Décima regla
Mantén la mente abierta
Una persona con una convicción es una persona difícil de cambiar. Le dirás que no estás de acuerdo, y mirará hacia otro lado. Le mostrarás hechos y cifras, y cuestionará las fuentes. Apelarás a la lógica, y dirá que no lo entiende.
L
EON
F
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y S
TANELY
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CHACHTER
,
Cuando las profecías fallan
[1]
I
rving Fisher fue uno de los más grandes economistas que han existido.
[2]
«Avanzado entre diez años y dos generaciones a su época», opinó el primer premio Nobel de Economía, Ragnar Frisch, en la década de 1940, más de medio siglo después de que el genio de Fisher empezara en esta disciplina. Paul Samuelson, que ganó el premio Nobel de Economía un año después que Frisch, declaró que la tesis doctoral de Irving Fisher, escrita en 1891, «fue la mejor disertación doctoral sobre economía que se ha escrito nunca».
Esto es lo que pensaban los colegas de Fisher. Pero el público
también lo adoraba. Hace cien años, Irving Fisher era el economista más famoso del planeta. Sin embargo, a Fisher ahora solo lo recuerdan los economistas a los que les interesa la historia. Ya no es un nombre familiar como Milton Friedman, Adam Smith o John Maynard Keynes, su joven contemporáneo. Esto se debe a que a Irving Fisher le ocurrió algo terrible, y también a su reputación, algo que contiene una lección que nos puede servir a todos.
Sin duda, la caída de Fisher no se debió a una falta de ambición. «¡Hay tantas cosas que quiero hacer! —le escribió a un viejo compañero de clase mientras estudiaba en Yale—. Siempre me parece que no tengo tiempo para hacer todo lo que deseo. Quiero leer mucho. Quiero escribir un montón. Quiero ganar dinero.»
Era comprensible que el dinero fuera importante para él. Su padre había muerto de tuberculosis la misma semana en que Irving llegó a Yale. La motivación y el intelecto lo mantuvieron a flote: ganó premios en griego y latín, en álgebra y matemáticas, en disertaciones públicas (quedó en segundo puesto, justo detrás del que sería secretario de Estado), y era, a la vez, un estudiante modelo y miembro del equipo de remo. Pero, entre todos estos logros, el jovencito debía conseguir fondos para sus estudios; comprendió lo que era pasarlas canutas y estar rodeado de riqueza.
A los veintiséis años, sin embargo, Fisher se vio colmado con una pequeña fortuna. Se casó con una compañera de la infancia, Margaret Hazard, que era hija de un acaudalado industrial. La boda de Irving y Margaret, en 1893, fue lo bastante suntuosa para que informara de ella The New York Times
, con dos mil invitados, tres sacerdotes, un banquete exótico y un pastel de bodas de treinta kilos. Su luna de miel de catorce meses los
llevó por toda Europa y, al volver, se instalaron en una mansión recién construida en el número 460 de Prospect Street, en New Haven. El padre de Margaret la había erigido durante su ausencia, y contaba con biblioteca, sala de música y varios despachos espaciosos.
Hay tres cosas que debes saber de Irving Fisher.
En primer lugar, era un fanático de la salud. Algo comprensible. La tuberculosis había matado a su padre y, catorce años después, casi lo mató a él. No es de extrañar que adoptara un régimen harto fastidioso: se abstenía de consumir alcohol, tabaco, carne, té, café y chocolate. Un invitado a una cena disfrutó de la hospitalidad pero se fijó en la extravagancia de Fisher: «Mientras yo me deleité con una sucesión de manjares, él se limitó a un poco de verdura y un huevo crudo».
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No era únicamente una cuestión personal: Fisher era un evangelista de la salud y la nutrición. Fundó el Instituto de Extensión de la Vida y convenció a William Taft, que acababa de dejar la presidencia del país, para que fuera el director. (Puede parecer una elección irónica: Taft era obeso, el hombre más gordo que ha sido presidente. Su problema de peso, no obstante, lo ayudó a interesarse por la dieta y el ejercicio.) En 1915, cuando Fisher tenía casi cincuenta años, publicó un libro titulado
How to Live: Rules for Healthful Living Based on Modern Science
. (¡Cómo vivir! Eso sí que es una ambición.) Fue un superventas, y desde una perspectiva moderna es hilarante. «Abogo por tomar el sol […], el sentido común debe dictar la intensidad y la duración»; «es importante practicar la masticación […], masticar hasta el punto de que traguemos de forma natural e involuntaria». Incluso entró en el debate sobre cuál es el ángulo correcto de los pies al caminar: «entre siete y ocho grados de convergencia en cada pie».
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Y también aparece una breve sección sobre eugenesia. A esta el tiempo no le ha sentado bien.
Pero, aunque es fácil burlarse del libro, en muchos aspectos How to Live
era tan avanzado a su tiempo como los análisis económicos de Fisher. Aplicó el pensamiento científico a la cuestión del bienestar. Describió ejercicios detallados, defendió el mindfulness
y, en un momento en que la mayoría de los médicos eran fumadores, advirtió de que el tabaco provocaba cáncer.
Esto es lo segundo que debes saber acerca de Irving Fisher: creía en el poder de los análisis numéricos y racionales, en la economía y en todo lo demás. Calculó el coste económico neto de la tuberculosis. Llevó a cabo investigaciones experimentales sobre el vegetarianismo e incluso sobre la masticación, que descubrió que mejoraba la resistencia. (Un anuncio de 1917 para los cereales Grape Nuts incluía una recomendación del profesor Fisher.) En cierto punto de How to Live
, se detiene un momento para informar al lector de que «en el estudio moderno de la vestimenta científica hay una nueva unidad, el “vest”. Es una unidad técnica para medir el “poder calorífico” de la vestimenta».
Se puede aducir que, en ocasiones, su amor por los números le hizo descarriarse. Por ejemplo, cuando Fisher cuantificó los beneficios de la prohibición del alcohol, generalizó, a partir de un estudio reducido, que el alcohol en un estómago vacío causa que los trabajadores sean un 2 por ciento menos eficientes. Fisher calculó que la prohibición sumaría 6.000 millones de dólares a la economía estadounidense, lo cual, en aquella época, era un incremento espectacular. En el primer capítulo hemos visto que los conocimientos artísticos de Abraham
Bredius le habían dado razones para creer que la falsificación de Han van Meegeren era un auténtico Vermeer. De manera similar, los conocimientos estadísticos de Fisher le permitieron hacer grandes cálculos a partir de unos fundamentos endebles. Su convicción profunda sobre los perjuicios del alcohol socavó su riguroso razonamiento estadístico.
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Y también está el dinero; esa es la tercera característica que debes conocer. Irving Fisher era rico, y no solo por la herencia que había recibido su mujer. Ganar dinero era una cuestión de orgullo para él; no quería depender de su esposa. Tenía los derechos de autor por el libro How to Live
. Tenía sus inventos, sobre todo una forma de organizar las tarjetas de empresa que fue la precursora del Rolodex y que vendió a una empresa de material de oficina por 660.000 dólares en efectivo —varios millones al cambio de hoy—, un puesto en la junta y un montón de acciones.
Fisher dedicó sus investigaciones académicas a una gran operación empresarial llamada Instituto de Índices Numéricos. Vendía datos, previsiones y análisis, en «La página empresarial de Irving Fisher», a varios periódicos de Estados Unidos. Los pronósticos eran una extensión natural de los datos y los análisis. Al fin y al cabo, si queremos comprender el mundo, no siempre es porque el placer intelectual de comprenderlo sea un fin en sí mismo. A veces nos interesa captar la situación actual para anticiparnos, y quizá beneficiarnos, de lo que ocurrirá después.
Con esta plataforma, Fisher pudo publicitar su estrategia de inversión, que a grandes rasgos consistía en apostar por el crecimiento estadounidense comprando acciones de las nuevas corporaciones industriales con dinero prestado. Este dinero prestado, a menudo, se llama «apalancamiento», puesto que
magnifica tanto los beneficios como las pérdidas.
Pero durante la década de 1920 los inversores en el mercado de acciones no tenían que preocuparse mucho por las pérdidas. Los precios de las acciones estaban por las nubes. Cualquiera que hubiera hecho inversiones de apalancamiento en este crecimiento tenía infinitas razones para creerse muy listo. Fisher escribió a su viejo amigo de la infancia para decirle que había cumplido con su ambición. «¡Todos estamos ganando un montón de dinero!»
En el verano de 1929, Irving Fisher —autor superventas, inventor, amigo de presidentes, emprendedor, abanderado de la salud, columnista, pionero estadístico, el mejor economista académico de su generación y multimillonario— pudo jactarse frente a su hijo de que él mismo, y no la familia Hazard, había pagado la renovación de la mansión familiar.
Este logro era importante para él. Su padre no había vivido para ver que su hijo de diecisiete años se había convertido en una de las figuras más respetadas de su época. Mientras Fisher contemplaba junto a su hijo la mansión reformada, era posible, quizá, perdonarle su orgullo. Pero estaba al borde de un precipicio financiero.
El mercado de acciones se desplomó en otoño de 1929. La media industrial del índice Dow Jones cayó más de un tercio entre comienzos de septiembre y finales de noviembre. Pero no fue el crac de Wall Street lo que acabó con Fisher, al menos, no inmediatamente. El crac, por descontado, fue un cataclismo financiero, mucho más grave que la crisis bancaria de 2008. La Gran Depresión que le siguió fue la mayor calamidad económica en tiempos de paz que sufría el mundo occidental. Fisher corría
más riesgo que otros, puesto que sus inversiones se basaban en el apalancamiento, lo cual magnificaba tanto las ganancias como las pérdidas.
Pero se necesitaba algo más que una inversión apalancada en una burbuja financiera para arruinar a Fisher. Era imprescindible la tozudez. El desplome tuvo sus momentos dramáticos, pero no fue solo una cuestión de golpes como el Jueves Negro o el Lunes Negro. Hay que entenderlo como una caída en espiral punteada por breves repuntes, desde los 380 puntos en septiembre de 1929 a poco más de 40 en verano de 1932. Si Fisher hubiera reducido sus pérdidas y salido del mercado a finales de 1929, no le habría ido mal. Podría haber vuelto a sus investigaciones académicas y sus muchas otras aficiones, y su vida lujosa financiada por las ganancias de muchos años y por sus ingresos como autor y empresario.
No obstante, Fisher redobló sus convicciones. No le cabía duda de que el mercado volvería a subir. Hizo varias declaraciones sobre cómo el crac «iba a deshacerse de los fanáticos» y que reflejaba «la psicología del pánico». Dijo públicamente que la recuperación era inminente. No fue así.
Y, lo más importante, no solo continuó con las inversiones en el mercado. El convencimiento de que tenía razón le hizo seguir confiando en el dinero prestado con la esperanza de ganar más. Una de sus mayores inversiones fue en Remington Rand, después de la venta de Index Visible. El precio de la acción lo dice todo: 58 dólares antes del crac, 28 dólares pocos meses después. Fisher podría haberse dado cuenta de que el apalancamiento suponía un riesgo terrible. Pero no fue así: pidió prestado más dinero para invertir, y pronto el precio de la acción cayó a un dólar. Era el camino perfecto a la ruina.
Pero no deberíamos apresurarnos a juzgar a Fisher. Incluso al
más listo de la clase —Irving Fisher solía serlo— le cuesta cambiar de opinión.
Robert Millikan, contemporáneo de Irving Fisher, no era un personaje menos distinguido. No obstante, sus intereses diferían un poco: Millikan era físico. En 1923, mientras Estados Unidos devoraba los consejos económicos de Fisher, Millikan recibió el premio Nobel.
A pesar de todos sus logros, Millikan es famoso, sobre todo, por un experimento tan simple que podría haberlo hecho un colegial: el experimento de «la gota de aceite», en el que una nube de gotas de aceite salida de un atomizador de perfume recibe una carga eléctrica mientras flota entre dos placas electrificadas. Millikan podía ajustar el voltaje entre las placas hasta que las gotas quedaban suspendidas, sin moverse. Y, puesto que podía medir el diámetro de las gotas, podía calcular su masa y también la carga eléctrica que estaba compensando la fuerza de la gravedad. Esto, en efecto, le permitió calcular la carga eléctrica de un solo electrón.
Yo fui uno de los innumerables estudiantes que intentó replicar este experimento en la escuela, pero debo decir que fui incapaz de acercarme a los resultados de Millikan. Hay muchos detalles que tener en cuenta; en particular, que el experimento depende de medir correctamente el diámetro de una diminuta gota de aceite. Si la medición es errónea, todos los cálculos se van al traste.
Ahora sabemos que ni siquiera Millikan obtuvo unos resultados tan claros como afirmó. Omitió de manera sistemática observaciones que no le interesaban, y mintió sobre ellas. (También minimizó la contribución de un ayudante,
Harvey Fletcher.) Los historiadores de la ciencia debaten sobre la seriedad de estas selecciones por conveniencia, tanto en el aspecto ético como en el práctico. Lo que parece claro es que, si el mundo científico hubiera conocido los resultados de Millikan, no habría estado tan seguro de que la respuesta era correcta. Y eso no habría estado mal, porque no era correcta. El resultado de Millikan era demasiado bajo.
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El carismático premio Nobel Richard Feynman señaló, a principios de la década de los setenta, que el proceso de enmendar el error de Millikan con unas mediciones mejores fue algo extraño: «Si se dibuja una gráfica de la medida de la carga en función del tiempo, se descubre que un dato es un poco más grande que el de Millikan, y el siguiente es un poco más grande que ese, y el siguiente es un poco más grande que ese, hasta que al final se asientan en un número que es mayor. ¿Por qué no descubrieron directamente que el nuevo número era superior?».
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La respuesta es que siempre que una cifra se acercaba a la de Millikan, se aceptaba sin hacer demasiadas preguntas. Cuando la cifra parecía errónea, la miraban con escepticismo. Se encontraban razones para rechazarla. Como hemos visto en el primer capítulo, las preconcepciones son algo potente. Filtramos la información nueva. Si concuerda con lo que esperamos, es más probable que la aceptemos.
Y, dado que la estimación de Millikan era demasiado baja, era extraño que los resultados de las mediciones fueran más bajos. Solían ser sustancialmente más altas que las de Millikan. Aceptarlas fue un proceso largo y gradual. No ayudó el hecho de que hubiera ocultado algunas de sus mediciones para pasar por un científico excelente. Pero podemos estar seguros de que eso habría ocurrido de todas formas, porque un estudio
posterior halló el mismo patrón de convergencia gradual en otras estimaciones de constantes físicas, como el número de Avogadro o la constante de Planck.
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La convergencia continuó en las décadas de 1950 y 1960, e incluso también en la de 1970.
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Es una demostración clara de que incluso los científicos que miden hechos esenciales e invariables filtran los datos para que encajen en sus preconcepciones.
No debería ser algo del todo sorprendente. El cerebro siempre trata de darle sentido al mundo que lo rodea basándose en información incompleta. Hace predicciones sobre lo que cabe esperar, y suele rellenar los huecos a partir de datos llamativamente escasos. Por esta razón podemos comprender una conversación telefónica corriente aunque haya mala conexión, hasta el punto de que información nueva como un número de teléfono o una dirección se sobrepone a las interferencias. El cerebro suple las lagunas, y, así, vemos lo que esperamos ver y oímos lo que esperamos oír, igual que los sucesores de Millikan encontraron lo que esperaban encontrar.
Solo cuando no podemos rellenar los huecos nos damos cuenta de lo mala que es la conexión.
Incluso olemos lo que esperamos oler. Cuando los científicos hicieron oler algo a sujetos experimentales, sus reacciones fueron diametralmente opuestas dependiendo de si les habían dicho «Es el aroma de un queso de primera categoría» o «Es el hedor de una axila».
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(Se trataba de ambas cosas: olían una molécula aromática que estaba presente tanto en quesos blandos como en los pliegues corporales.)
Este proceso de sentir lo que esperamos sentir es general. En el estudio del queso, era visceral. En el caso de la carga del
electrón o del número de Avogadro, era cerebral. En ambos casos, parece haber sido inconsciente.
Pero también podemos filtrar información nueva conscientemente porque no queremos que nos estropee el día. En el primer capítulo nos encontramos con estudiantes que estaban dispuestos a pagar para que no les hicieran una prueba de herpes, y también con inversores que preferían no mirar el estado de sus carteras por si las noticias eran malas. He aquí otro ejemplo: en 1967 se publicó un estudio que pedía a un grupo de universitarios que escucharan discursos grabados de estudiantes de instituto y que juzgaran la convicción y la sinceridad de cada uno de ellos. Después de cada charla, les daban una hoja donde puntuarlos.
No obstante, había un truco. Las voces estaban enmarañadas con molestas interferencias. Les dijeron a los sujetos experimentales: «Puesto que se grabaron con una grabadora pequeña y portátil, hay bastantes interferencias eléctricas. Las interferencias se pueden “minimizar” pulsando y dejando de pulsar inmediatamente el botón de control. Si se pulsa el botón varias veces seguidas, se reducen un poco las interferencias y otros ruidos».
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Bien. Como habrás adivinado, en el experimento había algo de engaño. Algunos universitarios eran cristianos comprometidos, y otros eran fumadores empedernidos. Uno de los discursos se basaba en un viejo panfleto ateo titulado El cristianismo es el mal
; otro consistía en una «refutación acreditada de los argumentos que relacionan el tabaco con el cáncer de pulmón», y el tercero defendía con autoridad similar el hecho de que el tabaco sí causaba cáncer.
Como hemos visto, todos somos capaces de filtrar metafóricamente la información que nos llega; descartamos
unas ideas y nos aferramos a otras. En este experimento, el filtro era más literal: interferencias que enturbiaban los mensajes que los sujetos debían escuchar y evaluar. Pulsar el botón eliminaba los chisporroteos y los chiflidos, pero no todos lo pulsaban en cada discurso. Quizá no te sorprenda que los cristianos dejaran que el alegato ateo se ahogara en interferencias. Los fumadores pulsaron el botón repetidamente para escuchar que su hábito era perfectamente seguro, pero dejaron que las interferencias flotaran cuando la otra charla les daba noticias que no querían escuchar.
Una de las razones por las que los hechos no siempre nos hacen cambiar de opinión es que estamos muy dispuestos a evitar verdades incómodas. En la actualidad no necesitamos pulsar ningún botón para reducir las interferencias. En las redes sociales escogemos a quién seguir y a quién bloquear. Una gran variedad de canales por cable, podcasts y vídeos nos permiten decidir qué escuchar y qué ignorar. Tenemos más opciones que nunca, y es indudable que las utilizamos.
Si tienes que enterarte de hechos desagradables, no te preocupes: podrás recordarlos de forma selectiva. Esta fue la conclusión a la que llegaron Baruch Fischhoff y Ruth Beyth, dos psicólogos que hicieron un elegante experimento en 1972. Llevaron a cabo una encuesta en la que preguntaron a estudiantes (varones y mujeres) cuáles eran sus predicciones acerca de la inminente visita de Richard Nixon a China y la Unión Soviética. ¿Qué probabilidades había de que se reunieran Nixon y Mao Zedong? ¿Qué probabilidades había de que Estados Unidos reconociera diplomáticamente a China? ¿Anunciarían la URSS y Estados Unidos un programa espacial conjunto?
Fischhoff y Beyth querían saber cómo los sujetos del
experimento recordarían más adelante sus pronósticos, que eran precisos y que debieron escribir en un papel. (Por lo general, nuestros pronósticos son predicciones vagas que hacemos en medio de una conversación; pocas veces llegamos a escribirlos.) Así que cabría esperar que las cifras cuadraran. Pero no fue así: los sujetos se autoadularon sin remedio. Si habían escrito que la probabilidad de un acontecimiento dado era del 25 por ciento, y luego ese acontecimiento se había confirmado, ellos recordaban haber escrito una probabilidad del 50 por ciento. Si un sujeto había escrito que la probabilidad de otro acontecimiento era del 60 por ciento, y luego eso no había ocurrido, recordaba que había escrito una probabilidad del 30 por ciento. El artículo de Fischhoff y Beyth se tituló «Sabía que iba a pasar».
Es otro ejemplo ilustrativo de que las emociones nos llevan a filtrar incluso la información más clara: nuestro propio recuerdo de un pronóstico que hemos hecho no hace mucho y que nos hemos tomado la molestia de escribir en un papel.
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En cierta manera, demuestra una flexibilidad mental notable. Pero, en lugar de admitir sus errores y aprender de ellos, los sujetos experimentales de Fischhoff y Beyth modificaron sus recuerdos para que no hubiera ningún doloroso ajuste de cuentas con la realidad. Como hemos visto, admitir que nos hemos equivocado, y cambiar de opinión, no es fácil.
Por descontado, Irving Fisher no habría debido cambiar de opinión si hubiera tenido razón desde el principio. Quizá su verdadero error no fue la incapacidad de adaptarse, sino la incapacidad de pronosticar con precisión. Quizá. Sin duda es preferible estar en lo cierto desde el inicio que aprender
después con una experiencia farragosa. Pero los mejores estudios que disponemos sobre la capacidad de pronosticar apuntan a que estar en lo cierto desde el principio tampoco es nada fácil.
En 1987, un joven psicólogo canadiense, Philip Tetlock, colocó una bomba de relojería en la industria de los pronósticos que explotaría al cabo de dieciocho años. Tetlock formaba parte de un ambicioso proyecto con científicos sociales que tenía el objetivo de evitar la guerra nuclear entre Estados Unidos y la URSS. En este proyecto entrevistó a muchos expertos de primera categoría sobre qué estaba ocurriendo en la Unión Soviética, cómo iban a reaccionar los soviéticos a la dura posición de Reagan, qué pasaría a continuación, y por qué.
Pero fue un proceso frustrante para Tetlock: frustrante porque los mejores politólogos, sovietólogos, historiadores y analistas políticos tenían versiones profundamente contradictorias sobre lo que iba a ocurrir; frustrante porque se negaron a cambiar de opinión cuando les pusieron sobre la mesa pruebas que los contradecían; y frustrante por las infinitas formas como podían justificar sus pronósticos fallidos. Algunos predijeron un desastre, pero racionalizaron sin ningún problema que no hubiera habido una catástrofe: «En gran medida yo tenía razón, pero, por suerte, Gorbachov, y no algún neoestalinista, tomó las riendas del poder». «Cometí un buen error: es mucho más peligroso subestimar a los soviéticos que sobrestimarlos.» O, por supuesto, la excusa habitual de todos los pronósticos del mercado de acciones: «Solo me equivoqué en el momento».
La respuesta de Tetlock fue paciente, trabajosa y silenciosamente brillante. Siguiendo los pasos de Fischhoff y
Beyth, pero con más detalle y a una escala mucho mayor, recabó pronósticos de casi trescientos expertos y acumuló hasta 27.500 predicciones. La cuestión principal en sus preguntas era la política y la geopolítica, pero también se colaron algunas preguntas de economía. Tetlock redactó preguntas bien definidas, de forma que, en retrospectiva, pudiera determinar si el pronóstico se había cumplido o no. Después se limitó a esperar a que llegaran los resultados… durante dieciocho años.
Tetlock publicó sus conclusiones en 2005, en un libro académico y sutil,
Expert Political Judgment
. Descubrió que esos expertos eran un desastre como pronosticadores. Era algo cierto tanto en el sentido de que los pronósticos no se cumplieron como en que los expertos no tenían ni idea de su escasa capacidad para hacer pronósticos en diferentes contextos. Es más fácil hacer pronósticos sobre la unidad territorial de Canadá que sobre la unidad territorial de Siria, pero, excepto en los casos más obvios, los expertos de Tetlock eran incapaces de distinguir Canadá de Siria. Los expertos de Tetlock, como los aficionados de Fischhoff y Beyth, recordaban sus pronósticos de manera muy selectiva, consideraban que algunas de sus equivocaciones en el fondo se habían cumplido.
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Para colmar este relato de la arrogancia de los expertos, Tetlock descubrió que además los más famosos eran incluso menos precisos que quienes estaban fuera de los focos. Aparte de esto, la humillación se repartió equilibradamente. Con independencia de su ideología política, profesión o formación académica, los expertos fracasaron en la tarea de ver el futuro.
La mayoría de las personas, al leer la investigación de Tetlock, se limitan a concluir que el mundo es demasiado
complejo para preverlo, o que los expertos son demasiado estúpidos para hacerlo, o ambas cosas. Pero hubo una persona que siguió manteniendo la fe en la posibilidad de que cuestiones humanas tan azarosas como la macroeconomía y la geopolítica eran susceptibles de un tipo de predicción que diera frutos. Esa persona era el propio Tetlock.
En 2013, en la propicia fecha del 1 de abril, recibí un correo electrónico de Tetlock en el que me invitaba a unirme al que describía como «un programa de investigación, nuevo y ambicioso, financiado en parte por la Intelligence Advanced Research Projects Activity, una agencia de los servicios secretos estadounidenses».
El núcleo del programa, que llevaba en funcionamiento desde 2011, era una recopilación de pronósticos cuantificables muy parecidos al estudio de Tetlock. Se trataba de predicciones económicas o geopolíticas, «cuestiones reales y urgentes que preocupan a los servicios secretos, como, por ejemplo, si Grecia caerá en bancarrota o si habrá un golpe militar en Irán». Estas predicciones tomaron la forma de un torneo con miles de participantes; hubo cuatro temporadas anuales de este torneo.
«Solo tienes que inscribirte en una página web —me dijo Tetlock en su correo—, dar tu predicción sobre cuestiones que quizá ya sigas, y actualizarla si quieres o cuando quieras. Cuando pasado el tiempo se juzguen las predicciones, podrás comparar tus resultados con los de los demás.»
No participé. Me dije que estaba demasiado ocupado; quizá también fuese demasiado cobarde. Pero la verdad es que no participé porque, en gran medida gracias a los estudios de Tetlock, había llegado a la conclusión de que era imposible
predecir nada.
Sin embargo, más de 20.000 personas no pensaron lo mismo. Algunos tenían una profesión relacionada con el análisis estratégico, los laboratorios de ideas o la universidad. Otros eran simples aficionados. Tetlock y los también psicólogos Barbara Mellers (Tetlock y Mellers están casados) y Don Moore hicieron experimentos con la cooperación de este ejército de voluntarios. A algunos les dieron formación en técnicas estadísticas básicas (me ocuparé de ello en breve); algunos formaron parte de un equipo; algunos recibieron información sobre otros pronósticos; y otros jugaron en aislamiento total. A todo este experimento lo llamaron Good Judgment Project, y el objetivo era encontrar mejores formas de predecir el futuro.
Este vasto proyecto generó muchos tipos de resultados, pero el más sorprendente es que había un selecto grupo de personas cuyas predicciones, en absoluto perfectas, eran mucho mejores que el nivel de chimpancé de laboratorio al que llegaba el pronosticador medio. Es más, mejoraron con el tiempo, no se trataba de suerte. Tetlock, con un toque inhabitual de hipérbole, los llamó «superpronosticadores».
Los cínicos habían cantado victoria antes de tiempo: ver el futuro es posible.
¿En qué se diferencia un superpronosticador? No eran expertos en nada: los profesores no lo hicieron mejor que un aficionado bien informado. Tampoco era una cuestión de inteligencia; en tal caso, a Irving Fisher no le habría ido mal. Pero había algunos rasgos comunes en los mejores pronosticadores.
En primer lugar, algo que anima a los frikis como yo, ayudaba el hecho de tener un poco de formación… pero de un tipo en particular. Una hora de clase en estadística básica bastaba para
mejorar el rendimiento de los pronosticadores, pues les ayudaba a convertir su experiencia del mundo en una predicción probabilística inteligente, como «la probabilidad de que una mujer sea elegida presidenta de Estados Unidos en los próximos diez años es del 25 por ciento». El consejo que pareció ayudarles más fue que se fijaran en algo llamado «tasa base».
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¿Qué diablos es la tasa base? Imagina que estás en una boda, sentado en una de las mesas del fondo con los amigos borrachos del novio o con el despechado exnovio de la novia. (Sí, este tipo de boda.) En un momento de aburrimiento en uno de los discursos, la conversación de tu mesa se desvía hacia un terreno pantanoso: ¿llegarán lejos estos dos? ¿Será un matrimonio duradero o están condenados al divorcio?
El punto de partida instintivo es pensar en la pareja en cuestión. Siempre es difícil imaginar un divorcio en medio del romanticismo de una boda (aunque compartir un whisky con el exnovio de la novia pueda tener su morbo), pero lo natural es que te preguntes cosas como: «¿Parecen felices y comprometidos?»; «¿Alguna vez los he visto discutir?»; «¿Es verdad que han roto tres veces antes de casarse?». En otras palabras, hacemos predicciones con los hechos que tenemos delante de las narices.
Pero lo mejor es tomar distancia y encontrar una estadística clara:
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en general, ¿cuántos matrimonios acaban en divorcio? Esta cifra se conoce con el nombre de «tasa base». A menos que sepamos si la tasa base es del 5 o del 50 por ciento, los chismorreos del exnovio gruñón no encajarán en ningún marco de referencia.
La importancia de la tasa base se hizo famosa gracias al psicólogo Daniel Kahneman, que acuñó la expresión «la visión
desde dentro y la visión desde fuera». La visión desde dentro significa mirar un caso específico que tenemos delante (la pareja de novios). La visión desde fuera supone mirar una serie de casos «comparables» (todas las parejas casadas). (La visión desde fuera no siempre tiene que ser estadística, pero con frecuencia lo es.)
En un mundo ideal, quien toma decisiones o hace predicciones combina la visión externa con la interna, o, de manera análoga, la estadística y la experiencia personal. Pero es mucho mejor empezar con la visión estadística (la externa), y luego modificarla a la luz de la experiencia personal que hacerlo al revés. Si comenzamos con la visión interna, no tendremos un marco de referencia real, ninguna idea de la escala, y será fácil que aportemos una probabilidad que sea diez veces demasiado alta o diez veces demasiado baja.
En segundo lugar, llevar un registro es importante. Como los predecesores intelectuales de Tetlock, Fischhoff y Beyth han demostrado, nos cuesta hacer algo tan simple como recordar si las predicciones que hemos hecho se han cumplido o no.
En tercer lugar, los superpronosticadores solían actualizar sus predicciones a medida que aparecía nueva información, lo cual sugiere que la receptividad a nuevas pruebas es importante. Esta predisposición a ajustar las predicciones está relacionada con hacer mejores predicciones de inicio: no se trataba solo de que los superpronosticadores superaran a los demás porque eran adictos a las noticias y disponían de mucho tiempo, de forma que mejoraban porque iban ajustando la predicción a medida que salían noticias. Aunque las reglas del torneo hubieran exigido una predicción que no pudiera modificarse, los superpronosticadores habrían ganado igual.
Lo cual nos lleva al cuarto elemento, quizá el más crucial: los
superpronosticadores son personas con una mente abierta. Son lo que los psicólogos llaman «pensadores activos de mente abierta»: personas que no se aferran demasiado a una sola opinión, que están cómodas abandonando una posición si hay nuevas pruebas o argumentos, y que aceptan los desacuerdos con los demás como una oportunidad para aprender. «Para los superpronosticadores, las creencias son hipótesis que deben probarse, no tesoros que deben guardarse —escribió Philip Tetlock cuando el estudio terminó—. Sería simplista resumir en un eslogan la capacidad de predecir, pero, si tuviera que hacerlo, sería este.»
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Y si te parece que es demasiado largo para un adhesivo, qué tal esto: superpronosticar significa estar dispuesto a cambiar de opinión.
Al desafortunado Irving Fisher le costaba cambiar de opinión. No todo el mundo tiene ese problema. El contraste con John Maynard Keynes es impactante, a pesar de las muchas semejanzas que tenían entre ellos. Keynes, como Fisher, era una figura colosal en el campo de la economía. Como Fisher, era un autor popular, un comentarista habitual de los periódicos, un amigo de políticos poderosos y un orador carismático. (Después de presenciar un discurso de Keynes, el diplomático canadiense Douglas LePan escribió: «Me he quedado sin palabras. Es la criatura más hermosa a la que he escuchado. ¿Pertenece a nuestra especie? ¿O proviene de otro orden?».)
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Y, como Fisher, Keynes era un participante entusiasta en los mercados financieros: creó un precoz fondo de inversión que especulaba con las divisas, y gestionaba una gran cartera de inversión del King’s College de Cambridge. Su
destino, sin embargo, fue muy diferente. Las semejanzas y las diferencias entre ambos hombres son muy instructivas.
Al contrario que Fisher, que tuvo que abrirse paso para triunfar, Keynes era un ejemplo de la clase dirigente. De niño, se educó en Eton College, igual que el primer ministro del Reino Unido y otros diecinueve más desde entonces. Como su padre, se convirtió en académico: fue asesor financiero del King’s College, el más espectacular de los colegios universitarios de Cambridge. Su trabajo durante la Primera Guerra Mundial fue gestionar tanto la deuda como la moneda del Imperio británico; tenía apenas treinta años. Conocía a todo el mundo. Hablaba al oído a los primeros ministros. Tenía información de primera mano de cualquier cosa que ocurriera en la economía británica. Incluso el Banco de Inglaterra lo llamaba para avanzarle los movimientos de las tasas de interés.
Pero este hijo de la clase dirigente tenía una personalidad muy diferente a la de su colega estadounidense. Le encantaba el buen vino y la buena comida; apostaba en Montecarlo. Su vida sexual se parecía más a la de una estrella del pop de los setenta que a la de un economista de principios del siglo XX
: bisexual, poliamoroso, al final prefirió instalarse con una bailarina rusa, Lydia Lopokova, que con su amor de la infancia. Uno de los exnovios de Keynes fue el padrino de su boda.
También era aventurero en otros aspectos. En 1918, por ejemplo, Keynes trabajó en el Tesoro británico. La Primera Guerra Mundial estaba en todo su esplendor. El ejército alemán había acampado alrededor de París y asediaba la ciudad. Pero a Keynes le llegó la noticia de que el gran artista impresionista francés Edgar Degas iba a subastar en París su gran colección de pintura francesa del siglo
XIX
: Manet, Ingres y Delacroix.
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Y Keynes se embarcó en esta aventura loca. En primer lugar,
convenció al Tesoro británico, que llevaba cuatro años en la guerra más devastadora que ha visto el planeta, de que creara un fondo por valor de 20.000 libras (millones al cambio de hoy) para comprar arte. Sin duda había cierta lógica en la idea de que los precios iban a ser muy favorables, pero tienes que ser muy persuasivo para convencer al Tesoro en tiempos de guerra para que compre arte francés del siglo XIX
.
Luego, escoltado por destructores y un dirigible color plata, Keynes cruzó el canal de la Mancha con el director de la National Gallery de Londres, que llevaba un bigote falso para que nadie lo reconociera. Con la artillería alemana bombardeando en el horizonte, se presentaron en la subasta y la National Gallery compró a Degas veintisiete obras maestras a precio de ganga. Incluso Keynes se compró unos cuantos cuadros.
Después de cruzar de regreso el Canal, y exhausto por sus aventuras en París, Keynes fue a casa de su amiga Vanessa Bell y le dijo que había dejado un Cézanne apoyado en el seto: ¿alguien le podría ayudar a entrarlo? (Bell era la hermana de la escritora Virginia Woolf y la amante del exnovio de Keynes, Duncan Grant, aunque estaba casada con otro… El círculo social de Keynes tenía sus recovecos.) Keynes había encontrado una ganga: hoy un buen Cézanne vale mucho más que cualquiera de los cuadros por los que la National Gallery se atrevió a pujar en la subasta. No tengo ni idea de qué habría hecho Irving Fisher en esta situación.
Al final de la guerra, Keynes representó al Tesoro británico en la conferencia de paz de Versalles. (Le disgustó el resultado, y los hechos posteriores demostraron que tenía razón.) Más tarde, cuando las divisas fluctuaban y eran volátiles, Keynes creó lo que algunos historiadores describen como el primer
fondo de inversión que especuló con estos movimientos. Recaudó capital de sus amigos ricos y de su propio padre, a quien le hizo un comentario no del todo tranquilizador: «¡Gane o pierda, todo esto de apostar me encanta!».
Al principio, Keynes ganó dinero rápidamente; más de 25.000 libras, lo cual superaba el fondo para obras de arte que había conseguido del Tesoro. Su apuesta, en pocas palabras, consistía en que las monedas de Francia, Italia y Alemania sufrirían si había un período de inflación en la posguerra. En este aspecto, tenía razón en gran medida. Pero existe un viejo dicho que suele atribuirse (sin pruebas) al propio Keynes: el mercado puede ir mal durante más tiempo que el tiempo que tú puedas seguir siendo solvente. Un breve período de optimismo sobre el futuro de Alemania engulló el fondo de Keynes en 1920. Impertérrito, acudió de nuevo a los inversores. «No estoy en posición de arriesgar ningún capital propio, me he quedado sin fondos», les dijo. Pero el fascinante Keynes convenció a otros para que invirtieran, y en 1922 el fondo volvía a generar beneficios.
Uno de los siguientes proyectos de inversión de Keynes —tenía varios— estaba relacionado con la cartera del King’s College de Cambridge. Con una historia de cinco siglos, el colegio universitario tenía unas reglas anticuadas sobre su política de inversión, las cuales le hacían depender de las rentas agrícolas y de inversiones muy conservadoras como los bonos del ferrocarril y del gobierno. En 1921, el siempre convincente Keynes persuadió al colegio universitario para que cambiara sus reglas y le dejara las manos libres sobre una porción significativa de la cartera.
La estrategia de Keynes para este capital era de arriba abajo. Pronosticaba crecimientos y recesiones en el Reino Unido y el
extranjero, e invertía en acciones y productos según estos vaivenes, en diferentes sectores y países dependiendo del panorama macroeconómico.
Era una estrategia que parecía razonable. Keynes era el teórico económico más importante del país. Recibía chivatazos del Banco de Inglaterra. Si alguien podía desentrañar el funcionamiento de la economía británica, era John Maynard Keynes.
Si es que alguien podía hacerlo.
Keynes, como Fisher, no predijo el crac de 1929. Pero, al contrario que Fisher, se recuperó. Keynes murió millonario. Su reputación fue al alza gracias a su perspicacia financiera. La razón es sencilla: Keynes, al contrario que Fisher, cambió de opinión y de estrategia de inversión.
Tenía una ventaja sobre Fisher: su historial como inversor había sido una mezcla de altibajos. Sí, se había marcado un buen tanto en la subasta de arte de 1918, y había ganado una pequeña fortuna en los mercados de divisas en 1922. Pero se había dado un batacazo en 1920, y la estrategia en apariencia inteligente con la cartera del King’s College no estaba funcionando. A lo largo de la década de 1920, los intentos de Keynes de pronosticar el ciclo económico le habían llevado a quedarse rezagado respecto al mercado en un 20 por ciento. No era un desastre, pero sin duda era una señal de que algo no iba bien.
Nada de esto le ayudó a prever el crac del 29, pero sí le ayudó a reaccionar. Ya había estado sopesando sus limitaciones como inversor, y preguntándose si le saldría más a cuenta otra estrategia. Cuando llegó la crisis, Keynes se encogió de hombros y se ajustó a las condiciones.
A principios de la década de 1930, Keynes abandonó por
completo el pronóstico de los ciclos económicos. El mejor economista del mundo decidió que no era lo bastante bueno para ganar dinero con ello. Es un sorprendente ejemplo de humildad en un hombre famoso por su confianza en sí mismo. Pero Keynes ponderó las pruebas e hizo algo inusual: cambió de opinión.
Optó por una estrategia que no requería conocimientos macroeconómicos. En lugar de ello, explicó: «A medida que pasa el tiempo, cada vez estoy más convencido de que el mejor método de inversión es meter grandes sumas de dinero en empresas que pienses que conoces bien y en las que creas en su dirección». Olvídate de cómo va la economía; limítate a encontrar empresas bien dirigidas, compra algunas acciones y no trates de pasarte de listo. Y si esta estrategia suena familiar, es porque todo el mundo la asocia con Warren Buffett, el inversor más rico del mundo, y un hombre a quien le encanta citar a Keynes.
Hoy se considera, con razón, que Keynes fue un inversor de éxito. El King’s College se recuperó de las rentabilidades nimias de los primeros años. Cuando dos economistas financieros, David Chambers y Elroy Dimson, estudiaron hace poco el historial de Keynes con la cartera del King’s College, constataron que era excelente. Keynes aseguró una rentabilidad alta con un riesgo modesto, y mejoró la rentabilidad del mercado en su conjunto con una media de seis puntos porcentuales más al año durante un cuarto de siglo. Es una recompensa impresionante por haber sido capaz de cambiar de opinión.
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Parece tan sencillo: si las cosas van mal, haz algo diferente.
Entonces ¿por qué a Irving le costó tanto adaptarse?
Su primer problema, por irónico que suene, fue haber tenido tanto éxito. A finales de la década de 1920, era un hombre riquísimo que había triunfado en todo lo que se había propuesto. Como inversor, había predicho con acierto el crecimiento explosivo de la productividad de la década de 1920, y también juzgó correctamente que el mercado de acciones subiría como la espuma, de modo que sus inversiones apalancadas le dieron unos beneficios espléndidos. Al contrario que Keynes, Fisher tenía muy pocas pruebas de su falibilidad. Debió de ser duro aceptar la escala de aquel baño de sangre financiero. Era demasiado tentador minusvalorarlo como un espasmo de locura pasajero, que es lo que hizo Fisher.
En cambio, cuando el mercado se desplomó, Keynes fue capaz de verlo, y de verse a sí mismo, tal como era. Conocía estas crisis, con las que había perdido mucho dinero. Era como un físico a quien habían advertido de antemano que las investigaciones de Robert Millikan tenían errores, de modo que no había que tomarse sus estimaciones demasiado en serio; o quizá como un sujeto experimental olisqueando una probeta después de que le dijeran «Podría ser olor a queso, o podría ser olor a axila, así que tómese su tiempo».
Fisher también tenía otro punto débil. Escribía mucho sobre sus ideas de inversión, y había apuntalado su reputación con la idea de que el mercado solo iba a crecer más y más. En el sector de las predicciones, hay mucha profecía vaga, así que estas declaraciones públicas eran admirablemente sinceras. Pero también eran peligrosas. El problema no era una cuestión de precisión. Como hemos visto, los superpronosticadores llevan un registro meticuloso de sus predicciones. ¿Cómo, si no, aprenderían de sus errores? No, no fue la precisión. Fue su
imagen pública la que lo impidió cambiar de opinión.
En un estudio sobre esta cuestión, dirigido por los psicólogos Morton Deustch y Harold Gerard en 1955, pidieron a un grupo de universitarios que estimaran la longitud de unas líneas (una modificación del experimento que Solomon Asch había hecho unos pocos meses antes y que he tratado en el capítulo sexto). Algunos estudiantes no escribieron sus estimaciones en papel. Otros las escribieron en una pizarrita y después las borraron. Otros las escribieron con rotulador permanente. A medida que les fueron dando las longitudes, los que se habían expuesto más públicamente eran los menos propensos a cambiar de opinión.
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«Kurt Lewin notó este efecto en la década de 1930 —afirma Philip Tetlock refiriéndose a uno de los fundadores de la psicología moderna—. Hacer declaraciones públicas “congela” las posiciones. Igual que decir algo estúpido nos hace un poco más estúpidos. Es más difícil autocorregirse.»
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Y la declaración de Fisher no podría haber sido más pública. Dos semanas antes de que se desplomara el mercado de Wall Street, The New York Times
publicó la siguiente declaración de Fisher: «Las acciones han llegado a lo que parece una alta meseta permanente». ¿Cómo te retractas de esto?
El tercer problema de Fisher —y quizá el más profundo— era su creencia de que, en última instancia, se podía conocer el futuro. «El empresario sagaz siempre está pronosticando», escribió una vez. Quizá. Pero comparémoslo con la famosa perspectiva de John Maynard Keynes acerca de los pronósticos a largo plazo: «Sobre estas cuestiones, no hay una base científica de la que extraer una probabilidad calculable. Sencillamente, es terreno desconocido».
Fisher, feliz por haber determinado el ángulo perfecto de
convergencia de los pies, que admiraba el rigor de la unidad de calor «vest», y estimaba la mejora de la productividad debida a la prohibición del alcohol, creía que, con una lente estadística lo bastante potente, ningún problema se resistiría al hombre de ciencia. La lente estadística, no cabe duda, es de gran ayuda. Aun así, espero haberte convencido de que, ante cualquier problema, se necesitan algo más que cifras para comprenderlo.
El pobre Irving Fisher creía ser un hombre de lógica y razón. Era un defensor de la reforma educativa y de los beneficios demostrados de la dieta vegetariana, y también un estudiante de «la ciencia de la riqueza». Y, no obstante, se convirtió en el caso perdido en las finanzas más famoso del país.
Siguió reflexionando, y trabajando, creando un relato incisivo de por qué la Gran Depresión había sido tan severa, incluyendo una disertación dolorosa sobre el efecto de la deuda en la economía. Pero, a pesar de que sus ideas económicas se siguen respetando hoy en día, se convirtió en una figura marginada. Estaba endeudadísimo con Hacienda y con los corredores de bolsa, y al final de su vida, cuando era viudo y vivía solo en condiciones modestas, se convirtió en un blanco fácil para los timadores: siempre estaba buscando la gran oportunidad que le cambiara la suerte. Hacía mucho que había vendido la mansión. Evitó la bancarrota, y quizá incluso la prisión, porque la hermana de su difunta esposa pagó unas deudas que, al cambio de hoy, sumarían varias decenas de millones de dólares. Fue un acto de amabilidad, pero para el orgulloso profesor Fisher debió de ser la humillación definitiva.
La historiadora de economía Sylvia Nasar escribió acerca de Fisher: «Su optimismo, su exceso de confianza y su tozudez acabaron por traicionarlo».
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Keynes también tenía montañas de confianza, pero aprendió por las malas que hay
ciertos hechos del mundo que no se ajustan fácilmente a la lógica. Recordemos lo que le dijo a su padre: «Todo esto de apostar me encanta». El jugador de Montecarlo sabía, desde un buen principio, que la inversión era un juego fascinante, pero que era un juego, y que no había que tomarse demasiado a pecho una mala jugada. Cuando sus primeras ideas de inversión fracasaron, probó con otra cosa. Keynes fue capaz de cambiar de opinión; Fisher, por desgracia, no.
Fisher y Keynes murieron con pocos meses de diferencia, no mucho después del fin de la Segunda Guerra Mundial. Fisher era una figura empequeñecida; Keynes, el economista más influyente del planeta que acababa de dar forma al Banco Mundial, al Fondo Monetario Internacional y al sistema financiero global en la conferencia de Bretton Woods en 1944.
Al final de su vida, Keynes reflexionó: «De lo único que me arrepiento es de no haber bebido más champán». Pero se lo recuerda mucho más por unas palabras que es probable que no dijera nunca. Aun así, pervive en ellas: «Cuando los hechos cambian, yo cambio de opinión. ¿Usted qué hace?».
Ojalá le hubiera enseñado esta lección a Fisher.
Fisher y Keynes eran igualmente expertos y tenían al alcance de la mano la misma información estadística, unos datos en cuya recopilación ellos habían tenido mucho que ver. Igual que en el caso de Abraham Bredius, el crítico de arte al que con tanta crueldad engañó la falsificación de Han van Meegeren, fueron las emociones, y no los conocimientos, las que determinaron sus destinos.
Este libro ha defendido que es posible recabar y analizar cifras de forma que nos ayuden a comprender el mundo. Pero
también ha sostenido que, con mucha frecuencia, cometemos errores no porque no dispongamos de datos, sino porque nos negamos a aceptar lo que los datos nos dicen. Para Irving Fisher, y para muchos otros, el rechazo a aceptar los datos estaba ligado con el rechazo a reconocer que el mundo había cambiado.
Uno de los rivales de Fisher, un pronosticador empresarial llamado Roger Babson, explicó (no sin cierta compasión) que Fisher, a pesar de que fue «uno de los mejores economistas del mundo y un ciudadano en extremo útil y generoso», fracasó como pronosticador porque «piensa que el mundo se rige por las cifras y no por los sentimientos».
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Espero haberte convencido de que el mundo se rige por ambos.