I
He estado recientemente en un pequeño caserío, no lo bastante nutrido para que se lo llame aldea, en la baronía de Kiltartan del condado de Galway, cuyo nombre, Ballylee, es conocido en todo el oeste de Irlanda. Allí está el viejo castillo rectangular,a Ballylee, habitado por un campesino y su mujer, y una cabaña en la que viven su hija y su yerno, y un pequeño molino con un molinero viejo, y viejos fresnos que arrojan sombras verdes sobre un riachuelo y sus grandes pasaderas. Fui allí dos o tres veces el año pasado para hablar con el molinero acerca de Biddy Early, una sabia mujer que vivió en Clare hace unos años, y sobre un dicho que tenía: «Hay remedio contra todos los males entre las dos ruedas del molino de Ballylee», y para averiguar, por medio de él o de otro, si se refería al musgo que hay entre las aguas que pasan o a alguna otra hierba. He estado allí este verano, y allí volveré a estar antes de que sea otoño, porque Mary Hynes, una hermosa mujer cuyo nombre todavía es causa de admiración junto a los fuegos de turba, murió allí hace sesenta años; pues nuestros pies querrían demorarse donde la belleza ha vivido su dolorosa vida para hacernos comprender que no es de este mundo. Un viejo me condujo a poca distancia del molino y del castillo, y me hizo descender por un veril largo y estrecho que casi se perdía entre zarzas y endrinos, y me dijo: «Esos pocos son los viejos cimientos de la casa, pero la mayoría se los han llevado para construir muros, y las cabras se han estado comiendo esas matas que crecen encima hasta que se las han cargado, y ya no crecerán más. Dicen que era la chica más guapa de Irlanda, tenía la piel como nieve fluida—tal vez quería decir nieve fundida—, y arreboles en las mejillas. Tenía cinco guapos hermanos, ¡pero ya se han muerto todos!». Le hablé de un poema en irlandés que Raftery, un famoso poeta, había hecho sobre ella, y de cómo decía: «Es pujante la bodega de Ballylee». Dijo que la pujante bodega era el gran agujero donde el río se hundía bajo la tierra, y me condujo a un pozo muy profundo, donde una nutria se metió corriendo debajo de un canto gris, y me contó que, por la mañana temprano, muchos peces salían del agua oscura «para probar el agua fresca que bajaba desde las colinas».
La primera vez que oí hablar del poema fue a una vieja que vive a unas dos millas de distancia río arriba, y que se acuerda de Raftery y de Mary Hynes. Dice: «Nunca vi a nadie tan guapo como ella, y nunca lo veré mientras viva», y cuenta que él estaba casi ciego, y que «no tenía otro modo de vida que andar por ahí dando vueltas y elegir una casa a la que ir, y entonces todos los vecinos se juntaban a escuchar. Si lo tratabas bien te alababa, pero si no, te recriminaba en irlandés. Era el poeta más grande de Irlanda, y te hacía una canción sobre ese arbusto si acertaba a estar bajo él. Hubo uno bajo el cual se resguardó de la lluvia, e hizo unos versos alabándolo, y luego, cuando el agua caló, hizo unos versos denigrándolo». Nos cantó el poema a un amigo y a mí en irlandés, y cada palabra era expresiva y audible, como lo eran siempre, a mi parecer, las letras de las canciones antes de que la música se hiciera demasiado orgullosa para ser el ropaje de las palabras, fluyendo y variando con el fluir y variar de las energías de éstas. El poema no es tan natural como la mejor poesía irlandesa del pasado siglo, pues las ideas están dispuestas de una forma demasiado obviamente tradicional, de manera que el pobre viejo medio ciego que lo compuso se ve obligado a hablar como si fuera un rico hacendado ofreciéndole lo mejor del mundo a la mujer que ama, pero tiene expresiones ingenuas y delicadas. El amigo que iba conmigo ha hecho parte de la traducción, pero parte la han hecho los propios campesinos. Yo creo que posee la sencillez de los versos irlandeses en mayor medida de lo que se la encuentra en la mayoría de las traducciones.
Al ir a misa por la voluntad de Dios,
empezó a llover y el viento se levantó;
me encontré a Mary Hynes en el cruce de Kiltartan,
y allí y entonces de ella me enamoré.
Le hablé con cortesía y amabilidad,
como ella misma tenía fama de hacer;
contestó: «Nada, Raftery, turba mi ánimo,
puedes venir hoy conmigo hasta Ballylee».
Yo no me hice rogar ante su ofrecimiento,
el corazón henchido al oírla así hablar.
Teníamos sólo que cruzar los tres campos,
nos duraría la luz hasta Ballylee.
La mesa estaba puesta con vasos y vino,
su pelo era tan rubio, sentada a mi lado;
y dijo: «Bebe, Raftery, y sé bienvenido,
es pujante la bodega de Ballylee».
¡Oh, estrella de la luz, oh, sol en su sazón,
oh, cabello ambarino, oh, mi parte del mundo!,
¿querrás venir conmigo el domingo que viene
para ambos consentir en presencia de todos?
Tendrías tu canción las tardes de domingo,
ponche en la mesa, o si lo prefirieras vino,
mas, oh, Rey de la Gloria, seca los caminos
hasta que encuentre la senda de Ballylee.
Corre un aire suave en la ladera del monte
cuando miras hacia abajo, hacia Ballylee;
cuando vas por el valle recogiendo moras,
se oye el canto de las aves, y el de los Sidhe*.
¿Qué vale la grandeza hasta tener la luz
de la flor de la rama que está junto a ti?
No hay dios que lo niegue ni que pruebe a ocultarlo:
es ella el sol del cielo que el alma me hirió.
No hay parte de Irlanda a la que no haya viajado,
de ríos a cumbres de elevadas montañas,
hasta el borde del Lough Greine de boca invisible,
jamás vi belleza que no fuera a su zaga.
Relucía su cabello, y también su frente;
su rostro era ella misma, su boca tan dulce.
Es ella la flor, y le concedo la rama,
es la yema reluciente de Ballylee.
Es Mary Hynes, la tranquila y la sosegada,
la belleza la lleva en el alma y la cara.
Ni cien escribas juntos que se reunieran
podrían anotar la mitad de sus prendas.
Un viejo tejedor, cuyo hijo se cree que por las noches se va a mezclarse con los Sidhe (los duendes), dice: «Mary Hynes era la cosa más hermosa que se haya hecho jamás. Mi madre solía hablarme de ella, pues iba a todos los partidos de hurling y allí donde fuese iba vestida de blanco. No menos de once hombres le propusieron matrimonio en un solo día, pero ella no quiso aceptar a ninguno de ellos. Una noche estaban reunidos un grupo de hombres, al norte, más allá de Kilbecanty, sentados bebiendo y hablando de ella, y uno de ellos se levantó y se puso en camino hacia Ballylee para ir a verla; pero el Pantano de Cloone estaba abierto entonces, y al llegar a él se cayó al agua, y allí lo encontraron muerto por la mañana. Ella murió de las fiebres que hubo antes de la gran escasez». Otro viejo dice que él era sólo un niño cuando la vio, pero se acordaba de que «el más fuerte de los que había aquí, un tal John Madden, encontró la muerte por los huesos de ella, de frío que cogió atravesando ríos de noche para llegar a Ballylee». Tal vez éste sea el hombre que recordaba el otro, pues la tradición presta muchas formas a la misma cosa. Hay una vieja que se acuerda de ella en Derrybrien, entre las colinas del Echtge, un lugar inmenso y desolado, que ha cambiado poco desde que dijo el viejo poema: «Sobre la gélida cumbre del Echtge escucha el venado el aullar del lobo», pero evocador aún de muchos poemas y de la dignidad del habla antigua. La vieja dice: «Jamás el sol y la luna relucieron sobre nadie tan guapo, y su piel era tan blanca que se veía azul, y tenía dos pequeños arreboles en las mejillas». Y una vieja arrugada que vive muy cerca de Ballylee, y que me ha contado muchas historias de los Sidhe, dice: «Yo veía a menudo a Mary Hynes, era guapa en verdad. Tenía dos matas de bucles a ambos lados de las mejillas, y eran del color de la plata. Yo vi a Mary Molloy, que se ahogó más allá, en el río, y a la Mary Guthrie que había en Ardrahan, pero ella las ganaba a las dos, una criatura preciosa. También estuve en su velatorio: había visto demasiado del mundo. Era una criatura bondadosa. Un día volvía yo a casa por aquel campo de más allá, e iba cansada, y quién hubo de salir sino la Poisin Glegeal (la yema reluciente) a darme un vaso de leche fresca». Con el color de la plata esta vieja no quería decir otra cosa que algún color vivo y bonito, pues aunque yo conocí a un hombre—ha muerto ya—que la creía capaz de saber «el remedio contra todos los males del mundo», que los Sidhe sabían, la vieja ha visto demasiado poco oro para conocer su color. Pero un hombre que vive junto a la costa, en Kinvara, demasiado joven para acordarse de Mary Hynes, dice: «Todo el mundo dice que no se ve ahora, ni de lejos, a ninguna tan guapa; se dice que tenía un pelo precioso, del color del oro. Era pobre, pero su traje de diario era el mismo que el de los domingos, de aseada que era. Y si acudía a alguna reunión, del tipo que fuese, andaban todos matándose los unos a los otros por ponerle la vista encima, y había muchísimos enamorados de ella, pero murió joven. Se dice que nadie que tenga una canción sobre ellos vivirá nunca mucho».
Se cree que a los que son muy admirados se los llevan los Sidhe, quienes pueden utilizar los sentimientos incontrolados para sus propios fines, de manera que un padre, como me contó una vez un viejo herbolario, puede entregarles a su hijo, o un marido a su mujer. Los admirados y deseados sólo están a salvo si uno dice «Dios los bendiga» mientras tiene los ojos puestos en ellos.
La vieja que cantó la canción también cree que a Mary Hynes «se la llevaron—como es la expresión—porque si se han llevado a muchos que no son guapos, ¿por qué no iban a llevársela a ella? Y la gente venía de todas partes para mirarla, y puede que hubiera algunos que no dijeran “Dios la bendiga”». Un viejo que vive junto al mar, en Duras, está igualmente convencido de que se la llevaron, «porque todavía viven algunos que se acuerdan de cuando vino para el patróna de allá más lejos, y se dijo que era la chica más guapa de Irlanda». Murió joven porque la amaban los dioses, pues los Sidhe son los dioses, y puede ser que el antiguo adagio, que nos olvidamos de entender literalmente, hiciera en la antigüedad referencia a la clase de muerte de Mary Hynes. Estos pobres campesinos y campesinas, en sus creencias y en sus emociones, están a muchos menos años de distancia de aquel antiguo mundo griego—que ponía la belleza junto a la fuente de las cosas—de lo que lo están nuestros eruditos. «Habían visto demasiado del mundo»; pero estos viejos y viejas, al hablar de ella, culpan a otro y no a ella, y aunque pueden ser duros, se suavizan como se suavizaron los ancianos de Troya cuando Helena paseó por lo alto de las murallas.
El poeta que la ayudó a tener tanta fama tiene a su vez una fama enorme por todo el oeste de Irlanda. Algunos opinan que Raftery estaba ciego a medias, y dicen: «Yo vi a Raftery, hombre en tinieblas, pero tenía vista suficiente para verla a ella», o cosas por el estilo, pero algunos opinan que estaba completamente ciego, como bien puede haberlo estado al final de su vida. La Fábula lo hace todo perfecto en su género, y sus ciegos no deben nunca mirar al mundo ni al sol. A un hombre que me encontré un día cuando estaba buscando una charca na mna Sidhe en la que han sido vistas mujeres del País de las Hadas, le pregunté cómo era posible que Raftery hubiera admirado tanto a Mary Hynes si estaba ciego del todo. Dijo: «Yo creo que Raftery estaba ciego del todo, pero los que están ciegos tienen un medio de ver las cosas, y tienen la facultad de saber más, y de sentir más, y de hacer más, y de adivinar más que los que tienen visión, y les es concedido cierto ingenio y cierta sabiduría». Todo el mundo le dirá a uno, en efecto, que Raftery era muy sabio, pues, ¿no era acaso no sólo ciego, sino poeta? El tejedor, cuyas palabras acerca de Mary Hynes ya he ofrecido, dice: «Su poesía era un don del Todopoderoso, pues hay tres cosas que son don del Todopoderoso: la poesía y la danza y los principios. Ésa es la razón por la que en los viejos tiempos un hombre ignorante que bajara de la ladera sabría comportarse mejor y tendría mayor saber que un hombre con educación que uno se encontrara ahora, pues les venía de Dios»; y un hombre de Coole dice: «Cuando se llevaba el dedo a cierta parte de la cabeza, le venía todo como si estuviera escrito en un libro»; y un viejo pensionista de Kiltartan dice: «Una vez estaba de pie debajo de un arbusto, y le dirigió la palabra, y el arbusto le contestó en irlandés. Algunos dicen que fue el arbusto lo que habló, pero debió ser una voz encantada que había en él, y le transmitió el conocimiento de todas las cosas del mundo. El arbusto, después, se secó hasta las raíces, y aún puede vérselo al borde de la carretera entre aquí y Rahasine». Hay un poema suyo sobre un arbusto que yo nunca he visto, y bien puede haber salido del caldero de la Fábula bajo esta forma.
Un amigo mío conoció una vez a un hombre que había estado con él en su muerte, pero la gente dice que murió solo, y una tal Maurteen Gillane le dijo al doctor Hyde* que a lo largo de toda la noche se vio un chorro de luz que subía hacia el cielo desde el tejado de la casa en que yacía Raftery, y que «eso eran los ángeles que estaban con él»; y a lo largo de toda la noche hubo una luz muy grande dentro del chamizo, «y eso eran los ángeles que lo estaban velando. Le hicieron ese honor por ser un poeta tan bueno, y cantar canciones tan religiosas». Puede ser que la Fábula, que en su caldero torna las mortalidades en inmortalidades, dentro de unos cuantos años haya convertido a Mary Hynes y a Raftery en perfectos símbolos del dolor de la belleza y de la magnificencia y penuria de nuestros sueños.
1900
II
No hace mucho, estando en una población norteña, tuve una larga conversación con un hombre que de chico había vivido en un distrito rural vecino. Me contó que cuando en el seno de una familia que no se había distinguido por su buen ver nacía una muchacha de gran hermosura, se creía que su belleza le había venido de los Sidhe, y que traía consigo la desgracia. Repasó los nombres de varias muchachas hermosas que había conocido, y dijo que la belleza jamás le había traído felicidad a nadie. Era algo, dijo, de lo que enorgullecerse y a lo que temer. Ojalá hubiera copiado sus palabras entonces, porque eran más pintorescas que mi recuerdo de ellas.
1902