I
El verano pasado, al concluir mi jornada de trabajo, solía irme a pasear por ciertos bosques muy extensos, y allí me encontraba a menudo con un viejo campesino con el que charlaba acerca de su trabajo y de los bosques, y una o dos veces se vino conmigo un amigo al que el viejo abría su corazón de mejor gana que a mí. El viejo se había pasado la vida despejando los senderos de ramas de olmo escocés y de avellano y de alheña y de carpe, y había meditado mucho sobre las criaturas naturales y sobrenaturales del bosque. Al erizo—«grainne oge» lo llama él—lo ha oído «gruñir como a un cristiano», y está seguro de que el medio que ese animal tiene de robar manzanas consiste en hacerse un ovillo y revolcarse debajo de un manzano hasta tener una fruta clavada en cada púa. También está seguro de que los gatos, que abundan mucho en los bosques, tienen un idioma propio, una especie de antiguo irlandés. Dice: «Los gatos eran serpientes, y se convirtieron en gatos al producirse algún cambio grande en el mundo. Por eso es difícil matarlos, y por eso es peligroso enredarse con ellos. Si a un gato lo molestas te puede arañar o morder de una forma que te mete veneno dentro, y eso es por el diente de serpiente». A veces cree que se transforman en gatos monteses, y que entonces les crece una uña al final de la cola; pero estos gatos monteses no son lo mismo que los gatos marta,1 que ha habido siempre en los bosques. Los zorros fueron un día domésticos, como lo son hoy los gatos, pero se escaparon y se hicieron salvajes. De todas las criaturas salvajes excepto las ardillas—a las que detesta—habla con lo que parece un interés afectuoso, aunque a veces los ojos le brillarán de placer al recordar cómo, de muchacho, obligaba a los erizos a desenrollarse poniéndoles debajo un manojo de paja ardiendo.
No estoy seguro de que distinga muy claramente entre lo natural y lo sobrenatural. El otro día me dijo que a los zorros y a los gatos les gusta, sobre todo, estar en los «fortes» y lisses* después del anochecer; y desde luego pasará de alguna historia sobre un zorro a una historia sobre un espíritu con un cambio de tono menor que cuando se dispone a hablar de un gato marta—animal poco común hoy en día—. Hace muchos años trabajaba de jardinero, y una vez lo mandaron a dormir a un cenador en el que había un altillo repleto de manzanas, y se pasó toda la noche oyendo ruido de gente que hacía sonar platos y cuchillos y tenedores arriba, en el altillo. De todas formas, una vez tuvo una visión fantástica en los bosques. Dice: «Estaba yo una vez en el campo cortando leña, allá en Inchy, y una mañana, al llegar allí alrededor de las ocho, vi a una muchacha recogiendo nueces, con el pelo suelto cayéndole sobre los hombros, pelo castaño, y con una cara buena y limpia, y era alta y en la cabeza no llevaba nada, y el vestido que llevaba no era nada llamativo, sino muy sencillo, y cuando notó que me acercaba se recogió y desapareció como si se la hubiera tragado la tierra. Y yo la seguí y la busqué, pero desde aquel día, y hasta éste, no la he vuelto a ver ya nunca más». Empleaba la palabra limpia en el sentido en que nosotros emplearíamos palabras como lozana o agraciada.
Hay otros que también han visto espíritus en los Bosques Encantados. Un labriego nos contó lo que había visto un amigo suyo en una zona de los bosques que se llama Shan-walla por alguna antigua aldea que hubo allí antes que el bosque. Dijo: «Una noche me despedí de Lawrence Mangan en el corral, y él tiró por el sendero de Shan-walla, y me dijo adiós. Y dos horas más tarde allí estaba de vuelta, en el corral, y me mandó encender una vela que había en el establo. Y me contó que al meterse en Shan-walla un tipo pequeño que le llegaba más o menos a la altura de las rodillas, pero con una cabeza tan grande como un cuerpo de hombre, se le acercó y lo hizo desviarse de la senda y andar por ahí dando vueltas, hasta que por fin lo condujo a la calera, y entonces lo dejó y desapareció».
Una mujer me contó una visión que ella y otros habían tenido junto a cierto pozo muy profundo del río. Dijo: «Estábamos pasando la cerca por la escalerilla, yo y otros que me acompañaban de vuelta de la capilla; y vino una ráfaga de viento muy fuerte y dos árboles se doblaron y se partieron y cayeron al río, y el agua que salpicaron llegó hasta el cielo. Y los que venían conmigo vieron muchas figuras, pero yo sólo vi una, allí sentada junto a la orilla desde la que habían caído los árboles. Llevaba ropas oscuras, y no tenía cabeza».
Un hombre me contó que un día, de chico, él y otro muchacho fueron a lazar un caballo a cierto campo, lleno de cantos rodados y de arbustos de avellano y de enebro trepador y de jaras, es decir, al tramo de la orilla del lago que está libre de frondosidades. Y le dijo al chico que iba con él: «Te apuesto un botón a que si tiro un guijarro encima de ese arbusto se queda en él», con lo que quería decir que el arbusto estaba tan enmarañado que el guijarro no podría atravesarlo. De modo que cogió «un boñigo, y nada más darle, salió del arbusto la música más bonita que jamás se haya oído». Echaron a correr, y cuando ya se habían alejado unas doscientas yardas miraron hacia atrás y vieron a una mujer vestida de blanco que daba vueltas y más vueltas alrededor del arbusto. «Primero tenía forma de mujer, y luego de hombre, y daba vueltas en torno al arbusto».
II
A veces me enredo en razonamientos aún más intrincados que esos senderos de Inchy, sobre cuál es la verdadera naturaleza de las apariciones. Pero en otras ocasiones digo lo que dijo Sócrates cuando le comunicaron una opinión muy docta acerca de una ninfa del Iliso: «Me basta la opinión común»; y creo que toda la naturaleza está llena de gente invisible, y que de esta gente algunos son feos y grotescos, otros malos o necios, y muchos más hermosos que nadie que hayamos visto jamás, y que los hermosos no andan muy lejos cuando paseamos por parajes agradables y silenciosos. Ni siquiera cuando era un muchacho podía pasear por un bosque sin sentir que en cualquier momento podría toparme con alguien o algo que llevara mucho tiempo buscando sin saber qué buscaba. Y ahora, a veces, exploro hasta el último rincón de algún pobre soto con paso casi anhelante, tan arraigada está esta fantasía en mí. También tú tienes fantasías semejantes, sin duda, en algún lugar, cuando lo quieran los astros que te gobiernan, al conducirte Saturno a los bosques, o tal vez la Luna a la orilla del mar. No creeré sin asomo de duda que no haya nada en el ocaso, adonde imaginaban nuestros antepasados que los muertos seguían al sol, su pastor, ni que no haya nada más que una presencia vaga tan poco conmovedora como la nada. Si la belleza no es una puerta abierta para escapar de la red en la que quedamos atrapados al nacer, no será belleza por mucho tiempo, y quedarnos en casa sentados al lado del fuego y engordar un cuerpo perezoso o correr de aquí para allá en algún deporte estúpido nos parecerá mejor que contemplar el espectáculo más admirable que jamás hayan montado la luz y la sombra entre hojas verdes. Cuando logro salir del todo de esa maraña de razonamientos me digo que sin duda ellos están ahí, los seres divinos, porque solamente los hemos negado quienes no poseemos sencillez ni sabiduría, y los sencillos de espíritu de todo tiempo y los sabios de la antigüedad los han visto e incluso han hablado con ellos. No lejos viven sus apasionadas vidas hasta el final, según creo yo, y al morir nos reuniremos con ellos si nos limitamos a mantener sencillas y apasionadas nuestras naturalezas. Y ¿no puede ser, incluso, que la muerte nos una a todo lo que es aventura, y que un día luchemos contra dragones entre colinas azules, o que alcancemos eso de lo que todas las aventuras no son sino
Prefiguraciones mezcladas con las imágenes
de las fechorías del hombre en mejores tiempos,
como pensaban los ancianos de «The Earthly Paradise»1 cuando se sentían animados?
1902