Capítulo 4
Personajes singulares
El hombre más «democrático» del Reich
E
n un ámbito como el del Tercer Reich, en el que la idea de democracia estaba más bien ausente, había una persona que alardeaba de ser precisamente eso, un demócrata. Aunque resulte increíble, se trataba del mismísimo Adolf Hitler, que comentó en alguna ocasión a su chófer privado, el Sturmbannfüher
de las SS Erich Kempka, que él «era el hombre más democrático del Reich».
Pero ¿en qué se basaba el dictador nazi para realizar tan rotunda afirmación?
Tras el atentado fallido contra su persona del 20 de julio de 1944, Hitler se volvió tremendamente suspicaz con todos los que le rodeaban. De hecho, llevó a cabo purgas indiscriminadas que acabaron con algunos nombres destacados, como el mariscal Erwin Rommel, al que obligaron a suicidarse. Desde entonces tan solo confió en su círculo más íntimo, del que el fiel Kempka formaba parte.
El Führer llenaba de atenciones a sus colaboradores más cercanos y siempre tenía unos minutos para recibirlos y escucharlos o darles algún consejo paternal. Su autocalificativo de «hombre más democrático del Reich» se refería a esta atención suya hacia sus incondicionales. Evidentemente, su concepto de democracia no era homologable al que inspiraba el gobierno de las potencias occidentales.
Sin embargo, esa amabilidad solo era cosa de su vida privada. Sus generales, por ejemplo, no podían decir lo mismo. Cuando se reunía con ellos para deliberar sobre la marcha de la guerra, ante el menor asomo de que pudieran contradecirle, su cuerpo experimentaba una especie de trance.
Era una reacción súbita, rabiosa, incontenible. Golpeaba la mesa donde se extendían los mapas y echaba espuma por la boca. Todas las glándulas de su piel se ponían a transpirar, destilando un sudor helado que pronto le cubría el rostro. La voz se le hacía más fina, más aguda, como si la garganta se le cerrara por la extraordinaria tensión que reflejaban los músculos de su cuello.
En una ocasión, incluso, Hitler llegó a aplastar de un puñetazo un Panzer en miniatura que había en una maqueta que representaba el campo de batalla. Evidentemente, a los que tenían que sufrir estos ataques incontrolados de ira, la definición de «hombre más democrático del Reich» les resultaba un tanto inexacta.
Esta personalidad esquizofrénica, a la vez afable y cruel, se revelaba en todos los ámbitos de su vida. Uno especialmente sorprendente era su amor a los animales; cuesta comprender cómo una persona que era capaz de decretar la destrucción y el aniquilamiento de ciudades enteras, así como de enviar a la muerte a millones de personas inocentes, fuera capaz de preocuparse tanto por los seres irracionales.
Tal sensibilidad se podía ver en su alimentación exclusivamente vegetariana y en su desprecio por las personas que comían carne. Hitler llamaba «caníbales» a los que la consumían. Para evitar convertirse en objetivo de sus cáusticos comentarios, algunos preferían no comer carne en su presencia. Por ejemplo, su secretario personal, el tan servil como implacable Martin Bormann, comía junto a Hitler observando su misma dieta, compuesta sobre todo de zanahorias crudas y verduras; sin embargo, cuando se retiraba a su habitación, solía engullir a solas salchichas vienesas y chuletas de cerdo.
Durante las charlas de sobremesa, Hitler era también muy aficionado a burlarse continuamente de los aficionados a la caza; Göring era el objetivo de sus dardos más envenenados: solía retarle, por ejemplo, a que se enfrentase a un jabalí con la sola ayuda de una lanza. Incluso llegó a contemplar la posibilidad de poner en libertad a todos los cazadores furtivos que se encontraban en prisión a cambio de que se organizasen en un cuerpo de guardas dedicado a la protección de los animales salvajes.
Su deseo por respetar la naturaleza originaría una divertida anécdota. Cuando Hitler se encontraba en el Berghof, su residencia de montaña, acostumbraba a salir por la mañana a la terraza del primer piso y contemplar con los prismáticos el espectáculo único que le brindaban dos enormes águilas, que trazaban amplios círculos en el aire.
No obstante, un día, el Führer quedó hondamente preocupado al comprobar que solo una había acudido a su cita diaria. Realizó pesquisas entre los guardabosques de los alrededores, pero nadie sabía decirle qué había ocurrido con la otra águila. Pasaron los días, y la incógnita sobre el paradero de aquella ave seguía presente en las conversaciones del dictador, para desespero de sus contertulios.
Algún tiempo después, Hitler viajaba en su automóvil, a unos cincuenta kilómetros del Berghof, cuando sorprendió a todos al gritar al conductor:
—¡Pare inmediatamente! ¡Ese coche con el que nos acabamos de cruzar lleva mi águila!
Todos se quedaron estupefactos. En efecto, acababa de pasar a gran velocidad un descapotable con una enorme águila disecada en el asiento trasero, con sus espectaculares alas extendidas. Rápidamente, el vehículo que hacía la labor de escolta dio medio vuelta y se lanzó en su persecución.
Mientras esperaban el desenlace estacionados en la cuneta, Hitler estallaba en insultos y maldiciones que iban subiendo de intensidad por momentos.
—¡Juro que los miserables que acabaron con el águila sufrirán un castigo ejemplar!
Al cabo de unos minutos, su ira aumentó aún más cuando comprobó que el escolta regresaba sin los cazadores y sin el ave disecada.
—Tenía razón, mi Führer —le dijo—. Era el águila de las montañas…
—¿Y bien? ¿No ha detenido a los culpables? —bramó encolerizado.
—Pues… —El escolta bajó el tono de voz hasta hacerla casi inaudible—. Es que se dirigían a una oficina de correos para enviarla a su residencia en Múnich, en la Prinzregenstrasse, para felicitarle por su cumpleaños. He leído la peana sobre la que está montada el águila disecada y lleva esta inscripción: «A nuestro bienamado Führer
.
Recuerdo de sus montañas. 20 de abril. Del grupo local del Partido Nacionalsocialista. Berchstesgaden».
«Dicen que usted está loco…»
Tal como hemos comprobado, que Hitler padecía de algún tipo de desequilibrio mental es algo que está fuera de toda duda, aunque definir la locura, y la locura de Hitler en particular, no resulta nada fácil. De todos modos, lo que está claro es que la mente del Führer sufría una serie de trastornos que se reflejaban continuamente en su carácter y en sus decisiones.
Durante esos años, una parte de la población germana sospechaba que la salud mental de su líder dejaba mucho que desear, pero por motivos obvios casi nadie se atrevía a decirlo públicamente. Esa impresión también la compartían algunos de los que rodeaban al dictador, aunque nadie quería jugarse la vida comentando en voz alta lo que muchos insinuaban en privado.
Sin embargo, hubo una persona que sí se atrevió a decirle a Hitler la opinión que una parte de sus compatriotas, y la totalidad de sus enemigos, tenían de él. Se trataba de Léon Degrelle, el jefe del Partido Nazi Belga. Durante los cuatro años que había estado luchando, demostró poseer un gran valor en el campo de batalla, pues había sido herido en siete ocasiones; logró la Cruz de Caballero de la Cruz de Hierro. Hitler admiraba a Degrelle, tanto que en algunas ocasiones solía decir que si hubiera tenido un hijo le habría gustado que fuera como él.
La confianza entre ambos llegó hasta el extremo que en una ocasión Degrelle se atrevió a decirle lo siguiente:
—He oído varias veces a la gente decir que usted está loco.
En contra de lo que pudiera pensarse, Hitler se tomó el comentario de muy buen humor y riéndose le contestó:
—Si fuera como los demás, ahora estaría sentado en un bar, tomándome una cerveza.
Con esta escueta respuesta, el dictador daba por zanjado el tema, demostrando que no le afectaban demasiado esos comentarios.
El francés que rechazó una propina de Hitler
La primera y única visita que Hitler hizo a París fue el 23 de junio de 1940, el día siguiente de la firma del armisticio que ponía fin a la resistencia francesa ante el imparable avance de las tropas alemanas. Aunque el alto el fuego no entraría en vigor hasta la madrugada del día 25 de junio, el Führer deseaba viajar a París lo más pronto posible, pues se trataba de una visita largamente anhelada, y decidió asumir ese riesgo.
Ya desde muy joven, Hitler era un gran admirador de la bellísima arquitectura que se puede contemplar en la capital francesa. Ahora había llegado el momento de gozar de ella, aunque de un modo que no había soñado, como conquistador de la ciudad. Para disfrutar al máximo de la ruta turística, se hizo acompañar de su arquitecto favorito, Albert Speer, y de dos expertos en la historia arquitectónica de París, además de la correspondiente comitiva militar.
El nutrido grupo llegó al amanecer al aeropuerto parisino de Le Bourget y sin perder un minuto se distribuyó entre los diez vehículos que formarían el convoy. Al llegar a la capital, entrando por la Porte de la Villette, el Führer y sus acompañantes fueron recibidos por el flamante gobernador militar alemán, Otto von Stülpnagel, y de inmediato comenzó la visita.
El día elegido, un domingo a primera hora de la mañana, garantizaba que la presencia de ciudadanos en las calles sería mínima. A esto había que añadir que buena parte de la población había huido por temor a la llegada de los soldados alemanes. Hitler podría disfrutar en solitario de la espectacular belleza parisina, prácticamente sin tener contacto con sus habitantes; aun así, uno de ellos tendría la valentía de contrariar los deseos del entonces omnipotente dirigente germano.
La primera parada fue en la Ópera, un edificio por el que Hitler tenía una preferencia especial y del que había estudiado unos planos antiguos; se los aprendió de memoria. Un funcionario francés guio la visita; fue explicando con profesionalidad y rigor todas las particularidades de esa obra monumental.
Para demostrar sus conocimientos, en un momento dado, Hitler aseguró que, según sus planos, allí debía existir una pequeña sala. El guía le aclaró que tenía toda la razón, le confirmó que esa sala existía, pero que había desaparecido tras unas reformas, lo cual llenó de satisfacción al dictador.
Tras la visita, Hitler ordenó a uno de sus escoltas que diese una generosa propina al guía. Le ofrecieron un billete de cincuenta marcos, lo que era una cantidad respetable (equivaldría a unos quinientos euros en la actualidad), pero el funcionario lo rechazó con un gesto digno. Aunque Hitler insistió para que lo aceptase, aquel hombre permaneció firme. Al líder nazi le sorprendió esta actitud, pues es probable que fuera la única vez que alguien se atrevía a despreciar un obsequio suyo. De todos modos, supo encajar el pequeño contratiempo y justificó el gesto del guía diciéndole al resto del grupo, tan sorprendido como él, que «simplemente cumplía con su deber».
No obstante, otros parisinos no hicieron gala de la misma sangre fría ante la presencia del temido dictador alemán. Cuando la comitiva se encontraba detenida en la Rue Rivoli, un vendedor de periódicos se acercó a la columna de vehículos anunciando a gritos la cabecera del rotativo: «
Le Matin! Le Matin!
». Sosteniendo un ejemplar, alargó su mano al interior del coche en el que viajaba Hitler y, al reconocerlo, dejó caer todos los periódicos y salió corriendo; se refugió en la primera puerta que encontró abierta.
El fugaz contacto con la población de la capital parisina acabaría a apenas cien metros del lugar en el que huyó el vendedor de diarios. Los vehículos pasaron a poca velocidad por una esquina de la Rue des Halles, en la que se encontraba conversando un pequeño grupo de mujeres. Una de ellas reparó en la figura del inesperado visitante y comenzó a gritar. «¡Es él! ¡Es él!». De pronto, todas las mujeres echaron a correr en direcciones distintas, desapareciendo rápidamente.
La comitiva visitó la Torre Eiffel, el Arco del Triunfo y Los Inválidos, donde Hitler experimentó una gran emoción ante la tumba de Napoleón. Para honrar su memoria, ordenó que los restos mortales de su hijo, el duque de Reichstadt, que reposaban en Viena, fueran trasladados a París para que reposasen al lado de su padre.
La tan deseada visita acabó a las ocho y cuarto de aquella ajetreada mañana. Mientras el avión sobrevolaba la ciudad, Hitler le confesó a Albert Speer: «El sueño de mi vida era poder ver París. No puedo expresar lo feliz que soy al haberlo cumplido».
Franco no llegó tarde a Hendaya
La entrevista entre el general Francisco Franco y Hitler en la localidad francesa de Hendaya, el 23 de octubre de 1940, supuso un inesperado jarro de agua fría para el, hasta ese momento, incontestado dueño de Europa. Mientras el Führer reclamaba la inmediata entrada de España en la guerra, el autonombrado Caudillo prefería seguir manteniéndose al margen, por motivos que aún hoy siguen siendo motivo de debate entre los historiadores.
Los partidarios de Franco alabaron siempre su astucia para confundir e irritar a Hitler durante la entrevista. Pese a que es innegable que la batalla psicológica se saldó con la victoria del gallego, también hay que señalar que se exageraron o fabularon algunos episodios de la reunión para agrandar las supuestas habilidades políticas del Caudillo.
La primera anécdota es, paradójicamente, la que no existió, pero que ha sido la que ha gozado de más difusión: que Franco llegó con un considerable retraso a Hendaya, como táctica para poner nervioso a Hitler. Si hacemos caso a las crónicas y a los testigos, en realidad, el general español se presentó prácticamente puntual a la cita.
El tren alemán llegó a la estación alrededor de las tres y veinte de la tarde, mientras que el español lo hizo a las tres y media. Por lo tanto, el retraso fue de tan solo ocho o nueve minutos, algo lógico si tenemos en cuenta que el anfitrión era Hitler y que podía haberse considerado de mal gusto presentarse antes. Si consultamos los periódicos españoles, en ellos se asegura que Hitler llegó «cerca de las tres y media» y Franco «a las tres y media en punto».
Un par de años más tarde, cuando convenía marcar las diferencias entre España y el ya declinante Tercer Reich, la propaganda franquista se encargó de magnificar esos pocos minutos y convertirlos en un supuesto largo retraso que Franco buscó para incomodar a Hitler.
La entrevista de los dos jerarcas en el tren alemán comenzó muy bien, con efusivos abrazos y gestos de amistad, pero pronto surgieron las diferencias. Hitler pretendía que España entrase inmediatamente en guerra, para lo que ofreció Gibraltar —obviamente, después de que consiguiera arrebatársela a los británicos— e hizo referencia a posibles compensaciones en el norte de África, pero sin llegar a concretar nada.
El dictador español, por su parte, enumeró sus peticiones para entrar en la guerra, en forma de envíos de alimentos y armamento, territorios en África a costa de las posesiones francesas e incluso la rectificación de la frontera pirenaica para que España incorporase a su territorio el Rosellón, que había pasado a Francia tras el Tratado de los Pirineos, en 1659. Para detallar sus peticiones, Franco entró en larguísimas disquisiciones, entreteniéndose en puntos sin importancia y provocando el aburrimiento de Hitler, que no pudo evitar varios bostezos.
Conforme avanzaba la conversación, Franco se mostraba cada vez más tranquilo, mientras que el líder alemán estaba nervioso e inquieto. Hubo un momento, incluso, en el que el Führer se levantó y dijo que no tenía sentido alguno continuar hablando, pero inmediatamente se volvió a sentar e intentó reconducir aquel desesperante diálogo.
Un ejemplo de los sorprendentes desplantes que recibió Hitler es la siguiente anécdota, aunque no se ha podido confirmar su autenticidad. Para impresionar a Franco, y de paso formular una sutil amenaza, se refirió a sí mismo como «el amo de Europa» y pasó a describir el fabuloso poderío militar alemán: disponía de doscientas treinta divisiones. Le preguntó a Franco, displicentemente, su opinión. Ante esa desmesurada cifra, el dictador español no se dejó impresionar, sino que, como buen gallego, contestó con otra pregunta: «Pero ¿están armadas?». Según esas mismas fuentes, Hitler se quedó de piedra y pasó rápidamente a otro tema.
Cuando el mandatario germano concluyó que ya había perdido bastante el tiempo, a eso de las seis y media, dio por acabada la reunión y pidió a su ministro de Asuntos Exteriores, Joachim von Ribbentrop, que entregase a Franco el documento que ya tenían redactado para que los españoles lo estudiasen y lo firmasen. Hitler, acostumbrado a que todos obedecieran sus órdenes sin rechistar, estaba visiblemente contrariado por la actitud esquiva del general español. De hecho, a su ministro le comentó en voz baja: «Con estos sujetos no se puede hacer nada». Fue una frase que captó un miembro de la delegación española que entendía el alemán.
El líder nazi acompañó a Franco al andén. Contrastando con la frialdad del alemán, el Caudillo le dirigió todo tipo de cumplidos y alabanzas, y se retiró a su tren para comentar el ofrecimiento germano (más bien un ultimátum) con sus acompañantes.
A las siete de la tarde, la delegación española informó a la alemana que el documento era inaceptable, al no hacer referencia a ninguna de las compensaciones que España esperaba recibir. En efecto, el pacto dejaba en manos de Alemania decidir el momento en el que España entraría en guerra, y, además, no se comprometían a atender las reclamaciones españolas, con lo que luego sería difícil poder reclamar algo a la Alemania victoriosa.
Para apaciguar los ánimos, Hitler invitó a los españoles a cenar en su lujoso vagón a las diez de la noche. Cuando acabó la cena, en la que se habló de temas intrascendentes, se reanudaron las conversaciones. Cuando Hitler intentaba forzar a Franco para que se comprometiera a entrar en guerra, este se iba por las ramas, agotando de nuevo la paciencia de su interlocutor.
Pasada la medianoche, el documento seguía sin firmarse, así que se dio por finalizada la reunión y la delegación española regresó a su tren.
A la hora de las despedidas, Franco quiso dejar en la retina de su homólogo teutón una inmejorable imagen, así que permaneció en posición de firmes con la portezuela del vagón abierta. Pero el Caudillo no contaba con el brusco tirón que experimentaría el tren al arrancar, por el que estuvo a punto de dar con sus huesos en el andén. Por suerte para él, el general José Moscardó estaba justo detrás y pudo sujetarle con fuerza, evitando así su caída.
El tren llegó a San Sebastián de madrugada. Allí, el entonces embajador español en Alemania, José Finat y Escrivá de Romaní, intentó convencer a Franco de que lo mejor era que firmase el papel que certificaba la entrada de España en el conflicto, pero el Caudillo se negó. Curiosamente, el que había sido el predecesor de Finat en la embajada de Berlín hasta julio de 1941, Eugenio Espinosa de los Monteros, que había formado también parte del séquito que había acompañado a Franco en Hendaya, había desaconsejado al cauteloso general unir su destino al de Hitler.
Ante las presiones que siguieron llegando, el general consintió en firmar otro documento —este secreto— que comprometía a España a entrar en guerra al lado del Eje, «una vez que nos hayan provisto de la ayuda militar necesaria» y «en el momento en que se fije de común acuerdo», lo cual no suponía una entrada inmediata en el conflicto. Así pues, por el momento, Franco se salía con la suya y mantenía a España fuera de la guerra. No obstante, las presiones continuaron, pero siguieron encontrándose con las huidizas respuestas del general.
Sobre esos nuevos ultimátums a España, se aseguró que Franco había recibido la visita del embajador alemán, Eberhard von Stohrer, que le dio solo veinticuatro horas para que España entrase en guerra, advirtiéndole de una inminente invasión de las tropas alemanas en caso de que no aceptase.
Ante este dilema, se contaba que el general había pasado toda la noche rezando en su capilla privada pidiendo a Dios que le ayudase. Al amanecer, recibió una noticia urgente: el embajador alemán había fallecido repentinamente. Gracias a ese desgraciado pero providencial suceso, España se libraba de la invasión. Los propagandistas del régimen aprovecharían esta supuesta intervención divina para demostrar que Franco contaba con el favor y la protección del Todopoderoso. Pero lo cierto es que todo este último episodio no fue más que una invención: el embajador Von Stohrer murió en 1953.
La anécdota más significativa del encuentro, y que obtuvo un amplio eco para destacar así la supuesta astucia del dictador español, fue el siguiente comentario de Hitler: «Preferiría hacerme sacar tres o cuatro muelas que volver a tener una reunión con Franco». En teoría, se lo dijo a Mussolini, tal como relata en sus memorias el conde Galeazzo Ciano, ministro de Asuntos Exteriores y yerno del Duce.
Lo que los partidarios de Franco preferían ignorar era el concepto que Hitler tenía del Caudillo. El Führer le había asegurado al Duce que «es un hombre que solo por carambola se ha convertido en jefe, no tiene talla ni de político ni de organizador».
¡Prohibido fumar!
La aversión que Hitler sentía por el tabaco es bien conocida. Pero no solo era cuestión de que él no fumaba, sino que impedía a los demás, de forma tajante, hacerlo en su presencia, además de desaconsejar vivamente esta práctica. Su particular campaña antitabaco llegaría hasta el extremo de intervenir en persona para que Stalin no apareciese en las fotografías de la prensa alemana fumando.
En efecto, cuando le mostraron unas imágenes del dictador soviético con un cigarrillo en la boca, destinadas a las páginas de los periódicos, Hitler las rechazó de plano si antes no las retocaban para hacer desaparecer los cigarrillos. Así se hizo y Stalin pudo aparecer en la prensa sin dar ese pernicioso ejemplo a los ciudadanos alemanes.
Este hecho contrasta paradójicamente con la afición al tabaco de su amante, Eva Braun, que solía fumarse un cigarrillo tras otro durante los largos ratos en los que estaba recluida en su habitación, mientras su amado Führer permanecía reunido con algún invitado o con sus generales. De todos modos, este no era el único aspecto en el que Eva Braun gozaba de una indulgencia especial, pues también era muy aficionada a las películas norteamericanas, que disfrutaba en pases privados, cuando al resto de la población se le impedía verlas.
En los últimos días de la guerra, cuando los principales jerarcas del Reich se encontraban refugiados junto a Hitler en el búnker de la cancillería, tales disposiciones contra el tabaco las tuvieron que seguir todos los presentes, con más razón aún debido al ambiente cargado que se respiraba en el interior. Un soldado incumplió esta regla. Hitler reaccionó propinándole un violento manotazo que le hizo saltar el cigarrillo de la boca.
Sin embargo, todos los que rodeaban al irascible dictador se tomaron cumplida venganza de esa prohibición, que observaron a rajatabla mientras el Führer estuvo vivo. Cuando se confirmó su muerte (se disparó con su propia pistola), lo primero que hicieron los habitantes del búnker fue encenderse un cigarrillo.
El demonio encuentra defensor
Winston Churchill fue seguramente el principal artífice de la derrota de Hitler en la Segunda Guerra Mundial. Cuando el dictador alemán era dueño de casi toda Europa, el primer ministro británico supo mantener intacta la moral de sus compatriotas, pese a los intensos bombardeos y al bloqueo naval.
A esta capacidad natural para desempeñar brillantemente el papel de líder de una gran nación en un momento tan transcendental, había que unir su facilidad para analizar de forma eficaz la realidad que le rodeaba y definirla de forma gráfica. Fruto de esta habilidad, muchas de las frases que pronunció a lo largo de su vida han pasado a la historia. Incluso existen expresiones que él tomó de otros autores, pero que han pasado también a la posteridad como si hubieran salido de su pensamiento.
Al finalizar la guerra, cuando iba quedando claro que los soviéticos no tenían ninguna intención de permitir que los países de la Europa oriental decidieran su futuro en libertad, Churchill acuñó su célebre expresión del «Telón de Acero». Sin embargo, el político británico no fue el primero en pronunciar esta frase. Antes que él, Goebbels habló de una «cortina de hierro» para referirse al radical desencuentro de su país con la Unión Soviética.
Aun así, cabe decir que, ya en los años veinte, se utilizó esa expresión, aunque fuera en un sentido diferente. El embajador británico en Berlín aseguró que para evitar un nuevo enfrentamiento bélico entre Alemania y Francia había que constituir una especie de cortina de hierro, en forma de una zona neutral que separase ambos países. Incluso podría sumarse a esta lista de antecedentes históricos una frase de la reina Isabel de Bélgica, después que las tropas alemanas, en 1914, invadieran su país: «Entre nosotros ha descendido un telón de acero para siempre».
Por otra parte, la archiconocida frase «sangre, sudor y lágrimas» pudo no haber salido de la inspiración personal de Churchill. Unos periodistas descubrieron que en la obra del escritor norteamericano Henry James (1843-1916)
Las bostonianas,
aparece la frase «no tengo nada que ofrecer, sino sangre y esfuerzo, lágrimas y sudor». No obstante, el premier británico no renunció a la paternidad de la expresión, al asegurar que no había leído la obra.
Pese a estos posibles plagios, queda fuera de toda duda la habilidad innata de Churchill para encontrar frases brillantes. Buen ejemplo es el comentario que incluye en sus memorias sobre el apoyo que dio su gobierno a la Unión Soviética tras la invasión sufrida por parte de las tropas alemanas, el 22 de junio de 1941.
Para justificar la alianza con un sistema político, el comunista, en las antípodas de la secular democracia parlamentaria británica, Churchill llegó a asegurar en su libro que «si Hitler hubiera invadido el Infierno, yo habría hecho, por lo menos, una favorable alusión al demonio en la Cámara de los Comunes».
Afortunadas premoniciones
Curiosamente, varios protagonistas de la Segunda Guerra Mundial comparten una etérea e inaprensible virtud, tan difícil de demostrar como de rebatir; se trata de la capacidad para prever acontecimientos futuros de tipo fortuito sin una explicación racional.
Tanto Churchill como el general Erwin Rommel, al igual que Hitler o el inefable general norteamericano George Patton, experimentaron en varias ocasiones la sensación de que estaba a punto de ocurrir algo inconcreto pero que podía afectarles personalmente, lo que les llevaba a tomar en segundos decisiones que podían parecer absurdas para el resto de los mortales, aunque poco después se demostraba que habían sido totalmente acertadas o incluso providenciales.
Uno de estos sorprendentes episodios ocurrió durante uno de los bombardeos alemanes sobre Londres, cuando la mayoría de la población acudía a los refugios y no salía al exterior hasta que la sirena anunciaba el final de la incursión aérea. Sin embargo, Churchill se resistía a permanecer en su cuartel general subterráneo
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y salía a la superficie a contemplar la caída de las bombas.
Para evitar que el primer ministro corriese semejante riesgo, su ayuda de cámara optó por una solución radical: le escondió los zapatos para que no pudiera salir a la calle. Churchill, muy enojado, le ordenó que se los devolviera inmediatamente y le dijo: «De pequeño, mi niñera nunca pudo evitar que me escapara a dar un paseo por Green Park cuando me apetecía hacerlo. Ahora que soy un adulto, no me lo va a impedir Adolf Hitler».
Churchill acostumbraba a desplazarse por la ciudad en su coche oficial, visitando los puestos de defensa antiaérea para dar moral a sus hombres. Durante uno de esos bombardeos, al regresar a su vehículo para continuar con el recorrido, su chófer le abrió la puerta derecha, como de costumbre, al ser este el lado en el que se solía sentar. No obstante, el primer ministro dudó unos instantes y prefirió rodear el coche por el lado izquierdo, y se quedó allí sentado. El chófer, acostumbrado a sus reacciones inesperadas, no hizo comentario alguno.
Cuando llevaban unos diez minutos recorriendo la ciudad, una potente bomba cayó cerca del lado derecho del automóvil. Los neumáticos salieron despedidos por la onda expansiva y toda la carrocería del lado derecho del vehículo quedó destrozada. Es muy posible que si Churchill hubiera estado sentado donde lo hacía habitualmente no hubiera salido vivo del trance.
El afortunado estadista aseguró más tarde que, al subir al coche, algo le dijo que se sentase en el lado izquierdo, y así lo hizo, confiando plenamente en su intuición, un sexto sentido que en esta ocasión es probable que le salvara la vida.
Otro personaje que también dio muestras de poseer esa insólita clarividencia fue Rommel, el general alemán que estuvo al mando del Afrika Korps. Los subordinados de Rommel aseguraban que tenía un sentido sobrenatural para prever el peligro, que definían con el término alemán
fingerspitzengefuhl
. En una ocasión, visitando un campamento, Rommel indicó al general Fritz Bayerlein que cambiase de lugar su tienda de campaña. Una hora más tarde, en un inesperado ataque, varias bombas cayeron justo sobre ese lugar.
El mismo general fue testigo de otra afortunada intuición: estando en mitad del desierto, Rommel ordenó alejarse unos cien metros del sitio donde estaban; «si nos quedamos, nos van a caer muchas bombas», dijo. Sus hombres obedecieron, pero no entendían cómo podía ser más seguro un lugar que otro, al hallarse en una inmensa llanura en la que no existía ningún accidente geográfico. Tan solo cinco minutos más tarde, varios obuses cayeron exactamente sobre el punto que acababan de abandonar.
Curiosamente, los soldados que compartieron las trincheras con Rommel durante la Primera Guerra Mundial también aseguraban que en él eran habituales tales premoniciones. Estaban convencidos de que estando a su lado no tenían que preocuparse de tomar ninguna precaución.
Si Churchill o Rommel poseían realmente una clarividencia sobrenatural o, por el contrario, se trataba de un simple cúmulo de coincidencias, es una cuestión que difícilmente se puede dilucidar, pero a ambos personajes sí se les puede calificar de excepcionales conductores de hombres, en momentos de especial zozobra.
Aunque Hitler no destacaba por poseer esa capacidad innata para intuir acontecimientos fortuitos en el mismo grado que Churchill o Rommel, sí que protagonizó un par de curiosos incidentes que quizá pudieron haberle costado la vida de no actuar tal como lo hizo.
En 1936, durante la guerra civil española, el dictador alemán asistió en la ciudad portuaria de Wilhelmshaven, en la Baja Sajonia, a una ceremonia fúnebre en honor de varios marinos muertos en aquel conflicto, integrantes de la tripulación del crucero
Deutschland
. Para ello se desplazó desde Berlín en su tren especial.
Durante el regreso nocturno a la capital germana, quizás influido por la dolorosa escena a la que había asistido, reparó en que el marcador de velocidad situado en el vagón restaurante señalaba los 125 kilómetros por hora. Inmediatamente, dio órdenes de que se bajara la velocidad a una más prudente de 80 kilómetros por hora. Pese a las objeciones del maquinista, ya que al ser un tren especial debía cumplir unas determinadas horas de paso para no alterar los horarios de los otros trenes, Hitler insistió y se redujo la velocidad.
Al cabo de pocos minutos, el tren experimentó violentas sacudidas y frenó bruscamente; las ruedas rechinaron sobre los raíles. Todos se precipitaron al exterior, para averiguar qué pasaba: un autobús se había saltado un paso a nivel y una locomotora lo había arrollado. Por desgracia, el accidente había ocasionado varios muertos y heridos entre los viajeros del vehículo.
Sin embargo, gracias a la prudente velocidad con la que viajaba el tren en esos momentos, el maquinista había logrado mantenerlo dentro de las vías; si se hubiera continuado desplazando a ciento veinticinco kilómetros por hora, lo más probable es que se hubiese producido un fatal descarrilamiento, de consecuencias insospechadas.
Hitler quedó muy impresionado ante este presunto caso de premonición que quizá le había evitado un accidente mortal. A partir de aquel día, su tren especial nunca pasó de los ochenta kilómetros por hora.
Años antes, cuando Hitler recorría incansable las carreteras alemanas en las sucesivas campañas electorales, se dio un episodio similar. Cuando viajaba en automóvil desde Berlín a Múnich bajo una intensa tormenta, los faros iluminaron a un hombre que, en mitad de la calzada, pedía ayuda con una linterna. El chófer frenó a su lado. Hitler entreabrió la portezuela para saber qué le ocurría, dispuesto a ayudarlo. El individuo pidió que le indicasen por dónde se iba a un determinado pueblo porque se había perdido. En lugar de responder a su pregunta, Hitler cerró de golpe y dio la orden de arrancar a toda prisa. A los pocos segundos, se oyeron tres disparos que procedían del lugar donde se encontraba el hombre, pero el coche ya había conseguido alejarse lo suficiente como para estar a salvo del inesperado agresor.
Al día siguiente, los diarios explicaban que en la zona se habían producido varios asaltos a conductores siguiendo ese mismo procedimiento. A las pocas horas, la policía detuvo al salteador de caminos, herido al lado de la carretera: era un demente escapado del manicomio provincial, al que un vehículo lo había atropellado.
Por la mañana, el chófer decidió examinar atentamente el coche y descubrió que las tres balas habían rebotado en la carrocería, muy cerca de la ventanilla trasera, lo que también impresionó a Hitler. Nunca se sabrá lo que hubiera sucedido de no haber reaccionado tan rápidamente. Aquella intuición, a la que ni él mismo, después, supo encontrarle una explicación racional, tal vez le salvó la vida.
Un gánster muy popular
Una de las fotografías más impactantes de Winston Churchill es la que le muestra vestido con traje negro con finas rayas blancas, un puro habano en la boca y una metralleta de tambor circular. En esa imagen, el político británico ofrece un aspecto más propio de un gánster de Chicago que de un primer ministro.
La instantánea se tomó durante una inspección de tropas realizada por Churchill en julio de 1940. Mientras departía con un soldado, empuñó una metralleta para ver su funcionamiento, y ese fue el momento que el fotógrafo captó.
La propaganda alemana empleó tan poco favorecedor retrato para intentar desprestigiar al político inglés. Para ello se editaron octavillas en las que aparecía la imagen sacada de su contexto, mostrando a Churchill como si fuera Al Capone, al lado de unas frases en las que se le acusaba de crímenes contra la humanidad.
En esta ocasión, la idea de los propagandistas nazis, que solían acertar en sus planteamientos, tuvo el efecto contrario al que deseaban. Pretendían que el pueblo británico rechazase a su líder, al verlo convertido en un indecente gánster, pero les salió el tiro por la culata. Los ingleses se tomaron a risa la burda manipulación y la popularidad de Churchill aumentó aún más gracias a la famosa fotografía.
«¡Orinemos sobre el gran muro alemán!»
Tal como estamos comprobando, Winston Churchill es una fuente inagotable de anécdotas. Pero no solo han pasado a la posteridad sus ingeniosas frases, sino también algunos de sus gestos.
El 3 de marzo de 1945, Churchill realizó una visita de inspección al frente occidental. Los Aliados habían rebasado ya la frontera con Alemania y el premier británico quería comprobar por sí mismo que el Tercer Reich se encontraba ya al borde del K.O. Antes de la llegada del ilustre invitado, se tuvo la precaución de proveer el lugar de la visita con buen whisky escocés, algo imprescindible si se quería que el popular mandatario estuviera de buen humor.
Churchill, acompañado de un buen número de fotógrafos y corresponsales de guerra, inició la visita acomodado en un automóvil Rolls Royce. Durante el recorrido, atravesaron un puente que unía los dos lados de un pequeño barranco. En ese momento, uno de los militares que le acompañaba le dijo pomposamente:
—Señor Churchill, en estos momentos, estamos justo sobre la frontera entre Holanda y Alemania.
El primer ministro le dijo:
—Pues dígale al chófer que pare y bajaremos.
El automóvil se detuvo y sus ocupantes descendieron. Churchill acabó de pasar el puente caminando y llegó a lo que era ya tierra alemana. Anduvo unos metros por el borde del barranco hasta que llegó al punto en el que se encontraban las construcciones defensivas que los alemanes habían dispuesto para proteger el territorio del Reich y que se habían demostrado inútiles ante el imparable avance aliado. Se trataba de los llamados «dientes de dragón»: unos bloques de hormigón en forma de pirámide que pretendían detener a los carros blindados.
Churchill animó a un grupo de generales, entre los que se encontraba Bernard Montgomery, el vencedor de la batalla de El Alamein, a que le acompañasen en su pequeño paseo. Una vez que llegaron al lugar en el que él se encontraba, les propuso algo que tomó a todos por sorpresa:
—¡Caballeros —dijo exultante el líder británico—, orinemos todos juntos sobre el Gran Muro Occidental de Alemania!
Dicho esto, todos los fotógrafos que estaban situados en el puente, observando la escena, se aprestaron rápidamente a disparar sus cámaras para inmortalizar la que, sin duda, iba a ser una de las imágenes más insólitas de toda la Segunda Guerra Mundial.
Sin embargo, Churchill, de excelente humor, los apuntó amenazadoramente con el dedo y gritó:
—¡Esta es una de esas operaciones de guerra que no deben reproducirse fotográficamente!
Mientras descargaba su vejiga contra las defensas germanas, el veterano político exhibía, según los testigos, una expresión de inmensa satisfacción. Es posible que hubiese planeado esa particular revancha mucho tiempo atrás, cuando sus compatriotas estaban sufriendo los ataques aéreos de un enemigo al que ahora él mismo estaba humillando con ese significativo gesto.
Bofetada al orgullo de Göring
El fatuo Hermann Göring, mariscal del Reich y ministro del Aire, además de jefe de la Luftwaffe, fue el jerarca nazi con unos delirios de grandeza más exagerados y cuya falta de escrúpulos a la hora de multiplicar su patrimonio personal resultaba más acentuada.
Aunque dentro de las fronteras alemanas gozaba de una excelente imagen ante la opinión pública, al menos durante los primeros años del régimen, en el extranjero no se tenía un buen concepto de él, ya que se le consideraba una persona implacable y brutal, aunque lo cierto es que otros miembros destacados de la camarilla nazi eran mucho peores.
Como ejemplo, puede servir la flemática observación del embajador británico en Berlín, sir Eric Phipps, cuando le invitó a cenar a su casa, en 1934. Göring llegó a la cita con cierto retraso y se excusó diciendo que acababa de volver de caza. «Caza de animales, espero», le dijo el sutil diplomático, ante el desconcierto del preboste germano.
Göring era, además, adicto a la morfina, una sustancia que tuvo que tomar para calmar el dolor que le producía una herida de bala, que recibió en el frustrado
Putsch
de Múnich del 9 de noviembre de 1923.
Este obeso militar sería célebre también por sus espectaculares uniformes, todos confeccionados a medida, utilizando los mejores tejidos, en llamativos colores como el azul celeste, y cargados de medallas. Su pasión por los uniformes fue tal que llegó incluso a hacerse fotografiar vestido de jefe de estación.
Sus ansias de lucimiento llegaron al extremo de presentarse a una recepción en Roma vestido con una toga clásica, como si se tratase de un emperador, aunque esta anécdota circuló como rumor y no se ha podido comprobar. Otra de sus debilidades eran las batas de seda bordada, con las que provocaba la envidia y admiración de los invitados que recibía en su casa, en la que, por cierto, tenía a menudo cachorros de león con los que le gustaba jugar, ante la intranquila mirada de los visitantes.
No obstante, Göring era conocido, sobre todo, por sus fanfarronadas. La más sonada fue su promesa lapidaria: «Ningún avión enemigo sobrevolará el cielo alemán». No pasaría mucho tiempo hasta que Göring tuvo que tragarse esa frase pronunciada con tanta ligereza como ignorancia respecto al poder aéreo de británicos y norteamericanos.
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Sería un desliz que sus enemigos se encargarían de recordar continuamente, cada vez que los bombarderos aliados realizaban incursiones en Alemania.
Sin embargo, una de las bofetadas más sonoras que recibió fue la que le propinó el aviador alemán más famoso de la Segunda Guerra Mundial, el general Adolf Galland, que llegó a tener en su haber noventa y seis derribos enemigos. Se le consideraba un auténtico as de la aviación.
Galland, nacido en 1912 en la localidad renana de Westerholt, comenzó a volar a la temprana edad de diecisiete años. Tras superar unos difíciles exámenes, se convirtió en piloto de la Lufthansa, la línea aérea civil germana. En febrero de 1934, ingresó en la Luftwaffe. En octubre, lo nombraron teniente.
En 1937, lo reclutaron para acudir a la guerra civil española. Allí realizó sus primeras misiones de combate, como capitán de la Legión Cóndor. Se distinguió especialmente en los frentes de Asturias, Teruel y el Ebro, en los que, en conjunto, completó unos trescientos servicios de guerra, hasta que lo relevaron.
Cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, Galland era uno de los pilotos de caza más prestigiosos de la Luftwaffe. Aunque lo ascendieron a general con tan solo veintiocho años, pronto cultivaría una honda enemistad con el que era precisamente su superior, Göring.
El 21 de agosto de 1940, mientras en los cielos británicos se estaba librando la batalla de Inglaterra, Göring se mostraba furioso y rabioso porque la victoria que había prometido a Hitler estaba tardando demasiado en llegar. Uno de los testigos explicó luego que Göring «mugía como un toro herido y nos lanzó feroces insultos durante más de una hora».
Con esta tensa situación como telón de fondo, Göring se dirigió a Galland con su característico tono de superioridad y le preguntó:
—¿Qué necesitan para conseguir acabar de una vez con esos malditos aviones ingleses?
—Consíganos lo más pronto posible cinco escuadrillas de Spitfire.
Se refería al mejor caza británico.
Naturalmente, Göring no encajó nada bien la provocación de Galland y las relaciones entre ambos se tornaron insostenibles.
Tras el fracaso de la Luftwaffe en los cielos ingleses, la estrella de Göring se fue apagando. Su ocaso definitivo se produciría al no conseguir abastecer desde el aire a los soldados alemanes cercados en Stalingrado, tal como había prometido pomposamente al Führer. Terminada la guerra y tras el juicio de Núremberg, lo condenaron a muerte, pero se libró de la horca al ingerir una cápsula de cianuro, tal como quedó referido en el capítulo dedicado a este histórico proceso.
Por su parte, Galland también tuvo algunos roces con Hitler, al ponerle de manifiesto de manera franca la necesidad de contar con más aviones de caza para oponerse a la, cada vez más intensa, actividad de los bombarderos aliados sobre las ciudades germanas.
Galland logró huir de Alemania en los últimos días de la guerra y llegó a Argentina, en donde residió hasta 1955. Entonces, el renombrado aviador decidió regresar a su país, una vez comprobó que podía hacerlo sin correr ningún riesgo. En Alemania se convertiría en un empresario de éxito en el campo de la aeronáutica. La calidad humana y la caballerosidad en combate del general Galland le hicieron ganarse para siempre el respeto de sus compañeros e incluso de sus adversarios, por lo que se hizo acreedor a un puesto de honor en la historia de la aviación militar.
También le honra el hecho de que reconociese durante una visita a España que fue la Legión Cóndor la que arrasó Guernica la tarde del lunes 26 de abril de 1937, cuando la versión oficial del régimen franquista aseguraba que los causantes habían sido las tropas republicanas en retirada.
Durante los últimos años de su vida, Galland repartió su residencia entre su hogar en Alemania y una casa que tenía en la costa de Alicante. Falleció el 9 de febrero de 1996 en su país natal.
Piernas ortopédicas caídas del cielo
Durante la batalla de Inglaterra cobró renombre un piloto británico, Douglas Bader (1910-1986). Gracias a él, se lograron mejorar considerablemente los resultados en las operaciones contra las incursiones de los bombarderos alemanes al implantar una nueva táctica, basada en agrupar grandes formaciones de cazas para atacar a los aviones germanos. Hasta ese momento, los cazas se dividían en pequeñas escuadrillas, con lo que los bombarderos no tenían demasiados problemas para rechazarlos utilizando sus ametralladoras.
Sin embargo, Bader no pasaría a la historia por esta valiosa aportación a la lucha contra la Luftwaffe, sino por superar una grave discapacidad, como era haber perdido antes las dos piernas. Este hábil piloto había tenido la desgracia de sufrir un accidente aéreo en 1931, durante la ejecución de unos ejercicios acrobáticos con un biplano Bristol Bulldog. Durante una pasada en vuelo rasante, un ala rozó el suelo; el aparato se desestabilizó y provocó el choque final.
Para salvarlo hubo que amputarle las dos piernas, una por debajo de la rodilla y otra por encima. Se le colocaron unas prótesis ortopédicas y, con un sobrehumano esfuerzo de adaptación, no solo logró caminar y conducir un vehículo, sino que consiguió incluso jugar al tenis y al golf. De todos modos, su meta era volver a sentarse un día a los mandos de un avión. La RAF comprobó los esfuerzos del expiloto para volver a ser el de antes, pero, en vista de las circunstancias, se vio obligada a prescindir de sus servicios, así que Bader tuvo que conformarse con pasar a ser un oficial de la reserva.
Con el estallido de la Segunda Guerra Mundial, todo cambiaría. El futuro de Inglaterra se jugaba en su propio cielo, por lo que todo aquel que fuera capaz de pilotar un avión era bienvenido. Cuando el duelo entre la aviación británica y la Luftwaffe estaba en su momento más crítico, Bader demostró que podía pilotar un avión mejor que la mayoría de los pilotos, a pesar de sus limitaciones. Así que, en un momento de emergencia como ese, a Bader, apodado
Tin Legs
(Piernas de Hojalata), se le dio la oportunidad de medirse frente a frente con los aviones alemanes, y aportar su inestimable experiencia y cumplir perfectamente con su misión, como lo demuestra que llegase a derribar una treintena de aparatos enemigos, de los cuales se confirmaron veintidós.
La nota más anecdótica de su carrera como piloto de guerra se produjo un año después de la batalla de Inglaterra, cuando fue derribado el 9 de agosto de 1941 mientras sobrevolaba la costa francesa cerca de Calais, en una misión de reconocimiento. Su Spitfire fue atacado por seis Messerschmitt Bf 109. Aunque se defendió con gran valentía, uno de ellos acabaría colisionando con él, arrancando con la hélice parte de su fuselaje. El avión de Bader inició un peligroso descenso en barrena desde seis mil metros de altitud. Al final, pudo enderezar el aparato, aunque acabó aterrizando bruscamente sobre un prado.
Una vez en tierra, intentó salir por sí mismo del avión. Pero surgió un inesperado contratiempo: su pierna ortopédica derecha se rompió al engancharse en el fuselaje. Lo mismo le sucedería a la pierna izquierda cuando quiso incorporarse tras caer al suelo. Los soldados alemanes que acudieron a capturarle tardaron en recuperarse de la sorpresa al contemplar por primera vez, y a buen seguro última, a un piloto sin piernas. Bader no recibió ningún tipo de maltrato por parte de sus captores, sino todo lo contrario. Empujados, sin duda, por la admiración instantánea que sintieron por aquel valiente piloto, los alemanes lo trasladaron inmediatamente al hospital de Saint Omer, una población cercana al lugar del aterrizaje.
Los oficiales alemanes encargados de su custodia correspondieron al valor que Bader había demostrado: le trataron con gran caballerosidad. El piloto inglés desconfiaba al principio de la inesperada hospitalidad del enemigo, pero no tardaría en hacer gala de su habitual osadía. Sin pensárselo dos veces, rogó a sus captores que trasladaran a la fuerza aérea británica su petición de unas piernas artificiales. Los oficiales nazis, sorprendidos, decidieron consultar esta solicitud sin precedentes a Göring. Este, intrigado por la resolución del caso, les dio permiso para atender la solicitud.
Los alemanes emplearon como medio de comunicación una emisora de socorro marítimo. Entablaron contacto con sus enemigos y les aseguraron que no habría ningún problema para que un avión de la RAF aterrizase en suelo francés para entregar las piernas ortopédicas a su prisionero.
Los ingleses quedaron convencidos de la veracidad de la historia, pero consideraron que era una misión muy arriesgada y que no había garantías de que el avión inglés encargado de trasladar las prótesis no fuera atacado por cazas alemanes o cañones antiaéreos. Así pues, los ingleses prefirieron llevar a cabo un breve e inofensivo bombardeo sobre Saint Omer para evitar concluir cualquier tipo de connivencia con el enemigo; durante la operación, uno de los aviones arrojaría sobre la ciudad una caja que contenía las piernas ortopédicas que su compatriota había solicitado.
El insólito regalo llegó a manos de los alemanes, pero en el hospital les aguardaba una sorpresa. Parece ser que Bader no confiaba demasiado en que sus compatriotas accederían a su petición, puesto que, aprovechando la pequeña confusión creada por el bombardeo, Bader había logrado huir. Lo que no se sabe es el método que empleó para escapar, teniendo en cuenta que aún no disponía de sus nuevas piernas.
Pero, naturalmente, el intento de fuga estaba condenado al fracaso de antemano. Lo capturaron, pero no recibió ningún castigo, sino que la audaz acción hizo aumentar, más si cabe, la admiración y el respeto que sentían por él los alemanes. La prueba de ello es que cumplieron con su compromiso y le entregaron las piernas artificiales que sus compatriotas le acababan de enviar.
Durante su cautiverio, un as de la Luftwaffe, Adolf Galland, el protagonista del anterior episodio, lo visitó. El héroe de la aviación alemana deseaba conocerlo, ya que su fama había traspasado fronteras. Galland tuvo incluso el detalle de llevar al piloto inglés a conocer de primera mano un Messerschmitt Bf 109, y le permitió subir a él. Más tarde, Bader reconocería que sintió un deseo irreprimible de despegar en aquel avión y emprender la huida, pero consideró que debía comportarse con la misma caballerosidad que le había brindado Galland y no traicionar la confianza que el aviador alemán había depositado en él.
Hasta el final de la guerra, siguió pensando en escapar, mientras lo trasladaban de un campo de prisioneros a otro. Lo intentó varias veces, de hecho. Finalmente, lo confinaron a la referida fortaleza de Colditz. De nuevo intentó fugarse, pero los alemanes, cansados de su recalcitrante actitud, acabaron por confiscarle las piernas ortopédicas, pues Bader no se comprometió a no intentar escaparse otra vez.
En cuanto el Ejército norteamericano tomó Colditz, el 16 de abril de 1945, Bader solicitó de inmediato reincorporarse a la RAF, para volver a los mandos de un avión antes de que la guerra acabase. Pero, para gran decepción suya, no se le concedió tan anhelado deseo, puesto que ya se había convertido en un mito y las autoridades militares no querían que su vida corriese ningún riesgo cuando la contienda estaba ya muy próxima a su fin.
Cuando regresó a su país, lo hizo como un auténtico héroe. Lo condecoraron con la Cruz de Vuelo de la RAF y la Orden de Servicio Distinguido. Francia también le honró con la Cruz de Guerra y la Legión del Honor.
Sin embargo, el gran reconocimiento para Bader llegaría de manos de la reina Isabel II, en 1976, cuando recibió una condecoración especial por sus servicios a los inválidos de guerra. Era una recompensa merecida, pues Bader se había dedicado desde 1945 a visitar cientos de hospitales de veteranos para dar ánimos a todos aquellos que habían sufrido las mismas dificultades que él. Su ejemplo sirvió para que todos ellos afrontasen el futuro con más ilusión y optimismo. Y así cumplió una misión tan importante como las que había emprendido con éxito años atrás cuando protegió los cielos de Inglaterra. El
London Times
, en su obituario, dijo de él: «Se convirtió en una leyenda; personificó el heroísmo de la RAF durante la Segunda Guerra Mundial».
Skorzeny, de safari en Burdeos
Otto Skorzeny fue el oficial de las SS que saltó a la fama por conseguir liberar a Mussolini y que hemos tenido oportunidad de conocer en los episodios dedicados a los «cocodrilos de hormigón» y la Operación Greif. Sin embargo, antes de que se le encomendara la misión de construir un puente para cruzar el canal de la Mancha, en junio de 1940, tuvo que enfrentarse a otro reto complicado: luchar contra un enemigo inesperado.
Mientras se encontraba en Burdeos, que acababa de ser ocupada por los alemanes, Skorzeny dio un paseo en coche por el centro de la ciudad. Durante su recorrido, se vio sorprendido por un nutrido grupo de personas histéricas que corrían, gritando y señalando hacia una calle. El alemán, intrigado, no conseguía descubrir qué era lo que causaba el pánico de aquella gente. Gracias a la protección que le ofrecía su vehículo, Skorzeny avanzó despacio por esa calle. Las ventanas estaban llenas de personas excitadas, que apuntaban hacia una plaza. De pronto, el oficial divisó el motivo de la alarma: ¡un tigre!
En una acera había un tigre que masticaba tranquilamente un trozo de carne. La gente pensaba que se estaba comiendo a una persona, pero un examen más atento revelaba que se trataba simplemente del producto de una carnicería cercana. Skorzeny tomó un fusil y, animado por los gritos de la gente, apuntó al animal. Realizó tres disparos, que alcanzaron al enorme felino en la espalda. El tigre quedó herido, pero era necesario rematarlo. Cuando alguien se acercaba, el tigre intentaba moverse, lo que provocaba el pánico entre la gente, que corría a refugiarse en los portales. El alemán se aproximó y le apuntó directamente entre los ojos. Hizo blanco y el tigre expiró lanzando un rugido de dolor que impresionó a todos los presentes.
Aunque Skorzeny no hablaba francés, logró entender, por las explicaciones y los gestos de los ciudadanos, que el tigre pertenecía a un circo que había actuado en la ciudad y que en ese momento se encontraba en la estación, cargando el material para trasladarse a otro lugar. Al parecer, el tigre había escapado de su jaula aprovechando algún descuido del personal, pues, en ese momento, había una gran confusión en los andenes por la presencia de varios trenes militares.
Una vez en la calle, el animal no pudo resistirse a la suculenta carne cruda que se ofrecía en una carnicería y la asaltó. En realidad, no había atacado a nadie; el único deseo del tigre había sido buscar un lugar tranquilo para devorar a su fácil presa.
El oficial de las SS explica en sus memorias que se sintió mal tras la
hazaña
, pues le daba la sensación de que el tigre no era peligroso y sintió vergüenza por su acción. De hecho, después no lo comentó con nadie. Entregó el cuerpo del tigre al carnicero para que hiciese con él lo que creyese más conveniente, pero le pidió un favor: que le guardase la bella piel del animal para recogerla cuando volviese a pasar por la ciudad.
Unas semanas más tarde, Skorzeny regresó a Burdeos. Buscó la carnicería y se llevó una gran alegría al ver que el dueño del establecimiento había cumplido su palabra y le había guardado la piel del animal. El alemán la recogió y, además, recibió unas suculentas salchichas de regalo, en agradecimiento por haber librado a Burdeos de la amenaza del tigre.
Y esta no fue la única ocasión en que, por culpa de la guerra, un animal salvaje campó a sus anchas por las calles de una ciudad europea. Hemos de ir a Berlín, durante la ofensiva soviética, en abril de 1945. El recinto del parque zoológico quedó destruido a causa de los ataques de la artillería rusa, lo que aprovecharon los animales para escapar de su cautiverio, pese a que en el exterior les esperaba un infierno.
Los combatientes de ambos bandos contemplarían atónitos cómo un león deambulaba por la Albrechtstrasse, vagando sin rumbo entre las ruinas de la ciudad; mientras que otros soldados vieron con sorpresa como una cebra pastaba en un cementerio.
Orines de camello para Rudolf Hess
Uno de los hechos más insólitos de la Segunda Guerra Mundial lo protagonizó el lugarteniente de Hitler, Rudolf Hess, el 10 de mayo de 1941, con su desconcertante viaje a Inglaterra. Es un episodio que continúa siendo objeto de muchas hipótesis.
Hess había nacido en la ciudad egipcia de Alejandría en 1894, en el seno de una acomodada familia, dedicada a la exportación de vinos. En la Primera Guerra Mundial se alistó voluntario y consiguió ascender a oficial. Allí entabló amistad con el entonces piloto Hermann Göring.
En 1920, Hess conoció a Hitler y se afilió al Partido Nazi. Más tarde compartiría celda con el futuro amo de Alemania, tras el frustrado
Putsch
de Múnich, y se convertiría en su obediente secretario. Fue él quien se encargó de mecanografiar el
Mein Kampf
conforme se lo dictaban.
En 1933, cuando Hitler consiguió el poder en Alemania, Hess se convertiría en su lugarteniente. Durante unos años, disfrutó de una posición privilegiada dentro de la estructura del Tercer Reich, pero, poco a poco, fue perdiendo protagonismo hasta quedar en la práctica marginado del círculo que en ese momento tomaba las decisiones importantes.
Consciente de su pérdida de influencia, tomó una decisión que hasta la fecha, como se ha apuntado, sigue envuelta en un halo de misterio.
Aquel 10 de mayo de 1941, a los mandos de un avión Messerschmitt Bf 110,
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Hess despegó desde la ciudad alemana de Augsburgo rumbo a la residencia del duque de Hamilton, en Escocia. Su objetivo era llegar a un acuerdo de paz con el gobierno de Churchill basado en el principio de que si los ingleses reconocían la hegemonía germana en el continente europeo, Alemania respetaría el imperio colonial británico.
Una vez que descendió en paracaídas sobre la campiña escocesa, el iluso jerarca nazi pensó que no tendría ningún problema para entrevistarse con el duque, al que decía conocer de los Juegos Olímpicos de Berlín de 1936. Una vez que hubiera contactado con el noble, esperaba que le ayudase a concertar una entrevista con Churchill o incluso con el rey Jorge VI, para iniciar las conversaciones de paz.
Sin embargo, sus planes no saldrían tal como Hess los había previsto. Pronto se dio cuenta de que no lo tratarían como a un diplomático, sino como a un simple prisionero de guerra, pues, de repente, se vio encerrado en una pequeña celda, vestido con un pijama gris y envuelto en una manta del ejército.
Unos días más tarde, pensó que todo volvía a discurrir por el camino deseado, cuando recibió inesperadamente la visita de un enviado de Churchill. Era un empleado de la BBC que dominaba el alemán; Hess le expuso de forma confusa y atropellada su propuesta de paz. El premier británico envió posteriormente a un hombre de su confianza para averiguar los pormenores de la oferta, más por curiosidad que por otra cosa. Enseguida concluyó que era totalmente inaceptable. Cuando informaron a Hess de que las conversaciones habían terminado, el dirigente nazi dio por concluida su «misión diplomática» y solicitó que lo trasladaran a Lisboa en secreto, para poder volver después a su país. Su petición no fue ni siquiera considerada. Lo llevaron a la torre de Londres, donde pasó un breve periodo de tiempo.
Tras su reclusión en aquel histórico edificio, lo condujeron a un hospital militar cercano a la capital, donde quedó confinado bajo fuertes medidas de seguridad para evitar que algún comando alemán pudiese liberarle, aunque tampoco se descartaba la posibilidad de que Hitler enviase agentes para asesinarlo.
A partir de aquí, comenzaría un auténtico calvario psicológico para Hess. Aunque ya hacía tiempo que el dirigente daba muestras de cierto desequilibrio mental, durante su cautiverio el problema se agravaría aún más. Las anécdotas, llegados a este punto, son muy significativas.
Hess protestaba por el continuo ruido que decía oír en todo momento. Aseguraba que los ingleses habían instalado una escuela de motociclismo delante de la ventana de su celda, con el único objeto de atormentar sus oídos con el insistente petardeo del tubo de escape de las motos. Hess interpretaba cualquier sonido en el pasillo como un intento de molestarle, de romper sus horas de sueño. Incluso estaba convencido de que, en unos árboles cercanos a su ventana, los responsables del hospital habían instalado unos silbatos de locomotora que hacían sonar día y noche para no permitirle el más mínimo descanso.
Dentro de su manía persecutoria, estaba convencido de que los guardianes mezclaban su comida con orines de diferentes animales. La enfermiza perspicacia de Hess llegó a tal punto que un día aseguró que sus alimentos estaban aderezados con… ¡orines de camello!
El proceso de Núremberg y su posterior reclusión en la cárcel berlinesa de Spandau,
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en la que permanecería hasta su muerte, sumieron a Hess en una depresión de la que nunca saldría. Y no fue de mucha ayuda estar aislado la mayor parte de su condena, sin la compañía de otros presos, a lo que hay que añadir que no se le permitió ver a su familia hasta 1969, cuando lo trasladaron a un hospital militar británico en Berlín.
Las razones de este duro régimen penitenciario hay que buscarlas en la intransigencia de la Unión Soviética, que había exigido la pena de muerte para Hess; las otras potencias no estaban de acuerdo, y Moscú no se conformaba con menos que el cumplimiento íntegro de la condena.
Finalmente, el 17 de agosto de 1987, las autoridades de la prisión de Spandau comunicaron la muerte de su único preso. Hess se había ahorcado con un cable eléctrico dentro de la cabaña del jardín de la prisión. No obstante, su hijo puso en duda la versión oficial, y planteó la hipótesis de que lo hubieran asesinado, pese a que la autopsia había descartado tal posibilidad.
La particular «flota de guerra» de Hemingway
Un conflicto de las enormes proporciones que alcanzaría la Segunda Guerra Mundial no podía quedar reducido al ámbito político y militar. La mayoría de los artistas e intelectuales se vieron involucrados de una manera u otra en ella. Muchos lucharon por su país con la fuerza que emanaba de su arte o de su pensamiento, mientras que otros lo hicieron con las armas en la mano.
Sin embargo, hubo un caso en el que esta lucha personal desembocó en un anecdótico episodio. Es el caso del gran escritor Ernest Hemingway,
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que mientras se hallaba viviendo en Cuba tomó la decisión de combatir personalmente a los submarinos alemanes que merodeaban por sus costas a la caza de barcos mercantes norteamericanos.
Durante los primeros compases de la Segunda Guerra Mundial, los submarinos nazis habían impuesto el terror en aguas del Atlántico. Los Aliados intentaban combatirlos por todos los medios posibles con el objetivo de salvaguardar las rutas de aprovisionamiento de la asediada Gran Bretaña.
Cuando Estados Unidos entró en guerra, la gran distancia que separaba al país de los escenarios en los que se luchaba llevaron a pensar a los norteamericanos que no sufrirían las consecuencias directas del conflicto. En parte tenían razón, puesto que el territorio continental prácticamente no recibió ningún ataque, pero en cambio sí que lo sufrieron los barcos situados en sus aguas territoriales.
Los alemanes advirtieron inmediatamente que se abrían prometedoras posibilidades para llevar la guerra submarina a las costas norteamericanas. Una gran cantidad de barcos de todo tipo navegaban sin ninguna protección, surcando las rutas costeras que iban desde el río San Lorenzo a Nueva York, y de ahí hasta Florida. Los buques de bandera estadounidense se desplazaban también por el golfo de México o por la zona de las islas Bahamas o Cuba. No existía ningún sistema de protección y, aunque hubieran querido formar convoyes, la Marina norteamericana no contaba con los barcos suficientes porque la reducida flota de que disponía se encontraba luchando en el Pacífico.
Por lo tanto, esos cientos de barcos indefensos suponían una apetitosa tentación para los submarinos alemanes, que no tardaron en convertirlos en objetivo de sus torpedos. Desde enero de 1942 hasta julio de ese mismo año, los U-Boote lograrían hundir trescientos sesenta buques mercantes.
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Los norteamericanos encontraron una solución a este grave problema estableciendo una ruta protegida que seguía toda la costa, pasaba entre Cuba y Haití, y seguía hasta América del Sur. Aunque el número de hundimientos se redujo, los submarinos nazis continuaban con su tarea, hostigando esos convoyes y atacando los barcos estadounidenses en nuevos territorios de caza, como las costas brasileñas o las rutas hacia África.
Lo que no sabían los germanos era que un futuro Premio Nobel de Literatura también estaba decidido a impedir las incursiones de los submarinos nazis. Y no lo hacía mediante el uso de la palabra escrita, como otros, sino por la vía directa. El siempre polémico y sorprendente Hemingway había decidido acabar con la amenaza submarina desde su finca próxima a La Habana. Para ello compró el
Pilar
, un barquito de pesca, y lo armó con ametralladoras y bombas de fabricación casera. Acompañado de una estrafalaria tripulación, se dedicó a buscar submarinos alemanes a los que lanzar sus rudimentarias cargas de profundidad.
Sin embargo, la aportación del audaz escritor en el desenlace de la guerra marítima quedará para siempre en el terreno de la especulación; con lo que Hemingway no contaba era con la resistencia del maltrecho motor del
Pilar
, que acabó reventando durante una de estas patrullas.
Por toda la isla corrió la voz de las aventuras bélicas de Hemingway y sus compinches, hasta llegar a oídos del embajador norteamericano en La Habana, Spruille Brader, que decidió ponerles fin. Para ello llamó al escritor a capítulo y le exhortó gravemente «a que dejara la lucha para los expertos».
Hemingway se enojó, pero no tuvo más remedio que hacer caso al diplomático y abandonar estos intentos personales de ganar la guerra, aunque continuó en sus trece de estar en primera línea de fuego, por lo que se incorporaría más tarde como periodista al desembarco de Normandía.
Esta lucha antisubmarina no fue el único intento del incorregible escritor por participar activamente en la guerra. Desde el escaso margen de acción que le proporcionaba su residencia en Cuba, organizó una red de espionaje con la colaboración de varios amigos de reputación más que dudosa. El carácter de esta pandilla queda ya retratado en el nombre con el que el mismo Hemingway la calificó:
Crooks Factory
, algo así como la «fábrica de maleantes».
Muy a su pesar, la intervención de Hemingway en la guerra no pasó de este capítulo anecdótico. Las razones que le llevaron a esta curiosa iniciativa individual pueden buscarse en su patriotismo o en las ansias de aventura, pero quizá pudo haber otro aliciente: un pescador apasionado como él, acostumbrado a luchar contra todas las adversidades para capturar la pieza más grande, seguro que soñó con pescar el trofeo definitivo, el que despertaría la envidia y la admiración de todos, un pez tan enorme como el descrito en su célebre novela
El viejo y el mar
. Y, claro, ¡qué mayor trofeo para mostrar a los amigos que un submarino alemán!
¿Rommel, arqueólogo?
El mítico mariscal de campo alemán Erwin Rommel (1891-1944) disfrutó de una excelente imagen, no solo entre sus compatriotas, sino incluso entre sus enemigos. Su inteligencia y sus buenos modales, así como su caballerosidad en el campo de batalla, tal como vimos en el capítulo dedicado a la guerra en el norte de África, lograron que todos lo admiraran. Curiosamente, la leyenda de Rommel no tuvo su origen en Alemania, posiblemente porque su relación con los jerarcas nazis era fría y distante, y en ocasiones de claro enfrentamiento, así que fueron sus propios enemigos los que se encargaron involuntariamente de crearla.
Tras haber vencido con facilidad a los italianos en África, los soldados británicos, que ya estaban acostumbrados al sofocante calor, a la falta de agua y las innumerables penalidades de la vida en el desierto, fueron incapaces de comprender cómo el Afrika Korps, formado por hombres que jamás habían pisado antes un desierto, con material inadecuado, sin suficientes suministros y escaso combustible y conducidos por un oficial de edad madura, les habían ocasionado la mayor derrota de su historia en el continente africano.
Churchill se refirió a él como «gran general» en plena Cámara de los Comunes, lo cual indignó a los presentes. Algunas voces se levantaron exclamando a gritos que, en el Ejército inglés, Rommel no hubiera pasado de cabo, ofendidos por las alabanzas a un militar enemigo. No entendían cómo se podía elogiar públicamente al integrante de un Ejército que la propaganda de guerra aliada presentaba como una simple horda de bárbaros.
Los propios ingleses lo bautizaron con el apodo con el que pasaría a la historia: el Zorro del Desierto. El simple hecho de saber que Rommel estaba cerca ya provocaba el nerviosismo y la desmoralización de las tropas británicas, hasta tal punto que el Alto Mando emitió una orden en la que se prohibía nombrarlo, conminando a referirse siempre a «los alemanes», «el Eje», «los enemigos» o cualquier otro circunloquio con tal de evitar pronunciar su nombre. Durante la guerra, en ocasiones, la fama de Rommel llegó a limites increíbles; por ejemplo, el general Patton, que como veremos más adelante creía en la reencarnación, estaba convencido de que el enfrentamiento entre Rommel y él venía librándose desde hacía siglos y que esa ocasión sería la batalla definitiva.
Sin embargo, eran los hombres a su mando los que le profesaban una admiración sin límites. Aunque estaba a punto de cumplir cincuenta años cuando comenzó la campaña africana, según un joven oficial alemán «Rommel tenía la fortaleza de un caballo. Nunca había visto a un hombre como él. No necesitaba comer ni beber ni dormir. Podía agotar a hombres veinte y treinta años más jóvenes que él. Era duro consigo mismo y con los demás».
Y tenía razón. Rommel era capaz de echar una cabezadita, sentado en un camión y, al instante, estar dispuesto a afrontar un día intenso de combates, como Napoleón. Si tenía previsto dormir toda la noche, no le importaba lo más mínimo que lo despertasen en cualquier momento: enseguida estaba despierto y despejado.
La comida no le preocupaba demasiado. Para una jornada en el desierto tenía suficiente con una lata de sardinas y un trozo de pan. Conocía perfectamente los trucos necesarios para vivir en el desierto; sabía que cuanto más agua se bebe, más sed se sufre. Así pues, cuando debía pasar un día fuera del campamento, llevaba consigo una petaca que contenía té con limón, de la que bebía de vez en cuando. En no pocas ocasiones regresaba sin haber probado ni una gota.
Siempre exigía que le sirviesen el mismo rancho que a la tropa, aunque este no era demasiado apetitoso. Ante las quejas de un oficial sobre la calidad de la comida, Rommel le contestó: «¿Se cree usted que a mí me sabe mejor?». Las provisiones de alimentos para el Afrika Korps constaban casi exclusivamente de pan negro y carne italiana enlatada. El único lujo que Rommel se permitía era un vaso de vino en la cena.
El idolatrado mariscal sabía ser flexible en los aspectos más accesorios, como, por ejemplo, permitir a sus hombres vestir como quisieran, prescindiendo del caluroso casco de acero (que fue prácticamente desechado desde el primer día) y de los pantalones largos. Pero, por otro lado, era muy exigente con el cumplimiento del deber. Se levantaba antes de las seis de la mañana, y media hora más tarde ya estaba haciendo una ronda de inspección, visitando las distintas posiciones.
En ocasiones, cuando se presentaba de improviso en un campamento, sorprendía al oficial al mando todavía en la cama. Una vez, al comprobar que eran ya las siete de la mañana y el oficial responsable salía de su tienda semidesnudo y con cara de haberse acabado de despertar, le dijo: «¡Maldito gandul! ¿A qué estaba esperando, que viniera yo a servirle el desayuno?».
Su carácter osado le solía llevar a ser imprudente; le gustaba adentrarse en tierra de nadie, bordeando las posiciones británicas e incluso penetrando directamente en ellas. En una ocasión, conduciendo un automóvil inglés capturado al que tenía mucho aprecio y que llamaba
Mamut
, quedó rodeado de alambradas que señalaban campos de minas. Y no sabía cómo salir. Como anochecía, decidió esperar el nuevo día allí mismo, en territorio enemigo, corriendo el riesgo de que los soldados británicos que patrullaban por los alrededores le descubrieran. Al amanecer logró dar con el camino de vuelta a las posiciones alemanas.
En otra ocasión, durante un viaje de reconocimiento por la línea del frente en su vehículo, vio en la lejanía unas tiendas de campaña. Se acercó a pie y entró en una de ellas, creyendo que era una posición avanzada de su propio ejército. En el interior había soldados alemanes heridos, que lo reconocieron inmediatamente; pero cual no sería su sorpresa cuando comprobó que se trataba ¡de un hospital de primeros auxilios británico!
Con toda tranquilidad y manteniendo la calma para evitar que lo descubrieran, se dirigió con paso firme a su vehículo y se marchó de allí a toda velocidad. Para cuando los guardianes reaccionaron, el Zorro del Desierto ya se había esfumado.
Estas anécdotas circulaban de boca en boca, no solo entre los alemanes, sino también entre los soldados británicos. Cuando el ministro de Propaganda, Joseph Goebbels, se dio cuenta de las proporciones míticas que el personaje de Rommel estaba alcanzando, decidió iniciar una campaña para exaltar su figura, pese a las malas relaciones del general con los dirigentes nazis. Para ello se proclamaron a los cuatro vientos las virtudes reales de aquel prestigioso militar, que eran muchas, pero también otras que eran exageradas aunque útiles para construir la figura pública.
El esfuerzo de los medios de propaganda para presentar a Rommel como un militar interesado por la cultura clásica daría lugar a la siguiente anécdota. Como muestra gráfica de este interés, se dio una especial difusión a una fotografía en la que Rommel aparecía examinando con atención una pieza de cerámica romana, acabada de desenterrar por sus soldados en un yacimiento arqueológico. Esa instantánea demostraba que Rommel sabía conjugar la dirección de sus tropas con la salvaguarda de la cultura clásica, en una imagen que remitía a las campañas militares de la Antigüedad.
A partir de ahí, la opinión pública, tanto la alemana como la de los países aliados, tuvo el convencimiento de que Rommel se dedicaba, entre batalla y batalla, a estudiar a los clásicos y que empleaba sus ratos de ocio en excavar en busca de ruinas romanas, convertido en un entusiasta arqueólogo.
Lo que no sabían los que contemplaban la fotografía es que la imagen que había captado el objetivo no se correspondía en absoluto con la realidad. Uno de los soldados del Afrika Korps presentes en ese momento contó unos años más tarde lo que allí ocurrió. Aseguró que él y otros soldados se encontraban en una zona de cierto interés arqueológico escarbando en la arena para pasar el rato y desenterraron algunas piezas de cerámica. Rommel, intrigado, se acercó para comprobar con qué se estaban entreteniendo aquellos soldados y, mirando los fragmentos, les dijo con displicencia: «¿Para qué demonios quieren estas antiguallas?». (Es de suponer que emplearía un lenguaje más cuartelero.) La fotografía resultante, en cambio, daba de él una imagen bien distinta, sin duda más favorable para el prestigio del Zorro del Desierto.
De todos modos, Rommel prefería recordar otra anécdota que le sucedió durante la campaña de Francia, en junio de 1940. Cuando sus blindados iban avanzando a toda velocidad por territorio francés, en ocasiones rebasaban a los soldados aliados en retirada. En uno de estos avances, detuvo a una columna británica e inspeccionó lo que transportaban en sus camiones. Y los soldados alemanes se llevaron una buena sorpresa: lo que había allí dentro era ¡una gran cantidad de palos de golf y raquetas de tenis!
Un curioso regalo para Von Ribbentrop
En 1943, con ocasión del quincuagésimo cumpleaños del ministro de Asuntos Exteriores del Reich, Joachim von Ribbentrop,
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sus colaboradores más cercanos decidieron hacerle un regalo digno de tal celebración.
La labor diplomática de Von Ribbentrop había sido decisiva para los primeros éxitos alemanes en la guerra. Fue el principal impulsor del Pacto de Múnich, firmado el 30 de septiembre de 1938, por el que Alemania obtuvo la región checa de los Sudetes sin tener que disparar un solo tiro, gracias a la ingenuidad y la cobardía de los gobiernos de Gran Bretaña y Francia. El resto de Checoslovaquia caería seis meses más tarde. Von Ribbentrop también conseguiría apuntarse un gran éxito: la complicidad de la Unión Soviética para repartirse Polonia, mediante el pacto nazi-soviético firmado el 23 de agosto de 1939 en Moscú.
Por lo tanto, teniendo en cuenta el brillante historial del diplomático, sus colaboradores llegaron a la conclusión de que el regalo más adecuado no podía ser otro que la recopilación de todos los acuerdos internacionales rubricados por el homenajeado. Para ello consiguieron una lujosa caja adornada con piedras semipreciosas y colocaron cuidadosamente en su interior una copia de cada uno de los importantes tratados firmados por Ribbentrop en representación de la Alemania nazi.
Unos días más tarde, en una cena informal en la que estaba presente Hitler, se habló distendidamente sobre el regalo del ministro. Durante la conversación, un diplomático llamado Hewl, estrecho colaborador de Ribbentrop, aseguró: «No fue nada fácil llenar la maldita caja, pues nos dimos cuenta de que quedaban muy pocos tratados que no hubiésemos violado ya…».
El Führer celebró esta cáustica observación con una estruendosa carcajada.
Finalmente, Von Ribbentrop recibiría su cínico obsequio, pero no le quedarían muchos años para poder enseñárselo a sus amistades. Una vez terminada la guerra, los Aliados lo arrestaron, en Hamburgo, el 14 de junio de 1945. Como vimos en el capítulo dedicado a Núremberg, Von Ribbentrop sería el primero en subir al patíbulo en aquella madrugada del 16 de octubre de 1946.
El famoso «Volveré» de MacArthur
Una de las frases más conocidas de la Segunda Guerra Mundial es la ya inmortal «Volveré» del general Douglas MacArthur (1880-1964), una expresión que incluso ha pasado al lenguaje popular. Con esta rotunda e inequívoca afirmación, el general norteamericano adquirió su compromiso de regresar a Filipinas tras la invasión japonesa. Suele decirse aquello de «volveré, como dijo MacArthur» cuando se quiere expresar la pérdida de cierta posición por una causa mayor, pero cuando, a la vez, existe el convencimiento firme de que se retomará en cuanto las condiciones dejen de ser tan adversas.
MacArthur, natural de Arkansas, parece haber nacido para la guerra. Hijo de un general, se graduó en la academia militar de West Point en 1903, a donde regresaría más tarde como director. Participó en las dos guerras mundiales y en la de Corea. Inmensamente vanidoso y víctima de delirios de grandeza, estaba convencido de que su familia, de origen escocés, descendía, ni más ni menos, que del mítico rey Arturo.
Su vida estuvo siempre ligada a Filipinas. Recién salido de la academia militar, lo destinaron allí, de donde salió para marchar a Washington una vez le nombraron teniente. Al llegar a la capital, se convirtió en ayudante de campo del presidente Theodore Roosevelt. En 1935, lo enviaron de nuevo a Filipinas como jefe de la misión norteamericana, lo que, de hecho, le convertía en el hombre fuerte del país asiático, pues, pese a tener un gobierno local propio, en la práctica era una colonia bajo control militar de Estados Unidos. En 1937 se retiró del Ejército y abandonó las islas, pero nuevamente lo enviaron a Filipinas en junio de 1941, cuando se preveía que estallase un conflicto con Japón.
En diciembre de 1941, recién iniciada la guerra en el Pacífico con el ataque a la base de Pearl Harbor, los japoneses invadieron el archipiélago filipino, que entonces se encontraba aún bajo control norteamericano y con MacArthur al frente.
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El presidente formal de Filipinas, Manuel Quezón, huyó a Estados Unidos.
El ejército autóctono, junto a las tropas norteamericanas, no pudo hacer frente a la ofensiva japonesa y acabó replegándose en la isla-fortaleza Corregidor, situada en la bahía en la que se encuentra Manila. Finalmente, se decidió poner a salvo a MacArthur y a su familia, sacándolos de aquella ratonera. El 6 de mayo, las tropas que habían decidido quedarse no tuvieron otra opción que rendirse. Una vez acabada la guerra, esa isla se convertiría en una especie de santuario nacional; los restos del cuartel general se conservaron como una suerte de reliquia histórica.
Tras esta claudicación norteamericana ante la sangrienta invasión japonesa, MacArthur lanzó su firme promesa: «Volveré». Esta misma frase, dicha por otro general en cualquier otra situación, habría sido recibida seguramente con escepticismo, pero en este caso fue todo lo contrario. Los filipinos conocían a MacArthur desde hacía casi cuarenta años y estaban seguros de que, cuando hacía una promesa, la cumplía costase lo que costase.
Sin embargo, la idea de potenciar esta frase como si de un eslogan publicitario se tratase no surgió del propio general. La genial idea salió de la cabeza del coronel Courtney Whitney, ayudante del general en Australia. Ante el incremento de la propaganda japonesa en Filipinas, destinada a socavar la resistencia a la hegemonía nipona, a Whitney, en agosto de 1943, se le ocurrió contraatacar con una campaña publicitaria para dar apoyo moral a la población filipina ante la durísima prueba que estaba pasando bajo la ocupación japonesa.
Así pues, le preguntó a MacArthur si le daba permiso para utilizar esa expresión como eje central de la campaña. El carismático general le dijo que era una elección muy acertada porque, como dijo textualmente, «es verdad que volveré». Una vez que MacArthur aceptó, se inició la fabricación en serie de todo tipo de objetos con la frase «
I shall return
» («Volveré»), acompañada de la imagen del general; en cierto modo, se adelantó al
merchandising
que suele acompañar hoy en día, por ejemplo, a películas, artistas o equipos deportivos. Así, se confeccionaron revistas, panfletos, cajas de cerillas, insignias e incluso paquetes de tabaco.
Todos estos objetos llegaban a las playas filipinas en submarinos; entonces, miembros de la guerrilla local los recogían con entusiasmo. A partir de aquí se iban extendiendo de mano en mano por toda la isla, sin que los japoneses pudieran impedirlo. El coronel Whitney quería alentar a la población para que no hincara la rodilla ante el invasor y, aunque fuera mediante esos inofensivos objetos, a buena fe que lo consiguió.
Por su parte, los japoneses castigaban con dureza a todos los filipinos a los que encontraban con artículos con la efigie del general, pero era inútil. Al comprobar la fe casi religiosa que despertaba MacArthur en el pueblo filipino, poco a poco los japoneses se iban dando cuenta de que sería inevitable el providencial regreso del carismático general.
El 20 de octubre de 1944, MacArthur puso por fin el pie en la isla de Leyte, dando inicio a la ansiada liberación de las Filipinas. Cuando los soldados norteamericanos iban entrando en los pueblos y las aldeas, los habitantes los recibían alborozados, mostrando en alto los paquetes de tabaco, las cajas de cerillas y las insignias con el rostro de su libertador. El 9 de enero de 1945, los norteamericanos entraron en Manila con MacArthur al frente; en febrero, se estableció en Filipinas un gobierno constitucional. El general había vuelto; la promesa había sido cumplida.
Pero este no sería el último momento de gloria del carismático militar norteamericano. En su calidad de comandante supremo de las fuerzas aliadas en el Pacífico, suyo sería el honor de ser el principal signatario de la aceptación de la rendición incondicional de Japón, el 2 de septiembre de 1945.
El «resbalón» de Roosevelt
El presidente de Estados Unidos, Franklin Delano Roosevelt (1882-1945), y el primer ministro británico, Winston Churchill, se reunieron el 13 de enero de 1943 en la ciudad marroquí de Casablanca para decidir y coordinar las operaciones militares que tenían previsto llevar a cabo para derrotar a las potencias del Eje. A la reunión también asistirían los generales Charles de Gaulle y Henri Giraud en representación de la Francia Libre.
En esos momentos, Hitler dominaba la mayor parte de Europa y, aunque los mejores días para él y sus aliados ya habían pasado, se preveía que el asalto al continente iba a ser muy duro, tal como demostraban las feroces batallas que se estaban dirimiendo en el frente oriental, y que el coste en vidas y en material iba a ser enorme.
Los norteamericanos eran partidarios de abrir el segundo frente mediante un desembarco en la costa norte francesa, atravesando el canal de la Mancha, mientras que los británicos preferían que se desembarcase en Grecia para cortar así el avance de los soviéticos por Europa Oriental, en una visionaria apuesta estratégica de Churchill que ya preveía con antelación los problemas que ocasionaría el control de los países del este por parte de Stalin. No obstante, el dictador soviético protestó airadamente ante esta posibilidad, por lo que los británicos, para no contrariar a su poderoso aliado, decidieron apostar preferentemente por un desembarco en la isla de Sicilia.
Tras cuatro días de intensas reuniones en el hotel Anfa de la ciudad marroquí, ambas delegaciones dieron por terminadas las conversaciones sin haber llegado a un acuerdo concreto sobre el modo de continuar la guerra. Sin embargo, en la conferencia de prensa posterior, Roosevelt dijo: «El primer ministro británico y yo hemos acordado que no aceptaremos más que la rendición incondicional de Alemania, Italia y Japón».
Churchill, que en ese momento estaba fumándose un gran puro, debió de atragantarse con el humo ante esa afirmación, puesto que durante las reuniones en ningún momento se habló acerca de una «rendición incondicional». El veterano político inglés sabía que esa declaración era contraproducente, al no dejar a Alemania otra alternativa que luchar desesperadamente hasta el fin, lo cual podía provocar quizás un innecesario alargamiento de la guerra que iba a resultar muy costoso para ambos bandos. Los consejeros militares de Churchill coincidieron con él en este análisis e interpretaron la declaración de Roosevelt como un auténtico «resbalón».
Sin embargo, para no contradecir públicamente al presidente norteamericano y no debilitar así la coalición, Churchill declararía posteriormente que la exigencia de la «rendición incondicional» había sido acordada por las dos delegaciones.
La duda que quedó en el aire es si el error de Roosevelt fue involuntario o provocado, es decir, que cabe la posibilidad de que se tratase de una estratagema del líder norteamericano para garantizar que su aliado no consideraría la posibilidad de llegar a un armisticio con Alemania. Roosevelt sabía que Churchill recelaba mucho del régimen totalitario de Stalin; el líder británico no descartaba un futuro acercamiento a Alemania, si Hitler era apartado del poder y le sustituía un gobierno proclive al entendimiento, para hacer frente común a la amenaza procedente de la Unión Soviética.
Así que, por el bien de la coalición y para asegurarse la unidad de las tres potencias, cortando de raíz cualquier posibilidad de un acuerdo con Alemania, era necesario ese compromiso formal para luchar hasta la victoria final, una resolución que Roosevelt consiguió, aunque fuera de ese modo tan peculiar.
«¡No le suban la botella de leche!»
El líder de la Francia libre, el general Charles de Gaulle (1890-1970), poseía una fuerte personalidad, lo que le ocasionaba no pocos problemas. Los que lo conocían admiraban su tenacidad, a prueba de todo tipo de dificultades, pero también reconocían que pecaba de un exceso de egocentrismo, aderezado con grandes dosis de arrogancia.
Sus delirios de grandeza se hicieron patentes ya en la academia militar de Saint Cyr, donde ingresó a los veinte años. Pese a sus innegables aptitudes para el mando, no consiguió ser más que el número trece de su promoción. Según afirmó años más tarde uno de sus profesores, no le otorgaron mejores calificaciones porque «tan solo hubiera podido satisfacerle que lo hubiéramos nombrado generalísimo allí mismo».
Dejando de lado su presuntuosa personalidad, hay que reconocerle la enorme valentía demostrada durante la Primera Guerra Mundial. Resultó herido en tres ocasiones e incluso en una de ellas se le dio por muerto; en realidad, estaba herido, aunque cayó en poder de los alemanes. Pero el prisionero De Gaulle no tenía un espíritu acomodaticio e intentó fugarse varias veces disfrazado de soldado alemán, aunque en todas las ocasiones lo pillaron. Acabada la guerra, se trasladó a Polonia para luchar contra los bolcheviques, encuadrado en el cuerpo expedicionario francés.
Durante el periodo de entreguerras, De Gaulle fue partidario de los modernos métodos de combate, como era el empleo de unidades motorizadas para conseguir una mayor movilidad. Sin embargo, no se tuvieron en cuenta sus opiniones y se apostó por las grandes estructuras defensivas, como la Línea Maginot.
Cuando Francia fue derrotada por una Werhmacht que empleó precisamente esos innovadores métodos que él había defendido, De Gaulle, que entonces era ya coronel, experimentó una profunda rabia, lamentando que el Ejército de su país se hubiera quedado estancado en las tácticas de la Gran Guerra. En esos trágicos momentos para su país, De Gaulle no pensó nunca en rendirse y decidió escapar a Londres. Desde allí, el 8 de junio de 1940, dirigió a través de las antenas de la BBC una proclama al pueblo francés, en la que repitió una y otra vez: «¡Francia no está sola!». Invitó a sus compatriotas a unirse a la lucha por la liberación, pero no obtuvo más que indiferencia, debido a que en esos momentos De Gaulle era prácticamente un desconocido.
Tras la ocupación alemana de Francia, la representación legal del Estado francés correspondía al gobierno de Vichy, presidido por el mariscal Philippe Pétain. Sin embargo, De Gaulle, desde Londres, se arrogaba la representación de su país, pues consideraba que Vichy no tenía ninguna legitimidad, al ser un régimen instaurado en connivencia con los ocupantes extranjeros. Aunque a De Gaulle le asistía la razón, en la práctica solo unos pocos colaboradores le reconocían como símbolo de la Resistencia; además, de todos modos, no contaba con tropas que pudieran ponerse a sus órdenes.
Durante esa época de lucha solitaria e incomprendida, De Gaulle disponía tan solo de unas reducidas dependencias en un edificio oficial de Londres, que el gobierno británico le había cedido. Pese a contar con tan escasos medios, el líder francés hacía gala de una gran arrogancia y pretendía que Churchill le diera el tratamiento propio de un gobernante en el exilio. El primer ministro británico, por su parte, no estaba dispuesto a rendirle pleitesía y continuamente le recordaba la situación precaria en la que se encontraba, cosa que encolerizaba aún más a De Gaulle.
Tanto Churchill como Roosevelt coincidían en el diagnóstico: De Gaulle era simplemente un «niño problemático». El líder norteamericano tendría ocasión de comprobarlo en persona durante la referida Conferencia de Casablanca, en enero de 1943. En este encuentro, Roosevelt se quedó atónito ante el desmesurado ego del militar francés, que no tuvo reparos en afirmar rotundamente: «Yo soy Juana de Arco. Yo soy Clemenceau», para dejar bien claro que él representaba la esencia del espíritu de Francia.
Sobre esta conocida anécdota circulan varias versiones, debido a que cada periódico de la época la explicó de forma diferente. Según algunos, Roosevelt se tomó ligeramente a broma la frase de De Gaulle; le preguntó cuál de los dos personajes era en realidad, pues no podía ser los dos a la vez. Al parecer, el francés respondió pomposamente: «Yo soy ambos». Ante esta respuesta, Roosevelt insistió con cierta sorna en que debía aclarar su mente: no era posible que en su interior encerrase ambas personalidades.
Parece ser que a De Gaulle, tan susceptible, no le hizo ninguna gracia que se hiciera público este episodio; aseguró que no volvería a reunirse nunca más con el político norteamericano, por su indiscreción.
Churchill no soportaba el tono altanero del francés y sus continuas reivindicaciones; de hecho, estuvo a punto de ordenar que lo expulsasen de territorio británico, y más tarde creyó que sería suficiente con nombrarle gobernador de Madagascar o de algún otro lugar exótico. Aunque no llegó a tomar una medida tan drástica, se estudiaron seriamente varios planes para librarse de la incómoda presencia del militar francés sin necesidad de enviarlo a otras latitudes. Churchill no entendía cómo era posible que aquel individuo, que no representaba prácticamente a nadie, se dedicase a sacarle de sus casillas en lugar de agradecerle la hospitalidad que le ofrecía el gobierno británico.
En una ocasión, la tirantez entre ambos líderes fue ya tan insostenible que Churchill, recurriendo a su peculiar sentido del humor, afirmó a un íntimo colaborador: «Tengo un plan. A partir de ahora, no le suban la botella de leche, inutilicen el ascensor y ya verá como la Francia Libre nos presenta la rendición en menos de una semana…».
Garbo, el catalán que engañó a Hitler
De entre las historias de espías de la Segunda Guerra Mundial, una de las más asombrosas, y que tuvo mayor trascendencia en el resultado final de la contienda, fue la que protagonizó un barcelonés llamado Juan Pujol. Sin embargo, durante muchos años, aparecieron datos contradictorios sobre la auténtica personalidad de este gran espía, lo que llevó a tenerlo casi como una figura legendaria. El motivo era que Pujol desapareció misteriosamente en cuanto acabó la guerra y que los británicos consideraron como alto secreto todo lo relacionado con este caso.
El primer interrogante hacía referencia a su auténtico nombre y origen. Según algunos autores, ya en la década de los setenta, detrás de la máscara del mítico agente se ocultaba un joven vasco llamado Jorge Antonio. Pero la pista más cercana a la realidad era la que apuntaba a un tal Juan García, pues ese era el segundo apellido de Pujol, que él utilizó como primer apellido durante su estancia en Gran Bretaña.
El nombre en clave con el que se le conocía tampoco estaba claro; algunos aseguraban que era Cato o Rufus, pero la mayoría optaba por la opción correcta, es decir, que los alemanes le asignaron el nombre de Arabel, mientras que los ingleses le llamaban Garbo, inspirándose en el nombre de la popular actriz Greta Garbo.
Sin embargo, el mayor enigma era saber cómo se las ingenió Pujol para ganarse y mantener plenamente la confianza de los alemanes (sin que los nazis descubrieran en ningún momento su doble juego), cuando, en realidad, estaba trabajando para los Aliados. Se convirtió en un caso único en toda la Segunda Guerra Mundial: fue la única persona condecorada por los dos bandos, en reconocimiento a un mismo trabajo.
Se pueden encontrar casos en los que un espía doble recibe felicitaciones de los dos bandos de una guerra. Pero lo que hace especial el caso de Garbo es que su actuación como agente doble fue en toda ocasión favorable a la causa aliada. Hitler nunca sabría que estaba siendo engañado y apreció enormemente el trabajo de Arabel; para reconocer su trabajo desinteresado en favor del Reich, en 1944 se le concedió la Cruz de Hierro de segunda clase. Por su parte, los ingleses le condecorarían ese mismo año con la Cruz de Miembro de la Orden del Imperio Británico, aunque estos sí que tendrían motivos para recompensarle.
La respuesta a todos los enigmas que rodeaban la figura de Garbo la proporcionó el propio Juan Pujol en 1984, cuando el historiador inglés Nigel West dio con él. Desde 1972, West había intentado descubrir a aquel escurridizo personaje, sin obtener ningún resultado. Pero, en 1981, un exagente del MI5 le reveló el auténtico nombre. Y entonces West pudo dar con Juan Pujol, que por entonces residía en Venezuela.
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Juan Pujol nació en Barcelona el 14 de febrero de 1912, hijo de un industrial catalán y de madre murciana. Su familia nunca se decantó políticamente, pero defendía los valores tradicionales y no veía con simpatía los movimientos revolucionarios que tenían lugar en la ciudad condal. Al estallar la Guerra Civil, Pujol se ocultó para no tener que combatir en el ejército republicano, aunque al final logró hacerse con documentación falsa que le eximía del servicio.
Pujol estuvo trabajando en una granja avícola, pero su deseo era pasar a la zona nacional. La única solución era alistarse en las tropas de la República para intentar saltar a las trincheras contrarias, lo que consiguió mientras combatía en la batalla del Ebro. Aunque acabó en el ejército de Franco, procuró mantenerse siempre en la retaguardia y utilizó algunas influencias para que no le enviaran al frente. Pujol, en el fondo, se sentía apolítico y estaba orgulloso de no haber llegado a disparar en toda la guerra.
Esta actitud un tanto sorprendente tiene su continuación una vez iniciada la Segunda Guerra Mundial. Pese a su adscripción al bando nacional, Pujol dirige inmediatamente sus simpatías hacia los Aliados en lugar de al Eje, lo que le decide a ponerse a disposición de los británicos. Para ello se dirige en septiembre de 1940 a la embajada del Reino Unido en Madrid. No le hacen ni caso, pero Pujol no se desanima y se dispone a demostrar sus aptitudes trabajando para el servicio de espionaje alemán como agente doble. Piensa que si consigue infiltrarse entre los agentes nazis, los británicos reconsiderarán su decisión.
La embajada germana acepta su propuesta y le facilitan la información y los elementos para su misión. Le explican cómo enviar mensajes, le indican cómo ensamblar una emisora de radio con piezas sueltas y le entregan tinta invisible, un libro de códigos y una cámara fotográfica especial capaz de convertir un documento en un micropunto.
Los alemanes le dan un nombre en clave: Arabel. Pujol se traslada a Lisboa, desde donde ha de continuar la misión encomendada emprendiendo viaje a Inglaterra. Pero en la capital portuguesa los alemanes pierden su rastro; suponen erróneamente que ya ha embarcado hacia la islas británicas. En realidad, Garbo está escondido en Lisboa, enviando información falsa a la embajada alemana en Madrid, donde están convencidos de que ya se encuentra en su lugar de destino.
Durante unos meses, Garbo remite a los alemanes detalladas descripciones de su vida en Inglaterra, gracias simplemente a unas guías de viaje, mientras que les proporciona informaciones sobre falsos convoyes de barcos aliados. El movimiento de los submarinos tras estas imaginarias escuadras es el que pone a los agentes ingleses en Lisboa sobre la pista de que hay alguien que está engañando a los alemanes. En ese momento, Garbo se da a conocer y les demuestra que ha conseguido infiltrarse con éxito en los servicios secretos nazis.
Sorprendidos por la eficacia del joven español, lo envían a Gran Bretaña, dispuestos a aprovechar sus grandes cualidades; antes pasó por Gibraltar, donde lo colman de atenciones. Sus dotes como actor, tras lograr engañar de ese modo a los alemanes, le hacen merecedor de su otro nombre en clave: Garbo. Eso sí, en primer lugar, lo bautizaron como Bovril, la marca de un popular concentrado de carne. El 17 de junio de 1940 llega a Liverpool, donde entra por méritos propios a engrosar la plantilla de los servicios de inteligencia británicos.
Durante un año, comunicándose con un aparato de radio, Garbo se dedicó a ganarse la confianza de los alemanes. Se forja un prestigio que luego sería vital para que sus informaciones resultaran completamente creíbles. Para dar veracidad a su trabajo, formó una imaginaria red de espías, que eran los que le proporcionarían los datos que luego él se encargaría de transmitir a la embajada alemana en Madrid. La ventaja de que estos espías no fueran reales era que Garbo podía «matarlos» cuando fuera conveniente y sin cargo de conciencia alguno.
En una ocasión, los alemanes se sorprendieron de que el agente que supuestamente vivía en Liverpool, según su prolífica imaginación, no hubiera informado de un importante tráfico de buques de guerra en la ciudad, y del que se habían enterado por otros medios. Garbo se hizo el sorprendido y pidió tiempo para intentar contactar con ese agente y averiguar lo sucedido. Unos días más tarde, comunicó a los alemanes que el agente había muerto poco antes de la llegada de los barcos, víctima de una terrible dolencia que explicó sin evitar los detalles más macabros. Además, para alejar cualquier tipo de duda, la inteligencia británica se encargó de que apareciese una falsa esquela del agente en el periódico
Liverpool Daily Post
, que Garbo remitió a los alemanes.
Pujol mantuvo un imaginario romance con una empleada del Ministerio de la Guerra, que jamás existió, lo que justificaba ante los alemanes algunas de las valiosas informaciones que era capaz de conseguir. Además, ideó un grupo de galeses nacionalistas, llamados Freddy, Dick y Desmond, que estaban ansiosos por sacudirse el dominio inglés y que, por eso, deseaban una pronta victoria de Hitler. Los tres galeses contaban con la ayuda de un hindú aficionado a la poesía, que también quería la independencia de su país. A su inexistente red de espías se fueron uniendo nacionalistas irlandeses y escoceses, además de un marino mercante muy eficiente llamado, simplemente, «18», que recibió las felicitaciones del servicio secreto alemán.
Las informaciones de estos colaboradores las confeccionaban agentes de la inteligencia británica, quienes estudiaban las zonas en las que se suponía que residían los agentes y elaboraban informes que contenían lo que resultaba de mayor interés para un espía. Esos datos verídicos los modificaban en virtud de lo que se pretendía que los alemanes creyesen, y esa era la información que finalmente recibían.
En 1944, Garbo y su imaginario equipo ya gozaban de una merecida reputación en Berlín; por tanto, había llegado el momento de utilizar ese prestigio para facilitar a los Aliados información sobre las próximas operaciones militares, que serían decisivas para el resultado de la guerra. En primer lugar, se intentó que los alemanes pensasen que la proyectada invasión de la costa francesa no iba a tener lugar en verano de ese año. No obstante, la concentración de tropas en el sur de Inglaterra inducía a pensar lo contrario. Garbo afirmaba que aquello era simplemente un ensayo, ante el escepticismo germano. Finalmente, los británicos se dieron cuenta de que era inútil ocultar la inminencia de la invasión.
Descartada la opción del supuesto aplazamiento, los ingleses decidieron que Garbo enviase mensajes que hiciesen pensar a los alemanes que las operaciones se llevarían a cabo en la costa de Noruega. Para darles veracidad, se combinarían con informaciones complementarias de otros agentes. Para confirmar que el objetivo era Escandinavia, desplazó a uno de sus inexistentes agentes (en esta ocasión un venezolano) a Escocia para confirmar que, efectivamente, todo estaba preparado para lanzar las lanchas de desembarco hacia la costa noruega. Era la Operación Fortitude North.
Sin embargo, este plan tenía una segunda parte, aún más importante. Se llamaba Fortitude South: había que hacer creer a los alemanes que el desembarco en Normandía era secundario y que la operación principal era la de Calais, donde el canal de la Mancha era más estrecho. Si los alemanes caían en la trampa, al menos durante un par de días, los Aliados lo tendrían mucho más fácil para asentar sus cabezas de playa en Normandía, puesto que unos trescientos carros de combate germanos se quedarían clavados en Calais esperando una invasión que nunca llegaría. Así pues, Garbo puso a trabajar a sus agentes y comenzó a enviar a los alemanes noticias de concentraciones de tropas en el área de Dover, enfrente de Calais.
A un responsable de la inteligencia británica se le ocurrió entonces un plan tan genial como arriesgado, para hacer más grande aún la credibilidad de Garbo. Se trataba de que informase a los alemanes del momento y el lugar de la invasión (las seis y media de la mañana en las playas de Normandía), pero en un plazo de tiempo que hiciera imposible que el aviso llegase a las tropas situadas en las costas francesas. Aunque hubo quien calificó el plan de descabellado (casi una traición), la propuesta contó con la aprobación del comandante supremo de las fuerzas aliadas en Europa, el general Eisenhower. Si los alemanes se tragaban aquel anzuelo, sería más fácil que creyesen a Garbo cuando les asegurase que el desembarco decisivo era el de Calais.
Inicialmente, se pensó que aquel tiempo prudencial debía ser de dos horas. Pero un estudio del lento y laborioso proceso que iba a llevar la transmisión del mensaje permitió alargar este margen de seguridad sin correr riesgos, pues se consideró que la comunicación tenía que descodificarse en Madrid y reenviarse a Berlín. Allí se repetía el proceso, por lo que, cuando las órdenes hubieran llegado a Normandía, ya se habría superado ese lapso de tiempo.
De todos modos, esos cálculos se revelaron innecesarios, puesto que en la madrugada del 6 de junio no había nadie a la escucha en la embajada alemana en Madrid, pese a que Garbo les había prevenido para que hubiera un agente de guardia. El mensaje se envió a las tres de la madrugada y, a partir de ahí, cada cuarto de hora hasta las ocho de la mañana, momento en el que fue recibido. Al comprobar que el mensaje iba a llegar tarde a manos alemanas y que ya no se corría el peligro de romper el factor sorpresa de la invasión, que ya había comenzado, Garbo se permitió el lujo de incluir muchos detalles que no habría podido transmitir unas horas antes.
Los alemanes, cuando descifraron el mensaje, se desesperaron pensando que, si alguien hubiera estado allí para recibir la información de Garbo, podrían haberse enfrentado con éxito al desembarco; eso hizo aumentar aún más el prestigio del espía español. Pujol aprovechó la circunstancia para dar rienda suelta a sus dotes de actor. En sus mensajes posteriores, fingiría sentirse muy indignado por la ineptitud del personal de la embajada, explayándose hasta límites casi ofensivos en su descalificación de la red de espionaje germana.
Mientras tanto, las tropas aliadas consolidaron sus posiciones en Normandía. A tal cosa ayudó que Hitler se resistiese a retirar las cinco divisiones de infantería y las dos divisiones Panzer que esperaban en Calais un desembarco que nunca se produjo. Sin embargo, llegó el momento en que la presión de sus generales, especialmente la del mariscal Rommel, le hizo recapacitar: el 8 de junio accedió a enviar los efectivos a Normandía.
Ese fue el instante más decisivo para la suerte del cuerpo expedicionario aliado. Había que evitar como fuese que esas tropas que podían desequilibrar la balanza a favor de los alemanes en la crucial batalla del norte de Francia llegaran. Era el turno de Garbo y de su probada capacidad de persuasión: debía convencer a los alemanes, cuanto antes, de que la invasión por Calais era inminente.
Garbo, en una extensa comunicación, explicó que sus agentes galeses, Dick, Freddy y Desmond, acababan de llegar a Londres con información urgente. En el sudoeste de Inglaterra había una gran concentración de tropas y soldados de todo tipo, preparados para dar el salto al continente de un momento a otro. La embajada alemana en Madrid transmitió inmediatamente la noticia a Berlín. En la misma noche del 9 de junio, Hitler ordenó que las tropas que se dirigían a Normandía diesen la vuelta y regresasen a Calais.
Los Aliados respiraron tranquilos. El general británico Montgomery afirmaría más tarde que si aquellas columnas de tanques hubieran llegado a su destino, es probable que los soldados ingleses hubieran sido expulsados de las playas en las que habían desembarcado. Unas semanas más tarde, cuando ya era imposible mantener por más tiempo el engaño, Garbo informó a los alemanes de que el desembarco en Calais había sido cancelado.
El trabajo del espía español no se limitó a provocar la confusión alemana sobre la invasión aliada. También desempeñó un papel muy importante para disminuir los daños de las bombas volantes alemanas, las V-1 y las V-2. Apenas una semana después del desembarco de Normandía, el 13 de junio de 1944, las V-1 comenzaron a caer sobre suelo británico, mientras que las V-2 lo harían a partir del 8 de septiembre. Desde el primer momento, los alemanes pidieron a Garbo información precisa sobre el lugar en donde impactaban sus
Vergeltungswaffe
o «armas de represalia», para poder afinar la puntería.
Eso ponía a Pujol en una situación muy delicada. Si informaba de los impactos que habían acertado en el objetivo, los alemanes repetirían los disparos sobre el mismo punto. Pero si informaba de que habían caído en un lugar distinto al que lo habían hecho en realidad, podían comprobar por otras fuentes que Garbo estaba mintiendo.
La solución a este difícil dilema llegó de la mano de un ingenioso científico del ministerio del Aire. La idea era informar a los alemanes solo de los impactos auténticos en el norte de Londres, y asignar a estos disparos la hora de los que cayeron en la zona sur de la capital inglesa. Los alemanes concluirían que sus disparos pasaban de largo, por lo que reducirían el alcance de los proyectiles.
Así pues, Garbo siguió informando a los alemanes sobre los puntos de impacto, pero refiriéndose exclusivamente a los que caían más al norte, con lo que el centro de los ataques se iba desplazando al sur, tal como habían previsto. Este hecho provocó un debate ético en el gobierno británico, porque se estaba evitando que las bombas volantes cayesen sobre Londres, pero se estaban desviando los disparos hacia el sur, lo cual provocaba daños en los núcleos habitados de esas zonas.
Algunos políticos se preguntaron si era moralmente lícito sacrificar vidas humanas de los pueblos situados al sur de Londres para disminuir el número de víctimas en la capital. Al final, el Gabinete ordenó que las informaciones sirviesen solo para confundir a los alemanes y no para orientar sus disparos hacia una zona determinada.
De todos modos, estas tretas no podían ser eternas. Los alemanes hacían cada vez más preguntas a Garbo sobre los lugares de impacto de las bombas, y él ya no sabía qué decir. Para evitar más riesgos, un asesor norteamericano sugirió que Garbo desapareciese durante un tiempo. Alguien comentó en broma que eso era como mandarlo a la cárcel; enseguida, todos coincidieron en que esa era, sin duda, una razón convincente para que el espía dejase de transmitir. Así pues, decidieron, de común acuerdo, que Garbo pasaría (supuestamente) una temporada en prisión, por algún motivo nimio. Garbo cesó de golpe sus transmisiones.
Ante la repentina desaparición de su espía Arabel, los alemanes tuvieron que recurrir a una solución de urgencia para seguir disponiendo de datos sobre los daños que causaban las bombas volantes. Así pues, enviaron a Inglaterra a dos jóvenes voluntarios, miembros de las SS, para reemplazar al espía español. Cayeron en paracaídas sobre territorio inglés y enseguida los detuvieron. Ambos demostraron no tener convicciones muy profundas, ya que al verse atrapados prefirieron colaborar con sus captores. Al día siguiente, ya estaban transmitiendo los datos sobre los impactos de acuerdo con el criterio de los ingleses.
Una vez aclarado el panorama, Garbo salió de la imaginaria prisión y volvió a entrar en contacto con Berlín, explicando el motivo de su detención. Todo había pasado por su afán de recoger datos sobre los puntos de caída de las bombas; un policía creyó que era un espía, al verle escribir en una libreta ante el cráter dejado por una V-2, según la historia pergeñada para engañar a los alemanes. Garbo relató que gracias a la amante que tenía en el Ministerio de la Guerra pudo salir de la cárcel, y que había recibido por escrito las excusas de la policía, en una carta que remitió luego a los alemanes a través de Lisboa.
Tras este episodio, Pujol recibió con sorpresa la noticia de que le iban a condecorar con la Cruz de Hierro de segunda clase, concedida directamente por Hitler, «por servicios distinguidos y meritorios». Ante el regocijo de sus asesores británicos, Garbo pidió a los alemanes que encontrasen un modo de remitirle la condecoración, pero eso no fue posible. Curiosamente, el motivo eran los obstáculos burocráticos, pues la Cruz de Hierro solo podía entregarse a los combatientes, por lo que se contempló la posibilidad de alistar a Garbo en la División Azul para que pudiera lucirla.
La actividad de Garbo iba llegando a su final conforme las tropas aliadas cercaban Alemania. Mientras tanto, un nuevo asunto le permitiría retirarse durante un tiempo, además de sembrar dudas entre los alemanes. Un agente que trabajaba para la embajada germana en Madrid había acudido a un periodista inglés en Lisboa para hablarle de la red de espías nazis en Gran Bretaña, que él creía auténtica. Garbo se dirigió entonces a sus interlocutores alemanes para advertirles de que, según había podido saber a través de su contacto en el Ministerio de la Guerra, uno de sus agentes había informado a los británicos sobre la existencia de su red de espionaje. Pidió permiso para ocultarse mientras fuera necesario, en una granja que sus amigos galeses tenían en las montañas. Los alemanes dieron su visto bueno. Finalmente, el informante alemán se suicidaría, temiendo las represalias que iba a sufrir tras descubrirse su traición.
Garbo reapareció, pero sus informaciones ya no serían tan importantes, pues el Tercer Reich estaba cerca de sufrir la derrota definitiva. Avisó de que su red de agentes se estaba desintegrando, pues muchos de ellos estaban convencidos de que era inútil prolongar la guerra, por lo que decidían abandonar las labores de espionaje y regresar a sus ocupaciones habituales. Hasta el último día de la contienda, Garbo estuvo informando a los alemanes, que le dieron instrucciones para ponerse en contacto con agentes nazis cuando volviera a España.
Una vez finalizada la guerra, al espía español lo recompensaron con quince mil libras esterlinas por sus extraordinarios servicios a la causa aliada. Ya antes lo habían condecorado con la máxima distinción británica, pero esa ceremonia tuvo que realizarse en el más estricto secreto.
Garbo, acompañado de otros miembros del espionaje aliado, realizó una gira por Estados Unidos, en la que se entrevistó con Edgar Hoover, el director del FBI. Después, en solitario, recorrió Cuba, México y otros países sudamericanos, escogiendo finalmente Venezuela para instalarse de forma definitiva. Allí obtuvo un nuevo pasaporte español y se embarcó en un transatlántico con destino a Barcelona, para visitar a su familia.
Aunque parecía que Pujol ya se había retirado de su papel de espía, en Madrid no pudo resistir la tentación de ponerse en contacto con los exagentes alemanes que permanecían en España; se presentó como el auténtico Arabel y fue muy bien recibido, pues los alemanes no tenían conocimiento alguno de aquella monumental farsa. Los Aliados propusieron a Pujol continuar con el engaño, esta vez para utilizar a los antiguos agentes nazis para infiltrarse en la red de espías alemanes que trabajaban a favor de los soviéticos. No obstante, Pujol prefirió dar por concluida su etapa de espía y regresó a Venezuela, donde trabajó como profesor de inglés para la compañía petrolera Shell.
A partir de ese momento, se pierde el rastro de Garbo. Él mismo se puso en contacto en 1948 con un agente inglés que residía en Mallorca, al que le había unido una gran amistad durante la guerra, para pedirle que asegurase al servicio de inteligencia británico que había fallecido en Angola. No sabemos si ese agente decidió participar en el engaño. Sea como fuere, a lo largo de los años irían surgiendo sucesivas versiones sobre el rumbo que tomó la vida de aquel genial espía; algunos aseguraban que viajó a Australia y que más tarde emigró a la colonia portuguesa de Angola. Para unos, era cierto que había muerto en el país africano, víctima de la malaria, mientras que otros afirmaban que falleció en 1959, e incluso en fechas más recientes.
Como se adelantaba al principio, nada más se volvió a saber de Pujol hasta 1984, cuando apareció en Venezuela. Residía allí desde hacía casi cuarenta años, sin que nadie, ni siquiera su mujer y sus hijos, supiera nada de su increíble pasado. Pujol regresó a Europa, donde se encontró de nuevo con los agentes británicos con los que estuvo en contacto durante la contienda y visitó las playas del desembarco, a cuyo éxito había contribuido de manera tan decisiva. Por último, estuvo en Madrid y Barcelona explicando su historia a los medios de comunicación.
Juan Pujol falleció, esta vez de verdad, en Caracas el 9 de octubre de 1988, a consecuencia de una hemorragia cerebral. Había muerto una persona que había logrado lo imposible: engañar a Hitler, del que, además, obtuvo reconocimiento y admiración. Gracias a su astucia y a su habilidad, los Aliados pudieron desembarcar aquel 6 de junio de 1944 en Normandía con una resistencia mucho menor de la previsible y, lo que es más importante, se evitó la llegada de unos refuerzos que hubieran podido decantar la batalla a favor de los alemanes.
La pregunta quedará para siempre en el aire: sin la labor de este espía español…, ¿la Segunda Guerra Mundial hubiera tenido el mismo desenlace?
Clark cumple su promesa
Al general norteamericano Mark Clark, del que ya se ha hablado en este libro, se le conocía por ser un oficial justo, de carácter muy afable, y porque gustaba mantener un estrecho contacto con sus tropas. Clark había sido el delegado de Eisenhower en la Operación Torch, el desembarco de los Aliados en el norte de África. En enero de 1943, lo nombraron comandante del V Ejército, encargado de preparar la invasión de Italia de septiembre de ese mismo año. El general Clark tuvo una actuación destacada durante la lucha en suelo italiano contra las tropas alemanas, aunque le faltó más acierto en operaciones ya citadas de efectividad discutible, como el desembarco de Anzio o el desproporcionado bombardeo de la abadía de Montecassino.
Su momento de gloria llegaría el 4 de junio de 1944, cuando entró en Roma como liberador de la capital, al frente del V Ejército. Posteriormente, sería el encargado de recibir la rendición de los soldados alemanes en Italia, que sumaban unos doscientos treinta mil hombres, y una vez finalizada la guerra lo nombraron comandante de la fuerza norteamericana de ocupación en Viena.
Durante la guerra, Clark disfrutó del respeto y la admiración de las tropas que tenía a sus órdenes; sus hombres estaban totalmente convencidos de que él hacía todo lo posible por conseguir lo mejor para ellos, ya fuera material, comida o armas.
En una ocasión, en una inspección de las líneas más avanzadas del frente, Clark se detuvo a conversar con un soldado de baja estatura que se encontraba en una trinchera. Al despedirse, se dio cuenta de que no usaba botas reglamentarias, sino unas de caucho. Le preguntó sobre esta extraña circunstancia y el soldado le explicó que tenía unas botas de cuero, pero que ya estaban rotas y que le era imposible conseguir unas nuevas, pues el número que usaba era muy pequeño, nada fácil de encontrar.
Sin dudarlo, Clark prometió: «Le mandaré un par de botas, si es que hay de ese número en el teatro de operaciones del Mediterráneo».
Más tarde, el general descubrió que el soldado, de apellido Gebhart, tenía razón: de cada cien mil botas, solo sesenta y siete correspondían al número 7A, el que calzaba. Sin embargo, no estaba dispuesto a faltar a su promesa, por lo que se ocupó personalmente de buscar un par de botas de este tipo. Cuando las encontró, se las envió al frente en su propio avión. Su ayudante, el capitán Thrasher, buscó al soldado Gebhart y se las entregó personalmente:
—El general Clark le manda estas botas —le anunció con satisfacción.
Pero el soldado Gebhart las tomó sin mostrar sorpresa ni cambiar la expresión de su rostro.
—Gracias —dijo sencillamente.
—¿No está sorprendido? —se animó a preguntar el capitán Thrasher.
—No —le respondió el soldado—. El general Clark me dijo que me las mandaría y no tenía ninguna duda de que cumpliría su promesa. ¿De qué debería sorprenderme?
Cuando la anécdota llegó a sus oídos, Clark sintió una gran emoción y la guardó en su corazón como uno de los más preciosos recuerdos de la guerra. La confianza ciega de aquel humilde soldado en su general sirvió para demostrar que, para un militar de la talla de Clark, el más lejano de sus subordinados era tan importante como el más cercano.
Los inconvenientes de apellidarse «Marshall»
George Marshall (1880-1959), el general norteamericano que daría nombre al plan de reconstrucción europea tras la Segunda Guerra Mundial, pudo haber estrenado una graduación especial del Ejército de Estados Unidos si su apellido hubiera sido otro.
Al general Marshall lo habían nombrado jefe del Estado Mayor del Ejército precisamente el día en que estalló el conflicto en Europa, el 1 de septiembre de 1939. Desde la entrada de su país en la guerra, Marshall tendría un papel preponderante dentro de la organización militar aliada, donde destacó, sobre todo, su labor en las diversas conferencias que se celebraron, como la de Washington en diciembre de 1941 y posteriormente las trascendentales reuniones de Yalta y Potsdam, en 1945.
En 1944, Marshall logró, gracias a su prestigio, ejercer una decisiva influencia en los preparativos para el desembarco de Normandía. Así pues, todo hacía pensar que Marshall ocuparía la dirección suprema de las fuerzas aliadas en Europa, pero, finalmente, el presidente Roosevelt prefirió al general Eisenhower para el puesto.
Para compensar a Marshall por tal decepción, se propuso nombrarle mariscal, un rango que nunca antes había existido en el Ejército norteamericano. Pero la idea tuvo que desecharse, teniendo en cuenta que en inglés «mariscal» es
marshall
, por lo que para referirse a él hubiera tenido que hacerse con el cacofónico «
marshall
Marshall».
Aunque no pudo gozar de este privilegio histórico dentro de la historia militar de Estados Unidos, Marshall vio correspondida la dedicación a su país cuando lo nombraron secretario de Estado, en 1947. Pero la historia le tenía reservado un último premio, sin duda el más importante. En 1953, gracias a sus esfuerzos para hacer posible la reconstrucción y la recuperación económica de Europa durante la posguerra, le galardonaron con el Premio Nobel de la Paz.
Eisenhower, un entusiasta de las ostras
El general norteamericano Dwight David Eisenhower tuvo un papel protagonista en el triunfo Aliado en la Segunda Guerra Mundial. El gran éxito del desembarco de Normandía y la posterior victoria en el continente europeo se deben en buena parte a su personalidad, ya que supo coordinar perfectamente a británicos y norteamericanos, algo que no era fácil teniendo en cuenta la presencia de militares tan egocéntricos como Montgomery o Patton.
Ike, como lo llamaban, afrontaba sus tareas más como un político que como un militar, una vocación política que se vería refrendada posteriormente; en 1952, alcanzó la presidencia de Estados Unidos, y cuatro años después logró la reelección.
Aunque parece ser que su capacidad intelectual no era extraordinaria, tal como prueban las mediocres calificaciones obtenidas en la academia militar de West Point, Eisenhower mostraba, en cambio, una gran habilidad en el terreno de la diplomacia. Su proverbial simpatía allanaba muchos obstáculos, pese a que hay quienes aseguran que tan solo se trataba de una engañosa fachada. Por ejemplo, Harry Truman, su predecesor en la presidencia de Estados Unidos, afirmaría que «su reputación de hombre alegre y amigable se basaba tan solo en su gran sonrisa, pues los que lo conocíamos bien sabíamos que era un hombre arisco, permanentemente enfadado y desagradable».
Durante la guerra, cuando Eisenhower no estaba enfrascado en los continuos quebraderos de cabeza que le proporcionaba su alto puesto de responsabilidad, su gran afición era sentarse a una buena mesa y darse un buen banquete de ostras. Ike era un entusiasta de este preciado y delicioso molusco, y los que lo conocían bien sabían de esta debilidad. Así pues, el 16 de diciembre de 1944, se llevó una gran alegría cuando recibió por vía aérea un obsequio del secretario de prensa del presidente Roosevelt, Stephen Early: una gran caja llena de ostras. Sus planes para la cena no se hicieron esperar. De aperitivo comería ostras crudas; como plato principal, ostras guisadas y, de postre, ostras fritas.
Sin embargo, aquel día le aguardaba otra sorpresa, pero en este caso no tan agradable. Mientras conversaba tranquilamente con el general Omar Bradley, recibió la noticia urgente de que los alemanes habían lanzado una ofensiva en las Ardenas. Bradley no dejó traslucir ningún nerviosismo, convencido de que se trataba de un contraataque localizado, pero Ike creía que era mejor tomarse la reacción alemana muy en serio.
A pesar del contratiempo, Eisenhower no se quitaba de la cabeza la estupenda cena que le esperaba, así que decidió compartirla con Bradley, pero no contaba con un pequeño imprevisto: su invitado era… ¡alérgico a las ostras!
Al final, Eisenhower se tuvo que comer las ostras él solo, aunque es de suponer que esto no le supuso sacrificio alguno, y solucionó el compromiso con su invitado encargando al cocinero que le preparase unos huevos revueltos.
El gran John Huston, censurado por los militares
El gran director de cine John Huston
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no tuvo demasiada suerte durante la Segunda Guerra Mundial. Tras el ataque a Pearl Harbor, el gobierno norteamericano encargó al cineasta que realizase una película documental sobre ese trascendental acontecimiento. Houston aceptó y se tomó el trabajo muy en serio. Para dotar de más realismo a las imágenes, decidió reproducir a escala la base de Pearl Harbor en un estudio de Hollywood y filmó el ataque a los buques con efectos especiales creados especialmente para la ocasión.
Sin embargo, después de presentar el trabajo a las autoridades, la censura militar impidió que se estrenase en las pantallas, pues consideraron que, al ver las imágenes, el público podía deducir que había habido graves errores de previsión (tal como fue y hemos comprobado en un capítulo anterior).
La decepción de Huston se repetiría en 1944, cuando le encargaron filmar el Día-D en las playas de Normandía. Para ello tuvo la idea de colocar cámaras en el interior de las lanchas de desembarco, y así captar el momento en que se abrían las compuertas y bajaban los soldados; gracias a un dispositivo, las cámaras se pondrían en marcha automáticamente en ese momento y rodarían durante quince segundos. De los miles de metros de película que rodó, tan solo pudieron salir a la luz unos pocos, al cruzarse en su camino, de nuevo, la censura militar. Se consideró que las terribles e impactantes imágenes que se rodaron en las lanchas de desembarco, en las que los soldados aliados caían abatidos por las ametralladoras alemanas, no eran adecuadas.
Otro artista de la imagen que tampoco tendría mucha suerte el Día-D sería el célebre fotógrafo Robert Capa.
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La mayor parte del material que obtuvo en esa histórica jornada en la sangrienta playa de Omaha se veló por culpa de la incompetencia de un colaborador suyo, en un laboratorio de Londres. Afortunadamente, se pudieron salvar algunas fotografías correspondientes a los primeros momentos del desembarco.
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Flint, el excéntrico
El coronel Harry Albert Paddy
Flint (1888-1944) fue un oficial excéntrico, aunque algunos lo tacharon de desequilibrado o directamente de loco. Antiguo compañero de caballería del general Patton, un día se presentó al general Bradley, en su puesto de mando en Argel, para pedirle hacerse cargo de tropas de primera línea, donde, según él, «se peleaba de verdad».
En una ocasión, le gritó: «¡Por las campanas del infierno, Brad, me estoy oxidando, desperdiciando en la retaguardia mis aptitudes con estos coroneles de cama blanda!».
Bradley se mostraba remiso a satisfacer la petición de su subordinado, ya que no era habitual que un oficial de su edad, cincuenta y cinco años, cumpliese servicio en primera línea. No obstante, cuando alguien solicitó, tras la captura de Túnez, a un jefe para que levantara el ánimo del 39.º Regimiento, cuyos hombres mostraban signos de moral baja, designaron a Flint como comandante.
Su primera medida al llegar a Italia fue colocar en todos los cascos, camiones y elementos de combate de sus soldados las siglas «AAA-0». Cuando otro comandante le preguntó por su significado, le contestó: «Cualquier cosa, en cualquier momento, en cualquier parte, sin excluir nada» («
Anything, anytime, anywhere
», y el signo menos restando un cero, o «nada»).
El sorprendido comandante comentó el hecho a sus superiores y, poco tiempo después, llegó una orden que desautorizaba poner inscripciones especiales en cualquier parte. Pero Paddy Flint no obedeció porque, según él, «la ley debía de ser anterior al hecho juzgado». El excéntrico oficial había estudiado algo de leyes en su ciudad natal, Vermont, y aplicó sus conocimientos para defender su curiosa iniciativa. Sus superiores quedaron desconcertados por su respuesta de leguleyo y, al final, no tomaron ninguna medida.
Sin embargo, otras actitudes de Flint llamaban mucho más la atención. Dirigía a sus hombres desnudo hasta la cintura, con casco, una bufanda negra al cuello y enarbolando un fusil por encima de su cabeza. «Voy así para que mis soldados me reconozcan mejor», le respondió a un perplejo periodista. Además, caminaba por las líneas del frente fumando y sin bajar la cabeza, incluso cuando el enemigo lo tenía a tiro. Es más, Flint dedicaba gestos despectivos a las líneas alemanas y gritaba a sus hombres: «¡Vean a esos alemanes! No sabían disparar en la Primera Guerra Mundial. No saben disparar en esta. ¿Cuándo van a aprender? ¡Ni siquiera son capaces de matar a un viejo chivo como yo!».
Sus superiores acabaron preocupándose seriamente por su comportamiento y así se lo transmitieron: «Algún día —le dijo Bradley en una ocasión—, va a andar paseando así y lo van a matar. Entonces va a probar justamente lo contrario de lo que quiere enseñar a sus hombres».
Sin embargo, Flint estaba convencido de lo que decía, y miró a su superior con cara de no entender nada: «Por todos los diablos, Brad, usted sabe que esos alemanes no saben disparar…».
El general Patton, en una carta a su esposa fechada el 17 de junio de 1944, se refirió a Flint diciendo de él que «está loco, pero combate bien», aunque también le aseguró proféticamente que moriría durante la guerra por culpa de su temerario comportamiento.
Finalmente, sucedió lo que tanto Bradley como Patton habían previsto. Paddy Flint murió en Normandía el 24 de julio de 1944; un francotirador alemán le acertó en la cabeza durante una arriesgada misión de patrullaje cerca de Saint-Lô.
Cuando el general Bradley supo lo que le había ocurrido a su apreciado oficial, dijo: «Estoy seguro de que él hubiera dicho que le acertaron de pura casualidad. Pero ni siquiera esa satisfacción tuvo, pues, si bien vivió algunas horas, la herida había afectado su capacidad de hablar. Harry murió como un irlandés silencioso y con una sonrisa en el rostro».
Dudley, el «pirata rojo»
El sargento Richard Dudley era el encargado del casino de oficiales en la campaña de Francia de 1944, bajo el mando del general Bradley. Como cualquier otro establecimiento similar, se encargaba de ofrecer a los oficiales un poco de esparcimiento y unas comodidades propias de su estatus.
No pasó mucho tiempo hasta que la tropa comenzó a quejarse, pues el contraste era demasiado grande: en las mesas del casino se apilaban vinos de añejas cosechas, jabalíes trufados y los manjares más exquisitos servidos con toda elegancia, mientras que los soldados se tenían que conformar con un rancho de ínfima calidad.
Para calmar el descontento, Bradley sugirió a Dudley, con mucho tacto:
—Sargento Dudley, espero que no lo tome a mal, pero me parece que tantas comodidades en el frente son discutibles.
— ¡Mi general, usted haga la guerra y yo me ocuparé de hacerle la vida lo más agradable posible! —le contestó—. Así pues, con todos los respetos, déjeme en paz con mi trabajo.
Bradley decidió dejarlo todo como estaba para evitar mayores complicaciones. Pero el problema no era solamente la superabundancia y el refinamiento del casino, sino también los rumores que llamaban a Dudley «el pirata rojo», a causa de los oscuros e inconfesables medios que empleaba el pelirrojo sargento para conseguir en el mercado negro esos refinados productos, tan difíciles de encontrar en tiempos de guerra.
Además, el general Bradley intentó ascenderle en varias ocasiones, pero este siempre se negó, sin exponer nunca las causas de esta decisión. Solamente en el tramo final de la guerra aceptó que lo nombraran teniente. Una vez acabada la contienda, Bradley le preguntó acerca de esa cuestión:
—Teniente, ¿por qué esa negativa constante a que lo ascendiéramos? ¿No cree usted que era un exceso de humildad? ¿Se menospreciaba?
—No, general, pero el ascenso podría haberme hecho perder el puesto que tenía, y le aseguro que en el casino podía conseguir muchas cosas, aparte de estar lejos de las balas…
Patton también riega
el territorio del Reich
El general norteamericano George Patton (1885-1945) fue uno de los protagonistas más carismáticos de la Segunda Guerra Mundial.
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Su particular manera de entender la guerra le valió odio y admiración a partes iguales, pero lo que no se puede negar es la valentía y el arrojo de este militar de vocación.
Su primer contacto con el campo de batalla fue en México, persiguiendo a las huestes de Pancho Villa. Poco antes se había graduado en la academia militar de West Point, donde fue el número uno de su promoción. Durante la Primera Guerra Mundial, ascendió a comandante y fue el encargado de organizar un campo de entrenamiento para carros de combate. El 25 de septiembre de 1918 resultó herido de gravedad en el frente. Ya entonces daba muestras de su autoritarismo; sus hombres lo tenían por un oficial duro e intransigente.
Para Patton, la Segunda Guerra Mundial comenzó en 1943. Durante la campaña de Túnez, tras la batalla del paso de Kasserine, en febrero de 1943, el II Cuerpo de Ejército de Estados Unidos quedó muy desmoralizado por la derrota sufrida en ese enfrentamiento a manos de las veteranas fuerzas de Rommel, al ser la primera experiencia militar importante de las fuerzas norteamericanas. Eisenhower resolvió designar al veterano general como nuevo comandante, convencido de que si Patton no lograba elevar la moral de la tropa, nadie más podría conseguirlo.
La decisión no podía haber sido más acertada. Con una personalidad avasalladora, un carácter firme, decidido y algo excéntrico, era justo lo que se necesitaba en esos críticos momentos. EI general Bradley describió en sus memorias cómo Patton llegó a su puesto de mando, en una comitiva formada por decenas de vehículos y haciendo sonar las sirenas. Según Bradley, «en el coche que marchaba a la cabeza, Patton viajaba de pie, como el conductor de una cuadriga. Miraba ceñudamente hacia el viento y su mandíbula presionaba contra el barboquejo de malla de un casco con dos estrellas de plata, de tamaño excesivo, sobre una chapa roja». El insaciable ego de Patton era uno de sus rasgos más característicos.
El general encontró pronto el elemento que necesitaba para elevar la moral de sus subordinados. Al llevar ya muchos meses combatiendo en las ardientes arenas del desierto sin posibilidad de mantener los hábitos higiénicos, los soldados estadounidenses se habían acostumbrado, como sus aliados ingleses, a llevar el uniforme sucio, cuando lo llevaban puesto, y a tener un aspecto general desaliñado. No usaban casco, tan solo la gorra de lana que debían llevar debajo.
Patton obligó entonces a llevar, en todo momento, casco, polainas y corbata, y además todo limpio y reluciente. Nadie estaba liberado de obedecer esa orden; las multas por no hacerlo eran de veinticinco dólares para los soldados y de cincuenta para los oficiales. El reinado de lo que se denominó «escupa y saque brillo», instaurado por Patton, logró su objetivo. A partir de ese momento, los soldados fueron más limpios y disciplinados, lo que redundó en un aumento de la autoestima y el orgullo.
Del periodo que pasó Patton en África destaca especialmente la anécdota que protagonizó en los alrededores de la antigua ciudad de Cartago, fundada en el 846 a. C., y de la que ya solo quedaban unas solitarias ruinas que hacían imposible rememorar su esplendorosa grandeza. Durante una misión de reconocimiento por la zona, Patton experimentó la extraña sensación de que había estado allí en la Antigüedad, luchando en aquel campo de batalla. Mientras se encontraba absorto en estas ensoñaciones llegó a un cruce de caminos. Uno de sus hombres, el mayor Charles Codman, indicó al conductor que tomase el de la derecha. Patton le interrumpió y ordenó al conductor que girase a la izquierda.
El mayor Codman no entendió la decisión, porque esa misma mañana se había explorado la ruta de la derecha y no se había observado nada extraño que pudiera poner en peligro la seguridad del convoy. Sorprendentemente, Patton dijo:
—¡Maldita sea! Sé muy bien lo que nos espera si vamos por ese camino… Verá, Codman, yo he estado aquí antes. Esto fue un campo de batalla en el año 246 a. C., aquí luché con los cartagineses contra los ejércitos de Roma. Conozco todo esto y ¡sé que no debemos tomar el camino de la derecha!
Codman hizo caso de la enigmática premonición de Patton y ordenó continuar por la ruta de la izquierda. Cuando llegaron a la base, se enteraron de que, si hubieran escogido el otro camino, hubieran caído en una emboscada preparada por los alemanes.
La carrera militar de Patton sufrió un brusco frenazo en Sicilia, cuando abofeteó a un soldado que estaba ingresado en la enfermería por unas alteraciones psíquicas a causa de la fatiga del combate. La prensa estadounidense, que no mantenía unas relaciones demasiado fluidas con el general, se encargó de magnificar el incidente. Ante la desproporcionada reacción de la opinión pública, Eisenhower tuvo que relevarle de su puesto, lo que a la larga le supondría verse marginado del desembarco de Normandía.
Sin embargo, los Aliados no podían permitirse el lujo de prescindir de un militar tan competente como él, por lo que pusieron a Patton al frente del III Ejército para colaborar en la liberación de Francia. Sus carros de combate avanzaban con una rapidez inusitada por la campiña gala; tan solo la escasez de combustible impidió que Patton se plantase en poco tiempo en la frontera con Alemania o incluso en el mismo Berlín. El general definió su situación amargamente: «Mis hombres pueden comerse sus cinturones, pero mis tanques no pueden correr sin gasolina».
Cuando por fin llegaron al Rin, protagonizó una singular ceremonia, de no demasiado buen gusto, a imitación de la que Churchill había llevado a cabo en la frontera entre Holanda y Alemania. Al atravesar el Rin por un puente provisional, cerca de la población de Openheim, el general se detuvo a mitad de camino. Tan solo dijo a sus acompañantes: «Es hora de hacer un alto».
Y dicho esto, repitió el acto simbólico que Churchill celebró días atrás, mirando hacia el final del pontón. Su comentario durante aquella histórica micción fue: «He esperado esto durante mucho tiempo…».
Cuando llegó a la orilla oriental del Rin, Patton procedió a celebrar otro gesto destinado a la posteridad, pero, en esta ocasión, optó por una acción imbuida de mayor dignidad. Se agachó y, con ambas manos en tierra, imitó a Guillermo I el Conquistador, quien dijo que «me he apoderado de Inglaterra con ambas manos».
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En esta ocasión, Patton cogió un puñado de tierra con las dos manos y la dejó caer a través de sus dedos, diciendo solemnemente: «Así, como Guillermo el Conquistador».
Es muy probable que el general norteamericano, deseoso de ganarse un lugar en la historia a toda costa, hubiera elegido cuidadosamente aquel acto simbólico, que él consideraba propio de un conquistador de su categoría.
Este sería probablemente el último momento de gloria de Patton, pues a partir de entonces protagonizó nuevos incidentes con la prensa. En primer lugar, le criticaron su visión despectiva de los rusos, con los que había tenido algunas palabras fuera de tono al encontrarse con las tropas del mariscal Zhukov. Después lo acusarían de connivencia con los nazis, al poner poco interés en cumplir con el programa de desnazificación que se aplicó en Alemania.
Su muerte no tuvo el carácter heroico que Patton quizás hubiera deseado: falleció a consecuencia de las heridas provocadas por un accidente de coche que sufrió el 9 de diciembre de 1945 en Heidelberg.
«La Rosa de Tokio», «Lord Haw Haw» y «Axis Sally»: traidores al micrófono
Las emisiones radiofónicas tuvieron una gran importancia durante la guerra. Tanto en el hogar como en el frente, la radio suponía muchas veces la única fuente de noticias y de entretenimiento. Cansados, en ocasiones, de sus propias emisoras, tanto los ciudadanos como los soldados que estaban en el frente sintonizaban por curiosidad las ondas procedentes del enemigo, aunque en otros casos el objetivo era contrastar los datos que proporcionaban las frecuencias propias, sometidas a una férrea censura.
Los contendientes emplearon tal circunstancia como arma propagandística. Conscientes de su importancia, los alemanes emitieron programas de radio en cincuenta y tres idiomas, con música y boletines de noticias que llegaban a todo el mundo.
Los tres programas de la radiodifusión del Eje que tuvieron más aceptación entre los civiles y los militares enemigos fueron los que condujeron un trío de personajes que alcanzarían gran renombre. Una era la californiana Iva Ikoku, hija de padres japoneses y conocida como «La Rosa de Tokio»; era una de las favoritas de los soldados norteamericanos destinados en el Pacífico. Entre la audiencia británica, el éxito era para el neoyorquino de madre británica y padre irlandés William Joyce, apodado Lord Haw Haw, mientras que entre los soldados estadounidenses en Europa toda la atención era para su compatriota Axis Sally.
Iva Ikoku nació precisamente un 4 de julio (la fiesta nacional de Estados Unidos) de 1916, en Los Ángeles. Fue una joven aplicada; tocaba el piano y se graduó en la Universidad de California. En julio de 1941 tuvo que marcharse a Japón, en representación de su familia, para ayudar a una tía enferma, pero al estallar la guerra las autoridades niponas no la dejaron regresar. La trataron como enemiga y se la presionó para que renunciase a su nacionalidad norteamericana.
Pese a todo, ella continuó defendiendo a su país natal. Iva se vio obligada a trabajar de mecanógrafa y a dar clases de piano para sobrevivir. Tuvo que hacer frente a continuas acusaciones e interrogatorios por parte de la policía secreta e incluso al menosprecio y los insultos de los vecinos. Esta situación acabó pasándole factura; físicamente, decayó tanto que al final tuvieron que ingresarla en un hospital con síntomas de desnutrición. La noticia de que habían recluido a su familia de Estados Unidos en un centro de internamiento para japoneses, en Arizona, hundió aún más su maltrecho ánimo.
Sin embargo, todo cambiaría cuando, al salir del hospital y volver a trabajar como mecanógrafa, conoció al mayor Charles Cousens, un prisionero de guerra que estaba siendo obligado a trabajar en Radio Tokio por su experiencia anterior en una emisora norteamericana. Durante esta nueva etapa conoció al que sería su marido, un portugués de origen japonés que también trabajaba en la emisora. Cousens, al comprobar que Iva estaba interesada en el mundo de la radio, la animó para que presentase un programa en inglés hecho para las tropas aliadas en el Pacífico; su función sería la de poner discos, entre los cuales intercalaría comentarios ingeniosos referidos, naturalmente, a la segura victoria de Japón en la guerra.
Las emisiones se iniciaron en marzo de 1943 bajo el nombre de
Hora cero
, que escogió el propio Cousens. El seudónimo de Iva en antena era
Orphan Ann
(«Ana, la Huérfana»). Por tanto, el apelativo de La Rosa de Tokio no fue idea de la emisora nipona, sino que fueron los mismos soldados norteamericanos los que la apodaron así.
En su programa, Iva se limitaba a presentar los discos que ella suponía que más podían agradar a su audiencia. Sus comentarios no pretendían ser hirientes y se centraban en los sentimientos del soldado; hablaban del desarrollo de la contienda en términos favorables a Japón, pero no solía caer en la burda propaganda. No obstante, en algunas ocasiones, posiblemente para cumplir las expectativas de sus vigilantes o víctima quizá del síndrome de Estocolmo, emitía afirmaciones cargadas de un odio casi infantil; por ejemplo, una vez aseguró que «tarde o temprano, el general MacArthur acabará balanceándose al final de una soga en la plaza Imperial de Tokio».
De todos modos, algunos consideraban que, escuchando entre líneas, podía advertirse claramente la predilección de Iva por el bando aliado, mientras que otros reconocían que sus mensajes, envueltos en una voz melosa y seductora, afectaban negativamente a su moral, pues les hacía recordar con melancolía a las novias y esposas que habían dejado atrás.
En realidad, Iva no fue la única locutora que se ocultó tras el nombre de La Rosa de Tokio, ya que en algunas ocasiones la sustituyó en el micrófono otra locutora, pero su programa siempre siguió la línea que Iva marcó al principio.
Al finalizar la guerra, la detuvieron y la trasladaron a Estados Unidos. Allí tuvo que afrontar un juicio de trece semanas, en el que no se pudo demostrar que hubiera traicionado a su país. Charles Cousens acudió a la sala para defender la inocencia de su excompañera en Radio Tokio. La opinión pública se puso de parte de Iva y, finalmente, el fiscal se vio obligado a retirar los cargos. No obstante, el juez obligó a continuar el juicio bajo la insólita excusa de que los gastos que hasta ese momento había supuesto la vista debían materializarse en un veredicto. De los ocho cargos de que se la acusaba, el jurado la declaró culpable de uno solo: «Hablar delante de un micrófono sobre acciones relacionadas con el hundimiento de barcos norteamericanos».
El juez, que había servido como oficial en el Pacífico, decidió condenarla a una pena de diez años de prisión y a pagar diez mil dólares de multa. Años más tarde, el juez reconocería que estaba decidido a condenarla desde el principio y que no actuó con imparcialidad, al albergar un odio inextinguible hacia todo lo que le recordaba a Japón.
Iva cumpliría la condena íntegramente. En 1956, salió de prisión y la deportaron a Japón, donde pudo reunirse con su esposo, aunque más tarde regresaría a Estados Unidos. En 1977, el presidente norteamericano Gerald Ford decidió reparar la injusticia histórica sufrida por La Rosa de Tokio, que entonces vivía en Chicago: la perdonó e hizo declaraciones públicas en las que dijo que había sido falsamente acusada y condenada.
Si las armas de Iva Ikoku eran la seducción y una voz cálida, William Joyce prefería, por el contrario, el sarcasmo y los comentarios mordaces. Joyce nació en Nueva York el 24 de abril de 1906, pero a los tres años su familia se trasladó a vivir a Irlanda. En su época de estudiante, se peleó con un compañero de clase, que le fracturó la nariz. Este detalle es importante, pues su voz adquirió un sonido nasal muy característico, lo que la haría fácilmente reconocible cuando, años más tarde, miles de personas la escucharan en la radio.
Aunque vivía en Irlanda, la familia de Joyce era partidaria de que continuase la unión política con el Reino Unido. Esto les provocó una fuerte antipatía entre el vecindario, lo que se tradujo en ataques al negocio paterno. Cuando el primer ministro británico Lloyd George anunció el tratado por el cual se creaba el Estado independiente irlandés, los Joyce decidieron marchar a Inglaterra. Para entonces, William tenía quince años y ya sabía lo que era que tu entorno te rechace por tus opiniones políticas.
Posiblemente a consecuencia de este ambiente hostil, William practicó deportes de lucha, como el boxeo y la esgrima, pues le resultaban útiles cuando se veía involucrado en peleas callejeras. A los diecisiete años, encontró la manera de canalizar sus impulsos violentos; se unió a un grupo de extrema derecha llamado British Fascist, inspirado en los fascistas italianos. Joyce acostumbraba a enfrentarse físicamente a sus adversarios de izquierdas, que solían acudir a sus reuniones y mítines para sabotearlos. En una de esas peleas, sufrió una herida que le marcó la cara desde la oreja hasta la boca, una cicatriz de la que siempre culpó a los «judíos comunistas».
William dejó el movimiento en 1925, por su poca seriedad y sus confusos objetivos, y decidió adherirse al Partido Conservador, aunque no tardó en abandonarlo al comprobar que en esta formación no encajaban sus planteamientos radicales. En 1932, por fin encontró lo que estaba buscando. El dirigente fascista inglés Oswald Mosley había fundado la British Union of Fascists (BUF). William se unió inmediatamente a esa asociación; al poco tiempo, se convirtió en su director de Propaganda.
Pero el carácter violento de Joyce acabó por echar a perder esta nueva incursión en la política. Sus mítines degeneraban indefectiblemente en batallas campales. Lejos de intentar calmar los ánimos, él se dedicaba desde la tribuna a enardecerlos, provocando a los grupos izquierdistas que acudían a esas reuniones armados con cadenas, cuchillos y barras de hierro. Las presiones sobre Mosley para que se deshiciese de Joyce dieron su fruto en abril de 1937: lo expulsaron del partido.
Sin embargo, el inquieto y tenaz Joyce no se dio por vencido y fundó una nueva organización junto a una veintena de incondicionales. En sus mítines no faltaron las ya clásicas peleas, además de continuas alabanzas a Hitler y el nacionalsocialismo. Pero, poco antes de que estallase la guerra, previendo que podía tener problemas porque su faro ideológico se había convertido en enemigo de su país, Joyce decidió marchar a Alemania junto a su familia. Se instaló en Berlín.
Allí se puso en contacto con el secretario del ministro de Asuntos Exteriores, Joachim von Ribentropp. Gracias a esta relación se le otorgó a Joyce la responsabilidad de encargarse de las emisoras alemanas para Europa, como editor y locutor, tan solo dos semanas después de iniciada la contienda. Emitió desde Berlín, Hamburgo y Bremen, y pronto comenzó a hacerse popular en Gran Bretaña.
Debido a esa voz tan nasal, un periodista del
Daily Express
tuvo la ocurrencia de llamarle «Lord Haw Haw», un apodo que hizo fortuna. En realidad, los ciudadanos británicos se divertían mucho con sus alocuciones, puesto que Joyce hablaba sin cortapisas sobre los vicios y corruptelas de los políticos ingleses, a los que conocía perfectamente. La audiencia de Joyce fue tal que la BBC se vio obligada a modificar su programación; suspendió el boletín informativo que emitía a la misma hora y lo sustituyó por un intrascendente programa de música ligera, pues en esos momentos todos los radioyentes estaban pendientes de los cáusticos comentarios de Lord Haw Haw. La extraordinaria audiencia de sus programas tenía un mérito añadido, pues escuchar emisoras alemanas se consideraba ilegal, por lo que los oyentes se arriesgaban a que la policía los detuviera.
Sus transmisiones siempre empezaban con la misma frase:
Germany calling, Germany calling…
(«Alemania llamando»). Joyce sabía jugar con la psicología de sus compatriotas, ya que ofrecía informes sumamente precisos de lo que estaba ocurriendo en las ciudades inglesas y los mezclaba con otras noticias falsas, destinadas a intoxicar informativamente, lo cual provocaba miedo y confusión.
Una vez que los bombardeos sobre Gran Bretaña cesaron, el interés por los programas de Lord Haw Haw fue disminuyendo. Los ingleses preferían escuchar las emisoras propias, en las que se anunciaban las victorias en el frente. Aun así, continuó siendo el primer locutor en las emisiones en el exterior. En septiembre de 1944 le condecoraron con la Cruz al Mérito de Guerra de primera clase, con un certificado firmado por Hitler.
A partir de aquí, la vida de Joyce se deslizó por una pendiente que le condujo a un trágico final. A su inquietud personal ante la previsible derrota de Alemania había que sumarles un consumo exagerado de alcohol y sus continuos devaneos amorosos. Sus comentarios radiofónicos ya no infundían el temor de antes, en un momento en el que el régimen nazi estaba a punto de caer. La última transmisión la hizo el 30 de abril de 1945, cuando Lord Haw Haw se despidió de su audiencia asegurando que Gran Bretaña iba a ganar la guerra, pero sumida en la pobreza y dejando a los soviéticos como dueños de Europa. Sus últimas palabras fueron: «¡Heil, Hitler!».
Una vez finalizada la guerra, los norteamericanos lo detuvieron, cuando deambulaba por un bosque cercano a Flensburg. Consciente de lo que le esperaba cuando cayera en manos de los británicos, trató de escapar, pero recibió un disparo en la pierna. Pese a que había conservado la nacionalidad estadounidense, el gobierno británico lo reclamó enseguida: lo acusaban de traición.
El Reino Unido no tenía potestad para juzgarlo por ese cargo, al ser formalmente un ciudadano extranjero, pero descubrió que a Joyce se le había expedido un pasaporte británico válido hasta julio de 1940, por lo que lo procesaron por traición, desde el inicio de la guerra hasta esa fecha. Lo condenaron a muerte, pero, aun así, él se mantuvo inflexible y desafiante, sin pedir ningún tipo de disculpas a su patria de adopción. La sentencia se ejecutó el 3 de enero de 1946.
El nombre que completa este singular trío es el de Mildred Elisabeth Sisk, más conocida como «Axis Sally».
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Nació en Portland, Maine, el 29 de noviembre de 1900. Sus padres se divorciaron en 1907; poco después, su madre se casó con un dentista. Su infancia fue tranquila.
Mildred estudió en la Universidad de Ohio hasta 1922, aunque no logró graduarse en Arte Dramático, como deseaba, pero los cursos de idiomas y de vocalización que realizó le resultarían útiles a la larga. Sin saberlo, se estaba preparando para el trabajo que desempeñaría en el futuro. En 1929, su madre la llevó a París, donde estudió francés durante seis meses. De regreso a Estados Unidos trabajó en Nueva York; allí representó pequeños papeles en comedias musicales, pero sin llegar a destacar.
En 1934 viajó a Alemania, en donde se quedaría dos años. Estudió música en Dresde y trabajó como instructora de inglés en las academias Berlitz. Volvió a Estados Unidos, pero deseaba regresar a Alemania. Una vez iniciada la guerra, decidió dejar su país y trasladarse a Berlín, donde al principio pasó por dificultades económicas. Para pagarse su sustento tuvo que trabajar como aspirante a actriz, además de camarera y de oficinista, mientras esperaba la oportunidad de obtener un papel dramático en el teatro o en el cine.
En Berlín conoció a Max Otto Koischwitz, un profesor universitario alemán que había tenido la ciudadanía norteamericana, con quien se unió sentimentalmente. Otto, en esos momentos oficial del Ejército alemán, era director de programación de Radio Berlín y el encargado de difundir las consignas fijadas por Joseph Goebbels.
Por medio de Otto, Mildred se involucró en el Ministerio de Propaganda y trabajó con entusiasmo elaborando material dirigido a los soldados norteamericanos, a los prisioneros de guerra y a las mujeres que en Estados Unidos esperaban el regreso, sanos y salvos, de sus hijos al hogar. Su principal misión, bajo el seudónimo de
Midge at the Mike
(«Midge en el Micrófono»), era desmoralizar al enemigo, aunque se tratase de sus compatriotas.
El apodo Axis Sally se lo pusieron los soldados estadounidenses en el frente. Mildred se convirtió en una estrella gracias a su programa llamado
Home, Sweet Home
(«Hogar, dulce hogar»). De forma parecida a La Rosa de Tokio, emitía canciones en las que intercalaba comentarios favorables al Eje, pero en el caso de Axis Sally se ofrecía una mayor dosis propagandística, dirigida contra los políticos del bando Aliado en general, cargando sobre todo contra el presidente Roosevelt. El programa diario se inició el 11 de diciembre de 1941 y duró hasta el 6 de mayo de 1945.
La mayoría de los programas se emitieron desde Berlín, pero también se transmitirían desde Holanda y Francia, para llegar con más potencia y claridad a los receptores de los soldados. Axis Sally estuvo especialmente activa durante la batalla de las Ardenas, intentando aprovechar los momentos de desmoralización que atravesaron las fuerzas aliadas. Todas esas emisiones las captó un centro de escuchas radiofónicas en Maryland, que se dedicaba a grabarlas. Las cintas servirían como prueba durante el juicio al que se la sometería posteriormente.
De todos modos, el programa más famoso de Sally fue uno titulado
Vision of the Invasion
(«Visión de la invasión»), emitido el 11 de mayo de 1944. Estaba dirigido a las tropas norteamericanas estacionadas en Inglaterra mientras esperaban el momento de la invasión del continente europeo. La locutora, aprovechando sus aptitudes dramáticas, interpretó el papel de una madre que soñaba que su hijo moría durante la invasión, en un barco incendiado durante la travesía. El programa estuvo adornado con gran profusión de efectos sonoros, mientras un locutor relataba, con voz de ultratumba: «
The D of D-Day stands for doom… disaster… death… defeat… Dunkerque or Dieppe».
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Después de la rendición de Alemania, Sally se dedicó a ayudar a los refugiados para que pudieran obtener casa, comida o tratamiento médico. Además, colaboraba en la localización de parientes y amigos desaparecidos. Pasó tres semanas en un hospital americano en 1946, sin que nadie supiera quién era en realidad.
Posteriormente, la internaron en un campo de prisioneros en Wansel por haber formado parte del personal al servicio del Ministerio de Propaganda, pero, inexplicablemente, nadie descubrió el papel tan relevante que había desempeñado. La amnistiaron y por Navidad ya estaba libre. A partir de entonces, Mildred residió en la zona de ocupación francesa de Berlín. Pero un día, al tratar de renovar su pase en Fráncfort, la arrestaron y la encarcelaron, cuando comprobaron, aunque fuera pasado ya un tiempo, quién era en realidad.
En agosto de 1948, la llevaron a Estados Unidos, y la recluyeron en la prisión de Washington. Una vez la Fiscalía estudió su caso, se la acusó de diez cargos de traición a la patria, que finalmente se redujeron a ocho. El juicio se celebró en enero de 1949. Dos meses más tarde, un jurado federal de siete hombres y cinco mujeres la exculpó de siete de los cargos; solo la encontró culpable, tras una intensa presión gubernamental, del último cargo: haber emitido el programa sobre el desembarco de Normandía.
La sentenciaron a pasar treinta años en prisión y a pagar una indemnización de diez mil dólares. Mildred pasó doce años internada en un reformatorio para mujeres, en Virginia, hasta que le llegó el indulto. Sorprendentemente, la exlocutora rechazó esa medida de gracia y prefirió permanecer privada de libertad para ridiculizar así la acusación de traidora, aunque dos años después solicitó su liberación. Salió del reformatorio en junio de 1961.
La vida de Sally dio otro giro inesperado cuando ingresó en un convento de monjas católicas cercano a Columbus, Ohio. Trabajó como maestra en la escuela de la congregación y regresó a la universidad; en 1973, curiosamente, obtuvo el diploma en locución rafiofónica.
Axis Sally continuó dedicándose a la vida monástica hasta su muerte, el 25 de junio de 1988.
El truco de Stalin para mantenerse sobrio
Durante la conferencia de Yalta, celebrada en febrero de 1943, se reunieron en Crimea los llamados Tres Grandes, es decir, Franklin D. Roosevelt, Winston Churchill y el anfitrión, Josef Stalin (1879-1953). Se ha escrito mucho sobre este trascendental encuentro, pero la mayoría de los análisis coinciden en que quien salió mejor parado fue el líder soviético.
El motivo para celebrar esa cumbre al más alto nivel era la inminente victoria del bando aliado en la guerra. A principios de 1945, estaba claro que el final del conflicto en Europa se acercaba a su fin. Por tanto, las potencias vencedoras querían diseñar juntas el futuro del continente, lo que suponía, en realidad, repartirse las correspondientes áreas de influencia en el continente.
Ante ese reto, Estados Unidos, Gran Bretaña y la Unión Soviética se presentaron en condiciones desiguales. Los norteamericanos tenían como representante a un presidente enfermo, que moriría dos meses y medio más tarde debido a una hemorragia cerebral. Churchill, por su parte, poseía una personalidad fuerte y clarividente, pero su país estaba muy debilitado por la guerra, sin capacidad militar suficiente para pensar en plantar cara al apabullante poderío del Ejército Rojo. Por su parte, Stalin, que se encontraba en plenitud física y con sus tropas a las puertas de Berlín, sabía que aquella era una oportunidad histórica e irrepetible para asegurar el dominio soviético en la Europa oriental durante las décadas siguientes, tal como sucedería.
La prueba de que Stalin se tomó esta cita muy en serio hay que buscarla en el mismo momento de la elección del lugar del encuentro. Churchill había propuesto El Pireo, Jerusalén o Estambul, mientras Roosevelt apostaba, entre otros sitios, por Roma, Malta o Egipto. Pero Stalin deseaba a toda costa hacerse con el control de la conferencia, por lo que exigió que se celebrase en suelo soviético. Las potencias occidentales rechazaron la propuesta, pero el Zar Rojo se mostró inflexible, aduciendo que él debía permanecer en su país para preparar la inminente ofensiva sobre la capital germana. Además, a su favor jugaba el hecho de que la Unión Soviética era la que más sacrificios había hecho para derrotar a los alemanes, un argumento al que Stalin recurriría una y otra vez para justificar sus sucesivas reivindicaciones. El lugar elegido por el líder soviético y que, finalmente, aquellos incautos anglosajones aceptaron fue Yalta, en la costa oriental de la península de Crimea.
La habilidad de Stalin para influir en el desarrollo de la conferencia resultó admirable. Consciente de que británicos y norteamericanos formarían un frente común, procuró dificultar al máximo sus encuentros fuera de la agenda diaria. Para ello dispuso que los estadounidenses se alojasen en el palacio Livadiya; los ingleses lo harían en la casa Vorontzov, y los soviéticos…, justo en el camino entre esos dos lugares, en la mansión Koreis. Si los miembros de las delegaciones anglosajonas querían encontrarse, a la fuerza debían pasar por el recinto donde pernoctaban los representantes soviéticos. Y el plan de Stalin para tenerlo todo bajo control no acababa aquí.
El primer día de la conferencia, el domingo 4 de febrero de 1945, terminó con una cena de gala a la que asistieron los tres estadistas y sus más directos colaboradores. Durante el banquete, se sirvieron platos típicos rusos y algunos norteamericanos, y finalizó con los habituales brindis. De todos es conocida la afición del pueblo ruso a brindar con vodka una y otra vez por todo lo imaginable e inimaginable; esa noche no iba a ser una excepción.
Uno de los colaboradores de Roosevelt, muy atento a lo que sucedía en la mesa, descubrió el truco de Stalin para mantenerse sobrio pese a los inacabables brindis. El líder soviético, tras servirse un vaso de vodka, bebió la mitad y a partir de ahí fue llenándose disimuladamente el vaso con agua.
Stalin demostraba una vez más poseer una gran astucia; moderaba su ingesta de alcohol para no caer víctima de la elocuencia y la falta de autocontrol. En esos momentos, un pequeño desliz podía resultar fatal para la culminación de sus desmesuradas ambiciones.
Stalin era aficionado al alcohol, pero se guardaba aquel placer para entornos más íntimos. En una ocasión, un colaborador suyo, al entrar en el despacho del dictador, donde Stalin había estado trabajando toda la noche, se encontró con siete botellas de vodka completamente vacías.
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Pero en Yalta había en juego demasiadas cosas como para caer en distracciones etílicas. Stalin obtuvo el premio a su meticulosidad en la organización del encuentro, consiguiendo casi todo lo que se propuso. Por ejemplo, logró mantener el control militar sobre Polonia a cambio de comprometerse a permitir elecciones democráticas libres (unos comicios que no se celebrarían hasta casi cuarenta años después de la muerte del líder soviético), consiguió anexionarse territorio polaco y diversos enclaves en Extremo Oriente (lo que se había perdido en la guerra con Japón de 1905) y obtuvo una zona propia de ocupación en Alemania, además de diez mil millones de dólares en concepto de reparaciones de guerra.
Sobre la relación personal entre los tres mandatarios durante la conferencia han circulado bastantes anécdotas, aunque en ocasiones es difícil dilucidar si ocurrieron en realidad o son solo leyendas. Una que denota la posición de fuerza de que disfrutaba Stalin fue la respuesta de Churchill cuando le habló de las recomendaciones del papa Pío XII sobre el nuevo orden mundial. El líder soviético, escéptico no solo en cuanto al poder espiritual, sino también al terrenal, del Sumo Pontífice, zanjó la cuestión con la frase: «¿Con cuántas divisiones cuenta el Vaticano?».
También hay quien asegura, para destacar el lado brutal de Stalin, que este propuso, con semblante serio, proceder al fusilamiento público de unos diez mil oficiales alemanes una vez concluida la guerra, para que sirviese como lección al pueblo alemán. Tanto Roosevelt como Churchill quedaron estupefactos ante esta propuesta de venganza indiscriminada e inmediatamente trataron de disuadir de ello al dictador soviético. Al encontrarse con tan inesperada reacción, Stalin se rio y pasó a otro asunto, por lo que nunca se supo si era una proposición real, un globo sonda o solo una broma macabra.
Lo que quedó claro a lo largo de la conferencia es que Stalin no miraba con simpatías a la nueva Alemania que saldría de la guerra. Mientras que él, con una mentalidad propia de los soldados de la Edad Media, era partidario de llevar a cabo un saqueo de grandes proporciones, llevándose las fábricas y todo tipo de máquinas industriales a la Unión Soviética como botín de guerra, Churchill tenía una visión mucho más amplia.
El dirigente británico era partidario de impulsar la economía germana de la posguerra para asegurar una nación estable y pacífica en el futuro, lo cual ilustró con el siguiente ejemplo: «Un carro necesita de un caballo para poder ir hacia delante». Pero Stalin no estaba dispuesto a poner ningún «caballo» al frente de la maltrecha economía alemana: «No olvide, señor Churchill, que un caballo también puede dar coces», le espetó.
Años más tarde, en Moscú circuló una curiosa leyenda, sin duda para acrecentar el culto a Stalin. Los hagiógrafos del dictador aseguraban que, durante una de las cenas, Roosevelt comentó en voz baja a Churchill, en tono de broma, que el paisaje que contemplaba desde su habitación era tan bucólico que solo echaba de menos unos manzanos para completar la estampa campestre. Los dos gobernantes estaban convencidos de que Stalin no entendía el inglés, por lo que creyeron que el comentario había quedado entre los dos. Sin embargo, su anfitrión lo había comprendido, pues llevaba tiempo estudiando el idioma.
A la mañana siguiente, Roosevelt no salía de su asombro al comprobar cómo desde su ventana podía ver tres manzanos, que, sigilosamente, alguien había plantado durante la noche. De este modo, Stalin hizo saber a los dos políticos anglosajones que, pese a su origen humilde y aspecto rudo, no debían menospreciarle.
Pese a las divergencias entre Stalin y sus aliados, la realidad es que tanto Churchill como Roosevelt quedaron muy satisfechos del desarrollo de la conferencia, que finalizó el 11 de febrero de 1945 entre brindis y felicitaciones mutuas. Lo que no sabemos es si Stalin, una vez se había salido con la suya, dejó de llenarse el vaso con agua y se bebió un buen trago de vodka para celebrarlo.
Un jardinero que llegaría muy lejos
En marzo de 1945, los Aliados habían llegado ya a las orillas del Rin. Para evitar que las tropas enemigas cruzasen esa última barrera geográfica y se desparramasen por el interior de Alemania, Hitler ordenó volar todos los puentes.
Sin embargo, el 6 de marzo, el puente ferroviario Ludendorff, en Remagen, permanecía aún intacto, tal como pudo comprobar el general norteamericano Courtney Hodges desde una montaña cercana. Inmediatamente, Hodges comunicó a sus hombres que se dirigiesen a toda velocidad hacia el puente, antes de que los alemanes tuvieran tiempo de dinamitarlo.
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Un pelotón, al mando del teniente Grimball, avanzó con sus tanques en veloz carrera hacia el río. Al pasar por un grupo de casas, uno de los soldados vio a un hombre de edad madura cuidando un jardín. El soldado pensó que sería un miembro del Volkssturm, una fuerza compuesta por ancianos y niños, movilizada para defender el Reich; creyó que informaría a sus superiores de que la columna de blindados norteamericanos se dirigía a tomar el puente. Así pues, le disparó tres veces con su fusil, pero el presunto miembro del Volkssturm se agachó a tiempo y evitó las balas. Como la columna no podía detenerse, no hubo tiempo para más disparos.
Unos años más tarde, el teniente Grimball se enteró de quién era aquel jardinero. Era ni más ni menos que Konrad Adenauer, el que sería canciller de la República Federal de Alemania en 1949 y que, paradójicamente, convertiría a su país en un fiel aliado de Estados Unidos.
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En cuanto al famoso puente, la tarde del 7 de marzo, los alemanes detonarían las cargas de dinamita, pero tan solo lograron que la pesada construcción de hierro se elevase unos centímetros para, de forma increíble, volver a descansar sobre sus cimientos. En cuanto el puente fue tomado, los ingenieros norteamericanos consolidaron momentáneamente su estabilidad. El puente de Remagen se desplomaría el 17 de marzo, pero para entonces las tropas aliadas ya habían ganado posiciones en la otra orilla, dispuestas a llegar al corazón de Alemania.
La hazaña de un piloto tuerto
Curiosamente, el último Boeing B-29 Superfortress derribado en la Segunda Guerra Mundial fue víctima del ataque de un piloto japonés tuerto, Saburo Sakai.
El aviador japonés, nacido en 1916, era ya entonces un destacado piloto, admirado por sus compañeros. Sakai había perdido un ojo el 8 de agosto de 1942, durante la batalla de Guadalcanal; en un combate aéreo, Sakai recibió un disparo de la ametralladora ventral de un Grumman Avenger: le produjo una herida muy grave en la cabeza. Creyendo que iba a morir, pensó en estrellarse contra un barco enemigo, pero al final decidió intentar regresar a su base, y lo logró. A consecuencia de las heridas, Sakai perdió la visión de su ojo derecho y sufrió parálisis del lado izquierdo de su cuerpo. A partir de entonces, se dedicó a adiestrar a nuevos pilotos. Al menos, gracias a una posterior intervención quirúrgica, pudo recuperar la movilidad.
Pero en noviembre de 1943, por la escasez de pilotos que padecía la fuerza aérea nipona, el aviador retirado tuvo que tomar los mandos de un caza Zero para defender los cielos de su país, sin que su problema de visión fuera un impedimento.
El 13 de agosto de 1945, ayudado por un compañero que pilotaba otro Zero, Sakai puso rumbo hacia un solitario B-29 que en ese momento estaba lanzando bombas sobre Tokio. Los tripulantes de la Superfortaleza Volante se vieron sorprendidos por esa inesperada visita, pues en aquel entonces había una incontestable supremacía aérea norteamericana. Aun así, eso no resta méritos a Sakai, que se lanzó al máximo de potencia contra el aparato disparando sus ametralladoras. Sus balas penetraron en algún punto vital del B-29, que de inmediato inició una caída en picado. Sus tripulantes no consiguieron enderezarlo y, finalmente, se estrelló en el mar. Sakai, el piloto tuerto, había logrado su objetivo.
Curiosamente, tras la guerra, Sakai se convirtió al budismo y se declaró pacifista convencido, hasta el punto de que decía no querer volver a matar a ningún ser vivo, ni a un mosquito. El antiguo piloto visitó en varias ocasiones Estados Unidos y mantuvo un amistoso encuentro con el aviador que con su disparo le había dejado tuerto.
Poco antes de morir de un ataque al corazón, el 22 de septiembre de 2000, reconoció a unos periodistas que solía rezar por las almas de los aviadores que había derribado durante la guerra.
Recordatorio dental para Tojo
Tras la derrota japonesa, el general Hideki Tojo (1884-1948) acabó en prisión. Había sido el primer ministro que había ordenado el ataque a Pearl Harbor sin previa declaración de guerra.
Unos días antes de que se firmase la rendición en el acorazado
Missouri
, el 2 de septiembre de 1945, Tojo había intentado suicidarse, para cargar así con toda la culpa y la vergüenza de la derrota, y librar al Emperador de esta pesada carga. Tojo no siguió el ritual típico japonés para estos casos, el
harakiri
; optó por un suicidio al estilo occidental, disparándose un tiro en la sien. Sin embargo, inexplicablemente, al general le falló la puntería: solo consiguió resultar herido de gravedad. Y eso no le evitó comparecer ante un jurado, acusado de crímenes de guerra.
Aunque flotaba en el ambiente que nada podría librar a Tojo de acabar en la horca, durante su estancia en la prisión de Sugama, cerca de Tokio, recibió todo tipo de atenciones médicas. Tojo dijo necesitar una dentadura postiza, para hablar mejor en el juicio. Así, el dentista norteamericano encargado de atender a los pacientes de la prisión, George Foster, le extrajo algunas piezas y encargó la confección de la dentadura postiza a un mecánico dentista de veintidós años, Jack Mallory. Ante esa oportunidad, a Mallory se le ocurrió la idea de inscribir en la dentadura el mensaje «Remember Pearl Harbor» («Recuerda Pearl Harbor»), aunque desechó la idea al suponer que podían castigarle por ello. Pero un amigo, operador de radio, le dio la idea de grabar la frase en morse, es decir, mediante combinación de puntos y rayas. De este modo, no lo descubrirían.
Así pues, Tojo estrenó su dentadura postiza luciendo ese recordatorio, naturalmente sin ser consciente de ello. No obstante, tres meses más tarde, aquel dentista no pudo evitar explicarles a sus amigos su original venganza. Uno de ellos tampoco pudo resistirse a contárselo a su familia de Texas, en una carta que les escribió; a su vez, uno de sus hermanos lo reveló a un periodista de una emisora de radio local, que no dudó en difundirlo al instante. Al poco tiempo, la noticia ya corría por todo el país.
En cuanto Mallory lo supo, acudió a su superior para confesar su culpa, pero este le dijo que tratase de arreglarlo lo más pronto posible. Esa misma noche, Mallory y un ayudante acudieron a la prisión en la que estaba Tojo y, después de despertarle, le pidieron la dentadura. Con una lima borraron los signos en morse y se la devolvieron. El prisionero no sabía qué pensar.
A la mañana siguiente, un enfurecido coronel se presentó ante Mallory y le preguntó:
—¿Es cierta esa noticia de que en la dentadura postiza de Tojo está escrito «Recuerda Pearl Harbor»?
—¡No, señor! —le contestó Mallory, sin faltar a la verdad.
El dentista declararía en una entrevista al
Ludington Day News
, publicada el 16 de agosto de 1995, que nunca supo si Tojo se enteró de lo que había pasado, ya que él solo leía la prensa japonesa y esta no publicó nada sobre el asunto. Mallory también declaró que no actuó movido por el odio; lo hizo tan solo porque «no había mucha gente que tuviera la oportunidad de grabar eso en su boca». Tal vez fuera cierto, y Mallory no quisiese dejar pasar la oportunidad de que su nombre pasase a la historia, aunque fuera de ese modo.
De todos modos, su nueva dentadura (que le tenía que volver más elocuente) le sirvió de bien poco a Tojo para convencer a los jueces de su inocencia. Finalmente, tal y como se preveía, acabó en la horca. Antes de morir, escribió unos sentidos versos a su esposa: «Te espero, flor de loto, en la otra orilla».
Onoda, el soldado más obediente
Una vez finalizada la Segunda Guerra Mundial, durante varios años fueron apareciendo en las islas del Pacífico un buen número de soldados que no sabían que la guerra había terminado y que permanecían aislados donde tiempo atrás se les ordenó resistir. En Japón se les conoció como los San-Ryu-Scha, que se podría traducir como «los rezagados».
Todo se debió a que la ofensiva norteamericana en el Pacífico avanzaba dejando algunas islas sin reconquistar. Los estadounidenses permitieron que siguiesen ocupadas por guarniciones de soldados japoneses, que no suponían amenaza alguna para la retaguardia por su débil posición estratégica. Por el contrario, si hubieran intentado expulsar a sus ocupantes se habría perdido mucho tiempo y esfuerzo. Esos soldados japoneses, abandonados y sin contacto con las líneas de abastecimiento, continuaron firmes en su puesto, pero tuvieron que aprender a vivir de lo que les proporcionaba el terreno en el que vivían.
Ya en tiempo de paz, los propios norteamericanos se dedicaron a buscar a estos soldados para comunicarles que podían regresar a su país. En 1959, el gobierno japonés creó un departamento dentro del Ministerio de Sanidad para continuar con la búsqueda de los «rezagados» del Pacífico.
El teniente Hiroo Onoda (1922-2014) sería el ejemplo extremo de la obediencia militar. En diciembre de 1944 le enviaron a la isla filipina de Lubang, con la misión de llevar a cabo una guerra de guerrillas contra los norteamericanos una vez que estos invadiesen la isla. Cuando eso sucedió, en febrero de 1945, los soldados japoneses destacados en la isla cayeron en combate, o bien fueron capturados. Solo Onoda y tres compañeros continuaron con la lucha. Su comandante le había ordenado mantenerse en su puesto «aun cuando la unidad a su mando fuera destruida».
Al terminar la guerra, Onoda y sus hombres no quisieron creer que, tal como se podía leer en las octavillas que arrojaban los aviones norteamericanos, Japón se había rendido, y continuaron con sus acciones de guerrilla. Aun así, uno de ellos decidió rendirse en 1950. Otro de los compañeros de Onoda murió en 1954, al recibir un disparo durante una acción de sabotaje. El último de sus hombres moriría en 1972 en un enfrentamiento con la policía local, cuando ambos estaban quemando arroz cosechado por los agricultores locales, como parte de sus actividades de guerrilla. A partir de entonces, Onoda viviría completamente solo, pero aquel suceso abrió la posibilidad de que estuviera vivo (lo habían declarado muerto en 1959), por lo que se enviaron a la isla varios grupos para encontrarle. No tuvieron éxito.
En 1974, un joven aventurero japonés, Norio Suzuki, estaba acampado en la jungla con la esperanza de encontrar a aquel escurridizo soldado, cuando, de repente, lo descubrió en medio de la selva. El visitante, al advertir que los harapos con los que cubría su cuerpo eran los restos de un uniforme militar, lo reconoció de inmediato. Suzuki trató de convencerle de que la guerra había concluido. Pero Onoda no quiso creerle y se negó a abandonar la lucha, asegurándole que tan solo lo haría si recibía una orden directa de su antiguo jefe.
Suzuki regresó a su país y anunció su increíble descubrimiento, mostrando las fotos que le había tomado. Las autoridades se movilizaron para rescatar a Onoda y localizaron al que había sido su jefe, el mayor Taniguchi, que entonces regentaba una librería. Inmediatamente, tomó un avión para viajar a Lubang. Una vez allí, el 9 de marzo de 1974, se encontró por fin con su antiguo subordinado. Taniguchi le informó de la derrota de Japón y le ordenó que depusiese las armas; Onoda tenía en su poder un fusil en condiciones de disparar, medio millar de balas y varias granadas de mano. Solo en ese instante, se convenció de que Japón había perdido la guerra. En el momento en el que se le comunicó de forma oficial que ya no debía mantener aquella lejana posición, declaró: «No me entregué antes porque no había recibido la orden de hacerlo». A partir de ese momento, podía incorporarse de nuevo a la vida civil. Aunque a lo largo de sus casi tres décadas de lucha solitaria había matado a una treintena de campesinos, obtuvo el indulto del entonces presidente filipino, Ferdinand Marcos.
En su país, lo recibieron con honores de héroe nacional y lo condecoraron por su sacrificado y heroico servicio. Curiosamente, lo primero que hizo al llegar a su ciudad fue visitar la tumba que su familia había erigido en su honor. Publicó una autobiografía e incluso recibió peticiones para que se presentase a las elecciones, pero Onoda prefirió emigrar a Brasil, donde vivía su hermano y donde se dedicaría a la cría de ganado. Para compensar el daño que había causado a los habitantes de Lubang, en 1996, Onoda visitaría la isla para donar diez mil dólares a la escuela local.
Onoda fue el último soldado japonés en enterarse de que la guerra había finalizado,
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pero también hubo casos tan peculiares como el suyo. En 1960, un experto norteamericano en prospecciones petrolíferas descubrió en la isla de Mindoro a un grupo de aquellos soldados. Se trataba del teniente Yamamoto y sus cinco hombres, que permanecían aún en sus puestos. Durante esos quince años, tuvieron tiempo de sobra para construirse unas cabañas, aprender a cultivar la tierra, comerciar con los nativos e incluso fabricar una destilería de licor de plátanos.
Al enterarse, por boca de su visitante, de que la guerra había terminado, estallaron de alegría, pese a saber que habían perdido, y le ofrecieron una fiesta que duró tres días, en la que abundó el cerdo asado y, claro está, el aguardiente de plátano.
El soldado que estuvo más cerca de superar el récord de Onoda fue Shoichi Yokoi (1915-1997), a quien rescataron en las selvas de la isla de Guam, en 1972, tras permanecer oculto durante veintisiete años.
En la última fase de la guerra, en 1944, el sargento Yokoi, que había sido sastre en la vida civil, se encontraba en Guam, tras pasar los primeros años de la contienda en el norte de China. Las tropas estadounidenses, que habían perdido la isla en 1942, lograban regresar a Guam entre la alegría de la población civil, que había sufrido los excesos de la ocupación nipona. La mayoría de los veintidós mil soldados japoneses que defendían la isla murieron. Yokoi, junto con otros diez soldados, decidió escapar en dirección a la selva para resistir desde allí.
Con el paso de los años, sus compañeros fueron desapareciendo, ya fuera porque decidieron entregarse o marcharse a otras zonas de la isla. Yokoi, que vivía en una cueva, aprendió a confeccionarse ropa con la corteza de los árboles y a alimentarse de lo que la naturaleza le daba, especialmente raíces y gusanos. Al acabar la contienda, aviones norteamericanos lanzaron miles de octavillas en las que se avisaba a los soldados japoneses escondidos de que la guerra había terminado. Pero el sargento estaba convencido de que aquello no era más que «propaganda enemiga», tal como explicaría años más tarde, al regresar a Japón.
No sería hasta 1952 cuando el irreductible Yokoi comprendió que su país había perdido la guerra; aun así, permanecería oculto, convencido de que los soldados japoneses debían preferir la muerte a ser capturados vivos. Los últimos dos compañeros con los que mantenía contacto murieron de hambre en 1964, por lo que pasaría los siguientes ocho años en completa soledad. El 24 de enero de 1972, dos pescadores lo encontraron mientras revisaban unas trampas para camarones de río. Yokoi los atacó, al creer que querían capturarle, pero los dos pescadores lograron convencerle para que abandonase su retiro en la jungla.
Yokoi regresó a Japón convertido en héroe; disfrutó de una multitudinaria bienvenida a su llegada al aeropuerto de Tokio. Al bajar del avión, dijo unas palabras que quedaron grabadas en la mente de muchos japoneses: «Regreso con mucha vergüenza, lamento no haber servido al emperador de manera satisfactoria». En los manuales de guerra del soldado japonés figuraba la orden de no rendirse nunca, y Yokoi la había seguido al pie de la letra.
Yokoi volvió empuñando su fusil de reglamento, para devolvérselo al «honorable emperador». La imagen del hombre que «jamás se rindió» causó una impresión honda en un país que, pese a haber transcurrido ya un cuarto de siglo, no se atrevía a exaltar su identidad nacional, acomplejado por el desenlace de la guerra.
Tras una boda arreglada por las familias según la tradición nipona, pese a la edad avanzada del novio, Yokoi se adaptó sin muchos problemas a un país muy diferente al que había dejado en los años cuarenta. Se atrevió incluso a escribir un libro en el que relató su vida en la selva: se convertiría en un gran éxito de ventas. También colaboró en un programa de televisión dedicado a las técnicas de supervivencia, un arte en el que Yokoi había demostrado ser un auténtico experto. Tan solo le quedó un deseo por cumplir: en 1976, se presentó a las elecciones al Parlamento, pero no consiguió el escaño por el que competía.
El hombre que se lamentaba de no haber podido servir mejor al emperador Hiro Hito tuvo su momento de mayor reconocimiento cuando, en 1991, su hijo, Aki Hito, lo recibió en el Palacio Imperial de Tokio.