Anáforas (23)
El agua vertical de la fuente alcanzaba
las cúspides del aire y jamás me cansaba
de unirme a sus destellos, con alas como Alción
originadas por mi desesperación.
El mendigo plateado con su boca de oráculo;
el claro afrodisíaco, el místico invernáculo;
las siempre abandonadas glorietas en los huecos
de arbustos subrepticios; los obcecados ecos
de las caballerizas; el ombú que anidaba
en su vientre botellas: todo rememoraba
con pacientes y largas persuasiones del río
momentos anteriores al nacimiento mío.
*
Había olor a lluvia en algunos rincones
debajo de las hojas, con muchas predicciones,
también había olor a fuego, olor a trigo.
Los árboles bajaban las barrancas conmigo,
y al bajarlas el sol calentaba los hierros
del portón, lo entreabría y asustaba los perros
conmoviendo las sombras con ramas y gallinas.
Cundía la alegría con hierbas repentinas,
y bajo la arboleda con pánica belleza
no sé qué irremisible y confusa tristeza
entraba por mis ojos mostrándome callados
pájaros en el polvo, sin sangre exterminados.
*
Vivir me parecía un acto muy lejano
que el corazón del pez desechaba en mi mano;
vivir me parecía extraño como el rito
que desolaba al pájaro salvaje con su grito
y morir simplemente un acto que las rosas
evitaban sembrando fragancias tenebrosas.
*
En un banco de ramas labradas, de cemento,
acostada escuchaba latir el firmamento
y nadie interrumpía aquel silencio salvo
el salto de un insecto o de un pez sobre el albo
y hondo recogimiento del agua que emitía
una elipse, otra elipse que después se perdía.
En las palpitaciones del bambú yo escuché
el rumor de los botes y no sé si soñé
que sus nudos en forma de pájaros subían
por la caña y buscaban el sol que preferían.
No me hubiera asombrado ver un tigre cruzar
las arboledas quietas que quise transformar
ni surgir en las ramas con un ardor cobrizo
la voz de una serpiente como en el Paraíso.
No me hubiera asombrado ver la estatua moverse
y como una persona asombrada acercarse
con su velo de piedra y sus ojos vacíos
y tocarme a mí sola con largos dedos fríos.
*
Los días eran largos con parajes oscuros
como grutas, secretos, como infinitos muros,
contenían ocultos otros mínimos días,
tampoco terminaban cuando en las galerías
del poniente moría la voz de los jilgueros
que entraba en las chirriantes llaves de los roperos
cuando se iluminaba en la hora final
de la tarde la casa con su virtud letal
y brillaba en el mármol de la escalera, Marte.
Yo escuché el viento allí mejor que en otra parte,
mejor que en las orillas del mar sus armaduras
embestían los troncos, distribuían clausuras,
y entre rojos relámpagos la alusiva araucaria
conservaba en su copa una paz milenaria.
Cuando la luna enorme iluminaba el coche
que llegaba entre piedras hasta el portón de noche
sentía repentinas ganas de persignarme,
como frente a una iglesia, silenciosa, al bajarme,
pero cuando la lluvia desplegaba sus alas
recorría temblando las largas antesalas
creyendo descubrir el infierno en las plantas,
y diablos en las caras antiguas de las santas.