Los cartógrafos de la antigüedad ponían a lo largo de las regiones inexploradas: «Aquí hay leones». A lo largo de las aldeas de pescadores y escarbadores de la tierra, tan distintos son éstos de nosotros que sólo podemos poner una línea que sea cierta: «Aquí hay fantasmas».
Mis fantasmas habitan en la aldea de H..., en Leinster. En modo alguno ha incrementado la carga de la historia esta antigua aldea, con sus tortuosas callejas, su viejo cementerio de la abadía lleno de hierbas altas, su verde fondo de abetos pequeños, y su muelle, en el que están fondeados unos cuantos lugres de pesca cubiertos de alquitrán. En los anales de la entomología sí es muy conocida. Pues un poco hacia el oeste hay una pequeña bahía en la que quien vele noche tras noche puede ver una cierta y rarísima mariposa nocturna revoloteando a lo largo de la línea de la marea justo al final de la tarde o al inicio del alba. Fue traída aquí hace cien años desde Italia por contrabandistas en un cargamento de sedas y encajes. Si el cazador de mariposas dejara su red y fuera a la caza de historias de fantasmas o cuentos de esos hijos de Lilith que llamamos duendes, tendría necesidad de mucha menos paciencia.
Para alguien asustadizo, acercarse a la aldea de noche requiere grandes dosis de estrategia. Una vez se oyó a un hombre lamentarse: «¡Por la cruz de Jesucristo! ¿Cómo iré? Si paso por delante de la colina de Dunboy me puede acechar el viejo capitán Burney. Si doy la vuelta bordeando el agua, y subo por donde los escalones, en los muelles están el descabezado y otro, y debajo de la tapia del viejo cementerio hay uno nuevo. Si tiro hacia la derecha y doy un rodeo por el otro lado, en Hillside Gate se aparece Mrs. Stewart, y en la Vereda del Hospital está el Diablo en persona».
Nunca me contaron a qué espíritu hizo frente, pero estoy seguro de que no fue al de la Vereda del Hospital. En tiempos del cólera se había levantado allí un cobertizo para acoger enfermos. Cuando hubo pasado la necesidad, fue derribado, pero a partir de entonces al terreno en que estuvo no han dejado de salirle fantasmas y demonios y duendes. Hay en H... un granjero, de nombre Paddy B..., hombre de gran fuerza y abstemio. Su mujer y su cuñada, haciendo cábalas sobre su gran fuerza, se preguntan a menudo qué haría si bebiera. Una noche, al atravesar la Vereda del Hospital, vio lo que al principio supuso un conejo doméstico; poco después comprobó que se trataba de un gato blanco. Cuando se acercó, la criatura empezó a hincharse lentamente y a hacerse más y más grande, y a medida que crecía, él sentía disminuir su fuerza, como si se la chuparan. Dio media vuelta y echó a correr.
Paralela a la Vereda del Hospital corre la «Senda de los Duendes». Todos los atardeceres se desplazan de la colina al mar, del mar a la colina. En el extremo de su senda que da al mar hay una cabaña. Una noche, Mrs. Arbunathy, que vivía en ella, dejó abierta la puerta, pues estaba esperando a su hijo. Su marido estaba dormido junto al fuego; un hombre alto entró y se sentó a su lado. Cuando ya llevaba un rato allí sentado, la mujer le dijo: «¿Quién es usted, en nombre de Dios?». Él se levantó y salió, diciendo: «Nunca deje abierta la puerta a esta hora, o le puede venir el mal». Ella despertó a su marido y se lo contó: «Uno de los Buenos ha estado aquí», dijo él.
Probablemente el hombre hizo frente a Mrs. Stewart en Hillside Gate. En vida era la mujer del párroco protestante. «Nunca se tuvo noticia de que su fantasma hiciera daño a nadie—dicen las gentes de la aldea—; se limita a hacer penitencia en la tierra». No lejos de Hillside Gate, donde se aparecía ella, se dejó ver durante breve tiempo un espíritu mucho más notable. Su querencia era el veril, un sendero de hierba que arranca del extremo oeste de la aldea. En una cabaña, en el extremo del veril que da a la aldea, vivían un pintor de brocha gorda, Jim Montgomery, y su mujer. Tenían varios niños. Él era un poco pisaverde, y procedía de una clase más alta que sus vecinos. Su esposa era una mujer muy grande; pero él, que había sido expulsado del coro de la aldea a causa de la bebida, le dio una paliza un día. La hermana de ella se enteró, y fue y quitó un postigo de una de las ventanas—Montgomery era fino en todo, y tenía postigos por fuera en todas las ventanas—y le pegó con él, pues era grande y fuerte como su hermana. Él la amenazó con llevarla a juicio; ella le contestó que si lo hacía le rompería todos los huesos del cuerpo. A su hermana ella no volvió a dirigirle nunca la palabra, por haberse dejado pegar por un hombre tan insignificante. Jim Montgomery fue de mal en peor: no mucho después, su mujer ya no tenía bastante para comer, pero no se lo decía a nadie porque era muy orgullosa. Con frecuencia tampoco tenía fuego en las noches frías. Si pasaba algún vecino, le decía que había dejado apagarse el fuego porque estaba a punto de irse a la cama. La gente oía a su marido pegarle a menudo, pero ella nunca se lo contó a nadie. Adelgazó mucho. Por fin, un sábado no hubo comida en la casa para ella ni para los niños. No pudo resistirlo más y fue a pedirle al cura algo de dinero. Éste le dio treinta chelines. Su marido se la encontró y cogió el dinero y le pegó. Al lunes siguiente ella se puso muy enferma, y llamó a una tal Mrs. Kelly. Mrs. Kelly le dijo en cuanto la vio: «Mujer, tú te estás muriendo», y llamó al cura y al médico. Murió al cabo de una hora. Después de su muerte, y como Montgomery no se ocupaba de los niños, el casero hizo que se los llevaran al hospicio. Pocas noches después de que se hubieran marchado, Mrs. Kelly regresaba a su casa por el veril cuando el fantasma de Mrs. Montgomery se le apareció y la siguió. No se separó de ella hasta que ésta llegó a su propia casa. Mrs. Kelly se lo contó al cura, el padre S..., que era un eminente anticuario, y no consiguió que la creyera. Pocas noches más tarde Mrs. Kelly volvió a encontrarse al espíritu en el mismo sitio. Estaba demasiado aterrorizada para recorrer todo el trayecto, pero se paró en la cabaña de un vecino a mitad de camino y pidió que la dejaran entrar. Le contestaron que iban a acostarse: Ella gritó: «En nombre de Dios, dejadme entrar o echo la puerta abajo». Le abrieron y así escapó del fantasma. Al día siguiente volvió a contárselo al cura. Esta vez sí la creyó, y le dijo que el fantasma la perseguiría hasta que ella le dirigiera la palabra.
Se encontró una tercera vez al espíritu en el veril. Le preguntó qué le impedía el descanso. El espíritu dijo que había que sacar del hospicio a sus hijos, pues nunca nadie de su familia había estado antes allí, y que debían decirse tres misas por el reposo de su alma. «Si mi marido no te cree—le dijo—, muéstrale esto», y tocó con tres dedos la muñeca de Mrs. Kelly. Los puntos en que tocaron se hincharon y se pusieron morados. Luego desapareció. Montgomery tardó algún tiempo en creer que su mujer se hubiera aparecido. «No se manifestaría a Mrs. Kelly—decía—, ella se aparecería a gente respetable». Lo convencieron las tres señales, y los niños fueron sacados del hospicio. El cura dijo las misas, y la sombra debió de descansar, porque no se ha aparecido desde entonces. Algún tiempo después, Jim Montgomery murió en el hospicio, tras haber llegado a la mayor pobreza por causa de la bebida.
Conozco a algunos que creen haber visto al fantasma descabezado en el muelle, y a uno que, cuando pasa de noche por delante de la tapia del viejo cementerio, ve a una mujer con ribetes blancos en la cofiaa salir sigilosamente y seguirle. La aparición sólo se separa de él ante su propia puerta. Los de la aldea se figuran que le persigue para vengar algún agravio. «Te me apareceré cuando me muera» es una de las amenazas predilectas. A su mujer, una vez, casi la mató del susto lo que ella reputa un demonio bajo la apariencia de un perro.
Éstos son unos cuantos de los espíritus que operan al aire libre; los más hogareños de la tribu se acumulan en las casas, abundantes como las golondrinas bajo los aleros meridionales. Una noche, una tal Mrs. Nolan estaba velando a su hijo moribundo en Fluddy’s Lane. De pronto se oyó el ruido de una llamada en la puerta. No abrió, temerosa de que quien llamara fuera algún ser sobrehumano. Las llamadas cesaron. Al poco, la puerta principal y luego la trasera se abrieron violentamente y se volvieron a cerrar. Su marido fue a ver qué pasaba. Se encontró con que ambas puertas tenían echado el cerrojo. El niño murió. Las puertas volvieron a abrirse y cerrarse como antes. Entonces se acordó Mrs. Nolan de que había olvidado dejar abierta una puerta o ventana, como es costumbre, para la salida del alma. Estas extrañas aberturas y cierres y llamadas eran avisos y recordatorios de los espíritus que escoltan a los moribundos.
El fantasma casero es por lo general una criatura inofensiva y bienintencionada. Se lo aguanta el mayor tiempo posible. Trae buena suerte a los habitantes de la casa. Recuerdo a dos niños que dormían en una habitación pequeña con su madre y sus hermanas y hermanos. En la habitación había también un fantasma. Vendían arenques por las calles de Dublín, y no les preocupaba mucho el fantasma, pues sabían que siempre venderían con facilidad su pescado mientras durmieran en la habitación «encantada».
Tengo algún conocido entre los visionarios de fantasmas de las aldeas del oeste. Las historias de Connacht* son muy distintas de las de Leinster. Estos espíritus de H... tienen un estilo tristón, prosaico. Vienen a anunciar una muerte, a cumplir con alguna obligación, a vengar un agravio, incluso a pagar sus facturas—como hizo el otro día la hija de un pescador—, y luego se apresuran a disfrutar de su descanso. Todo lo hacen con decoro y en orden. Son los demonios, y no los fantasmas, los que se transforman en gatos blancos o perros negros. La gente que cuenta las historias es gente pescadora, pobre, seria, que encuentra en las actividades de los fantasmas la fascinación del miedo. En las historias del oeste hay una rara gracia, una curiosa extravagancia. La gente que las refiere vive en el decorado más salvaje y hermoso que se pueda imaginar, bajo un cielo siempre cargado y fantástico de nubes en movimiento. Son granjeros y labriegos, que de vez en cuando pescan un poco. No temen tanto a los espíritus como para no sentir una complacencia artística y jocosa en sus actividades. Los propios fantasmas participan de su jovialidad. En un pueblo del oeste, en cuyo embarcadero desierto crece la hierba, me han contado que estos espíritus tienen tanto vigor que cuando un incrédulo se atrevía a dormir en una casa encantada, lo arrojaban por la ventana, seguido de su cama. En las aldeas de los alrededores adoptan extraños disfraces. Un anciano caballero muerto roba las coles de su propio huerto bajo la apariencia de un conejo de gran tamaño. Un malvado capitán de barco permaneció durante años encerrado en el yeso de la pared de una cabaña, bajo la apariencia de una agachadiza, haciendo los ruidos más espantosos. Sólo lo desalojaron cuando tiraron la pared; entonces la agachadiza salió precipitadamente del sólido yeso y se alejó ululando.
1893