QUEDAS CON TU JEFE

Una vez, Sofía y tú hicisteis un cálculo aproximado de lo que habíais tardado en daros cuenta de que el príncipe azul era una fábula inventada por hombres con el único objetivo de adoctrinar a pequeñas inocentes para hacerles creer que el chico ideal existe, y que siempre acaba apareciendo sobre su bonito corcel blanco para jurar su amor eterno. Sofía dijo que fue a los trece años cuando descubrió el pastel. Tú tardaste muchísimo más, y en consecuencia tu virginidad fue más duradera. Esperaste a entregar ese bien tan preciado al hombre perfecto, que no se dignaba a aparecer, y al final acabaste dándoselo, durante tu primer año universitario, a un tío que, cuando se enteró de que todavía eras virgen, se juró a sí mismo que te la metería hasta el fondo.

El fenómeno por el cual una mujer idealiza a un hombre hasta la obsesión más absoluta se llama ser gilipollas. Sí, podría tener un nombre más pintoresco, e incluso místico, pero no. Y de todos los hombres a los que podrías idealizar, Didier no es uno de ellos, así que no hay ningún peligro. Por mucho que él diga que quiere hacer las cosas bien, nunca va a ser el tipo de hombre con el que te comprometerías. Con él estás a salvo de esas chorradas de las almas gemelas.

En realidad, tu verdadero problema es Emile. Intentas no darle demasiadas vueltas al hecho de que mencionara el destino, porque sabes lo que seguirá después: rememorarás ese gran beso y empezarás a montarte películas de un futuro hipotético tan detallado que rozará el delirio. Y lo peor de todo es que sabes que, cuando la idea de que el destino quiere que estés con Emile se ancle en tu mente, querrás que se cumpla. Y ya nada será como tiene que ser, porque actuarás esperando a que eso pase, y tu repentino y desmedido interés acabará ahuyentándolo. Tu gran capacidad para la imaginación te condiciona hasta ese extremo.

Es como cuando aquella vidente que te echó las cartas te dijo que, en ese mismo mes o al siguiente, conocerías a un chico de familia adinerada, y que sería el hombre de tu vida. Te pasaste ese periodo de tiempo indagando sobre el poder adquisitivo de todo varón al que conocías, tipo así:

Pregunta 1: ¿Cómo te llamas?

La respuesta nunca te decía nada.

Pregunta 2: ¿A qué te dedicas?

Si era un trabajo donde era evidente que se ganaba dinero, alzabas las cejas. Si no, pasabas a la siguiente.

Pregunta 3: ¿Y tus padres?

Has respondido a Emile que no podías quedar esta noche porque tienes una cena de empresa, cosa que no es del todo mentira. Te ha costado decidirte, porque lo que en un principio parecía muy simple (Emile quiere novia. Si estás buscando una relación, sal con Emile. Didier quiere follar. Si estás buscando echar un polvo, sal con Didier), se vuelve terriblemente complicado cuando quieres ambas cosas. No es que Emile sea un eunuco, pero no te pone tantísimo como Didier. Y al mismo tiempo temes que Emile se entere de lo que te traes con tu jefe y deje de intentarlo contigo. Mezclarlos: eso sí que sería crear al hombre perfecto.

Cuando pasas por el piso para ducharte y arreglarte, te encuentras a Rachida en la pequeña terracita, inmersa en uno de sus cuadros inverosímiles. No está sentada delante del lienzo con una paleta en la mano y un pincel en la otra, como cabría esperar, sino de pie, alejada unos centímetros del lienzo, observándolo. Supones que estará pensando qué pintar y, teniendo en cuenta la inmensa bronca que tuvo con Deborah por no querer contar a sus padres que es lesbiana, no crees que tenga muchas ganas de esbozar chuminos. Cuando las cosas siguieron su propio curso y la familia de Rachida acabó por enterarse, no se cabreó solo contigo, sino también con Emile. Para ella sois el enemigo en su defensa de la intimidad. Y aunque después ellas se reconciliaron, sigue molesta contigo. Es la hostia de rencorosa. Por eso no sabes si saludarla, aunque al final te decantas por la educación.

−Hola. ¿Qué hay?

En lugar de contestarte, Rachida te dedica una mirada inexpresiva antes de lanzar los polvos de colores que retenía en sus puños contra el lienzo. Lo hace con tal acceso de rabia que te apartas rápidamente de su ángulo de visión, no vayas a ser la próxima.

Todavía te preguntas si has elegido bien. Si no deberías mandarle un mensaje a tu jefe y cancelarlo todo, pero la parte más animal de tu cuerpo interviene para decirte que te pegues un revolcón, que te lo has ganado. Abres el armario e inspeccionas las perchas. Si al menos supieras adónde va a llevarte, tendrías más posibilidades de acertar. Tuerces la boca dudando entre el vestido negro con falda de tul y detalles en rojo o los vaqueros ajustados con una camisa mona. De pronto, como si te estuviera leyendo la mente, Didier te llama.

−Ahora mismo estaba pensando en qué ponerme −dices.

−Date prisa, no tenemos mucho tiempo. Ponte lo más elegante que tengas −contesta.

−Qué misterio −sonríes, mordiéndote el labio−. ¿Dónde quedamos?

−Iré a buscarte, como buen galán que soy, con un ramo de rosas rojas.

No puedes evitar reírte, claramente está de coña.

−Tampoco hace falta que finjas ser el príncipe azul.

−No, quiero hacerlo. También te abriré la puerta del coche, y te trataré como tú me digas que te trate. Esta noche tú mandas.

¿Ahora estás en Pretty Woman?

Todavía no sabes hasta qué punto…

−Qué lujo.

−Voy de camino. No te entretengas mucho, tenemos que ser puntuales.

−Vale. Aquí te espero.

Insensata… ¿Es que no te acuerdas de que vives con Emile?

Sales de la ducha entre tanto vapor que parece que estés en un baño turco. Te enrollas la toalla alrededor del cuerpo y dejas la puerta entornada para que el espejo se desempañe un poco. Te has acostumbrado a que no tenga cerrojo, y además, desde el incidente con Emile, nadie entra si ve luz, aunque sea la del débil fluorescente del armario. Te secas, dejas la toalla encima de la tapa del inodoro y empiezas a untarte el cuerpo con distintas lociones: la facial, la hidratante, la que huele a cardamomo... De pronto, la luz parpadea, pero por suerte se queda encendida. Vuelves a tus quehaceres, esparciendo una de las cremas por las piernas. Te cuesta muy poco imaginar que son las manos de tu jefe. Cuando llegas a la parte interior del muslo, te acaricias las ingles, y por un segundo estás tentada de seguir imaginando. La luz acaba por putearte y se apaga.

¿Y ahora qué?

No vas a avisar a nadie porque estás en bolas y apenas puedes ver dónde está tu ropa interior con la poca luz que llega desde el patio interior y la franja del pasillo. Vestido negro, medias negras, braguitas negras… Todo es negro y no sabes qué es qué. Desde luego lo que no te pase a ti…

Alguien presiona varias veces el interruptor, hasta darse cuenta de que no hay luz. Te tapas con la toalla y preguntas azorada quién anda ahí. Ves su contorno, y el latido de tu corazón (junto con el de más abajo) se dispara.

−Soy Emile −dice en un susurro que te sienta como una caricia.

Qué diferente es esta situación de la anterior. Qué paradoja. La primera vez que os encontrasteis en ese mismo cuarto de baño, ibas abrigada hasta la nariz y temías que te hubiera visto algo. Ahora te tapa una toalla y te estorba, así que la sueltas. Y esta vez Emile se ha quedado, observando tus curvas, intentando adivinar lo que las sombras le están ocultando, como si fueras una modelo de esas que van tapadas lo justo para dejar algo a la imaginación.

Este silencio no quieres llenarlo, y no es porque hayas aprendido que a veces hay silencios que es mejor no llenar, sino porque el hecho de no deciros nada es el combustible necesario para encender el fuego de tu interior. Dejar escapar este momento sería un crimen, aunque seas tú la que propuso lo de comportaros como compañeros de piso.

Se acerca. Se está acercando y acabas de notar ese escalofrío delicioso que, hasta ahora, solo habías sentido con tu jefe. Un cosquilleo te sube por el estómago cuando sus manos tocan el final de tu espalda y la acarician ascendiendo hasta los omóplatos. Te mira desde muy cerca, embelesado, como si se estuviera asegurando de que esto es real, que estás en sus brazos, desnuda. Desvía la vista a tus labios y pasa el dedo pulgar por ellos, admirando cada parte de ti con una dulzura que nunca antes te habían dedicado.

Siempre te has preguntado a qué se debe tanta prisa por llegar a la penetración. El coito está sobrevalorado. El objetivo no debería ser correrse, sino disfrutar el uno del otro durante el tiempo que haga falta y, si lleva todo el día, tanto mejor. Pero lo de ahora, Irene, no sirve de ejemplo, porque hay un alto cargo francés que está a dos calles de tu piso y, para ir bien de tiempo, tendríais que echar uno rápido. Claro que en esto no puedes pensar ahora que su lengua caliente está aspirando la tuya, y su miembro erguido bajo el pantalón te aprisiona contra el lavabo.

Le quitas la sudadera con capucha para poder tocar esos bíceps antes de deslizar tu mano hasta su entrepierna. Emile deja escapar un jadeo y se acerca a tu oído para susurrarte que por nada del mundo habría dejado escapar este momento. «Yo tampoco», contestas lamiéndole el lóbulo de la oreja.

Destino, destino, destino. La palabra no para de repetirse en tu cabeza mientras te besa el cuello y tú te restriegas contra él, metiendo la mano bajo los calzoncillos y tocándolo con ansia. Os rozáis las caras, cachondos como el más salido en un club de alterne, y por fin el tacto de sus dedos alcanza el destino húmedo de tu vagina. Sueltas un gritito de placer que, lamentablemente, va acompañado del sonido del timbre y de las palabras de Rachida que, desde el pasillo, anuncia la llegada de tu superior.

**

Ahora tienes a los dos sujetos de tu dilema en el mismo lugar, concretamente en el comedor. El sujeto número uno, de nombre Didier, está encantado de conocer a tus compañeros de piso. Se ha encontrado con Deborah cuando ella entraba unos segundos después de él y ya le ha ofrecido una copa de vino. Él ha mirado la hora en su carísimo reloj de pulsera y, con una sonrisa complaciente, la ha aceptado, ignorando por completo tu clara señal de «Vámonos». La tensión que te agarrota los músculos faciales se debe a la evidente incomodidad del sujeto número dos, de nombre Emile, que acaba de darse cuenta de que la cena de empresa era una patraña para reemplazar su cita por la de tu jefe. Encima, se ha quedado sin mojar el churro, cosa que no debe de ponerle de buen humor, aunque si el único problema fuera haberse quedado a las puertas de la ya segura cópula, no estaría así. El problema real es que Emile ha dejado el camino preparado para que moje otro, y eso no hay hombre en este mundo que pueda tolerarlo. Además, no le hace falta imaginar que podría haber otro porque lo tiene delante, con una copa de vino tinto en la mano, bromeando con su voz seductora y lanzándote miradas nada difíciles de descifrar. Y ahí estás tú, con un ramo de rosas rojas en la mano, tratando de ubicarte primero a ti antes que a las flores.

−Así que eres artista −le dice tu jefe a Rachida.

Todos estáis de pie porque vuestra inminente marcha no da lugar a acomodaros. Rachida se muestra encantada con el apelativo, y le enseña las manos manchadas de pintura. Él responde con la risa de rigor.

−Una profesión difícil, ya lo creo.

−Y tú, ¿a qué te dedicas? Aparte de salir con tus empleadas, claro −pregunta Emile.

Casi se te cae el ramo. Por suerte, y a pesar del tono, Didier se lo ha tomado con humor. Rachida, por su parte, le da un sutil codazo, y Deborah os mira alternativamente, comprendiendo lo que pasa.

−Dirijo una empresa, o por lo menos eso creo. La verdad es que los jefes de departamento son tan eficientes que ya casi no tengo que preocuparme por nada −contesta, sin darse cuenta de la rabia que destilan los ojos de Emile. Solo tú lo entiendes, y ahora quizás también Deborah.

−¿Nos vamos? −le ruegas a Didier.

−¿Vas a llevarte las flores? −bromea.

En un balbuceo, te escapas a la cocina. Deborah, rápida como un rayo, te sigue.

−Tú tienes algo con Emile −afirma en falsete.

−No ha llegado a ser nada −replicas, llenando un medidor de plástico para usarlo de jarrón.

−¿Que no? Joder, está que trina con tu jefe.

−Es su problema. O a lo mejor yo la he jodido. Yo qué sé.

−Esto no se puede quedar así. Mañana quiero que me lo cuentes todo.

Cuando salís, la escena no ha cambiado nada. Es como si se hubiera quedado en pausa mientras Deborah y tú hablabais en la cocina. Didier conversa con Rachida sobre el arte del siglo XIX, y Emile rebate sus opiniones, tan rápido que no deja espacio entre palabra y palabra para respirar. Casi parece un macho alfa comportándose de esa manera. No te gusta nada. Solo os habéis dado un par de besos y un magreo, ¿a qué vienen tantos celos? Has pasado de sentirte culpable a estar cabreada. No hay derecho a que te trate como si fueras de su propiedad y no la de tu jefe. De hecho, eres más propiedad de tu jefe que de él, porque ha contratado tus servicios. Vale, ha sonado mejor en tu cabeza, no lo digas en voz alta.

−Eso es como decir que Picasso tenía obsesión por los cubos.

Emile es el único que se ríe de su gracia. Te has perdido parte de la conversación y no sabes a qué viene eso, pero le dedicas una mirada asesina y la complementas con un «Ya hablaremos».

Solo el sonido de la puerta cerrándose te desata el nudo de la garganta. Eso y la entrada que acaba de ponerte Didier en la mano.

−¡Ópera! ¡¿Vamos a la Ópera?! −chillas como una colegiala.

Bien sûr, mon chéri.

**

No te lo puedes creer hasta que no estáis en el palco. Es cierto que no es lo mismo que estar en la de París o la de Viena, pero tú te contentas con poco. Prefieres ir a una ópera menor con Didier que a una importante con una compañía menos apetecible. Si no fuera por su notable promiscuidad, que se huele a leguas, sería perfecto para ti: educado, divertido, inteligente, elegante, guapo. Espera, pongamos eso por orden de importancia: guapo, inteligente, divertido, educado y elegante. Ahora sí. Con él sientes que podrías hablar y follar durante toda la noche a partes iguales, y eso no siempre es posible.

−Barba Azul –lees en alto el folleto, desbordando felicidad con cada gesto y expresión.

−Sí. No es la mejor, ni la más famosa, pero es lo único que había.

−Pero si no tengo ninguna queja. Me gustan mucho los cuentos de los hermanos Grimm.

−En realidad −levanta el dedo índice− es de Charles Perrault.

−No sé quién es.

−No importa. Era un funcionario muy pelota, de la época de Luis XIV. Todo lo que escribió es muy aburrido, salvo sus recopilaciones de cuentos.

−La sinopsis me gusta −dices ojeando el interior del panfleto−. No recordaba la historia.

Él te mira con una sonrisa arrebatadora. Pone su mano encima de la tuya y te da un casto beso en los labios. Desde que te ha recogido en casa, ha sido todo lo delicado y correcto contigo que se puede ser, pero la verdad es que, cuando estás con él, te pones tan perraca que preferirías que te arrancara la ropa a mordiscos.

−Ha sido una gran sorpresa. Gracias −sonríes y desvías la vista al escenario.

−Y me he encargado personalmente de que estemos solos aquí arriba −te hace saber.

No te has dado cuenta hasta ahora, y es que la ópera está a punto de comenzar y el resto de asientos de vuestro palco siguen vacíos.

−He comprado todas las entradas.

−¿Que has hecho qué? –preguntas incrédula−. ¡Pero ha debido de costarte una fortuna!

−No son tan caras.

Te acercas a él y elogias su ocurrencia introduciendo tu lengua en su boca. Él responde con ferviente deseo, y sus manos consiguen hacer que te humedezcas con solo colocarlas a un lado y al otro de tu cabeza. Y no es porque tengas poco aguante, es por el modo salvaje con el que hunde sus dedos en tu pelo.

Vuestras lenguas comienzan a bailar unidas, pero la suya no deja nada al azar. Parece que sepa exactamente los pasos a seguir y te esté llevando, como un bailarín profesional. Cuando piensas que tu primer beso fue como meter la lengua en una centrifugadora de saliva, te reafirmas en que estás en la gloria. A diferencia del de Emile, este es mucho más sexual, aunque no dirías que mejor. Su lengua busca un claro fin, que es provocarte para que le pidas que lo repita en la obertura vertical de tu vagina.

La orquesta da la bienvenida al público y consideráis oportuno desengancharos. Pero el calor sigue ahí, y su mano sobre tu pierna. Es un continuará, y la ópera, una interrupción pasajera. Su mano es un punto de libro en una historia tórrida.

La impresión que te causa la fuerza de las voces es lo único que consigue alejar de tu mente toda idea relacionada con la práctica de sexo oral en un palco de la ópera de Montpellier. Has pasado de pensar si podría hacerse sin dar la nota a emocionarte con la interpretación.

Judith se ha casado con Barba Azul y éste le ha entregado las siete llaves que abren las siete puertas del castillo. Lo que contiene cada una de ellas es terrible, y a la vez está cargado de significado, porque representa todo lo que es él. En este punto, ya has sacado tu propia moraleja de la historia y tiene mucho sentido: no es necesario saberlo todo de la persona con la que deseas compartir tu vida. El misterio es algo muy importante para la buena salud de una relación.

Pero Judith sigue abriendo las puertas para intentar comprender a ese hombre extraño y quizás, de esa manera, redimirlo. Gran error. Parecido al de querer comprometerse con alguien que no está hecho para comprometerse.

¿Por qué las mujeres tenemos ese afán por atar a los hombres libres? Tú misma acabas de pensarlo hace un momento cuando has tachado de promiscuo a Didier. Los hombres como él tienen un atractivo especial porque son indomables. No quieren pertenecer a nadie pero queremos ser la elegida. Queremos ser la mujer que cambiará eso, que lo llevará por el buen camino, cuando ninguna otra lo ha logrado antes.

Desvías un momento la mirada a tu jefe y su magnetismo hace que la sangre corra más rápido por tus venas. Te hace sentir viva. Más viva de lo que nunca habías estado en Barcelona. Vuelves tu atención al escenario y el canto de los protagonistas hace que todo vibre, y te llega tan hondo que te descubres soltando dos lagrimillas. Didier, cuya mano sigue marcando esa pausa sobre tu pierna, te aprieta la parte superior de la rodilla, mirándote de un modo que activa tus fantasías más impúdicas.

¿No sería apoteósico hacerlo en el palco de una ópera mientras esas potentes voces os regalan los oídos?

Lo sería. De hecho, te preguntas si no se ha asegurado de que estéis solos para lograr ese fin. Pero, aunque fuese increíble, también puede ser la última vez que vayas a ver una ópera, y perderse más de la mitad es un poco impropio.

−¿Sabes lo que me gustaría hacer ahora mismo? −te pregunta cerca de tu oído, acariciando cada letra con su lengua bailarina.

−¿Qué? −contestas soltando una risita.

−Probar la esencia española −bromea, colocando su mano estratégicamente sobre tu vagina−. Pero, como te dije, hoy mandas tú.

O tú eres transparente como el agua o este tío lee mentes.

Los motivos por los que lo harías se enredan con los motivos por los que no lo harías, y no tienes nada claro qué hacer. El interior de tu cabeza es un manojo de dudas que se han liado como cables. Ordena tus ideas, pero hazlo rápido porque Didier espera algo más que risitas tontas.

Lo harías porque…

1. Si te tocan, quemas.

2. Puede ser que vayas más veces a la ópera en tu vida, pero mantener relaciones sexuales en un palco es improbable que vuelva a pasarte.

3. Harías realidad una fantasía. Si no lo haces y se lo cuentas a alguien, te dirá que eres tonta de remate.

4. Este tío te pone a mil. Lo estás deseando.

5. Mejor arrepentirse de algo que has hecho que de algo que no has hecho.

6. ¡Quieres hacerlo!

No lo harías porque…

1. ¿Y si te pillas con él? Tú no eres como Sofía, eres enamoradiza. Este hombre no es para ti, acabarás haciéndote daño.

2. Emile. No estás con él, pero el hecho de considerar esa posibilidad te frena.

3. Quieres hacerte valer. No eres una fresca que se puede tirar en cualquier parte.

4. ¿Vas a poder ignorar que pase de ti en la oficina después de esto? ¿Y si le tira la caña a otra?

5. A veces es más conveniente escuchar la voz de la razón, porque el cuerpo no atiende a razones.

6. ¡No debes!

¿A qué voz le harás caso?

A la voz 1: «Penétrame ahora, no me importa con qué, con la lengua, con los dedos, con tu polla, solo quiero sentirte dentro, ahora».

Te quedas y te dejas llevar por los deseos de tu jefe.

O a la voz 2: «Y, si te parece, también lo hacemos en medio de una plaza. ¡No soy una muñeca hinchable! Por lo menos Emile me hace sentir que valgo mucho más que eso».

Te marchas e intentas arreglar las cosas con Emile.