Tercera regla
Evita la enumeración prematura
Cuando sepas cuál es realmente la pregunta, podrás saber qué significa la respuesta.
Deep Thought
(un superordenador en Guía del autoestopista
galáctico , de Douglas Adams) (10)
E ra una pregunta vital. En todo el Reino Unido, las tasas de mortalidad de los recién nacidos variaban de manera sustancial sin ninguna razón aparente. ¿Podían los médicos y las enfermeras hacer algo diferente para salvar a estos niños? Mandaron a médicos a los hospitales con mejores resultados y les pidieron que pensaran en qué podían aprender y que sopesaran reconfigurar sus propios servicios de maternidad desde la base.
Pero la doctora Lucy Smith, de la Universidad de Leicester, tenía una duda que no la dejaba en paz. [1] Así que analizó con detalle los datos de dos grupos de hospitales: uno en la región central de Inglaterra y el otro en Londres. Los hospitales atendían a comunidades muy parecidas, pero las tasas de mortalidad eran notablemente menores en Londres. ¿Estaban los hospitales de Londres haciendo algo diferente en las consultas, las salas de partos o en la unidad de cuidados intensivos de los neonatos?
No era así, descubrió la doctora Smith. La explicación sobre las variaciones en las tasas de mortalidad era otra.
Cuando un embarazo acaba, por ejemplo, en la decimosegunda o decimotercera semana, todos convienen en llamarlo «aborto». Cuando un bebé nace prematuro a las veinticuatro semanas o después, la ley del Reino Unido obliga a registrarlo como un nacimiento. Pero cuando un embarazo acaba justo antes de ese límite —a las veintidós o veintitrés semanas—, su definición es más ambigua. Un feto nacido en esta fase es muy pequeño, del tamaño de la mano de un adulto. Es improbable que sobreviva. Muchos médicos denominan a esta situación delicada «aborto tardío» o «pérdida fetal tardía», aunque el corazón de la diminuta criatura haya llegado a latir o haya respirado durante un momento. La doctora Smith me cuenta que los padres que han pasado por esta experiencia a menudo sienten que la palabra «aborto» es inadecuada. Quizá, con la esperanza de ayudar a los padres a procesar el duelo, la comunidad de médicos de neonatología del centro de Inglaterra se ha habituado a describir la misma tragedia de forma diferente: el bebé nació vivo, pero murió poco después.
Por fortuna, pocos embarazos finalizan en la semana veintidós o veintitrés. Pero Lucy Smith, después de unos sencillos cálculos aritméticos, se dio cuenta de que la diferencia en cómo se trataban estos nacimientos estadísticamente bastaba para explicar la disparidad de cifras en la mortalidad de los recién nacidos entre los dos grupos de hospitales. Al fin y al cabo, los recién nacidos no tenían más probabilidades de sobrevivir en Londres. No era una diferencia de la realidad, sino una diferencia en cómo se registraba la realidad.
La misma diferencia influye en las comparaciones entre países. Estados Unidos tiene una tasa de mortalidad infantil muy alta para un país rico: 6,1 muertes por cada mil nacimientos en 2010. En Finlandia, en cambio, es de solo 2,3. Pero resulta que los médicos estadounidenses, como los del centro de Inglaterra, tienden a registrar un embarazo que acaba en la semana veintidós como un nacimiento seguido de una muerte temprana, en lugar de como un aborto tardío. Quizá haya aquí razones culturales, o quizá sea un reflejo de consideraciones legales o económicas diferentes. Sea cual sea la razón, parte de la alta tasa de mortalidad infantil en Estados Unidos —en ningún caso toda— parece ser el resultado de registrar los nacimientos anteriores a las veinticuatro semanas como niños vivos, mientras que en otros países se registran como abortos. Si solo nos fijamos en los bebés nacidos después de las veinticuatro semanas, la tasa de mortalidad infantil estadounidense cae de 6,1 a 4,2 por cada mil nacimientos. La tasa en Finlandia apenas cambia, de 2,3 a 2,1. [2]
Esta cuestión es asimismo relevante cuando se comparan las tendencias a lo largo del tiempo en el mismo país. Cuando la tasa de mortalidad infantil aumentó entre 2015 y 2016 en Inglaterra y Gales, rompiendo una tendencia constante a la baja, la prensa, como es comprensible, dio la voz de alarma. «La obesidad, la pobreza, el tabaquismo y la falta de comadronas podrían estar entre las causas, afirman los profesionales de la sanidad», publicó The Guardian . [3]
Podrían, sin duda. Pero un grupo de médicos que escribió al British Medical Journal señaló que las estadísticas oficiales también habían registrado un aumento espectacular del número de nacimientos en la vigesimosegunda semana de gestación, o incluso antes. [4] Al parecer, más y más médicos seguían la tendencia del centro de Inglaterra y registraban nacimientos y muertes prematuras en lugar de abortos. Y esto era suficiente para explicar el incremento de la mortalidad infantil en las estadísticas.
Es una lección importante. Con frecuencia, cuando se busca una explicación, en realidad se busca a alguien a quien culpar. La tasa de mortalidad infantil está creciendo: ¿los políticos no están destinando fondos suficientes a la sanidad, o el problema se debe a que las madres fuman o están engordando? La tasa de mortalidad infantil es menor en Londres que en el centro de Inglaterra: ¿qué están haciendo mal los hospitales del centro de Inglaterra? La verdad es que quizá no haya nadie a quien culpar.
Cuando intentemos comprender una afirmación estadística —cualquier afirmación estadística—, debemos comenzar por preguntarnos qué significa realmente.
Medir la mortalidad infantil, a primera vista, consiste en hacer algo triste y simple: contar los bebés que mueren. Pero piensa en ello un momento y verás que la distinción entre bebé y feto es cualquier cosa menos simple: es una profunda cuestión ética que constituye una de las controversias más agrias de la política estadounidense. Los estadísticos deben trazar una línea en alguna parte. Si queremos comprender lo que ocurre, debemos comprender dónde la han trazado.
La pandemia del coronavirus ha suscitado preguntas similares. Mientras escribo estas palabras, el 9 de abril de 2020, los medios de comunicación informan de que en las últimas veinticuatro horas han muerto 887 personas de Covid-19 en Inglaterra, Escocia y Gales…, pero resulta que estos datos son erróneos. La investigación de los datos por parte de la estadística escocesa Sheila Bird revela que la cifra verdadera está alrededor de las 1.500 personas. [5] ¿A qué se debe tamaña disparidad? En parte a que algunos han muerto en casa, y las estadísticas solo cuentan a los que mueren en un hospital. Pero sobre todo se debe a que estos hospitales, desbordados de trabajo, informan de las muertes con un retraso de varios días. Las muertes anunciadas hoy, jueves, tuvieron lugar el domingo o el lunes. Y, dado que el total de víctimas crece exponencialmente, la información sobre lo que ocurrió hace tres días subestima lo mal que están las cosas en la situación actual. (11)
La disciplina de la estadística se basa en medir o contar cosas. Michael Blastland, cocreador de More or Less , imagina que está mirando dos ovejas en un campo. ¿Cuántas ovejas hay en el campo? Dos, claro. Pero una de las ovejas no es una oveja sino un cordero.
Y la otra está preñada. De hecho, está a punto de parir en cualquier momento. Así pues, ¿cuántas ovejas hay? ¿Una? ¿Dos? ¿Dos y media? Llegar a tres sería complicado. Tanto si contamos el número de enfermeras en un hospital (¿dos enfermeras a tiempo parcial cuentan por dos o por una?), como la riqueza de los superricos (¿la que declaran a Hacienda o también los activos ocultos?), es importante comprender qué se mide o se cuenta, y cómo.
Es sorprendente las pocas veces que lo hacemos. Con el correr de los años, cuando trataba de guiar a la gente por los laberintos estadísticos semana tras semana, me di cuenta de que muchos de los problemas se debían a que la gente tomaba una dirección errónea desde el principio. Se sumergían en los aspectos matemáticos de la afirmación estadística —se preguntaban sobre los errores de la muestra y los márgenes de error, debatían si la cifra aumentaba o disminuía, creían, dudaban, analizaban, diseccionaban— sin tomarse un momento para comprender el hecho principal y más obvio: ¿qué se mide o se cuenta? ¿Qué definición se está empleando?
Aunque esta trampa es habitual, por lo visto de momento no tiene nombre. Propongo llamarla «enumeración prematura».
Este es un tema de conversación frecuente con mi mujer. Mientras desayunamos, la radio que tenemos encima de la nevera emite alguna afirmación estadística: una frase de un político o la conclusión espectacular de una investigación. Por ejemplo: «Un nuevo estudio demuestra que los niños que juegan a videojuegos violentos tienen más probabilidades de ser violentos en la vida real». A pesar de que mi mujer conoce mis limitaciones desde hace más de veinte años, le cuesta desprenderse de la ilusión de que tengo en la cabeza una gran hoja de cálculo con todas las estadísticas que se han hecho desde el inicio de la creación. Así que se vuelve hacia mí y me pregunta:
—¿Eso es verdad?
En alguna rara ocasión resulta que he investigado el tema en cuestión y que conozco la respuesta, pero en general solo puedo decir:
—Todo depende de a qué se refieran…
No intento defender un escepticismo filosófico radical, ni tampoco decepcionar a mi mujer. Solo señalo que no comprendo del todo lo que significa la afirmación, de modo que (en ese momento) no sé si es verdad o no. Por ejemplo, ¿a qué se refiere con «videojuego violento»? ¿Incluye el Pac-Man? Pac-Man comete actos horrendos, engulle criaturas vivas y conscientes. ¿Y Space Invaders? En este juego solo se puede disparar o esquivar disparos. Pero quizá no era esto a lo que se referían los investigadores. Hasta que no sepa a qué se refieren, no podré llegar a ninguna conclusión.
Y ¿qué decir de «jugar»? ¿Qué significa? Quizá los investigadores pidieron a un grupo de niños (12) que rellenaran un cuestionario para identificar a los que jugaban a videojuegos violentos durante muchas horas a la semana. O quizá reclutaron a un grupo de sujetos experimentales para que jugaran durante veinte minutos en el laboratorio y luego les hicieron alguna prueba para ver si se habían vuelto más «violentos en la realidad». Y, ya de paso, ¿cómo definimos esto último?
«Muchos estudios no miden la violencia —explica Rebecca Goldin, matemática y directora del proyecto de conocimiento estadístico STATS—. [6] Miden otras cosas, como la conducta agresiva.» Y la conducta agresiva no es fácil de medir porque no es fácil de definir. Un influyente estudio de videojuegos —prometo que no me lo estoy inventando— midió la conducta agresiva invitando a varias personas a poner salsa picante en una bebida que iba a consumir otra persona. Este «paradigma de la salsa picante» se describió como una valoración de agresión «directa e inequívoca». [7] No soy psicólogo social, así que tal vez se trate de algo razonable. Tal vez. Pero no hay duda de que, como «bebé», «oveja» o «enfermera», palabras en principio claras como «violento» o «jugar» dejan mucho espacio para la interpretación.
Deberíamos aplicar el mismo escrutinio a las propuestas políticas que a las afirmaciones factuales sobre el mundo. Todos sabemos que a los políticos les gusta ser estratégicamente vagos. Con frecuencia, proclaman los méritos de la «justicia», el «progreso» o la «oportunidad», o, en una de sus expresiones más exasperantes, «proponemos esta política porque creemos que es lo que se debe hacer». Pero incluso las políticas que parecen más específicas pueden acabar significando muy poco si no entendemos bien lo que se afirma. ¿Queremos que se aumente la financiación para los colegios? ¡Genial! Pero ¿el aumento es por cada alumno, después de la inflación… o de otra forma?
Por ejemplo, una propuesta política publicada en 2017 en el Reino Unido por un grupo de presión a favor del Brexit llamado Leave Means Leave abogaba por «prohibir la inmigración no cualificada durante cinco años». [8] ¿Es buena idea? Será difícil responder hasta que no sepamos en qué consiste realmente la idea. Por lo pronto deberíamos preguntarnos: «¿Qué significa “no cualificada”?». La respuesta, después de analizar la cuestión, es que un inmigrante será no cualificado si el salario de la oferta de trabajo no alcanza al menos las 35.000 libras, un nivel que descartaría a la mayoría de los enfermeros, los profesores de la escuela primaria, los técnicos, los asistentes legales y los químicos. Podría ser una buena política o una mala política, pero a la mayoría de la gente le sorprenderá saber que esta prohibición de la «inmigración no cualificada» propone excluir a las personas que han llegado al Reino Unido para trabajar como profesores y como enfermeros de las unidades de cuidados intensivos. [9] Tampoco se quedó en propuesta política: en febrero de 2020, el gobierno del Reino Unido anunció nuevas restricciones a la inmigración, bajó el límite (un salario de 25.600 libras) pero siguió utilizando el mismo lenguaje respecto a «cualificados» y «no cualificados». [10]
La enumeración prematura socava la igualdad de oportunidades: los más versados en los números tendrán tantos problemas como aquellos a los que les duele la cabeza con la sola mención de una fracción. En efecto, si se nos dan bien los números seremos más proclives a fraccionar y dividir, correlacionar y revertir, normalizar y rebasar, y manipularemos las cifras de la hoja de cálculo o del informe estadístico sin darnos cuenta de que no comprendemos bien a qué se refieren esas cantidades abstractas. Se podría argumentar que esta tentación fue el origen de la última crisis financiera: la sofisticación de los modelos de riesgo matemáticos ocultó la cuestión de cómo, exactamente, se estaban midiendo los riesgos, y si de verdad queríamos que el sistema bancario global dependiera de esas mediciones.
Trabajando en More or Less me di cuenta de que ese problema estaba por todas partes. Después de trabajar con una definición particular durante años, los expertos a los que consultábamos parecían olvidar que el oyente común, cuando oía ese término, podía imaginar algo que no tenía nada que ver. Lo que el psicólogo Steven Pinker denomina la «maldición del conocimiento» es un obstáculo constante en la comunicación: cuando conocemos bastante bien una cuestión, es dificilísimo ponerse en la posición de alguien que no la conoce. Mis colegas y yo no éramos inmunes a ello. Cuando empezábamos a investigar algún malentendido estadístico, comenzábamos por fijar las definiciones, pero, tan pronto como las teníamos, siempre debíamos recordarnos que también debíamos explicarlas a los oyentes.
Darrell Huff señalaría inmediatamente que una forma fácil de «mentir con estadísticas» es utilizar una definición equívoca. Pero con frecuencia somos nosotros mismos quienes nos confundimos.
Consideremos el número 39.773. Es la cifra de muertes por arma de fuego en Estados Unidos en 2017 (proviene del Consejo de Seguridad Nacional y es la más reciente disponible en esta fuente). Esta cifra, o una muy parecida, es la que se repite cada vez que un tiroteo ocupa los titulares, aunque la gran mayoría de estas muertes no tenga nada que ver con estas sórdidas masacres. (13) (Por descontado, no todos los tiroteos tienen un lugar en la primera página de los diarios. Utilizando la definición habitual de cuatro personas asesinadas o heridas en un solo incidente, en Estados Unidos hay un tiroteo casi cada día, y la mayoría de ellos no aparecen en la lista de prioridades de los editores de noticias.)
«Muerte por arma de fuego» no parece un concepto complicado: un arma de fuego es un arma de fuego y un muerto es un muerto. Pero, de nuevo, tampoco «oveja» lo era, así que deberíamos pararnos a pensar un poco para delimitar nuestra intuición. Incluso el año de la muerte, 2017, no es tan claro como podría pensarse. Por ejemplo, durante 2016 la tasa de homicidios en el Reino Unido aumentó de manera significativa. Esto se debió a que una investigación oficial incluyó a noventa y seis personas que murieron en una avalancha en el estadio de fútbol de Hillsborough en 1989. Al principio se etiquetó como accidente, pero en 2016 estas muertes se convirtieron oficialmente en homicidios. Es un ejemplo extremo, pero con frecuencia hay un salto temporal entre que alguien muere y se registra oficialmente la causa de la muerte.
Pero la cuestión importante aquí son las connotaciones de «muerte». Es cierto, no es un concepto ambiguo. Pero oímos la cifra de 39.773 en el mismo momento en que vemos imágenes de ambulancias y coches de policía que llegan a la escena de una masacre horrorosa e impresionante. Así que, como es natural, la relacionamos con asesinatos, e incluso con matanzas. De hecho, alrededor del 60 por ciento de las muertes por arma de fuego en Estados Unidos son suicidios, no homicidios ni incidentes extraordinarios. Nadie ha pretendido hacernos creer que los homicidios con arma de fuego son dos veces y media más frecuentes de lo que lo son en realidad. Es solo una presunción que, comprensiblemente, extraemos del contexto en el que nos presentan la cifra.
Después de detectar nuestro error, las conclusiones que saquemos son otra cuestión. Es posible adaptarlas para respaldar varias posiciones políticas. Los defensores del derecho a portar armas asegurarán que eso demuestra que el miedo a las matanzas es exagerado. Los defensores del control de armas replicarán que eso pone en entredicho el argumento habitual del lobby de las armas: que los ciudadanos deben tener derecho a portar armas para defenderse de un atacante armado, lo cual no es de mucha ayuda si el mayor riesgo es que las utilizarán para dispararse entre sí.
Como lectores reflexivos de estadísticas, no es necesario que nos apresuremos a juzgar en un sentido o en otro. Primero, debemos aclarar los hechos; luego, después de comprenderlos, podemos defender una posición.
También deberíamos recordar que tras cada una de las 39.773 muertes por arma de fuego hay una trágica historia humana. No hay muchas pruebas de que Stalin dijera «La muerte de un hombre es una tragedia; la muerte de millones de seres humanos es solo estadística», pero este aforismo ha sobrevivido a lo largo de los años, en parte porque apela a nuestra profunda falta de curiosidad por las historias humanas que ocultan los números. La enumeración prematura no solo es un fracaso intelectual. No preguntarnos sobre lo que de verdad significan las estadísticas es también un fracaso de la empatía.
Seguiremos con la sórdida cuestión del suicidio, en esta ocasión en el Reino Unido: «Una quinta parte de las chicas de entre diecisiete y diecinueve años se autolesionan o intentan suicidarse», asegura un titular de The Guardian . El artículo especula con que esto se deba a las redes sociales, a la presión por el aspecto físico, a la violencia sexual, a la presión de los estudios, a la dificultad por encontrar empleo, al cambio de vivienda, a los recortes de los servicios del gobierno central o a los iPads. [11] Pero, aunque aporta muchas cabezas de turco, apenas dice nada sobre a qué se refiere con autolesión.
Así que acudamos al estudio original, financiado por el gobierno del Reino Unido y dirigido por algunas reputadas organizaciones de investigación. [12] No tardaremos en darnos cuenta de que en el titular se ha colado un error, algo que suelen hacer los errores. No es verdad que una quinta parte de las chicas de entre diecisiete y diecinueve años se autolesionen o intenten suicidarse. Lo que es verdad es que una quinta parte de ellas afirman que lo han hecho en algún momento… y no necesariamente hace poco. Pero también hay un problema con «lo han hecho». ¿Qué es lo que han hecho exactamente? El estudio no es mucho más ilustrativo que la noticia de The Guardian .
En la página web del Servicio Nacional de Salud se enumeran una serie de conductas de autolesión, como cortarse o quemarse la piel, golpearse o abofetearse, comer o beber algún tipo de veneno, tomar fármacos, abusar del alcohol, desórdenes alimentarios como la anorexia o la bulimia, arrancarse el cabello o incluso un exceso de ejercicio. [13] ¿Pensaban en esto las chicas cuando respondieron «sí» a la pregunta? No lo sabemos. Interrogué a los investigadores sobre el significado de su pregunta; me respondieron que querían «captar todo el espectro de las autolesiones», de modo que no proporcionaron una definición de autolesión a las mujeres entrevistadas. La autolesión, por lo tanto, significa lo que crea la entrevistada. [14]
Está bien; no hay nada erróneo en tratar de captar el abanico de conductas más amplio posible. Puede ser útil saber que una quinta parte de las muchachas de entre diecisiete y diecinueve años se han comportado, en algún momento, de una manera que subjetivamente consideran autolesión. Pero aquellos que interpretemos las estadísticas debemos tener presente que nadie puede saber con precisión a qué se refieren. Todas las formas de autolesión son perturbadoras, pero algunas lo son mucho más que otras. Emborracharse es muy diferente a tener anorexia.
Teniendo esto presente, el titular que vinculaba las autolesiones con el suicidio, que a primera vista parecía natural, empieza a parecer irresponsable. Hay una distancia enorme entre hacer ejercicio excesivo y suicidarse. Y, aunque este estudio sugiere que las autolesiones son preocupantemente habituales entre las jóvenes, por suerte el suicidio es algo bastante raro. De cada 100.000 jóvenes británicas de entre quince y diecinueve años, 3,5 se quitan la vida cada año; en conjunto, son alrededor de setenta en todo el país. [15]
(A estas alturas espero que te estés preguntando a qué se refieren exactamente las autoridades con «suicidio». No siempre está claro que la intención de alguien haya sido quitarse la vida; la gente a veces solo quiere lesionarse pero muere por accidente. En el Reino Unido, la Oficina Nacional de Estadística traza una línea clara: si la víctima tiene quince años o más, se presume que la muerte ha sido deliberada; si tiene menos de quince años, se presume que es un accidente. Como es obvio, estas presunciones no siempre reflejarán la verdad, algo que a veces es imposible saber.)
Vincular las autolesiones con el suicidio es todavía más irresponsable porque el titular se refiere solo a las chicas. Es cierto que el estudio demostró que es más probable que las jóvenes de entre diecisiete y diecinueve años digan que se han autolesionado en comparación con los chicos de la misma edad, pero son los chicos quienes tienen más riesgo de suicidio. Los chicos de esta edad tienen el doble de probabilidades de quitarse la vida.
Detrás de todas estas cifras se esconden tragedias terribles. Precisar las definiciones es esencial si queremos comprender lo que ocurre y, quizá, cómo podríamos mejorar la vida. Al fin y al cabo, este es el objetivo de recabar cifras.
Me gustaría dedicar el resto del capítulo a un ejemplo más detallado que espero ilustrará cómo podemos reflexionar sobre un problema complejo: primero teniendo claro qué se está evaluando, y solo después analizando las cifras. Se trata de un tema importante, pero es también un tema sobre el que mucha gente tiene creencias muy fuertes, aunque comprendamos poco las definiciones que implica. Me refiero a la desigualdad. Comencemos con la que quizá sea una de las afirmaciones más famosas sobre esta cuestión.
«Oxfam: las 85 personas más ricas del mundo tienen tanto dinero como la mitad más pobre de la población mundial» fue un titular que apareció en The Guardian en enero de 2014. [16] The Independent también se fijó en la misma investigación de la organización caritativa Oxfam, así como muchos otros medios. Es una afirmación sorprendente. Pero ¿qué nos está diciendo?
El objetivo de Oxfam era la publicidad. Querían llamar la atención; si arrojaban algo de luz sobre la cuestión era una consideración secundaria. Esa no es solo mi opinión; el principal autor del informe, Ricardo Fuentes, declaró lo mismo cuando lo entrevistaron para una entrada del blog de Oxfam titulada: «Anatomía de un hecho brutal», donde se celebraba «el día con más tráfico en la página web de Oxfam Internacional». [17] El artículo se centraba en la atención que había recibido la noticia. Pero ¿este «hecho brutal» era informativo, o, incluso, cierto? Ricardo Fuentes declaró luego a la BBC que su investigación tenía defectos, pero que era lo mejor que se podía hacer.
Yo no estoy tan seguro de ello. Tres años después, Oxfam revisó sus análisis tan íntegramente que la cifra del titular cambió de ochenta y cinco multimillonarios a ocho multimillonarios. ¿La desigualdad era entonces diez veces peor, los multimillonarios eran diez veces más ricos, o quizá los pobres del mundo, de alguna manera, habían perdido el 90 por ciento de su riqueza? No, no había ocurrido ningún cataclismo económico. En primer lugar, las mediciones de Oxfam eran una manera muy escandalosa y desinformadora de pensar en la desigualdad.
El cambio espectacular en las cifras del titular es una señal de que quizá no se trate de la manera más pedagógica de pensar en la desigualdad. La algarabía que generó en algunos medios es otra señal de lo desconcertante que era la cifra. Mientras que The Guardian copió meticulosamente el titular de Oxfam —ochenta y cinco personas tenían juntas tanto dinero como la mitad de la población más pobre del planeta—, The Independent publicó una infografía en la que afirmaba que las ochenta y cinco personas más ricas tenían tanto dinero como el resto del mundo. (Un tráiler de un documental de la BBC sobre los superricos repetía el error.) No es la misma afirmación ni de lejos, aunque es posible que tengas que pararte a pensar para saber por qué.
Si pararte a pensar no sirvió de ayuda, aclarémoslo: casi toda la riqueza global no está ni en manos de la mitad más pobre del mundo, que tienen poco o nada, ni en los ochenta y cinco (¿o los ocho?) multimillonarios más ricos. Está en manos de unos pocos cientos de millones de personas prósperas que se sitúan en el medio. Es posible que seas uno de ellos. The Independent y la BBC mezclaron «la riqueza de la mitad más pobre» y «la riqueza de todos aquellos que no son multimillonarios». Esta confusión, en apariencia menor, resulta ser una horquilla entre menos de 2 billones y más de 200 billones de dólares. No pensar lo suficiente sobre la afirmación precisa introdujo un error que multiplicó por cien el resultado.
En una muestra magnífica de ofuscación estadística, The Independent también aseguró que «Las 85 personas más ricas del mundo, el 1 %», tenían la misma riqueza que «el resto del mundo, el 99 %». Esto implica que la población total del mundo es de 8.500 personas. Si la afirmación anterior se equivocaba por un factor de cien, esta lo hace por un factor de casi un millón.
Merece la pena prestar un poco de atención a estas confusiones incompetentes de The Independent . Nos recuerdan lo fácil que es que las emociones nos tomen la delantera. Existen algunas personas que tienen una fortuna tan extraordinaria que desafía a la imaginación. Otras personas no tienen nada. No es justo. Y a medida que crece el enfado por esta injusticia corremos el riesgo de dejar de pensar. The Independent confundió casi 8.000 millones de personas con 8.500 personas. Embarulló la riqueza de la mitad más pobre del mundo con la riqueza de todos, excepto de las 85 personas más ricas. Son errores ridículos, pero, como demostró Abraham Bredius, cuando dejamos de pensar y empezamos a sentir, los errores ridículos no tardan en aparecer.
Es un buen recordatorio de que debemos pararnos a pensar. No es demasiado complicado hacer el cálculo y darse cuenta de que «el 1 %», sea quien sea, son más de 85 personas.
No puedo culpar a Oxfam, una organización dedicada a hacer campañas y recaudar fondos, por buscar el titular más sensacionalista. Y tampoco la hago responsable por el hecho de que la afirmación suscitara todo tipo de errores en los medios.
El resto de nosotros, sin embargo, preferiríamos algo más de claridad. Así que es necesario empezar de cero, lo cual significa tener claro qué se mide y cómo.
Lo que se mide es la riqueza neta, es decir, activos como viviendas, acciones y dinero en efectivo en el banco, restando las deudas. Si tenemos una casa con un valor de 250.000 dólares con una hipoteca de 100.000 dólares, significa que la riqueza neta son 150.000 dólares.
Los cálculos de Oxfam en los que se basaba el titular tomaron las mejores estimaciones disponibles de la riqueza neta total de la mitad más pobre del mundo (los datos los recabaron unos investigadores pagados por un banco, el Credit Suisse) [18] y los compararon con la mejor estimación disponible de la riqueza de los multimillonarios más acaudalados (según la información de una lista de ricos de un diario). Descubrieron que bastaba sumar la riqueza de las 85 personas más ricas del mundo para exceder la riqueza total de la mitad más pobre del mundo, unos 2.400 millones de adultos (los investigadores de Credit Suisse no contaron a los niños).
Pero ¿qué nos está diciendo la riqueza neta? Pongamos que compras un buen coche deportivo de 50.000 dólares con un préstamo de 50.000 dólares. En el momento en que lo saques del aparcamiento, el coche habrá perdido unos pocos miles de dólares de su valor, y tu riqueza neta habrá disminuido. Si acabas de terminar un máster en administración de empresas, o la carrera en la facultad de Derecho o de Medicina, y has pedido prestados unos cientos de miles de dólares, tu riqueza neta estará muy por debajo de cero. Pero es muy probable que, económicamente, un médico joven se sienta más cómodo que un granjero joven, aunque el médico esté de deudas hasta el cuello y el granjero posea una vaca escuálida y una bici oxidada con un valor neto de 100 dólares. (14)
La riqueza neta es una forma efectiva de medir a los ricos, pero no funciona tan bien para medir la pobreza. Muchas personas no tienen nada, o tienen menos que nada. Algunas están desamparadas; a otras, como al joven médico, les irá bien.
Un problema adicional es que cuando se suman estos ceros y números negativos nunca se obtiene un número positivo. Como consecuencia, la hucha con forma de cerdito de mi hijo pequeño vale más que los activos de los mil millones de personas más pobres del planeta, porque mil millones de ceros y números negativos nunca superarán las 12,73 libras que tenía allí guardadas la última vez que miré. ¿Quiere eso decir que mi hijo es rico? No. ¿Demuestra eso que la pobreza extrema es endémica? Pues no, no directamente. El hecho de que más de mil millones de personas carezcan de riqueza alguna es sorprendente, pero no está claro que intentar sumar todos esos ceros nos aporte mucho más. Ni siquiera es seguro que nos diga nada de nada, salvo que mil millones de ceros es cero.
Ahora que hemos evitado la enumeración prematura —analizar las cifras antes de comprender lo que se supone que significan esos números—, es el momento idóneo para introducir un poco de matemáticas, que pueden ser maravillosamente esclarecedoras.
Analizando el Global Wealth Report de Credit Suisse, la fuente de información de Oxfam, podemos jugar con algunas cifras para arrojar más luz sobre esta cuestión. (15)
• 42 millones de personas tienen cada una más de un millón de dólares, de forma que entre todas poseen unos 142 billones. Unos pocos son milmillonarios, pero la mayoría no. Si tienes una bonita casa sin hipoteca, en un lugar como Londres, Nueva York o Tokio, es suficiente para entrar en este grupo. Lo mismo vale para el derecho a una buena pensión privada. (16) [19] Casi un 1 por ciento de la población mundial adulta están en este grupo.
• 436 millones de personas, con más de 100.000 dólares pero menos de un millón, poseen colectivamente otros 125 billones. Casi el 10 por ciento de la población mundial adulta están en este segundo grupo.
• Estos dos grupos, en conjunto, poseen la mayor parte del dinero.
• Otros mil millones de personas poseen más de 10.000 dólares pero menos de 100.000; en conjunto poseen unos 4 billones de dólares.
• Los 3.200 millones de personas restantes solo poseen 6,2 billones; de media, menos de 2.000 dólares por cabeza. La mayoría de ellas tienen mucho menos de esa media.
A muy grandes rasgos, los 500 millones de personas más ricas tienen casi todo el dinero del planeta, y los siguientes 1.000 millones tienen el resto. El puñado de los ochenta y cinco supermillonarios sigue siendo solo un puñado, de modo que poseen menos del 1 por ciento de este total. Todo esto, en mi opinión, nos dice mucho más sobre la distribución de activos que el ampliamente repetido «hecho brutal» que expone la desigualdad de la riqueza al tiempo que ignora casi toda la riqueza del mundo. Y, aunque el objetivo de Oxfam sea generar «hechos brutales» para llamar la atención y recaudar dinero, mi objetivo es comprender el mundo y nuestra sociedad. Se podía acceder fácilmente a todos estos datos en la red; se trataba de hacer uno o dos clics más. Para encontrarlos bastaban un par de minutos y un poco de curiosidad por el mundo.
Al menos, Oxfam dejaba claro que estaba hablando de la desigualdad de la riqueza. Con frecuencia oímos la vaga afirmación de que «la desigualdad ha aumentado» y no podemos adivinar mucho más: ¿desigualdad de qué, entre quién, y cómo se ha medido?
Quizá se refieran a la desigualdad de la riqueza, quizá hayan leído la estadística actualizada de Oxfam que reducía los ochenta y cinco millonarios a solo ocho. O quizá se refieran a la desigualdad de la renta. Si quieres comprender cómo vive la gente y qué pueden consumir día a día, es más efectivo analizar la desigualdad de la renta. Lo que comemos, la ropa que llevamos y cómo vivimos suele estar más relacionado con los ingresos regulares de un salario, una pensión, unas compensaciones del Estado o con los beneficios de una pequeña empresa que con la riqueza. Muy pocas personas son lo bastante ricas para basar su estilo de vida solo en lo que les dan los intereses, de modo que si queremos comprender cómo se manifiesta la desigualdad en la vida diaria, lo lógico es fijarse más en los ingresos que en la renta. La otra ventaja de centrarse en la renta es que no nos obliga a enfrentarnos al absurdo de que un colegial corriente con su hucha sea más rico que mil millones de personas juntas.
Si nos decidimos por la desigualdad de la renta, entonces ¿desigualdad entre quiénes? La respuesta obvia es: entre los ricos y los pobres. Pero hay otras posibilidades: podríamos fijarnos en la desigualdad entre los países, o entre grupos étnicos, o entre hombres y mujeres, o entre los mayores y los jóvenes, o entre diferentes regiones de un mismo país.
Pero, incluso cuando hemos convenido en centrarnos en la desigualdad de la renta, y entre los que ganan más y lo que ganan menos, sigue habiendo una pregunta abierta: ¿cómo se mide?
He aquí algunas posibilidades. Podríamos comparar la renta media (la renta de una persona que está en la mitad de la tabla de distribución) con la renta del décimo percentil (la renta de alguien que está en la parte baja de la tabla). Esto se denomina la ratio 50/10, y es un indicio de cómo les va a los pobres en comparación con la clase media.
Otra opción sería examinar la porción de renta del 1 por ciento que más gana, una información decente de cómo les va a los milmillonarios y a los millonarios. No hace falta que lo hagas tú mismo, muchos laboratorios de ideas y académicos ya han hecho estos cálculos y es fácil encontrarlos en la red. [20]
Estos dos cálculos parecen decirnos algo importante. Pero ¿y si se contradicen? Imaginemos un país en el que la renta del 1 por ciento más rico crece, mientras que, al mismo tiempo, hay una disminución de la desigualdad en las partes bajas de la tabla, puesto que la ratio 50/10 ha reducido y los hogares más pobres se han acercado a la clase media. Si los ricos se hacen más ricos, pero también los pobres se hacen más ricos, en comparación con la media, ¿ha aumentado la desigualdad? ¿O ha disminuido? ¿O un poco de cada?
Aunque parezca una hipótesis rebuscada, resulta que describe la situación del Reino Unido entre 1990 y 2017. Después de los impuestos, el 1 por ciento más rico vio que su renta aumentaba, pero la desigualdad entre los hogares más pobres y los de clase media se redujo. Es una situación extraña para quien quiera una respuesta fácil, pero en un mundo complejo no deberíamos esperar que las estadísticas sean siempre claras.
Hace unos años me propusieron ser el encargado de los datos en un debate televisivo sobre la desigualdad en el Reino Unido. El programa era una ambiciosa edición especial de una hora de duración, frente al público, en la que varios expertos expondrían por qué era importante la desigualdad en el Reino Unido. En las sesiones de preparación con el equipo de producción del programa, saqué a colación la World Inequality Database, una fuente que crearon los economistas sir Tony Atkinson y Thomas Piketty. El segundo era el autor superestrella de El capital en el siglo XXI ; el primero, que murió en 2017, fue uno de sus mentores académicos. Ambos defendían impuestos redistributivos férreos y una amplia intervención del gobierno en la economía. Como muchos economistas, desconfío de este tipo de políticas, pero aun así recomendé su base de datos. Eran los mayores expertos del mundo.
Todo parecía ir bien hasta que unos días antes del programa tuve una inquietante conversación telefónica con una integrante del equipo de producción. Mencioné de pasada que la renta antes de impuestos del 1 por ciento más rico había caído ligeramente durante los años anteriores. Como hemos visto, no es la única forma de medir la desigualdad, pero es un parámetro que Piketty y Atkinson suelen enfatizar, y parecía un buen punto de partida: era llamativo, riguroso y fácil de explicar en la televisión. Alarmada, me dijo que todo el programa se basaba en la premisa de que la desigualdad había aumentado desde la crisis financiera de 2007-2008. ¿Por qué pensaban que era verdad? Los datos eran claros: el 1 por ciento más rico había tenido un aumento del 12 por ciento en la renta antes de impuestos en 2008, pero la crisis hizo que se redujera al 10 o al 11 por ciento. (17) No podía ser muy sorprendente: lo más probable es que una crisis económica generalizada afecte temporalmente a la renta de los más ricos, como banqueros, abogados y ejecutivos corporativos. Y eran datos, recordémoslo, recabados por dos economistas más bien de izquierdas que habrían sido los primeros en denunciar los efectos de la avaricia de los banqueros o de los recortes del gobierno.
Pero no: a los productores de televisión la idea de que la desigualdad había aumentado les parecía algo que debía ser verdad. Quizá habían analizado los datos que les había recomendado y habían visto algún fallo. Quizá habían encontrado otro parámetro que les parecía mejor. Pero la verdadera impresión que me llevé de la conversación fue que no habían mirado los datos que les había recomendado. Espero que no fuera así, porque se necesita una rara falta de curiosidad para producir un ambicioso programa televisivo sin tomarse noventa segundos para verificar si la premisa del programa es cierta.
Puse una excusa y no participé.
A veces, se desprecia a los estadísticos y se los considera meros cuenta alubias. Esta denominación despectiva es tan equívoca como injusta. La mayoría de los conceptos que son importantes en la política no son alubias; no son solo difíciles de contar, sino que son difíciles de definir. Una vez estamos seguros de a qué nos referimos con «alubia», contarlas será más fácil. Pero si no comprendemos la definición, no tiene mucho sentido fijarse en los números. Nos habremos engañado antes de empezar.
La solución es la siguiente: pregunta qué es lo que se está contando, qué historias hay detrás de las estadísticas. Es natural pensar que las habilidades que se requieren para evaluar las cifras son numéricas: comprender cómo se computa un porcentaje, o diferenciar los millones de los billones y de los trillones. Es una cuestión matemática, ¿no?
Lo que espero haber demostrado en las últimas páginas es que la verdad es mucho más sutil y en ciertos casos más fácil: la confusión es más habitual en las palabras que en los números. Antes de determinar si les han subido el sueldo a las enfermeras, primero deberás saber a quiénes engloban en el término «enfermera». Antes de lamentarnos por la prevalencia de las autolesiones entre los jóvenes, párate a pensar a qué se refieren con «autolesiones». Antes de concluir que la desigualdad ha aumentado, pregunta: «¿Desigualdad de qué?». Exigir una respuesta breve y clara a la pregunta «¿Ha aumentado la desigualdad?» no solo es injusto, sino que demuestra una extraña falta de curiosidad. Si, por el contrario, somos curiosos y hacemos las preguntas adecuadas, tendremos a nuestro alcance un conocimiento más profundo.