Un poco al norte de la ciudad de Sligo, en la vertiente meridional del Ben Bulben, a unos centenares de pies sobre el llano, hay un pequeño cuadrado blanco en la piedra caliza. Ningún mortal ha puesto nunca la mano en él; ninguna oveja ni cabra ha pacido jamás junto a él. No hay en la tierra lugar más inaccesible, y, para un espíritu desasosegado, pocos hay más envueltos en el terror. Es la puerta del País de las Hadas. En mitad de la noche el cuadrado gira y se abre, y las huestes sobrenaturales se precipitan al exterior. Durante toda la noche la alegre turba va de un lado a otro recorriendo la tierra, invisible para todos, excepto quizá en algunos sitios más «gentiles» de lo normal—Drumcliff o Dromahair—, donde las cabezas de los «médicos de duendes» o «médicos de vacas», con sus gorros de dormir y como disparadas por un resorte, puede que se asomen a sus puertas para ver qué diablura anda haciendo la «gente gentil». Sin duda a sus expertos ojos y oídos los campos están sembrados de jinetes con gorros encarnados, y el aire repleto de voces agudas: de un sonido semejante al silbido, como ha hecho constar un antiguo vidente escocés, y completamente distinto del habla de los ángeles, que, según ha dicho sabiamente el astrólogo Lilly, «hablan mucho con la garganta, como los irlandeses». Si hay en las cercanías un niño recién nacido o una novia recién casada, los «médicos» otearán con mayor celo del acostumbrado, pues las huestes sobrenaturales no siempre vuelven con las manos vacías. A veces una novia recién casada o un niño recién nacido los acompañan a sus montañas; la puerta gira de nuevo y se cierra tras ellos, y el recién nacido o la recién casada transitan de ahora en adelante por el incruento País de las Hadas: felices, según el cuento, pero condenados a disolverse en el Juicio Final como vapor translúcido, pues el alma no puede vivir sin pesar. Por esta puerta de piedra blanca, y por las demás puertas de ese país en el que geabheadh tu an sonas aer pingin («se puede comprar la alegría por un penique»), han pasado aquellos reyes, reinas y príncipes cuyas historias están en nuestra antigua literatura gaélica.
En la esquina oeste de la calle del Mercado de Sligo, donde ahora está la carnicería, apareció de repente—como aparecía un palacio en la Lamia de Keats—una botica regentada por un tal y extrañísimo doctor Opendon. De dónde había salido, eso nadie lo supo nunca. En aquella época también vivía en Sligo una mujer apellidada Ormsby cuyo marido se había puesto misteriosamente enfermo. Los médicos no lograban sacar nada en limpio. No parecía tener nada, sin embargo se iba debilitando cada vez más. La mujer fue a ver al doctor Opendon. Se la hizo pasar a la trastienda. Había un gato negro sentado muy erguido delante del fuego. No tuvo tiempo sino de ver que encima del aparador había mucha fruta, y de decirse: «Muy sana debe de ser la fruta cuando el doctor tiene tanta», antes de que entrara el doctor Opendon. Iba todo vestido de negro, igual que el gato, y tras él iba su mujer, asimismo vestida de negro. La Ormsby le dio al doctor una guinea, y a cambio recibió una botellita. El marido se recuperó esta vez. Entretanto el médico negro curó a mucha gente; pero un día un paciente rico se le murió, y los tres, gato, mujer y médico, desaparecieron a la noche siguiente. Un año después, el tal Ormsby se puso enfermo otra vez. Era hombre bien parecido, y su mujer estaba convencida de que la «gente gentil» lo andaba codiciando. Fue a ver al «médico de duendes» de Cairnsfoot. Nada más oír éste su relato, se colocó al otro lado de la puerta trasera y empezó a mascullar sortilegios. También en esta ocasión el marido se puso bien. Pero algún tiempo después volvió a enfermar, por vez tercera y fatal, y de nuevo la mujer se fue a Cairnsfoot, y el «médico de duendes» se puso al otro lado de su puerta trasera y empezó a mascullar, mas no tardó en regresar para decirle que era inútil: su marido moriría; y ni que decir tiene que el hombre murió, y desde entonces Mrs. Ormsby, cada vez que hablaba de él, movía la cabeza de un lado a otro y decía que ella sabía muy bien dónde estaba, y que no era en el Cielo ni en el Infierno ni tampoco en el Purgatorio. Probablemente creía que en su lugar habían dejado un tronco, pero tan embrujado que parecía el cuerpo sin vida de su marido.
También ella ha muerto ya, pero muchos que aún viven la recuerdan. Creo que durante una temporada fue sirvienta, o bien una especie de asistenta, de unos parientes míos.
A veces, a los que son raptados se les permite, al cabo de muchos años—siete por lo general—, ver por última vez, brevemente, a sus amistades. Hace muchos años, en Sligo, una mujer desapareció de repente cuando estaba paseando con su marido por un jardín. Cuando su hijo, que entonces era un bebé, se hizo mayor, por algún medio le llegó la noticia—no le fue transmitida por sus mayores—de que su madre se hallaba bajo el hechizo de los duendes, y a la sazón prisionera en una casa de Glasgow, y que anhelaba verle. Glasgow, en aquellos tiempos de los veleros, a la mentalidad campesina le parecía que estaba al otro lado del mundo conocido, pero él, como hijo obediente que era, se puso en camino. Pasó mucho tiempo recorriendo a pie las calles de Glasgow; finalmente vio a su madre en un sótano, trabajando. Ella le dijo que era muy feliz y que disponía de los más sabrosos manjares, y le preguntó si no querría comer algo. Y, al tiempo que decía esto, colocó sobre la mesa toda suerte de viandas; pero él, buen sabedor de que su madre estaba intentando hechizarlo dándole alimentos encantados, los rechazó y volvió con los suyos a su casa de Sligo.
A unas cinco millas de Sligo, hacia el sur, hay una charca tenebrosa y rodeada de árboles que es un importante lugar de concentración de aves acuáticas y al que se llama, por su forma, el lago Corazón. De este lago, como de la piedra blanca y cuadrada del Ben Bulben, emergen huestes sobrenaturales. Una vez unos hombres empezaron a desaguarlo; de pronto uno de ellos dio un grito y dijo que veía su casa en llamas. Se dieron la vuelta, y todos los que allí estaban vieron sus respectivas casas ardiendo. Regresaron a ellas a toda prisa para descubrir que no era más que un hechizo de los duendes. Aún hoy se ve a la orilla del lago una zanja a medio cavar: el sello de su impiedad. A poca distancia de este lago oí una hermosa y triste historia de raptos de duendes. Se la oí a una viejecita con un gorro blanco, que canta en gaélico y se columpia de un pie a otro como si rememorara los bailes de su juventud.
Un joven que iba al anochecer a casa de su novia, con la que se acababa de casar, se encontró por el camino con una alegre compañía, y con ellos a su novia. Eran duendes y la habían robado para mujer del jefe de su banda. A él le parecieron tan sólo una compañía de joviales mortales. Su novia, al ver a su antiguo amor, le dio la bienvenida, pero estaba toda temerosa de que probara las viandas encantadas y se viera arrebatado del mundo por obra de un hechizo y sumido en esa nación incruenta y borrosa, por lo que lo convenció de que se sentara a jugar a las cartas con tres de los de la cabalgata; y el joven jugó y jugó, sin darse cuenta de nada hasta que vio al jefe de la banda que se llevaba a la desposada en brazos. Al instante se levantó de un salto, y supo que se trataba de duendes, porque toda aquella alegre compañía se disolvió en la sombra y la noche. Corrió a su casa, y al acercarse oyó el lamento de las plañideras y supo que su mujer había muerto. Algún poeta gaélico de poca monta había hecho de esta historia una balada ya olvidada, de la que mi amiga del gorro blanco recordaba y me cantó algunos versos sueltos.a
A veces oye uno hablar de personas raptadas que se comportan como genios benéficos con los vivos, como en el siguiente cuento, oído también muy cerca de la charca encantada, sobre John Kirwan, del Castillo de Hackett. Los Kirwanb son una familia acerca de la cual están llenas de rumores las historias campesinas, y se cree que descienden de un hombre y un espíritu. Han sido siempre famosos por su belleza, y he leído que la madre del actual Lord Cloncurry era de su tribu.
John Kirwan era un gran aficionado a las carreras de caballos, y una vez desembarcó en Liverpool con un magnífico ejemplar para ir a competir en algún lugar del centro de Inglaterra. Aquella noche, mientras paseaba junto a los muelles, se le acercó un rapaz y le preguntó en qué cuadra tenía su caballo. En tal sitio, contestó Kirwan. «No lo pongas ahí—le dijo el rapaz—; esa cuadra la van a quemar esta noche». Kirwan llevó su caballo a otro lugar, y ni que decir tiene que la cuadra fue incendiada. Al día siguiente se presentó el chico y le pidió en recompensa que le dejara correr y ser su jockey en la carrera que se avecinaba, y luego desapareció. Llegó la hora de la carrera. En el último momento el chico se adelantó corriendo y montó, diciendo: «Si lo fustigo con la mano izquierda es que voy a perder, pero si le doy con la derecha apuesta todo lo que tengas». Porque, decía Paddy Flynn, que me contaba la historia, «el brazo izquierdo no vale para nada. Ya podría yo estarme haciendo con él la señal de la cruz y todo eso hasta Navidad, que a una banshee no le haría más efecto que si fuera esa escoba». Bien, el rapaz fustigó al caballo con la mano derecha, y John Kirwan dejó limpios a todos sus contrincantes. Cuando la carrera hubo terminado, le dijo: «Y ahora, ¿qué puedo hacer yo por ti?». «Esto nada más—le dijo el chico—: mi madre tiene una cabaña en tus tierras; a mí me robaron de la cuna. Sé bueno con ella, John Kirwan, y yo velaré por que a tus caballos, vayan donde vayan, no les persiga ningún mal; pero a mí no me volverás a ver». Y con esto se hizo aire, y desapareció.
A veces hay animales que son raptados: al parecer animales ahogados más que nada. Me contó Paddy Flynn que en Claremorris, en Mayo, vivía una pobre viuda con una vaca y su ternero. La vaca se cayó al río y la corriente se la llevó. Un hombre que andaba por allí se fue a ver a una mujer pelirroja—pues se supone que las pelirrojas saben de estas cosas—, y ésta le dijo que bajara al ternero a la orilla del río, y que se escondiera y vigilara. El hombre hizo lo que la mujer le había dicho, y al caer la tarde el ternero empezó a mugir, y al cabo de un rato la vaca apareció por la orilla del río y se puso a amamantarlo. El hombre, entonces, como se le había dicho, agarró a la vaca del rabo. Y marcharon a paso muy vivo, atravesando vallas y zanjas, hasta que llegaron a una realeza, como llamaba Paddy Flynn a los raths*. Allí vio, paseando o sentadas, a todas las personas que en vida de él habían desaparecido de su aldea. En las afueras había una mujer sentada con un niño en las rodillas, y esta mujer le gritó que tuviera presente lo que le había aconsejado la mujer pelirroja, y él se acordó de que ésta le había dicho: «Sangra a la vaca». De modo que le clavó su cuchillo al animal y le extrajo sangre. Aquello rompió el hechizo, y él pudo hacer volver a la vaca a casa. «No te olvides de la manea—le dijo la mujer que tenía al niño en las rodillas—; coge la de dentro». Sobre un arbusto había tres maneas; cogió una, y le llevó a la viuda a casa su vaca sana y salva.
Apenas si hay algún valle o falda de montaña en que a uno no le puedan contar de alguien arrebatado en ellos. A dos o tres millas del lago Corazón vive una vieja que fue raptada en su juventud. Por una u otra razón, al cabo de siete años fue devuelta a casa, pero faltándole los dedos de los pies. Los había perdido de tanto bailar.
(Sin fecha)