Segunda regla
Sopesa la experiencia personal
A vista de pájaro lo puedes contemplar todo…
A vista de gusano no tienes esa ventaja. Solo ves lo que tienes delante.
MUHAMMAD YUNUS [1]
C uando acepté presentar More or Less , me parecía un trabajo de ensueño. Desmontar las absurdidades numéricas de las noticas era divertido, y al mirar por el telescopio estadístico no paraba de aprender cosas nuevas e interesantes. No obstante, había un problema: cada vez que hacía el trayecto hasta los estudios de la BBC para grabar el programa, sentía que mi experiencia personal contradecía algunas estadísticas que parecían creíbles.
Permíteme explicarlo. Ese trayecto no era el viaje más glamuroso del mundo. Para llegar a White City, en el oeste de Londres, desde Hackney, en el este, me abría paso a toda prisa por una calle atiborrada, tomaba un autobús de dos pisos repleto de gente y contemplaba el tráfico mientras avanzábamos lentamente hacia Bethnal Green, la estación de metro. Si en el autobús había gente, en el vagón había más. En comparación, una lata de sardinas parecía una suite de hotel. En el andén me unía a la optimista multitud de pasajeros que esperábamos encontrar un vagón hacia Central Line con el espacio mínimo para colarnos dentro. No estaba claro, ni mucho menos. Con frecuencia teníamos que esperar al segundo o al tercer metro antes de poder escurrirnos entre otros pasajeros gruñones que se habían subido más al este. Ni hablar de encontrar un asiento libre.
Fue esta experiencia la que puso en duda mi opinión de lo que los números podían ayudarnos a comprender el mundo porque, cuando miraba las estadísticas sobre la ocupación real del transporte público en Londres, contradecían de plano las pruebas que veía con mis ojos y, en los días calurosos, que olía con mi nariz. Aquellas estadísticas aseguraban que la media de ocupación en un autobús de Londres era de unas doce personas, un número nimio si se compara con los sesenta y dos asientos disponibles del autobús de dos pisos que cogía cada mañana. [2] Parecían erróneas. Algunos días tenía a más de doce personas al alcance de la mano, por no hablar de cuántas había en total en el autobús.
Las cifras de ocupación del metro eran aún más irreales. Según Transport for London, la capacidad máxima de uno de estos trenes es de más de un millar de personas. [3] Pero ¿cuál era la ocupación media? Menos de 130 personas. [4] ¿Cómo era posible? En un tren de Central Line ni siquiera te cruzarías con esas 130 personas. Cabrían en un solo vagón y los otros siete quedarían vacíos. Y no se trata de la ocupación durante las horas tranquilas, sino la media. ¿Debía creer que estas estadísticas —12 personas en un autobús, 130 personas en el metro— reflejaban la realidad? Por supuesto que no; cada vez que iba a trabajar no solo me costaba llegar al vagón, sino que tenía problemas para llegar al andén. Por fuerza los vagones iban más llenos de lo que decían las estadísticas.
En el estudio de radio, alababa las virtudes del pensamiento estadístico. Pero de camino al estudio mi experiencia diaria me decía que estas estadísticas en particular tenían que estar equivocadas.
La contradicción entre lo que vemos con nuestros ojos y lo que afirman las estadísticas puede ser muy real. En el capítulo anterior vimos que es importante no dejarse engañar por los sentimientos personales. Puesto que soy un detective de datos confeso, cabría esperar que dijera eso mismo sobre las experiencias personales. Al fin y al cabo, ¿a quién vamos a creer? ¿A una fiable hoja de cálculo o a nuestros ojos fraudulentos?
La verdad es más compleja. No deberíamos descalificar nuestras experiencias personales como si fueran sentimientos, al menos no sin antes reflexionar un poco. A veces las estadísticas nos proporcionan una forma mucho mejor de comprender el mundo; otras veces nos desorientan. Debemos saber sopesar cuándo las estadísticas entran en conflicto con nuestra experiencia diaria y, en estos casos, decidir en qué creer.
Entonces ¿qué deberíamos hacer cuando las cifras dicen una cosa y la vida cotidiana otra? De eso trata este capítulo.
Podemos empezar por investigar de dónde provienen las estadísticas. En el caso del transporte público, los datos son de Transport for London (TfL), la organización gubernamental que supervisa las carreteras y el transporte público. Pero ¿cómo saben los analistas de TfL cuántas personas se suben al autobús o al metro? Es una buena pregunta, y la respuesta es que no lo saben. Sin embargo, pueden hacer una buena conjetura. Hace años estas estimaciones se basaban en estudios que realizaban los investigadores con portapapeles y cuestionarios en las paradas de autobús o de metro. Sin duda era un método agotador, aunque es improbable que introdujera tantos errores como para explicar la gran disparidad entre mi experiencia y las cifras oficiales de ocupación.
En cualquier caso, en la era de los pagos inalámbricos es mucho más fácil calcular el número de pasajeros. La gran mayoría de los viajes de autobús los hacen personas con el chip de identificación inalámbrico de la tarjeta bancaria, la tarjeta Oyster de TfL o el móvil. Los científicos de datos del TfL pueden comprobar cuándo y dónde se utilizan estos dispositivos. Todavía deben suponer cuándo se baja el pasajero, pero a menudo es posible hacerlo: por ejemplo, pueden rastrear el viaje de vuelta más tarde en esa misma área. O pueden ver que hemos utilizado la tarjeta en un servicio de conexión: cada vez que entro en la red de metro en Bethnal Green, un minuto después de que el autobús en el que iba llegara a la zona, TfL puede concluir con cierta seguridad que he ido en autobús hasta la parada de Bethnal Green, pero no más allá.
En el metro de Londres los pasajeros entran y salen, pero TfL no sabe qué rutas hacen por la red, en la que hay varias alternativas plausibles. TfL, por lo tanto, no sabe lo llenos que van los trenes. De nuevo, puede hacerse una idea utilizando en ocasiones las encuestas en papel para completar la imagen de cómo se mueven los pasajeros.
Pronto las estimaciones serán más precisas. El 8 de julio de 2019, TfL adoptó un sistema para utilizar las redes wifi y medir la ocupación de los diferentes tramos del metro de Londres. Cuantos más móviles traten de conectarse a la red wifi, más llena estará una estación en particular. Este sistema, en principio, permitirá que TfL detecte las masificaciones y otros problemas en tiempo real. (Hablé con el equipo de datos de TfL el día después de que adoptaran este sistema. Estaban adorablemente emocionados.) [5]
Por lo tanto, las estadísticas son como mínimo plausibles. No podemos rechazarlas porque estén equivocadas.
El siguiente paso es buscar las razones de por qué nuestra experiencia personal es tan diferente. En mi caso, el punto de partida obvio es que hago los trayectos en hora punta y en uno de los tramos más utilizados de la red. No es de extrañar que esté a tope.
Pero esta línea de pensamiento es más profunda. Es posible que la mayoría de los trenes no vayan llenos y, a la vez, que la mayoría de las personas viajen en trenes llenos. Para ilustrarlo de forma un poco extrema, imagina que una línea de metro hipotética funciona con diez trenes al día. El tren de la hora punta lleva a un millar de personas abarrotadas. El resto de los trenes no llevan ni un solo pasajero. ¿Cuál es la ocupación media? Cien personas, lo cual es una cifra no muy lejana a la que proporciona el metro de Londres. Pero ¿cuál es la experiencia del pasajero común en esta situación? Todos y cada uno de ellos van en un vagón repleto de gente.
La situación real del metro de Londres no es tan extrema. No hay vagones vacíos, pero en ocasiones llevan a muy pocas personas, sobre todo cuando van en dirección contraria al flujo de los desplazamientos. Y, cuando vayan tan vacíos, muy pocos pasajeros serán testigos de ello. Esas estadísticas cuentan la verdad, pero no toda la verdad.
Por descontado, hay formas alternativas de sopesar el problema de la sobreocupación. En lugar de medir la ocupación de un tren medio, podríamos valorar la situación a la que se enfrenta un pasajero común: de cien trayectos en metro, ¿cuántos los hace en vagones atestados? Esa sería una forma mejor de valorar la experiencia de los pasajeros, y, de hecho, TfL está reconduciendo la recolección y organización de los datos para generar estadísticas que reflejen la situación de los pasajeros, no de los trenes.
Pero no hay una sola medición objetiva que nos diga lo llenos que van los vagones del transporte público. Como pasajero, me da la impresión de que todos los autobuses a los que me subo emplean toda su capacidad. Pero las estadísticas de TfL muestran, con razón, que muchos autobuses hacen los trayectos, en gran medida, vacíos. Esto se debe a que los autobuses no aparecen en las zonas con mucho tráfico por arte de magia; cuando llegan al final de la ruta, dan la vuelta y la comienzan de nuevo. A T fL le preocupa que la ocupación sea baja porque los autobuses cuestan dinero, ocupan espacio en las calles y contaminan. La ocupación media, por lo tanto, es un dato importante para la empresa.
En resumen, mis ojos me decían algo importante y verdadero sobre la red de transporte de Londres. Pero las estadísticas me decían otra cosa, igualmente importante y verdadera, algo que yo no podría haber sabido de otra forma. En ocasiones, la experiencia personal nos dice una cosa, las estadísticas nos dicen otra bastante diferente, y ambas son verdad.
No siempre es así, desde luego. Recordemos el descubrimiento de que un alto consumo de tabaco multiplicaba el riesgo de cáncer por dieciséis. Mucha gente, basándose en su propia experiencia personal, podría ser escéptica respecto a este dato. Quizá tu tía nonagenaria que encadena un cigarrillo tras otro está sana como una manzana, mientras que la única persona que conoces que ha muerto de cáncer de pulmón no había fumado un cigarrillo en su vida.
En principio, no parece que esto difiera mucho de las contradicciones que había entre mi experiencia en el transporte público y las estadísticas de TfL. Pero en este caso hay razones para desechar la experiencia personal y confiar en las estadísticas. Aunque multiplicar por dieciséis el riesgo no es un efecto menor, el cáncer de pulmón es lo bastante inusual para confundir a nuestra intuición. El mundo está lleno de patrones que son demasiado sutiles o raros para detectarlos con nuestros propios ojos, y un patrón no debe ser muy sutil ni raro para que sea difícil identificarlo sin las lentes estadísticas.
Lo dicho vale para muchas enfermedades o tratamientos médicos. Cuando nos sentimos mal —ya sea porque nos duele la cabeza o sufrimos depresión, por dolor en la rodilla o por una mancha antiestética—, buscamos soluciones. Hace poco, mi mujer empezó a quejarse de un dolor agudo en el hombro cada vez que levantaba el brazo; era lo bastante molesto como para que le costara vestirse o le impidiera alcanzar un objeto en una estantería alta. Pasados unos días, fue al fisioterapeuta, quien diagnosticó el problema y le prescribió unos ejercicios incómodos que mi mujer hizo diligentemente cada día. Unas semanas después, me dijo:
—Creo que el hombro está mejorando.
—¡Uau, parece que la fisioterapia ha funcionado! —contesté.
—Quizá —dijo mi mujer, que es una experta en detectar a un kilómetro de distancia mis trampas estadísticas—, o quizá habría mejorado de todos modos.
En efecto. Desde el punto de vista de mi mujer, no importaba. Lo que ella quería era que se le curara el hombro, y las pruebas que le aportaban sus propios sentidos eran el único criterio relevante. Pero, respecto a la pregunta de si los ejercicios eran la causa de la recuperación, su experiencia personal no le servía de mucho… Y desde el punto de vista no de mi mujer sino de los futuros sufridores de dolor en el hombro, la causalidad es lo que importa. Tenemos que saber si los ejercicios ayudan o si hay otra forma de hacer las cosas.
Lo mismo es cierto para cualquier otro tratamiento, ya sea una dieta, una terapia, ejercicios, antibióticos o calmantes: está bien que nos sintamos mejor, pero las generaciones futuras deben saber si nos sentimos mejor por algo que hemos hecho o si eran rituales vacuos e inútiles que costaban tiempo y dinero y generaban efectos secundarios indeseados. Por esta razón, confiamos en las pruebas aleatorias para cualquier tratamiento, idealmente lo comparamos con el mejor tratamiento disponible o con un tratamiento falso llamado placebo. No se trata de que nuestra experiencia personal sea irrelevante, sino que no nos proporciona la información que necesitamos para ayudar a quienes vengan detrás.
Cuando la experiencia personal y las estadísticas parecen entrar en conflicto, un análisis más profundo de la situación puede revelar las razones específicas de por qué es muy probable que la experiencia personal sea una fuente poco segura. Consideremos la idea de que la vacuna contra el sarampión, las paperas y la rubeola (MMR, por sus siglas en inglés) aumenta el riesgo de que un niño desarrolle autismo. No es verdad, pero poco menos de la mitad de la población está convencida de ello. [6]
Gracias a la perspectiva estadística podemos afirmar con seguridad que no existe relación alguna entre la MMR y el autismo. Puesto que el autismo no es común, debemos comparar las experiencias de varios miles de niños que han recibido la vacuna y aquellos que no. Un estudio amplio, en Dinamarca, hizo justo eso: analizó a 650.000 niños. A la mayoría de ellos les pusieron la vacuna a los quince meses y les hicieron un seguimiento durante cuatro años, y a 30.000 niños no les pusieron la vacuna. Cerca de un 1 por ciento de los niños fueron diagnosticados con autismo, y fue algo que se cumplió tanto en los niños vacunados como en los no vacunados. (Y los no vacunados, por supuesto, tenían más riesgo de contraer estas peligrosas enfermedades.) [7]
Entonces ¿por qué tantas personas siguen siendo escépticas? En parte, tristemente, por las publicaciones imprudentes sobre esta cuestión. Pero las dudas persisten también porque mucha gente ha conocido a niños que les diagnosticaron autismo poco después de la vacuna MMR, y a unos padres que creen que la culpable es la vacuna. Imagina que le pones la vacuna a tu hijo y poco después le diagnostican autismo. ¿Relacionarías ambos hechos? Como mínimo, sería difícil que no te hicieras algunas preguntas.
De hecho, la prevalencia de estas anécdotas no es sorprendente porque el autismo suele diagnosticarse en dos edades: las enfermeras de pediatría observan las primeras señales de la enfermedad a los quince meses; si no se detecta entonces, el diagnóstico suele llegar después de que el niño empiece el colegio. [8] Y las dos dosis de la vacuna MMR suelen administrarse en momentos cercanos a estas edades. Encontrar una explicación convincente sobre por qué nuestra experiencia personal no encaja con los datos estadísticos debería tranquilizarnos para dejar de lado las dudas y confiar en las cifras.
Un ejemplo menos controvertido es nuestra relación con la televisión y otros medios. Muchas personas que aparecen en televisión son más ricas que tú y que yo. Casi por definición, son más famosas que tú y que yo. Es muy probable que sean más guapas que tú y que yo, y sin duda son más guapas que yo (por alguna razón trabajo en la radio). Cuando reflexionamos sobre lo famosa, atractiva o rica que es una persona, no podemos evitar que nuestro juicio se vea determinado por el hecho de que muchas de las personas que conocemos, las conocemos a través de los medios; son atractivas, famosas y ricas. Si reflexionamos, nos damos cuenta de que los personajes de la televisión no son una representación aleatoria de la población, pero es difícil desembarazarse de la sensación de que sí lo son.
Los psicólogos tienen un nombre para esa tendencia que nos lleva a confundir nuestra perspectiva con algo más universal: se llama «realismo ingenuo», la sensación de que estamos viendo la realidad tal como es, sin filtros ni errores. [9] El realismo ingenuo puede hacernos descarriar de mala manera cuando confundimos nuestra perspectiva personal del mundo con alguna verdad universal. Nos sorprende cuando en unas elecciones no sale el resultado que esperábamos: todos en nuestro círculo social pensaban como nosotros, entonces, ¿por qué la nación ha votado en otro sentido? Las encuestas de opinión no siempre resultan ser correctas, pero puedo asegurar que tienen un mejor historial de predicción que la mera opinión de tu círculo de amistades.
El realismo ingenuo es una ilusión poderosa. Piensa en los hallazgos de una investigación llevada a cabo por la empresa de estudios de mercado Ipsos MORI. MORI entrevistó a casi 30.000 personas de treinta y ocho países sobre un amplio abanico de cuestiones sociales, y descubrió que —como, cabe suponer, la mayoría de nosotros— no estaban en sintonía con lo que las estadísticas creíbles mostraban: [10]
a) Estamos equivocados sobre la tasa de asesinatos. Pensamos que está creciendo desde el año 2000, pero en la mayoría de los países donde se ha realizado la encuesta está cayendo. b) Creemos que las muertes por terrorismo han sido más altas en los últimos quince años que en los quince años anteriores; no es así, están disminuyendo.
c) Creemos que el 28 por ciento de los presos son inmigrantes. Ipsos MORI calcula que la verdadera proporción en los países donde se ha realizado la encuesta es del 15 por ciento.
d) Creemos que el 20 por ciento de las chicas adolescentes dan a luz cada año. Piénsalo, esta cifra es biológicamente imposible. Una chica de dieciocho años lleva seis años siendo adolescente, de modo que, si cada año tiene un 20 por ciento de posibilidades de tener un hijo, la mayoría de las mujeres de dieciocho años serían madres. (La cuestión es que las que tienen varios hijos durante la adolescencia compensan a las que no tienen ninguno.) Mira alrededor: ¿es verdad? La cifra correcta, afirma Ipsos MORI, es que el 2 por ciento de las adolescentes dan a luz cada año. (8)
e) Creemos que el 34 por ciento de la población tiene diabetes. La cifra correcta es el 8 por ciento.
f) Creemos que el 75 por ciento de las personas tienen una cuenta en Facebook. La cifra correcta cuando se hizo el estudio, en 2017, era del 46 por ciento.
¿Por qué son tan erróneas nuestras percepciones del mundo? Es difícil saberlo, pero una posibilidad es que sacamos nuestras conclusiones de los medios de comunicación. No se trata de que un periódico o un canal reputado nos dé datos equivocados, aunque también ha ocurrido. El problema es que las noticias están repletas de historias de ganadores de lotería y de amoríos de cuento de hadas, de atrocidades terroristas y de terribles asaltos de criminales, y, por descontado, de las últimas tendencias, que con frecuencia no son tan populares como parecen. Ninguna de estas historias refleja la vida cotidiana; todas ellas son memorables visceralmente y parece que tengan lugar en nuestro propio salón. Y a partir de ellas formamos nuestras impresiones.
Así lo explica el gran psicólogo Daniel Kahneman en Pensar rápido, pensar despacio : «Cuando no encontramos pronto una respuesta satisfactoria a una pregunta difícil, encontramos una pregunta relacionada más fácil y la respondemos». En lugar de preguntarnos: «¿Es probable que me mate un terrorista?», nos preguntamos: «¿He visto hace poco alguna noticia sobre terrorismo?». En lugar de pensar: «De todas las adolescentes que conozco, ¿cuántas son ya madres?», nos preguntamos: «¿Recuerdo alguna noticia reciente sobre los embarazos en adolescentes?».
Estas noticias, en cierta forma, son datos. No son datos representativos, pero sin duda influyen en nuestra visión del mundo. Para decirlo en la terminología de Kahneman, son «respuestas rápidas»: inmediatas, intuitivas, viscerales y poderosas. Las «respuestas lentas», aquellas que se basan en una comprensión reflexiva de información sin sesgos, no son las que suelen apelar a nuestra mente. Pero, como veremos, hay formas de consumir más información lenta y tener así una dieta más equilibrada.
Hasta el momento hemos visto casos en que las estadísticas lentas, ponderadas y meticulosas son mucho más fiables que las estadísticas rápidas, más inmediatas e inexactas, y situaciones en las que ambas nos dan una perspectiva útil del mundo. Pero ¿existen casos en los que deberíamos fiarnos más de nuestras impresiones personales que de los datos?
Sí. Hay ciertas cosas que no podemos aprender de una hoja de cálculo.
Consideremos el libro de Jerry Z. Muller The Tyranny of Metrics . Tiene 220 páginas. La media de cada capítulo son 10,18 páginas, y contiene 17,76 notas. Hay cuatro críticas elogiosas en la cubierta, y el libro pesa 421 gramos. Pero, por descontado, ninguna de estas cifras nos dice lo que queremos saber: de qué habla el libro y si deberíamos tomárnoslo en serio. Para comprender el libro tendrás que leerlo o confiar en la opinión de alguien que lo haya leído.
Jerry Muller aborda el problema con cierto tipo de «estadísticas lentas», aquellas que se utilizan como parámetros de administración u objetivos de rendimiento. Las cifras de la estadística pueden revelarnos hechos o tendencias que sería imposible ver de otra forma, pero con frecuencia los ejecutivos o los políticos sin un conocimiento específico o de primera mano las utilizan como sustituto de su experiencia. Por ejemplo, si un grupo de médicos recaba y analiza datos de los resultados clínicos, lo más probable es que aprendan algo que les ayude a mejorar en su trabajo. Pero si los jefes de estos médicos deciden vincular bonificaciones o promociones profesionales a la mejora de estas cifras, generarán consecuencias no deseadas. Por ejemplo, varios estudios han encontrado pruebas de cirujanos cardíacos que se han negado a operar a los pacientes más enfermos por miedo a perjudicar sus tasas de éxito. [11]
En mi libro El poder del desorden dedico un capítulo a describir casos similares. Hubo una época en que el gobierno del Reino Unido recabó datos sobre cuántos días debía esperar un ciudadano a que le dieran una cita con el médico, lo cual es una información útil. Pero entonces el gobierno fijó un objetivo para reducir el tiempo medio de espera. Como es lógico, los médicos reaccionaron rehusando cualquier cita por adelantado; los pacientes tenían que llamar cada mañana y esperar estar entre los primeros que el médico iba a atender. Por definición, los tiempos de espera nunca superaban un día.
¿Qué ocurrió cuando una clasificación muy consultada de universidades estadounidenses, la US News and World Report, distinguió a las instituciones más selectivas? Que las universidades con un exceso de suscripciones se pelearon por atraer nuevos solicitantes y poder rechazarlos y, así, parecer más selectivas.
Por otro lado, también existió el famoso «conteo de cuerpos» que adoptó el secretario de Defensa de Estados Unidos, Robert McNamara, durante la guerra de Vietnam. Cuantos más enemigos eliminemos, razonaba McNamara, más cerca estaremos de la victoria. Siempre fue una idea sospechosa, pero el conteo de cuerpos pronto se convirtió en una cifra informal para clasificar unidades y designar ascensos, por lo que a menudo se exageraba. Además, como a veces era más fácil contar enemigos que ya estaban muertos que matar a nuevos enemigos, contar cuerpos se convirtió en un objetivo militar en sí mismo. Era arriesgado, y era inútil, pero respondía al incentivo sesgado que había establecido McNamara.
Este episodio muestra que las estadísticas no siempre son buenas, pero no es difícil adivinar por qué las quería McNamara. Estaba intentando comprender y controlar una situación distante, de la que no tenía experiencia como soldado. Hace unos años entrevisté al general H. R. McMaster, un experto en los errores cometidos en Vietnam. Me contó que en el ejército solían creer que «con una pantalla de ordenador se podía comprender la situación».
No se podía. En ocasiones es necesario estar en el lugar para comprender, sobre todo cuando la situación cambia con rapidez o contiene detalles difusos, difíciles de cuantificar, algo habitual en un campo de batalla. El premio Nobel de Economía Friedrich Hayek tenía una expresión para el tipo de conciencia que es difícil captar con cifras y mapas: el «conocimiento de las circunstancias particulares del tiempo y el espacio».
Los científicos sociales comprendieron hace tiempo que las estadísticas son especialmente perniciosas cuando se utilizan para controlar el mundo, en lugar de para comprenderlo. Los economistas suelen citar a su colega Charles Goodhart, quien escribió en 1975: «Cualquier regularidad estadística observada tenderá a colapsarse cuando se la quiera controlar por medio de la presión». [12] (Más conciso: «Cuando una cifra se convierte en un objetivo, deja de ser una buena cifra».) Los psicólogos aluden a Donald T. Campbell, quien más o menos al mismo tiempo explicó: «Cuanto más se utilice un indicador social cuantitativo para la toma de decisiones sociales, más sujeto estará a la presión de la corrupción y más apto será para distorsionar y corromper los procesos sociales que pretendía controlar». [13]
Goodhart y Campbell detectaron el mismo problema básico: una medición estadística es una referencia bastante decente para algo importante, pero casi siempre es una mera referencia, no el problema real. Cuando utilizamos esta referencia como un objetivo que se debe mejorar, o como medición para controlar a otros desde la distancia, se distorsionará, se falsificará o se socavará. El valor de la cifra se evaporará.
En 2018, visité China con mi familia. Ese viaje me enseñó que no debería decantarme por las estadísticas rápidas ni por las lentas; la mejor comprensión se obtiene de combinar ambas.
Las estadísticas lentas cuentan una historia conocida (conocida, al menos, para maníacos de la economía como yo). En China, la renta per cápita se ha multiplicado por diez desde 1990. Desde principios de la década de 1980, el número de personas extremadamente pobres ha caído en 750 millones de personas, bastante más que la mitad de la población total del país. En los últimos tres años, China ha utilizado más cemento que Estados Unidos en todo el siglo XX . Sobre el papel, es la explosión más espectacular de actividad económica en la historia de la humanidad.
No obstante, verlo con nuestros propios ojos es una experiencia por completo diferente. Ninguna estadística me preparó para el viaje por Guangdong, la provincia del sur de China que ha sido la abanderada del crecimiento. Empezamos en Hong Kong —la ciudad de los rascacielos por antonomasia— y pasamos a su gemela continental, Shenzhen. Allí, bajo la sombra del rascacielos Ping An, que empequeñece el Empire State Building, tomamos un tren bala que cruzaba la provincia.
Si en Londres las torres se erigen solitarias o en grupos de dos o tres, en Shenzhen hay agrupaciones de una docena de monolitos idénticos, atiborrados de apartamentos, hombro con hombro. Al lado de un grupo, otro con una docena de edificios de diseño diferente. Y luego otro, y otro. Aquí y allí, separados por la niebla, grupos de grandes rascacielos como los de Manhattan. Las torres se desperdigaban durante todo el camino (o así me lo pareció) hasta la ciudad de Guangzhou… Unos cuarenta y cinco minutos de trayecto a toda velocidad a través de un panorama de cemento infinito.
Acabamos la jornada en la China profunda, en el paisaje de postal de Yangshuo. Pero, a pesar del entorno idílico, no pude dormir. Las infinitas torres no dejaban de pasar por mi mente. ¿Qué habría ocurrido si hubiéramos perdido a nuestro hijo de seis años en medio de Guangdong? Mis insomnes angustias iban de un lado a otro entre mi familia y el mundo. Tanta gente. Tanto cemento. ¿Cómo va el planeta a sobrevivir a esto?
Por descontado, no había nada en esta experiencia que contradijera los datos económicos; las dos perspectivas sobre el crecimiento de China eran complementarias. Pero la sensación era muy distinta. Las «estadísticas lentas» me exigían reflexionar y calcular; procesar las cifras y comprender la lógica de lo que implicaban para la China moderna suponía un esfuerzo. El viaje en tren, en cambio, me proporcionó «estadísticas rápidas». Apelaba a una forma de pensar diferente y más intuitiva; mientras me formaba rápida y automáticamente mis impresiones, comparaba Guangzhou con las ciudades que conocía en mi país y me angustiaba el peligro que suponía para mis seres queridos. (9)
Ambas formas de comprender el mundo tienen sus ventajas y sus propias trampas. Muhammad Yunus, economista, pionero de la microfinanciación y premio Nobel de la Paz, ha comparado la «vista de gusano» de la experiencia personal con la «vista de pájaro» de las estadísticas. El gusano y el pájaro ven el mundo de manera muy diferente, y el profesor Yunus tiene razón al enfatizar la ventaja de ver de cerca.
Pero los pájaros también ven mucho. El profesor Yunus, al prestar atención a las mujeres pobres que lo rodeaban en Bangladesh, vio una oportunidad para mejorar su vida al ofrecerles préstamos más baratos y desencadenar una generación de microemprendedoras. Pero esta intuición debe contrastarse con estadísticas rigurosas. El proyecto de los microcréditos que Yunus popularizó tanto se ha analizado ahora de forma más profunda, utilizando pruebas aleatorias en las que los préstamos que solicitan grupos de personas similares son aceptados o rechazados de manera aleatoria. (Es igual que una prueba clínica en la que a algunos pacientes les administran un nuevo fármaco y a otros les dan un placebo.) Los resultados de estos experimentos suelen revelar que los beneficios de recibir pequeños préstamos son bastante modestos y temporales. Si se hacen estas pruebas rigurosas a otras estrategias —por ejemplo, dar a las microemprendedoras pequeños pagos en metálico junto con el asesoramiento de un mentor—, descubriremos que el proyecto de «dinero en metálico y mentor» tiene más probabilidades de mejorar los ingresos de estas pequeñas empresas que los créditos. [14]
Las pruebas estadísticas pueden parecernos secas y superficiales. No nos afectan de la misma forma memorable e instintiva que nuestra experiencia personal. Pero nuestra experiencia personal es limitada. En mi viaje a China estuve en lugares turísticos, aeropuertos y estaciones de tren de alta velocidad. Sería un error grave creer que vi todo lo importante.
No hay una respuesta fácil para equilibrar la vista de pájaro con la vista de gusano, entre la información amplia, rigurosa, pero seca, que nos dan las cifras, y las lecciones ricas pero paradójicas de la experiencia personal. Tenemos que recordarnos de continuo qué estamos aprendiendo y qué podemos estar pasando por alto. En las estadísticas, como en cualquier otra disciplina, la lógica pura y las impresiones personales son más efectivas cuando se refuerzan y se corrigen mutuamente. Lo ideal es encontrar la mejor forma de combinarlas.
Anna Rosling Rönnlund, de la fundación sueca Gapminder, que lucha contra las ideas falsas del desarrollo global, intentó crear un método. Su objetivo era reducir la distancia entre las estadísticas rápidas y las lentas —entre la vista de gusano y la de pájaro— utilizando una ingeniosa página web: Dollar Street.
En Dollar Street se puede comparar la vida de la familia Butoyi de Makamba, en Burundi, con la de la familia Bi de Yunnan, en China. Imelda Butoyi es granjera. Ella y sus cuatro hijos viven con 27 dólares al mes. Bi Hua y Yue Hen son emprendedores. Su familia disfruta de unos ingresos de 10.000 dólares al mes. No es sorprendente que la vida con 27 dólares al mes sea muy diferente a la vida con 10.000 dólares al mes. Pero las cifras por sí solas no transmiten la diferencia de una manera intuitiva, o que podamos comparar con nuestra propia vida.
Dollar Street aborda esta cuestión, dentro de las posibilidades de una pantalla de ordenador, presentando cortometrajes y miles de fotografías de las diferentes habitaciones y de los objetos cotidianos: unos fogones, una lámpara, un juguete, un recipiente para guardar la sal, un teléfono, una cama. Se toman unas 150 fotografías de cada hogar y se retratan los objetos de la misma manera, siempre que sea posible. Las imágenes hablan con claridad.
Las fotografías del hogar de Imelda Butoyi dan una impresión mucho más vívida que la estadística precisa, aunque superficial, de que gana 27 dólares al mes. La casa tiene paredes de adobe y un techo de paja y adobe. La luz proviene de una fogata. El lavabo son unas tablas sobre un agujero en el exterior de la casa. El suelo es de tierra compacta. ¿Los juguetes de los niños? Solo hay un par de libros de dibujos.
En comparación, el hogar de la familia Bi dispone de una ducha moderna, un inodoro, un caro equipo de música y un televisor de pantalla plana. El coche está frente a la casa. En las fotos se ve todo con claridad, incluso el hecho de que la cocina esté sorprendentemente atiborrada, con solo un par de fogones eléctricos para cocinar.
«Podemos utilizar las fotos como datos», afirma Rosling Rönnlund. [15] Lo que las convierte en datos útiles, que no son aleatorios ni nos dan una idea equivocada, es que son clasificables, comparables y están relacionados con las cifras. La página nos permite filtrar el contenido para ver solo fotografías de hogares con ingresos bajos, medios o altos. O ver solo fotografías de un país en particular. O fotografías de un solo objeto, como la pasta de dientes o los juguetes.
Es fácil, por ejemplo, examinar todas las imágenes de la cocina de los hogares muy pobres y ver que el método estándar en todo el mundo es una cacerola de hierro colgando sobre una fogata. Los hogares más ricos emplean aparatos que, con un botón, controlan la electricidad o el gas. Con independencia de dónde vivas, si eres muy pobre es muy probable que duermas en el suelo en la misma habitación que los demás miembros de la familia. Si eres rico, tendrás privacidad y una cama cómoda. Muchas de las diferencias que creemos culturales son, de hecho, diferencias de ingresos.
«Las cifras nunca contarán toda la historia de en qué consiste la vida en la Tierra», escribió Hans Rosling, a pesar de ser el gurú estadístico más famoso del mundo. (Hans fue el padre político de Anna Rosling Rönnlund.) Hans tenía razón, desde luego. Los números nunca contarán toda la historia, y esa es la razón de que, como doctor y académico, viajara tanto y relatara historias tan buenas para acompañar sus pruebas estadísticas. Pero las historias que cuentan los números son importantes.
Lo que me encanta de Dollar Street es que mezcla con éxito estadísticas rápidas y lentas: la vista de gusano con la vista de pájaro. Nos muestra imágenes cotidianas que comprendemos y recordamos instintivamente. Empatizamos con personas de todo el mundo. Pero lo hacemos en un contexto estadístico, en el que vemos la vida con 27 dólares al mes, 500 dólares al mes o 10.000 dólares al mes, y nos queda claro cuántas personas viven en cada situación.
Si no comprendemos las estadísticas, es muy probable que nuestra percepción del mundo sea muy parcial. Es demasiado fácil convencernos de que lo que vemos con nuestros ojos es toda la verdad; no lo es. Comprender la causalidad es difícil incluso con buenas estadísticas, pero sin ellas es imposible.
Y, aun así, si solo nos fijamos en las estadísticas, no entenderemos mucho. Debemos tener curiosidad por el mundo que vemos, oímos, tocamos y olemos, así como por el mundo que podemos analizar en una hoja de cálculo.
Mi segundo consejo, por lo tanto, es que intentes adoptar ambas perspectivas: la vista de gusano y la vista de pájaro. Normalmente te mostrarán cosas distintas, y en ocasiones plantearán un rompecabezas: ¿cómo pueden ser verdad ambas visiones? Por aquí debería empezar la investigación. A veces las estadísticas serán engañosas; a veces serán nuestros ojos los que nos engañen, y otras la aparente contradicción se resolverá cuando comprendamos lo que está pasando. Con frecuencia será necesario que nos planteemos algunas preguntas inteligentes, incluida la que voy a presentar en el siguiente capítulo.