Novena regla
Recuerda que la desinformación también puede ser bella
Corremos el riesgo de cometer los mismos errores estadísticos de siempre, solo que ahora son más bellos.
MICHAEL
BLASTLAND
,
cocreador de
More or Less
, de BBC Radio 4
(33)
F
lorence Nightingale no necesitaba presentación en la Inglaterra victoriana: era la santa patrona no oficial de la nación, y la única mujer que no pertenecía a la realeza y que aparecía en los billetes ingleses hasta 2002. Su leyenda sigue viva hoy; el hospital londinense de cuatro mil camas que se construyó en unos pocos días para contener la pandemia se llamó Hospital Nightingale.
En la época de Florence Nightingale, la única mujer más famosa era la mismísima reina Victoria. Toda la nación veneraba a Nightingale por sus hazañas heroicas «femeninas» en la guerra de Crimea, paseándose por los pabellones del hospital Scutari de Estambul. He aquí un editorial de The Times
del 8 de febrero de 1855: «Sin exagerar, es una representante
angelical en estos hospitales y, a medida que su esbelta figura se desliza silenciosamente por los pasillos, el rostro de todos los heridos se suaviza lleno de gratitud al verla pasar».
Tal vez la descripción sea un poco empalagosa, a mí me interesan mucho más sus contribuciones como estadística.
Nightingale fue la primera mujer en ser admitida en la Royal Statistical Society. Cuando su «esbelta figura» no estaba demasiado ocupada flotando por los pasillos, provocando que el rostro de los heridos se suavizara lleno de gratitud, dedicaba su tiempo en Scutari a recopilar datos sobre los enfermos y los muertos. Lo que vio en las cifras la inspiró para cambiar tanto el ejército como la nación británica. Poco después de volver de Crimea, en una de las cenas intelectuales a las que solía asistir, conoció a William Farr. Treinta años mayor que ella, Farr había nacido en una familia pobre y carecía de la fama, la experiencia en primera línea y las conexiones políticas de Nightingale. Pero era el mejor estadístico del país, y eso era lo que a ella le importaba. Se convirtieron en amigos y colaboradores. Uno de los muchos biógrafos de Nightingale, Hugh Small, argumenta convincentemente que la gestión audaz que ella y Farr hicieron de los datos acabó por aumentar la esperanza de vida en veinte años y salvó millones de vidas en el Reino Unido.
[1]
Existe una afirmación famosa en una carta entre Nightingale y Farr escrita en la primavera de 1861: «Se queja usted de que su informe será seco. Cuanto más seco, mejor. Las estadísticas deberían ser la más seca de las lecturas». Varios biógrafos dedujeron que fue Farr quien escribió esta frase a Nightingale. Tiene sentido: el anticuado hombre de mediana edad aconsejaba a la joven impetuosa que contuviera sus justificados impulsos. Pero en realidad los biógrafos se equivocaban. La carta fue escrita por Nightingale.
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Ambos lidiaban con el
problema de cómo comunicar mejor las estadísticas, y Nightingale argumentaba que los comunicados debían basarse solo en hechos sólidos. (En la misma carta, escribió: «Queremos hechos. “
Facta, facta, facta
” es el lema que debería encabezar toda labor estadística».)
[2]
Pero esto no significaba que los comunicados debieran ser áridos. Nightingale podía darles un buen giro a las frases. Afirmaba, por ejemplo, que las tasas innecesariamente altas de muertos en el ejército durante tiempos de paz era el equivalente a coger a 1.100 hombres de la planicie de Salisbury y fusilarlos.
Más pertinente para lo que nos ocupa aquí, Nightingale diseñó una imagen que fue un hito en la visualización de datos. Es probable que su «diagrama de la rosa» fuera la primera infografía que ha existido. Esto la convierte en quizá la primera persona que consiguió que esa gente demasiado ocupada e influyente dedicara más atención a un diagrama vívido que a una tabla de cifras. En una carta escrita el día de Navidad de 1857 —menos de tres años antes de ser beatificada por
The Times
—, esbozó un plan para utilizar la visualización de datos para el cambio social. Quería que sus diagramas enmarcados en cristal colgaran del Consejo Médico del Ejército, de los Pabellones de Caballería y del Departamento de Guerra. «¡Es lo que no saben y lo que deberían saber!», escribió. Incluso pensó en influir personalmente en la reina Victoria, y sabía bien que los diagramas serían esenciales. Como comentó al enviar uno de sus libros analíticos a la reina: «Quizá se fije en él porque hay dibujos».
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Es una afirmación cínica, casi desdeñosa. Pero es cierta. Los gráficos tienen un poder especial. Nuestro sentido visual es potente, quizá demasiado. En inglés, el verbo see
(«ver») a menudo se usa como sinónimo directo de «entender»: «
I see what you mean
» («Entiendo lo que quieres decir»). Sin embargo, en ocasiones vemos pero no entendemos; o peor aún: vemos, y luego «entendemos» algo que no es verdad en absoluto. Si se hace bien, una imagen de datos vale las proverbiales mil palabras. Es más que persuasiva: nos muestra cosas que antes no veíamos, revela patrones en medio del caos. No obstante, mucho de todo ello depende de la intención del creador del gráfico y de los conocimientos del lector.
En este capítulo, por lo tanto, vamos a analizar qué ocurre cuando tratamos de convertir las cifras en imágenes. Veremos qué puede salir mal. Y con la historia del famoso diagrama de la rosa de Nightingale, comprenderemos lo efectiva que puede ser la visualización de datos cuando se usa con claridad y honestidad.
La mayor parte de las visualizaciones de datos que nos bombardean hoy son, en el mejor de los casos, decoración, y, en el peor, distracción o desinformación. Llama la atención que su función decorativa es muy habitual, quizá porque los equipos de visualización de datos de muchos medios dependen de los departamentos de arte; están dirigidos por personas formadas en ilustración y diseño gráfico, no en estadística.
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El énfasis recae en la visualización, no en los datos. Por encima de todo, es una imagen.
Los ejemplos más egregios de la utilización de las cifras como decoración son aquellos en que la cifra aparece en una fuente más grande y distintiva.
19
— el número de palabras de la última frase.
Supongo que eso sirve para aligerar una página repleta de texto, pero no se puede decir que sea un uso de tinta esclarecedor. Además, la cifra correcta es veintiséis palabras. No podemos dejar que un diseño innovador nos distraiga de la posibilidad de que las cifras que nos muestra estén equivocadas.
Otra estrategia decorativa es lo que podemos llamar gráficos Big Duck.
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Big Duck es un edificio cerca de la ciudad de Nueva York que construyó un criador de patos en la década de 1930 para que albergara una tienda donde vender patos y sus huevos. Quizá no te sorprenda demasiado que el edificio Big Duck se parezca bastante a un pato blanco de diez metros de altura. Los arquitectos, Denise Scott Brown y Robert Venturi, utilizaban el término
ducks
(«patos») para describir cualquier edificio que adoptara la forma de un producto o servicio relevante, como un puesto para vender fresas con la forma de una fresa gigante, o el aeropuerto de Shenzhen, que tiene la forma de un avión.
Fuente: The Diamond Registry
El gurú de los gráficos Edward Tufte tomó prestado el término «pato» para describir una tendencia similar en los gráficos: un gráfico sobre el presupuesto de la NASA con la forma de un cohete; un gráfico sobre la educación superior con la forma de un birrete; o, en el ejemplo creado para la revista
Time
de Nigel Holmes, un gráfico sobre el precio de los diamantes con la
forma de una mujer que lleva diamantes, cuyas piernas con medias describen la curva del precio de una piedra de un quilate. En ocasiones, estos juegos de imágenes ayudan a que los lectores recuerden la información.
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Pero, con demasiada frecuencia, son una intentona humorística fallida, o una manera desesperada de hacer interesantes unos datos aburridos. Los patos de la visualización de datos pueden ser algo peor que un ejemplo de mal gusto; estas formas, de hecho, pueden ocultar —o, peor, representar mal— la información subyacente.
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Existe un curioso paralelismo histórico: el camuflaje disruptivo. Se trataba de un mecanismo de defensa para los buques de guerra durante la Primera Guerra Mundial, que siempre corrían el riesgo de que los torpedeara un submarino al acecho. El método habitual de «confundirse con el entorno» no era una opción para una gigantesca embarcación de acero que anunciaba su presencia con chimeneas y las olas que provocaban sus motores. El camuflaje disruptivo le daba la vuelta por completo a la idea de camuflaje. Consistía en un pastiche abstracto de garabatos y patrones de ropa de arlequín. De hecho, se parecía lo bastante al arte cubista como para que Picasso, en plan travieso, intentara atribuirse el mérito.
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El verdadero inventor de este camuflaje fue Norman Wilkinson, un artista carismático que ingresó en la reserva de la Royal Navy al principio de la guerra. Más tarde, explicó: «Puesto que era imposible pintar un barco para que no lo detectara un submarino, la respuesta consistía en lo contrario. Es decir, pintarlo no con el propósito de que se vea poco, sino de tal manera que se desdibuje su forma y un oficial del submarino no sepa cuál es su trayectoria».
Dado que los torpedos tardan un tiempo en alcanzar su objetivo, el operador del periscopio debe juzgar con rapidez la
velocidad y la dirección del buque antes de disparar. Al observar a través de una mira diminuta un buque con camuflaje disruptivo, el operador sabía que se trataba de una embarcación, pero le costaba mucho detectar los parámetros para que el torpedo fuera preciso. Los garabatos parecían las olas que levanta el buque, mientras que los diamantes del patrón arlequín se confundían fácilmente con las diferentes superficies inclinadas del casco. El resultado era que el operador no calculaba bien la velocidad, el ángulo, el tamaño y la distancia a la que se encontraba el barco. Incluso era posible que viera dos buques en lugar de uno, o que confundiera la popa con la proa y apuntara a la parte de atrás del barco en lugar de a la de delante. El objetivo del camuflaje disruptivo era provocar errores en la valoración.
Más de un siglo después, no es difícil ver los ecos del camuflaje disruptivo en las infografías. De la televisión a los periódicos, de las páginas web a las redes sociales, estamos rodeados por gráficos que captan nuestra atención, fáciles de compartir y retuitear, pero que también —a propósito o no— confunden la información, incitándonos a llegar a una conclusión que con frecuencia es errónea. Al menos, el operador del periscopio que detectaba un buque con camuflaje disruptivo se daba cuenta de que estaba observando algo extraño, aunque no llegara a ninguna conclusión clara. Pero muchos de nosotros, cuando una infografía nos confunde, no sospechamos nada.
Todo esto formaba parte de un futuro lejano cuando Florence Nightingale era una jovencita que descubría su pasión por los datos. A los nueve años, categorizaba y hacía gráficos de las
plantas de su jardín. Cuando creció, suplicó con éxito a sus padres que le dieran una educación matemática de primera calidad; en las fiestas, se quedaba charlando con tipos como Charles Babbage, matemático y diseñador del ahora famoso protoordenador. Fue huésped de Ada Lovelace, colaboradora de Babbage. Y mantuvo correspondencia con el gran estadístico belga Adolphe Quetelet, quien popularizó la idea del «promedio» o la «media aritmética», que fue una manera revolucionaria de resumir datos complejos con un solo número. Quetelet fue además el primero en defender que las estadísticas no solo servían para analizar observaciones astronómicas o el comportamiento de los gases, sino también cuestiones sociales, psicológicas y médicas, como la incidencia del suicidio, la obesidad o el crimen. Babbage y Quetelet, más tarde, fueron los fundadores de la Royal Statistical Society. Nightingale, como he mencionado con anterioridad, fue la primera integrante femenina.
A los treinta años, Florence Nightingale era una asidua de aquel mundo de matemáticos pioneros, pero seguía trabajando como superintendente de enfermeras en un pequeño hospital en la Harley Street de Londres, donde no solo se encargaba de la administración y las infraestructuras del hospital, sino que enviaba encuestas a hospitales de toda Europa para registrar sus prácticas administrativas y tabulaba los resultados.
Fue en esta época, a finales de 1854, cuando el secretario de Guerra, su viejo amigo Sidney Herbert, la convenció para que dirigiera una delegación de enfermeras que partiría a Estambul con el cometido de cuidar de los soldados británicos heridos en la guerra de Crimea. El conflicto era una lucha feroz entre el Imperio ruso y otras potencias europeas, entre ellas Gran Bretaña. La presencia de Nightingale en el ejército británico,
algo sin precedentes para una mujer, tenía el objetivo de apaciguar a la opinión pública, indignada por las terribles condiciones de los hospitales. Los artículos de The Times
sobre la guerra de Crimea se convirtieron en un largo relato de desastres con muchos personajes familiares. Cuando todo acabó, Florence Nightingale era, casi con toda seguridad, la única figura que conservaba el apoyo del pueblo; los generales y el resto de los cargos cayeron en el más absoluto descrédito debido a la catástrofe.
El hospital del cuartel de Scutari, en Estambul, era una trampa mortal. Cientos de soldados del frente de Crimea sucumbían al tifus, el cólera y la disentería mientras trataban de recuperarse de sus heridas en condiciones precarias, junto a las cloacas. Cuando Nightingale llegó allí, las ratas y las pulgas campaban por doquier. No había elementos básicos como camas y mantas, ni comida que cocinar, ni cacerolas donde cocinar, ni cuencos para comer. Todo esto indignó a la opinión pública cuando apareció en The Times
, y fue la misma Nightingale quien utilizó los periódicos para recaudar fondos de los lectores y presionar a un ejército británico mal organizado para que actuaran juntos.
Algo menos célebre fue el hecho de que en la cuestión administrativa el hospital también era un caos. No había registros médicos estandarizados, y la comunicación entre los distintos hospitales militares era nula. Podría parecer una cuestión relativamente trivial, pero Nightingale sabía que era un problema grave. Sin buenas estadísticas era imposible comprender por qué morían tantos soldados, o encontrar una manera de mejorar las condiciones. Ni siquiera se contaba a los muertos, a quienes enterraban sin registrar su fallecimiento. Nightingale conoció todo esto de primera mano. Incluso se
impuso el deber de escribir a la familia de cada soldado. Pero quería disponer tanto de la vista de pájaro como de la experiencia personal, porque comprendía que ciertas verdades solo se percibían a través de la lente de la estadística. Intentó estandarizar y entender los datos del hospital.
Mucho tiempo después de que acabara la guerra, Nightingale seguía presionando para mejorar las estadísticas médicas. Parte de su labor, que llevó a cabo con Farr, era impresionantemente mundana. Por ejemplo, trataron de estandarizar la descripción de diferentes enfermedades y causas de muerte. Farr se ocupaba de la cuestión técnica; Nightingale hacía campaña para que se adoptaran las ideas de Farr. Escribió al Congreso Estadístico Internacional en 1860 para pedir que los hospitales utilizaran los métodos de Farr y recabaran estadísticas según un estándar uniforme. No era un capricho: estandarizar las estadísticas significaba poder comparar hospitales distintos y aprender de ello. Muchos de nosotros solemos pasar por alto este tipo de bases estadísticas, pero, como hemos visto varias veces en este libro, sin unos estándares estadísticos bien definidos nada tiene sentido. Las cifras pueden confundirnos con facilidad si están desconectadas de una definición clara.
Es posible que Florence Nightingale fuera una activista audaz, pero además sus campañas se basaban en fundamentos muy sólidos.
El problema más claro de una idea decorativa inteligente es que los datos básicos sean endebles. La visualización, entonces, se limita a ocultar este hecho: un llamativo glaseado sobre un pastel estadísticamente podrido.
Un ejemplo ilustrativo es Debtris, una animación inolvidable que hace unos años produjo David McCandless, autor de
La información es bella
.
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En ella se ven grandes bloques cayendo mientras suena una banda sonora de ocho bits, un homenaje al adictivo videojuego Tetris. El tamaño de los bloques equivale a su valor en dólares. A «60.000 millones de dólares: el coste estimado de la guerra de Irak en 2003», le sigue «3 billones de dólares: el coste total estimado de la guerra de Irak», y luego los ingresos de Walmart, el presupuesto de Naciones Unidas, el coste de la crisis financiera y muchos otros. Como decoración, es magnífico: el gráfico es chulísimo, la música se te queda en la cabeza y la revelación lenta de los diferentes costes te deja sin aliento, a veces te ríes y a veces te enfadas.
Pero los mismos elementos que hicieron de Debtris algo fantástico a la vista también servían para ocultar los problemas subyacentes. Debtris compara sin cesar manzanas estadísticas con naranjas estadísticas. Las acciones se comparan con los flujos. Es como comparar el coste total de una casa con el coste anual de alquilarla; no es una confusión trivial. Las cifras netas se ponen a la misma altura que las brutas; es como comparar los beneficios de una empresa con su facturación.
La sorprendente diferencia entre las comparaciones anteriores y posteriores del coste de la guerra de Irak resulta estar basada en una comparación injusta. (Aunque una comparación justa también mostraría una diferencia sorprendente.) La cifra antes de la guerra es una estimación limitada: el coste del presupuesto militar estadounidense. La cifra después de la guerra es muy amplia, incluye la cifra del coste de las vidas perdidas, el coste de los precios altos del petróleo, y una suma enorme para el coste de la inestabilidad macroeconómica, que se lleva parte de la culpa de la crisis
financiera de 2008. Este coste estimado tan amplio no es irrazonable, pero sí lo es colocarlo junto a estimaciones de carácter muy diferente sin añadir comentario alguno. Lo que parece ser una comparación pura entre el antes y el después es, en realidad, una estimación limitada y anterior frente a una estimación amplia y posterior, de manera que se mide una cosa diferente en un tiempo diferente. Nadie se da cuenta de eso al contemplar la animación de Debtris.
Debtris se lanzó en 2010, y pronto se convirtió en mi ejemplo negativo favorito: la visualización es buenísima, pero los datos son malísimos. Un par de años después, me presentaron a David McCandless en una conferencia. Me sentí un poco mal. Siempre me había quejado de su trabajo en su ausencia, pero nunca había tenido la cortesía de mandarle un correo electrónico con mis comentarios. Pero tal vez él no supiera nada de todo esto. No pude evitar confesárselo.
—David, debería decirte que tengo ciertas preocupaciones respecto a tu animación Debtris.
—Sí, lo sé —contestó.
Me avergoncé un poco. En su favor hay que decir que sus obras más recientes son igualmente sorprendentes pero prestan más atención a los datos. Por ejemplo, una visualización parecida —The Billion-Pound O’Gram— sigue mezclando acciones y flujos, pero es mucho más transparente sobre ello.
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Y algo más que lo excusa es que la única razón por la que pude saber que los datos de Debtris eran parciales e inconsistentes es que McCandless aportaba todas las referencias. Muchos no lo hacen.
De modo que la información es bella, pero la desinformación también puede serlo. Y producir desinformación bella es cada vez más fácil.
Antaño, los gráficos requerían un montón de tiempo y dolores de cabeza tanto para producirlos como para reproducirlos. Incluso algo tan simple como un gráfico con líneas rectas, bordes precisos y color exigía una habilidad experta y unos métodos de impresión caros. Es revelador que Edward Tufte, en un libro de 1983, dedique un espacio a deplorar el uso de patrones en blanco y negro con sombras diagonales porque provoca la incómoda sensación de un parpadeo. «Esta vibración moaré es probablemente la forma más común de desastres gráficos», se queja. Por entonces era habitual, pero hoy ha desaparecido. Siempre optamos por color en lugar de por sombras diagonales.
En la actualidad, tampoco se requiere una habilidad especial. Un gran abanico de programas convierte con facilidad las cifras en imágenes. Pero cualquier herramienta potente se debe usar con precaución, y la propia velocidad del proceso implica que se puedan crear gráficos en apariencia impresionantes sin una reflexión seria sobre los datos o sobre cómo describirlos.
La facilidad con que se crean estos gráficos solo es superada por la facilidad con que se comparten. Un rápido «Me gusta» en Facebook o un retuit en Twitter dará alas a la imagen. Ideas que se expresan mejor con palabras o cifras se convierten en gráficos porque es lo que mejor se divulga en las redes sociales. Por desgracia, el mecanismo de selección suele ser una mezcla de belleza y sorpresa, en lugar de pertinencia y precisión.
Veamos, por ejemplo, la experiencia de Brian Brettschneider, un científico experto en el cambio climático y aficionado a los mapas espléndidos. Celebró el día de Acción de Gracias de 2018 creando un mapa que mostraba «El pastel favorito de Acción de Gracias en cada región», en el que se incluía un pastel de coco para el Medio Oeste, un pastel de boniato para la Costa Oeste y
un pastel de lima para el sur. Como británico, mis conocimientos sobre Acción de Gracias son limitados, y mi pastel favorito es el pastel de cerdo, pero me contaron que los estadounidenses pensaban que ese mapa no era correcto. ¿No había pastel de calabaza? ¿Ni pastel de manzana? El mapa —y la indignación— se hicieron virales en Twitter. Al senador Ted Cruz, un prominente político republicano, no le gustó que se dijera que los texanos preferían el pastel de lima: «#FakeNews», tuiteó.
Y tenía razón. Brettschneider se lo había inventado todo. Era una broma; el mapa era una parodia de todos los mapas malos que se hacían virales en internet. No obstante, después de que más de un millón de personas vieran el tuit, Brettschneider empezó a inquietarse. ¿Sabían que estaba bromeando? No sabemos quién pilló la broma, quién compartió el mapa indignado y quién creyó que era un hecho contrastado. Pero podemos estar bastante seguros de que el uso de un gráfico vívido le dio su poder viral. «Solemos considerar que los mapas contienen información precisa —escribe Brettschneider—. Si está en un mapa, será verdad, ¿no? Si hubiera colgado una lista humorística sobre los pasteles favoritos según la región, se habría ignorado olímpicamente. Pero, puesto que estaba en forma de mapa, daba la sensación de autenticidad.»
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Así es. Lo único en lo que discrepo con Brettschneider es en que no creo que el problema se limite a los mapas. Cualquier gráfico vívido tiene el potencial de hacerse viral, ya sea cierto, falso o un poco de ambas cosas. He empezado este libro con una advertencia: debemos prestar atención a nuestra reacción emocional ante las afirmaciones factuales que nos rodean. De la misma forma, las imágenes conectan con la imaginación y las emociones, y las compartimos con mucha facilidad antes de
haber reflexionado un poco. Si no lo hacemos, correremos el riesgo de que su brillo nos ciegue.
La situación en el hospital de Scutari era catastrófica. Florence Nightingale escribió más tarde: «Para ojos inexpertos, los pabellones de Scutari eran magníficos. Para nosotros, en su primer estado, eran verdaderos sepulcros blancos, barracones para apestados».
[11]
Pero ¿por qué, exactamente, morían tantos soldados?
Una mala higiene es la explicación obvia para una perspectiva moderna: los gérmenes se transmitían sin traba alguna en unas condiciones insalubres que facilitaban las plagas. Pero la idea de que las enfermedades las transmitían los microbios, y que se podía luchar contra ellos con antisépticos y limpieza, aún no había calado. Muy pocos médicos habían oído hablar de ella, en general era una especulación en la que no creían. Nightingale estaba en la misma posición. Pensó que el alto número de muertes se debía a la falta de comida y suministros, un problema que trató de solventar con las campañas y la recaudación de fondos a través de The Times
.
Sin embargo, también contrató a un equipo para que ayudara a limpiar el hospital, y en la primavera de 1855 esta «comisión sanitaria», llegada desde el Reino Unido, enjalbegó las paredes, eliminó la porquería y los animales muertos e higienizó las cloacas. La intención principal fue que el hospital no fuera tan desagradable, pero el efecto inmediato resultó ser una reducción de la tasa de muertes de más del 50 por ciento al 20 por ciento.
Florence Nightingale quiso comprender qué había ocurrido, y por qué. Y como Richard Doll y Austin Bradford Hill, creyó que
podría saberlo si analizaba los datos con la atención suficiente. Sus escrupulosos registros lograron que esta mejora espectacular después del trabajo de la comisión sanitaria fuera muy clara.
Cuando Nightingale volvió de la guerra, la reina Victoria la convocó a una audiencia real. Nightingale la convenció para que apoyara a la Comisión Real que investigaba la salud del ejército. También recomendó que en la comisión se incluyera a William Farr, aunque el estatus social bajo de Farr implicó que no lo trataran bien: al final, su papel fue de consultor no remunerado de la comisión.
Nightingale y Farr concluyeron que la falta de higiene había provocado muchas muertes en los hospitales de la guerra de Crimea, y que la mayoría de los militares y profesionales médicos habían pasado por alto esta lección. El problema rebasaba el escenario de la guerra: la situación de la salud pública en los cuarteles, los hospitales civiles y más allá era un desastre. La pareja empezó a hacer campaña en pro de mejores medidas de salud pública, leyes más duras respecto a la higiene en propiedades arrendadas y mejoras de la limpieza en los cuarteles y los hospitales de todo el país.
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Nightingale fue la enfermera más famosa del país, pero era una mujer en un mundo de hombres, y tuvo que convencer a la plana mayor médica y militar, encabezada por el director general de la salud de Inglaterra, John Simon, de que llevaban toda la vida haciendo mal las cosas. En 1858, el doctor Simon escribió que las muertes debidas a enfermedades infecciosas eran «hablando claro, inevitables», y que no había nada que hacer para impedir las muertes futuras. Nightingale se propuso demostrar que estaba equivocado.
La hija de William Farr, Mary, oyó a escondidas una
conversación entre su padre y Florence Nightingale. Mary recordaba que su padre había advertido a Nightingale sobre las críticas contra la clase dirigente: «Si lo haces, te crearás enemigos», y ella se puso en pie y contestó: «Después de lo que he visto, sabré defenderme».
[12]
Nightingale escribió a su amigo el secretario de Guerra, Sidney Herbert: «Siempre que estoy furiosa, me desquito con un nuevo diagrama».
[13]
Las estadísticas habían sido el telescopio con el que percibía la verdad; ahora necesitaba un diagrama que también incitara a los demás a ver la verdad.
«Un buen gráfico no es una ilustración, sino un argumento visual», declara Alberto Cairo al principio de su libro
How Charts Lie
.
[14]
Como sugiere el título (Cómo mienten los gráficos), Cairo está preocupado. Si un buen gráfico es un argumento visual, un mal gráfico podría ser un garabato confuso, o también podría ser un argumento visual, pero engañoso y seductor. Sea como sea, al organizar y presentar los datos preparamos a los demás para que lleguen a ciertas conclusiones. Como un argumento verbal, también el argumento de un gráfico puede ser lógico o emocional, agudo o vago, claro o desconcertante, honesto o equívoco.
Debería señalar aquí que no todos los buenos gráficos son argumentos visuales. Algunas visualizaciones de datos no tienen el objetivo de ser persuasivas, sino exploradoras. Si estamos gestionando un grupo de datos complejo, nos facilitará mucho las cosas convertirlo en unos pocos gráficos diferentes para ver a qué nos enfrentamos. Las tendencias y los patrones resaltarán de inmediato si la organización de los datos es la correcta. Por ejemplo, el experto en visualización Robert
Kosara recomienda organizar los datos lineales en una espiral. Si hay un patrón periódico en los datos —por ejemplo, que se repite cada siete días o cada tres meses—, podría quedar oculto por otras fluctuaciones en una organización convencional pero será evidente en una organización en espiral.
De manera similar, cierto tipo de problemas son patentes de inmediato cuando los datos se convierten en imágenes. Supongamos una base de datos que recoge la altura y el peso de decenas de miles de pacientes de hospital. ¡Algunos de ellos miden quince o diecisiete metros! Debe de ser un error de escritura. Cientos de ellos pesan cero kilos. La causa de esto puede ser que el enfermero o el médico que rellenó el formulario electrónico no pesó al paciente, de modo que pulsó «enter» y pasó a la siguiente casilla. Estos problemas no se mostrarán si le pedimos al ordenador que calcule la media o la desviación estándar, o si analizamos columnas de datos manualmente. Por el contrario, si miramos una imagen de los datos, veremos el problema en un segundo.
Pero presumamos que ya hemos explorado las cifras y que ahora queremos convertirlas en un argumento visual. La recomendación típica para los consultores y los investigadores académicos que presentan un gráfico es incluir un título o unas palabras que dirijan la atención a las características clave de los datos y que inciten a sacar una conclusión.
[15]
Say it with Charts
, la biblia de los consultores, clarifica mucho este proceso. En primer lugar, asegura su autor, Gene Zelazny, debemos decidir qué queremos decir con el gráfico. Una vez que lo sepamos, se nos ocurrirá una comparación específica. Esta, a su vez, nos guiará para escoger el tipo de gráfico: un diagrama de dispersión, un grafo línea, un gráfico de barras o un gráfico circular o de pastel.
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Por último,
resaltaremos el mensaje en el título del gráfico. No nos limitaremos a escribir: «Número de contratos, enero-agosto», sino: «El número de contratos ha aumentado», o, quizá, «El número de contratos ha estado fluctuando», dependiendo de si queremos poner el énfasis en la tendencia al alza o en las variaciones de la tendencia. La visión de Zelazny consiste en que el consultor le dice al lector lo que debe pensar. Tanto los gráficos como las palabras están pensados para respaldar el mensaje.
Soy consciente de que hay algo desconcertante en comenzar este proceso con la conclusión y luego determinar cómo presentar los datos para respaldarla. Pero seamos justos: gran parte de la comunicación funciona así. Los artículos de los diarios comienzan con un titular; el texto subsiguiente es una explicación. Incluso un artículo científico comienza con un resumen que tiene una función parecida a la de los titulares de los periódicos: nos dice qué ha ocurrido y qué significa eso. Un buen periodista no comienza su trabajo con una conclusión en mente; un buen científico no decide los resultados antes de llevar a cabo los experimentos. (No puedo dar fe de lo que hace un buen consultor.) Pero cuando los científicos y los periodistas han descubierto algo interesante, dan a los lectores algunas pistas de lo que significa. Lo mismo ocurre con los diseñadores de gráficos.
Edward Tufte, el influyente diseñador de información, admira los gráficos que son densos y complejos con un mínimo de decoración o anotaciones. La introducción a uno de sus libros,
Envisioning Information
, advierte a los lectores: «Las ilustraciones complementan un estudio profundo. Son tesoros, complejos e ingeniosos, repletos de significado». Observa con atención. Piensa. Repara en los detalles. Para Tufte, el gráfico
ideal invita al lector a sentarse con una taza de café y fijarse en todos los matices. «Los diseños con datos superficiales y escasos —advierte— provocan sospechas, y con razón, sobre la calidad de las mediciones y el análisis.»
[16]
Puede que Tufte tenga razón, aunque, como ya deberíamos saber a estas alturas, la densidad de datos del gráfico no es garantía de que los datos sean fiables: un gráfico que presente pocos datos de manera sencilla puede ser impecable, mientras que un gráfico intrincado puede estar repleto de datos de baja calidad.
Incluso con cifras contrastadas, un gráfico detallado para pedir un café puede ser persuasivo sin ser informativo. Un ejemplo magnífico es la presentación de datos sobre desigualdad que apareció en la página web de
The New Yorker
en 2013. La infografía, diseñada por Larry Buchanan, imita el icónico mapa del metro de Nueva York. Los internautas pueden clicar en las líneas de metro y ver cómo cambian los ingresos medios durante el trayecto. Es una visualización de datos tipo «pato»: los gráficos de ingresos altos y bajos se parecen a las rutas de metro, y copian con detalle los distintivos elementos de diseño del mapa y las señalizaciones del metro de Nueva York.
[17]
Lo que hace que la infografía sea persuasiva es que nos invita a hacer una comparación natural e imaginar inmediatamente a las personas que representa: observamos la variación en los ingresos a lo largo de una línea que recorre diferentes barrios, captamos la gran desigualdad que abarca un breve trayecto de metro, y nos imaginamos a los personajes, rozándose los hombros en el vagón. Los ricos y los pobres están tan juntos, son tan parecidos en algunos aspectos y, aun así, tan diferentes. La infografía actúa como un puñetazo emocional.
DESIGUALDAD Y EL METRO DE NUEVA YORK
La ciudad de Nueva York
tiene un problema con la desigualdad de ingresos
. Y va a peor: la parte alta del espectro está ganando y la parte baja está perdiendo. A lo largo de las líneas de metro, los ingresos varían desde la pobreza hasta una riqueza considerable. Esta infografía interactiva representa los cambios gracias a los datos de renta media, del
Departamento del Censo de Estados Unidos
, contrastados con el censo de las paradas de metro.
Pero ¿es informativo? No demasiado. A medida que vamos clicando, es muy difícil enterarnos de algo que no supiéramos ya. Es difícil comparar una línea con otra o detectar patrones que no sean los más obvios.
Es algo que queda patente cuando leemos el breve artículo que acompaña la infografía, que está lleno de hechos que no se deducen fácilmente del gráfico mismo. La renta media más alta de un tramo del censo relacionado con el metro en la ciudad de Nueva York fue de 205.192 dólares. La más baja, de 12.228 dólares. El artículo también nos dice qué líneas de metro tienen las rentas más altas y más bajas, y la diferencia más acentuada entre dos estaciones dadas, aunque no está muy claro por qué alguna de estas informaciones pueda ser útil. Se resalta que la desigualdad de la renta en Manhattan es similar a la desigualdad de Lesoto o Namibia. ¿Eso es malo? Parece malo. Si resulta que siempre llevamos encima una lista sobre la desigualdad en cada país del planeta, nos daremos cuenta de que es malo. Pero ¿la llevamos? El objetivo del gráfico no es transmitir información, sino tocarte la fibra. Si el artículo hubiera comparado la desigualdad de la renta en Nueva York con otras ciudades globales como Londres o Tokio, u otras ciudades estadounidenses como Chicago y Los Ángeles, quizá habríamos aprendido algo que mereciera la pena.
El resultado es llamativo, pero nos informa menos que un mapa. Es una obra de arte persuasiva que pretende ser una obra de análisis estadístico. Nos han recordado enfáticamente algo que ya creíamos. Sentimos más implicación y emoción, pero ¿estamos ahora mejor informados?
No hay nada malo en las polémicas —yo mismo participo en ellas a veces con mis artículos—, pero deberíamos ser sinceros con nosotros mismos sobre lo que tenemos frente a los ojos.
Otro ejemplo es un gráfico de Simon Scarr, un experimentado diseñador de Thomson-Reuters. El gráfico representa las muertes en Irak cada mes entre 2003 y 2011. Es un gráfico de barras invertido: cuantas más muertes en un mes, más larga es
la barra invertida. Scarr pintó estas barras de color rojo con la intención de que el gráfico parezca la sangre de una herida terrible en lo alto de la página. Por si el mensaje todavía pudiera parecer ambiguo, el título del gráfico es: «El baño de sangre en Irak». Si el gráfico de Larry Buchanan sobre la desigualdad y el metro nos toca la fibra, el gráfico de Scarr nos arranca el corazón del pecho. No fue casualidad que ganara un premio de diseño.
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Y, al contrario que el diagrama del metro, el gráfico de Scarr nos da una información relevante: es persuasivo e informativo.
Andy Cotgreave y Simon Scarr
Pero cuando Andy Cotgreave, experto en visualización de datos, vio el gráfico de Scarr, probó un experimento. En primer
lugar, cambió el color por un azul-gris corporativo. Luego, le dio la vuelta. Por último, cambió el título de «El baño de sangre en Irak» por «Irak: muertes a la baja». El cambio en el impacto emocional es sobrecogedor. El gráfico de Scarr incitaba a la indignación pura. El del Cotgreave es sobrio, casi tranquilizador. ¿Cuál es mejor? Depende del mensaje. El de Scarr gime: «¡Oh, humanidad…!». Y el de Cotgreave declara con calma: «Lo peor ya ha pasado». Ambos mensajes son justos. Es un recordatorio de que las elecciones más simples en cuanto al color y la presentación pueden cambiar el tono del gráfico y cómo lo percibirán los demás, de la misma forma que nuestro tono de voz puede cambiar espectacularmente cómo se recibirán nuestras palabras.
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¿Cómo podían un estadístico de cuna humilde, William Farr, y una mera mujer, Florence Nightingale, ganarles la partida a los tozudos médicos y soldados de la clase dirigente victoriana?
En primer lugar, debían garantizar que sus datos eran indiscutibles.
Facta, facta, facta
! Farr y Nightingale sabían muy bien que sus enemigos políticos examinarían su trabajo con lupa. En un revelador intercambio de cartas, Nightingale advertía a Farr que se preparase para un ataque por su último análisis estadístico. La respuesta de Farr mostraba la confianza que tenía en su trabajo: «Esperemos, y no apretemos el gatillo aún. No vamos a disparar al aire, como a quien le espanta una mosca. Dejemos que señalen nuestros “errores”, y, si son errores, los admitiremos sin problemas. Pero lo que no podrán será poner en duda nuestros fundamentos ni derrumbar nuestros pilares».
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Tenían que presentar sus hallazgos. Nightingale envió a varias
personas su «diagrama de la rosa» en 1858, y lo publicó a principios de 1859. Fue solo unos pocos años después de su experiencia en el hospital de Scutari, y meses después de que el doctor John Simon afirmara que las enfermedades contagiosas eran prácticamente inevitables. El diagrama de la rosa es un argumento visual brillante. He visto una de las impresiones originales, en la biblioteca de la Royal Statistical Society. Es impresionante, alarmante, una hermosa estructura de porciones que muestran las muertes por enfermedades infecciosas antes y después de las mejoras sanitarias en Scutari.
Si quisiéramos burlarnos del diagrama, diríamos que es un gráfico circular o de pastel con esteroides. Técnicamente, es un «diagrama de área polar», a buen seguro el primero de la historia. Pero no es una presentación austera de una verdad estadística. Nos cuenta una historia.
Para ver lo convincente que es como argumento retórico,
consideremos una presentación alternativa con un gráfico de barras (el ejemplo siguiente se basa en un gráfico del biógrafo de Nightingale, Hugh Small, empleando los datos de Farr).
A primera vista, el gráfico de barras de Small es más claro y fácil de comprender. Pero lleva al espectador a la conclusión errónea. Centra la atención en el terrible número de muertes de enero y febrero de 1855, lo cual podría hacernos pensar que un invierno especialmente duro provocó las muertes y que luego la primavera redujo las bajas. También da la impresión de que el declive de las muertes es espectacular pero escalonado: un proceso más que un cambio radical.
El diagrama de área polar, por el contrario, divide el balance de muertes en dos períodos: antes y después de las mejoras sanitarias. Al hacerlo, crea una discontinuidad evidente que
con los datos en frío es menos clara. Puesto que el diagrama de área polar representa las muertes en proporción con el área de las porciones en lugar de con la altura de las barras, también disimula ligeramente lo terribles que fueron enero y febrero de 1855, pero los agrupa en el período de «antes de la comisión sanitaria».
Nightingale quería que la importancia de la mejora sanitaria saltara a la vista y convencer al lector de que la experiencia de Scutari se podría repetir en hospitales, cuarteles e incluso viviendas privadas de todo el Imperio británico. Creó la potente estructura de «antes y después» para reforzar su argumento.
¿Se trata de camuflaje disruptivo? Quizá. Me inclino a decir que no, aunque solo sea porque los datos son sólidos y están a la vista de todos. Al contrario que Debtris, no se basa en estadísticas parciales ni en comparaciones inútiles; al contrario que el diagrama del metro y la desigualdad, no hay mucho ruido y pocas nueces. Se parece más a «El baño de sangre de Irak», pero es más sutil en cómo nos invita a sacar conclusiones. Pocas valoraciones del diagrama de la rosa resaltan lo hábil que es al dirigir al lector hacia una interpretación de los datos, y no otra. Por suerte, la idea era verdad y era importante; la retórica visual ayudó a los lectores a llegar a una conclusión que además era la correcta.
Nightingale explicó a Sidney Herbert que el diagrama «tiene la intención de influir por los ojos lo que no logramos transmitir al cerebro del lector, que solo lee palabras». Para que su diagrama llegara a todos los ojos posibles, Nightingale le pidió a la escritora radical Harriet Martineau que escribiera un libro conmovedor sobre la guerra de Crimea y el sufrimiento de los soldados británicos. Martineau había leído los informes de
Nightingale y los elogiaba como «una de las creaciones políticas o sociales más impresionantes que se ha visto nunca». Nightingale incluyó el diagrama de área polar como una portada desplegable del libro de Martineau. No lo leyeron tantos soldados como hubiese sido deseable —el ejército lo prohibió en las bibliotecas y los cuarteles militares—,
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pero Nightingale tenía en mente un público más particular para su diagrama, como le dijo a Herbert:
Solo los científicos se fijan en los apéndices de los informes, y este es para el público corriente […]. Ahora bien, ¿cuál es su público corriente? (1) La reina; (2) el príncipe Alberto; […] (7) todos los reyes de Europa a través de sus embajadores y ministros; (8) todos los comandantes del ejército; (9) todos los médicos de los regimientos y los oficiales médicos […]; (10) los directores generales de salud de ambas cámaras [del Parlamento]; (11) todos los periódicos, las gacetas y las revistas.
Los veteranos médicos que habían sostenido que no se podía hacer nada fueron aceptando poco a poco las razones de Nightingale para mejorar la higiene. En la década de 1870, el Parlamento aprobó varias leyes sobre salud pública. La tasa de muerte en el Reino Unido empezó a caer, y la esperanza de vida empezó a crecer.
Lo que hace que la historia de Florence Nightingale sea tan impactante es que fue capaz de ver las estadísticas a la vez como herramientas y como armas. Valoraba la importancia de tener fundamentos sólidos tales como las tediosas tareas de estandarizar las definiciones y lograr que todos cumplimentaran los formularios, y de realizar análisis «absolutamente objetivos», inmunes a los ataques de los críticos. Pero también comprendió la necesidad de dar un
cambio de imagen a los datos, presentarlos de la manera más convincente. Creó una imagen con el poder suficiente para cambiar el mundo.
Florence Nightingale estuvo en el lado bueno de la historia, pero muchas de las personas que utilizan gráficos parciales y engañosos no lo están. Los que recibimos estas hermosas visualizaciones debemos poner en marcha todo lo que hemos aprendido en este libro hasta el momento.
En primer lugar —y lo más importante, puesto que el sentido visual es tan visceral—, fíjate en tu reacción emocional. Concédete un segundo para percatarte de cómo hace que te sientas el gráfico: ¿triunfante, a la defensiva, enfadado, festivo? Ten en cuenta este sentimiento.
En segundo lugar, asegúrate de que entiendes la información básica que sustenta el gráfico. ¿Qué significan realmente los ejes? ¿Entiendes lo que se mide o se cuenta? ¿Tienes el contexto necesario para comprender, o el gráfico solo muestra unos pocos datos? Si el gráfico refleja un análisis complejo o los resultados de un experimento, ¿comprendes lo que se ha hecho? Si no estás en posición de valorarlo, ¿confías en quienes sí lo están? (¿O has buscado, quizá, una segunda opinión?)
Cuando observes visualizaciones de datos, te irá mucho mejor si tienes en cuenta que es posible que alguien quiera convencerte de algo. No hay nada malo en los gráficos ingeniosamente persuasivos, como tampoco lo hay en las palabras ingeniosamente persuasivas. Y no hay nada malo en que te convenzan y cambies de opinión. Esto es de lo que vamos a ocuparnos ahora.