TE LO PIENSAS EN EL BAR DEL HOTEL

Cuando llegas al hotel, tienes tanta sed que a tu saliva le cuesta bajar por la garganta. Por muchas ganas que tengas de ducharte (porque sudar, has sudado lo mismo que en una puñetera sauna) antes necesitas agua. Litros de agua. Sigues las indicaciones de los cartelitos de aluminio que te conducen al bar. Tus pasos son tan bastos como tu aspecto con ese plumón. Bajas unas escaleras y la iluminación se vuelve más tenue. Se te ocurre que podrías haber llamado al servicio de habitaciones desde tu habitación. Una opción mucho mejor teniendo en cuenta que, muy probablemente, exudarás un molesto tufo en cuanto te quites el abrigo. Pero ahora ya estás en la barra frente a un camarero que tiene aspecto de preparar cócteles y gin-tonics elaborados, y que a lo mejor te mira mal cuando le digas que solo quieres agua: será como pedirle la Macarena a un DJ en un local alternativo.

El bar está bastante concurrido y ya no quedan mesas libres, pero tampoco pensabas quedarte más tiempo del que te llevará beber diez vasos de agua.

Te quitas la bufanda y el abrigo, que no te has atrevido a abrochar de nuevo, y te sientas. Pides la primera botella de agua al camarero que, tal y como esperabas, asiente apáticamente. Cuando te sirve, bebes el primer vaso casi sin respirar. Después haces lo que muchos hacen pero no quieren admitir: te recoges el pelo (aunque no llevas nada para sujetarlo) y, con disimulo, acercas la nariz a tu axila derecha. Sigues el mismo procedimiento con la izquierda y suspiras con alivio. No te ha dado tiempo a adoptar una pose normal cuando una voz masculina te aborda inesperadamente.

−¿Una mala noche? −pregunta señalando el agua con la mirada.

Tu respuesta se te atraganta un poco porque tardas más de lo necesario en cazar la ironía, ya que por un momento has pensado que cree que bebes vodka o ginebra a palo seco. Así que empiezas a decir un «No, esto es…», y te callas cuando la sorna se imprime en sus facciones. Entonces te ríes.

−Si quieres, puedo invitarte a algo para mayores de dieciocho −te dice.

−No, no hace falta −sonríes.

Su porte es muy varonil. Ancha espalda y rostro hosco con una barba de tres días que lo endurece todavía más, haciéndole parecer un experto en la ardua tarea de la tala de árboles. Además, su modo de hablar carece de distintos tipos de tonalidad, por lo que todo cuanto ha dicho hasta el momento, ha sonado tan solemne como quien reflexiona sobre la pobreza en el mundo. Así es un poco difícil captar el humor. Intimidaría, si no fuera por la calidez de su mirada.

−Simon −se presenta, dándote la mano.

−Irene −se la estrechas.

Y al mismo tiempo, tu vagina manda una señal a tu cerebro: «¿Cómo sería tener ese cuerpo grandote encima de ti?», te pregunta rebosante de placer.

De modo que decides aceptar esa bebida para mayores de dieciocho que al camarero le causa gran satisfacción profesional. La sonrisa que antes no te ha mostrado, ahora aparece en toda su plenitud. Aunque, a decir verdad, no te sonríe a ti, sino a Simon, por lo que no debe de tener nada que ver con lo profesional, sino con su inclinación sexual.

Tienes el abrigo plegado sobre la falda y te está dando un calor de mil demonios, aunque no lo has notado hasta ahora que tienes a ese armario de hombre mirándote como si fueras un tentempié con patas. Por si lo echabas en falta, el sudor ha vuelto para quedarse, concretamente en forma de cerco bajo tus axilas. Sería claramente visible si levantaras mínimamente el alerón. Pero como eres consciente, no harás tal cosa. Mantendrás los brazos pegados al cuerpo sea como sea. No te das cuenta porque no te ves, pero tu imagen acercándote con casi todo tu cuerpo al plato de frutos secos es bastante patética. Como si fueras una Barbie con sus brazos de movimientos muy limitados.

−¿Qué te ha traído a Montpellier?

Le cuentas toda la historia y acabas con tus dudas con el piso.

−Por lo que dices, no está nada mal –opina.

−Parece demasiado perfecto, no sé.

−Míralo de este modo −aferra el vaso con la mano derecha, la que debe de usar para coger el hacha o, en tu imaginación, para apretar bien fuerte tus nalgas. El rubor te escala por las piernas y sientes un delicioso calambre bajo el vello púbico−. ¿Te han pasado tantas cosas malas como para no creer que pueda pasarte una buena?

Reflexionas un momento.

−Supongo que no −respondes.

−Ahí lo tienes. Aprovecha tu buena suerte, o lo hará otro, ¿no te parece?

Lo que te parece es que quieres ver si su miembro es tan robusto como su pecho. Le cabe por lo menos un tercer pulmón. Y aunque el rostro también es ancho, no da la impresión de que le sobre grasa. Simplemente es un hombretón de los que te vienen a la mente cuando piensas en un guarda forestal. Eso te pone: un guarda forestal que se encargue de preservar la naturaleza de tu sexo.

−Tienes razón. Aceptaré el piso.

−Bien hecho −te concede, como quien aprueba una moción.

−¿A qué te dedicas, Simon? −preguntas después de un rato de silencio.

Él apura su vaso de whisky y, manteniendo la seriedad, dice:

−No te rías cuando te lo diga.

Hombre, con ese tono de voz monótono y esa seriedad no crees que seas capaz de reírte. Parece una amenaza.

−Te lo juro.

−Soy inspector.

«¿Me he perdido algo?», piensas. Esta sí que no la has pillado. No sabes muy bien por qué ser inspector es gracioso.

−¿De hacienda?

−No, de axilas.

Menos mal que no estabas bebiendo nada cuando lo ha dicho porque lo habrías escupido. No sabes si está de cachondeo porque todavía no has entendido su sentido del humor, pero si lo está, es una broma de muy mal gusto. En estos momentos eres muy consciente del problema que se adivina a través de la tela de tu ropa.

−¿En serio? −preguntas con la voz un poquito tensa.

−Ya sé que es un trabajo muy poco serio.

Ah, que no está de broma, Irene. Este hombre de metro ochenta y torso de toro es realmente inspector de axilas. Jamás habías oído eso en tu vida.

−¿Es un trabajo? −no es tu intención sonar tan incrédula pero no lo puedes evitar.

−Trabajo en una fábrica de desodorantes. Es un control de calidad para comprobar si son efectivos.

−Pero entonces, ¿qué te piden para trabajar en eso? ¿Tener un olfato de sabueso? −tus brazos están tan pegados al cuerpo como las aletas de un pingüino.

Simon ríe. Es la risa más inusual que has oído en tu vida, tan breve como la caída de un objeto al suelo. Casi podría decirse que también se ve afectada por la ley de la gravedad. Y el soplido ruidoso de ese instante es extrañamente adorable.

−Tengo buen olfato, sí. Por eso estoy hablando contigo.

No sabes si reírte, molestarte o soltarle una fresca, de modo que haces todo a la vez. Por ese orden. Te ríes, te pones seria y contestas:

−Espero que no te refieras a mi olor corporal, porque eso sí que sería raro.

−No −frunce el ceño, amagando una de sus extrañas sonrisas−, lo digo en un sentido mucho menos literal. Ni que fuera el tío de El Perfume −enrojeces considerablemente−. Para valorar tu olor, debería acercarme mucho más −añade haciendo lo propio. La parte interior de tus ingles es ahora el nacimiento de un tímido manantial.

¿Quieres que ese varón, ese macho de las montañas, explore tus cavidades más profundas? Sería la primera vez que invitas a la cama a un tío que acabas de conocer. ¿Quién asegura que no vaya a salirte rana?

Dile «Entonces subamos a la habitación», si quieres que te penetre una bestia huraña, o dile «Lo siento, mañana tengo que estar pronto en el trabajo», si no te convence del todo y te echa para atrás que tenga ese punto tan rarito.

Te enrollas con el tío del bar

Empiezas tu primera semana de trabajo