Un día una mujer que yo conozco se encontró cara a cara con la belleza heroica, esa belleza que es la más elevada y que, según dice Blake, es la que menos cambia de la juventud a la madurez: belleza que ha ido desapareciendo de las artes desde que esa decadencia que llamamos progreso colocó a la belleza voluptuosa en su lugar. La vieja estaba de pie delante de la ventana, mirando en dirección al Knocknarea, donde se cree que está enterrada la Reina Maeve*, cuando vio, según me dijo, «a la mujer más hermosa que jamás haya visto usted, cruzando en línea recta hacia ella desde las montañas». La mujer llevaba una espada al costado y un puñal en la mano en alto, e iba vestida de blanco, con los brazos al aire y los pies descalzos. Parecía «muy fuerte, pero no mala», es decir, no cruel. La vieja había visto al gigante irlandés, y «aunque era un hombre de muy buen ver», no era nada en comparación con esta mujer, «pues él era rollizo, y no podría haber avanzado tan marcialmente»; «ella era como Mrs... [una impresionante dama de la vecindad], sólo que sin estómago, y era esbelta y de espaldas anchas, y más guapa que nadie que haya podido usted ver jamás; aparentaba unos treinta años». La vieja se tapó los ojos con las manos, y cuando se los destapó la aparición ya se había desvanecido. Los vecinos se pusieron «furiosos con ella», me dijo, por no haber esperado hasta averiguar si había algún mensaje, pues estaban seguros de que se trataba de la Reina Maeve, que se aparece con frecuencia a los pilotos. Le pregunté a la vieja si había visto a otras mujeres parecidas a la Reina Maeve, y dijo: «Algunas llevan el pelo suelto, pero tienen un aire completamente distinto, como las damas de aspecto soñoliento que se ven en los periódicos. Las que llevan el pelo recogido son como ésta. Las otras llevan largos vestidos blancos, pero las de pelo recogido los llevan cortos, de forma que se les pueden ver las piernas hasta las pantorrillas». Tras hacerle con cuidado algunas preguntas, descubrí que llevaban lo que muy bien podrían ser una suerte de borceguíes; la vieja prosiguió: «Son hermosas y de aspecto fogoso, como los hombres que se ven por las laderas de las montañas cabalgando de dos en dos y de tres en tres y blandiendo sus espadas». Una y otra vez repetía: «En la actualidad no hay raza viva que se les parezca, ninguna tan magníficamente proporcionada—o algo por el estilo. Y luego dijo—: La reina actuala es una mujer de aspecto simpático y agradable, pero no es como ella. Lo que me hace tener en tan poco a las damas es que no veo a ninguna que sea como ellas.—Se refería a los espíritus femeninos—. Cuando pienso en ella y en las damas de ahora, éstas son como niñas pequeñas que van por ahí corriendo sin saber cómo ponerse bien la ropa. ¿Damas? Vaya, yo ni siquiera las llamaría mujeres». El otro día una amiga mía le preguntó por la Reina Maeve a una vieja en un asilo de Galway, y ésta le dijo que «la Reina Maeve era guapa, y vencía a todos sus enemigos con una vara de avellano, porque el avellano está bendito, y es la mejor arma que se puede encontrar. Podría usted recorrer el mundo con ella», pero la Reina se puso «muy desagradable al final… Oh, de lo más desagradable. Lo mejor es no hablar de ello. Lo mejor es dejarlo entre el libro y el que lo escucha». Mi amiga creía que la vieja tenía en la cabeza alguna habladuría referente a Fergus*, hijo de Rogh* y de Maeve.
Y una vez me encontré en las Colinas de Burren a un joven que se acordaba de un viejo poeta que hacía sus poemas en irlandés y que en su juventud había tenido un encuentro, dijo el joven, con una que se llamaba Maeve, y que dijo que era reina «entre ellos»; y que le preguntó si prefería dinero o placer. El poeta le dijo que prefería placer, y ella le concedió su amor durante una temporada, y luego lo dejó, y él ya se quedó muy apesadumbrado a partir de entonces. El joven le había oído cantar con frecuencia el poema elegiaco que había hecho, pero sólo se acordaba de que era «muy apesadumbrado», y de que a ella la llamaba «beldad de todas las beldades».
1902