hijo de Enrique el León, Otón IV. Al final, en 1211, Inocencio III enfrentó a Federico, que ya era rey de Sicilia, con Otón, el hombre que había sobrevivido a la pugna con Felipe, y de hecho Federico conseguiría afianzar su dominio en la década de 1210, aunque la cohesión del reino se había esfumado. Después de aquello, Federico no se dejaría ver sino en raras ocasiones en Alemania. Además, la concesión de una serie de privilegios formales a los príncipes alemanes —en 1213 (durante la dominación de Otón), 1220 y 1231— puso en sus manos el mismo tipo de poder que la Bula de Oro había otorgado a sus homólogos húngaros, con la diferencia de que en este caso el rey emperador se hallaba físicamente ausente casi todo el tiempo. En 1245, al reñir definitivamente Federico con el papa de esos años, Inocencio IV, estalló una guerra civil, y tras las muertes de Federico, ocurrida en 1250, y su hijo Conrado IV —en 1254—, se produjo un vacío de poder en Alemania, y no se volvió a contar con un gobernante ampliamente aceptado hasta el año 1273. Los reyesemperadores de finales de este siglo y de los posteriores, procedentes de otros linajes —como los Habsburgo de Austria, los Luxemburgo de Bohemia, o los Wittelsbach de Baviera—, no pretendieron gobernar directamente sobre el conjunto de los territorios alemanes, y lo mismo puede decirse de cualquiera de sus sucesores anteriores al año 1866.12

De todas formas, quien se pregunte por qué Alemania se reveló incapaz de desarrollarse como una verdadera organización política estará avanzando por una senda equivocada.13 No es una interrogante que nos planteemos al observar, por ejemplo, el norte de Italia, donde se había iniciado ya un proceso paralelo. La cuestión es que sí se constata de hecho un refinamiento del poder político en Alemania, pero en un plano que no es el que corresponde habitualmente a los reinos, ya que se verifica en los ducados, los condados, los pequeños señoríos, los obispados y las ciudades autónomas (dado que también en Alemania las había en gran número, al igual que en Italia) repartidas por el amplio territorio que va desde el mar Báltico a los Alpes, y de Amberes a Praga y Viena, una red que se consolidará sobre los cimientos de las estructuras de poder local, cada vez mejor cohesionadas, que vimos evolucionar en el capítulo 6. El proceso estaba ya en marcha en tiempos de Federico Barbarroja, que estableció fundamentalmente una gobernación directa en la sede de poder con que contaba en el alto Rin y legisló por medio de «paces territoriales» (de acuerdo con una imagen tomada de la noción de Paz de Dios) y de una tupida red de ministeriales dependientes, pero que se limitó en cambio a intervenir básicamente desde fuera en los principados alemanes; de hecho, algunos de ellos habían vivido «lejos del rey», por emplear la expresión de Peter Moraw, durante los dos siglos (o más incluso) anteriores al año 1273, dado que no había habido ningún rey-emperador capaz de ejercer en el conjunto de Alemania una dominación de ese calado.14 Al derrocar a Enrique el León, por ejemplo, Barbarroja reconoció sin embargo que las tierras de la familia de Enrique seguían perteneciendo a su linaje, circunstancia que bastó para convertirlas en el fundamento de un sólido principado en el norte, en torno a la región de Braunschweig y Luneburgo, un principado que, pese a tener que dividirse entre sus herederos en distintas épocas, seguía en manos de Jorge de Hanóver, uno de los descendientes de Enrique, al convertirse en Jorge I de Gran Bretaña en 1714. Más tarde, al fallecer Federico II, la sede renana de los reyes emperadores de la casa Hohenstaufen se fragmentó —y muchas veces en unidades notablemente pequeñas, de hecho—, pero otros muchos principados continuaron adelante. Los gobernantes investidos de poder local, ya fuera en territorios de larga tradición, como el ducado de Baviera o la marca de Meissen, o en comarcas nuevas basadas en propiedades familiares como las de las tierras de los Zähringer o el ducado de Braunschweig, o aun en antiguas propiedades regias o en el derecho de «abogacía» sobre tierras eclesiásticas, como ocurría con muchos pequeños señoríos de base ministerial, crearon instituciones de justicia y entidades de control de los templos y los monasterios de su circunscripción, dotándose asimismo de la capacidad de recaudar impuestos y firmar paces territoriales propias, tal como hacían los reyes. La cohesión de estas fuerzas locales era variable: unas contaban con una gobernación muy estricta, como ocurría en la marca de Meissen, mientras que otras disponían de un margen de maniobra más holgado (y también una política influida por las reyertas familiares), como era el caso del ducado de Austria, cuyo régimen adquiriría connotaciones emblemáticas a través de la obra de Otto Brunner, pero lo cierto es que en esta región de Europa las estructuras de poder cristalizan en todas partes.15 La particularidad de Alemania se debe menos a la debilidad del rey-emperador que al hecho de que en la red de organizaciones políticas locales que se hallaban bajo su jurisdicción se reconociera su autoridad, ya que siempre fue, en todas las épocas, un punto de referencia significativo al que todos respetaban como señor distante y al que en ocasiones se apelaba en busca de una justicia imparcial. De hecho, como veremos más adelante, la percepción que llevaba a los alemanes a considerarse parte de una misma comunidad cultural, y también política, aunque ya en un sentido más laxo, era mayor en cierto sentido en la Baja Edad Media que en el año 1200.

El conjunto de narrativas políticas que acabo de exponer de forma esquemática muestra algunos temas comunes. Uno de ellos es el de que vengan a sumarse al relato la guerra y la justicia —elementos centrales de la gobernación medieval hasta el momento—, algo que deviene posible debido muy particularmente al hecho de que ahora se preste una mayor atención a los derechos fiscales. Los reyes tenían tierras propias, y durante la mayor parte de la Edad Media esos monarcas fundarán en gran medida su poder en los recursos que estas les proporcionen, pero desde ahora la exacción fiscal irá adquiriendo gradualmente una mayor importancia. El sistema tributario se desarrolló inicialmente en Inglaterra, con el Danegeld de Etelredo II, en torno al año 1000, pero a finales del siglo XII empezará a ponerse en práctica en todo tipo de organizaciones políticas, desde Cataluña hasta las ciudades italianas enfrentadas a Federico Barbarroja, pasando por el núcleo territorial regio de Felipe II de Francia.16 Al irse encareciendo la actividad bélica en el transcurso del siglo XIII, dado que cada vez se basaba más en un estrato social integrado por soldados profesionales a los que era necesario abonar un salario, y no tanto en el reclutamiento forzoso de efectivos y en la prestación militar de los séquitos personales, como en épocas pasadas, la importancia de la recaudación de impuestos creció sin cesar, puesto que era preciso financiarla. Los reyes de Sicilia eran los que más dependían de la tributación. De hecho, Federico II y Carlos de Anjou fueron en su día (muy probablemente el primero y con toda certeza el segundo) los monarcas más ricos de Europa.17 En Inglaterra, pese a que la fiscalidad experimentara un retroceso en el siglo XII, volvería a activarse, si bien con diferente fundamento, en el XIII, y precisamente para contribuir a sostener las guerras. Por esta época, era preciso exigir impuestos para las cruzadas —como no tardaría en descubrir Luis IX—, y a partir de 1294, el cobro de tributos al clero francés, iniciado con el fin de pagar parcialmente con ellos el choque con Inglaterra, se convertiría en uno de los elementos subyacentes al conflicto entre Felipe IV y Bonifacio VIII.18 Esta presión fiscal no era en modo alguno tan intensa como la que había existido en época del imperio romano o la que todavía se practicaba en Bizancio y los estados islámicos. Su recaudación se efectuaba de forma muy poco sistemática, y así habría de seguir durante mucho tiempo, y esto incluso en Sicilia, isla que, pese a pertenecer a un reino fiscalmente precoz, había perdido ya la experiencia adquirida en este aspecto durante su reciente pasado islámico, cuestión sobre la que de hecho hemos de volver en el próximo capítulo. Además, habrá que esperar a la guerra de los Cien Años para que el cobro de impuestos se convierta en una de las partidas esenciales de los presupuestos inglés o francés, razón por la que estudiaremos este asunto con mayor detalle en el capítulo 11, en el que nos centraremos en los reinos del período posterior al año 1350. Sin embargo, para los gobernantes occidentales, incluso para los de fuera de Sicilia, el sistema fiscal empezó a constituir un factor capaz de añadir flexibilidad a sus recursos antes del 1300. Y lo que no es menos importante, tanto los impuestos como los ingresos derivados de la posesión de tierras comenzaron a permitir también, y cada vez más, la financiación de un gran número de funcionarios a sueldo, un personal que podía incrementar de manera muy significativa, como ya ocurriera en tiempos del imperio romano, la eficacia de los estados fuertes, sobre todo en los ámbitos de la justicia y la administración locales.

Y esto nos lleva de hecho al segundo tema común al que he aludido anteriormente: el de que casi todas las organizaciones políticas acabaran optando por dejar la gobernación en manos de funcionarios de carrera, incluso en el caso de la gestión local, en lugar de confiársela a un puñado de representantes regionales de elevada posición social, como los duques, los condes y los titulares de las castellanías hereditarias de épocas pasadas. Por el momento, no todos esos funcionarios recibían un salario (Francia, Inglaterra e Italia son en este caso las regiones pioneras). Sin embargo, eran destinados a distintos sitios a lo largo de su carrera, impidiéndose de ese modo que adquirieran derechos hereditarios. En cualquier caso, se trataba por regla general de gentes de estatus relativamente modesto, dado que eran probablemente pequeños aristócratas o quizá simples burgueses (de hecho, en Alemania incluso se dedicaban a ese cometido algunas personas técnicamente carentes de libertad), lo que todavía frenaba más su capacidad para establecer un poder autónomo, como acostumbraban a hacer los gobernantes de mayor rango. Este estrato funcionarial tendía a caer en prácticas corruptas, como también ha sucedido con la mayoría de los individuos que les han venido sucediendo desde entonces (dado que deseaban acumular para sí una fortuna privada acorde con el poder que ejercían de manera habitual en nombre de terceros), pero también solían mostrarse leales, dado que sus miembros contaban con muy pocas oportunidades de ejercer el poder al margen de su condición de representantes de la corona, y de hecho, cuanto mejor desempeñaran su trabajo, tanto mayor era el poder que alcanzaban a ejercer. Además, era crecientemente frecuente, y de forma tanto más acusada cuanto más vaya acercándose el siglo XII al límite con el XIII, que se tratara de personas de buena formación —unas veces en teología, en el caso de los clérigos; otras en la tradición notarial, como sucedía con el laicado; y habitualmente en derecho, dado que ambos grupos conocían bien las leyes—. Los asesores laicos no pertenecientes a las élites y los funcionarios no son un invento de esta época. Como hemos tenido ocasión de comprobar en el capítulo 4, Eginardo ya había ejercido esas funciones para Carlomagno. Eginardo era un hombre culto e inteligente de nada en el centro de Alemania que había ascendido socialmente gracias a esa educación y esa perspicacia, arreglándoselas además para lograr la nada habitual hazaña de sortear la pretenciosa hostilidad de los aristócratas de antiguo linaje. Por otra parte, a partir de los merovingios, los gobernantes adquirirán sistemáticamente la costumbre de recurrir a los servicios del clero, pertenecieran o no a la élite, para realizar labores administrativas. Lo habían hecho movidos en parte por saber que era muy probable que los clérigos supieran leer y escribir correctamente, pero en parte también debido a que existían menos posibilidades de que los hombres de Iglesia convirtieran su cargo en una tradición familiar local. Para los cortesanos de formación eclesiástica, una de las vías más comunes para el medro personal consistía en elevarse a la dignidad episcopal, cosa que habrían de garantizarles habitualmente muchos de los reyes de la época, desde Dagoberto I en el siglo VII, hasta Enrique I y II de Inglaterra en el XII, pasando por Otón I en el X. No obstante, lo que podemos observar con frecuencia creciente a partir de 1150 o 1200 es el surgimiento de toda una estructura profesional abierta al estrato funcionarial, apareciendo incluso, en algunos casos, una identidad grupal, y esto sí que representa una novedad. A continuación vamos a examinar un par de ejemplos de este tipo de carreras funcionariales, para pasar después a estudiar los cambios ocurridos en los procedimientos del gobierno mismo, una transformación que es a un tiempo causa y consecuencia del creciente profesionalismo de sus administradores.

Gualterio de Merton (c. 1205-1277) es un buen ejemplo de cómo se desarrollaban las carreras clericales en Inglaterra: nacido en el seno de una familia corriente de Hampshire, se formó en la práctica jurídica en el priorato de Merton en Surrey. Después de que el rey Enrique III se presentara en la zona en 1236, el año en que parece que Gualterio fue ordenado sacerdote, comenzó su andadura profesional en los despachos del canciller, que por entonces era uno de los dos ministros más importantes del reino. En 1240 trabajó como agrimensor del rey en el sureste de Inglaterra. Poco después, en esa misma década, halló ocupación en Durham, en el norte. En 1258 ocupó el puesto de delegado del canciller. Entre 1261 y 1263 fue nombrado canciller, cogiéndole de lleno la agitación previa al levantamiento de los barones. Y más tarde, entre 1272 y 1274, volvió a desempeñar la misma función para Eduardo I. Al igual que muchos de sus predecesores, acabó elevándose a la dignidad de obispo (en la feligresía de Rochester, de 1274 a 1277), pero por esa época rondaba ya los setenta años, así que el puesto tenía ya más de sinecura para su jubilación que de punto culminante de una vida laboral. Aunque no salió mal parado en el ejercicio de su profesión. A partir de los años cuarenta del siglo XIII, Gualterio acumulará tierras y más tierras gracias a sus meticulosas y bien documentadas negociaciones, de modo que en la década de 1260 era ya un hombre muy próspero. De hecho, en 1264 utilizará sus terrenos para fundar en Oxford el Merton college, convirtiéndolo en un espacio dedicado a la formación de la siguiente generación de clérigos, entre ellos sus numerosos sobrinos.19

En el caso de una carrera laica, una buena ilustración es la que nos proporciona Guillermo de Nogaret (c. 1260-1313). Nacido en el entorno rural que se abre al este de la Tolosa francesa, y procedente asimismo de una familia no perteneciente a las élites, estudió derecho romano. En 1287 era miembro de la facultad de leyes de la universidad de Montpellier, en el extremo meridional de Francia. Esto consiguió despertar el interés de la casa real, de modo que en 1293 trabajaba ya en el ámbito local para Felipe IV, siendo poco después nombrado juez de la corona en Beaucaire, en el límite de la Provenza. Hasta ese momento su carrera entraba dentro de los parámetros normales de la promoción de cualquier profesional destinado a una pequeña localidad. Sin embargo, su curso experimentó una brusca aceleración en 1295, al pasar a formar parte de la corte del rey en París. Entre esa fecha y la de su fallecimiento contó invariablemente con la atención del soberano: fue comisionado regio en la Champaña, miembro del parlement de París (integrado fundamentalmente por jueces) y del consejo del rey, y más tarde, entre 1307 y 1313, notario mayor del reino (garde des sceaux), puesto que equivale poco más o menos al cargo de canciller en Inglaterra. Guillermo era extraordinariamente leal al monarca e intervino en las acciones más cuestionables de su gobierno: no solo fue él quien arrestó a Bonifacio VIII en 1303 (en una operación de notable audacia que habría de granjearle la enemistad de los siguientes papas, hasta el punto de que no fue absuelto sino en 1311), sino también el encargado de organizar la expulsión de los judíos de Francia en 1306 y los amañados juicios en que comparecieron los templarios después del año 1307. Y a él tampoco le fue mal con ese proceder, medrando como ya vimos que había hecho Gualterio de Merton, es decir, no en exceso (era un hombre temido y odiado, pero nunca se le pudo acusar de utilizar su cargo para robar de forma sistemática), aunque sí lo suficiente como para disfrutar de un eminente poder local en la región que va de Montpellier a Beaucaire, bien utilizando las importantes sumas en metálico que recibía de Felipe, bien mediante los otorgamientos directos de la casa real. La destacada carrera de esta suerte de versión temprana de Thomas Cromwell no se debió únicamente al mecenazgo regio y a su propio talento político, también progresó gracias a su amplia formación en derecho romano, ya que ese fue el factor determinante que le concedió la competencia profesional necesaria para obrar como hemos visto.20

Si la gobernación monárquica (y en Italia, la gestión urbana) precisaba cada vez más de una buena formación técnica se debía simplemente al hecho de que su complejidad estaba aumentando de forma muy apreciable. Resulta más útil examinar ese incremento de las complejidades prácticas a través de discusiones sobre la redacción de documentos, la rendición de cuentas, el derecho y la resolución de litigios, y analizaremos estas cuestiones una a una. En Inglaterra, región pionera en este aspecto, al menos desde los tiempos del Domesday Book, el volumen de documentos escritos creció rápidamente entre finales del siglo XII y principios del XIII, y en esa importante cantidad destaca la serie de asientos relacionados con las finanzas gubernamentales y conservados hasta nuestros días en un conjunto de largos rollos de pergamino. Esta secuencia de registros se inicia en la década de 1130 y se prolonga hasta dejar constancia de las actas judiciales y administrativas de los dos primeros lustros de 1200. Podría tratarse más del síntoma de un comportamiento compulsivo que de una señal del incremento de la complejidad, ya que son pocos los datos que nos llevan a pensar que esos pergaminos fueran habitualmente objeto de algún tipo de consulta. No obstante, el conocido cálculo por el que Michael Clanchy determina que la cantidad de lacre empleada en la cancillería inglesa se multiplicó prácticamente por diez entre finales de la década de 1220 y finales de la de 1260, período en el que pasa de poco más de un kilo y medio semanal a cerca de quince, nos da una idea de lo que pudo haber significado ese incremento en términos de documentación, dado que los sellos se usaban para precintar las cartas que se enviaban desde esa oficina a sus diferentes destinatarios.21 La cancillería pontificia, cuyos registros han llegado hasta nosotros casi sin solución de continuidad, de Inocencio III en adelante, muestra una espiral de actividad similar. Y lo mismo puede decirse de los archivos de las ciudades italianas que han conseguido atravesar los siglos, ya que a partir del siglo XIII empezarán a conservarse en distintos puntos de la península las actas documentales, públicas y consecutivas, de algunas poblaciones; de los cartularios de los tribunales penales de Bolonia y Perusa, que arrancan en 1226 y 1258, respectivamente; o aun de los ficheros fiscales de Biccherna, cuyos magistrados financieros nos han dejado balances contables con los ingresos y los desembolsos de Siena, y cuya fecha inicial es también la del año 1226.22 El simple hecho de que todos estos registros empiecen a aparecer es ya un indicio de la magnitud de la transformación, y además, en esos mismos documentos, el número de apuntes también habrá de experimentar un crecimiento gradual.

Es importante subrayar que este incremento de la documentación escrita no nos permite afirmar todavía, al menos no en sí mismo, que se produjera igualmente un aumento de la alfabetización, con independencia de cómo se defina esa circunstancia (personalmente entiendo que se trata de la capacidad de leer, sumada a una familiarización con la palabra escrita); de hecho, la tendencia a una mayor formación en materia de lectoescritura se observa más bien en el período tardomedieval. En realidad, los aristócratas carolingios, como ya hemos visto, sabían leer y escribir en la mayoría de los casos, y es probable que fueran incluso más numerosos que sus homólogos del año 1200, ya que además de no depender exclusivamente del clero para las tareas asociadas con una correcta alfabetización utilizaban la escritura en una variada gama de actividades, tanto dentro como fuera del gobierno,23 aunque eso no impidió que generaran menos documentos que muchas de las administraciones de otros territorios de extensión considerablemente menor del 1200. En cambio, lo que sí había empezado a resultar más común y crecientemente normal en esta época era el uso de documentos, pero no solo en la comunicación política cotidiana, sino también en el plano de un conjunto de gestiones de carácter notablemente mundano, como ocurre con toda una serie de textos reales destinados a personas del ámbito rural que, dadas sus capacidades de lectoescritura, distaban mucho de hallarse en condiciones de recibirlos. En el siglo IX, Ludovico el Piadoso habría tenido que enviar a un mensajero para transmitir sus voluntades a una asamblea local (por mucho que ese heraldo llevara frecuentemente consigo un escrito, como ya hemos visto antes). En el XIII, Eduardo I se limitaba a mandar un breve mandato judicial lacrado a un grupo de destinatarios muy concretos y con instrucciones precisas, conservando copia del mismo en sus archivos. Por consiguiente, la densidad de las comunicaciones era muy superior. Los intercambios de información también se realizaban de esta manera, ya que los gobiernos recurrían cada vez más a los textos escritos para difundir noticias —y las respuestas que recibían se efectuaban igualmente por este medio, al menos en forma de peticiones—.

Esto no quiere decir que los reyes y sus asesores confiaran única o fundamentalmente en esta forma de comunicación. (Y llegados a este punto, conviene añadir que el incremento del uso de la documentación escrita no supone más que la generalización de un instrumento técnico, puesto que no implicó en modo alguno un cambio en la capacidad de expresión de las personas mismas, y menos aun un elemento que les indujera a pensar de manera diferente, como en ocasiones han sostenido algunos historiadores y teóricos sociales.) La comunicación oral revestía idéntica importancia, tal como ocurre en la actualidad. De hecho, uno tiene frecuentemente la sensación de que todos los viajeros que partían de la corte de los reyes, cuyos chismorreos políticos constituyen la médula misma de un gran número de crónicas monásticas, se enviaban con el objetivo de satisfacer precisamente una doble meta: la de operar como una variante oral de la gestión de las noticias y la de contribuir a la acumulación de averiguaciones, esto es, a modo de espionaje. No obstante, también estos extremos llevaban aparejada la presencia de una red, mucho más densa que la de siglos anteriores, formada por individuos dispuestos a desplazarse en misión oficial, una red normalizada asimismo como consecuencia de las transformaciones comerciales de la época, según vimos en el capítulo anterior, y auspiciada por el crecimiento de las redes monásticas, incluida la cisterciense, entre otras, y por el aumento, poco tiempo después, de la actividad de los frailes, como tendremos ocasión de señalar más adelante. Las cartas que envía el abate Lope de Ferrières, una localidad de la Francia Occidental, en las décadas de 850 y 860, dejan traslucir en ocasiones una ansiedad provocada por la incertidumbre de no saber siquiera con exactitud el paradero del rey. En la Inglaterra de principios del siglo XII, esta información se dará a conocer en cambio de manera sistemática, a menos, claro está, que el propio rey deseara mantenerla en secreto.24 Pero recapitulemos: los gobiernos contaban con más personas a su servicio; los funcionarios viajaban y debatían los asuntos de estado de un modo más metódico; enviaban documentos con mayor frecuencia; administraban más a menudo justicia en el ámbito local; y también recaudaban impuestos con creciente regularidad, dado que gracias a esos ingresos se sufragaban tanto los gastos derivados de ese aumento de personal como los generados por el incremento de la red capilar con la que se garantizaba la presencia del estado en los burgos y aldeas de todos los reinos, principados y territorios urbanos de Europa —debido a la necesidad de un asesoramiento preciso, pese a que en muchas ocasiones fueran los propios contribuyentes los que proporcionaran esa información—. Italia e Inglaterra fueron las primeras regiones que se adentraron por esta senda; tanto Francia como Flandes —su principado de mayor complejidad gubernativa— y Aragón les seguirían a corta distancia; Castilla, Hungría y uno o dos principados alemanes harían lo propio ligeramente más tarde; sin embargo, el desarrollo del resto de la Europa del norte y el este sería en este sentido mucho más lento. No obstante, el rumbo era el mismo en todas partes, ya que en el conjunto de las organizaciones políticas crecía sin cesar la densidad de las comunicaciones, tanto entre el gobierno y las comunidades como entre estas y el primero, así como el grado de control que ejercían las administraciones.

Es preciso insistir en una idea: los funcionarios se mostraban habitualmente leales, pero también era frecuente que se revelaran corruptos. ¿Cómo podían asegurarse las élites de que esa falta de honestidad se mantuviera en niveles razonables? Los carolingios se enfrentaron a este problema exigiendo complejos juramentos al monarca, enviando regularmente missi a averiguar si los condes y otros representantes locales habían hecho justicia o no, y organizando, ya en clave más solemne, actos de penitencia colectiva. A principios del siglo XI, la tradición carolingia consistente en la práctica de una política regia de elevado contenido moral había desaparecido de manera generalizada, y solo más adelante se recuperaría de veras ese enfoque, según hemos tenido oportunidad de ver, como parte de las disposiciones vinculadas, ahora ya con independencia de los poderes laicos, al movimiento «reformista» de la Iglesia de ese mismo siglo. Sin embargo, no era difícil reactivar la idea —admitiendo que se hubiera llegado a evaporar de verdad— de que el gobierno central debía enviar a todos los rincones del reino grupos de inspectores, comisionados e indagadores. Los jueces de eyre de la Inglaterra del siglo XII constituyen un ejemplo de ello, y encontramos otro en los legados papales o en los magistrados por delegación de los pontífices. Además, también se observa en Inglaterra y Francia una tendencia creciente a encargar a los funcionarios locales la realización de «pesquisas» de carácter específico y dirigidas a un blanco muy concreto: tal es el caso de la llamada «pesquisa de los representantes de la corona» (Inquest of Sheriffs) llevada a efecto en la Inglaterra del año 1170, de las exhaustivas comisiones puestas en marcha por los barones ingleses entre 1258 y 1259, o de las no menos alambicadas enquêtes que ordenó practicar Luis IX en Francia tanto en el bienio de 1247 a 1248 como en años posteriores, investigaciones que en todos los casos sacaron a la luz una serie de abusos locales, abordando su solución a una escala realmente considerable.25

Por si con esto no bastara, asistimos también al desarrollo de un conjunto de ideas sobre la responsabilidad pública, noción que poco a poco va adquiriendo además un carácter rutinario, tramitándose de hecho por medios burocráticos en muchas ocasiones. Nuevamente es Inglaterra la región que nos ofrece un primer ejemplo, instaurado a mediados del siglo XII: el de la entrega anual a Hacienda de los libros contables de un condado por parte del representante de la corona, el sheriff. Es más, el propio nombre del tesoro inglés (Exchequer) obedece al hecho de que el administrador real se sirviera de una cuadrícula a manera de ábaco para comprobar las cifras que se le habían transmitido bajo la atenta mirada del sheriff, embargado sin duda por una mezcla de asombro y temor, ya que la mejor fuente con que contamos en este aspecto, el Dialogue of the Exchequer de Ricardo Fitz Nigel, fechado en torno al año 1180, señala explícitamente que los aspectos teatrales de la operación venían a constituir lo que él llama un «tira y afloja» entre el sheriff y el tesorero. Y según nos cuenta Juan de Joinville, su biógrafo, Luis IX también dispuso que los baillis (senescales) y otros funcionarios permanecieran en sus respectivas jurisdicciones durante cuarenta días, una vez terminado el desempeño de sus cargos, con el fin de que pudieran estudiarse las posibles alegaciones presentadas contra ellos, una práctica que constituye en realidad una forma de rendición de cuentas diferente (dado que la Hacienda inglesa no fiscalizaba la mala conducta de los delegados locales sino únicamente la cuantía de las deudas y la eventual comisión de fraudes), pero que se hallaba respaldada por una organización casi tan densa como la inglesa. En la Italia de la década de 1210, algunas ciudades, como por ejemplo Siena —y más tarde otras, ya en el siglo XIII—, pondrían en marcha un proceso anual conocido con el nombre de sindicatio en el que el podestà saliente, junto con otros funcionarios de los diferentes núcleos urbanos, debía permanecer localizable durante un período de tiempo preestablecido hasta que pudieran llevarse a término las indagaciones relacionadas con el ejercicio de su cargo, averiguaciones que incluían el estudio de las quejas asociadas con su comportamiento más o menos justo, con su honestidad y con el control de su gestión económica.26

Era lógico que surgieran este tipo de procesos, sobre todo a partir del momento en que los funcionarios empezaron a manejar grandes sumas de dinero, como habrían de exigirles, y de manera cada vez más acusada, los regímenes basados en la recaudación de impuestos. A finales del siglo IX, por ejemplo, el califato abasí había desarrollado ya una versión coercitiva de esa forma de control —denominada en este caso musadara—, en la que se sometía a los visires que acababan su mandato a estrictos registros, y en muchas ocasiones incluso a torturas, con el fin de arrancarles una confesión y recuperar los dineros que hubieran podido obtener ilegalmente durante el ejercicio del cargo.27 Como ya ocurriera con las pesquisas, la exigencia de responsabilidades públicas era también una consecuencia natural de la antiquísima idea, muy anterior a los carolingios, de que la justicia de la gobernación debía valorarse en términos religiosos, ya que su sanción última no solo correspondía a Dios, sino también a los seres humanos juiciosos que desearan evitar los castigos colectivos (desastres naturales, derrotas bélicas...) que las divinidades quisieran imponer a los sistemas políticos injustos. A esta noción vino a añadirse el más reciente supuesto de que no podía confiarse ciegamente en los funcionarios, y de que, en los reinos, la justicia regia debía hacerse periódicamente visible sobre el terreno sin mediación alguna. En épocas pasadas, los condes y otros representantes de elevada posición social se habían podido zafarse mucho más en el desempeño de sus funciones, puesto que sospechar de ellos, salvo en circunstancias extremas, equivalía a cuestionar su honor. Los funcionarios de menor rango fueron en cambio objeto de un escrutinio mucho más atento desde el principio. Sin embargo, la circunstancia de que en la Europa del siglo XIII se desarrollara una creciente preocupación por la exacta evaluación de la actividad gubernamental se debió muy particularmente, al igual que en el califato, a la creciente complejidad de las instituciones.

Este tipo de inquietudes emanaba también del hecho de que en esos estados la gobernación descansara cada vez más explícitamente en una serie de sistemas legales y textos jurídicos notablemente complejos. La propia palabra inquisitio (de la que derivan la voz inglesa inquest, o la francesa enquête —así como el término general de «inquisición»—) procede del derecho romano clásico y se funda en el supuesto de que, en ciertos casos, los jueces pueden solicitar testigos por iniciativa propia y con independencia de los que tengan idea de presentar la acusación o el demandado. Los carolingios ya habían recurrido a las inquisitiones judiciales, poniendo de ese modo en marcha un proceso que habría de continuar empleándose en épocas posteriores para realizar investigaciones de carácter jurídico, y del que se echará mano con frecuencia creciente en el período que ahora nos ocupa. No obstante, una de las características más interesantes del siglo largo que se abre a partir del año 1150 es la del progresivo interés que suscita en sí mismo el derecho romano en toda Europa, incluso en aquellas zonas en las que no se lo emplea como tal instrumento jurisdiccional, zonas que abarcaban de hecho la mayor parte del continente, ya que el derecho romano clásico solo actuó como sustrato jurídico fundamental en el imperio bizantino y en un puñado de ciudades italianas. En 1150, la mayoría de las regiones contaban con un corpus de textos legales bastante importante, sobre todo la Italia exlombarda, la España exvisigoda, la Inglaterra exanglosajona (regiones en las que se utilizaban fundamentalmente recopilaciones efectuadas en la Alta Edad Media) e Irlanda, aunque en este mismo lapso de tiempo sea menos frecuente observar la presencia de compendios de esta clase tanto en los antiguos territorios del reino de los francos como en Francia y en Alemania. Los islandeses, noruegos y húngaros también se apresuraron a ponerse al día en esta materia.28 No obstante, el derecho romano dejaba en mantillas a cualquiera de esas compilaciones. En la forma en que acabará fijándose por escrito, el derecho romano que Justiniano codificó en la década de 530 (véase el capítulo 3) exhibía unas dimensiones monumentales y un magnífico grado de elaboración, características ambas que bastaban para hacer las delicias de cualquier jurista que decidiera consagrarse de por vida a penetrar en sus vericuetos, un tipo de jurisperito que por esta época empezaba a revelarse cada vez más activo e influyente en un creciente conjunto de regiones europeas.

Dada la existencia de esos otros sistemas legales de naturaleza más autóctona y relevancia por tanto superior, sometidos además a una periódica puesta al día en cuanto al derecho y las prácticas consuetudinarias locales, no siempre se comprenden con claridad las exactas razones que determinaron que las normas jurídicas de la Roma anterior al siglo VI se juzgaran tan útiles a finales del XII y principios del XIII. Sin embargo, los principios intelectuales del derecho romano eran más explícitos, y eso facilitaba el análisis técnico de los profesionales, por no mencionar el hecho de que su propia elaboración permitía que los abogados percibieran de primera mano lo minuciosos y sutiles que podían llegar a ser los argumentos jurídicos, elementos ambos que también proporcionaban un material formal con el que prepararse (como habría de suceder con frecuencia creciente en las universidades, sobre todo en las de Bolonia y Montpellier). En cualquier caso, lo cierto es que en todas partes se constata de la manera más evidente el impacto del derecho romano, incluso en Inglaterra, región en la que el carácter sistemático de ese ordenamiento jurídico influirá en la elaboración del gran tratado de derecho consuetudinario de la época, llamado el «Bracton», redactado (probablemente) en la década de 1230; se percibe igualmente en Castilla, donde Alfonso X encarga la confección de un completo códice legal en lengua española —las Siete Partidas—, basado en gran medida en el trabajo de Justiniano; y también en la Francia septentrional de los tiempos de Felipe IV, donde había una importante demanda de especialistas en derecho romano, sobre todo de los formados en el sur del país —Guillermo de Nogaret no era en modo alguno el único—. Cada vez era más frecuente remitirse a uno u otro fragmento del derecho romano para colmar las lagunas de las prácticas locales. Apartados enteros de ese cuerpo normativo pasaron a formar parte de la praxis local como signo de la más aquilatada actualización pericial; uno de los más destacados es el relativo a la tortura como instrumento de las investigaciones judiciales. La justificación de las reivindicaciones políticas pudo expresarse en términos novedosos apelando a los conceptos romanistas, como ocurriría por ejemplo con Federico Barbarroja en Italia. Las costumbres locales también empezaron a codificarse de forma igualmente innovadora siguiendo las directrices del derecho romano, y así lo haría con la ley de feudos Oberto dall’Orto (fallecido en 1175), un notable cónsul de Milán.29 Además, el derecho romano también influyó de manera muy intensa en el único corpus jurídico de complejidad equiparable, el derecho canónico eclesiástico, que no solo se enseñaba también en las universidades (y en ocasiones por los mismos profesores), sino que se hallaba sometido a una constante puesta al día, a diferencia de lo que ocurría mayoritariamente en los demás sistemas legales de la época, mediante la introducción de nuevas leyes escritas, derivadas de los concilios de la Iglesia y de las decisiones jurídicas de los papas, que muchas veces adoptaban un sesgo romanista.

Esta red de transformaciones iba a tener una consecuencia añadida. Dado el elevado número de personas que, interviniendo en la gobernación, contaban ahora con una educación formal (incluyendo la universitaria, en la que se empleaba habitualmente la disputatio como método docente), dada asimismo la separación entre las leyes locales y los complejos sistemas jurídico-morales que se desprendían tanto del derecho romano como del canónico, y dada finalmente la tendencia asociada al ejercicio de un cargo —tendencia consistente en la detallada exigencia de responsabilidades públicas y en la realización de indagaciones—, la idea de que quizá existiera la posibilidad de mejorar el funcionamiento de las prácticas gubernamentales también fue ganando terreno paulatinamente. Es claro que, una vez más, ya había habido versiones de este planteamiento desde tiempos muy antiguos. Los carolingios, por ejemplo, sistematizaron la gobernación de manera totalmente consciente, dado que ese era uno de los aspectos de la correctio (véase el capítulo 4), y simplificaron buena parte de sus procesos: de hecho, tanto los missi como la constante promulgación de capitulares son ejemplos de las novedades que surgieron al calor de ese propósito. Sin embargo, eso se produjo en el contexto de la altisonante necesidad de reorganizar el conjunto de la cristiandad latina para adecuarlo al proyecto de Dios, así que da la sensación de que buena parte de la racionalización carolingia fue poco menos que un subproducto accidental de esa vasta ambición. En épocas posteriores, y durante un largo período de tiempo, los gobernantes (incluyendo a los papas) y sus asesores se mostraron menos meticulosos en este sentido, tendiendo a considerar que toda «reforma» gubernamental pasaba, bien por retornar a un pasado presuntamente más perfecto, bien por intentar que sus reinos respectivos convergieran con los de sus vecinos más poderosos, como sucederá con las regiones recientemente cristianizadas del norte y el este. Incluso los artífices de las auténticas transformaciones, como las vinculadas con el hecho de que en Italia surjan comunas gobernadas desde instituciones consulares, habrán de proponer sus cambios de la manera más tradicionalista —admitiendo que sus modificaciones fueran efectivamente reconocidas como tales—. De hecho, no solo resultaría muy difícil, sino también comprometedor, alardear de novedad en este caso, dado que los cónsules tenían la impresión de no contar sino con una legitimación extremadamente frágil, habida cuenta de que su elección dependía del parecer de sus pares e inferiores y de que el ejercicio de su cargo no estaba ya asociado con la ocupación de una posición estable en el seno de un conjunto de jerarquías de añeja tradición. Solo la segunda generación de este tipo de magistrados, como se observará con el levantamiento que dio lugar a la creación de la comuna de Roma entre 1143 y 1144, podrá reivindicar en algún caso sus perfeccionamientos, como veremos en un momento.30 También los reformadores del siglo XIII invocarán los logros de épocas pretéritas: al solicitar cambios en su presente, los barones ingleses de 1215 se remitían simplemente a las monarquías, supuestamente más justas, del pasado, y lo mismo ocurrirá más tarde con los adversarios de Alfonso X y de los que se opongan a Felipe IV en sus últimos años de vida. Las variaciones, que se verifican en esta época tanto como en cualquier otra, son por lo general ad hoc, es decir, una forma de responder a problemas de carácter inmediato que no pretendía constituirse, en la mayoría de las ocasiones, en norma u orientación para acciones futuras, ni siquiera en el caso de que la transformación acabara actuando como modelo de base para los siguientes cambios, introducidos una generación después: la potenciación que experimenta en Inglaterra el papel del parlamento a lo largo del siglo XIII, tanto antes como después del semigolpe de mano de 1258, o la intensificación de la inquisición pontificia que se produce a partir de la década de 1230, son buenos ejemplos de ello.

Poco a poco, sin embargo, de mediados del siglo XII en adelante, empezaremos a encontrar gobernantes o (más comúnmente) ministros decididos a experimentar con las estructuras de gobierno, ya de una forma mucho más deliberada. En Inglaterra, por ejemplo, hay un buen número de casos en que los ministros se dedican a juguetear con diferentes clases de métodos de consignación escrita de los acontecimientos, desentendiéndose después de ellos si comprueban que no funcionan.31 En las ciudades italianas, la aparición de los podestà también podía obedecer a una decisión perfectamente consciente: como señalan los anales genoveses en la entrada consagrada al año 1190, «muchas han sido las discordias civiles y las conspiraciones y divisiones de odioso carácter que se han levantado en la ciudad debido a la envidia de muchos hombres en exceso deseosos de acceder al cargo de cónsul de la comuna. Y esta es la razón de que se haya convocado una reunión de los sabios varones y los consejeros de la ciudad, los cuales han decidido de mutuo acuerdo que el consulado de la ciudad cese el próximo año, y casi todo el mundo [nótese ese «casi»] ha coincidido en la necesidad de contar con un podestà». Está claro que la medida era considerada una solución de emergencia con la que salir al paso de una situación difícil, pero a pesar de todo constituía una novedad, aunque no tan instantánea como pudiera parecer, ya que en Génova las figuras del cónsul y el podestà se irán alternando sucesivamente hasta 1217. Igualmente innovadora es la orgullosa fundación del «sagrado senado romano», la comuna establecida en Roma entre 1143 y 1144, que se efectúa no obstante desde una postura menos defensiva y estará llamada a constituir una efeméride empleada en las cláusulas de datación de los documentos posteriores; o la adopción formal del derecho romano en Pisa el 31 de diciembre de 1160, tras dedicar cinco años sus constitutores a investigar la posibilidad de elaborar y redactar una serie de códigos jurídicos nuevos para la ciudad.32 Por el momento, estos ejemplos de innovación consciente son relativamente escasos, pero no es menos cierto que su mera existencia amplió el espectro de lo posible en el ámbito gubernativo. En el siglo XIV, período en el que empezamos a ver por primera vez a algunos teóricos de la forma de gobierno ideal caracterizados por el hecho de no deducir la totalidad de sus directrices del entorno teológico en el que la tradición había venido situando hasta entonces los debates relacionados con la gobernación moral, como el italiano Bártolo de Sassoferrato, constatamos dos cosas: en primer lugar, que sus planteamientos no aparecen totalmente aislados de todo contexto práctico, y que dicho contexto reserva ahora más espacio que antes tanto a la resolución consciente de los problemas políticos como a la consideración de las sugerencias innovadoras de los autores que se muestran críticos con el gobierno. Más adelante habremos de retomar este extremo.

La última cuestión que debemos exponer aquí, tomando como base algunos de los argumentos anteriormente expuestos en el presente libro, es que los procesos asociados con la centralización y el constante crecimiento de la densidad del poder político —situación que empieza a observarse fundamentalmente en el período que va de 1150 a 1300— se asientan sobre unos cimientos muy distintos a los que habríamos considerado obvios en el año 800, pongo por caso. Lo que era ya desaparecido en los siglos XII y XIII, salvo en Inglaterra, donde permanecieron importantes las asambleas judiciales de los condados y los cientos, es la clásica mezcla altomedieval (visible sobre todo en el período carolingio) formada por la unión de las antiguas concepciones romanas del poder y la autoridad públicas con la política asamblearia noreuropea, sumada al supuesto, inherente a este último sistema, de que la legitimidad (en la que se incluía, como factor esencial, la justicia) derivaba del énfasis en la presencia y la actividad colectivas. La construcción de estructuras estatales se basaba ahora en un conjunto de unidades diferentes, de carácter celular: en primer lugar, los nuevos señoríos locales del siglo XI, cuya acción ha adquirido ya categoría legal pese a comportarse, evidentemente, de forma muy extractiva —fueran grandes o pequeños—; en segundo lugar, las comunidades urbanas y rurales del XII, que empezaban a obtener una mayor autonomía, al menos siempre que encontraban condiciones propicias para hacerlo dentro de los señoríos (y contra ellos); y en tercer y último lugar, las diócesis en tanto que células elementales de la red pontificia internacional. Tanto en este capítulo como en los dos anteriores hemos tenido ocasión de observar el funcionamiento de todos estos componentes.33 Este cambio resulta evidente en Italia y Alemania, debido a que el poder de los reyes estaba menguando a gran velocidad y a que los principados y las colectividades urbanas ocupaban su lugar. Los monarcas franceses, por su parte, iban cohesionando su reino pieza a pieza, siendo estas, justamente, señoríos del tipo que acabamos de describir. Para reunirlos procedían, bien a conquistarlos directamente, bien a forzarlos a mostrarse leales a la corona,. Y a la inversa, en el interior de esos señoríos las relaciones de dominación (y de oposición a esa supremacía) se prolongarán en ocasiones por espacio de varios siglos, ya que los últimos derechos vinculados a un «feudo» no desaparecerán sino en 1790. Los condes de Cataluña —que fueron una de las familias principescas más exitosas del siglo XII, y que en 1137 incluirían también al reino de Aragón entre sus posesiones— hicieron lo mismo, pero en 1202 se enfrentaron a un grupo de señores que instituyeron a manera de derecho reconocido la posibilidad de maltratar a los propios campesinos que dependían de ellos sin dejarles el recurso de la intervención del rey, práctica que acabaría generalizándose bajo el nombre de ius maltractandi.34 (Los señores mantuvieron ese derecho incluso en Inglaterra, al menos en caso de que sus campesinos fueran siervos carentes de libertad.) En Castilla, los reyes disfrutaron casi siempre de una posición hegemónica, pero en torno al año 1200 también ellos se encontraron a la cabeza de un mosaico de jurisdicciones urbanas —los concejos— y señoríos. Estos últimos irían diversificándose de acuerdo con una tipología que aparece reflejada en los textos regios, pudiendo ser reales, monásticos, laicos o colectivos (en aquellos casos en que un gran número de señores acordaban compartir las exacciones locales). Los señores de esta región, pese a manifestarse perfectamente dispuestos a vincularse con la corte regia, al estilo de los carolingios, estructuraron de este modo un conjunto de sedes locales de poder, algo que muy pocos aristócratas carolíngios llegaron a tener.35

La relación entre el poder y la política asamblearia también experimenta cambios. Si las asambleas carolingias habían sido, al menos en teoría, el punto de reunión de la población masculina libre del reino —lo que legitimaba desde fuera la autoridad del monarca—, las asambleas regias que en 1200 irán viendo la luz en Francia, Castilla, Aragón e Inglaterra consistirán en una simple ampliación de la propia corte del rey. Dichas asambleas comenzarán a reclamar también la posibilidad de desempeñar un papel legitimador más amplio: la expresión «comunidad del reino» aparece en Inglaterra en 1258, en Francia en 1314, y en Escocia en 1320 (como reacción a la agresión inglesa), en la declaración de Arbroath. Sin embargo, y a pesar de que las ideas generales sobre las comunidades vinculadas a un reino vinieran ya de antiguo, lo cierto es que estas particulares versiones medievales eran meras reconstrucciones del poder colectivo, basado ahora en la contraposición de los derechos locales de los señores a la autoridad regia, cuya capacidad de autoafirmación se había visto recientemente reforzada. En el capítulo 12 veremos la evolución que habrá de seguir esta tendencia en siglos posteriores.36

De hecho, en el período que abarca el presente capítulo, lo que legitima al poder político es fundamentalmente la lealtad personal de esos señores. La consagración de esa lealtad se irá confiando cada vez más a la celebración de rituales, y sobre todo a la ceremonia del homenaje, consiguiéndose de ese modo que el acto por el que los señores prestan juramento de fidelidad al rey resulte más imponente y persuasivo, tanto a sus propios ojos como a los de los hombres que les sirven en sus respectivos señoríos, donde también se reproduce el voto de adhesión. En realidad, el desarrollo de las relaciones «feudovasalláticas» (véase el capítulo 1) se deberá en gran medida a la simple voluntad de asociar esos lazos de lealtad con un conjunto de gestos más formales y ritualizados, con la esperanza —o eso animaba al menos a soberanos y a señores— de que resultase más difícil quebrarlos. La corte de los reyes quedó transformada en un escenario inmensamente más complejo para la vida aristocrática en general, surgiendo nuevas formas protocolarias, de entre las que destacan las de la conducta «caballeresca», de acuerdo con un proceso que se inicia a mediados del siglo XII y que irá refinándose ininterrumpidamente a lo largo de los cuatro siglos inmediatamente posteriores (véase el capítulo 10). Este abigarramiento ceremonial determinará que la idea de pertenecer a la corte de un monarca —o mejor dicho, la posibilidad de aprender a integrarse en ella— resulte aun más atractiva a juicio de los aristócratas, circunstancia que en cualquier caso reforzará invariablemente la autoridad del rey, dado que a él le corresponde el rol de maestro de ceremonias, en una dramaturgia salpimentada por los alarmantes brotes de la cólera real, meticulosamente coreografiados (pese a obedecer con frecuencia a accesos de ira totalmente auténticos), y por los subsiguientes corolarios de reconciliación, en caso necesario. Tan elevada era la capacidad potencial del entorno inmediato del soberano para desorientar a los nobles y ponerlos en peligro que en la obra que dedica a relatar las peripecias de los cortesanos ingleses, Gualterio Map llega a equiparar incluso la corte de Enrique II con el mismísimo infierno, pese a que el libro entero resalte la intensidad de su poder de seducción. Una vez más, las raíces de esta pública danza ritual se hunden en el pasado, como muy bien ha mostrado Gerd Althoff, pero también en este caso asistimos a un sostenido aumento de la complejidad.37 Las nuevas vías que abría el derecho romano para reivindicar el ejercicio de la autoridad regia, vías que las necesidades fiscales hacían frecuentemente imprescindibles, unidas a las prácticas de control local recientemente instauradas, se superpusieron sin más al edificio institucional que acabamos de exponer. Lo mismo puede decirse de las formas religiosas de la legitimación monárquica, como ejemplifica el hecho de que todos los reinos tendieran a procurar que al menos uno de sus soberanos fuera elevado a los altares, santificándose también con ello la función misma: en los reinos que hemos ido repasando a lo largo de este capítulo, se canonizará por ejemplo a Esteban I de Hungría en 1083; a Enrique II de Alemania en 1147; a Eduardo de Inglaterra, llamado el Confesor, en 1163; a Luis IX de Francia en 1297; y, para colmo de inverosimilitudes, al propio Carlomagno en 1165.38 Este novedoso carácter compuesto de la legitimación iba a adquirir muy pronto una gran fuerza, sobre todo en aquellos lugares en que los propios reyes gozaban de una posición sólida, aunque, evidentemente, esto no evitara problemas, ni la posibilidad de un derrocamiento, a los soberanos ineptos o impopulares, como le sucedería a Eduardo II de Inglaterra en 1327, en cuyo pliego de acusaciones puede leerse que «abandonó el reino a su suerte, dejándolo sin gobierno», dado que ahora la función regia se había independizado de su persona.39 No obstante, el pilar central en el que se sustentaba este andamiaje legitimador era la estructura celular del poder local.

En este capítulo hemos estado examinando la gobernación y la cultura política. Sin embargo, ambos factores han de situarse ahora en el más amplio contexto del conjunto de las tendencias culturales. En tal sentido voy a ocuparme aquí de dos procesos: del surgimiento de las instituciones llamadas a dar paso a las universidades, y de la variada fortuna del compromiso laico con los ideales religiosos. Tanto el uno como el otro encajan en la imagen global de cuanto hemos venido exponiendo hasta el momento, gracias a la cual hemos visualizado la interrelación entre el diseño local de la práctica política y las transformaciones tendentes a su centralización, aunque en este caso, la adecuación transite por vías diferentes.

Hacía ya mucho tiempo que las catedrales y los monasterios de la Europa latina venían proporcionando educación no solo al clero sino también al laicado local, habitualmente integrado por aristócratas, aunque no siempre, procurándoles una alfabetización básica y enseñándoles más tarde, ya en un segundo grado, gramática y retórica. En Italia, los notarios organizaban unos cursos de formación propios, y en esa misma región también empezaron a verse escuelas de derecho, de carácter informal al menos, en torno al siglo XI, sobre todo en Pavía. En ese mismo período, algunos colegios catedralicios, como el del obispo Fulberto de Chartres (fallecido en 1028), tenían tantos estudiantes que llegaron a disponer de la masa crítica suficiente para realizar grandes debates intelectuales, con lo que se multiplicaron muy interesantemente los argumentos, tal como había ocurrido, de forma muy similar, en la escuela palatina de Aquisgrán a principios del siglo IX. Fue no obstante el siglo XII el que asistió al desarrollo de un nuevo fenómeno marcado por la reciente capacidad de unos pueblos urbanos para atraer a una importante cantidad de estudiantes que, llegados en ocasiones de un gran número de países, buscaban aprender de una serie de profesores célebres por basar su éxito en el talento para la docencia y el debate, si bien con independencia de toda ratificación externa. Esos alumnos acudían asimismo con la esperanza de obtener algún cargo en la gobernación laica o la Iglesia, aunque no todos lo lograban —el mito del estudiante o el erudito pobre se inicia en este punto, en las letras y la poesía latinas del siglo XII—.40

Los principales centros educativos son en este caso los de París (para el estudio de la teología, a partir de la década de 1090) y Bolonia (para el conocimiento del derecho, de los años veinte del siglo XII en adelante), aunque Montpellier, Oxford, Padua, Salamanca y algún otro terminarán sumándose a ellos en un plano secundario. Su evolución es inseparable del desarrollo de las finanzas urbanas y de la economía de base monetaria que permitía que los profesores se ganaran la vida y que los estudiantes atendieran a sus propios gastos de manutención, como señalamos en el último capítulo; no obstante, es preciso tener en cuenta que el proceso se aceleró notablemente a principios del siglo XII. En la década de 1150, el más destacado texto de derecho canónico de la época —la Armonía de los cánones discordantes de Graciano— comenzó a estructurar de forma creciente las disputas legales de las iglesias de Italia, hasta el punto de que, poco después, la totalidad de la red de apelaciones dirigidas a los pontífices se regía ya en función de sus directrices, mientras que, por otro lado, los especialistas en derecho romano de Bolonia pasaban a asesorar a Federico Barbarroja. El Studium generale* de Bolonia, y los demás studia rivales que le siguieron después del año 1150 aproximadamente (y cuya vida fue por lo general efímera), estarían llamados a convertirse en lo sucesivo en el principal ámbito formativo de los líderes urbanos de Italia. París, cuyo volumen de estudiantes alcanzó la masa crítica que permite generar nuevas ideas en torno al año 1100 como muy tarde, se convirtió muy pronto en punto de confluencia de algunos de los intelectuales más carismáticos de este período. El más famoso de todos ellos fue Pedro Abelardo (fallecido en 1142), cuyas novedosas posiciones en lógica y teología, unidas a su enérgico y arrogante talento discursivo, así como al cariz románticamente trágico de su biografía (ya que no solo mantuvo una intensa relación sentimental con una de sus alumnas, Eloísa —que también fue una figura intelectual muy seria—, sino que acabó siendo castrado por el tutor de la joven), fascinaron a sus contemporáneos, y deslumbran todavía hoy a muchos historiadores. Abelardo fue también la bestia negra de Bernardo de Claraval, la más sobresaliente personalidad religiosa del norte de Europa, lo que le valdría directamente una (segunda) condena por herejía. Sin embargo, tanto los estudiosos en los que acabó influyendo como su extensa obra adquirieron una notable importancia, no solo en la Iglesia, sino también en las instancias gubernamentales laicas. Lo que enfurecía a Bernardo de Claraval era el estilo de la indagación teológica de Abelardo, fundada en la lógica, dado que Bernardo era un teólogo de carácter más contemplativo y proclive a la observación introspectiva. Sin embargo, lo que consiguió conquistar el futuro en París fue justamente el enfoque abelardiano, si bien algo suavizado, y, de hecho, el manual teológico fundamental de la Edad Media, las Sentencias de Pedro Lombardo, escritas en la década de 1150, le deben mucho.41

Es muy posible que las escuelas del París de principios del siglo XII fueran muy entretenidas, pero desde luego las salidas profesionales que ofrecían no eran excesivamente estables, ya que, una vez alcanzada la madurez, las principales eminencias que se formaban en ellas acababan en un obispado o en un monasterio. Los profesores que querían permanecer en París tenían que agruparse, formando en la práctica una suerte de gremio del oficio docente (la palabra «universitas», que ya se empleaba en la capital francesa en el año 1208, significaba «gremio», o mejor aun, «comuna») con el fin de organizar un currículo unitario y articulado antes en función de un conjunto de valores compartidos más que competitivos entre materias y personas, y desde luego no dejarían de hacerlo. A principios del siglo XIII no solo contaban ya con estatutos para regular esos organismos, sino que habían obtenido los privilegios (del rey francés en 1200, y del papa entre 1208 y 1209) necesarios para protegerlos de la presión de las autoridades parisinas, tanto laicas como eclesiásticas—. En 1229 se enemistaron con la regente de Francia —es decir, con Blanca de Castilla, madre de Luis IX— y abandonaron París en masa, hasta que el papa Gregorio IX tomó rápidamente la iniciativa para ejercer de árbitro en la disputa, consiguiendo que las escuelas reabrieran sus puertas en 1231 y promulgando una bula para respaldar la reanudación de las clases.42 Dicha bula dista mucho de ser una mera decisión o privilegio pontificio estándar, es una declaración de intenciones en toda regla en la que se defiende que lo que por esta época podemos empezar a denominar ya «universidad» es un espacio de conocimiento clave, en el que se incluye un elemento llamado a revelarse crucial para el activismo eclesiástico del siglo XIII: el aprendizaje de los métodos de predicación más eficaces. No deja de ser interesante que Gregorio se implicara en esta pugna, dado que podría no resultar obvio que el éxito y la buena marcha de la universidad de París fuera una preocupación propia del papa, hasta el extremo de reorganizar sus estatutos y de intervenir en la elaboración de su currículo, y en muchas ocasiones con cierto detalle. Sin embargo, los vínculos entre la coherencia intelectual de la Iglesia, recientemente unificada, y las lecciones que se impartían en París eran cada vez más sólidos. El propio Inocencio III se había formado en esa ciudad, y conforme vaya avanzando el siglo XIII, veremos salir de las aulas parisinas (o de otras universidades centradas en el estudio de la teología, como Oxford o Salamanca) a un elevado porcentaje de obispos y demás miembros de la cúpula jerárquica de la Iglesia. Un importante número de intelectuales religiosos de primera línea de la Europa del siglo XIII habrán de ocupar también una plaza en los cuadros docentes de la universidad parisina, como Tomás de Aquino (fallecido en 1274), un aristócrata de la Italia meridional, la figura más eminente de ese largo elenco, cuyas obras, pasmosamente inteligentes y sistemáticas, continúan siendo un punto de referencia para la teología occidental de nuestros días.

Uno de los aspectos notables que presentan estas transformaciones radica evidentemente en el hecho de que sean un ejemplo más de la creciente institucionalización que habrá de experimentar el poder en el período comprendido entre los años 1150 y 1300. Esto se debió en parte a la conversión de las figuras carismáticas de principios del siglo XII en actores más rutinarios, dado que no resultaba ya realista continuar confiando en el papel excepcional de un conjunto de personajes ilustres. De hecho, después del año 1150, las fuentes de que disponemos dejan de atribuir a los profesores el realce de épocas pasadas, situación que se mantendrá hasta la aparición de los grandes eruditos de mediados del siglo XIII y tiempos posteriores. No obstante, también constituye en parte, como ya vimos que sucedía con la gobernación, un signo de que se sentía una mayor necesidad de control. En realidad, nunca se pudieron controlar de manera total los procesos que se desarrollaban en las universidades, dado que cada profesor tenía una visión personal en cualquiera de los asuntos que tuviera ocasión de abordar. Esto quedó aun más patente en el siglo XIII, a partir del momento en que empieza a dejarse constancia escrita de las cuestiones tratadas en los debates públicos, en los que se planteaban a los profesores toda clase de preguntas sobre un gran número de temas y se registraban a continuación sus respuestas. Este tipo de fórmulas para la disertación recibían el nombre de «cuodlibetos», y muchas veces los textos en los que se recogían gozaban de una amplia distribución. No obstante, este procedimiento entrañaba riesgos específicos, sobre todo el de diseminar la herejía, y por este motivo tanto los papas como otros poderes sociales, externos o internos a las universidades, comenzaron a tratar de controlar de forma exhaustiva no solo el contenido de las materias impartidas (como sucederá, por ejemplo, con el debate sobre cuánto se podría enseñar de las obras de Aristóteles y Averroes, dado que esos autores no eran cristianos) sino a los individuos considerados aptos para tal fin (según se aprecia en el interminable debate que habrá de producirse a partir de la década de 1250 sobre el papel de los frailes en la universidad de París). De hecho, los papas y los gobernantes laicos han venido vigilando desde entonces la actividad de las universidades, dado que en su calidad de potenciales centros neurálgicos de la educación de las élites y de la crítica intelectual, han sido siempre instituciones demasiado importantes para permitir que funcionen de forma totalmente autónoma. Sin embargo, la circunstancia de que se pusieran en marcha un gran número de sistemas de institucionalización y control externo de las universidades no altera el hecho de que fueran en esencia estructuras intelectuales de carácter celular cuya legitimidad emanaba del éxito de los diferentes profesores que las integraban.

Más local era todavía el carácter de la cultura religiosa, que además presentaba un conjunto de retos muy distintos a las autoridades centrales. Como vimos en el capítulo 6, en el siglo XI algunos grupos laicos empezaron a formular distintas versiones de los valores y las prácticas cristianas, provistas cada una de ellas de sus correspondientes variaciones locales, generando de ese modo una serie de respuestas que, si en unos casos se revelaron compatibles con las de los reformistas del clero, habrían de ser catalogadas en otros como ejemplos de herejía. Después del año 1150, aproximadamente, este tipo de situaciones empezó a resultar cada vez más común. La creciente disponibilidad de textos bíblicos, unida al hecho de que hombres y mujeres del laicado pudieran leerlos de forma independiente —bien por estar alfabetizados, bien por hallarse en condiciones de acceder a lo que Brian Stock ha denominado «comunidades textuales» (formadas por lectores y oyentes)—, permitió que la implicación religiosa adquiriera una gran variedad de formas, debido no por último al hecho de que Europa se hallara políticamente muy fragmentada.43 Como ya ocurriera en siglos anteriores, en algunas ocasiones, esto daría lugar a la fundación de nuevas órdenes de monjes o canónigos —es el caso, por ejemplo, de los premonstratenses o de los gilbertinos y demás—. En los estados cruzados, y más tarde también en Occidente, se crearían asimismo las órdenes militares de los templarios y los hospitalarios, unas órdenes que encajaban al menos (ya se vieran coronadas por el éxito o no) con los modelos habituales del compromiso religioso jerarquizado. No obstante, había ocasiones en las que los activistas permanecían en sus comunidades de origen, dedicados a predicar su propia versión del purismo cristiano. En 1179, uno de ellos, llamado Valdes, un laico de Lyon, tratará de conseguir en el tercer concilio de Letrán que el papa Alejandro III conceda el derecho de prédica a sus seguidores. No obstante, esos derechos solo se otorgaban en caso de que la Iglesia local lo permitiera, y en esta ocasión, el nuevo arzobispo de Lyon se negó a dar su beneplácito y los expulsó de la diócesis. Sin embargo, los «valdenses» no abandonaron la actividad predicadora, de modo que se los acabó asociando cada vez más con otros grupos de herejes, sufriendo así algunas persecuciones esporádicas, lo que sin embargo no les impidió sobrevivir en los valles de los Alpes hasta el siglo XVI, período en el que quedaron subsumidos en el protestantismo.44 Otro grupo, constituido en esta ocasión por las ascetas femeninas de los Países Bajos conocidas como las beguinas (una de cuyas fundadoras fue María de Oignies, fallecida en 1213) y dedicadas en gran medida a realizar labores textiles para ganarse la vida, permanecería también un tanto al margen de las estructuras eclesiásticas locales, despertando intermitentemente sospechas sobre su ortodoxia, aunque terminaron integrándose, como mínimo, en la vida religiosa de las poblaciones flamencas.45 Mejor suerte corrió en cambio Francisco de Asís (fallecido en 1226), que abrazó una vida de pobreza absoluta en 1205, enfrentándose a su padre (que era comerciante), y pasó a ser uno de los líderes más carismáticos de las congregaciones de frailes de la época (recuérdese que la palabra «fraile» significa literalmente «hermano»). La orden franciscana encontró un equivalente femenino en las clarisas descalzas, fundada por Clara de Asís (fallecida en 1253), seguidora de Francisco. Los franciscanos, que tenían prohibido manejar dinero, financiaban su predicación con limosnas. Francisco, que siempre aceptó plenamente la autoridad de la Iglesia, impresionó a Inocencio III, de modo que en 1209 permitió que sus frailes se dedicaran a predicar. Las prácticas ascéticas que siguió Francisco en su vida personal eran tan extremas que, tras su fallecimiento (y de hecho antes incluso de su muerte), se produjo una constante tensión entre los seguidores que se mostraban partidarios de conservar íntegramente sus métodos y los que consideraban necesario adaptarlos a las vigentes necesidades de la vida real. A finales del siglo XIII se puso en cuestión el carácter de los miembros del primer grupo, el de los «franciscanos espirituales», a los que algunos juzgaban potencialmente heréticos. Y a la inversa, el principal cuerpo de frailes franciscanos terminaría prosperando gracias a sus buenas acciones, hasta el punto de que las gigantescas y carísimas iglesias de salón que pueden encontrarse a las afueras de muchas ciudades (de entre las que destaca la propia Asís) siguen siendo hoy uno de los ejemplos más notables de la arquitectura medieval. La forma en que los franciscanos quedaron suspendidos, a medio camino entre el poder y la marginalidad, resulta muy interesante.46

Más problemático resulta determinar tanto el lugar del que procedían los cátaros como sus creencias. Ya entonces se trataba de dos cuestiones oscuras, y todavía hoy persiste un considerable debate sobre el asunto. ¿Podemos asumir que creían que el mundo era obra de un Dios maligno, que debía evitarse por tanto toda procreación, y que mantenían vínculos institucionales con la Iglesia dualista de los bogomilos de Bulgaria? ¿O es esta imagen un invento de los propios inquisidores eclesiásticos, que no solo estaban excesivamente influidos por la noticia de antiguas herejías sino que tendían a «convencer» a los desdichados hombres y mujeres que, tras verse arrastrados hasta sus redes, acababan confesando profesar una serie de creencias heréticas que en realidad no existían sino en la mente de los inquisidores mismos, de modo muy parecido a lo que solía ocurrir con las personas que reconocían practicar la brujería en el período 1500-1700? Se ha señalado que las más complejas exposiciones de este tipo de asentimientos son precisamente las que se encuentran en las actas de la Inquisición; se da además la circunstancia de que esos registros no adquieren densidad hasta la década de 1240, época en la que el movimiento cátaro comienza a esconderse cada vez más en todas partes, tratando de huir de las persecuciones a que se ve sometido. Este debate ha dado lugar a una notable agudización del refinamiento de los análisis textuales de los historiadores dedicados al estudio de las convicciones cátaras y la herejía en general. Al fin y al cabo, lo que parece más probable es que la teología dualista formara efectivamente parte de la fe de los creyentes más comprometidos con la causa cátara y que estos contaran también en muchas ocasiones con algún tipo de estructura organizativa. Al mismo tiempo, debemos asumir igualmente que solo un puñado de cátaros —precisamente los más activos— conocía o se interesaba claramente en esa parte del credo de su grupo.47 Con todo, el extremo que no está en discusión y que es de la mayor importancia para nuestro estudio es el que nos permite afirmar que entre mediados y finales del siglo XII, tanto en las ciudades de la Italia comunal como en las poblaciones y la campiña del Languedoc y la Tolosa francesa, había un gran número de laicos célibes llamados «hombres y mujeres buenos» (solo en Italia habrá de asignárseles de manera regular el término de «cátaros», y únicamente lo harán además sus adversarios, aunque yo emplee aquí esa noción por simple economía del lenguaje) dedicados a predicar las bondades de la vida religiosa independientemente de las directrices de la Iglesia oficial, con la añadidura de que en algunos casos se ganarán la vida como artesanos y de que en otros muchos se regirán por los principios del veganismo. A diferencia de las beguinas y de los franciscanos, los miembros de estos grupos negaban la validez de las jerarquías eclesiásticas, y en ocasiones rechazaban también algunos de los más destacados rituales de la Iglesia, como por ejemplo el del bautismo. El principal rito que practicaban era el del consolamentum, es decir, el del ingreso formal en sus propias filas —en un acto protocolario que el laicado corriente tendía a realizar en el lecho de muerte—. Como también sucedía con los valdenses y otros movimientos piadosos, la religiosidad laica y la celebración autónoma de ritos locales contaban con claros antecedentes en el siglo anterior, e incluso en épocas más antiguas, aunque en este caso adquieren una orientación bastante más original. En cualquier caso, sean cuales sean los pormenores de las creencias de los hombres y las mujeres buenos, su rechazo de la cúpula jerárquica de la Iglesia era claramente herético —al menos según los criterios de la ortodoxia de la época—, pese a que a los ojos de los cristianos laicos ordinarios de Italia y el sur de Francia su virtud personal parezca constituir la característica más sobresaliente (en Italia hay casos de santos reconocidos como tales que terminarán siendo condenados más tarde por herejes, y en ocasiones sin que esa circunstancia incida de manera notable en el culto local de su memoria).48 No da la impresión de que se diferenciaran grandemente de otros grupos de devotos, y menos aún de los frailes (salvo en el caso de que los inquisidores también lo fueran).

La existencia de los cátaros ya había despertado murmullos de descontento en los concilios eclesiásticos de mediados del siglo XII, y también algún que otro intento esporádico de oponerse a ellos en el ámbito local. Andando el tiempo, el conde Raimundo VI de Tolosa (1194-1222) recibiría presiones exteriores tendentes a obligarle a atajar el movimiento en sus territorios (curiosamente, las ciudades italianas jamás fueron objeto de apremios similares, al menos no de manera sistemática), pero el aristócrata se resistió. Sin embargo, en 1208, al ser asesinado el legado de Inocencio III en el condado de Tolosa, el papa lanzó un llamamiento a la cruzada con el fin de luchar contra el conde y los «herejes», surgiendo así la infame cruzada albigense. Un importante contingente de caballeros franceses capitaneados por Simón de Montfort (padre del barón que lideró la oposición al gobierno del rey Enrique III de Inglaterra entre los años 1258 a 1265) cayó sobre el Languedoc y la comarca tolosana, asolándola durante más de una década, masacrando en más de una ocasión a sus habitantes.49 Ya hemos visto que esto dio lugar a la dominación del sur de Francia por los reyes del norte, al menos con el tiempo. Sin embargo, también provocó una notable ampliación de la práctica de la Inquisición, a lo que no tardaría en añadirse además la elaboración de teorías para justificarla, como atestigua el hecho de que se redactaran manuales para sus ejecutores y normativas para el desarrollo de las audiencias, circunstancia que, sin importar si nos identifiquemos en nada con los inquisidores, colocaba a los contemporáneos en una situación menos mala que la generada por los perseguidores de herejes obsesionados con arrancar vidas aleatoriamente, a diestro y siniestro, como se comprueba en varias de las primeras campañas contra la herejía. Una de las figuras más destacadas del Languedoc posterior al año 1206 fue la del asceta castellano Domingo de Caleruega (fallecido en 1221), que creía que para frenar a los cátaros era preciso asumir los mismos votos de pobreza que previamente habían abrazado los llamados hombres y mujeres buenos de la región. De hecho, en 1217 el papa concedió a los frailes que le seguían el derecho de prédica. De este modo, los dominicos integraron desde un principio la primera línea del activismo contrario a los cátaros, y, al regularse de manera más estricta la aplicación de la Inquisición, a partir de la década de 1230, tanto ellos como los franciscanos (es decir, las dos órdenes de predicadores laicos más relevantes de la época) se convertirían en el principal puntal de su práctica. Este estado de cosas se extendería sin interrupciones por toda Francia e Italia, y al final el catarismo fue perdiendo terreno, convirtiéndose en una rareza en torno al 1300. Sin embargo, esto no afectó a la difusión general del activismo religioso laico, que seguiría expandiéndose de forma muy notable en el transcurso de la Baja Edad Media, como veremos más adelante.

El énfasis que puso en la predicación el cuarto concilio de Letrán de 1215 y la insistencia en esa misma acción proselitista de la bula concedida por Gregorio IX a la universidad de París en 1231 guardaban en parte relación con el hecho de que se tuviera la sensación de que era necesario combatir la herejía y contribuir a afianzar con ello la autoridad de la Iglesia. Tanto los dominicos como los franciscanos se apresuraron a enseñar en París, considerando que esa docencia era uno de los elementos de su formación como predicadores, lo que explica que muchos de los más eminentes intelectuales del siglo salieran de sus filas (Tomás de Aquino, por ejemplo, era dominico). Sin embargo, la percepción de que debía promoverse con mayor intensidad el desarrollo de las prédicas es en realidad una característica más general de la Iglesia —y muy particularmente de la del siglo XIII—, ya que terminó viéndose como uno de los principales factores de la presencia de la Iglesia en la vida cotidiana. Desde luego, es claro que la predicación venía considerándose parte integrante de los ritos de la Iglesia desde la Alta Edad Media, pero a partir del siglo XIII, la explicación de la naturaleza de la fe al laicado iría cobrando una importancia creciente.50 Esto obligaba a la Iglesia a tratar de conseguir que los sacerdotes de las parroquias dedicaran más tiempo a la predicación (aunque no siempre con éxito). También constatamos que los manuales de prédica se vuelven más comunes en estos años. No obstante, los frailes también se adecuaban a este propósito, dado que en su constante deambular lograrían ampliar el radio acción de la actividad predicadora, pese a que habitualmente se centraran más en las centros urbanos que en la campiña. Esto significa necesariamente que el número de personas laicas informadas de los detalles de la fe cristiana era ahora superior al de épocas pasadas, y ese era justamente el objetivo exacto que se proponía alcanzar la Iglesia. El entusiasmo religioso podía prender así en grandes masas de individuos laicos, como ocurrirá por ejemplo con el Aleluya de 1233, cuya prédica corrió a cargo de grupos de frailes y con el que se enardeció a los habitantes de un buen número de ciudades italianas, desde Parma hasta Verona, dando lugar a enormes aglomeraciones de gentes entregadas a la celebración.51 Como siempre, estas muestras de fervor tenían sus riesgos, dado que es indudable que, como ya sucediera cincuenta años antes con los cátaros y los valdenses, la existencia de unas masas laicas mejor informadas, o la presencia al menos de una minoría de vocación religiosa más preparada, podía derivar en un aumento de las creencias «erróneas». Sin embargo, ese era un peligro que tampoco iba a desaparecer en caso de suprimir las prédicas, de modo que se lo asumió sin más. Lo importante era cerciorarse de que la religiosidad laica, en esta época en la que su existencia empieza a gozar de un reconocimiento más formal, fuera efectivamente canalizada y dirigida por la Iglesia, cosa a la que contribuirá, por ejemplo, el rápido crecimiento que experimentan las cofradías religiosas a partir del año 1250, cofradías que no tardarán en convertirse en una parte importante del activismo colectivo tardomedieval, al vincular a los gremios de artesanos con las comunidades parroquiales.52 La dialéctica que se establece así entre las cúpulas jerárquicas de la Iglesia y el ingenio del laicado para encontrar nuevas formas de compromiso religioso habrá de mantenerse en épocas posteriores.

La iniciativa de los pontífices en el combate contra la herejía crece más o menos al mismo ritmo que la gobernación papal basada en la instauración de procesos de apelación, y en cierto sentido tiene idénticas raíces, ya que, en términos generales, los papas y otros líderes eclesiásticos se hallaban embarcados en un movimiento de centralización de la Iglesia y no solo deseaban controlar todos los aspectos de la práctica religiosa, sino también el contenido de las creencias. Simpaticemos o no con sus objetivos o sus métodos (que son aun menos digeribles), sería difícil sostener que el proyecto consistente en ayudar a los seres humanos a alcanzar lo que ellos consideraban la salvación no respondía al papel que les era específicamente propio. Ahora bien, como no era posible conseguir un control absoluto de las creencias, como sigue siéndolo hoy, evidentemente, ya que ni siquiera las modernas tecnologías pueden lograrlo, los líderes religiosos se extralimitaron. Los judíos fueron el grupo que más particularmente acabó viendo circunscrita su existencia en muchas regiones de Europa, debido en gran parte a las presiones de la Iglesia, como veremos en el capítulo 10. Bob Moore y John Boswell han argumentado que los leprosos y los homosexuales también tuvieron que soportar exclusiones y persecuciones más intensas en esta época, lo que significa que en esa sociedad latina europea, supuestamente homogénea, la visibilidad de todos los grupos marginales, al ser mayor, los exponía a peores problemas.53 La intolerante y coercitiva procura de la homogeneidad proseguirá su curso en siglos posteriores y se desarrollará de manera aun más sistemática en el enrarecido clima religioso del siglo XVI.

En este capítulo he venido argumentando que la Europa de finales del siglo XII y principios del XIII se reconstruyó mediante un conjunto de poderes más centralizados y levantados sobre un nuevo cimiento: la política celular del siglo XI. El derecho permitió disponer de un marco más sólido para el ejercicio del control, y las técnicas de comunicación y el concepto de la responsabilidad pública lograron que esa dirección central resultara más operativa en la práctica, aunque las células del tejido político, es decir, los señoríos locales y las comunidades rurales o urbanas, permanecieron sin cambios en la mayoría de los casos. Y si nos fijamos en la creciente centralización de la fe, observamos que también se utilizaban las mismas técnicas básicas: conservación de registros documentales, elaboración de manuales, fiscalización de la mala conducta de los funcionarios (los frailes que se excedían en su celo inquisidor podían ser investigados, y en algún caso desautorizados),54 y otorgamiento de respaldos legislativos mediante la promulgación de decretos papales. Más difícil resulta sostener que existiera, apuntalándolo todo, un patrón formalizado de comunidades de fe: de hecho, podemos tener la seguridad de que tanto los papas como otros teóricos de la Iglesia se habrían mostrado disconformes con esa afirmación, ya que reivindicaban el ejercicio de un poder idéntico sobre toda clase de individuos, cosa que los reyes no podían hacer. Sin embargo, las comunidades de fe se hallaban divididas, al menos desde el punto de vista institucional, en función de la estructura celular de las diócesis, y hemos de tener en cuenta, sobre todo, que las diferencias prácticas que se daban efectivamente en materia de creencia (entre las distintas regiones, pueblos y aldeas, como se aprecia, entre otras cosas, en las formas de la religiosidad laica que acabamos de examinar) operaban como una suerte de freno similar para la renovada ambición del proyecto eclesiástico. Siempre que examinamos las narrativas que exponen lo que los inquisidores encontraron realmente en las comarcas rurales —primero en el sur de Francia, luego en Italia y más tarde, uno o dos siglos después, en Inglaterra y España— descubrimos que las sociedades de todas esas regiones se habían hecho una idea propia y peculiar sobre la variada relevancia y funcionamiento de las cosas, y esto tanto en el ámbito espiritual como en la esfera temporal.55 Como la lupa expuesta al sol, la mirada de los inquisidores abrasaba terriblemente a todos cuantos eran puestos bajo su foco, pero nadie podía actuar en todas partes, y desde luego en la época medieval nadie lo intentaba siquiera. Y esto explica que a los indagadores de tiempos posteriores les quedaran muchas creencias locales, en ocasiones decididamente extrañas, por descubrir, aunque no siempre lo lograran.