Capítulo cinco

HUMANIDAD  

 ¿CUÁL ES EL MÁS GRANDE DESCUBRIMIENTO OCCIDENTAL?

Hace mil años, la civilización islámica había superado a Europa en casi todos los aspectos. Los gobernantes islámicos eran más ricos, los ejércitos islámicos eran más poderosos y los intelectuales islámicos habían avanzado más en artes, erudición, ciencia y tecnología.

Pero algo cambió. Ahora, los pobladores de España traducen al español tantos libros cada año como los árabes han traducido al árabe en los últimos mil años. Si se saca el petróleo de la ecuación, los 5 millones de finlandeses exportan más bienes y servicios cada año que los 165 millones del mundo árabe. El petróleo se puede sacar de la ecuación porque los británicos lo descubrieron en el Medio Oriente, las compañías estadounidenses empezaron a extraerlo y refinarlo, su producción la mantienen ingenieros reclutados del mundo occidental, y buena parte del negocio depende de que las fuerzas militares de los EE.UU. impidan que tiranos y guerrilleros incendien los pozos de petróleo o trastornen su flujo.

¿Qué produjo este notable surgimiento de Occidente en tanto que el resto del mundo se estancó? Mis profesores seculares nos enseñaron que el secreto fue el «descubrimiento» de Occidente de la dignidad humana durante el Renacimiento. Es verdad. Pero también enseñaban que los filósofos humanistas del Renacimiento descubrieron este concepto en los clásicos griegos y latinos. Eso es un mito. Aunque los escritores clásicos sostenían muchos ideales nobles, el valor y dignidad inherentes de cada ser humano no estaban entre ellos. Esta idea única vino de la Biblia.

LA MUERTE DE SHEELA Y UN VISTAZO A MI MUNDO

En 1976, Ruth y yo dejamos la India urbana para ir a vivir con los pobres en la zona rural en las afueras de la aldea de Gatheora. Cuando llegamos, Ruth decidió visitar a cada familia del pueblo. Todos los días visitaba a unas pocas familias para ver cómo podíamos servirles. En una de tales visitas, Ruth conoció a Lalta, una niña de diez años, de una familia de casta baja. Le preguntó a Lalta:

—¿Cuántos hermanos y hermanas tienes?

—Cuatro... o tal vez tres—respondió Lalta.

—¿Son tres o cuatro?—preguntó Ruth curiosa.

—Bueno, tres. La cuarta está casi muerta.

—¿Puedo verla?

La niña se llamaba Sheela. En el centro de un cuartucho sin ventanas, en penumbra, un esqueleto viviente de dieciocho meses yacía en un catre de lona pelado, con pus brotando de llagas que le cubrían el cuerpo y la cabeza, con las moscas recubriéndola porque ni siquiera podía levantar la mano para espantarlas. Sus muslos tenían el grosor del pulgar de un adulto. Sheela estaba tan débil que ni siquiera podía llorar. Solamente lanzaba suspiros.

Las lágrimas afloraron en los ojos de Ruth.

—¿Qué tiene?—le pregunto a la madre.

—Ah, no come nada—contestó la madre medio sonriendo—. Vomita todo lo que le doy.

—¿Por qué no la llevan al hospital?

—¿Y cómo podemos darnos el lujo de ir a ver a un médico?

—¡En serio!—Ruth quedó aturdida por el alcance de su pobreza—. Yo pagaré para que la atiendan.

—Pero, ¿de dónde sacamos el tiempo para ir al hospital?—preguntó la madre.

—¿Qué quiere decir? Su hija se está muriendo, ¿y usted no tiene tiempo para llevarla al hospital?

—Tengo otros tres hijos—dijo la madre—, y un marido que cuidar. Además, siempre me pierdo en el hospital.

—Pídale al esposo que la acompañe—sugirió Ruth.

—Él no tiene tiempo. Tiene que cuidar el ganado y los sembrados.

—Dígale que yo pagaré para que él contrate a alguien que cuide el campo por un día. También yo la acompañaré. Muchos del hospital son amigos nuestros.

La madre halló una manera conveniente para que dejase de fastidiarla.

—Hablaré con mi esposo.

Ruth quedó encantada.

—Le diré a mi esposo que venga esta noche para hablar con el suyo. Por la mañana, yo la llevaré al hospital.

Ruth se apresuró a volver a casa para asegurarse de que yo haría mi parte en su misión para salvar a Sheela. Cuando visité a la familia esa noche, salieron de la casa para hablar conmigo. Algunos vecinos también vinieron para ver qué estaba sucediendo. La pareja había decidido que no iban a ir al hospital.

—¿Por qué?—pregunté sorprendido.

—No tenemos dinero.

—Pero mi esposa le dijo que nosotros lo pagaremos.

—No queremos endeudarnos.

—Pues bien, voy a poner por escrito frente a estos testigos—dije, señalando a los vecinos— que nunca le pediré que me devuelva el dinero. Es un regalo.

—No tenemos tiempo.

—Pero mi esposa le dijo que pagaremos para que emplee a un peón por un día.

—¿Por qué se molestan por nosotros?—Estaban irritados por mi persistencia—. Es nuestra hija.

No podía aceptar que ellos quisieran que su hija muriera, porque no pensaba que un padre pudiera ser tan cruel. Sin embargo, no podía interpretar su conducta de ninguna otra manera. Así que decidí usar la presión de la opinión pública para convencerlos.

—¿Están matando a la niña?—les pregunté de sopetón alzando ligeramente la voz.

—¡Por supuesto que no! Pero ¿qué podemos hacer si ella no quiere comer y vomita todo lo que le damos?

—Si ustedes no pueden hacer nada por ella, entonces, ¿por qué no permiten que los médicos hagan algo?

—Porque no podemos darnos ese lujo.—Ellos estaban tan tercos como yo.

—Miren—se me había agotado la paciencia—. Si ustedes no llevan a la niña al hospital mañana, yo voy a ir a la policía para informar que están matándola. ¿Cómo pueden ser tan crueles? ¿Por qué no empuña un cuchillo y la apuñala? ¿Por qué la deja sufrir esa manera?—Luego me volví a los vecinos—. ¿Por qué no dicen nada? ¿No les importa nada esta niña desvalida?

Yo había esperado que los vecinos ofrecieran respaldo moral; pero se quedaron mirándome como si yo fuera un necio. Finalmente, un vecino anciano ayudó a resolver la disputa. Les dijo a los padres de Sheela:

—¡Miren! En realidad él podría ir a la policía. Si la policía se lleva a Sheela al hospital, entonces ustedes tendrán que pagar los gastos. Por consiguiente, es mejor que vayan con ellos.

El doctor Mategaonker le dio el ingreso a Sheela y la puso bajo medicación y alimentación intravenosa. Después de una semana o algo así, el personal médico pudo empezar a darle de comer mediante un tubo por la nariz. Después de otra semana, recomendaron que la lleváramos a nuestra casa y que siguiéramos dándole de comer sus líquidos por el mismo tubo hasta que tuviera suficiente fuerza como para comer por sí sola.

Para ese tiempo, nuestra familia había empezado a ampliarse hasta convertirse en una comunidad. Unos pocos jóvenes vivían con nosotros, como Mark, estudiante del programa HNGR (siglas en inglés de Necesidades Humanas y Recursos Globales) de la Universidad Wheaton, de Estados Unidos. Les encantaba cuidar a Sheela, incluyendo lavar a mano sus pañales sucios y hediondos. Sheela respondió al cariño y atención tanto como a los medicamentos y la comida. Se convirtió en un deleite.

Pero no duró mucho. Una mañana, su madre vino refunfuñando.

—La gente del pueblo dice que ustedes están corrompiendo a nuestra hija. Si ella come en su casa, nuestra casta quedará contaminada y Sheela se hará cristiana.

Ruth procuró asegurarle a la madre que bien podía llevarse a Sheela a su casa. Estábamos contentos con lo que habíamos podido hacer y nos alegramos de entregarles a la niña de nuevo a sus padres. A las pocas semanas, sin embargo, nos enteramos de que Sheela había vuelto a su condición previa.

Hubo que repetir todo el proceso. Ruth fue a persuadir a la madre. Luego yo fui para persuadir y amenazar al padre. Ruth llevó a Sheela y la madre al hospital. A Sheela le insertaron un tubo intravenoso, le dieron de comer por la nariz y la enviaron a nuestra casa. Entonces su madre vino a pelear. Ruth daba por sentado que la madre había aprendido su lección, así que dejó que se llevara a Sheela de nuevo a su casa. Antes de que lo supiéramos, Sheela había muerto.

Los padres de Sheela la dejaron morir de hambre porque la veían como una carga. Ya tenían una hija que cuidara a sus hijos y limpiara y cocinara para la familia. Una segunda hija era una carga innecesaria. Tendrían que darle de comer diez o doce años. Luego tendrían que endeudarse para conseguir una dote para casarla. Sus parientes políticos podrían torturarla para sacarles más dinero. En esos días, según contaba nuestra prensa nacional, cada año los parientes políticos mataban alrededor de trescientas jóvenes esposas en la capital de nuestra nación, en un esfuerzo por sacarles más dote a los padres.* Pero una dote no era el fin de los gastos. La hija volvería a la casa de sus padres para dar a luz a sus hijos. ¿Por qué asumir toda esa carga vitalicia, aun cuando alguien ofreciera atención médica gratuita y leche por unas pocas semanas?

Ruth y yo no podíamos entender a los padres de Sheela porque nuestra cosmovisión era muy diferente a la de ellos. Ellos miraban a los hijos como bienes o costes, conveniencias o cargas. Nosotros los mirábamos como seres humanos con valor intrínseco. Creíamos que el mandamiento de Dios de «no matarás» le da a toda persona un derecho fundamental a la vida. No esperábamos ganar nada de Sheela. Creíamos que amar a Dios nos exigía que la amásemos a ella.

Intervinimos porque pensábamos que la Palabra de Dios nos ordena: «¡Levanta la voz por los que no tienen voz! ¡Defiende los derechos de los desposeídos! ¡Levanta la voz, y hazles justicia! ¡Defiende a los pobres y necesitados!»1

Desde la perspectiva de su propia cultura, los padres de Sheela no eran personas perversas. Eran seres humanos ordinarios, tan buenos o malos como cualquier otro. Querían a sus hijos tanto como cualquiera. Si hubieran tenido un abogado estadounidense, hubieran argumentado que mataron a su hija por amor; era asesinato por «misericordia», eutanasia y nada diferente de lo que prácticamente cualquier mujer hace cuando aborta al hijo que no quiere. Los padres sabían que la vida de Sheela como niña no querida en su casta y cultura iba a ser especialmente desdichada; su futuro estaba condenado a ser negro. Por consiguiente, a causa de su profunda compasión por ella, acortaron su sufrimiento. Así, pienso, fue en realidad. El abogado hubiera pasado a argumentar que las personas de posición más privilegiada no tenía ningún derecho a juzgar a los padres de Sheela, que estaban atrapados en un círculo vicioso de pobreza.

Los padres de Sheela creían que, como ellos mismos, Sheela estaba atrapada ineludiblemente en las garras de la pobreza. Creían en el fatalismo tradicional hindú. No pensaban que podían cambiar la historia; que ellos podían trascender el destino y el karma, la naturaleza y la cultura. Para ellos era demasiado revolucionario pensar que como seres humanos eran criaturas que forjan historia, que producen cultura, y que el futuro de Sheela no estaba destinado a ser lóbrego. De este modo, nuestro conflicto no era meramente sobre principios éticos; era un choque de cosmovisiones.

Para quien no está familiarizado con la cosmovisión hindú será difícil entender cómo los padres pueden matar a un hijo con el consentimiento implícito de toda la población. Tal vez una visión de uno de los padres del moderno hinduismo, Ramakrishna Paramhansa, ayudará. En una de sus visiones místicas, Ramakrishna vio a su madre diosa, Kali, salir de las aguas oscuras del río. Mientras observaba, ella dio a luz a un niño justo ante sus ojos y luego procedió a comerse al recién nacido. En sus manos, el niño parecía carne y sangre normal, pero en la boca de ella el niño parecía estar vacío.

El santo interpretó su visión usando los mismos conceptos budistas que Kurt Cobain practicó, tales como «la vida está vacía». Aunque Ramakrishna era hindú, pudo adoptar una noción budista debido a que la enseñanza budista del anatman (no-yo) tiene la misma implicación práctica que las doctrinas hindúes de reencarnación y Brahmán (yo universal). Estas doctrinas implican que la individualidad es una ilusión y que la salvación requiere que la conciencia del individuo se disuelva en la conciencia universal o Dios.

La madre diosa podía matar a su hijo porque la fe en la reencarnación trivializa la muerte tanto como la vida. En las bien conocidas escrituras hindúes, el Bhagavad Gita, el dios Krishna anima a Arjuna a matar a sus primos y maestros, ya que la reencarnación significa que la muerte de un alma es como cambiarse de ropa. «Así como un hombre deja una ropa vieja y se pone otra nueva, así el espíritu deja su cuerpo mortal y luego se pone otro que es nuevo».2 El señor Krishna aconsejó a Arjuna que no se compadeciese de los que debía matar porque el alma en realidad nunca nace y nunca muere. «Tú sientes compasión donde la compasión no tiene lugar. Los sabios no sienten compasión ni por lo que muere ni por lo que vive. Nunca hubo un tiempo cuando tú y yo no estábamos en existencia, y todos estos príncipes; tampoco vendrá un día, en el más allá, en que alguno de nosotros dejará de ser».3

Los padres de Sheela no tenían esperanza para ella porque no sabían que Sheela tenía otro Padre en el cielo que no estaba sujeto a la naturaleza, historia, cultura o karma. Él podía cambiar su futuro como lo hizo con José, que languideció en la cárcel durante años, aunque no era culpable de mal karma.4

Al empezar a ver que estas diferencias de cosmovisión eran cuestiones de vida y muerte, que luchar contra la pobreza exigía luchar contra el fatalismo, empecé a hablar con nuestros vecinos en cuanto a nuestra necesidad de conocer y confiar en el Dios viviente. Esta conexión entre el conocimiento de Dios (teología) y el conocimiento del hombre (antropología) es crucial para entender el Occidente moderno.

HUMANISMO

Mis amigos de la India que han sido secularizados por la educación universitaria creen, tanto como yo, que los seres humanos pueden producir un futuro diferente y mejor para sí mismos. Concuerdan con que el destino de una niña como Sheela no lo determina el karma. Ella no está destinada a vivir una vida de miseria. Y mis amigos no señalan a la Biblia o a credos teológicos para justificar esta creencia. Para ellos, es cuestión de sentido común.

Pero tal idea no es sentido común en la India tradicional. La mayoría de las familias que hostigan, torturan e incluso matan a sus nueras buscando dote tienen buena educación. Esta idea no era sentido común en las civilizaciones antiguas o medievales. El infanticidio era una práctica común en la Grecia y Roma antiguas. Las nociones de la dignidad y derechos humanos llegaron a la India con la educación cristiana. Veremos las consecuencias de su secularización. Por el momento, la pregunta es: ¿De qué manera el concepto occidental de los seres humanos llegó a ser tan radicalmente diferente de todo el resto? ¿Qué impacto tuvo eso en la ética, la política, la ciencia, la tecnología y la medicina occidentales?

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Europa se había vuelto «cristiana» mucho antes del año 1500 A.D., pero eso no significa que la mayoría de los aspectos de su visión del mundo fueran bíblicos. Por ejemplo, la idea bíblica del hombre estaba enterrada bajo el paganismo precristiano de Europa, la cosmovisión cosmológica grecorromana y el fatalismo islámico.

El paganismo enseñó a Occidente a temer y adorar a los espíritus, los semidioses y los dioses. La espiritualidad folclórica continuó en la cristiandad medieval en forma de temor a los espíritus y de oraciones a los santos y los ángeles. Consideraban a los seres humanos inferiores a los ángeles.

Mientras que las masas sin educación persistían en el paganismo precristiano, los filósofos medievales, llamados escolásticos, quedaron bajo la influencia de la visión cosmológica griega antigua. La mayoría de los griegos no compartía la idea contemporánea de que el universo empezó recientemente con una «gran explosión». Daban por sentado que el cosmos era la realidad última. Dioses, espíritus, ángeles, ideas y seres humanos, todos eran parte del cosmos. Cada uno tenía un lugar fijo en el esquema de cosas. Esto quería decir que ni siquiera el Dios Supremo podía cambiar el curso de la historia cósmica. Cuando el hombre trataba de elevarse por encima del estatus asignado a él, cometía arrogancia insolente, el pecado de arrogancia y de orgullo desmedido. Ni el hombre, ni los dioses, ni el Dios Supremo podían cambiar el ciclo descendente de la naturaleza o la historia. Cada ciclo de historia cósmica empezaba como una Edad de Oro y degeneraba a Edades de Plata, Bronce y Hierro antes de ser destruida, solo para empezar de nuevo con otra Edad de Oro.

Cuando los musulmanes conquistaron el Imperio Bizantino, adquirieron los monasterios cristianos que habían preservado el saber griego. Estos fueron traducidos al árabe y después vueltos a traducir al latín, y trasmitidos a Europa occidental. Junto con muchas cosas buenas, también trasmitieron el fatalismo islámico. El impacto acumulativo del paganismo, la visión cosmológica del mundo y el fatalismo harían del «hombre» medieval una criatura impotente que vivía con miedo de las fuerzas conocidas y desconocidas. El «destino» o «suerte» del hombre no estaba en sus manos. Algunas de las fuerzas que gobernaban su destino eran extremadamente caprichosas y completamente insensibles. Los astrólogos y adivinos eran de algún valor, pero, en última instancia, ellos también estaban sujetos a las mismas fuerzas oscuras. La vida humana, en resumen, era una tragedia.

Uno de los papas medievales más capaces, Inocencio III (1160– 1216), expuso esta noción trágica de la vida en La desdicha del hombre. Quiso escribir la contrapartida, La dignidad del hombre, pero nunca lo logró. No apareció una obra con ese título hasta 1486,5 un siglo después de que los pioneros del fermento intelectual conocido como Renacimiento descubrieran en la Biblia la idea de la dignidad y de las capacidades singulares de la humanidad.

Mis profesores creían el mito secular de que el concepto de la dignidad humana se originó en la Grecia antigua; aunque ya en 1885, Henry Thode6 había demostrado que el naturalismo del arte del Renacimiento procedía de la tradición franciscana, especialmente de los pensadores del siglo XIV que rechazaron el platonismo y promovieron una filosofía llamada nominalismo. Paul Sabatier, que escribió una importante biografía de San Francisco,7 sostenía la misma conclusión general. Estas nociones proporcionaron un marco de trabajo interpretativo sólido para eruditos tales como Wallace Ferguson8 y Charles Trinkaus. Esta investigación de un siglo de duración en las fuentes primarias culminó en la obra de Trinkaus en dos volúmenes, In Our Image and Likeness: Humanity and Divinity in Italian Humanist Thought [A nuestra imagen y semejanza: Humanidad y divinidad en el pensamiento humanista italiano].9 Él concluyó que, aunque los humanistas del Renacimiento leyeron, disfrutaron, citaron y promovieron a los clásicos romanos y la erudición islámica, su punto de vista peculiar de la dignidad humana manaba de la Biblia, en deliberada oposición al pensamiento griego y al islámico.

La nueva visión que el Renacimiento tenía del hombre estaba inspirada en los antiguos padres eclesiásticos, sobre todo San Agustín y Lactancio, un consejero religioso de Constantino I, que escribía excelente latín, aunque algunos aspectos de su teología no estaban bien informados. Su concepto del hombre, sin embargo, derivaba del primer capítulo de la Biblia: «Entonces dijo Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza».10

Trinkaus empezó su estudio afirmando:

Los humanistas del Renacimiento evolucionaron y elaboraron nuevos conceptos significativos de la naturaleza humana... Empezando con Petrarca, rara vez se desviaron de su apego a estas visiones del hombre que es difícil separar de su imagen de Dios. En realidad, les resultaba casi imposible definir al hombre y debatir sobre él si no era en términos de su relación con la naturaleza de lo divino y su influencia y acciones en el mundo. La «antropología» y la «teología» marchaban juntas en el pensamiento renacentista.11

La comprensión del Occidente moderno del hombre brotó de la comprensión de la teología medieval de la relación de Dios con el universo, parte de la cual consistía en un rechazo deliberado de las ideas griegas clave. Por ejemplo, nuestra especie tiene una capacidad singular: experimentamos no solo el universo material, sino también ideas que pueden corresponder o no a la realidad. Hoy, muchos dan por sentado que la materia puede existir por sí misma sin la mente (humana o sobrehumana), pero que las ideas no pueden existir por sí mismas. El filósofo griego Platón sostenía la creencia opuesta. Pensaba que las ideas eran la realidad primaria, y que el mundo material era una sombra de las ideas, que existían independientemente. Una silla, en otras palabras, era una sombra imperfecta de la «sillidad» que existe en el campo real, el campo de las ideas. La filosofía de Platón implicaba que los seres humanos no creamos; hacemos copias o sombras de la realidad: que es las ideas. Pero, ¿qué decimos de Dios? ¿Crea o copia ideas que ya existen en el verdadero campo (platónico) de las ideas?

Los nominalistas medievales rechazaron esta presuposición griega porque la Biblia empieza con las palabras: «En el principio creó Dios los cielos y la tierra».12 Los griegos se equivocaban, razonaron los nominalistas, porque Dios no copió ideas que ya existían. Creó de la nada, ex nihilo. La doctrina de la creación de la nada implicaba que Dios no era parte del cosmos; ni del mundo de las ideas ni del mundo de la materia. Era libre, y no atado a ninguna idea, orden o lógica preexistentes. El orden que vemos en el universo es parte de su creación.

El siguiente paso, la exploración de la libertad humana y la relación del hombre con la naturaleza, fue obra de los escritores del Renacimiento llamados humanistas. Los humanistas aceptaron la idea de los nominalistas de la libertad de Dios y desarrollaron sus implicaciones. Puesto que Dios es libre y no atado por el mundo de las ideas o la materia preexistentes, y puesto que el hombre está hecho a imagen de Dios, el hombre también debe ser libre. Esto quiere decir que el hombre no fue creado para ser una criatura impotente atrapada en un ciclo ineludible de desdicha.

EL DESCUBRIMIENTO DEL HOMBRE POR PARTE DEL
RENACIMIENTO

Uno de los influyentes pensadores que formuló el concepto renacentista de la dignidad humana fue Coluccio Salutati (1331–1406). Sus escritos luchan con las ideas de la providencia de Dios, el libre albedrío del hombre y su dignidad. Se opuso al fatalismo islámico basándose en que el Dios que se reveló a Moisés era libre. Fue Salutati quien restableció la idea agustina del libre albedrío del hombre; que llegó a ser una presuposición fundamental de la civilización occidental por medio de pensadores tales como Martín Lutero y Jonathan Edwards. Siguiéndole, Lorenzo Valla (1406–57) llegó a ser la tercera figura clave del Renacimiento que debatió la cuestión de la dignidad humana. Como Petrarca y Salutati, Valla también fue cristiano devoto, católico evangélico que derivó su visión del hombre de su visión de Dios.

The Oration on the Dignity of Man [Discurso sobre la dignidad del hombre] fue obra de su sucesor, Pico della Mirandola (1463–94), que articuló más enérgicamente las ideas de Valla. A veces, el entusiasmo de Mirandola respecto a la dignidad del hombre le hizo olvidarse de que el hombre ha usado erróneamente su mente y su albedrío al rebelarse contra su Creador. Por consiguiente, el intelecto humano ha caído tanto como la voluntad humana. Con todo, Mirandola seguía a San Agustín al argumentar que la dignidad del hombre consistía en el hecho de que no fue creado como una parte fija de las estructuras del universo. Después de que el universo había quedado completo, Dios le dio al hombre el papel de supervisarlo y admirar a su Hacedor, con el deber de reafirmar al Creador al imitar sus atributos, tales como el amor, la racionalidad y la justicia.

Otra obra bien conocida de Pico es Heptaplus, comentarios sobre el capítulo 1 de Génesis. En ella describió los seis días de trabajo y el séptimo de reposo de Dios. Esta obra es la evidencia contundente de que la noción renacentista del hombre vino de una exégesis de Génesis 1.26. Fue la Biblia lo que permitió que Pico rechazara la astrología pagana e islámica. Él escribió: «Las estrellas no pueden gobernarnos mediante sus partes materiales, que son tan viles como la nuestra, así que debemos cuidarnos para no adorar la obra del artífice como más perfecta que su autor».13 Los lectores de Pico estaban fascinados por la astrología, pero él los instó a adorar a Dios: «Por consiguiente, temamos, amemos y veneremos a Aquel en quien, como Pablo dice, todas las cosas fueron creadas, visibles e invisibles, quien es el principio en quien Dios hizo los cielos y la tierra, es decir, Cristo ... Por consiguiente, no formemos imágenes estelares en metales, sino la imagen del Verbo de Dios en nuestras almas».14

LA ENCARNACIÓN: BASE DE LA DIGNIDAD HUMANA

Los intelectuales islámicos eran tan competentes como los europeos. Tenían los clásicos griegos e incluso la idea judía de la creación (Antiguo Testamento). Algunos eruditos musulmanes también cuestionaban la astrología. ¿Por qué los eruditos musulmanes no hicieron de la noción de la dignidad humana un aspecto de la cultura islámica?

La respuesta es que los escritores del Renacimiento no derivaron su alta noción del hombre de un solo versículo de la Biblia que describe la creación del hombre. Hallaron la dignidad humana afirmada de forma suprema en la enseñanza de la Biblia sobre la encarnación de Cristo. El Nuevo Testamento enseñaba que Dios vio la desdicha del hombre y vino como hombre, Jesucristo, para hacer de los seres humanos hijos e hijas de Dios. Pero el islam le niega a Dios el derecho de hacerse hombre. Según el islam, el que Dios se haga una criatura tan baja como el ser humano sería violar su dignidad.

Pero, con la pregunta retórica: «¿Puede Dios también hacerse un perro?», los apologetas musulmanes redujeron al hombre al nivel de las bestias. Siguieron a los griegos al poner límites a lo que Dios puede o no puede hacer. En contraste, los nominalistas creían que Dios era libre; no estaba limitado por nuestras presuposiciones o por conclusiones lógicas derivadas de nuestras presuposiciones. Si Dios no estaba sujeto a la lógica humana, entonces a fin de saber la verdad teníamos que ir más allá de la lógica para observar lo que Dios en realidad había hecho. ¿Y si él amaba a los seres humanos lo suficiente como para venir a esta tierra para salvarlos y hacerlos sus hijos amados? Tal acto implicaría que los seres humanos eran singulares en el orden creado.

Lejos de violar la dignidad de Dios, la Encarnación había de ser la prueba máxima de la dignidad del hombre: de la posibilidad de la salvación del hombre, de que un hombre o una mujer lleguen a ser amigos o hijos de Dios. La Encarnación haría de los seres humanos algo de mayor valor que los ángeles. En realidad, la Biblia mostraba a los ángeles como «espíritus servidores»: «En cuanto a los ángeles dice: “... Él hace de los vientos sus ángeles, y de las llamas de fuego sus servidores”... ¿No son todos los ángeles espíritus dedicados al servicio divino, enviados para ayudar a los que han de heredar la salvación?»15

El fracaso al no apreciar el valor y dignidad de los seres humanos impidió que la civilización islámica desarrollase el pleno potencial de su gente. Atrapó a las masas sin los derechos y libertades fundamentales que hicieron posible que Occidente superase a la civilización islámica.

El poeta Petrarca usó la Encarnación como argumento central al desarrollar el humanismo del Renacimiento. Apoyó su caso en la Biblia y centró su crítica en Aristóteles y en el popular promotor islámico de Aristóteles, Averröes o Ibn-Rushd (1126–98). Trinkaus escribió que, según Petrarca, «El conocimiento natural del hombre de sí mismo conduce solo a un conocimiento de su desdicha; de ahí su desesperanza, puesto que el hombre está incluso más lejos de Dios que la tierra del cielo. ¿Cómo, entonces, se salva la brecha entre el hombre y Dios? Solo mediante la Encarnación, que es clave para el pensamiento religioso de Petrarca y el pensamiento religioso humanista en general».16

Exceptuando a Séneca (4 A.C.–65 A.D.), todos los escritores antiguos griegos y romanos insistieron en la absoluta separación de la divinidad, dejando al hombre en su miseria, sin remedio. Solo Séneca creía que «Dios vendrá a los hombres; ninguna mente es buena sin Dios». Aunque insistió en la distancia infinita entre el hombre y Dios, Petrarca se regocijaba en que la distancia había sido salvada por el misterio de la gracia divina. Su gracia acercó a Dios y al hombre. Le permitió elevar al hombre por encima de su miseria.

El descenso de Dios significó el ascenso del hombre. La miseria, impotencia, abatimiento y conflicto propio eterno son normales para los hombres. Se pueden resolver gracias a que lo trascendente también puede ser inmanente: «Emmanuel», es decir, Dios con nosotros. Uno que limpiará toda lágrima y quitará la maldición del pecado, incluyendo la muerte. Trinkaus concluyó que la encarnación de Cristo «es uno de los cimientos teológicos del muy repetido tema de los humanistas de la dignidad y excelencia del hombre».17 Ella invirtió el énfasis tradicional de la bajeza humana. Petrarca lo dice de esta manera:

Con certeza nuestro Dios ha venido a nosotros para que nosotros podamos ir a él, y ese mismo Dios nuestro se relacionó con la humanidad cuando vivió entre nosotros, «mostrándose a sí mismo como hombre en apariencia»... ¡Qué indescriptible sacramento! A qué fin más alto pudo la humanidad ser levantada que al de un ser humano, formado por alma racional y carne humana, un ser humano, expuesto a los accidentes, peligros y necesidades mortales, en resumen, un hombre verdadero y perfecto, inexplicablemente asumido en una palabra con el Verbo, el Hijo de Dios, consustancial con el Padre, coeterno con él. ¿A qué fin más alto podía la humanidad ser elevada que a que este hombre perfecto pudiera unir dos naturalezas en sí mismo mediante la unión maravillosa de elementos totalmente dispares?18

Por supuesto, los escritores del Renacimiento citaron a los autores clásicos (más romanos que griegos) para adornar sus tratados sobre el hombre. Pero no pudieron derivar ni derivaron su alta noción del hombre de la cosmovisión grecorromana. Fue la visión bíblica de lo que el hombre fue creado para ser, y salvado para llegar a ser, la que llegó a ser la noción comúnmente aceptada en Occidente.

Era esta noción bíblica lo que inspiró a Ruth a intentar salvar a Sheela. Nuestros vecinos no entendían su impulso compasivo debido a que tres mil años de hinduismo, dos mil seiscientos años de budismo, mil de islamismo y un siglo de secularismo no habían logrado darles una base convincente para reconocer y afirmar el valor singular de un ser humano.

EL MITO SECULAR

Mis profesores estaban confundidos en cuanto a los cimientos filosóficos de la dignidad humana debido a que el mito tiene un pedigrí impresionante. El poeta romántico Percy Bysshe Shelley (1792–1822) fue uno de los primeros que fomentó el mito. En su poema «Prometeo desencadenado» roba un concepto que manaba de la teología bíblica y lo planta en una leyenda griega. En la leyenda original, Prometeo es atado porque roba el fuego del templo de Zeus y lo da a los irremediablemente retrógrados seres humanos. Shelley retuvo muchos de los elementos del mito griego, pero les dio un sabor secular. Su Prometeo simboliza al hombre. El dios supremo llamado Zeus por su nombre romano, Júpiter, es un tirano fantasma, creación de la mente y la voluntad humanas. Este dios fantasma abusa del poder que Prometeo le ha dado y empieza a oprimir al hombre. Dios se vuelve la fuente del mal. En la mayoría de las versiones griegas del mito, Prometeo es liberado al aplacar a Zeus. Pero el Prometeo de Shelley no solo es doblegable. Ni siquiera trata de ganarse la gracia de Júpiter. Prometeo («el hombre») es liberado al rebelarse contra Júpiter y recuperando sus poderes de su dios imaginario.

Los esfuerzos de Shelley por liberar de Dios al hombre atrajeron a muchos porque una gran parte de la iglesia estaba, como ya hemos notado, corrompida y era opresiva. Sofisticados fabricantes de mitos, como Marx, Nietzsche y Freud, adornaron su idea. Ignoraron los hechos de la historia intelectual bosquejada arriba, buscaron fracasos de la iglesia y dieron por sentado que Dios era la fuente de la esclavitud humana. Popularizaron el mito de que la libertad significaba librarnos nosotros mismos de un Dios que existía solo en la imaginación humana. Los mitos fascistas de Marx y Nietzsche, sin embargo, resultaron ser muchos más destructivos que el mito que gobernaba la cultura de Sheela. Estos mitos causaron el asesino de más de cien millones de personas durante el siglo XX.19 El mito de Freud, como veremos más adelante en este libro, está ahora pagando su precio en Occidente.

Es cierto que el hombre ha inventado muchos dioses. Pero Moisés no inventó a Dios buscando consuelo psicológico. Él estaba pastoreando ovejas cuando vio la zarza que ardía. No creyó a la voz que le enviaba a Egipto a los antepasados de Freud que clamaban a Dios debido a sus amos esclavizadores.20 Moisés y los hebreos eran creyentes renuentes. Se vieron obligados a creer porque Dios se reveló en su historia. El mito de Freud no trata de la muerte de Dios; trata de la muerte del hombre. Si no hay Dios, el hombre no puede ser una entidad espiritual. No puede ser un alma, un yo imaginativo, creativo, que trasciende la naturaleza y actúa sobre la misma como causa primaria.

Durante el siglo XX, la cultura estadounidense todavía estaba moldeada por la Biblia. En consecuencia, escapó de las consecuencias de este mito secular deshumanizador; pero, como hemos notado en el capítulo uno, el Occidente posmoderno se ha acercado más a la negación budista de la existencia del alma. Sus consecuencias prácticas las expresó un joven rockero grunge: «Pertenezco a la generación en blanco. No tengo creencias. No pertenezco a ninguna comunidad, ni tradición, ni nada de eso. Estoy perdido en un mundo amplio amplio. No pertenezco a ninguna parte. No tengo identidad en absoluto».21

Kurt Cobain fue un producto lógico de este nihilismo. Si el hombre no está hecho a imagen de Dios, una persona no puede ser nada especial: el humanismo es arrogancia; el animalismo es una filosofía más verdadera. Como Ingrid Newkirk, cofundadora de Personas por el Tratamiento Ético de los Animales, lo dice: «Una rata es un cerdo es un perro es un niño».22 En otras palabras, los padres de Sheela tenían razón: un bebé no es innatamente mejor ni debe tener más altos privilegios que un perro, cerdo o rata que no se quiere.

Los marxistas que gobernaron la Unión Soviética estaban adelantados en la curva filosófica. Consideraban que la individualidad era un concepto burgués, una manifestación del deseo de la clase media de independencia, propiedad privada y economía libre. Por consiguiente, como el islam y el hinduismo, se dispusieron a liquidar todas las expresiones de la identidad individual a favor de una conciencia colectiva, comunal. Posmarxistas como Roland Barthes, Michel Foucault y Jacques Derrida van más allá. Sostienen que nuestras vidas están determinadas culturalmente; nuestro idioma moldea nuestros pensamientos y la individualidad o «sujetidad» es una ilusión. Aunque la «singularidad» es innegable, la individualidad es un constructo artificial «constituido por una red de fuerzas, de las cuales la conciencia es el efecto, no el punto de origen».23

La deconstrucción posmoderna de la individualidad explica que Shakespeare no fue un genio creativo con una personalidad unificada. Sus obras fueron una expresión, no de su creatividad, sino de su cultura. Algunos posmodernistas que piensan que la individualidad tiene que ser una ilusión procuran aniquilar su sentido de individualidad mediante drogas, relaciones sexuales tántricas, yoga y meditación. Como los gurús hindúes, algunos de ellos tratan de amalgamar su conciencia individual en una nada universal, impersonal.

El zoológico de Copenhague expresó vívidamente la noción secular de la humanidad cuando exhibió una pareja enjaulada de Homo sapiens en 1996.24 El oficial de información del zoológico, Peter Vestergaard, explicó que la exhibición trató de obligar a los visitantes a afrontar sus orígenes y aceptar que «todos somos primates». Los visitantes vieron a los otros primates peludos contemplando el cielo raso, columpiándose de barras, y despiojándose unos a otros. Sin embargo, los Homo sapiens enjaulados (Henrik Lehmann y Malene Botoft) trabajaban en una motocicleta, comprobaban su correo electrónico, enviaban y recibían faxes, leían libros y ajustaban su aire acondicionado.

El zoológico tuvo un problema. Las leyes existentes, moldeadas por la «anticuada» cosmovisión bíblica, exigieron que reconociera los derechos fundamentales de los Homo sapiens, incluyendo su derecho a libertad. Tenía que darles la libertad para salir de su jaula para satisfacer «impulsos» con una noche de ópera o una cena a la luz de las velas. También tenía que pagarles por mantenerlos en una jaula. Estos seres humanos rehusaron responder en público al llamado de la naturaleza y no quisieron exponer su «conducta íntima», aduciendo que «eso no es interesante». Después de unas pocas semanas, ambos Homo sapiens salieron de la casa de monos. El experimento violaba su dignidad como seres humanos.

COMPASIÓN REBELDE

Lo que Ruth hizo por Sheela no fue único. Viajando por África y Asia, y sobre todo viendo la obra de la Madre Teresa, el finado periodista británico Malcolm Muggeridge notó que la fe en la encarnación de Cristo había inspirado a muchos creyentes a dejar sus comodidades y arriesgar sus vidas para servir a los más pobres de los pobres. Aunque Muggeridge era ateo en ese tiempo, observó que el humanismo ateo no había inspirado a nadie a dedicar su vida a servir a los desamparados que morían en Calcuta.

Occidente llegó a ser una civilización humana porque fue fundado sobre los preceptos de un maestro que insistió en que el hombre era valioso. Jesús cuestionó la inhumanidad de su cultura intelectual y religiosa cuando declaró que el sabbat fue hecho para el hombre, y no el hombre para el sabbat. Occidente se hizo humano porque los humanistas creían que la encarnación y muerte de Cristo definían lo que es un ser humano. Pero ahora, habiendo rechazado su alma, Occidente no tiene otra opción que ver a la individualidad y dignidad humana como ilusiones, tal como la veían los padres de Sheela.

De igual importancia es el hecho de que, al renegar de su alma, Occidente está rechazando la fuente de su singular cultura racional. A continuación examinaremos esto.


* Véase http://www.indianchild.com/dowry_in_india.htm. «Según cálculos del gobierno, a nivel nacional, en 1993 hubo un total de 5,337 muertes por cuestiones de la dote». Esas cifras deben considerarse inferiores a la realidad, puesto que muchos asesinatos se registran como accidentes o suicidios.