VISITAS MONTPELLIER

La verdad es que no te esperabas que fueran a contratarte, y eso que casi vuelves a cagarla por teléfono con tu risa embriagada y el alegre arrastrar de tus palabras. Segunda conversación telefónica con Didier Goulard: no mucho mejor que la primera.

Irene, lo estás haciendo de coña. ¿Y dijo que Anabelle tiene ojo para la gente? Pues no parecía muy contenta en la entrevista. Debe de tener un máster en psicología de empresa con especialidad en comunicación no verbal, pero espera, la comunicación no verbal también fue un desastre. Tu cara podía leerse como un mapa: montañas de dudas, superficies planas y descoloridas, escasez de lugares de interés. ¿Entonces por qué leches te habrán contratado? ¡Si podrías escribir un artículo sobre todo lo que no hay que hacer para encontrar trabajo! Si describieras cada paso que has dado desde que hablaste con Didier la primera vez, el resultado sería seguir en paro.

Te encoges de hombros mientras caminas pisando la moqueta de la primera planta de tu hotel y levantas el pulgar al pasar junto a la placa en la que puede leerse 1 Espagne – Spain, y que fue motivo de tanta cháchara ayer por la noche en recepción, cuando la chica te dio la llave de tu habitación y te dijo: «Te ha tocado en la planta España». Abriste desmesuradamente los ojos porque tú crees en las señales y no te parece una coincidencia estar en un hotel cuyas plantas se dividen por países europeos, como Chez Moi. Se lo contaste a la recepcionista y, para qué vamos a engañarnos, la asustaste un poco.

La calle no es que te reciba con un abrazo, más bien con una buena tunda de frío invernal que te congela hasta las pestañas. ¿Cómo puede salir la gente de sus casas? Miras a ambos lados con el abrigo medio abierto por la cantidad de capas que te has puesto. Si no fuera porque es negro, serías la viva imagen del muñeco de Michelin. Te embutes todo lo que puedes e intentas subir la cremallera, pero se queda pillada. Como te has cubierto con la bufanda hasta la nariz, no alcanzas a ver bien qué puñetas pasa. No paras de tirar hasta que consigues subirla del todo. Ahora solo se te ven los ojos, pero no te hace falta más.

Al momento llegas a la avenida y, con tu visión periférica anulada, giras hacia la derecha. Según el plano de la ciudad, la estación Du Guesclin queda cerca. A pesar de que el recuerdo del calorcito de la habitación es tentador, te interesa visitar el centro histórico y ver algunos monumentos.

Tus articulaciones están algo entumecidas y tu caminar no es lo más sexy del lugar, pero te da igual. Tu objetivo es llegar al tranvía lo antes posible, aunque sea con andares manolos.

Lo consigues y, cuando se abren las puertas, ves que el vagón está casi vacío. Nada que ver con lo de esta mañana. La temperatura no mejora en el interior, así que decides no quitarte el abrigo. Total, son solo dos paradas. Aunque sea un trayecto corto te sientas, porque tu norma es hacerlo siempre que puedas. No hay que despreciar la comodidad.

Empiezas una lista mental de todo lo que tienes que hacer a partir de este momento sin apartar la mirada de las luces nocturnas de Montpellier. El hotel no es precisamente barato, así que tienes que empezar a buscar pisos en alquiler, abrir una cuenta en un banco (con tu doble nacionalidad no será un problema), renovar tu vestuario (porque en Barcelona no hace tantísimo frío y tus jerséis son demasiado finos, por no mencionar que han criado bolitas), y comprarte una tarjeta SIM francesa (y ya de paso un móvil, porque liberarlo podría costarte un dineral).

Desentierras el reloj de tu muñeca y miras la hora: vas a tener que dejarlo para otro día. Ya son las ocho y todo estará cerrado.

Bajas del tranvía con la sensación de que tu visita turística va a ser muy corta, porque lo único que te apetece ahora mismo es tomarte algo caliente en una cafetería, donde seguramente te pegarán un sablazo por una infusión.

Sales por la plaza de la Comédie y te encuentras en un extremo con el símbolo de Montpellier: las Tres Gracias. Una fuente de rocas cubiertas de musgo culminada por la escultura de tres mujeres. Lees en la breve explicación del tríptico que llevas que son las diosas del encanto, la belleza, la naturaleza, la creatividad y la fertilidad. Muy a tu pesar, te quitas un guante para que la pantalla de tu móvil detecte tus dedos y poder hacer una foto. Tienes muy poca movilidad y, cuando alzas los brazos para buscar el encuadre, te parece muy probable que se rompan las costuras del abrigo. La foto sale borrosa y, con un suspiro, vuelves a colocarte. Y entonces haces algo mucho más complicado: tocas la pantalla para que el objetivo gire y salgas en la foto. Menudas ideas de bombero tienes.

No hay manera humana de quedar bien. En el primer intento, sales con cara de pan y, como el vestuario no ayuda, de repente has ganado seis kilos. Buscas otro ángulo y esta vez sales con los ojos cerrados y sonrisa de alelada. Intentas hacer una nueva foto, pero el móvil se desliza por la mano que todavía conserva el guante y cae al suelo. Te agachas lo más rápido que puedes soltando una palabrota y, efectivamente, escuchas el desgarrón de una costura a la altura de la parte baja de la espalda. Eso te pasa por comprarte abrigos baratos.

Por lo menos la funda ha salvado al móvil. Escarmentada, lo vuelves a meter en el bolso, que prácticamente no puedes colgarte porque tus brazos y hombros son tan jodidamente anchos que las asas no llegan a colocarse bien. Si algo no harás en tu vida, Irene, será marcar tendencia.

Palpas el abrigo por detrás para comprobar los daños y giras la cabeza mientras tiras de la parte trasera pero no ves nada, básicamente porque tu cuerpo no está poseído por un demonio y tu cabeza llega hasta un límite. Pareces un gato jugando con su cola.

Pues nada, ya lo verás cuando te lo quites.

Echas un vistazo a tu alrededor. Hay muy poquita gente. Ves alguna cafetería pero sabes que nadie en su sano juicio se tomaría algo en la plaza principal de la ciudad. No eres como los pardillos que piden un café en la plaza San Marcos. Lo mejor es callejear un poco.

Avanzas en dirección a la Ópera y, con mucha admiración, contemplas las luces azules tras las ventanas. Te encantaría asistir a una función al menos una vez en tu vida, aunque lo más probable es que nunca llegues a ganar el dinero suficiente para pagar una entrada sin que eso suponga dejar a deber una mensualidad, o directamente dejar de comer. Ojalá fueras tan sobrada.

Rodeas el imponente edificio y recorres encantada las callecitas de arquitectura medieval que tanto te recuerdan a los viajes de tu infancia. No solo te vienen imágenes a la cabeza, sino también olores. El de la humedad de la piedra después de llover y el de los crêpes recién hechos. Recuerdas la expresión de tu padre la primera vez que le sirvieron uno. Tú debías de tener unos siete años. Frunció el ceño mirando el plato con decepción, levantó la vista hacia la mesa y dijo «¿Pero qué se supone que es esto?» y, volviéndose hacia tu madre, añadió «¿Un sándwich-tortilla?». Desde entonces en tu familia los crêpes pasaron a ser sándwiches-tortilla. Pero la anécdota no acabó ahí. Apartó el plato para que nos lo comiéramos nosotras y, fastidiado porque había mucha gente y el camarero no le hacía caso, se levantó y fue a la barra. Cuando volvió, aparentemente satisfecho, tu madre le preguntó qué había pedido y contestó que, como no tenía ni papa de francés, había pedido omelette, porque el nombre le sonaba a que podía ser algo bueno. Él, que solo le gusta la tortilla si es de patatas. Recuerdas a tu hermana y a tu madre riéndose hasta que se les saltaron las lágrimas, a tu padre totalmente desconcertado y a ti riéndote por contagio, porque entonces todavía no sabías lo que significaba esa palabra.

Junto a una tienda de bisutería artesanal encuentras una cafetería iluminada con luces amarillas que le dan cierta calidez navideña. Abres la puerta y suena una campanita. Sonriendo, levantas la vista en dirección al artilugio con una veneración casi religiosa, porque admiras que se conserven ese tipo de detalles en lugar de sacrificarlos por puertas automáticas.

Devuelves el saludo a la camarera que, tras la barra, te indica que puedes sentarte donde quieras. Las mesitas son redondas con sillitas muy finas. Típico estilo parisino. Te das cuenta de que está sonando La vie en rose. Ni tú misma habrías elegido mejor: ahora mismo la vida es un regalo y todo va viento en popa. Tu alegría armoniza con la musicalidad del francés cuando pides un chocolate caliente. Eliges una mesa apartada en un rincón al lado de la ventana y, antes de sentarte, mientras vibran en tus oídos las potentes erres de Edith Piaf, te dispones a quitarte el abrigo.

Y no lo consigues.

La cremallera está tan atascada como antes. Empleas toda tu fuerza y ni aun así se mueve ni un milímetro. Parece que algo la está obstruyendo, pero no puedes saber qué es porque la maldita bufanda está en medio.

Y te estás asando de calor.

Tiras de la bufanda sin lograr quitártela porque (¡horror!) es la bufanda lo que está obstruyendo la cremallera. Ahora no puedes arreglar ni una cosa ni la otra. Tus nudillos se ponen blancos mientras intentas, por todos los medios, bajar la cremallera, sin importarte ya deshilachar la bufanda.

¡Y es que se te está empapando la nuca!

Tu cara refleja que estás a punto de perder los nervios. Menos mal que nadie te está mirando. Vuelves a tirar de la bufanda y con la otra mano intentas desabrocharte, ahora soltando gruñidos desesperados. Cuando estás pensando si no sería mejor calmarte un poco, notas que hay alguien a tu espalda. Te das la vuelta con el calor subiéndote por el cuello, enrojeciendo hasta límites insospechados. Es la camarera con tu chocolate caliente. Sujeta el plato con ambas manos, sin saber muy bien qué hacer.

−¿Puedo ayudarla? −pregunta finalmente, mirando tu cremallera.

−Creo que podré yo sola, gracias.

Irene, que aceptes una ayuda de vez en cuando no está mal. No quiere decir que no seas lo suficientemente independiente o apañada. ¿Por qué siempre que alguien se ofrece, tu primera contestación es «No, no hace falta»?

Pues nada, que la camarera no ha insistido y te ha dejado el chocolate caliente en la mesa antes de irse a paso ligero. Tu respuesta no era lo que pensabas de verdad. Sí que querías su ayuda, pero esperabas que insistiera por lo menos una vez, como todo el mundo. Siempre se insiste para demostrar que uno quiere ayudar. No habías contado con la posibilidad de que particularmente esta mujer no lo quisiera con tantas ganas.

Ya no te quedan fuerzas para seguir peleándote con la maldita cremallera, de manera que te sientas como puedes, con tu voluminoso cuerpo cubierto de capas de jerséis de bolas y plumón, en la elegante sillita francesa, y esperas a que el chocolate caliente se enfríe un pelín antes de tomártelo.

Nunca te habías imaginado cuánto se puede sudar en un día sin estar en pleno agosto en Barcelona.

**

Vuelves a las calles adoquinadas con un cambio de humor considerable. Solo quieres volver a la habitación del hotel, cortar la bufanda con unas tijeras y darte una ducha templada. Estás cansada y mosqueada con la gran dosis de torpeza que acumula tu persona. Te has olvidado ya de la lista mental que hiciste en el tranvía, por eso no ves a la primera el cartel de SE ALQUILA que hay a la vuelta de la esquina. Tus sentidos no están alerta. A medida que te acercas a la plaza de la Comédie, te vas encontrando con más viandantes. No te ves venir a la viejecita con las bolsas de la compra. Te da tiempo a frenar, pero no el suficiente para que ella no se percate de lo que estaba a punto de ocurrir: la ibas a atropellar. Con un acento cerrado, más propio de las regiones de montaña, te suelta una sucesión de improperios un poco pasados de rosca. Podrías haberte cruzado con una anciana agradable de esas que preparan las pizzas de Casa Tarradellas a sus nietos en su horno de leña, pero has ido a cruzarte con la más desabrida de todas las que debe de haber en Montpellier. Tal es su enfado, que lanza una de las bolsas al suelo y oyes claramente cómo se rompen los huevos. Empieza a quejarse de que ya no se puede caminar tranquila por la ciudad sin toparse con jóvenes maleducadas, de que ella ya no tiene la vitalidad para evitar accidentes, y de que podrías haberle roto la cadera (en realidad ni la has rozado). Te disculpas. No es suficiente. Continúa diciendo que ella solo quería llegar al portal (te lo señala) y que hoy en día hasta eso es un reto. Y encima tiene que soportar a las lesbianas del segundo (te señala la vivienda y, ahora sí, ves el cartel).

−¿Se alquila? –preguntas, iniciando sin querer un diálogo al más puro estilo besugo.

−¿Eres lesbiana? –la vieja te mira de arriba abajo. Tuerce la boca en una expresión de disgusto. Parece que esté a punto de darle un ictus.

Piensas que tus pintas no son muy femeninas, es cierto, aunque llamarte lesbiana por ir gruesamente abrigada es gratuito.

−No. Busco piso.

−Súbeme las bolsas, haz el favor −dice dándote la que lleva y señalando la que está en el suelo, y se va derechita hacia el portal, al parecer segurísima de que lo vas a hacer. Las bolsas pesan tanto que podrían estar llenas de piedras. Aunque camine un poco encorvada y su cuerpo se vea delicado, esta mujer es más fuerte de lo que parece. Cuando abre la puerta del portal, os encontráis con una chica que está bajando las estrechas escaleras de granito.

−La otra lesbiana −dice la vieja, haciendo eco−. No hacéis más que corromper la inocencia de mi nieto.

−Buenas noches, señora Richaud −contesta la chica. Parece resignada. Tú vuelves a la carga.

−¿Alquiláis el piso?

−Una habitación. ¿Estás buscando casa?

−Sí, acabo de empezar. Llegué ayer.

Os habéis puesto a hablar en la escalera, mientras la señora Richaud observa a la chica de pelo a lo garçon con desagrado. El espacio es demasiado pequeño para tres personas, y la anciana está tan preocupada por no tener el más mínimo contacto con vosotras que casi ha conseguido ponerse derecha.

−Iba a comprar algunas cosas, pero si quieres te lo puedo enseñar antes.

−¿Va a subirme alguien las bolsas? −exige saber la vieja.

−Usted primero −la chica desciende el último escalón y se aparta para dejarle paso. La forma de los ojos y el color de su piel te hacen suponer que es de origen árabe, aunque no lleva pañuelo.

−Me llamo Rachida.

− Irene.

Os dais dos besos. La escalera reproduce un murmullo irritado. Rachida niega con la cabeza y le da vueltas al dedo índice para señalarte que la señora está loca. Sueltas una risita al tiempo que llegáis a su rellano. Dejas sus bolsas en la puerta, pero ella no te lo agradece. Es más, te dice que está muy mal eso de arrollar a la gente inocente por la calle y que las lesbianas, además de hacer cosas impías, no tenéis consideración.

−Buenas noches, señora Richaud −repite Rachida, haciéndote un gesto para que os marchéis de allí. La anciana os vigila. Hasta que no desaparecéis de su vista escaleras arriba, no baja la guardia.

−¿Qué problema tiene? −preguntas.

−¡Gouines! –os llama desviadas desde abajo, como si os estuviera lanzado un proyectil. Abres mucho los ojos.

−Bah −Rachida le resta importancia−. Se ha quedado en el siglo pasado, y quizás también esté un poco senil.

Llegáis al segundo piso, puerta B. Rachida abre la puerta. Los techos son altos y el suelo de gres. Hay una mesita en el recibidor llena de cosas: cartas, llaves, tickets, monedas. Una voz femenina llega por el pasillo preguntando por el hummus. Desde la entrada se oye el ruido de la campana extractora. El pasillo es estrecho y frío. Tres puertas más adelante, entras en un pequeño comedor unido a una cocina con office. Los muebles son antiguos (debían de venir con el piso) y la decoración moderna es incompatible con ellos. El resultado es un pastiche rocambolesco entre lo retro y lo más insustancial de Ikea.

Por la ventana que da a la cocina se asoma una chica con el pelo rapado por los lados y una mata rubio platino a modo de cresta.

−Oh. Hola −dice sonriendo. Mira a Rachida sin comprender.

−Esta es Irene. Está buscando piso.

Una figura atlética, con camiseta de manga corta y pantalones cargo, sale de su fuerte y se coloca frente a ti. Se llama Deborah. Te da dos besos. Después le da uno a su novia diciéndole con cariño que esta noche tendrán que apañarse sin hummus.

−Puedes dejar las cosas ahí −Deborah te señala un sofá de estructura de madera y cojines floreados de estilo rococó.

−Solo estaré un momento −dices, porque te da vergüenza que se enteren del asunto de la cremallera. Desde hace unos veinte minutos te estás meando y sabes que muy pronto vas a tener que ir al baño.

−Voy preparando la cena −comenta Rachida, dejando su abrigo y el bolso en la mesa, también llena de cosas, que está pegada a la pared de la ventanita de la cocina, a dos pasos del sofá.

Deborah te enseña la habitación, que en general es bastante correcta, quitando que la cama, que es de matrimonio, está a solo unos milímetros del ángulo de apertura de la puerta y que todo parece un poco encajonado. Tiene lo básico: además de la cama, un armario y un pequeño secreter renacentista. Que la ventana de a un patio interior no te gusta demasiado.

−Somos tres en el piso, nosotras dos y Emile. Compartimos un radiador, pero hay que ponerse de acuerdo y alquilarlo por horas –bromea Deborah, guiñándote un ojo. Sus gestos y su manera de hablar son bastante varoniles.

−Ajá.

−Ven, que te enseño el resto, aunque no hay mucho más que ver.

Su risa te recuerda a la de aquel vecino, el que vivía en el cuarto piso y te encontrabas en el ascensor cuando ni siquiera te hacía falta cogerlo porque vivías en el entresuelo. Las conversaciones duraban segundos y, por mucho que tu mirada dijera «Bésame ahora mismo», seguía siendo un hombre: tendrías que habérselo dicho directamente para hacerle reaccionar. A veces lo veías paseando al perro sin llevarlo atado, algo con lo que nunca has estado de acuerdo porque nunca sabes si un animal puede lanzarse a la carretera persiguiendo algo que ha llamado su atención. No te gustaba nada que se atara la correa a la cintura, pero al mismo tiempo te parecía un acto de rebeldía, un no sigo las normas que te ponía, y le mirabas el culo pensando «Ven aquí, transgresor, que vamos a romper en el ascensor con el civismo y la buenas maneras». Por supuesto, todo quedó en tu imaginación. A él solo le hablaste del tiempo y de lo indignante que era que se estropeara el ascensor tan a menudo y que tuvierais que subir andando, cuando a ti solo te esperaban diez escalones. Luego lo empeoraste un día de enero en el que le dijiste que, como propósito de Año Nuevo, ibas a empezar a subir andando. Te contestó que era un propósito bastante factible. En fin, que Deborah parece haberse adueñado de aquella risa.

La habitación del pasillo que queda más cerca del comedor es la que ellas comparten. Se disculpa por el desorden. No se ven las sábanas de la cantidad de ropa que hay echada encima. Te señala la habitación del final del pasillo, la que hay al lado de la puerta de entrada, y dice que es la de Emile. No aporta más información y tú no preguntas. Por último te enseña el cuarto de baño, con azulejos verdes y bañera centenaria. El armario es también el espejo y tiene pinta de haberse fabricado en los sesenta. Cuando ves el váter, tu alivio es tal que casi te lo haces encima.

−Perdona, ¿puedo usarlo?

−Claro, ningún problema. Solo ten cuidado porque a veces se atasca.

Pones cara de sufrimiento.

−Es broma −contesta riéndose−. Te quitarás el abrigo, ¿no? −añade con una ceja levantada.

El abrigo…

Pero es que no puedes más.

−Sí, claro −le pides con un gesto que te deje sola.

La puerta no tiene pestillo. ¡Joder! Odias las puertas de los cuartos de baños sin pestillo. Si abren la puerta, te pillarán de pleno.

Pruebas otra vez a bajarte la cremallera, pero es imposible. Decides que lo mejor es hacerlo del modo más rápido. Rápido e indoloro. Te subes el abrigo por encima de las caderas y te bajas los vaqueros y las braguitas. La bufanda te cubre ahora la boca. La metes por dentro hasta que en lugar de tetas tienes un enorme bulto extraño. Y por fin, por fin, descargas.

Cuando vas a limpiarte (¡Oh, sorpresa!), alguien abre la puerta. Pero no es ninguna de las chicas, sino un tipo alto con gafas de pasta. Su primera reacción ha sido taparse los ojos, pero luego ha balbuceado una disculpa infinita mientras cerraba. ¡Menuda imagen se ha debido de llevar! Verte, no te ha visto nada, eso seguro, porque más tapada no podías ir. «Qué hace una foca meando en mi baño», habrá pensado. Ya ni te limpias. ¿Para qué? Sal de ahí mientras puedas.

Comprendes que acabas de conocer al otro compañero de piso, y no en las mejores circunstancias. Vuelves al comedor, no hay rastro de él. Quieres que te trague la tierra por cuarta vez en el mismo día y, aunque vas con la idea de despedirte ya para no quedar como un bicho raro por mear con el abrigo puesto, dices:

−No puedo quitármelo, se ha atascado la cremallera.

Rachida demuestra una gran habilidad con los dedos, dándole sentido a la expresión más vale maña que fuerza. Un minuto después de su intervención, estás libre de abrigo y bufanda, y con una copa de vino tinto en la mano, hablándoles a las dos de ti y de lo que haces en Montpellier.

Conectáis al instante y pasas de pensar en que después de hacer el ridículo no te van a ver más el pelo, a dudar. El piso es viejo, pero céntrico. Es más barato por el hecho de estar decrépito, y ellas te aseguran que no encontrarás otra habitación al mismo precio por esa zona. Además, el trabajo queda muy cerca. Aunque por otra parte parece que quieren alquilártelo ya y quizás es que tenga algún defecto que no has visto. No eres impulsiva y no sueles tomar decisiones tan rápido. Podrías pensártelo un poco más.

¿Qué vas a hacer?

Te lo piensas en el bar del hotel

Te quedas la habitación