Anáfora (18)
Tendría que morir para entregarte
la soledad que te robé al amarte,
apartarme del mundo como Marte.
Tendría que dejar el tiempo lento,
huir entre los rosales en el viento,
invisible como un presentimiento.
Tendría que dejar los soles de oro,
de las voces distintas el sonoro
recuerdo que en tus labios rememoro;
huir amando y seguirte transformada,
en los jardines hondos, azorada,
como la nube al agua, reflejada.
Con las alas resueltas, temblorosas,
quemándose como las mariposas,
para alcanzar el seno de otras rosas;
tendría que alejarme, sola, muda,
no sintiendo en el dardo de la duda
la tristeza que me ama y me desnuda.
Si consiguiera que la tierra oscura
me transformara con esa dulzura
que transformó a Aretusa en onda pura,
con qué deleite te daría mi alma,
en los reflejos dulces de una palma,
el restituido asombro de la calma.
Ah, tienes que saberlo, amado mío,
fluye el amor constante como el río:
no puede detenerlo ni el impío
abandono, ni el dédalo y los lazos
tejidos por el número de pasos
que te llevaron lejos de mis brazos.
Mucho antes que esta llama en mí se muera
el sol se deshará como de cera.
No quedará una ansiosa enredadera.
No entregará la aurora el sol del día
a las plantas que esperan su alegría
y morirán las flores, la armonía,
de frío o devoradas por las llamas
que abrasarán las retorcidas ramas
desgarrando los siglos en sus tramas.
El mar será de brasas, y este pliego
y el océano de humo, y aun mi ruego
te seguirá como el fulgor al fuego.