Era el mes de junio cuando Hanrahan iba camino de Sligo, pero no llegó a entrar en la ciudad, sino que torció hacia el Ben Bulben, pues a su memoria acudían los recuerdos de los viejos tiempos y no se sentía con ánimo de encontrarse con gentes vulgares. Y mientras caminaba iba cantando para sí una canción que una vez se le había ocurrido en sueños:
¡Oh!, que el viejo y huesudo dedo de la Muerte
no nos encuentre nunca allí,
en el alto y cóncavo país de las ciudades,
donde el amor es dar y perdonar;
donde las ramas tienen fruto y flor
todas las estaciones del año;
donde los ríos van desbordados
de cerveza roja y de cerveza negra.
Un anciano toca la gaita
en un bosque de oro y plata;
reinas, de ojos azules como el hielo,
bailan entre la multitud.
El pequeño zorro murmuró:
«¡Oh!, pero ¿dónde está la perdición del mundo?».
El sol sonreía dulcemente,
la luna tiraba de mis riendas;
pero el pequeño zorro rojo murmuró:
«¡Oh!, no le tires de la rienda,
que cabalga hacia el país de las ciudades
que es la perdición del mundo».
Cuando sus corazones tan fogosos están
que a la acción quieren pasar,
descuelgan sus pesadas espadas
de ramajes de oro y plata;
pero todos los que caen en la batalla
a la vida despiertan de nuevo.
¡Suerte que su historia
no se divulgue entre los hombres!
Pues ¡ay de esos fornidos granjeros
que dejan descansar el arado!
Su corazón será como la copa
que alguien ha bebido hasta apurar.
Miguel descolgará su trompeta
de una rama que tiene sobre la cabeza,
y armará con ella un poco de ruido
cuando servida la mesa ya esté.
Gabriel saldrá de las aguas
con una cola de pez, y contará
los prodigios acaecidos
en los mojados caminos que transitan los hombres,
y alzando un viejo cuerno de plata labrada,
beberá hasta caer dormido
en los confines de estrellas.1
[The little fox he murmured, | «O what of the world’s bane?». | The sun was laughing sweetly, | The moon plucked at my rein; | But the little red fox murmured, | «O do not pluck at his rein, | He is riding to the townland | That is the world’s bane». || When their hearts are so high | That they would come to blows, | They unhook their heavy swords | From golden and silver boughs; | But all that are killed in battle | Awaken to life again. | It is lucky that their story | Is not known among men, | For O the strong farmers | That would let the spade lie, | Their hearts would be like a cup | That somebody had drunk dry. || Michael will unhook his trumpet | From a bough overhead, | And blow a little noise | When the supper has been spread. | Gabriel will come from the water | With a fish tail, and talk | Of wonders that have happened | On wet roads where men walk, | And lift up an old horn | Of hammered silver, and drink | Till he has fallen asleep | Upon the starry brink].
En este punto Hanrahan había empezado a subir la montaña, y dejó de cantar, pues para él era una larga ascensión y a cada poco tenía que sentarse un rato a descansar. Y una de las veces que estaba descansando, llamó su atención un arbusto de rosas silvestres, ya florecido, que crecía al lado de un fortín,1 y a su mente acudieron las rosas silvestres que solía llevarle a Mary Lavelle, y que nunca más había llevado a ninguna otra mujer. Arrancó del arbusto una ramita que tenía ya capullos y flores abiertas, y siguió con su canción:
El pequeño zorro murmuró:
«¡Oh!, pero ¿dónde está la perdición del mundo?».
El sol sonreía dulcemente,
la luna tiraba de mis riendas;
pero el pequeño zorro rojo murmuró:
«¡Oh!, no le tires de la rienda,
que cabalga hacia el país de las ciudades
que es la perdición del mundo».
Y reanudó el ascenso de la colina, dejó el fortín a un lado, y entonces le vinieron a la memoria poemas antiguos que hablaban de buenos y de malos amantes, y de aquellos que habían despertado del sueño de la sepultura por la fuerza de su recíproco amor, y fueron llevados a otra vida en un paraje de sombras, en donde están a la espera del juicio, y el rostro de Dios les está vedado.
Y, finalmente, al atardecer, llegó al Escarpado Lugar de los Forasteros, y allí se tendió al borde de unos riscos y miró hacia el valle, lleno de una bruma gris que se extendía de montaña a montaña. Y mientras lo contemplaba le pareció que la bruma se iba transformando en figuras de hombres y de mujeres de sombras, y su corazón empezó a palpitar de espanto y de alegría ante la visión. Y sus manos, que nunca estaban quietas, empezaron a deshojar los pétalos de las rosas de la ramita, y los seguía con la vista mientras caían flotando hacia el valle como un pequeño tropel revoloteador.
De pronto oyó una música lejana, una música que contenía más risa y más llanto que toda la música de este mundo. Y al oírla, su corazón exultó, y empezó a reír a carcajadas, pues comprendió que aquella música había sido compuesta por seres de una belleza y de una grandeza muy superiores a las de las gentes de este mundo. Y le pareció que los pequeños y suaves pétalos de las rosas, al descender revoloteando hacia el valle, empezaban a cambiar de forma hasta convertirse, allá lejos, en la bruma, en un tropel de hombres y mujeres, que tenían el color de las rosas. Y luego ese color se transformó en muchos más colores, y lo que vio fue una larga fila de altos y bellísimos jóvenes, y de mujeres-reinas, que no se alejaban, sino que, por el contrario, venían a su encuentro y pasaban por delante de él, y sus rostros, que rebosaban ternura a pesar de la arrogancia de sus miradas, estaban muy pálidos y demacrados, como si siempre marcharan en pos de cosas elevadas y lamentabilísimas. Y de la bruma emergían brazos de sombras que trataban de asirlos, pero sin conseguirlo, pues la serenidad que les embargaba no podía ser turbada. Y delante y detrás de ellos, pero a una distancia que parecía marcada por la reverencia, otras figuras se desvanecían y surgían, avanzaban y retrocedían, y Hanrahan comprendió por el remolino de su vuelo que eran los Sidhe, los antiguos dioses derrotados; y los brazos de sombras no se tendían para aprehender a los Sidhe, que son de aquellos que no pueden ni pecar ni obedecer. Y entonces todos fueron haciéndose más pequeños en la lejanía, como si se dirigieran hacia la blanca puerta que se abre en la falda de la montaña.
La bruma se extendía ante él como un mar desierto que bañara las montañas con largas olas grises, pero mientras la contemplaba empezó de nuevo a llenarse de vida, de una vida truncada y privada de razón que formaba parte de ella, y brazos y pálidas cabezas de alborotados cabellos aparecieron en la inmensidad gris. Fue elevándose más y más hasta llegar a la altura del escarpado risco, y entonces las figuras parecían cualquier cosa menos sólidas, y aquella nueva procesión, medio perdida entre la bruma, desfilaba muy lentamente y con paso desigual, y en el centro de cada sombra había algo que brillaba a la luz de las estrellas. Al ir aproximándose Hanrahan vio que eran también amantes, y que en vez de corazones tenían unos espejos con forma de corazón, y todos se miraban y volvían a mirarse sin cesar en los espejos de los demás. Iban pasando, y al pasar se hundían en la bruma, y otras figuras surgieron en su lugar, pero éstas ya no desfilaban de dos en dos, sino que marchaban unas detrás de las otras, haciendo con los brazos tendidos gestos atroces, y vio que las que iban delante eran mujeres, y aunque sus cabezas eran de una hermosura inigualable, sus cuerpos no eran más que sombras sin vida, y sus largos cabellos se agitaban y arremolinaban como dotados de una vida propia y terrible. Y entonces la bruma ascendió de golpe y las ocultó, y una ligera ráfaga de viento las empujó hacia el nordeste, al tiempo que cubría a Hanrahan con la blanca ala de una nube.
Se puso en pie temblando y ya se disponía a escapar del valle, cuando divisó dos sombrías siluetas medio escondidas que se hallaban como suspendidas en el aire más allá del risco, y una de ellas, que tenía unos ojos tristes como los de un mendigo, le dijo con voz de mujer:
—Háblame, pues ni en este ni en ningún otro mundo nadie me ha dirigido la palabra desde hace setecientos años.
—Dime quiénes son los que han desfilado—preguntó Hanrahan.
—Los que pasaron primero—respondió la mujer—, son los amantes que gozaron de más fama en el pasado, Blanaid, y Deirdre, y Grania, y sus queridos compañeros, y muchísimos más que no por menos conocidos fueron menos amados. Y dado que ellos no buscaban en su pareja la lozanía de la juventud únicamente, sino también esa otra belleza que perdura como la noche y las estrellas, la noche y las estrellas les protegen por toda la eternidad del fragor de la guerra y de cuanto es perecedero, a pesar de las muertes y de la amargura que su amor atrajo sobre el mundo.
»Los que venían a continuación—prosiguió—, que aún respiran la dulzura del aire y llevan espejos en sus corazones, no son cantados por los poetas en sus cantos, pues no buscaron sino triunfar el uno sobre el otro, para así mostrar su fuerza y su belleza, y de eso hicieron un simulacro de amor. Y en cuanto a las mujeres con cuerpos de sombras, ellas no buscaban ni el triunfo ni el amor; sino únicamente ser amadas, y por eso ni en sus cuerpos ni en sus corazones hay sangre más que cuando alguien se la infunde con un beso, y su vida no dura más que un instante.
»Todos son muy desdichados, pero yo soy la más desdichada de todos, pues soy Dervorgilla*, y éste es Diarmuid, y nuestro pecado fue el que trajo al normando a Irlanda. Y la maldición de todas las generaciones pesa sobre nosotros, y no hay quien sufra un castigo como el nuestro. Lo que él amaba en mí y yo en él era tan sólo la lozanía del hombre y la mujer, y por ello al morir no hallamos esa paz eterna e inquebrantable, y la amargura por las contiendas que desatamos sobre Irlanda se convirtió en nuestro propio castigo. Andamos juntos y errantes para siempre, pero Diarmuid, que fue mi amante, me ve siempre como un cuerpo que ha estado largo tiempo enterrado, y yo sé que verdaderamente es así. Pregúntame más, hazme más preguntas, pues los años todos han vertido su sabiduría en mi corazón y nadie me ha prestado oídos en estos setecientos años.
Un gran terror se había apoderado de Hanrahan, y elevando los brazos al cielo gritó tres veces con potente voz, y el ganado del valle alzó la cerviz y luego volvió a bajarla, y los pájaros del bosque en la linde de la montaña despertaron de su sueño y revolotearon por entre las hojas temblorosas. Pero bajo el borde del risco el tropel de pétalos de rosa seguía aún revoloteando en el aire, pues las puertas de la Eternidad se habían abierto y cerrado en un latido del corazón.