Primera regla
Examina tus sentimientos
LUKE
SKYWALKER
: No… eso no es cierto. ¡Es imposible!
DARTH
VADER
: Examina tus sentimientos, ¡sabes que es verdad!
El Imperio contraataca
(1980)
[1]
A
braham Bredius no tenía ni un pelo de tonto. Era crítico de arte y coleccionista, el mayor experto mundial en pintura holandesa, y en especial en el maestro del siglo
XVII
Johannes Vermeer. En su juventud, en la década de 1880, Bredius se forjó un nombre identificando obras que se atribuían por error a Vermeer. A los ochenta y dos años, en 1937, disfrutaba de una jubilación dorada. Acababa de publicar un libro muy bien considerado en el que identificaba doscientas obras falsas o imitaciones de Rembrandt.
[2]
En ese momento de su vida recibió la visita en su villa de Mónaco de un abogado encantador llamado Gerard Boon. Boon quería pedirle su opinión sobre una obra descubierta hacía poco, Cena de Emaús
, que se creía había pintado Vermeer. El exigente anciano se quedó sin palabras. Despidió a Boon con su veredicto: Emaús
no solo era de Vermeer, sino que era la obra más excelsa del maestro holandés.
«Aquí tenemos, me atrevo a afirmar, la obra maestra de Johannes Vermeer de Delft —escribió poco después en un artículo—. Bastante diferente de sus otras pinturas, pero un Vermeer en cada pincelada. Cuando me mostraron esta obra maestra me costó controlar mi emoción», añadió, y señaló reverentemente que la obra era ongerept
, la palabra holandesa para designar algo puro y virginal, inmaculado. Había ironía en la elección de sus palabras: no podía haber mayor adulteración en Emaús
. Era una pintura fraudulenta, realizada sobre un viejo lienzo apenas unos meses antes de que Bredius posara sus ojos en ella, y endurecida con baquelita.
Pero en esta estafa monumental no solo cayó Bredius, sino todo el sector artístico holandés. Cena de Emaús
se vendió pronto por 520.000 florines holandeses al Museo Boijmans de Rotterdam. Comparado con los salarios de la época, sería el equivalente hoy a unos 11 millones de euros. El propio Bredius contribuyó para que el museo adquiriera la obra.
Emaús
se convirtió en la pintura más importante del Museo Boijmans, atrayendo a multitudes admiradas y críticas enardecidas. Pronto aparecieron muchas otras obras de estilo similar. Una vez aceptada la primera falsificación, fue más fácil colar las demás. No engañaron a todo el mundo, pero, como Emaús
, sí a las personas que importaba engañar. Los críticos las verificaron, los museos las expusieron, los coleccionistas pagaron altas sumas por ellas: un total de más de 110 millones de euros al cambio actual. En términos financieros fue un fraude colosal.
Pero había más. El mundo artístico holandés reverenciaba a Vermeer como uno de los pintores más grandes que habían
existido. Si bien pintó casi toda su producción en la década de 1660, no fue redescubierto hasta finales del siglo XIX
. Se han conservado menos de cuarenta obras suyas. La supuesta aparición de media docena de obras de Vermeer en solo unos pocos años fue un acontecimiento cultural de primer orden.
También fue un acontecimiento que debía haber desafiado la credulidad. Pero no lo hizo. ¿Por qué?
No busques la respuesta en las pinturas. Si comparas un Vermeer auténtico con la primera falsificación, Emaús
, es difícil entender cómo se pudo engañar a alguien, y mucho menos a alguien tan intuitivo como Abraham Bredius.
Vermeer fue un verdadero maestro. Su obra más famosa, La joven de la perla
, es un retrato luminoso de una joven: seductora, inocente, adorable e inquieta; todo en una. Inspiró una novela, y también una película protagonizada por Scarlett Johansson. En La lechera
, ensalza una sencilla escena doméstica con detalles como el brillo de un balde de cobre y una hogaza recién horneada que parece que la podrías coger. Después tenemos Mujer leyendo una carta
. La envuelve la suave luz de una ventana que no se ve. ¿Tal vez esté embarazada? La vemos de perfil, sostiene la carta cerca del pecho, baja la vista para leer. La imagen desprende una calma espectacular: sentimos que está aguantando la respiración mientras lee las noticias. Nosotros también aguantamos la respiración. Una obra maestra.
¿Y Cena de Emaús
? En comparación, es una imagen estática y desmañada. Ni siquiera llega a imitación inferior: no se parece en nada a un Vermeer. No es una obra pésima, pero tampoco es brillante. Al lado del resto de las obras de Vermeer parece adusta, torpe. Y, aun así, tanto esta como otras obras falsas engañaron al mundo, y el mundo quizá seguiría engañado si no
hubieran atrapado al falsificador gracias a una mezcla de imprudencia y mala suerte.
En mayo de 1945, cuando la guerra en Europa llegaba a su fin, dos oficiales de la comisión de arte de los Aliados llamaron a la puerta del número 321 de la calle Keizergracht, una de las zonas más exclusivas de Amsterdam. Les abrió un hombre carismático, de baja estatura, llamado Han van Meegeren. De joven había tenido un éxito efímero como artista. En su madurez, ya con el rostro flácido y el cabello canoso, se había hecho rico como marchante de arte.
Pero tal vez había estado haciendo negocios con las personas equivocadas, porque los oficiales lo acusaron de algo grave: Van Meegeren había vendido la recién descubierta obra de Johannes Vermeer La mujer adúltera
a un nazi alemán. Y no a un nazi cualquiera, sino a la mano derecha de Hitler, Hermann Göring.
Arrestaron a Van Meegeren y lo acusaron de traición. Él lo negó todo con ferocidad e intentó ganarse la libertad con bravuconadas. Su manera de hablar, rápida y enérgica, solía bastarle para salir airoso de situaciones peliagudas. Pero no entonces. Pocos días después de su encarcelamiento, se derrumbó. Confesó, y lo que confesó no era una traición, sino un crimen que dejó perpleja a Holanda y al mundo entero.
«¡Idiotas! —se jactó—. ¿Creéis que he vendido un valiosísimo Vermeer a Göring? ¡De Vermeer nada! Yo mismo lo pinté.»
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Van Meegeren admitió haber pintado no solo la obra que se halló en manos de los nazis, sino el Cena de Emaús
y muchas otras supuestas obras de Vermeer. El fraude se descubrió no porque alguien detectara las burdas falsificaciones, sino porque el falsificador confesó. ¿Y qué otra cosa podía hacer? Vender una obra maestra irreemplazable de Vermeer a los nazis era un
crimen castigado con la horca, mientras que vender una falsificación a Göring no solo se podía perdonar, sino que incluso era admirable.
Pero el interrogante sigue ahí: ¿cómo pudo engañar una falsificación tan tosca a un experto como Abraham Bredius? ¿Y por qué comenzar un libro sobre estadística con una historia que no tiene nada que ver con los números?
La respuesta a ambas preguntas es la misma: cuando se trata de interpretar el mundo que nos rodea, debemos ser conscientes de que los sentimientos pueden sobreponerse a la experiencia. Cuando Bredius escribió «me costó controlar mi emoción», tenía, por desgracia, razón. Nadie poseía más conocimientos o experiencia que Bredius, pero Van Meegeren descubrió cómo convertir sus conocimientos y su experiencia en una desventaja.
Comprender cómo Van Meegeren engañó a Bredius es mucho más que una nota al pie en la historia del arte; explica por qué compramos cosas que no necesitamos, nos enamoramos de la pareja equivocada y votamos a políticos que defraudan nuestra confianza. En particular, explica por qué tan a menudo nos tragamos afirmaciones estadísticas que con pensarlo solo un momento veríamos que no pueden ser ciertas.
Como pintor, Van Meegeren no era un genio, pero comprendió intuitivamente algo sobre la naturaleza humana. A veces queremos que nos engañen.
En breve volveremos a la causa del error de Abraham Bredius. Por ahora, basta saber que su profundo conocimiento de las obras de Vermeer fue un lastre más que una ventaja. Cuando vio Cena de Emaús
, su reacción emocional lo nubló. Y esa
misma trampa nos acecha a cada uno de nosotros.
El objetivo de este libro es ayudarte a enfrentarte con sensatez a la estadística. Eso también significa que deberé ayudarte a enfrentarte con sensatez a ti mismo. Todo el conocimiento estadístico del mundo no evitará que creas afirmaciones que no deberías creer y que rechaces hechos que no deberías rechazar. Ese conocimiento debe complementarse con tu propio control emocional ante las afirmaciones estadísticas.
En algunos casos, no hay reacción emocional de la que preocuparse. Pongamos que afirmo que Marte está a más de 50 millones de kilómetros de la Tierra. Pocas personas se dejarían llevar por la pasión ante una afirmación de esta índole, así que puedes empezar a hacerte de inmediato algunas preguntas inteligentes.
Por ejemplo: ¿50 millones de kilómetros es mucha distancia? (En parte. Es más de cien veces la distancia entre la Tierra y la Luna. No obstante, otros planetas están mucho más lejos.) Pero, un momento, ¿Marte no está en una órbita diferente? ¿No significa eso que la distancia entre Marte y la Tierra varía en todo momento? (En efecto. La distancia mínima entre los dos planetas es un poco más de 50 millones de kilómetros, pero en ocasiones supera los 350 millones de kilómetros.) Puesto que no hay reacción emocional alguna que te lleve a distorsionar esta afirmación, puedes pasar directamente a tratar de comprenderla y valorarla.
El asunto se complica cuando entran en juego las reacciones emocionales, como hemos visto en el caso de los fumadores y las estadísticas sobre el cáncer. La psicóloga Ziva Kunda descubrió el mismo efecto en el laboratorio, cuando enseñó a unos sujetos experimentales un artículo exponiendo las
pruebas de que el café y otras fuentes de cafeína pueden incrementar el riesgo de que las mujeres desarrollen quistes mamarios. A la mayoría les pareció bastante convincente. Pero a las mujeres que bebían mucho café, no.
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Solemos hallar maneras de rechazar evidencias que no nos gustan. Y lo contrario también es cierto: cuando las pruebas parecen respaldar nuestros prejuicios, es menos probable que nos esforcemos por detectar defectos.
Cuanto más extrema es la reacción emocional, más difícil es pensar con claridad. ¿Y si el médico te dijera que padeces una variante rara de cáncer y te advirtiera de que no buscaras información sobre ella? ¿Y si pasaras por alto la advertencia, consultaras la literatura científica y descubrieras que la esperanza de vida media es de solo ocho meses?
Esta es la situación en la que se encontró Stephen Jay Gould, un paleontólogo y excelente divulgador científico, a los cuarenta años. «Me quedé sentado, perplejo, durante un cuarto de hora —escribió en un ensayo que se ha hecho famoso. No es difícil imaginar sus emociones. «Ocho meses de vida. Ocho meses de vida. Ocho meses de vida»—. Luego mi mente se puso de nuevo en marcha, gracias a Dios.»
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Cuando su mente se puso en marcha, Gould se dio cuenta de que su situación quizá no fuera tan desesperada. Los ocho meses no eran un límite máximo, sino la media, lo que significaba que la mitad de los enfermos vivían más. Algunos debían de vivir mucho más. Gould tenía posibilidades: era relativamente joven; le habían detectado el cáncer en sus inicios; iba a recibir un buen tratamiento. Su médico había sido prudente al intentar alejarlo de la literatura médica, y muchos de nosotros agradeceríamos no tener que escuchar informaciones que sospechamos que no nos van a gustar.
En otro experimento, extrajeron una muestra de sangre de un grupo de estudiantes, les hicieron una presentación terrorífica sobre los peligros del herpes, y les dijeron que analizarían sus muestras para comprobar si tenían el virus del herpes. El herpes no se puede curar, pero se puede controlar y se pueden tomar precauciones para evitar transmitírselo a las parejas sexuales. De modo que era útil saber si tenían o no herpes. No obstante, una minoría significativa, uno de cada cinco, no solo prefirieron no saber si estaban infectados, sino que se mostraron dispuestos a pagar una suma considerable para que no analizaran su muestra. Dijeron a los investigadores que no querían enfrentarse a este tipo de ansiedad.
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Los economistas conductuales denominan a esto el «efecto avestruz». Por ejemplo, cuando los mercados de valores se desploman, es menos probable que la gente encienda el ordenador para ver cómo van sus inversiones.
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No tiene sentido. Si utilizas la información de los precios de las acciones para tu estrategia de inversión, deberías hacerlo tanto en los buenos momentos como en los malos. Si no lo haces, no hay muchas razones para que sigas las fluctuaciones… Entonces ¿por qué las sigues con tanta frecuencia cuando los valores suben?
No es fácil controlar las emociones cuando la información es importante para nosotros, en gran medida porque las emociones pueden hacer descarriar nuestro razonamiento. Gould se dio cuenta de que no había pensado con claridad debido al choque inicial, pero ¿cómo podía estar seguro de que, al ver señales de esperanza en las estadísticas, no se encontraba en un estado de negación? No podía. Visto en retrospectiva, no fue un estado de negación: vivió veinte años más y murió a causa de otra enfermedad.
No es necesario que nos convirtamos en procesadores insensibles de información numérica; con frecuencia bastará con que advirtamos nuestras emociones y las tengamos en cuenta para mejorar nuestro juicio. Más que un control sobrehumano de nuestras emociones, se trata de desarrollar buenos hábitos. Pregúntate: ¿cómo hace que me sienta esta información? ¿Me siento justificado o ufano? ¿Angustiado, enfadado o con miedo? ¿La rechazo, busco razones para refutar la afirmación?
Yo mismo he intentado mejorar en este aspecto. Hace unos años compartí un gráfico en las redes sociales en el que se mostraba un rápido incremento en el apoyo al matrimonio de personas del mismo sexo. Resulta que estoy implicado emocionalmente en esta cuestión y quería compartir las buenas noticias. Consideré que el gráfico provenía de un periódico reputado y lo retuiteé.
La primera respuesta fue: «Tim, ¿te has fijado en los ejes del gráfico?». El corazón me dio un vuelco. Si hubiera mirado el gráfico con atención durante cinco segundos, me habría dado cuenta de que era una chapuza, con una escala temporal defectuosa que distorsionaba la ratio del progreso. Cada vez había más personas que aprobaban este tipo de matrimonio, como mostraba el gráfico, pero debería haberlo clasificado como «visualización defectuosa de los datos», en lugar de compartirlo entusiasmado con el mundo. Las emociones me habían ganado la partida.
Sigo cometiendo este error, pero espero que con menos frecuencia.
Sin duda soy mucho más prudente, y también más consciente de esta conducta cuando la veo en los demás. Fue mucho más evidente durante los primeros días de la epidemia de
coronavirus, cuando unas desinformaciones que parecían útiles se propagaron más rápido incluso que el virus. Un artículo viral, que circuló por Facebook y por los grupos de correo electrónico, explicaba con un exceso de seguridad cómo diferenciar el Covid-19 de un resfriado, tranquilizaba a la gente con que el clima cálido aniquilaba al virus, y aconsejaba sin fundamento evitar el agua fría, mientras que el agua caliente acababa con cualquier virus. El artículo, en ocasiones atribuido al «amigo de mi tío», a la «dirección del hospital de Stanford» o a algún pediatra inocente o desconocido, era preciso en algunos puntos, pero en general se limitaba a especular y desinformar. Y, aun así, la gente —normalmente personas inteligentes— lo compartía una y otra vez. ¿Por qué? Porque querían ayudar a los demás. Estaban confusos, esas recomendaciones parecían útiles, y sentían que debían compartirlas. Es un impulso humano, cargado de buenas intenciones, pero no era sensato.
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Antes de repetir una afirmación estadística, trato de identificar cómo hace que me sienta. No es una prueba infalible contra los engaños, pero es un hábito que no hace daño y que a veces resulta de mucha ayuda. Nuestras emociones son poderosas. No podemos borrarlas, ni es eso lo que queremos. Pero podemos, y deberíamos querer, darnos cuenta de cuándo las emociones nublan nuestro entendimiento.
En 2011, Guy Mayraz, que por entonces era un economista conductual en la Universidad de Oxford, llevó a cabo un experimento sobre pronósticos.
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Mayraz mostró a un grupo de sujetos experimentales un gráfico de precios que subían y bajaban durante un período de
tiempo. En realidad, eran fragmentos históricos del mercado de acciones, pero Mayraz les dijo que se trataba de fluctuaciones recientes del precio del trigo. Pidió a cada uno de los participantes que hiciera un pronóstico de cuál sería el siguiente movimiento del precio del trigo, y les ofreció una recompensa si acertaban.
Pero Mayraz también dividió a los sujetos en dos categorías. A la mitad de ellos les dijo que eran «agricultores» y que recibirían un extra si el precio subía. La otra mitad eran «panaderos» y ganarían un plus si el precio del trigo bajaba. Así que los participantes podían ganar dos pagos distintos: uno por un buen pronóstico y otro, como caído del cielo, si el precio del trigo los beneficiaba. Y Mayraz descubrió que la perspectiva del dinero caído del cielo influía en el pronóstico. Los agricultores esperaban que el precio del trigo subiera, y predijeron que el precio del trigo iba a subir. Los panaderos esperaban —y predijeron— lo contrario. Es el pensamiento ilusorio en su forma más pura: permitimos que nuestras esperanzas sesguen el razonamiento.
Otro ejemplo lo dieron los economistas Linda Babcock y George Loewenstein, que llevaron a cabo un experimento en el que aportaron a los participantes pruebas de un caso judicial real sobre un accidente de motocicleta. A continuación, de forma aleatoria, les dieron el papel de abogado acusador (defendía que el motociclista herido debía recibir 100.000 dólares de indemnización) y de abogado defensor (defendía que no había caso o que la indemnización debía ser baja).
Les dieron incentivos económicos para defender su caso con persuasión y para llegar a un acuerdo ventajoso con la otra parte. También les prometieron un incentivo aparte por pronosticar con precisión qué daños dictaminó el juez en el
caso real. La predicción debía ser independiente del papel que desempeñaran, pero, de nuevo, el razonamiento se vio profundamente influido por lo que esperaban que fuera verdad.
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Los psicólogos llaman a esto «razonamiento motivado», y consiste en pensar en una cuestión con el objetivo, consciente o inconsciente, de llegar a un tipo de conclusión particular. En un partido de fútbol, vemos las faltas que comete el equipo contrario pero pasamos por alto las que comete el nuestro. Es más probable que nos demos cuenta de aquello que queremos darnos cuenta.
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Tal vez el ejemplo más sorprendente se halle entre quienes piensan que el virus de la inmunodeficiencia humana (VIH) no causa el sida. Algunos incluso niegan la existencia del VIH, pero, en cualquier caso, el negacionismo del VIH implica rechazar el tratamiento estándar, que ahora es muy efectivo. Algunos fervorosos creyentes de esta idea han condenado, trágicamente, su vida y las de sus hijos, pero durante los años en que los tratamientos eran menos efectivos y acarreaban más efectos secundarios que en la actualidad debía de ser una creencia reconfortante. Cualquiera supondría que esta infausta creencia es rarísima, pero quizá no lo sea. Un estudio sobre hombres homosexuales y bisexuales de Estados Unidos descubrió que casi la mitad creía que el VIH no causaba el sida, y más de la mitad creía que los tratamientos convencionales hacían más daño que bien. Otros estudios de personas con sida descubrieron que los negacionistas eran entre el 15 y el 20 por ciento. No eran estudios con muestras aleatorias rigurosas, así que no me tomaré las cifras con demasiada seriedad. No obstante, queda claro que un gran número de personas rechaza el consenso científico y pone su vida en peligro.
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Observé también este pensamiento ilusorio en marzo de 2020, cuando unos investigadores de la Universidad de Oxford publicaron un modelo «punta del iceberg» de la pandemia. Aquel modelo sugería que el coronavirus podía estar mucho más extendido, pero que era menos peligroso de lo que pensábamos, lo cual suponía la implicación optimista de que lo peor pronto habría pasado. Era una visión minoritaria entre los epidemiólogos, puesto que la investigación de datos en aquel momento no contaba con las pruebas de que la vasta mayoría de los infectados eran asintomáticos. De hecho, uno de los puntos centrales que defendía el grupo de Oxford era que necesitábamos desesperadamente más datos para averiguar la verdad. Sin embargo, no fue este el mensaje que caló. En vez de eso, se compartieron por doquier las «buenas noticias», porque era algo que todos queríamos que fuera verdad.
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El pensamiento ilusorio no es la única forma de razonamiento motivado, pero es bastante común. En parte, creemos porque queremos creer. A una persona infectada con el VIH le reconfortará creer que el virus no causa el sida y que no se puede transmitir a los hijos cuando se los amamanta. Un «agricultor» quiere ser preciso en su pronóstico de los precios del trigo, pero también quiere ganar dinero, de modo que su pronóstico se ve distorsionado por su avaricia. Una activista política quiere que los políticos a los que apoya sean inteligentes, brillantes e incorruptibles. Se esforzará por ignorar o rechazar pruebas que demuestren lo contrario.
Y un crítico de arte que ame a Vermeer desea pensar que la pintura que tiene frente a los ojos no es una falsificación sino una obra maestra.
El pensamiento ilusorio fue lo que confundió a Abraham Bredius. El historiador del arte tenía un punto débil: su fascinación por las pinturas religiosas de Vermeer. Solo existían dos. Una la había descubierto él mismo: La alegoría de la fe
. Todavía la poseía. La otra, Cristo en la casa de Marta y María
, era la única obra conocida de Vermeer en la que se representaba una escena de la Biblia. Bredius la analizó en 1901 y concluyó, con bastante seguridad, que no era un Vermeer. Otros críticos no estuvieron de acuerdo, y al final todos llegaron a la conclusión de que Bredius se equivocaba, incluso el propio Bredius.
Dolido por esta experiencia, Bredius se prometió no volver a cometer el mismo error. Conocía y amaba a Vermeer más que ningún otro ser humano vivo, y siempre estaba ojo avizor para hallar una oportunidad que le redimiera identificando correctamente el próximo descubrimiento de una obra maestra de Vermeer.
Y a Bredius siempre le había fascinado el período entre la obra temprana y bíblica de Marta y María
y las obras más características de Vermeer, que pintó años después. ¿Qué secretos se escondían en aquel período? ¿No sería maravilloso descubrir otra obra bíblica después de tantos años?
Bredius tenía otra teoría favorita sobre Vermeer. La idea era que el maestro holandés, de joven, había viajado a Italia y se había inspirado en las obras religiosas del gran maestro italiano Caravaggio. Era una conjetura; no se sabía mucho de la vida de Vermeer. Nadie sabía siquiera si alguna vez había visto un Caravaggio.
Van Meegeren conocía todas estas especulaciones de Bredius. Pintó Emaús
como una trampa. Era un lienzo grande y hermoso, de tema bíblico, y —como defendía Bredius— la
composición era un homenaje a Caravaggio. Van Meegeren añadió algunos toques típicos de Vermeer en la pintura usando utillaje del siglo XVII
. La hogaza que rompe Cristo queda resaltada, igual que la famosa perla, con puntos gruesos de pintura blanca llamados pointillés
. Y la pintura estaba dura y agrietada por el tiempo.
Bredius no dudó. ¿Por qué debería haber dudado? Gerard Boon, el títere de Van Meegeren, no estaba enseñándole solo una pintura: le estaba mostrando la prueba de que siempre había tenido razón. En sus últimos años, el anciano por fin había encontrado la pieza que faltaba. Bredius quería creer y, puesto que era un experto, no tuvo problemas en aducir razones de peso que respaldaran su conclusión.
Aquellos reveladores pointillés
en el pan, por ejemplo: los puntos blancos parecen un poco torpes para el ojo inexperto, pero a Bredius le recordaron a la apetitosa hogaza de pan de La lechera
. El hecho de que la composición recordara a Caravaggio habría pasado inadvertido a un observador mundano, pero saltaba a la vista a los ojos de Bredius. Encontró otras pruebas de que Emaús
era auténtico. Identificó el jarrón genuino del siglo XVII
que había copiado Van Meegeren. También había pigmentos del siglo XVII
, o que lo parecían mucho. Van Meegeren había duplicado con mano experta la paleta de colores de Vermeer. Y estaba el lienzo mismo: un experto como Bredius podía detectar una falsificación del siglo XIX
o del XX
mirando el reverso del lienzo y constatando que era muy nuevo. Van Meegeren sabía todo esto. Pintó la obra en un lienzo del siglo XVII
, limpió con cuidado los pigmentos superficiales, pero conservó la primera capa y el distintivo patrón de las grietas.
Y, por último, la prueba más sencilla: ¿la pintura estaba
blanda? El reto para cualquiera que se proponga falsificar a un viejo maestro es que el óleo tarda medio siglo en secarse del todo. Si restriegas un trozo de algodón empapado en alcohol sobre la superficie de una pintura al óleo, es posible que el algodón se manche con los pigmentos. Si es así, la pintura es una falsificación moderna. Solo después de varias décadas la pintura se habrá endurecido lo suficiente para superar esta prueba.
Bredius había identificado falsificaciones gracias a este método…, pero la pintura de Emaús
se resistió tenazmente a desprenderse de los pigmentos. Fue una razón de peso para que Bredius creyera que Emaús
era una pintura antigua y, por lo tanto, auténtica. Van Meegeren lo había engañado con una brillante treta propia de un aficionado a la química, el resultado de muchos meses de experimentación. El falsificador había descubierto una manera de mezclar óleos del siglo XVII
con un material nuevo: el fenol-formaldehído, una resina que, si se calentaba a 105 ºC durante dos horas se convertía en el que fue uno de los primeros plásticos, la baquelita. No era de extrañar, pues, que la pintura fuera dura y firme: estaba mezclada con plástico industrial.
Bredius tenía media docena de razones para creer que el Emaús
era de Vermeer. Y le bastaron para rechazar una razón flagrante para creer lo contrario: esto es, que la pintura no se parecía en nada a ninguna obra de Vermeer.
Tengamos en cuenta de nuevo la declaración extraordinaria de Abraham Bredius: «Aquí tenemos, me atrevo a afirmar, la obra maestra de Johannes Vermeer de Delft. Bastante diferente de sus otras pinturas, pero un Vermeer en cada pincelada».
«Bastante diferente de sus otras pinturas»… ¿no debería haber sido una advertencia? Pero el anciano estaba
desesperado por creer que ese era el Vermeer que había estado buscando durante toda su vida, el que lo conectaba con Caravaggio. Van Meegeren preparó una trampa en la que solo un verdadero experto podía caer. El pensamiento ilusorio hizo el resto.
Abraham Bredius es un ejemplo de que los expertos no son inmunes al razonamiento motivado. Bajo ciertas circunstancias, sus conocimientos pueden ser una desventaja. Molière, el escritor de sátiras francés, escribió: «Un idiota con estudios es más idiota que un idiota ignorante». Benjamin Franklin comentó: «Ser una criatura racional es algo muy conveniente, pues nos permite encontrar o inventar una razón para cualquier cosa que tengamos en la cabeza».
La ciencia social moderna está de acuerdo con Molière y Franklin: quienes tienen más conocimientos están mejor preparados para detectar los engaños, pero si caen en la trampa del razonamiento motivado son capaces de aducir más razones para creer en cualquier cosa que quieran creer.
Una investigación reciente concluyó que esta tendencia a evaluar las pruebas y los argumentos de forma sesgada a favor de nuestros propios esquemas no solo es común, sino que es igual de común entre las personas inteligentes. Ser listo o haber estudiado no supone defensa alguna.
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En ciertas circunstancias, incluso podría ser una debilidad.
Ejemplo de ello es un estudio publicado en 2006 por dos politólogos, Charles Taber y Milton Lodge. Seguían los pasos de Kari Edwards y Edward Smith, cuyas investigaciones sobre la política y la duda ya hemos mencionado en la introducción. Igual que Edwards y Smith, querían examinar cómo razonan los
estadounidenses sobre cuestiones políticas controvertidas, y eligieron el control de armas y la discriminación positiva.
Taber y Lodge pidieron a los participantes que leyeran una serie de argumentos de cada lado y que evaluaran la solidez o la debilidad de cada uno de ellos. Cabría esperar que, después de leer los pros y los contras, los participantes hicieran una valoración más ponderada de las opiniones contrarias, pero la nueva información no hizo más que extremar las posiciones. Esto se debió a que seleccionaron la información que les dieron para respaldar lo que ya creían. Cuando les invitaron a buscar más información, los participantes recabaron datos que sustentaran sus ideas preconcebidas. Cuando les invitaron a valorar la solidez de un argumento contrario, dedicaron un tiempo considerable a pensar en cómo desbaratarlo.
No es el único estudio que ha llegado a esta conclusión, pero lo más intrigante en el de Taber y Lodge es que los conocimientos no hacían más que empeorar las cosas.
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Los participantes con más preparación encontraron más material para apoyar sus prejuicios y, más sorprendente todavía, encontraron menos material que los contradijera, como si utilizaran activamente sus conocimientos para evitar información incómoda. Generaron más argumentos a favor de su punto de vista, y señalaron más defectos en los argumentos contrarios. Estaban mucho mejor preparados para llegar a las conclusiones a las que habían querido llegar.
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De todas las reacciones emocionales posibles, la más relevante políticamente está motivada por el partidismo. Las personas con una afiliación política fuerte quieren estar en el lado de los buenos. Oímos una afirmación, y de inmediato configuramos nuestra reacción según si «eso es lo que piensa alguien como yo».
Pongamos por ejemplo esta afirmación sobre el cambio climático: «La actividad humana está provocando que se caliente el clima de la Tierra, lo que supone un riesgo serio para nuestro estilo de vida». Muchos de nosotros tenemos una reacción emocional ante una afirmación de este tipo; no es como la afirmación sobre la distancia que nos separa de Marte. Creer en ella o negarla es parte de nuestra identidad; dice algo de quiénes somos, de quiénes son nuestros amigos, y del tipo de mundo en el que queremos vivir. Si publico una afirmación sobre el cambio climático en los titulares del telediario, o en un gráfico diseñado para compartir en las redes sociales, atraerá la atención y recibirá reacciones no porque sea verdadera o falsa, sino por cómo se siente la gente respecto a ella.
Si dudas de que sea así, considera los hallazgos de una encuesta de Gallup que se hizo en 2015. Descubrió que había una distancia enorme entre cuánto se preocupaban los demócratas y los republicanos estadounidenses por el cambio climático. ¿Cuál podía ser la razón? Las pruebas científicas son las pruebas científicas. Nuestras creencias sobre el cambio climático no deberían fluctuar entre la izquierda y la derecha. Pero lo hacen.
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La distancia aumentaba en los participantes con más educación. Entre los que no tenían educación universitaria, el 45 por ciento de los demócratas y el 22 por ciento de los republicanos se preocupaban «bastante» por el cambio climático. Pero entre los que sí tenían educación universitaria, las cifras eran del 50 por ciento entre los demócratas y del 8 por ciento entre los republicanos. Si se miden los conocimientos científicos se replica un patrón similar: quienes más saben de ciencia entre los republicanos y los demócratas están más distanciados que quienes saben muy poco.
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Si la emoción no se entrometiera, es de suponer que más educación e información deberían ayudar a la gente a llegar a un acuerdo sobre cuál es la verdad o, al menos, cuál es la mejor teoría actual. Pero dar más información parece polarizar a la gente activamente en la cuestión del cambio climático. Este hecho da cuenta de lo importantes que son las emociones. La gente se esfuerza por llegar a una conclusión que encaje con sus otras creencias y valores, y, como Abraham Bredius, cuanto más saben, más munición tienen para llegar a la conclusión a la que esperan llegar.
Los psicólogos llaman a uno de estos procesos que generan polarización «asimilación sesgada». Imagina que te topas con el artículo de una revista que analiza lo que sabes sobre los efectos de la pena de muerte. Te interesa la cuestión, así que te pones a leer y llegas a la siguiente conclusión de una investigación:
Los investigadores Palmer y Crandall compararon las tasas de asesinato en diez pares de estados colindantes con diferentes legislaciones para la pena capital. En ocho de los diez pares, las tasas de asesinato eran más altas en el estado con pena capital. Este estudio rebate el efecto disuasorio de la pena capital.
¿Qué te parece? ¿Es plausible?
Si estás en contra de la pena capital, seguramente te lo parecerá. Pero si estás a favor, empezarás a sentir dudas, el tipo de dudas que ya hemos visto lo potentes que eran en el caso del tabaco. ¿La investigación fue llevada a cabo por profesionales? ¿Consideraron explicaciones alternativas? ¿Cómo gestionaron los datos? En resumen, ¿Palmer y Crandall saben de verdad lo que hacen o son un par de timadores?
A Palmer y Crandall no les ofenderán tus dudas. Este dúo no
existe. Fueron imaginados por tres psicólogos, Charles Lord, Lee Ross y Mark Lepper. En 1979, Lord, Ross y Lepper llevaron a cabo un experimento diseñado para analizar cómo pensamos en las ideas que nos apasionan. Reunieron a un grupo de sujetos experimentales con opiniones contundentes a favor o en contra de la pena de muerte. Les enseñaron el sumario de dos estudios imaginarios. Uno de estos estudios inventados demostraba que la pena de muerte disminuía los crímenes graves; el otro, obra de los investigadores ficticios Palmer y Crandall, mostraba lo contrario.
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Como era de esperar, los participantes minusvaloraron los estudios que contradecían sus creencias. Pero Lord y sus colegas descubrieron algo más sorprendente: cuantos más detalles les mostraban —gráficos, métodos de investigación, comentarios de otros académicos ficticios— más fácil les era poner en duda las pruebas que no les gustaban. Si la duda es el arma, los detalles son la munición.
Cuando nos encontramos con pruebas que contradicen lo que creemos, nos preguntamos: «¿Debo creérmelo?». Si nos dan más detalles, veremos más oportunidades para detectar fallos en el argumento. Y cuando nos encontramos con pruebas que nos gustan, nos hacemos una pregunta diferente: «¿Puedo creérmelo?». Si nos dan más detalles, tendremos más puntos de apoyo para nuestras creencias.
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El resultado, que va contra toda lógica, es que presentar una exposición detallada y equilibrada de los pros y los contras de una idea, de hecho, puede provocar que la gente se polarice más. Si ya tenemos una opinión hecha, aprovecharemos las pruebas que la sustenten, pero nos molestarán los datos o los argumentos en contra. Esta «asimilación sesgada» de las nuevas pruebas significa que, cuanto más sepamos, más
partidistas podremos ser en una cuestión conflictiva.
Quizá parezca absurdo. ¿Acaso no queremos saber la verdad? Sin duda debería ser así cuando la cuestión nos afecta personalmente, y el trágico caso del negacionismo de VIH/sida demuestra que algunas personas harán malabarismos increíbles para rechazar ideas que les son molestas o desagradables, aunque esas ideas puedan salvar vidas. El pensamiento ilusorio puede ser poderosísimo.
Pero con frecuencia tener razón no tiene consecuencias serias. En muchas cuestiones, llegar a una conclusión incorrecta no nos hace daño. Incluso puede ayudarnos.
Para ver por qué, piensa en una cuestión en la que la mayoría de las personas coinciden en que no hay una «verdad»: la diferencia moral entre comer ternera, cerdo o perro. La práctica que considerarás correcta dependerá, en gran medida, de tu cultura. Poca gente se preocupará en discutir la lógica subyacente de esta cuestión. Es mejor encajar con los demás.
Pero, aunque sea menos obvio, ocurre lo mismo con las cuestiones en las que sí hay una respuesta correcta. En el caso del cambio climático, existe una verdad objetiva, aunque no seamos capaces de discernirla con una certidumbre perfecta. Pero, dado que eres un individuo entre casi ocho mil millones de individuos en este planeta, las consecuencias medioambientales de lo que acabes pensando serán irrelevantes. Excepto por un puñado de personas —por ejemplo, si eres el presidente de China—, el cambio climático va a seguir su curso con independencia de lo que digas o hagas. Desde un punto de vista individual, el coste práctico de estar equivocado es cercano a cero.
Las consecuencias sociales de nuestras creencias, no obstante, son reales e inmediatas.
Imagina que cultivas cebada en Montana, y los veranos secos y calurosos están echando a perder las cosechas cada vez con mayor frecuencia. El cambio climático te importará. Y, aun así, la Montana rural es un lugar conservador, y las palabras «cambio climático» están cargadas de una connotación política. En cualquier caso, ¿qué podrías hacer tú al respecto? Así pone el hilo en la aguja el agricultor Eric Somerfeld:
En el campo, contemplando la cosecha devastada, Somerfeld no tenía dudas sobre cuál era la causa: el «cambio climático». Pero en el bar, con sus amigos, su lenguaje cambiaba. Desechó estas palabras tabú y optó por «tiempo errático» y «veranos más secos y calurosos», una táctica conversacional que en la actualidad no es extraña en el campo.
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Si Somerfeld viviera en Portland (Oregón) o en Brighton (Inglaterra), no necesitaría ser tan circunspecto en el bar local: lo más probable es que tuviera amigos que se tomaran el cambio climático muy en serio. Pero estos mismos amigos marginarían a cualquiera en el grupo social que gritara a los cuatro vientos que el cambio climático es una estafa china.
Así que tal vez no sea tan sorprendente que los estadounidenses con una buena educación estén polarizados respecto al cambio climático. Cientos de miles de años de evolución humana nos han configurado para encajar con aquellos que nos rodean. Esto ayuda a explicar los hallazgos de Taber y Lodge acerca de que, en cuestiones políticas controvertidas, las personas mejor informadas tienen más riesgo de caer en el razonamiento motivado: cuanto más persuasivos seamos para defender lo que nuestros amigos ya
creen, más nos respetarán nuestros amigos.
El negacionismo del VIH muestra que somos capaces de estar trágicamente equivocados incluso en cuestiones de vida o muerte. Pero es mucho más fácil descarriarnos cuando las consecuencias prácticas de estar equivocado son pequeñas o inexistentes, mientras que las consecuencias sociales de estar «equivocado» pueden ser graves. No es una coincidencia que con ello se puedan describir muchas controversias que polarizan a la gente.
Es tentador pensar que el razonamiento motivado es algo que solo les ocurre a los demás. Yo tengo principios políticos; tú estás sesgado políticamente; él es un teórico de la conspiración. Pero sería más inteligente reconocer que todos pensamos más con el corazón que con la cabeza.
Kris De Meyer, un neurocientífico del King’s College de Londres, muestra a sus estudiantes un mensaje que describe el problema de un activista medioambiental con el negacionismo del cambio climático:
Para resumir las actividades de los negacionistas del cambio climático creo que podemos decir que:
(1) Sus acciones son agresivas mientras que las nuestras son defensivas.
(2) Las actividades de los negacionistas están bastante organizadas, casi como si siguieran un plan.
Creo que las fuerzas negacionistas se pueden caracterizar de oportunistas y comprometidas. Actúan con rapidez y parecen carecer totalmente de principios respecto a la información con la que atacan a la comunidad científica. No obstante, no cabe duda de que hemos sido bastante ineptos defendiendo nuestra posición, por muy buena que sea, en los medios de comunicación y frente al público.
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Los estudiantes, comprometidos creyentes en el cambio climático e indignados con la cortina de humo de los negacionistas cínicos y anticientíficos, asienten, están de acuerdo. Entonces, De Meyer revela el origen del texto. No es un correo electrónico reciente. Está copiado, casi al pie de la letra, de un infame memorándum interno escrito por un director de marketing de una empresa tabaquera en 1968. El memorándum no se queja de los «negacionistas del cambio climático» sino de las «fuerzas antitabaco», pero no cambia nada más. Puedes utilizar el mismo lenguaje, los mismos argumentos, y quizá incluso la misma seguridad de poseer la razón, ya defiendas (correctamente) que el cambio climático es real o (incorrectamente) que no existe un vínculo entre los cigarrillos y el cáncer.
(A continuación, voy a presentar un ejemplo de esta tendencia que, por razones personales, no puedo evitar que me toque de cerca. Mis amigos más bien de izquierdas, preocupados por el medio ambiente, son críticos con los ataques
ad hominem
contra los científicos que advierten sobre los peligros del cambio climático. Ya sabes a qué me refiero: afirmar que los científicos se inventan datos debido a sus sesgos políticos o porque esperan obtener alguna ayuda del gobierno. En pocas palabras: calumniar a la persona en lugar de analizar las pruebas. Pero estos mismos amigos míos no tienen ningún problema en aceptar y amplificar el mismo tipo de tácticas cuando se utilizan contra mis colegas economistas: dicen que nos inventamos los datos debido a nuestros sesgos políticos o porque esperamos obtener alguna ayuda de una gran empresa. Intenté exponer este paralelismo a una persona ponderada, y
no llegué a ninguna parte. Era incapaz de comprender de qué le hablaba. Lo llamaría «tener un doble rasero», pero sería injusto porque insinuaría que es deliberado. No lo es. Es un sesgo inconsciente que es fácil ver en los demás pero muy difícil de detectar en uno mismo.)
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Nuestra reacción emocional a una afirmación estadística o científica no es una cuestión secundaria. Las emociones, más que la lógica, pueden dar forma a nuestras creencias, y con frecuencia lo hacen. Somos capaces de convencernos de creer en cosas extrañas y de dudar de pruebas claras para servir a nuestro partidismo político, seguir bebiendo café, evitar enfrentarnos a la realidad de que nos han diagnosticado VIH, o cualquier otra causa que implique una reacción emocional.
Pero no hay que desesperar. Aprender a controlar las emociones forma parte del proceso de hacerse adulto. El primer paso, muy sencillo, es ser consciente de estas emociones. Cuando veas alguna afirmación estadística, fíjate en tu reacción. Si sientes ofensa, triunfo, negación…, concédete un minuto. Luego, reflexiona. No es necesario que seas un robot privado de emociones, pero, igual que sientes, puedes y debes pensar.
La mayoría de nosotros no queremos engañarnos, ni siquiera cuando eso pueda ser socialmente ventajoso. Tenemos motivos para llegar a ciertas conclusiones, pero los hechos también importan. A mucha gente le gustaría ser estrella de cine, millonario o inmune a la resaca, pero pocas personas creen que de verdad lo son. El pensamiento ilusorio tiene límites. Cuanto más hagamos nuestro el hábito de contar hasta tres y seamos conscientes de nuestras reacciones viscerales, más probable será que nos acerquemos a la verdad.
Por ejemplo, un estudio dirigido por un equipo de
académicos demostró que la mayoría de las personas son capaces de distinguir el periodismo serio de las noticias falsas, y además están de acuerdo en que es importante divulgar la verdad, no las mentiras. Sin embargo, ese mismo grupo de personas compartían con despreocupación titulares como «Arrestados más de 500 “migrantes nómadas” con chalecos suicidas» porque en el momento en que clicaron «compartir» no se pararon a pensar. No pensaron «¿Es verdad?», ni «¿Creo que la verdad es importante?». Mientras navegaban por internet en ese estado de distracción constante que todos conocemos, se dejaron llevar por las emociones y su partidismo. La buena noticia es que lo único que necesitaban para filtrar gran parte de la desinformación era pararse a pensar un momento. No es difícil, está al alcance de todos. Lo que tenemos que hacer es adquirir el hábito de pararnos a pensar.
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Otro estudio descubrió que las personas más capaces de distinguir las noticias reales de las falsas también eran las que sacaban una puntuación más alta en lo que se denomina la «prueba de reflexión cognitiva».
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Estas pruebas —creadas por Shane Frederick, un economista conductual que se hizo famoso gracias al libro de Daniel Kahneman
Pensar rápido, pensar despacio
— planteaban preguntas como estas:
Un bate y una pelota juntos cuestan 1,10 dólares.
El bate cuesta un dólar más que la pelota.
¿Cuánto cuesta la pelota?
y
En un lago hay una zona de nenúfares. Todos los días la zona duplica su tamaño. Si la zona tarda 48 días en cubrir todo el lago, ¿cuánto tardaría en cubrir la mitad del lago?
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Mucha gente se equivoca al responder a estas preguntas la primera vez que las escucha, pero lo que se requiere para dar con la respuesta correcta no es inteligencia o una formación matemática, sino pararse un momento a pensar en la reacción visceral que sentimos. Shane Frederick señala que darse cuenta del error inicial, normalmente, es todo lo que se necesita para resolver el problema.
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Las preguntas de reflexión cognitiva nos invitan a sacar la conclusión errónea sin pensárnoslo. Y lo mismo hacen los memes incendiarios o los discursos demagógicos. Por esta razón debemos mantener la calma. Y por esta razón, también, muchas arengas persuasivas están diseñadas para encender nuestra lujuria, deseo, compasión o ira. ¿Cuándo fue la última vez que Donald Trump, o, en la misma línea, Greenpeace, tuiteó algo con la intención de que reflexionáramos con calma? Los persuasores de hoy no quieren que nos paremos a pensar. Quieren estresarte y hacerte sentir.
No tengas prisa.
Han van Meegeren fue arrestado casi justo después de que acabara la ocupación alemana. Debería haber sido juzgado y castigado por colaborar con los nazis.
Este astuto falsificador se hizo de oro durante la ocupación nazi. Poseía varias mansiones. Mientras Amsterdam se moría de hambre durante la guerra, Van Meegeren organizaba orgías periódicas en las que las prostitutas recibían como pago un puñado de perlas. Si no era un nazi, hizo todo lo que pudo por comportarse como uno de ellos. Fue amigo de los nazis y
celebró a lo grande la ideología nazi.
Van Meegeren ilustró y publicó un libro lujoso y malvado titulado Teekeningen 1
, lleno de poesías e ilustraciones grotescas y antisemitas que utilizaban toda la iconografía y los colores de los nazis. No reparó en gastos para publicar el libro, y no es de extrañar, si se tiene en cuenta quién iba a leerlo. Se entregó una copia en mano a Adolf Hitler con una dedicatoria en carboncillo escrita a mano: «Para mi amado Führer, un tributo de agradecimiento. Han van Meegeren».
Este ejemplar se encontró en la biblioteca de Hitler.
Para comprender qué ocurrió luego, debemos comprender las emociones, no la lógica. Los holandeses estaban decepcionados con ellos mismos después de cinco años de ocupación alemana. Anne Frank fue solo la más famosa de los muchos judíos que fueron deportados de Holanda y exterminados; en Holanda se deportó una proporción mucho más alta de judíos que en Francia o Bélgica.
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Van Meegeren, por descontado, era un colaboracionista. Pero en la estela de la guerra los holandeses se cansaron de hacer desfilar por los juzgados a hombres como él, mes tras mes. Deseaban con desesperación una historia más inspiradora, igual que Abraham Bredius quería encontrar desesperadamente un Vermeer con influencias de Caravaggio. De nuevo, Van Meegeren produjo lo que quería la gente: en esta ocasión, una historia liviana de audacia y engaño en la que un holandés devolvía el golpe a los nazis.
Los hombres encargados de procesar a Van Meegeren pronto se convirtieron en sus cómplices involuntarios. Montaron un absurdo acto publicitario en el que Van Meegeren «demostró» que era un falsificador y no un traidor pintando un cuadro con el estilo de Emaús
. Uno de los emocionados titulares aseguraba:
«Pinta por su vida». Los periódicos de los Países Bajos y de todo el mundo no podían dejar de admirar al gran artista del espectáculo.
Luego llegó el juicio, un circo mediático en el que el carismático Van Meegeren era el maestro de ceremonias. Se inventó una historia: había falsificado arte solo para demostrar su valía como artista y para dejar como idiotas a los expertos. Cuando el juez le recordó que había vendido las falsificaciones a precios altos, respondió: «Si las hubiera vendido baratas, habría sido obvio que eran cuadros falsos». En la sala se oyeron carcajadas; Van Meegeren los tenía a todos encantados. Un hombre que debería haber sido considerado un traidor remodeló su reputación en la de un patriota, incluso en la de un héroe. Manipuló las emociones de los holandeses como había manipulado las emociones de Abraham Bredius antes de la guerra.
No solo los holandeses se tragaron la historia del hombre que le había tomado el pelo a Göring. Van Meegeren encontró a un montón de personas dispuestas a exagerar los detalles de su historia. Sus primeros biógrafos lo convirtieron en un embaucador incomprendido, herido porque habían rechazado su arte pero feliz por haber engañado a los ocupantes de su país. Una escena recurrente es la de que a Göring, mientras esperaba a que lo juzgaran en Nuremberg, le contaron que Van Meegeren le había engañado y «pareció como si por primera vez tomara conciencia de que el mal existía». Una vez se oye esta anécdota, es difícil no repetirla. Pero, igual que los pointillés
en la hogaza, es un revelador detalle igual de falso.
Si el ejemplar de Teekeningen 1
con la dedicatoria personal a Hitler se hubiera encontrado antes del juicio a Van Meegeren, la historia del falsificador valiente se habría desmoronado. La
verdad sobre Van Meegeren habría sido evidente. ¿O no?
La incómoda verdad sobre Teekeningen 1
es que el ejemplar en la biblioteca de Hitler se encontró casi de inmediato. De Waarheid
, un diario de la resistencia holandesa, había anunciado su descubrimiento el 11 de julio de 1945. Pero no importó; nadie quería saberlo. Van Meegeren se desentendió, aseguró que había firmado cientos de ejemplares y que esa dedicatoria debió de añadirla otra persona. Hoy habría descalificado la información del periódico como «noticias falsas».
Era una excusa ridícula, pero Van Meegeren había logrado hipnotizar a los fiscales igual que había hecho con Bredius, distrayéndolos con detalles interesantes y vendiéndoles la historia que querían creer.
En la declaración final frente al tribunal volvió a asegurar que no lo había hecho por el dinero, que solo le había dado problemas. Era una afirmación temeraria: recordemos que mientras Amsterdam pasaba hambre durante la guerra, Van Meegeren adornaba sus mansiones con prostitutas, joyas y prostitutas que llevaban joyas. No importó: los periódicos y la población se tragaron la historia.
Después de que lo hallaran culpable por falsificación, Van Meegeren salió de la sala entre gritos de júbilo. Le había puesto el broche a una estafa mucho más audaz: un fascista y un fraude se convirtieron en el valiente héroe del pueblo holandés. Abraham Bredius quería con desesperación un Vermeer. Los holandeses querían con desesperación símbolos de la resistencia a los nazis. Han van Meegeren sabía cómo dar a los demás lo que querían.
Antes de cumplir con un solo día de su condena, Van Meegeren murió de un ataque al corazón el 30 de diciembre de
1947. Una encuesta de opinión que se había hecho unas semanas antes lo definía como el hombre más popular del país después del primer ministro.
Si el pensamiento ilusorio puede convertir una burda falsificación en un Vermeer, o a un vil nazi en un héroe nacional, puede convertir una estadística dudosa en una prueba sólida, y una prueba sólida en una noticia falsa. Pero no tiene por qué ser así. Hay esperanza. Hemos comenzado un viaje de descubrimiento para saber cómo los números pueden ayudarnos a comprender el mundo. El primer paso es que cuando recibamos alguna información nueva nos paremos a pensar, analicemos nuestras emociones y advirtamos si nos estamos esforzando para llegar a una conclusión concreta.
Cuando nos topamos con una afirmación estadística sobre la realidad, y pensamos en compartirla en las redes sociales o en escribir una refutación brutal, deberíamos preguntarnos: «¿Cómo hace que me sienta?».
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Y no deberíamos hacer eso únicamente por nosotros mismos, sino como un deber social. Hemos visto lo fuerte que puede ser la presión social a la hora de influir en lo que creemos y pensamos. Al pararnos un momento, controlamos nuestras emociones y el deseo de afirmar una afiliación partidista, y nos comprometemos a sopesar con calma los hechos; no solo pensamos con más claridad, sino que modelamos un pensamiento más claro también para los demás. Es posible adoptar una posición no como miembro de una tribu política sino como alguien que quiere reflexionar y razonar de manera equilibrada. Yo quiero dar este tipo de ejemplo. Y espero que tú también.
Van Meegeren comprendió demasiado bien que lo que sentimos da forma a lo que pensamos. Sí, la experiencia y el conocimiento técnico son importantes, pero el aspecto técnico de cómo comprender los números lo veremos en los próximos capítulos. Si no dominamos nuestras emociones, ya sea cuando nos dicen que dudemos o cuando nos dicen que creamos, correremos el peligro de engañarnos.