En tiempos de guerra como de paz, el trabajo del médico —si se hace correctamente— siempre es una tarea de liderazgo en el sentido más estricto [...] La relación de confianza entre el médico y el enfermo debe ser de tal naturaleza que el primero, en todo momento y bajo cualquier circunstancia, debe tener la sensación de estar por encima del segundo [...] Ser médico significa ser el más fuerte de los dos.1
De un manuscrito de un discurso de Theo Morell
El gremio de los investigadores de Hitler, por mucho que algunos de ellos hayan tomado derroteros oscurantistas, se mantiene unido por el esfuerzo de descifrar el enigma del dictador, quizá el criminal y psicópata más malvado de todos los tiempos, la personificación del mal existente en el ser humano. Los biógrafos registran desde hace décadas los acontecimientos externos y existe una extensa bibliografía para todos los gustos. Sobre él se ha escrito y se sigue escribiendo más que de ningún ser humano en el mundo; incluso existe una disciplina psiquiátrica dedicada a él, la «Psicopatografía de Adolf Hitler», que se ocupa exclusivamente de las eventuales enfermedades psicológicas del de Braunau. Sin embargo, a pesar de todo, el misterio parece indescifrable y el dudoso mito sigue vivo.
¿Es posible que exista algún punto ciego que la literatura hitleriana, a pesar de su diversidad, haya pasado por alto? No se pretende desde estas páginas describir los hechos históricos tal como sucedieron. Lo que realmente hago es terciar en un juicio basado en indicios donde los eruditos llevan siete décadas sin dar pie con bola —y también diciendo soberanas mentiras o falsedades tan célebres como los supuestos diarios de Hitler publicados en la revista Stern—. Hay que desconfiar de determinadas fuentes. Aquí no se presenta ninguna solución al enigma, sino que se ofrece una interpretación concreta.
Quien quiera acercarse a Hitler debe pasar antes por Morell. Sobre todo a partir del otoño de 1941 —período en que Hitler dio un bajón evidente y que todos los libros obvian porque, precisamente, no saben explicarse este declive—, el médico obeso con guerrera de gabardina marrón claro ya hacía tiempo que no era el curioso segundón al que la ciencia histórica se ha referido hasta hoy. En Hitler, la biografía estándar de casi 1 200 páginas escrita por Joachim Fest, el índice onomástico remite solo a siete lugares del libro en los que simplemente se menciona al médico de cabecera; el primero, no antes de la página 737. A este respecto, el autor nunca llega al fondo de la cuestión. Su, de hecho, acertada descripción de la dinámica de Hitler como una «inmovilidad que parece narcótica»2 no está fundamentada, y tampoco sirve de mucho que hable de una «drogodependencia fatal»3 si después no aborda la magnitud y las consecuencias de la misma y no investiga el círculo vicioso, la huida a un mundo interior en el que solamente la jeringa de Morell podía adentrarse. La afirmación bajo la que Fest publicó su trabajo en 1973, según la cual descartaba más novedades sobre Hitler después de su libro porque quedaba demostrado que «ya no se esperan más materiales capaces siquiera de modificar la imagen de la época y de sus actores»,4 parece hoy precipitada.
Aunque la ciencia histórica se empeñe en desviar la atención de las peculiaridades biográficas de Hitler y se centre en los procesos sociales que condicionaron su ascenso e hicieron de él el que decían que era, sigue habiendo, junto a estos sensatos intentos, un vacío relevante que es necesario llenar. No basta con banalizar y hablar de las «pastillas de colores del doctor Morell»5 en una oración subordinada. Y cuando el británico Ian Kershaw, autor también de una de las más famosas biografías de Hitler, sostiene que «la cifra creciente de comprimidos e inyecciones que administraba cada día el doctor Morell, 90 sustancias distintas en total durante la guerra y 28 pastillas distintas cada día, no pudo retardar el desmoronamiento físico»,6 posiblemente esté confundiendo la causa con el efecto.
Para el historiador alemán Henrik Eberle, la cosa está clara. En el libro War Hitler krank? Ein abschließender Befund («¿Estaba Hitler enfermo? Un diagnóstico concluyente»), escrito junto con el ya fallecido catedrático berlinés Hans-Joachim Neumann, Eberle llega a la conclusión de que el jefe de Estado alemán no fue en ningún caso un drogadicto y que Morell había actuado «con total responsabilidad»: «Tenía en cuenta las dosis máximas diarias de medicamento prescritas [...] y rara vez las superaba [...] Además, después de 1945, Morell tuvo que aguantar el reproche de haber dado a Hitler un tratamiento incorrecto y minarle la salud durante años. Pero no fue así, tal como documentan los meticulosos apuntes de Morell entre 1941 y 1945, característicos de un esmerado médico de cabecera».7 ¿Es esto cierto? El propio médico de cabecera parece contradecirlo cuando, en sus notas, reproduce una conversación con su paciente en los siguientes términos: «Tuve que hacer siempre tratamientos breves con dosis elevadas, y tuve que hacerlo hasta el límite de lo permitido por más que muchos de mis colegas me pudieran desaprobar por ello, pero yo tengo la responsabilidad y la puedo asumir, porque si usted hubiera tenido que parar durante una temporada larga, Alemania se habría hecho añicos».8
Entonces, ¿qué consumió realmente el dictador? ¿Puede atribuirse alguna relevancia a lo que tomó? ¿Podemos relacionar acontecimientos y desarrollos históricos con una medicación? Durante años, Morell anotó minuciosamente las sustancias que empleó para mantener a su paciente permanentemente activo. Estaba obligado a llevar ese registro, porque si a Hitler le hubiera ocurrido alguna desgracia, Morell habría tenido que entregar a la Gestapo informes pormenorizados. Esto generó un arsenal de documentos desbordante, único en la historia de la medicina, plagado de detalles. Quien quiera intentar descifrarlos debe visitar varios depósitos bibliográficos, ya que el legado del doctor ha quedado desperdigado. Una parte está en el Archivo Federal de Coblenza, otra en el Instituto de Ciencia Histórica de Múnich y una tercera y fundamental en la capital de Estados Unidos de América.
Visita a los National Archives (Washington, D. C.)
El monumental edificio de los archivos se halla, imitando un templo clásico, junto a la avenida Pensilvania, en el corazón del barrio gubernamental de la potencia vencedora de la Segunda Guerra Mundial. La Casa Blanca, situada en la misma calle, está apenas a unos pasos. Una inscripción grabada sobre el muro blanco junto a la entrada del archivo recuerda que What is past is prologue: el pasado es el preludio.
Dentro, en el sanctasanctórum de la custodia documental, reina una falta de claridad convenientemente regulada por unas estrictas normas de uso. No es fácil encontrar documentos porque, simplemente, hay muchos. Como una aspiradora gigante, las fuerzas armadas y los servicios de información de Estados Unidos succionaron la montaña de archivos del derrotado Imperio alemán y depositaron una parte en Washington y, otra, en una sucursal de los National Archives situada en el cercano College Park de Maryland, el edificio de archivos más grande del mundo. Para rebuscar en el inventario, el visitante dispone de catálogos de búsqueda, accesos informáticos y, sobre todo, la ayuda personal de los archiveros, quienes, a pesar de su marcado acento inglés norteamericano, introducen sin esfuerzo en el sistema informático tecnicismos alemanes tan complicados como Reichssicherheitshauptamt.
Paul Brown, el archivero que me ayuda en mi investigación sobre Morell, frustra desde el principio mis esperanzas de encontrar aquí todo sobre el médico de cabecera. Según él, mis búsquedas son como guijarros planos que hago rebotar sobre la superficie de un lago. Me dice que el acceso completo, la inmersión total, no existe aquí: los National Archives, esta gigantesca ballena documental, son inagotables. La historia, concluye Brown, seguirá siendo la misma cosa: una especulación orientada hacia los hechos más relevantes que se puedan encontrar. Pero la verdad histórica no estaba entre la ingente oferta del archivero.
Lo que está claro es que Theo Morell, al poco de terminar la guerra, fue objeto de concienzudas investigaciones realizadas por los servicios secretos de Estados Unidos y que estas no salieron a la luz hasta hace unos pocos años gracias a la Ley de Divulgación de los Crímenes de Guerra Nazis.9 Los estadounidenses intentaron descubrir qué papel desempeñó el médico, si influyó en el evidente y progresivo deterioro de la salud de Hitler a partir del otoño de 1941 o si, incluso, intentó envenenarlo. A este respecto, la cuestión de las drogas adictivas se halla en el centro del debate. ¿Las respuestas a algo tan difícil de entender son más sencillas de lo que parece? ¿O fue Morell también culpable por haber estimulado artificialmente a Hitler?
Desde el verano de 1945, Morell fue interrogado durante dos años y, según algunas fuentes, también torturado —por lo visto le extrajeron las uñas de los pies para acceder a sus secretos—. Sin embargo, los militares no comprendían nada de lo que decía su prisionero. Así, en las actas secretas se refleja la frustración de los interrogadores, quienes dan cuenta de declaraciones contradictorias. El Medical Assessment File de Morell presenta la siguiente valoración: «Es comunicativo, pero en sus explicaciones suele perderse en nimiedades irrelevantes e intenta sustituir las manifiestas lagunas de su memoria con ficciones, por cuyo motivo ofrece a menudo informaciones contradictorias [...] La psique del paciente presenta un cuadro distinto en función del momento [...] Por lo visto, el Prof. Morell padece una forma leve de psicosis exógena causada por el cautiverio. De ningún modo tiene limitadas las capacidades mentales. Por otro lado, debido a la existencia de lagunas que el paciente intenta salvar a base de confabulaciones, no es posible otorgar a sus declaraciones una credibilidad completa».10 En conclusión: Morell no quiso o no pudo declarar sobre la trascendencia de su actividad.
Tampoco fueron de mucha ayuda las declaraciones de tres farmacólogos y médicos alemanes que fueron consultados en calidad de expertos inmediatamente después de la guerra.11 Así, una de las investigaciones dedicadas a Morell, el Special Report Nr. 53 titulado «The Rumored Poisoning of Hitler» («Los rumores de envenenamiento de Hitler»), llega a la conclusión de que el médico de cabecera no administró a su paciente ningún veneno ni ninguna cantidad de narcóticos que le pudiera haber dañado la salud. Según el citado informe, el sorprendente deterioro físico y psicológico de Hitler se debió a la enorme carga de estrés y a una alimentación exclusivamente vegetariana.
¿Es correcto este diagnóstico? ¿O debemos, como mínimo, tomarlo con pinzas porque la cercanía de los acontecimientos nublaba la visión o porque todavía no se disponía de todo el material? El objetivo de las autoridades estadounidenses había sido recabar información para desmontar los numerosos mitos en torno a la figura de Hitler.12 A primera vista, con Morell fracasaron en su propósito.
Sin embargo, las respuestas —aunque ocultas y no siempre claramente interpretables— se hallan, tras un análisis minucioso, en las anotaciones póstumas del médico. El legado de Morell es una urdimbre de hojas garabateadas procedentes de sus talonarios de recetas, fichas rebosantes de abreviaturas crípticas, libretas con una escritura prácticamente ilegible, calendarios de citas repletos de anotaciones de la primera página a la última, papeles sueltos con comentarios y descripciones y un sinfín de cartas comerciales y personales. Las anotaciones se repiten, a veces con ligeras variaciones, y vuelven a aparecer en cuadernos, sobres y avisos de llamadas telefónicas.
De agosto de 1941 a abril de 1945, el médico de cabecera trató a su paciente prácticamente cada día. Existen registros de 885 de aquellos 1 349 días. En 1 100 ocasiones se anotaron medicamentos, a los que se sumaron cerca de 800 inyecciones, es decir, casi una por día documentado. De vez en cuando, las agujas están cuidadosamente pegadas a los registros, como queriendo transmitir transparencia y hacer creer que todo se documentaba a conciencia. Y es que Morell temía a la Gestapo y sabía que los médicos como él siempre habían vivido en la cuerda floja.
El resultado es una especie de caos de la transmisión escrita, una jungla en la que los profanos, sobre todo si no dominan el idioma alemán, solo pueden adentrarse con dificultad. Es precisamente en el exceso de escrupulosidad donde se insinúan muchas cosas. Tras una lectura atenta queda claro que algunas visitas no fueron registradas. ¿Quería Morell —quien, por lo demás, tenía sus documentos comerciales meticulosamente ordenados— ocultar algo con una exposición confusa e incompleta que, a la vez, simulaba completitud? ¿Intentaba guardar un secreto que solo él conocía y, posiblemente, ni siquiera su paciente? ¿Qué pasó realmente entre Hitler y su médico personal cuando la guerra dio un giro funesto para el III Reich?
El último año pude pasar más tiempo con usted en el cuartel general, y esas visitas me aportaron más de lo que usted, mi Führer, se imagina. No he escatimado el más mínimo esfuerzo en trasladar al mayor número posible de personas toda la fuerza que usted me transmitió.13
Joseph Goebbels
Con los conceptos y categorías morales tradicionales no es posible comprender esta circunstancia absolutamente singular.14
Percy Ernst Schramm (1894-1970), historiador
Para aproximarnos a la realidad del consumo de drogas de Hitler es útil tener presente el lugar donde el dictador pasó la mayor parte del tiempo entre el verano de 1941 y el otoño de 1944. La búsqueda de huellas me conduce al este de Polonia, concretamente al luminoso bosque de la Masuria, donde yacen unos gigantescos búnkeres reventados que recuerdan a naves espaciales de hormigón después de un aterrizaje forzoso. El musgo ha cubierto los muros y sobre los techos ondulados crecen abedules. En todas partes hay grietas abiertas por las que una persona podría escabullirse. Las armaduras de acero sobresalen del hormigón quebrado en las lindes y se retuercen sobre sí mismas. En todos los rincones hay carteles de color amarillo que avisan en polaco, alemán e inglés: uwaga!! achtung!! danger!! Peligro de desmoronamiento. A pesar de las advertencias, los numerosos turistas, en su mayoría jóvenes procedentes de toda Europa —cerca de mil al día—, no se amedrentan, escalan por los profundos agujeros sombríos, se adentran en las hendiduras y hacen videos y selfies. Como si buscaran algo.
Buscando huellas en la Guarida del Lobo, antiguo cuartel general del Führer.
La Guarida del Lobo tenía un aspecto muy distinto en el verano de 1941. La fortaleza, protegida por un cinturón de minas de entre cincuenta y 150 metros de anchura y próxima a la población prusiano-oriental de Kętrzyn, estaba recién terminada y comenzaba a funcionar. Al principio, su núcleo estaba formado por diez búnkeres cuyas partes traseras se hallaban bajo dos metros de hormigón y albergaban los dormitorios. En las secciones delanteras, menos protegidas, estaban instaladas las salas de trabajo. La incómoda cantina que servía de comedor se hallaba en el centro del campamento y recordaba a una roñosa tasca de pueblo. Detrás de la mesa de madera maciza para veinte comensales no tardó en colgar una estrella de cinco puntas: la de una bandera capturada al Ejército Rojo. Hitler llegó la tarde del 23 de junio de 1941, un día antes de la entrada de las tropas alemanas en la Unión Soviética. El Führer comandaría desde la Guarida del Lobo la Operación Barbarroja, para cuyo victorioso desenlace se habían calculado no más de tres meses. Por ello, los soldados ni siquiera llevaban consigo el equipamiento de invierno.
Debido a esta presuntuosa estimación, la ubicación del cuartel general para la guerra de Rusia se había elegido a la ligera: para qué romperse la cabeza si, de todos modos —igual que en el Felsennest—, tampoco pasarían allí mucho tiempo, pensaban. Sin embargo, esta soberbia se pagaría cara. Ya en los primeros días, presagiando lo peor, se decía que era difícil encontrar en toda Europa un lugar más inhóspito que aquel pantanal rodeado de aguas estancadas y charcas cenagosas. La Guarida del Lobo ganó pronto mala fama: era un campamento asfixiante y oscuro, con niebla frecuente y el suelo contaminado por el petróleo que había que rociar para combatir la insoportable plaga de mosquitos. Un consejero ministerial escribió a su esposa: «No se habría podido elegir un lugar más desagradable. Los búnkeres son fríos y húmedos, y de noche nos congelamos a causa del sistema de ventilación eléctrica que no deja de funcionar y genera unas corrientes de aire terribles. Por ello dormimos mal y nos despertamos con dolor de cabeza. La ropa y los uniformes siempre están fríos y húmedos».15
«Búnker húmedo e insalubre», anotó también Morell al poco de instalarse. Malvivía en el estrecho búnker número 9. Un ventilador indomable colgado del techo rotaba sin cesar, pero no proporcionaba aire fresco, sino que se limitaba a repartir el olor a moho por todos los rincones: «Temperatura ideal para la proliferación de hongos. Mis botas huelen a podrido y la ropa está húmeda y fría. Opresión en el pecho, anemia y psicosis de búnker».16
A Hitler no parecía molestarlo mucho todo aquello. Ya había gozado de la vida cavernícola en el Felsennest, pero con la Guarida del Lobo había alcanzado el destino soñado: un refugio apartado donde su existencia se viera reducida únicamente a los acontecimientos militares en el frente. Durante los tres años siguientes, la Guarida del Lobo se convirtió en el eje de la vida del dictador. El cuartel general fue ampliado con más de cien edificios de vivienda, explotación y administración, amén de otros búnkeres de hormigón armado macizos y sobrios, y fue equipado con un enlace ferroviario y aeródromo propios. Más de dos mil oficiales, soldados y civiles vivían allí permanentemente. La Guarida del Lobo no era del gusto de nadie excepto de su Jefe, como motejaban al dictador, quien fingía sentirse muy bien en su búnker, ya que, por lo que decía, la temperatura siempre era buena, sin variaciones, y le llegaba suficiente aire fresco bombeado del exterior. Además, Morell mandó que instalaran a su paciente una bomba de oxígeno «para inhalar y, eventualmente, esparcir por el dormitorio. Podemos decir orgullosos que el Führer está muy satisfecho».17
Suministro artificial de oxígeno, muros de protección bunkerizados: de puertas afuera era como si, en su nuevo cuartel general, el señor de la guerra alemán viviera cerca del frente, pero no podía estar más lejos de la cruda realidad bélica. Esta tendencia al atrincheramiento, tan propia de los dictadores, tendría consecuencias catastróficas. En los últimos años, el mundo se había doblegado a la voluntad de Hitler y le había ayudado a alcanzar victorias increíbles que reforzaban su posición de poder. Sin embargo, cuando se topaba con resistencias reales que no se dejaban amilanar por ningún ataque sorpresivo, el Gröfaz se recluía en sus mundos irreales. Y el microcosmos de la Guarida del Lobo, esa burbuja de hormigón armado, era uno de ellos.
Como ya dejó claro en julio de 1941, la Unión Soviética se defendió encarnizadamente de las fantasías omnipotentes de Hitler. Por muchos kilómetros que avanzara y por muchos miles de soldados del Ejército Rojo que apresara, la Wehrmacht siempre se encontraba con más territorio que conquistar y más reservistas rusos que abatir. Las tropas de Hitler ganaban batalla tras batalla, avanzaban rápidamente, acordonaban a gran escala y sembraban el caos tal como estaba previsto, pero el Ejército Rojo actuaba como si no prestara atención a aquellos reveses. El «castillo de naipes podrido», como se consideraba entonces a Rusia, no se venía abajo según lo deseado. Los combates fueron despiadados por ambos bandos desde el principio y, por primera vez en esta guerra, los alemanes sufrieron un gran número de bajas en poco tiempo.
Tampoco fue de mucha ayuda el dopaje que, como en la batalla de Francia, se empleó desde el comienzo para este gigantesco ataque relámpago, sobre todo entre los oficiales del Ejército de Tierra. La sustancia se había suministrado por los cauces oficiales a los grupos blindados antes de la invasión (un solo grupo de infantería recibió en pocos meses cerca de treinta millones de pastillas).*18 Sin embargo, la pervitina no aceleró la victoria y el tiempo consumido bajo sus efectos se tuvo que pagar caro a base de descanso, mientras el Ejército Rojo movilizaba cada vez más divisiones de refresco procedentes de su vasta región interior.
Precisamente en esta decisiva fase inicial, concretamente en agosto de 1941, Hitler cayó enfermo por primera vez desde hacía años. Como cada mañana a las 11, su asistente Linge, palidecido por la vida de encierro, había llamado a la puerta del búnker número 13, pero el Führer todavía estaba en la cama con fiebre, diarrea, escalofríos y un fuerte dolor en las extremidades. Padecía un ataque de disentería.
«Llamada telefónica. Me dicen que tengo que ir a ver al Führer de inmediato, que se ha desvanecido de repente y se encuentra en su búnker».19 Morell recibió la noticia de la baja de su paciente por la extensión 190 de su caseta, conocida como el «barracón de los zánganos», un espacio de trabajo pequeño y claustrofóbico, prácticamente sin luz, que compartía con el hijo de Hoffmann, el reportero gráfico del Reich. Raudo, el médico agarró su maletín negro de entre el material fotográfico y los medicamentos que abarrotaban la habitación y salió a ver a Hitler, al que encontró sentado en la cama, acurrucado como una marioneta sin hilos y pidiendo un alivio momentáneo del dolor porque quería asistir a la reunión informativa y debía tomar decisiones trascendentales.
Esta vez, a diferencia de los años anteriores, las vitaminas y la glucosa no bastaron. Nervioso y con demasiadas prisas, Morell preparó una mezcla de vitamultina y calcio que combinó con el esteroide Glyconorm, un preparado hormonal de fabricación propia compuesto de jugo de miocardio prensado, corteza suprarrenal y páncreas de hígado de cerdo y otros animales de matadero. Una sustancia dopante. La inyección se complicó más de lo habitual: «Aguja doblada durante la punción».20 Para combatir el dolor causado por el percance, Hitler recibió 12 gotas de Dolantin, un opioide cuyos efectos son similares a los de la morfina.** Pero las diarreas disentéricas persistían. El paciente A tuvo que guardar cama y no fue a la importante reunión informativa que mantuvieron finalmente Keitel y Jodl a las 12 en el búnker. El dictador estaba de baja, algo inaudito en el cuartel general.
«Führer muy enfadado —escribió Morell esa misma tarde para describir su fracaso—. Nunca lo había visto tan malhumorado conmigo».21 Inalterable, el médico mantuvo su apuesta farmacológica. Las inyecciones hicieron su efecto y la disentería desapareció. Al día siguiente, Hitler volvió a participar en las reuniones con los generales y se afanó en recuperar el día de baja. El antiguo conflicto entre él y el Estado Mayor, el cual había aprovechado su ausencia para obrar velozmente con criterios propios, se reavivó. Esta vez el problema fue la dirección del siguiente ataque. A diferencia de su Führer, los generales consideraban Moscú un objetivo prioritario: planeaban tomar la capital rusa en una batalla definitiva y decidir así el curso de la campaña. Sin embargo, el recién restablecido Hitler tenía en mente otra estrategia, la impuso y dividió las tropas para conquistar Leningrado en el norte y cortar así el acceso de la Unión Soviética al mar Báltico, mientras que, simultáneamente, el Grupo Sur del Ejército de Tierra avanzaría por Ucrania y el Cáucaso hasta los estratégicos yacimientos de petróleo.
Esta crisis afectó al doctor Morell y su concepto de restablecimiento inmediato. Desde entonces, para que el paciente A no volviera a quedar relegado por tener que guardar cama, las inyecciones fueron decididamente profilácticas. Morell se convirtió en un típico defensor de la polipragmasia y empezó a administrar cada vez más sustancias con distintas concentraciones. Un día probaba una cosa, otro día otra;***22 ya no emitía diagnósticos precisos y se limitaba a enriquecer constantemente sus «cuidados farmacológicos básicos».**** Estos incluyeron pronto las más variadas sustancias, como el Tonophosphan (un estimulante metabólico de Hoechst que todavía se utiliza hoy en medicina veterinaria), la sustancia reconstituyente Homoseran (rica en hormonas y anticuerpos, obtenida de sangre uterina),23 la hormona sexual Testoviron (contra la disminución de la libido y la vitalidad) o el Orchikrin, producido con testículos de toro e indicado en depresiones. Otra sustancia que se empleó fue el Prostakrinum, elaborado a partir de glándulas seminales y próstata de ternero.
Aunque no ingiriera ningún plato que contuviera carne, Hitler dejó de ser vegetariano en sentido estricto. A partir de 1941, por sus vasos sanguíneos circularon sustancias de origen animal cada vez más concentradas. El objetivo era contrarrestar en todo momento los estados de agotamiento psicológico y físico —o adelantarse a su aparición— y aumentar las defensas. A base de aplicaciones de sustancias cada vez más diversas y dosis crecientes, el sistema inmunitario natural de Hitler se convirtió en un escudo protector artificial que Morell hizo cada vez más imprescindible.
Después de la baja por disentería, la conservación de la salud del dictador fue lo más parecido a matar moscas a cañonazos, hasta el final y sin interrupción. Durante los pocos paseos que Gröfaz daba para respirar aire fresco en la zona de seguridad 1 de la Guarida del Lobo, siempre tenía a su lado al médico y, unos pasos más atrás, a un asistente con el maletín de las jeringas. Un viaje en tren realizado en agosto de 1941 muestra la determinación con la que se llevaba a cabo la medicación continuada. Hitler y Mussolini se dirigían al frente en un viaje de 24 horas a través de una Europa del Este donde el asesinato en masa ya se había implantado. Pasaron cerca de la ciudad ucraniana occidental de Kamianets-Podilskyi, donde las SS y un batallón de la policía alemana acababan de fusilar a 23 600 judíos, la totalidad de los que vivían en la región.
Con el objetivo de no privar al paciente A de ninguna inyección ni siquiera durante el trayecto, el tren especial del Führer se detuvo en plena vía para evitar el traqueteo del convoy. Inmediatamente, los dos cañones del vagón antiaéreo blindado se armaron y se pusieron en guardia. Morell mandó que le trajeran su abultado maletín médico al vagón personal de Hitler, tomó el paquete de ampolletas forrado en cuero negro, quitó el precinto metálico rugoso de varias de ellas, abrió la cremallera del estuche donde guardaba las jeringas, partió la primera ampolleta, metió la aguja en su interior y tiró del émbolo. Rápidamente tomó el brazo pálido y lampiño de Hitler, se secó el sudor de la frente y pinchó: primero, en la vena y, después, una segunda inyección intramuscular. Orgulloso, Morell describió así esta insólita parada en boxes: «Tren detenido en el camino por glucosa i. v. y Tonophosphan forte con Vitamultin Calcium i. m. para el Führer. Ocho minutos en total».24
Este procedimiento no fue un caso aislado, sino lo habitual. Las jeringas determinaban la agenda diaria de una manera cada vez más manifiesta y, con el tiempo, más de ochenta preparados hormonales, esteroides, medicamentos y otros remedios enriquecían el combinado terapéutico del Führer.*****25 El hecho de que la composición de las inyecciones variara ligeramente cada día tenía una función psicológica muy importante. En ningún momento tuvo Hitler la impresión de ser adicto a alguna sustancia concreta. En su médico personal había encontrado una herramienta de automedicación y autoajuste perfecta, de la cual abusaría cada vez más.
Este caso de politoxicomanía en la segunda mitad del año 1941 parece grotesco incluso para una época en la que la investigación de los esteroides y las hormonas todavía no sabía valorar debidamente las complejas interacciones entre unas sustancias tan potentes y el organismo humano. Hitler no tenía la más mínima idea de lo que estaba haciendo con su cuerpo. Nunca en su vida se interesó por los medicamentos ni tuvo conocimiento alguno sobre medicina. Y como consumidor de drogas, al igual que como comandante en jefe, siempre fue un eterno diletante que se dejaba llevar por la inspiración y sin conocimiento de causa. El desenlace fue fatal. Aquella intuición natural que tan buenos resultados le había dado hasta el inicio de la Operación Barbarroja, la perdió precisamente en el momento en que las inyecciones que se dejaba aplicar por su médico empezaron a trastocar cada vez más su organismo. El hecho de que el consumo continuado favoreciera la tolerancia a las sustancias forma parte de la propia naturaleza del proceso. Como el cuerpo se habitúa, hay que aumentar la dosis para que el efecto no disminuya, y el dictador no soportaba que los efectos disminuyeran.
Morell no acompañó a su paciente en este sentido. Por lo que parece, las interacciones problemáticas no preocupaban al médico. La responsabilidad profesional brillaba por su ausencia. Lo único que le preocupaba, como a muchos otros, era complacer temerosamente a su Führer para no salir perjudicado y poder seguir aprovechándose de su posición. Mientras en aquellos meses de otoño de 1941 el asesinato sistemático de judíos seguía su curso y la Wehrmacht llevaba a cabo una sangrienta guerra de agresión en Rusia que pronto se saldaría con millones de muertos, el sistema nacionalsocialista del imperio del miedo se intoxicaba paulatinamente desde dentro.
Constato mi profunda impresión de que el Führer goza de buena salud.26
Joseph Goebbels
Según el diario de guerra del alto mando de la Wehrmacht, el 2 de octubre de 1941, «al alba, el Grupo Centro del Ejército de Tierra ha pasado a la ofensiva con todos sus efectivos bajo un excelente clima otoñal».27 Comenzaba, con algo de retraso, el ataque a la capital rusa. En un colosal doble cerco en las cercanías de Viazma, a medio camino entre Smolensk y Moscú, fueron hechos prisioneros 670 000 soldados del Ejército Rojo. Para algunos habitantes de la Guarida del Lobo, la victoria estaba cantada. Sin embargo, los alemanes habían perdido mucho tiempo y estaban demasiado desperdigados por otros teatros de operaciones como para poder ocupar el centro del poder estalinista en una operación repentina. Entonces, el tiempo empeoró y el avance se detuvo a causa del fango: «Lluvia constante y niebla. El enorme deterioro de los caminos dificulta considerablemente todos los movimientos y suministros», se decía a finales de octubre en la jefatura del Ejército de Tierra alemán.28 Por primera vez se vislumbraba la posibilidad de una derrota.
Hitler reaccionó estoicamente a la situación crítica. Con la llegada prematura del invierno, el Ejército Rojo inició una contraofensiva con divisiones de élite siberianas y causó graves pérdidas a la Wehrmacht. El Führer ignoró a sus generales cuando estos le pidieron que retirara las tropas para evitar más derrotas. En lugar de eso, el 16 de diciembre el dictador dio una fatídica orden que, al principio, evitó males mayores, pero que a largo plazo tendría consecuencias catastróficas: asegurar la posición a toda costa. En adelante, cualquier movimiento de repliegue que no tuviera su autorización explícita quedaba totalmente prohibido. Las tropas alemanas, antes tan temidas por su imprevisible dinamismo, quedaban ahora inhabilitadas para reaccionar a la fluidez propia de la guerra. Es cierto que la combatividad de la Wehrmacht impuso respeto a los enemigos de Alemania hasta el final, debido también a la táctica de misiones que el ejército germano tan bien sabía aplicar y que tanta libertad ofrecía a los oficiales para conseguir los objetivos fijados. Sin embargo, la guerra de movimientos del principio, con victorias que habían dejado boquiabierto al mundo entero, era ahora agua pasada. Es sintomático que Guderian, coartífice en la primavera de 1940 de la victoria en la batalla de Francia por avanzar poco convencionalmente e ignorar la cadena de mando, tuviera que escuchar ahora cómo Hitler le recriminaba que estuviera tan cerca de los acontecimientos cuando el general de división blindada intentó persuadir a su comandante supremo de que se retirase del frente de Moscú.
Ahora, el plan de Hitler era ofrecer más «resistencia fanática» sin tener en cuenta las bajas o, dicho de otro modo, sin tener en cuenta la realidad en el frente. Precisamente por ello fue hecha polvo la Wehrmacht en este primer invierno de guerra en el Este. En Moscú hacían sonar las campanas de las iglesias para prevenir de una excesiva confianza. Los sacerdotes ortodoxos, vestidos con sus ornamentos y con el crucifijo en alto, iban de casa en casa y de cabaña en cabaña para animar a hombres y mujeres, viejos y jóvenes, a entrar en acción para la Tierra Santa rusa. En las pantallas de los cines de toda la Unión Soviética se pasaban imágenes de soldados del Ejército Rojo vistiéndose con ropaje enguatado y poniéndose calzado confeccionado con fieltro, mientras los prisioneros alemanes aparecían sin abrigos y sin guantes, haciendo bailes macabros con los pies desnudos sobre el suelo helado para no congelarse.
Las situaciones desesperadas se acumularon para los agresores y, a menudo, solo la pervitina podía ayudar. He aquí un ejemplo de tantos: los alemanes quedaron sitiados en el pueblo pesquero de Vsvad, en la costa sur del lago Ilmen, situado entre Moscú y Leningrado. Quemaban sus alojamientos para calentarse y los alimentos llegaban a cuentagotas. Quedaba una última y diminuta vía de escape abierta y los cincuenta hombres, totalmente exhaustos, emprendieron una marcha nocturna a pie a través de un manto de nieve que les llegaba a las caderas, cargados con pesadas mochilas y las ametralladoras al hombro. Según se explica en el informe oficial de la Wehrmacht, no tardaron en presentar «un estado de profundo agotamiento [...] Aproximadamente a medianoche cesó la ventisca de nieve y el cielo se despejó, pero algunas dotaciones solo querían tumbarse en la nieve y, a pesar de los intentos de infundir ánimos, no les quedaba fuerza de voluntad. Estos recibieron dos comprimidos de pervitina cada uno. Media hora después, los primeros ya empezaban a encontrarse mejor y volvieron a incorporarse a la columna a paso ligero y manteniendo la fila».29 El caso muestra que el estimulante ya no se empleaba principalmente para asaltar y conquistar, sino sobre todo para aguantar y sobrevivir.30 Las tornas habían cambiado.
El testimonio de un exoficial sanitario
«Siempre iba bien provisto —explica Ottheinz Schultesteinberg, estudiante de la Academia de Medicina Militar entre 1940 y 1942, recordando su experiencia como aspirante a oficial sanitario durante una misión—. Simplemente, la cosa se repartía. Decíamos: ¡ten, tómatelo!» Hoy tiene 94 años y vive junto al lago de Starnberg, en Baviera. Se acuerda de la guerra que lo llevó hasta Stalingrado como si fuera ayer. Nos citamos en la terraza de un restaurante croata en el municipio de Feldafing: «Nunca consumí pervitina. Bueno, no con frecuencia. De hecho, solo una vez, por probarla, para saber qué era lo que estaba repartiendo —explica—. Y puedo decirle que funciona. Te mantenía despierto sin piedad. Pero yo no quería tomarla con mucha frecuencia, porque sabíamos que creaba adicción y tenía efectos secundarios: psicosis, sobreexcitación, pérdida de fuerzas. Y lo de Rusia era una guerra de desgaste. Por eso dejó de utilizarse la pervitina, porque te dejaba sin fuerzas. Si perdías una oportunidad para descansar, en algún momento tenías que recuperarla. La privación del sueño dejó de ser una ventaja estratégica».31
En Berlín conocían el problema. El líder de la Salud del Reich, Leo Conti, con la ayuda de su Oficina de Registro del Reich para la Lucha contra los Estupefacientes, seguía con su afán de elaborar una lista lo más completa posible de todos los soldados drogodependientes. Así, dictó una disposición que obligaba a la Wehrmacht y las SS a clasificar a todos los combatientes licenciados según una posible afinidad hacia algún estupefaciente con el fin de someterlos a terapias obligatorias o «apartar a los reincidentes e incurables».32 Ante una orden tan drástica como amenazadora, la reacción de la Wehrmacht no se hizo esperar y apenas informó del más mínimo caso. El recrudecimiento de la situación bélica no se tradujo en una sanción del consumo de drogas, es más, el Ejército incluso reclutó a trabajadores del organismo de Conti para luchar en el frente, obstaculizando así su campaña antidroga.
A finales de 1941, algunos en el cuartel general del Führer se estaban dando cuenta de que así no se podía ganar una guerra. El jefe del Estado Mayor, Halder, resumió la situación con estas palabras: «Estamos al límite de nuestras capacidades personales y materiales».33 La estrategia de guerras relámpago, con la cual se había intentado invertir la relación real de fuerzas a través del factor sorpresa, había fracasado y, con ella, el proyecto bélico que Hitler había levantado sobre la frágil base de la especulación. Los alemanes no podrían resistir una guerra de erosión prolongada contra una Rusia demográficamente superior y mejor armada. Esta obviedad debía servir para extraer alguna conclusión, pero el dictador cerraba los ojos a la evidencia. Había cortado toda conexión con la realidad política y tomaba decisiones cada vez más equivocadas. Si antes del otoño de 1941 las cosas le habían ido muy bien al comandante en jefe, ahora le ocurría todo lo contrario.
Desde la más absoluta irracionalidad y engañándose a sí misma al no reconocer la evidencia, una Alemania exhausta y con varios frentes abiertos declaró en diciembre de 1941 la guerra al descansado coloso industrial estadounidense. Cuantos más enemigos, más honor —y más rápido el hundimiento—. El presuntuoso Führer, que ahora compartía la jefatura del alto mando del Ejército de Tierra con Von Brauchitsch, ya no entendía el mundo. Su incapacidad para observar sobriamente la realidad era manifiesta. En sus propias palabras, con la Operación Barbarroja había abierto de golpe una «puerta a una habitación oscura nunca explorada [...] sin saber lo que había detrás de la puerta».34 La oscuridad también rodeaba en verdad a Hitler, tal como describió Morell: «Por lo demás, la vida pasa en el búnker sin ver la luz del día».35 Entre tinieblas, ya nada podría afectar al enajenado dictador. No podía estar más lejos de la realidad. La coraza que lo separaba de ella solo era atravesada por la aguja del doctor para introducirle dopaje hormonal en la sangre. «Es una tragedia que el Führer haya perdido toda esperanza y lleve una vida tan desmesuradamente nociva —escribió Goebbels en su diario—: Ya no sale a tomar el aire fresco, no se relaja, se queda en su búnker».36
En enero de 1942 se fijaron las competencias para la «solución final del problema judío» en la conferencia de Wannsee celebrada en Berlín. Cada vez más claramente, la forma de actuar de Hitler se caracterizaba ahora por una fijación genocida. La desesperada obstinación por no ceder el territorio conquistado tenía un motivo bien fundado: permitir que las chimeneas de los campos de exterminio del Este ocupado (Auschwitz, Treblinka, Sobibor, Chełmno, Majdanek y Bełżec) siguieran humeando el máximo tiempo posible. Había que defender todas las posiciones hasta acabar con todos los judíos. Radicalmente alejado de cualquier convención humana, el paciente A todavía quería ser decisivo en esta guerra contra los indefensos.
Le envidio por poder vivir de primera mano los grandes acontecimientos de la historia mundial en el cuartel general del Führer. Gracias al genio de Hitler, a su intervención oportuna y a la organización escrupulosamente meditada de la Wehrmacht en todos los sentidos, podemos mirar hacia el futuro con plena confianza [...] Ojalá logre conservar toda su salud y tenga la fuerza necesaria para conseguir los últimos objetivos para su pueblo.37
De una carta a Theo Morell
En julio de 1942, la geografía del III Reich se extendía desde Nordkapp, en Noruega, hasta África septentrional y Próximo Oriente. Aunque todo apuntara desde hacía tiempo a una derrota, el Estado nacionalsocialista había alcanzado su clímax expansivo. En aquel mes de verano comenzó la «acción Reinhardt», es decir, el asesinato sistemático de más de dos millones de judíos y 50 000 gitanos de la Polonia ocupada. Al mismo tiempo, una costosa mudanza estaba teniendo lugar: los líderes nazis volaban en 17 aviones desde la Guarida del Lobo hasta un nuevo cuartel general situado a pocos kilómetros de Vínnytsia, una pequeña ciudad del oeste rural de Ucrania.
Este cambio de domicilio fue una gran puesta en escena, una farsa cuyo objetivo era hacerse creer a sí mismos que estaban más cerca del frente, de la situación real. Sin embargo, el flamante campamento de cabañas surgidas como por arte de magia en medio del bosque seguía estando cómodamente alejado de la línea de combate principal, situada a varios cientos de kilómetros. Además, también estaba a una distancia holgada de las ciudades alemanas que habían sido víctimas de los masivos bombardeos británicos en la primavera de 1942, como Lübeck, Rostock, Stuttgart y, sobre todo, Colonia. El distanciamiento de Hitler de las circunstancias sociopolíticas encajaba con el nuevo centro de mando, un no lugar en ninguna parte, una sede high tech en medio de la nada donde el Führer podría doparse mejor y huir de la realidad consensuada. Un hogar donde echar raíces, como en su día fue la mansión en la Prinzregenplatz muniquesa, ya hacía tiempo que no existía en la vida de Hitler. Ahora solo buscaba refugios irreales.
El recién nombrado ministro de Armamento Albert Speer describió el nuevo cuartel general ucraniano como una «colonia de bungalós, un pequeño pinar, un parque ajardinado».38 Los tocones dejados por la tala de pinos estaban pintados de verde para integrarlos en el entorno y las zonas de estacionamiento estaban protegidas del sol por la sombra de la maleza. Suena a vacaciones en el campo y a casa de reposo, pero desde este puñado de barracones y casas de troncos rodeados de majestuosos robles se condujo una guerra de una crueldad sin precedentes. Hitler bautizó su nuevo puesto de mando para el asesinato en masa como Werwolf («hombre lobo»), un nombre que encajaba con una zona de la irrealidad donde podían desencadenarse fenómenos monstruosos en un marco de cotidianidad ritualizada y estrictas reglas de seguridad.******39 Gröfaz, con sus miles de millones de bacterias desquiciándose en su intestino, se encontraba aquí protegido de los microbios, mientras sus soldados, repartidos por las estepas y ciénagas de Rusia, se veían obligados a entablar relaciones con las enfermedades infecciosas reales del Este, como la fiebre de las trincheras, la tularemia o la malaria.
Entretanto, Morell seguía siendo indispensable para el jefe de Estado y no lo dejaba solo ni siquiera en las reuniones informativas, donde, por otro lado, no estaba invitado debido a su condición de médico civil y era el blanco de las miradas despectivas de los generales. En estos encuentros celebrados dos veces al día, los asistentes se abstraían del mundo y se concentraban en la cartografía militar; incluso con buen tiempo tenían las ventanas cerradas y las cortinas echadas. A pesar de la frescura accesible del bosque, en el cuartel general reinaba una atmósfera sofocante. Hitler recibía consejos de gente que era tan ignorante de la situación en los frentes como él.40 Era el gran momento de los aduladores, como el toscamente ceremonioso mariscal de campo Keitel, cuya actitud lacaya le valió el mote de Lakaitel.
El 23 de julio de 1942, 13 meses después del inicio de la campaña rusa, Hitler cometió otro grave error estratégico al ordenar la Instrucción número 45, consistente en dividir de nuevo las fuerzas alemanas, esta vez en el sur de la Unión Soviética: el Grupo A del Ejército de Tierra debía avanzar en dirección a Bakú, el enclave petrolífero de Azerbaiyán, y el Grupo B tenía que llegar al mar Caspio por el Volga pasando por Stalingrado. De esta manera, un frente que originalmente tenía 800 kilómetros se amplió en tierra enemiga hasta una longitud prácticamente insostenible de 4 000 kilómetros. La decisión levantó las protestas vehementes de la jefatura del Ejército de Tierra. El ardiente sol ucraniano y unas temperaturas de entre 45 y 50 grados causaron «contratiempos y tormentas eléctricas de unas proporciones nunca vistas [...] Se está actuando imperiosamente al dictado de quimeras», dijo el jefe del Estado Mayor Halder, criticando la manera de proceder de su comandante en jefe.41 El ministro de Armamento Speer habló peculiarmente de «trastorno sensorial con el que todas las personas del entorno más próximo a Hitler aguardaban el inevitable final». Hacía tiempo que la verdad brillaba por su ausencia en la planificación militar y que a las reuniones informativas llegaba una realidad retocada: «Los informes maquillados de las posiciones de la Wehrmacht [...] hacen temer que no se reconozca el verdadero alcance de la situación crítica».42
El doctor Morell (a la izquierda, detrás de su paciente) se había hecho imprescindible.
Cuando Erich von Manstein, inventor del «golpe de hoz», conquistador de Crimea y recién ascendido a mariscal de campo, expuso su informe de la situación crítica en la región sur del Frente Oriental, el alto mando de la Wehrmacht confirmó su consternación en el diario de guerra: «No se toman decisiones con la firmeza de antes. Es como si el Führer ya no estuviera en condiciones».43 Hitler no aguantaba más a aquellos generales de discurso racional que, según pensaba, lo único que querían era criticar, a pesar de que a menudo no le quedara más remedio que hacerles caso. En una actitud infantil, Hitler se resistía a dar la mano al coronel general Jodl (el único miembro del destacamento que, por cierto, no se sometió a los tratamientos de Morell). Tampoco comía con los demás, sino que se retiraba a su cabaña de troncos construida bajo la sombra permanente de las hayas rojas y de la que solo salía al amparo de la oscuridad de la noche. A mediados de agosto de 1942 salió por fin para sobrevolar el frente y hacerse una idea de la realidad militar, pero sufrió una insolación terrible —«Cara enrojecida, frente con graves quemaduras y dolor intenso, de ahí que se muestre muy enojado»—. 44 De vuelta a su cobertizo resguardado, el Führer no cabía en sí de contento.
Los discursos públicos también eran prácticamente inexistentes. El periodista e historiador Sebastian Haffner describe así el proceso de retiro del personaje público Adolf Hitler: «Había cambiado sistemáticamente la sobriedad por el éxtasis de masas; se podría decir que, durante seis años, él mismo se recetó a los alemanes como si fuera una droga, pero después, durante la guerra, los privó de ella».45 Como consecuencia retroactiva de esta privación, Hitler se quedó sin aquellos estados de éxtasis a los que había llegado en sus apariciones públicas y que siempre habían sido para él una nueva inyección de la sensación excitante que tan fundamental era para su autoadicción. Todos aquellos contactos con el pueblo exultante, de los que tanta energía había extraído, tuvieron que ser sustituidos químicamente en el aislamiento, lo cual aceleró además el autoenlarvamiento del dictador. «Era una persona que necesitaba recargas artificiales continuamente —escribe el biógrafo Fest—. En cierto modo, las drogas y los medicamentos de Morell le compensaron el antiguo efecto estimulante del clamor de las masas».46
El ejercicio de las funciones de jefe de Estado apenas le preocupaba. Prefería pasarse las noches en vela, acostarse a las seis de la mañana y seguir debatiendo con Speer sobre grandes proyectos arquitectónicos —los cuales, por otro lado, eran puramente ilusorios—. Su fiel ministro de Armamento y arquitecto favorito —el cual describió su colaboración con Hitler como los «años del éxtasis» y hablaba con entusiasmo, como verdadero maestro de la suplantación, del «estímulo del éxtasis del liderazgo»— tuvo incluso que reconocer que Hitler, «en el transcurso de aquellos debates, huía de la realidad y se sumergía en su mundo de fantasía cada vez con más frecuencia».47
El alejamiento del mundo real fue funesto para el desarrollo de la guerra. Con frecuencia, Hitler enviaba a sus unidades a luchar sin tener en cuenta las condiciones reales de armamento, fuerza combativa o abastecimiento. Al mismo tiempo, también se preocupaba con todo detalle, muy a pesar de los militares, de todas y cada una de las cuestiones tácticas, incluso a nivel de batallón, y creía ser imprescindible en todas partes.******* Cada palabra pronunciada en las reuniones informativas se mecanografiaba para que, después, Hitler pudiera pedir cuentas a sus generales si estos intentaban eludir sus órdenes, siempre alejadas de la realidad.
Hitler fue un diletante militar ya desde su orden de paralización en Dunkerque. Ahora, además, culminaba su transformación en fantasioso mandando a sus tropas a perderse por la extensa Abjasia y la estepa de Kalmukia, avanzar hasta el mar Negro e izar en vano una bandera con la esvástica en la cima caucásica del Elbrús, a 5 633 metros de altitud. En aquel verano de 1942, el consumo de jeringas aumentó tanto que Morell tuvo que hacer un pedido especial a la farmacia Engel para el cuartel general del Führer.48
En el otoño de 1942, Rommel, transmutado de «zorro del cristal» en «Zorro del Desierto», pasaba serios aprietos en África contra los británicos liderados por Montgomery. Simultáneamente, Stalingrado, a la vista de su devaluación como enclave estratégico, se convertía en una fijación psicopática. El dramatismo de los acontecimientos que se desarrollaban allí era evidente y Hitler los mitificó innecesariamente elevándolos a la categoría de batalla por el destino.
Carta de respuesta de la farmacia Engel de Berlín-Mitte al médico de cámara Morell sobre un pedido especial de inyecciones para Hitler.
Mientras tanto, su salud seguía cayendo en picado a la vez que el cerco alrededor del 6.º Ejército del general Paulus se cerraba junto al Volga y los soldados alemanes sucumbían a millares a causa del hambre, el frío y las granadas rusas. «Flatulencias, halitosis, malestar»,49 anotó Morell el 9 de diciembre de 1942 después de saberse que el suministro aéreo de carburante que Göring, con tanta presunción como alejamiento de la realidad, había anunciado para los sitiados en el hervidero de Stalingrado no había funcionado.
Una semana después, el paciente A pidió consejo a su médico personal: Göring, precisamente, le había contado que tomaba un medicamento llamado Cardiazol cuando se sentía débil y mareado. Hitler quería saber «si a él, el Führer, también le iría bien cuando se sintiera un poco raro con los asuntos importantes».50 Pero Morell se negó: el Cardiazol —un estimulante cardíaco difícil de dosificar que aumenta la presión sanguínea y puede provocar ataques epilépticos con facilidad— era demasiado arriesgado para Hitler, quien también padecía del corazón. Sin embargo, el doctor había entendido el mensaje: su jefe exigía poco a poco sustancias más fuertes para poder superar los nervios que le causaba la recrudecida crisis de Stalingrado. Morell también aceptó ese reto.
Debéis estar sanos, debéis manteneros alejados de todo lo que envenena vuestros cuerpos. ¡Necesitamos a un pueblo sobrio! En el futuro, al alemán solo se le medirá por las obras de su intelecto y la fuerza de su salud.51
Adolf Hitler
Aprovechando los beneficios del éxito continuado de las tabletas de vitamultina, Theo Morell se hizo con un preciado botín en la ciudad checa de Olomouc: la empresa Heikorn, una de las productoras de aceite de mesa más importantes de Checoslovaquia, previamente confiscada a sus propietarios judíos. El propio Hitler en persona se la había conseguido.********52 El precio de compra ascendió a 120 000 marcos del Reich, una cantidad irrisoria para el lucrativo inmueble que el médico de cabecera transformó en el principal centro de producción de Hamma, su firma. Así lo veía en sus anotaciones: «Más barata, imposible [...] Una fábrica arianizada para mí».53 En adelante, más de un millar de empleados fabricarían allí productos tan variopintos como aceite de amapola, mostaza, productos de limpieza o los polvos antipiojos de invención propia Russla, los cuales, a pesar de su ineficacia, serían de uso obligado en la Wehrmacht. Pero el núcleo del negocio serían los preparados vitamínicos y hormonales, para cuya producción el perseverante médico y beneficiario mercantil del terror nacionalsocialista necesitaría un suministro constante de materia prima.
La ciudad de Vínnytsia, con su gigantesco y ultramoderno matadero, estaba a ocho kilómetros al sur del cuartel general. La empresa estadounidense Swift lo había construido poco antes de estallar la guerra utilizando los últimos adelantos tecnológicos y siguiendo el modelo de los mataderos de Chicago. Todas las matanzas de Ucrania se centralizaban allí y todos los procesos estaban automatizados, incluida la recogida de la sangre residual. Morell estaba impresionado: no existía nada parecido en Alemania, donde se seguía practicando el «desagüe de las valiosas proteínas animales», tal como escribió en sus apuntes. El médico decidió aprovechar aquellas innovadoras instalaciones. Así, mientras Hitler, en su cabaña, se atrincheraba de un mundo que él mismo estaba reduciendo a cenizas, el farmacéutico selfmade Morell utilizaba la guerra en Ucrania para levantar sus propios proyectos.
Con la oportunidad de un gran negocio en el horizonte, maquinó un plan tan sencillo como descarado. En presencia de Alfred Rosenberg, el principal ideólogo del nacionalsocialismo y ministro del Reich para los Territorios Ocupados del Este, el doctor Morell anunció la intención de fundar una «industria organoterapéutica» e hizo una de sus típicas peticiones: «Si pudiera conseguir [...] el producto, podría suministrar hormonas a toda la región del Este».54 El producto al que se refería eran glándulas tiroideas, cápsulas suprarrenales, testículos, próstatas, ovarios, glándulas bulbouretrales, vesículas biliares, corazones y pulmones, es decir, todas las glándulas, órganos y huesos de todos los animales que se sacrificasen en Vínnytsia.
Desde el punto de vista empresarial, aquello era una mina de oro, ya que se trataba de una materia prima que, transformada en sustancia dopante o esteroide, alcanzaría un elevado precio en el mercado. El médico de cabecera, que se pasó aquellas semanas viajando por el país ocupado en cerrar sus mugrientos tratos, ansiaba conseguir la totalidad de los desechos de los mataderos. Quería incluso reciclar la sangre de los animales de matanza para fabricar un nuevo preparado nutritivo a base de plasma desecado y hortalizas (principalmente zanahorias).55 «Estoy agotado de tanto conducir — escribió a su esposa—. Duermo cada dos días, a veces cada día, pero entonces tengo que hacer 300 kilómetros de vuelta por carreteras rusas adoquinadas y en mal estado».56 Morell planificó la explotación de Ucrania hasta la última gota de sangre y el último céntimo de marco. Ejercía a la perfección la misma falta de escrúpulos con la que los más altos dirigentes nacionalsocialistas percibían sus intereses personales. Cada vez con más desfachatez, aprovechaba su consolidada posición de poder en la corte como si fuera una especie de negociado oficial.
Erich Koch, jefe regional del NSDAP en la zona, comisario del Reich para Ucrania (conocido por su brutalidad como «el pequeño Stalin») y también paciente de Morell, colaboró encantado y dio permiso al médico de Hitler para «hacer acopio de los descartes destinados a la fabricación de medicamentos organoterapéuticos [...] a través de un delegado y destinarlos al uso deseado».57 Morell le dio las gracias y anunció más planes para el futuro: «Ya tengo listas las glándulas y los órganos, así que voy a evaluar las opciones con las hierbas medicinales y drogas de Ucrania. Ya verá cómo la organización irá bien».58
Enseguida fundó la firma Laboratorios Farmacéuticos de Ucrania en Vínnytsia, fabricación de productos organoterapéuticos y vegetales-Exportación de drogas: un nombre programático para una empresa con espíritu expansivo. Efectivamente, Morell no tenía suficiente con Ucrania occidental y fijó la atención en la lucrativa zona industrial de la cuenca del Donets. Asimismo, también tenía en el punto de mira las estepas junto al mar Negro y la península de Crimea, donde planeaba «cultivar a gran escala para contribuir al éxito de la potente economía alemana».59
Sobre todo le interesaba Járkov, la metrópolis del este de Ucrania tomada en octubre de 1941 por el 6.º Ejército debido a su interés estratégico como cuarta ciudad más grande de la Unión Soviética. Alemania causó estragos allí desde su ocupación por la Wehrmacht: dos tercios de las edificaciones fueron destruidos y la población de 1.5 millones de habitantes, diezmada a 190 000. Los ciudadanos soviéticos eran lanzados desde los balcones y ahorcados en los vestíbulos de edificios de viviendas, bancos y hoteles.60 En el barranco de Drobitski, el 4.º comando especial del Grupo C, con la implicación del batallón 314.º de la Policía del Orden, perpetró una masacre con la población judía al fusilar a 15 000 personas y matar en camiones de gaseamiento a mujeres y niños. Numerosos habitantes de Járkov fueron deportados a Alemania como trabajadores forzados y alrededor de 240 000 soldados soviéticos fueron hechos prisioneros de guerra después de fracasar un intento de liberación del Ejército Rojo en mayo de 1942.
Nada de todo esto preocupaba a Morell. Al contrario, la situación desesperada de Járkov parecía inspirarle: «En una ciudad afectada por un reiterado cambio de propietarios, sacar cualquier tipo de beneficio para la economía de guerra es una tarea particularmente interesante», escribió al comisario del Reich.61 Cuando se enteró de que en Járkov había un instituto de endocrinología especializado en el procesamiento de glándulas secretoras internas, se dirigió de nuevo a Koch: «Como el instituto, que pertenecía al Estado soviético, no sirve de nada sin un suministro de glándulas y usted ha tenido la amabilidad de concederme los órganos que se desechan en las matanzas de animales, le pido que me permita comprar dicho instituto para poder empezar de inmediato la explotación de las glándulas y la fabricación de unas sustancias tan necesarias para Alemania».62
La respuesta llegó por teléfono aquel mismo día: Morell ya tenía su instituto, se lo habían «transferido». Y para que funcionara a pleno rendimiento, los 18 mataderos que había en Ucrania recibieron instrucciones muy precisas: «Por orden del comisario del Reich en Ucrania, los órganos descartados de los mataderos [...] se entregarán exclusiva y permanentemente a los Laboratorios Farmacéuticos de Ucrania. Habrá que despojarlos de su grasa y congelarlos dos horas después de la matanza a -15º o transportarlos a una temperatura lo más baja posible».63
Ya nada impedía el desarrollo y producción en masa de nuevos preparados hormonales. El médico de Hitler se regodeaba en las buenas perspectivas y reconocía abiertamente este repugnante saqueo del Frente Oriental: «Necesitamos todas las glándulas que podamos obtener».64 La situación nunca sería más favorable: «Ojalá llegue pronto el equipo de secado al vacío y el dispositivo de extracción para comenzar la explotación a gran escala».65
Pero el tiempo corría y aquella bicoca no duraría eternamente: el frente se disgregó y el instituto endocrinológico dejó de dar alegrías a Morell. En la primavera de 1943, Járkov fue reconquistada por el Ejército Rojo. «Desgraciadamente, las circunstancias han podido con nosotros, han frustrado nuestras esperanzas y han echado por tierra todo el trabajo inicial»,66 informó desencantado el doctor antes de reubicar el procesamiento de sus glándulas en Olomouc, a más de mil kilómetros. Para poder trasladar allí las masas de materia prima animal y sacar así el máximo beneficio de Ucrania, Morell removió cielo y tierra por todo el aparato del Estado. Y para ello, el «Médico personal del Führer» —tal como certificaba pretenciosamente el membrete de su papel de cartas— dio por sentado que podía apoyar sus deseos en un supuesto consentimiento de Hitler.
En una fase de la guerra que había llegado al límite y en la que las pocas vías de comunicación con el Este destinadas a la necesaria repatriación de los soldados heridos estaban encarnizadamente disputadas, Morell utilizó despreocupadamente los recursos de comunicación y logística del cuartel general del Führer para hacer circular cientos de camiones y vagones de tren por Europa del Este y trasladar en ellos su colosal botín de estómagos porcinos, páncreas, glándulas pituitarias, médulas espinales e hígados porcinos, ovinos y vacunos. Naturalmente, a él no le afectaba la orden estricta de «impedir todo uso no preciso de vehículos»67 que debían obedecer todos los habitantes del cuartel general. Transportaba incluso patas de pollo que hacía hervir para obtener gelatina. Una lista de carga típica de un vagón de Morell podía incluir lo siguiente: 70 barriles de hígados en salazón, 1 086 estómagos de cerdo, 60 kilogramos de ovarios y 200 kilogramos de testículos de toro. Valor total: 20 000 marcos del Reich.68
Prácticamente cada día llegaba desde Ucrania uno de estos suministros a su centro de producción arianizado de la Checoslovaquia ocupada. Para ello, transportes importantes de la Wehrmacht debían ceder el paso, ya que Morell era inflexible: si un tren con mercancías de los Laboratorios Farmacéuticos de Ucrania no iba a su hora, empuñaba el teléfono y se dirigía sin rodeos, «en relación con la puesta a disposición de vagones»,69 a la autoridad competente más alta, como mínimo la Comandancia de Transportes o, a ser posible, al jefe de los Ferrocarriles o, incluso, al ministro de Transportes del Reich. Entonces decía qué cargo ocupaba y amenazaba enfadado en caso de que los vagones no pudieran «ser puestos a disposición con la máxima prioridad, preferiblemente con carta de porte de la Wehrmacht, y partir a pesar del bloqueo». Si el interlocutor obedecía, le prometía como recompensa una audiencia con el Führer o, como mínimo, un paquete de Nobel-Vitamultinas con envoltorio plateado.70 Morell siempre se salía con la suya: sus deseos de carácter urgente se transmitían de puesto de mando a puesto de mando como si fueran órdenes.
Esta dinámica fue tomando proporciones cada vez más maliciosas. Para que la fabricación siguiera funcionando durante la guerra de la forma más lucrativa posible, Morell tampoco escatimó el empleo de trabajadores forzados: «Actualmente tenemos dificultades para contratar a personal no cualificado [...] de manera que el embarque de Vitamultin en los vagones se tiene que realizar con empleadas —le informó el doctor Kurt Mulli, su jefe del departamento de Química—. Por ello intentaré solicitar reclusos de vez en cuando. Quizá podría usted conseguirme un certificado a través del bufete Bormann para dar fe del carácter urgente de nuestras actividades».71 Mulli sabía que su patrón tenía influencias sobre el poderoso Martin Bormann, el temido líder nacional del NSDAP y secretario del Führer.
Durante aquellos meses, Morell hizo tal acopio de órganos que superó la capacidad de sus almacenes. Sin embargo, estaba obstinado en controlar el monopolio ucraniano y prefería que la mercancía se echara a perder a permitir que otros la aprovecharan: «Que nadie me pida que entregue la materia prima a la competencia [...] El derecho de recoger las glándulas y órganos de Ucrania y procesarlos es exclusivamente mío».72
El médico de Hitler estaba especialmente interesado en los hígados. En este órgano esencial para el metabolismo energético se descomponen y crean distintas sustancias, entre ellas numerosos esteroides, como las hormonas sexuales masculinas formadas a partir del colesterol que ayudan a desarrollar la musculatura y aumentar la potencia, así como corticoides o glucocorticoides, los cuales se consideraban infalibles en la época porque elevaban el nivel energético en poco tiempo. Partiendo de los conocimientos de la época, Morell esperaba extraer de tales sustancias un efecto estimulante y curativo. Sin embargo, en el hígado también hay elementos, incluidos todo tipo de gérmenes patológicos, que provocan reacciones autoinmunes y pueden poner en marcha un proceso autodestructivo cuando el cuerpo es incapaz de distinguir entre las sustancias propias y ajenas, peligrosas e inofensivas, y lleva al sistema inmunitario a actuar en contra de la propia salud.
Con el caos organizativo de la guerra, los hígados empezaron a descongelarse durante el transporte, ya que por el camino se producían pausas inevitables de varios días. En ocasiones tardaban tres semanas en llegar a Olomouc, donde los hediondos órganos se hervían en grandes calderas junto con acetona y alcohol metílico. Los tóxicos se destilaban y quedaba una papilla marrón con textura de miel que se rebajaba con agua y envasaba en ampolletas, diez mil unidades al día. El Leber Hamma, como se llamaba el producto final de Morell, estaba listo para la venta.
¿Pero llegó realmente al consumidor un brebaje de tales características? Muy a pesar del médico de Hitler, desde mayo de 1943 no se podía lanzar al mercado ningún medicamento, ya que así lo ordenaban las disposiciones de la economía de guerra. Pero Morell también supo cómo saltar ese obstáculo y, con el autoritarismo que lo caracterizaba, se dirigió en los siguientes términos al Servicio de Salud del Reich, el organismo del líder de la Salud del Reich, Leo Conti: «Con motivo de la exposición de dificultades que tengo con mis productos, el Führer me ha autorizado lo siguiente: si produzco un medicamento, lo pongo a prueba, lo utilizo en el cuartel general del Führer y lo hago con éxito, lo podré utilizar en cualquier parte de Alemania sin necesidad de autorización».73
Por retorcido que parezca, Morell, el exmédico de moda de la Kurfürstendamm que levantó un imperio farmacéutico de la nada, utilizó a sus pacientes del cuartel general del Führer —entre ellos, con toda seguridad, también el propio Hitler— como conejillos de Indias para probar dudosos preparados hormonales y esteroides, a menudo elaborados en condiciones higiénicas catastróficas, que inyectaba con jeringas directamente en la sangre. Solo entonces quedaba autorizado el uso de la sustancia en el Reich y la Wehrmacht. La decadencia autoinmune.
«X» y el alejamiento total de la realidad
El aspecto saludable del Führer es un poco engañoso. A primera vista, uno tiene la impresión de que su condición física es inmejorable. Pero, en realidad, no es este el caso.*********74, 75
Joseph Goebbels
Tras la capitulación de lo que quedó del 6º Ejército en Stalingrado a principios de febrero de 1943, la Wehrmacht perdió toda su aureola; y Hitler, la suya. Su reacción externa a la catástrofe militar junto al Volga —pero también a la derrota de Rommel contra los británicos en África, a los devastadores bombardeos iniciados en marzo sobre las ciudades alemanas de la cuenca del Ruhr por parte de la Royal Air Force o a la guerra submarina en el Atlántico—, fue la habitual: aislamiento total y pleno convencimiento de que sus decisiones seguían siendo las únicas válidas. Seguía empecinado en que la «victoria final» era una evidencia, pero sus decisiones ya no dejaban entrever el menor atisbo de preparación, razonamiento u objetividad. En vez de afrontar las nuevas circunstancias y buscar otras estrategias —como una solución de paz, por ejemplo—, el sistema se iba anquilosando cada vez más, y ello se debía también al anquilosamiento del propio paciente A.
Hitler se aisló. Durante todo el año 1943, debido al avance del Ejército Rojo, solo visitaba el cuartel general por unos días y después se retiraba de nuevo a la Guarida del Lobo como un animal herido. Allí, las comidas en común y las horas del té nocturno eran cada vez más desagradables para los participantes, quienes debían soportar los interminables y agotadores soliloquios de Hitler —verdaderas logorreas— hasta el alba. Durante estos arrebatos, el Führer podía estar hablando durante horas con su débil voz barítona sin dirigirse a nadie en concreto, solo a una masa invisible de incondicionales. Nunca se cansaba de repetir por enésima vez sus temas favoritos: hablaba de lo malo que era fumar, sermoneaba en contra de la intoxicación del cuerpo y elogiaba la alimentación vegetariana que su médico personal — quien el 30 de enero de 1943 recibió una gratificación de 100 000 marcos del Reich libres de impuestos — había dotado de base científica gracias a los suplementos vitamínicos y vigorizantes. De vez en cuando, para calmar los nervios, también se permitía transgredir aquellas reglas que en su día se habían considerado inviolables: después de cenar, el paciente A podía beber ocasionalmente una cerveza o una copita de brandi de ciruelas previamente analizado en el laboratorio de campo por orden del Führer para determinar la presencia de alcoholes malos.76
En aquel año de definitivo cambio de rumbo bélico se produjo una transformación psicológica en un Hitler súbitamente envejecido que no pasó desapercibida para nadie de su entorno. La magia se había acabado, y todo el mundo lo sabía desde hacía tiempo. «Hitler se dirigió a mí, encorvado como si llevara un enorme peso, con paso lento y algo cansado —cuenta un teniente general al describir lo consternado que quedó al encontrarse con su caudillo—. Fue como si una voz me dijera: “¡Pobre anciano! ¡Apenas puede con todo lo que lleva a sus espaldas!”. Vi a un Hitler venido a menos. Profundamente afligido, observé su mirada cansada y apagada. Sin duda, aquellos ojos estaban enfermos».77
A Morell no le pudo pasar inadvertido el deterioro físico ni el efecto que este provocaba en los demás. ¿Qué podría, entonces, animar a su paciente, qué podría convertirlo de nuevo en el líder más admirado por todo el mundo? Por lo visto, con el cóctel de hormonas, esteroides y vitaminas ya no bastaba.
El 18 de julio de 1943 fue un día especial; la situación nunca había sido tan tensa. El Ejército Rojo había ganado en Kursk la mayor batalla blindada de toda la historia militar y frustrado cualquier esperanza alemana de cambiar las cosas en Rusia. Al mismo tiempo, los Aliados habían llegado a Sicilia, e Italia estaba a punto de cambiar de bando y abandonar la alianza con Alemania. Hitler parecía perder toda esperanza y, debido a la inminente «traición del ejército italiano [...] no ha pegado ojo», como Morell escribió. «Cuerpo inmóvil como un tablón, lleno de gases. Aspecto muy pálido, extremadamente nervioso. Mañana, reunión muy importante con el Duce».78
En mitad de la noche, el asistente Linge despertó al médico de cabecera: el Führer se retorcía del dolor y requería un restablecimiento inmediato. Por lo visto, le había sentado mal el queso blanco y las roulades con espinacas y guisantes de la cena. Morell se vistió a toda prisa, avanzó en la oscuridad al trote pesado e hizo uso de la jeringa. Sin embargo, los cuidados farmacológicos básicos ya no eran lo que habían sido. Inquieto, el médico pensó qué podía hacer para mitigar el «gran ataque» en aquella situación tan precaria.79 Algo habría que diera resultado, que aliviara el suplicio de Hitler y lo mantuviera, en cierto modo, productivo. Había que sacarse un as de la manga. De hecho, había una cosa, pero su aplicación podía implicar riesgos.
En la parte inferior derecha de la ficha del «Paciente A» («Pat. A») correspondiente al segundo trimestre de 1943, aparece una sustancia subrayada varias veces: Eukodal, un narcótico de los laboratorios Merck de Darmstadt. Salió a la venta en 1917 como analgésico y antitusivo y se hizo tan popular en la década de 1920 que incluso se llegó a hablar de eukodalismo para referirse a su resultado adictivo. Su principio activo extremadamente potente es un opioide llamado oxicodona, sintetizado a partir del opio natural. La sustancia era un tema candente en la República de Weimar sobre todo entre los médicos. Los había que hablaban abiertamente de él y otros ni siquiera lo mencionaban, ya que algún que otro doctor había encontrado en sí mismo al mejor paciente en la sombra. Entre los entendidos, el Eukodal era el rey de todas las sustancias, el material del que estaban hechos los sueños. Con un efecto analgésico que dobla el de la morfina —a la que tomó el relevo en la escala de preferencias—, esta droga de diseño avant la lettre convence por su considerable potencial euforizante de efecto inmediato, el cual es claramente superior al de la heroína, su primo hermano farmacológico. Con una dosis adecuada, el Eukodal no produce cansancio ni deja KO, sino todo lo contrario. El escritor Klaus Mann, quien, con gran pesar de su hermano Thomas, disfrutaba experimentando en este sentido, confirma los efectos excepcionales de la droga: «No tomo morfina pura. Lo que tomo se llama Eukodal. La hermanita Euka. Pensamos que provoca efectos más hermosos».**********80,81
¿Podía realmente Morell utilizar aquella droga dura? El momento de partir para la importante cita con Mussolini se acercaba. El paciente A estaba apático, se retorcía y no hablaba con nadie. Morell sabía que el Eukodal reanimaría inmediatamente al Führer y eliminaría el estreñimiento espasmódico que padecía, probablemente de origen psicológico. Pero también podía figurarse que si el dictador, afín a las drogas, probara la hipotética ambrosía, ya no querría dejarla debido al claro efecto antidepresivo que garantizaba. Solo tras dos o tres semanas de consumo regular, el Eukodal crea dependencia física en personas propensas. ¿Pero acaso no estaba en juego la historia del mundo? Nadie podía imaginar lo que pasaría si Hitler no estaba a la altura en la reunión al más alto nivel de las potencias del Eje o si faltaba a la cita. Morell debió de sopesar ventajas e inconvenientes. Finalmente, decidió correr el riesgo e inyectó la nueva droga por vía subcutánea. Una decisión de graves consecuencias.
Ficha del paciente A del verano de 1943: aparece por primera vez el narcótico Eukodal.
La inmediata transformación del paciente A en los minutos y horas posteriores a la administración de la sustancia fue tan sorprendente que no pasó desapercibida a ningún miembro de la comitiva, de la misma manera que tampoco nadie, por supuesto, llegó a conocer la causa de tan repentino cambio de humor. Todos respiraron con el empujón energético momentáneo del «Jefe» y, altamente motivados, hicieron los preparativos para el encuentro con los italianos. Hitler se encontró de pronto tan bien que pidió inmediatamente una segunda ronda, pero Morell, por el momento, se negó «porque aún quedan importantes reuniones que mantener y decisiones que tomar antes de la salida prevista para las 15:30 horas».82 En su lugar, le propuso un masaje y una cucharada de aceite de oliva, pero aquello no iba con Hitler, quien, de pronto, dijo que se mareaba y que el viaje peligraba. No se sabe si el Führer ordenó que le administraran una nueva dosis de la potente droga o si Morell actuó por iniciativa propia. El caso es que el médico de cabecera le puso una segunda inyección, esta vez intramuscular: «Una ampolla de Eukodal i. m. antes de salir camino al aeródromo».
Los informes de todos los testigos presenciales, así como un dosier redactado después de la guerra por los servicios secretos estadounidenses, confirman que, durante la reunión con Mussolini celebrada en la Villa Gaggia cercana a Feltre, en Venecia, Hitler actuó sobreexcitado. El Führer estuvo hablando sin parar tres horas seguidas, intentando persuadir con voz ronca a su colega dictador, quien, agotado, no tomó la palabra ni una sola vez y se limitó a permanecer sentado en la esquina de un gran sillón, impaciente, con las piernas cruzadas y agarrándose convulsivamente una rodilla. En realidad, Mussolini quería convencer a Hitler de que lo mejor para todos era que Italia se saliera de la guerra, pero lo único que pudo hacer fue amasarse su dolorida espalda de vez en cuando, secarse la frente con un pañuelo y suspirar profundamente. Constantemente alguien abría la puerta y le informaba sobre los bombardeos que estaban teniendo lugar en Roma, pero ni siquiera de eso podía hablar a Hitler, quien no dejaba de describir con lenguaje pomposo a los confundidos presentes los motivos por los que no se podía dudar de una victoria del Eje. El Führer, artificialmente venido arriba, tenía al deprimido Duce contra las cuerdas. Resultado de la reunión: Italia no se iba, de momento. Morell se sintió ratificado, como si con sus jeringas hubiese hecho alta política, y anotó engreído en su diario: «El Führer está bien. Tampoco ha sufrido molestias durante el vuelo de vuelta. Por la noche, ya en Obersalzberg, ha declarado que el éxito de la jornada se debe a mí».
Después de la guerra, los agentes estadounidenses estuvieron a una molécula de distancia de la verdad farmacológica cuando sospecharon de la metanfetamina como el desencadenante de la conducta vivaracha de Hitler en el encuentro con Mussolini. No aportaron ninguna prueba. El hecho de que pasaran por alto el Eukodal explícitamente citado por Morell se debe a que, en las traducciones oficiales al inglés de las casi indescifrables anotaciones del médico de Hitler, el United States Forces European Theater Military Intelligence Service Center cita erróneamente un tal «Enkadol» entre los incontables medicamentos de Hitler.83
Pero como en los registros de narcóticos no constaba ningún medicamento con este nombre, no se le dio mayor importancia. A los investigadores no se les ocurrió que podía tratarse de Eukodal, sobre todo porque en Estados Unidos no se conocía ningún medicamento con este nombre comercial.84 La mala letra del médico llevó a los expertos estadounidenses por el camino equivocado.
Los servicios secretos estadounidenses no lograron descifrar la letra de Morell.
El Eukodal es una mezcla de C (cocaína) y morfina. Cuando se trata de pergeñar algo realmente pérfido, hay que contar con los alemanes.85
William Burroughs
Con la introducción de la nueva droga, Morell, a quien un resentido Göring llamaba «maestro de las jeringas del Reich», dio el salto definitivo.86 El médico de cabecera era el único habitual en las tertulias de té nocturnas —un verdadero barómetro para saber quién gozaba de las simpatías de Hitler—, mientras que los otros asistentes se iban alternando. «Sencillamente, él debía estar allí»,87 dijo Traudl Junge, la última secretaria de Hitler, al describir cómo había crecido la importancia de Morell, cuya relación con Hitler hacía tiempo que era simbiótica.
Desde el punto de vista económico, las actividades del doctor también habían dado sus frutos. De hecho, se había forrado. En este primer año de Eukodal, 1943, pensó cómo seguir ampliando sus proyectos y decidió entrar activamente en el negocio del opio. Se trataba de un sector muy lucrativo, ya que la sustancia empezaba a escasear debido al aumento de la demanda. Con la derrota de Rommel en África y el desembarco de los británicos y estadounidenses en Casablanca, el Imperio alemán quedó apartado de los campos de adormideras de Marruecos. Además, la situación militar global había cerrado las rutas de suministro procedentes de Persia y Afganistán. En el Reich, el conglomerado químico IG Farben/Hoechst llevaba desde 1937 buscando un sustitutivo totalmente sintético de la morfina natural, pero el producto en el que se investigaba —y que posteriormente se llamaría polamidona o metadona— todavía estaba en fase de desarrollo. Mientras tanto, la necesidad de un analgésico realmente efectivo crecía a pasos acelerados, sobre todo en los trenes hospital del ejército. Los opiáceos eran un bien preciado, especialmente en una guerra total como aquella, donde la cifra de cuerpos de soldados malheridos era interminable.
Morell no habría sido Morell si no hubiera visto aquí otra fuente rebosante de dinero, así que se las ingenió y consiguió ampliar su extensa red de empresas en solitario, por teléfono y carta, desde su despacho de trabajo en el cuartel general del Führer. En Riga, la capital letona, adquirió una empresa llamada Farmacija por el simple hecho de estar provista de un laboratorio de opio y un interesante stock: «El almacén, valorado en cerca de 400 000 marcos del Reich, contiene una partida de morfina bruta y opio de aproximadamente 200 000 marcos».88 De esta manera también se aseguraría discretamente las reservas para el paciente A. Hasta ese momento, todos los suministros se habían gestionado a través de la farmacia Engel de Berlín, pero últimamente el boticario Jost había pedido en distintas ocasiones «las recetas para registrarlas en el libro de sustancias estupefacientes, tal como exige la Ley de Narcóticos».89
Así, con el médico personal de Hitler convertido en verdadero productor de opio, una nueva página se abría en esta historia cuando la Wehrmacht tuvo que retirarse del Frente Oriental: fingiendo de puertas afuera que renunciaba a todo para trabajar sin descanso por el destino de Alemania,90 el señor Hitler se permitía el lujo del Eukodal en el incómodo agujero de hormigón sin ventanas del cuartel general del Führer. Sobre la frecuencia de consumo solo se puede conjeturar. Hay contrastadas 24 administraciones hasta finales de 1944, pero podrían ser más. Llama la atención una lapidaria «x» que aparece con frecuencia en las anotaciones de Morell. El comentario «Inyección como siempre» («Injektion wie immer») también resulta chocante, porque parece absurdo para un politoxicómano que consume semanalmente varias docenas de sustancias distintas.
Si es cierto que una dictadura se define por un misterio conocido por unos pocos pero que repercute sobre muchos,91 entonces los tratamientos de Morell fueron verdaderamente totalitarios: Hitler seguiría siendo intocable solo si nadie sabía qué era lo que se escondía, real y literalmente, en su interior. El médico tenía dos opciones: limitar el consumo de Eukodal o codificarlo para proteger a su paciente y a sí mismo de ataques externos. Si Hitler exigía aumentar la dosis — explícita o sutilmente —, a Morell solo le quedaba la segunda opción. Es muy probable que, también por ello, el dictador se empeñara tanto en que su médico no lo abandonara y estuviera siempre disponible — para, precisamente, chutarle esa «x», el amortiguador químico entre él y el mundo —. Solamente en una ocasión hay una nota al margen que explica el valor de la incógnita y afirma que «x» sería, nada más y nada menos, que glucosa. Sin embargo, esta sustancia aparece con frecuencia abreviada como «Trbz» (Traubenzucker), por lo que esta explicación resulta poco creíble.
Es posible suponer que tras la «x» se ocultara siempre el Eukodal que empleaba Hitler para actuar de cara a la galería e invocar, por lo menos artificialmente, aquella magia que antaño había desprendido de manera natural. Su tristemente célebre capacidad de sugestión, precisamente en las situaciones difíciles, es conocida. El jefe de Propaganda Goebbels, en la entrada de su diario del día 10 de septiembre de 1943, explica extasiado la aparición de un Hitler sorprendentemente fresco a pesar de que «los esfuerzos del último día y la última noche han sido, naturalmente, enormes [...] Su aspecto es, contra todo pronóstico, extraordinariamente bueno [...] Apenas ha dormido dos horas y parece como si hubiera vuelto de vacaciones».92 El comisario del Reich en Ucrania, Erich Koch, se expresó en términos igualmente entusiastas sobre aquel efecto contagioso: «Yo mismo me siento cargado de nuevas energías y salgo intensamente exaltado de la entrevista con el Führer».93 Y el 7 de octubre de 1943, cuando todos los líderes nacionales y regionales del NSDAP llegaron profundamente abatidos a una conferencia en la Guarida del Lobo para quejarse de que no se estaba haciendo nada para evitar los crecientes ataques aéreos de las fuerzas enemigas sobre sus ciudades, Hitler pronunció un encendido discurso en el que expresó su absoluta confianza en la victoria, y lo hizo de un modo tan cautivador que los asistentes volvieron a sus municipios bombardeados con la firme creencia de que el Reich disponía de alguna fórmula secreta que conduciría al triunfo final. «11 horas: Inyección como siempre. Antebrazo derecho muy hinchado. Aspecto muy bueno», anotó Morell aquel día.94 Poco después, cuando Hitler voló a Breslavia para, en el edificio del Centro del Centenario, levantar la moral de varios miles de aspirantes a oficial de todas las formaciones de la Wehrmacht, Morell también estaba listo para intervenir con su jeringa: «Inyección como siempre».95 Resultado: gritos fervorosos de Sieg Heil entre los jóvenes oficiales, quienes, al acabar, partieron altamente motivados a una guerra ya inútil.
Los colaboradores más estrechos de Hitler y los miembros del alto mando, los cuales no estaban al corriente del dopaje, reaccionaban a menudo con incomprensión e irritación al optimismo alejado de la realidad de su Führer. ¿Sabía Hitler algo que ellos desconocían? ¿Tenía escondida en algún lugar del país un arma secreta infalible que podía cambiar el curso de la guerra? Nada de eso. En realidad era la exaltación inmediata de las inyecciones lo que hacía que Hitler se encontrara tan bien, se sintiera el rey del mundo y notara la fuerza y la confianza inquebrantable que necesitaba para, a pesar de las noticias deprimentes de todos los frentes, hacer que los demás mantuvieran la fe y arrastrarlos con él. Un típico apunte de Morell de aquellos días dice así: «12:30 horas del mediodía: Para una conferencia ante la gran asamblea general (cerca de 150 generales), inyección como antes».96
En la Navidad de guerra de 1943 —cuando el Ejército Rojo acababa de iniciar, con la operación del Dniéper-Cárpatos, la continuación de su exitosa ofensiva de verano—, el secretario de Estado del Ministerio del Interior bávaro regaló a Morell una edición conmemorativa del centenario del Fausto de Goethe para «que se acuerde no solo de sus amigos de Múnich, sino también de su época de universitario, cuando, como usted explica, le llamaban “Mefisto”». Esta lapidaria referencia literaria es la madre del cordero del drama alemán de Hitler y su médico de cabecera. «Pero en aquellos días, como ahora, no era usted el espíritu malo, sino el bueno», añadía el secretario de Estado, quien, desde el desconocimiento de las circunstancias reales, seguramente no debió reflexionar mucho sobre lo que había escrito.97 Morell contestó a vuelta de correo con una carta de agradecimiento por la edición conmemorativa. No es probable que tuviera mucho tiempo para leerla, ya que los tratamientos del paciente A lo mantenían ocupado las 24 horas del día.
El atrincheramiento bioquímico del Führer trajo consigo otro efecto: quienes debían mantener una reunión con él, agradecían pronto un sostén farmacológico para salir indemnes del encuentro. Exhaustos, agotados o, simplemente, sobrios, para muchos era demasiado complicado comunicarse con un comandante en jefe constantemente embriagado, que no perdonaba el desánimo —ni a sí mismo ni a los demás— y del cual dependían en cuerpo y alma. Hitler no toleraba fallos ni debilidades: quien diera muestras de enfermedad, debilidad o, incluso, poca inspiración, era rápidamente defenestrado. En más de una ocasión justificó el arrinconamiento de personalidades de prestigio argumentando que el estado de salud de las mismas no era bueno.***********98 Morell, de nuevo, sacó provecho: como en la zona de seguridad 1 de la Guarida del Lobo no había ningún dispensario, el médico de cabecera, con su farmacia de campaña instalada en el «barracón de los zánganos», era el discreto santo auxiliador al que encomendarse antes de despachar con el Führer. Por ejemplo, un griposo Linge, el asistente de Hitler, recibió inmediatamente Eukodal para poder seguir desempeñando sus funciones con buen humor. Pero no fue el único. El panzudo doctor siempre tenía a mano un surtido de ayuditas farmacológicas para ganarse la simpatía de oficiales, edecanes y ordenanzas, cuya amistad nunca estaba de más en la difícil vida del búnker. También los generales que querían desinhibirse y ganar confianza antes de una cita con su comandante en jefe recibían la gustosa ayuda del médico de Hitler.99
A este respecto, la pervitina era la droga más eficaz para soportar una reunión informativa de realidades maquilladas. Morell era conocedor de los peligros que entrañaba la sustancia estimulante; en una ocasión escribió lo siguiente a una paciente que le había pedido una receta: «Este medicamento no da fuerzas. ¡Es una de cal y otra de arena!».100 Sin embargo, distribuía el preparado de Temmler sin pestañear, lo que provocó que la noticia del animado consumo de metanfetamina en la Guarida del Lobo se propagara hasta Berlín.101 Conti, el antiguo enemigo de la pervitina, se enteró del uso permisivo que se hacía de ella y exigió por escrito al líder nacional del NSDAP que advirtiera a todos los líderes regionales y camaradas dirigentes del partido de los peligros del supuesto reconstituyente: el consumo abusivo entre los altos dirigentes debía cesar. Se desconoce cuál fue la reacción de Bormann al escrito.
En cualquier caso, el hecho de que los visitantes de Hitler necesitaran drogas cada vez más duras para soportar la presión en la sala de reuniones contribuía a reforzar todavía más la atmósfera de virtualidad en los más altos niveles de la dirigencia nazi. El consumo habitual del paciente A, del cual nadie debía tener noticias, era contagioso. La presencia politoxicómana de Hitler descompuso los vínculos con la realidad de todas las personas de su entorno.
Un centro de distribución de drogas en los servicios secretos
El consumo de drogas en el Estado nacionalsocialista era sistemático. Así lo indican documentos que apuntan a conexiones sospechosas entre el Parque Sanitario Principal del Ejército de Tierra y el Servicio de Inteligencia militar (también denominado Ausland Abwehr o Abwehr). En el año 1943, la gran farmacia de la Wehrmacht suministró por cauces sibilinos 568 kilogramos de cocaína pura y 60 de heroína también pura al Ausland Abwehr.102 Eran cantidades descomunales que superaban con creces las necesidades médicas anuales de todo el Reich alemán. El cuerpo de espías y agentes infiltrados no disponía de ningún permiso de la Oficina del Opio —con sede en el Servicio de Salud del Reich— para recibir aquellas «entregas especiales». La mayor parte iba destinada al departamento Z, que se ocupaba de la organización y administración del servicio secreto, y a la sección ZF, responsable de las finanzas. Solo la segunda adquirió media tonelada de clorhidrato de cocaína, valorada en varios millones de marcos. ¿Iban estas sustancias puras destinadas a la exportación con el fin de obtener divisas? ¿O quizá se empleaban para sobornar a contactos importantes en el extranjero a los que se intentaba demostrar lealtad, incluso en tiempos difíciles?
En diciembre de 1943, el inspector sanitario del Ejército de Tierra redactó una carta urgente para poner coto al tráfico clandestino, mediante la cual prohibía todo lo que no fueran «fines médicos en las dosis habituales».103 Sin embargo, el jefe de la Abwehr, el almirante Canaris, no se dejó impresionar por tal requerimiento. En abril de 1944 se produjo otra entrega de droga dura, en esta ocasión, dos kilos de clorhidrato de cocaína, kilo y medio de clorhidrato de morfina y doscientos gramos de heroína para el «comando especial Wimmer» destacado en África del Norte. Esta unidad llevaba a cabo operaciones de sabotaje en el Sáhara contra los Aliados y, por lo visto, también regentaba un próspero negocio de narcotráfico. Los suministros al servicio de inteligencia se llevaban a cabo con el embalaje original por deseo explícito del destinatario: la cocaína de los laboratorios Merck era el producto de Darmstadt más apreciado en todo el mundo.104 Todavía no se ha revelado qué se hizo con toda esta droga. Un Reich, un camello.
El tabaco o yo, tú eliges.105
Adolf Hitler a Eva Braun
Cuando, el 4 de julio de 1944, el mariscal de campo Von Manstein exigió en la reunión informativa la retirada del frente en el recodo del río Dniéper para evitar otra catástrofe militar, Hitler se alteró tanto que, «debido a unos espasmos», mandó llamar a Morell para que le pusiera una inyección de Eukodal que lo calmara y lo hiciera sentirse bien.106 Aquel mismo día, el Ejército Rojo cruzaba la antigua frontera germano-polaca de 1939 y se aproximaba inexorablemente al Imperio alemán. Diez días más tarde, Hitler reclamó otra dosis del potente opioide «debido a flatulencias (nerviosismo)», tal como anotó Morell.107 Y cuando, poco después, el dictador dirigió unas palabras a su pueblo en una alocución radiofónica, el médico de cabecera confirmó el tratamiento: «17:30 horas de la tarde: Previa a un gran discurso (mañana, por radio), inyección como siempre».108
Finales de febrero de 1944. La Wehrmacht estaba a punto de retirarse completamente de Ucrania y Hitler reptaba por el nevado Berghof, su jauja alpina particular junto a Obersalzberg. Allí, el Führer podía disfrutar de la compañía de su amada Eva, 19 años más joven que él, y avistar cuervos mientras en la mesa se servían deliciosos y humeantes streuselkuchen, los pasteles elaborados según la receta familiar de Hanni, la esposa de Morell («los mejores streuselkuchen del mundo»).109
Densos copos de nieve caían formando amplios arcos frente a la ventana panorámica autoabatible del gran salón del Berghof. Delante, cubierto por un manto blanco que centelleaba con la luz invernal, se elevaba el mítico Untersberg, la cordillera donde, según cuenta la leyenda, el emperador Barbarroja reposó hasta que resucitó y empezó la reconquista de un imperio dichoso. Pero aquel espectáculo natural no era del agrado de Hitler. Desde la derrota de Stalingrado, la nieve le repugnaba sobremanera y se refería a ella como «la mortaja de las montañas». Por ello, el Führer ni siquiera se acercaba a la puerta de entrada.
En cualquier caso, la situación para los alemanes tampoco era muy halagüeña: los rusos, mucho más resistentes al frío, estaban preparando la reconquista de Crimea y los británicos, más fríos y racionales, bombardeaban Berlín y otras ciudades del aterido Reich. Las antiguas aliadas Bulgaria, Rumanía y Hungría amenazaban a Hitler con abandonar y las derrotas proliferaban por todas partes. Al sur de Roma, los estadounidenses habían creado un frente en suelo italiano y estaban forzando a la Wehrmacht a retroceder también allí. Mariscales de campo tan efectivos como Von Manstein110 o Von Kleist************111 fueron relevados porque nunca dejaron de decir lo que pensaban.
En cambio, el médico personal de Hitler no solo no fue despedido, sino que incluso recibió, el 24 de febrero de 1944 y de manos de su paciente, la Cruz de Caballero de la Cruz del Mérito Militar. En la ceremonia de entrega de esta distinguida orden, Hitler ensalzó a Morell como genio de la medicina, como su salvador y como científico revolucionario e insuficientemente reconocido en el campo de la investigación de las vitaminas y las hormonas.112 Poco después, como muestra de agradecimiento, el recién condecorado médico de cabecera administró a su paciente «por primera vez una inyección de Vitamultin forte (debido al cansancio y necesidad de frescura). Muy cansado y agotado antes de la inyección; no ha dormido. Después, muy animado. Entrevista de dos horas con el ministro de Exteriores del Reich. Muy lozano a la hora de cenar, en comparación con el mediodía; conversación animada. ¡El Führer está extraordinariamente contento!».113
Eva Braun sustituyó a Leni Riefenstahl en una escenificación filmada de Hitler.
Ahora Morell también trataba más asiduamente a Eva Braun. La paciente B se lo ponía fácil, ya que le pedía los mismos medicamentos que el paciente A para estar en la misma onda que su amado. El médico de cabecera solo hacía excepciones a esta sincronización cuando les administraba hormonas. Hitler recibía testosterona para aumentar la libido, mientras que a la Braun le daba medicamentos para cortar el período con el fin de que fluyera la química —literalmente— entre ambos y propiciar así, en el poco tiempo disponible entre las cada vez más largas reuniones informativas, por lo menos el éxito sexual. En todo caso, y a pesar de los rumores que apuntan a lo contrario, Hitler lo ansiaba. Incluso sostenía que las uniones extramatrimoniales eran superiores en muchos aspectos, ya que surgían de la fuerza natural de atracción sexual entre dos personas. Parecía estar a todas luces convencido del efecto beneficioso del amor físico: según él, sin el amor sexual no habría ni arte ni pintura ni música, y ninguna nación cultural, incluida la Italia eclesiástica, podía pasar sin relaciones extramatrimoniales. Sobre el tipo de cópula practicada en el Berghof, Morell también aportó datos relevantes, si bien de manera indirecta, cuando, al finalizar la guerra, declaró que Hitler había mandado suspender unas revisiones médicas para ocultar unas heridas corporales atribuibles a la conducta sexual agresiva de Eva Braun.114
Mientras tanto, en la primavera de 1944, y a pesar de la catástrofe militar, la imagen de un Hitler entero todavía se difundía de puertas afuera. El Berghof, con sus paredes repletas de cuadros de los antiguos maestros, tenía un papel propagandístico esencial y contribuía en gran medida a la difusión mediática del culto al Führer. Cuando el señor con sombrero y perro, en el despertar de la primavera, se detenía en la linde del bosque y lanzaba una mirada trascendente a la lejanía, por ahí siempre andaba Eva, la alumna aventajada del reportero gráfico del Reich, Heinrich Hoffmann. Braun había elegido la corbata del protagonista, daba las órdenes de puesta en escena y apretaba el botón de su Agfa Movex. Todavía hoy circulan en internet los clips filmados por la joven amante que se escondía detrás de la cámara. Viendo estas imágenes se podría pensar que Hitler fue el ser más ascético, devoto y casto del mundo. En ellas no aparece metiéndose drogas duras, sino acariciando crías de corzo o, en su defecto, niños, y escondiendo huevos de Pascua, mientras Speer, autojustificándose, corre de un lado a otro de la terraza vestido con traje de raya inglesa gris claro. Y también se ve al médico de cámara masticando torta y poniendo cara de bonachón.
Pero cuando Eva Braun dejaba de filmar, las máscaras caían. Ella volvía a clavarse las uñas en el antebrazo y lesionarse los labios con los dientes hasta que sangraban, mientras la mano de Hitler, a la hora del té de manzana, temblaba tanto que hacía repiquetear la taza con el platillo y provocaba la vergüenza ajena de todos los presentes. Morell, por su parte, apenas podía subir escaleras de lo estropeado que estaba. No tenía descanso. Eran unos días en los que todo el mundo requería sus servicios. Ir a ver al doctor obeso era un signo de distinción. Con el tiempo, su lista de pacientes había crecido hasta incluir a toda la alta sociedad del Reich y países amigos: atendía a Mussolini, a quien bautizó con el nombre en clave «paciente D»; a industriales como Alfred Krupp o August Thyssen (quien le pagaba la respetable cantidad de 200 000 marcos del Reich en concepto de honorarios);115 a numerosos líderes regionales del partido y generales de la Wehrmacht; a Leni Riefensthal, que recibía supositorios de morfina; al patrón de las SS Heinrich Himmler; al ministro de Asuntos Exteriores Von Ribbentrop («paciente X»); al ministro de Armamento Speer; al embajador de Japón, el general Iroshi Oshima; o incluso a la esposa del mariscal Göring, a la que Morell inyectaba «Vitamultin forte» —o lo que fuera que ocultaran estas palabras— cada dos días.116
Cada vez más nacionalsocialistas influyentes llegaban en peregrinación para ver a Morell —aunque solo fuera para demostrar su cercanía con el Führer o conservar su estatus—, pero era principalmente Hitler, por supuesto, el que ocupaba casi todo el tiempo del médico. En una conversación con otra paciente —la esposa del ministro de Economía Walther Funk—, un Morell también algo desmejorado expresó sus quejas: «Tengo que seguir a cada hora las órdenes que me llegan desde arriba. Actualmente subo a las 12 a la residencia del Führer para hacer los eventuales tratamientos y casi siempre vuelvo a las dos al hotel, donde me paso todo el día acostado para recuperar fuerzas y poder acompañar acto seguido al Führer». En aquella época, el médico también estaba enganchado a la jeringa y su delegado en el consultorio de Berlín, el doctor Weber, tenía que viajar al alejado Berghof porque, «de todos, es el que mejor pone inyecciones y es el único que acierta con seguridad en mi vena».117Se desconoce con qué sustancia se daba el gusto Morell.
En esta primera mitad de 1944, las enfermedades, los medicamentos y el asesinato en masa determinaban el día a día en el Berghof. La bolera, toda una atracción en la década de 1930, ya casi no se utilizaba. Delante de la famosa ventana panorámica colgaban redes de camuflaje contra los temidos ataques aéreos; en el interior, los residentes vegetaban por una eterna penumbra como vampiros que huyen de la luz, se sentaban junto a la estufa o en los caros sillones y contemplaban inmóviles los polvorientos tapices. Las lámparas eléctricas siempre estaban encendidas aunque afuera hiciera sol. Y el moho afloraba por las gruesas alfombras.
El gran almirante Dönitz, comandante en jefe de la Armada, llegó al Berghof después de un largo viaje para celebrar el 55.º cumpleaños de Hitler. Dönitz informó de la preparación de un comando especial dotado de armas infalibles, trajo como presente las maquetas de unos flamantes submarinos de bolsillo y pidió a su comandante en jefe que dejara libres los puertos del mar Báltico para los nuevos navíos. Hitler, a quien le encantaban los barcos como a un niño un juguete, accedió ciegamente a la petición del osado marinero. El médico de cabecera, por su parte, regaló al homenajeado paciente A un cóctel intravenoso118 de «x», Vitamultin forte, alcanfor y estrofantina, un profiláctico vegetal para el infarto de miocardio. A la mañana siguiente le obsequió con una inyección de Prostrophanta, un preparado para la insuficiencia cardíaca desarrollado por Hamma, la empresa de Morell. Además, también hubo glucosa intravenosa, otra dosis de vitamultina y, como cuestionable guinda, un preparado casero de parásitos hepáticos119 cuya aplicación intramuscular sería actualmente calificada de curanderismo y pondría entre rejas a cualquier médico que la practicara.
La fiesta de cumpleaños solo estuvo alterada por una alarma de ataque aéreo. Las sirenas sonaron e, inmediatamente, se puso en marcha el generador de niebla enlatada del Berghof. De repente, aquel refugio de la irrealidad se llenó de humo blanco artificial y, como una versión espantosa de la isla mística de Ávalon, quedó aislado del mundo por una cortina impenetrable. Por miedo a un achaque cardíaco y a «una dificultad respiratoria cada vez más intensa debida al gas emitido»,120 Morell se refugió durante un tiempo en el valle.
A la hora de la cena todo volvió a la rutina diaria. Hitler aludió una vez más a su superioridad moral llamando «consomé de cadáver» al caldo de vacuno de sus invitados mientras él comía queso magro del Harz con pudin de espinacas, pepinillos rellenos, sopa de cebada, croquetas de colinabo y seis tabletas de vitamultina, así como pastillas Euflat y antigases para sus flatulencias, amén de un extracto de miocardio porcino en ácido fosfórico para el fortalecimiento general. Tras la cena, el supuesto vegetariano daba cabezadas con el cuchillo en la mano y los dedos doblegados sobre la barriga, ausente, mientras su doctor milagroso, haciendo alarde de sus legendarios malos modales en la mesa, se hundía en el sillón después de la preceptiva copa de oporto y cerraba los ojos detrás de los gruesos cristales de sus gafas —de abajo arriba, como solía hacer; una cualidad típicamente morelliana que a todos estremecía—. Los dos hombres tenían el corazón débil y los dos estaban envejeciendo paulatinamente.
Eva mandó encender la chimenea y puso un disco de jazz norteamericano. Aquella noche quería ver por enésima vez Lo que el viento se llevó, interpretada por Clark Gable, su actor favorito, pero Bormann, el jefe nacional del partido, riendo cínicamente y mostrando su diente de oro confiscado a un judío, negaba con la mano: «Lo que necesita el Führer [...] no es relajarse con una película, sino un buen chute».121 Morell, dándose por aludido, se espantó, disimuló disculpándose por su modorra y explicó una vieja anécdota de su época como médico de la Marina en África que el resto de tertulianos ya conocía. Entonces sirvieron pastel de manzana. Los posteriores retortijones de Hitler fueron aliviados a base de Eukodal en sus aposentos privados: «Cuando introduzca la aguja en la vena, empiece a contar lentamente. Al llegar a 15 ya no notará ningún dolor».122
En las semanas posteriores al cumpleaños, mientras el Ejército Rojo preparaba la Operación Bagration, la cual dejaría libre el camino hacia Prusia Oriental a finales de junio de 1944, la salud de Hitler fue de mal en peor. Eva, casi siempre acompañada de sus terriers escoceses negros Stasi y Negus, se mostraba cada vez más horrorizada por el mal aspecto y la complexión debilitada y prematuramente envejecida de su amante de toda la vida. Cuando ella lo criticaba por andar siempre encorvado, él, en un intento de disimular su imparable debilitamiento, bromeaba con que era culpa de las pesadas llaves que llevaba en el bolsillo. Pero las rodillas le temblaron visiblemente cuando, en un día despejado, ambos salieron por un momento al balcón, vieron el cielo enrojecido sobre un Múnich en llamas y Eva se preguntó si la elegante casita que él le había comprado en el exclusivo barrio de Bogenhausen todavía estaría en pie. Hitler no estaba en las últimas solo físicamente, y Goebbels pocas veces mintió como lo hizo en la entrada de su diario del 6 de junio de 1944, el día del desembarco de los Aliados en Normandía: «El profesor Morell me ayuda un poco a mejorar mi estado de salud, un poco debilitado. Recientemente también ha sido un sólido sostén para la salud del Führer. Así lo he podido constatar en mi entrevista con Hitler, quien presenta un aspecto deslumbrante y se encuentra en buen estado de ánimo».123
En realidad, el humor de Hitler el Día D —un clavo más en el ataúd del Estado nazi— presentó severas fluctuaciones. A las nueve de la mañana debió de entrar en el salón de desayuno gritando: «Pero ¿ya es la invasión o no?».************* Cuando Morell se pasó por allí y le inyectó «x»,124 se tranquilizó de inmediato, se mostró súbitamente afable y de buen humor, disfrutó del día y del buen tiempo y dio joviales palmaditas en el hombro a todo el que se cruzó con él. En la reunión informativa de las 12, el dictador, a pesar de la catástrofe que se avecinaba y para sorpresa de los presentes, estaba radiante. Después, durante la comida —sopa de albondiguillas de sémola, champiñones con arroz y strudel de manzana— cayó en uno de sus interminables monólogos totalmente alejados de la realidad. Esta vez iba de elefantes, de los que decía que eran el animal más fuerte y, como él, aborrecían el pescado. Seguidamente describió con todo detalle los horrores de un matadero que había visitado en la Polonia ocupada. Decía que allí las mujeres caminaban con botas de goma y la sangre les llegaba hasta los tobillos. Mientras tanto, Morell iba preparando la siguiente inyección de glándulas de animales de matanza.
La noche del 6 de junio, Hitler todavía no creía que la invasión en la costa atlántica se hubiera producido, sino que se contentaba con pensar que se trataba de un ataque simulado, una pura maniobra de engaño, para provocarle una reacción precipitada. Pero no fue así. Los Aliados habían irrumpido a medianoche sobre un frente de 50 kilómetros de longitud y sorprendido por completo a los alemanes. Se abría así el Frente Occidental. Militarmente, el Imperio alemán no tenía la más mínima esperanza. Sin embargo, hubo algo en aquellos días que alegró a Hitler: Goebbels, por fin, había dejado de fumar.
El 4 de julio de 1944, el Führer abandonó el Berghof para no volver jamás. En el avión que lo llevó a la Guarida del Lobo, las cortinas permanecieron cerradas durante todo el vuelo. El paciente A tenía «gripe y conjuntivitis en ambos ojos. La loción crecepelo le ha entrado por el ojo izquierdo».125 Recibió una solución de adrenalina y le pasaron unos informes sobre los avances de los Aliados en Francia, la aproximación del Ejército Rojo hacia la frontera del Reich en el Este y los últimos ataques aéreos sobre ciudades alemanas. Con dificultad, se puso las gafas de leer para descifrar todas aquellas malas noticias. En ningún momento miró por la ventana para ver qué pasaba allí abajo.
El atentado y sus consecuencias farmacológicas
Un color verde intenso bañaba las instalaciones de la Guarida del Lobo. El verano era caluroso, el bosque brillaba y Theo Morell llevaba una red protectora sobre la visera de la gorra de su uniforme de fantasía para protegerse la cara de los fastidiosos mosquitos. Los barracones de madera del cuartel general del Führer habían sido reforzados con unas defensas antimetralla, Goebbels volvía a fumar y, el 20 de julio de 1944, Morell anotó: «Paciente A, 11:15 horas: Inyección como siempre».126 El procedimiento apuntado en la ficha fue «x».
Mimado farmacológicamente, Hitler se dirigió andando al edificio de una sola planta donde tuvo lugar la reunión informativa aquel día fatídico. Algunos oficiales ya lo esperaban delante de la puerta. Al verlos, el dictador frunció las tupidas cejas, lo que hizo que los bultos que tenía encima de ellas se notasen todavía más, y dio la mano a todos. Entró en el barracón, cuyas diez ventanas estaban abiertas debido al bochorno. Los otros 24 participantes en la reunión se agruparon de pie en torno a una larga mesa de roble, mientras que el Führer se sentó en un taburete y empezó a jugar con una lupa. A su derecha, el teniente general Heusinger exponía en tono agorero la desoladora situación en el Frente Oriental. El conde Claus Schenk von Stauffenberg llegó con algo de retraso, dio la mano a Hitler y dejó su maletín marrón debajo de la mesa, lo más cerca posible de su objetivo. Poco después, abandonó discretamente la sala. A las 12.41, un almirante se levantó y se dirigió a una de las ventanas para respirar aire fresco. Hitler se inclinó hacia el centro de la mesa para poder ver mejor el mapa, apoyó la barbilla en la mano y el codo en el tablero. Eran las 12.42. El general ponente estaba explicando que «si el Grupo del Ejército no se retira de Peipusse, la catástrofe será...». Entonces, se produjo un terrible estallido.
«Vi claramente esa llama brillante e infernal e inmediatamente pensé que solo podía tratarse de explosivo inglés, porque los explosivos alemanes no tienen una llama tan amarilla y luminosa».127 La descripción del suceso hecha por el propio Hitler es curiosamente distante, como si la cosa no fuera con él, pero lo cierto es que la onda expansiva le hizo volar desde el centro de la sala hasta la entrada. Es posible que, apaciguado como estaba a base de «x», el dictador viviera la explosión como si estuviera entre algodones y se sintiera invulnerable cual Sigfrido wagneriano, mientras a su alrededor los oficiales gravemente heridos agonizaban con el pelo en llamas. Otro testigo de la escena lo cuenta así: «Entonces ya no podía distinguir nada con claridad debido a la intensa humareda. Solo veía a personas tendidas y moviéndose entre el humo. Yo estaba en el barracón, cerca de la jamba izquierda de la puerta, entre tablones y vigas. Pero me pude levantar y caminar sin ayuda. Solo me sentía un poco débil y mareado».128
Desde el día del atentado en la Guarida del Lobo, el abuso de drogas del paciente A fue en aumento.
Morell oyó la explosión desde su habitación de trabajo y al momento pensó que aquello había sido una bomba. Poco después entró atropelladamente Linge, el asistente de Hitler, para decirle que fuera de inmediato a ver al Führer. El médico tomó a toda prisa su maletín negro y movió su voluminosa presencia hacia el calor sofocante del exterior. Allí había un general tendido en el suelo, con una pierna arrancada y un solo ojo. Morell quiso detenerse para atenderlo, pero Linge no se lo permitió: el Führer era más importante.
No tardaron en llegar a la habitación de Hitler y contemplar una imagen grotesca: el Führer estaba sentado en su cama, sonriente y despreocupado, pero con la frente ensangrentada, el pelo de la nuca chamuscado y una quemadura de segundo grado del tamaño de un palmo en la pantorrilla. «Keitel y Warlimont me han traído a mi búnker —explicó el dictador con el rostro animado, casi feliz—. Por el camino he visto que tenía los pantalones desgarrados e iba enseñando las carnes. Me he lavado, porque mi cara parecía la de un moro, y después me he vestido».129
Al comentar Hitler que dentro de dos horas llegaría Mussolini para una importante visita de Estado, Morell tomó el instrumental por segunda vez aquel mismo día y volvió a administrar otra inyección de «x». Parece muy poco probable que se tratara solamente de glucosa y no de un analgésico efectivo que ayudara al paciente A a resistir el dolor que seguramente le provocaban las docenas de fragmentos de metralla que tenía repartidos por todo el cuerpo y que debieron ser extraídos uno a uno. Pero a Hitler aquello le molestaba muy poco. Los tímpanos, reventados, le sangraban, pero precisamente por ello no ponía mala cara e impresionó a todos con su supuesta valentía.
En el informe médico del paciente A, Morell anotó que Hitler apenas se había alterado y que tenía el pulso normal, como siempre. A pesar de ello, el médico aconsejó reposo en cama. Sin embargo, el dopado Hitler se puso en pie, se calzó sus botas recién lustradas por Linge e hizo saber a todos que era una ridiculez que una persona sana como él recibiera a sus invitados acostado. Ataviado con una capa negra abombada, se dirigió a la estación de tren de la Guarida del Lobo y esperó impaciente a Mussolini, quien exclamó perplejo por el aparente buen estado de Hitler: «¡Ha sido una señal del cielo!».130
En realidad, Hitler estaba peor de lo que parecía. Por la noche, cuando la «x» dejó de hacer efecto, el Führer apenas podía oír, los brazos y las piernas le dolían intensamente y la sangre le brotaba de los oídos sin cesar. El ataque también tuvo efectos psicológicos devastadores. Ahora, el paciente A recibía su inyección de «x» contra el dolor y el shock nervioso a un eficaz ritmo de una vez cada dos días. No podía permitirse recaer en esta fase crítica del intento de golpe de Estado. Sin embargo, la puesta en escena del héroe invencible e invulnerable no siempre funcionó. Cuando, una semana después, Hitler recibió a un grupo de generales del ejército, los excitados saludos de ¡Heil Hitler! se apagaron al aparecer el susodicho y mostrar su terrible aspecto. De repente, fueron conscientes del abismo que separaba al Führer ficticio del Hitler real.
¡Oh, noche! Ya he tomado cocaína, / y se distribuye por la sangre, / el pelo encanece, los años pasan, / debo, debo desmadrarme / otra vez antes de la ruina final.131
Gottfried Benn
Debido a la lesión en ambos tímpanos, desde la Guarida del Lobo se requirió la presencia del doctor Erwin Giesing, un otorrinolaringólogo destinado a un hospital militar en la reserva próximo al cuartel general del Führer. Él también se dio cuenta rápidamente de cómo estaba en verdad el líder. Lejos de ver al «superhombre poderoso y místico»132 que le habían anunciado antes de su primer encuentro con Hitler, Giesing se encontró con un personaje encorvado y cojo, vestido con un albornoz a rayas rojas y azules y zapatillas de andar por casa. Giesing describe con todo detalle sus impresiones: «Tenía la cara pálida y un poco hinchada, y bajo los ojos hemorrágicos colgaban dos grandes bolsas. Aquella mirada no provocaba la fascinación de la que tanto hablaba la prensa. Me llamaron la atención las arrugas que descendían desde ambos lados de la nariz hasta las comisuras de la boca. Y también los labios, secos y un poco agrietados. Su pelo ya era claramente gris entrecano y no iba precisamente bien peinado; le faltaba la raya hasta el remolino de la coronilla. Iba bien afeitado, pero tenía la piel algo marchita, hecho que atribuí al agotamiento. Hablaba de forma poco natural, con voz algo chillona al principio y, después, más ronca [...] Era un hombre envejecido y agotado que debía dosificar las pocas fuerzas que le quedaban».133
Desde el punto de vista neurológico, el especialista emitió un diagnóstico normal del paciente: sin alucinaciones, buena capacidad de concentración, ninguna incontinencia, buena memoria, percepción espacial y temporal correctas. «Sin embargo, emocionalmente inestable; expresa amor u odio. Flujo permanente de ideas siempre relevantes [...] El estado psicológico del Führer es muy complicado».
En cuanto a los tímpanos, Giesing diagnosticó una pronunciada perforación falciforme en el derecho y una pequeña lesión en el izquierdo. Quedó admirado de la extraordinaria entereza del Führer cuando lo trató con ácido los tejidos sensibles. El paciente A decía que ya no sentía molestias, que el dolor estaba para hacer más resistente al hombre. Poco podía imaginar Giesing que aquella impasibilidad del dictador ante el suplicio podría ser fruto del tratamiento farmacológico previamente aplicado por el médico personal, y menos todavía cuando entre ambos médicos no hubo ningún tipo de acuerdo. Giesing no sabía qué daba Morell al Führer y el médico de cabecera desconocía lo que administraba el recién llegado: «El otólogo Giesing no me informa», anotó irritado Morell.134 Ambos doctores se rechazaron mutuamente desde el primer momento. Cuando el otorrino fue a presentarse a Morell en una visita de cortesía y el médico de cabecera lo recibió preguntándole «¿Quién es usted? ¿Quién lo ha llamado? ¿Por qué no me ha avisado de su llegada?», Giesing le espetó certeramente: «Como oficial, solo debo informar a mis superiores militares y no a un civil como usted».135 Desde aquel día, el líder de la manada se negó siquiera a mirar al especialista consultado.
Giesing describe de forma poco cordial y ligeramente mordaz una de las típicas apariciones del médico: «Morell entra, claramente sofocado y resollando. Solo da la mano a Hitler y le pregunta nervioso si ha pasado bien la noche. Hitler dice que sí, que ha dormido bien y que incluso ha digerido sin problemas la ensalada de lechuga de la noche anterior, y, ayudado por Linge, se saca la chaqueta, vuelve a sentarse en su sillón y se sube la manga izquierda de la camisa. Morell pone las inyecciones a Hitler, extrae la jeringa y pasa su pañuelo sobre la zona de punción. Después abandona la sala y entra en el despacho con la aguja usada en la mano derecha y las ampolletas en la izquierda, una grande y dos más pequeñas. Va con las ampolletas y la jeringa al cuarto de baño de los ordenanzas que hay contiguo, enjuaga la jeringa con sus propias manos y elimina las ampolletas tirándolas al retrete. Entonces se lava las manos, vuelve al despacho y se despide de los presentes».
Pero Giesing tampoco se presentó ante el Führer con las manos vacías. Su medicamento predilecto para mitigar los dolores aparecidos en la zona nasal, laríngea y auditiva a consecuencia de las lesiones en los tímpanos era, precisamente, aquel «veneno de la degeneración judía» que los nazis censuraban: la cocaína. La elección de esta sustancia es menos caprichosa de lo que parece, ya que entonces no había muchas otras opciones para practicar una anestesia local, y la cocaína, como era un medicamento, se podía adquirir en cualquier farmacia.136 Si damos crédito al testimonio de Giesing —la única fuente en este caso—, entre el 22 de julio y el 7 de octubre de 1944, es decir, en 75 días, el otorrinolaringólogo administró cocaína en más de cincuenta ocasiones a base de pincelaciones nasales y faríngeas, es decir, directamente en la zona donde la efectividad de la droga de la gente bien es óptima. Era un material de primera, absolutamente puro, la famosa cocaína de Merck, suministrada desde Berlín por tren correo en forma de «solución cocaínica» al 10%, extremadamente psicoactiva y en botella precintada cuyo llenado reglamentario se efectuaba bajo la responsabilidad de los farmacéuticos de las SS en la Oficina Principal de Seguridad del Reich. Linge, el asistente de Hitler, la custodiaba personalmente bajo llave en la Guarida del Lobo.
Esta evidente aplicación de droga también pasa prácticamente desapercibida a los biógrafos de Hitler.137 Debido al elevado potencial euforizante de la sustancia, su mención es indispensable para comprender el período crucial posterior al atentado. El procedimiento era el siguiente: por la mañana, el ayudante de cirugía Brandt llevaba a su colega Giesing a una tienda de campaña situada detrás del búnker de invitados, sometido desde el 20 de julio a unas medidas de seguridad mucho más estrictas. Allí vaciaban el maletín de Giesing y comprobaban detenidamente su instrumental, incluida la bombilla del otoscopio. El otorrino debía entregar la gorra y el puñal del uniforme, vaciarse los bolsillos del pantalón y la chaqueta y volvérselos del revés. El pañuelo y las llaves los podía meter, mientras que la pluma y el lápiz los recuperaba a la salida. Finalmente, lo revisaban de abajo arriba. Estos rigurosos controles de seguridad no incluían la cocaína, ya que esta se hallaba en el interior del búnker. Entonces entraba en acción el asistente Linge, quien iba a buscar el frasco al armario de tóxicos del despacho y se lo entregaba a Giesing para la visita.138
El paciente A respondía satisfactoriamente al menú variado. Según el informe de Giesing, el Führer decía que «con cocaína se encuentra mucho más relajado mentalmente y piensa con más claridad».139 El otorrino le explicó que el efecto psicotrópico era «la influencia del fármaco sobre la mucosa nasal inflada y que notaría que respiraría mejor por la nariz; que el efecto duraba por lo general de cuatro a seis horas y que posteriormente notaría una ligera esnifada de cocaína, pero que cesaría al poco tiempo». Al parecer, Hitler le preguntó a continuación si podía recibir la pincelación una o dos veces al día —incluso cuando los conductos auditivos volvieron a la normalidad a partir del 10 de septiembre de 1944—. Giesing asintió, pero, según él, advirtió al paciente de que la mucosa nasal absorbería totalmente la cocaína y esta llegaría al sistema circulatorio. Por ello, tuvo que prevenirle del peligro de dosis demasiado altas. Sin embargo, Hitler siguió reclamando la aplicación y, en uno de los días posteriores, confirmó el éxito de la medicación a pesar de estar sudando abundantemente: «Qué bien tenerle aquí, doctor. La cocaína es fabulosa, me alegro de que haya encontrado la medicina adecuada. Líbreme de nuevo de estos dolores de cabeza por algún tiempo».
Las cefaleas estaban causadas por el permanente alboroto que en aquellos días ponía a flor de piel los nervios de los habitantes de la Guarida del Lobo: una cuadrilla de obreros equipados con martillos neumáticos y maquinaria pesada estaba levantando de la nada un nuevo búnker, mucho más reforzado, para el Führer. Lo único que podía soportar ahora el paciente A era la cocaína. El analéptico le hacía sentirse por fin como si no estuviera enfermo: «Ahora tengo la cabeza despejada y me encuentro estupendamente». Una cosa le preocupaba: «Solo espero que no haga usted de mí un cocainómano», le dijo a su nuevo médico favorito, a lo que Giesing respondió para tranquilizarlo: «El verdadero cocainómano aspira cocaína seca». Hitler se mostró reconfortado: «Tampoco tengo la intención de volverme cocainómano».
Así pues, Hitler se dejó retocar la nariz con el pincel y asistió a la reunión informativa total y artificialmente confiado. Lo tenía claro: ¡la guerra contra los rusos todavía se podía ganar! Cuando, el 16 de septiembre de 1944, volvió a recibir otra dosis de manos de Giesing, tuvo una de sus temidas ocurrencias e hizo saber a su desconcertado séquito que, a pesar de la descomunal inferioridad de efectivos y material, quería retomar la ofensiva en el oeste. Sin pensarlo dos veces, formuló una orden que requería el «arrojo fanático»140 de la totalidad de los soldados disponibles en aquel frente. A pesar de que todos desaconsejaron la inútil empresa de acometer una segunda ofensiva en las Ardenas, el dictador no se dejó confundir: ¡la gran victoria estaba asegurada!
A Giesing empezó a inquietarlo la afinidad de Hitler por la cocaína y su efecto inhibidor de la inseguridad y potenciador de la megalomanía, así que decidió acabar con las potentes pincelaciones. Sin embargo, Hitler no se lo permitió: «No, mi querido doctor, usted continúe. Esta mañana he vuelto a tener la cabeza como un bombo, probablemente debido a la inflamación de la mucosa; la preocupación por el futuro y la supervivencia de Alemania me corroe cada día más».141 Pero los escrúpulos profesionales de Giesing pesaron más que la obediencia debida y prohibió la droga a Hitler. Aquel día, el 26 de septiembre de 1944, el comandante en jefe no apareció por la reunión informativa y, enojado, comunicó que la situación en el Este, donde todo el frente amenazaba con venirse abajo, ya no le interesaba. Giesing, asustado, transigió y le prometió cocaína, pero a cambio le exigió que se sometiera a un examen médico completo. El paciente A, que siempre se había negado a algo parecido, aceptó e, incluso, el 1 de octubre de 1944, mostró su cuerpo desnudo, algo para lo que casi siempre se había hecho de rogar, y todo por el único motivo de conseguir la ansiada droga: «Espero que con tanta diversión no se nos vaya a olvidar el tratamiento. Por favor, míreme otra vez la nariz y deme un toque con cocaína para que deje de dolerme la cabeza. Hoy tengo cosas importantes que hacer».142
Giesing obedeció y administró la droga, esta vez con una dosificación tal que Hitler, por lo visto, perdió el conocimiento y estuvo a punto de sufrir una parálisis respiratoria. Si la descripción del otorrinolaringólogo es cierta, el autonombrado abstinente casi murió de sobredosis.
Hitler reaccionaba positivamente a prácticamente cualquier droga, exceptuando el alcohol. No estaba enganchado a ninguna sustancia específica, sino, simplemente, a todo aquello que le permitiera acceder a realidades agradables y artificiales. En poco tiempo se convirtió en un entusiasta consumidor de cocaína, pero fue capaz de dejarla a mediados de octubre de 1944 —para pasarse a otros estimulantes—. Como suelen hacer algunos cocainómanos, Hitler recordó este período de su existencia dándose ínfulas épicas: «Las semanas posteriores al 20 de julio fueron las peores de mi vida. Fue un logro heroico que nadie, ni ningún alemán, podría soñar. A pesar de los inmensos dolores, mareos eternos y profundo malestar, me mantuve firme y, con energía férrea, luché contra todo aquello. El peligro de la caída se cernía, pero siempre dominé la situación gracias a mi voluntad».143
Basta con sustituir las palabras «energía férrea» y «voluntad» por «Eukodal» y «cocaína» para acercarnos un poco más a la verdad. El edecán de la Luftwaffe, Nicolaus von Below, también describe a su Führer en las semanas posteriores al atentado utilizando la categoría semántica equivocada: «Solo la fuerza de voluntad y la elevada importancia de la misión que tiene encomendada le bastaron para mantenerse entero».144 En realidad fueron la fuerza de la cocaína y la elevada cantidad de Eukodal. Este se estaba empleando ahora a lo grande: en comparación con el año anterior, la dosis se había duplicado hasta los 0.02 gramos, el cuádruple de la cantidad terapéutica media.145
Cocaína y Eukodal. La mezcla del Führer, el cóctel en la sangre de Hitler, actuó en aquellas semanas como el clásico speedball: la acción sedante del opioide compensaba el efecto estimulante de la cocaína. Una euforia desmedida y un estado de exaltación de todas y cada una de las fibras del cuerpo son el efecto de este ataque farmacológico por dos frentes en el que dos potentes moléculas bioquímicamente contrapuestas luchan por la hegemonía del organismo. Todo ello acompañado de una enorme sobrecarga del sistema circulatorio e insomnio, mientras el hígado intenta una defensa desesperada ante el asalto de los tóxicos.
En cuanto a los paraísos artificiales, el dictador hizo un uso generoso de ellos en este último otoño de la guerra y de su vida. Cuando, en las reuniones informativas, el paciente A caminaba solemnemente por su Olimpo farmacológicamente creado, apoyando primero el talón y estirando después la rodilla, chasqueando la lengua y balanceando las manos, creyendo poder pensar con claridad meridiana y urdiendo un mundo a la altura de su éxtasis de Führer, a los generales, más que desilusionados por la opresiva situación en el frente, les era imposible seguirlo. La medicación mantenía al comandante en jefe estable en su locura y levantaba un muro inexpugnable, una armadura integral que nada ni nadie podía atravesar. Cualquier duda era disipada por la confianza artificialmente provocada.146 Aunque el mundo quedara reducido a cenizas a su alrededor y sus actos acabaran con la vida de millones de personas, el Führer se sentía más que justificado en sus actos si una sustancia dura corría por sus venas y la euforia artificial se instalaba.
Hitler, que de joven había leído el Fausto de Goethe, hizo en el otoño de 1944 un pacto diabólico con el legado de Sertürner, el joven farmacólogo que había descubierto la morfina en la época del clasicismo de Weimar y que por ello es considerado el padre del Eukodal y del resto de opioides. Este narcótico no solo eliminaba los graves espasmos intestinales del paciente A —esta era la indicación terapéutica presentable de puertas afuera—, sino que, además, le endulzaba la existencia. No es posible demostrar que hubiera dependencia clínica, pero el críptico dietario de Morell del mes de septiembre de 1944 deja entrever con qué frecuencia se empleaba esta droga dura. No solo no es descartable, sino más que probable que el Eukodal encontrara la manera de llegar al sistema circulatorio de Hitler por otras vías que no fueran «x», «inyección como siempre» o, simplemente, sin anotar. Quien empieza con Eukodal y tiene acceso a él, en la mayoría de casos no puede dejarlo.
Los días 23-25 y 28/29 de septiembre de 1944 —es decir, en el espacio de una semana—, el paciente A recibió hasta en cuatro ocasiones el potente narcótico con un día de pausa entre cada toma. Se trata del ritmo típico de un adicto y contradice la versión de una aplicación puramente terapéutica. Resulta llamativa la combinación con eupaverina, un antiespasmódico y análogo sintético de la papaverina —el principio activo vegetal extraído de la adormidera—, a la vez que relajante muscular comparativamente inofensivo, ya que no crea dependencia. El hecho es que, voluntaria o involuntariamente, este dos por uno contribuyó al encubrimiento. Durante mucho tiempo, Hitler también confundía ambos medicamentos de nombre parecido y pedía eupaverina cuando en realidad quería decir Eukodal. En palabras de Morell: «El Führer se sentía muy feliz. Me estrechó la mano en señal de agradecimiento y me dijo: “Es una suerte que tengamos eupaverina”».147
Eukodal cada dos días: el ritmo típico de un adicto.
¿Cómo se sentía el dictador después de una inyección intravenosa de 0.02 gramos de la potente sustancia cuando, momentos después del pinchazo, percibía el primer efecto a través de la mucosa bucal y notaba el «sabor», como se dice en la jerga yonqui? Sobre esto solo se pueden hacer conjeturas. Quizá le pasaba como a Sigfrido después de matar al dragón, conseguir el tesoro de los nibelungos, caer en brazos de Krimilda, cubrirse por completo de oro y gozar de los placeres celestiales. La energía siempre llegaba de repente, en cuestión de segundos y por todas partes: una fuerza dichosa, enormemente tranquilizadora. Y cuando Hitler dijo a Morell: «Me alegrará verle por la mañana, doctorcito»,148 nunca había sido más sincero, porque por las mañanas siempre tenía preparada una jeringa que creaba aquella sensación desmedida que encajaba tan perfectamente con una idea de grandeza que la realidad ya había dejado de ofrecer.
Entre todos os habéis puesto de acuerdo para hacer de mí un hombre enfermo.149
Adolf Hitler
En aquel otoño de 1944, el poder del médico de cabecera se acercaba a su cenit. Desde el atentado, el paciente A necesitaba más que nunca a Morell, cuya influencia crecía con cada inyección que ponía. Con nadie más en la Guarida del Lobo tenía el dictador una relación tan personal, con nadie le gustaba hablar más y de nadie se fiaba más que de Morell. En las cumbres con el generalato había un hombre de las SS armado detrás de cada silla para evitar otro posible atentado. Quien quería acercarse a Hitler, primero debía entregar su cartera. Esta norma no afectaba al maletín de Morell.
Muchos envidiaban la posición privilegiada del autodenominado «médico de cabecera único». La desconfianza hacia él crecía. Seguía mostrándose reticente a hablar con nadie sobre sus métodos terapéuticos. Hasta el final se mantuvo fiel a la discreción con la que había conseguido su cargo. Pero en la asfixiante atmósfera del reino de Lemuria en que se había convertido el búnker, donde la planta venenosa de la paranoia invadía las gruesas paredes de hormigón, la prudencia tampoco alejaba de los peligros. Morell mantenía decididamente en la incertidumbre también a los médicos personales Brandt y Hasselbach, con los que habría podido acordar el tratamiento de Hitler. Había pasado de marginado a divo. Nunca informaba, sino que alimentaba su aura de personaje misterioso y único. Hasta Bormann, el casi todopoderoso secretario del Führer, se topó con pared con el doctor cuando le exigió rotundamente un tratamiento menos químico para Hitler.
Pero la guerra ya se estaba perdiendo y comenzaba la búsqueda de culpables. Las fuerzas contra Morell se organizaron. Hacía tiempo que Himmler recopilaba información sobre el médico para acusarlo de morfinómano y poder chantajearlo. Incluso planeaba sobre él la sospecha de que podría tratarse de un extranjero que pretendía envenenar disimuladamente al Führer.
Anteriormente, en 1943, el ministro de Exteriores Von Ribbentrop ya había invitado a Morell a comer a su castillo de Fuschl, en Salzburgo, para arremeter contra él. Después de hablar con la señora Von Ribbentrop de asuntos triviales —como que el matrimonio no debía durar toda la vida (propuesta: veinte años), la conveniencia de pagas estatales para hijos nacidos fuera del matrimonio o las colas para conseguir alimentos y el tiempo que se perdía en ellas—, el ministro dijo con rostro inexpresivo: «Vamos arriba, tenemos que hablar».
Presuntuoso, engreído y desafiante, como siempre, Von Ribbentrop hizo caer la ceniza de su cigarrillo egipcio ayudándose con sus largos dedos de aristócrata, se quedó mirando al vacío con su cara de cemento y disparó una batería de preguntas contra el sanador milagroso: ¿era bueno poner tantas inyecciones al Führer? ¿Recibía algo más aparte de glucosa? ¿No se había pasado de la raya? El interpelado se limitó a responder que inyectaba «lo necesario». Sin embargo, Von Ribbentrop exigió un «reajuste general de todo el cuerpo del Führer para hacerlo más resistente». Morell dijo que ya se encargaría de ello y abandonó el castillo poco impresionado. La nota que redactó sobre esta conversación acaba así: «Cuando hacen valoraciones médicas, los profanos son muy cándidos y despreocupados».150
El paciente A a su médico de cabecera: «Me alegrará verle por la mañana, doctorcito».
Posteriormente, el médico ya no lo tuvo tan fácil. El primer ataque planificado lo llevó a cabo Bormann al intentar dirigir el tratamiento de Hitler por unos cauces regulados o, como mínimo, controlables. El doctor Morell recibió una carta con el encabezamiento «Asunto secreto del Reich». En ocho puntos, la misiva planteaba unas «medidas para la seguridad del Führer con respecto a la asistencia farmacológica», establecía una comprobación aleatoria de los medicamentos gestionados en los laboratorios de las SS y, por encima de todo, instaba a Morell a facilitar por adelantado «los datos relativos a los medicamentos y cantidades que tiene pensado utilizar mensualmente para el fin citado».
Asunto secreto del Reich: el vano intento de Bormann de controlar al médico personal de Hitler.
En realidad, todo quedó en un torpe intento del, por otra parte, poco torpe Bormann. Por un lado, elevó la medicación de Hitler a la categoría de asunto oficial y, por otro, hizo que se generara la menor correspondencia posible porque, al fin y al cabo, de lo que se trataba era de conservar la aureola de un Hitler pletórico de salud y líder de la raza superior. Por ello, según indicaba la carta en su punto primero, las drogas deberían ser abonadas en metálico con el fin de ocultar para la posteridad los flujos monetarios relacionados con la medicación. Además, Bormann ordenó que los «paquetes mensuales» estuvieran siempre disponibles en un armario blindado y, «en la medida de lo posible, identificados mediante una numeración correlativa en cada ampolla (por ejemplo, 1/44 para el primer envío), y el paquete, sobre su envoltorio exterior, provisto de una etiqueta, que todavía hay que definir, con la firma personal del jefe de Sanidad».151
La respuesta de Morell a este intento burocrático de hacer transparentes sus actividades fue tan sencilla como sorprendente: ignoró la orden del poderoso aparato de seguridad y siguió actuando como de costumbre. Sabía que en el ojo del huracán era invulnerable, que el paciente A nunca lo abandonaría.
A finales de septiembre de 1944, el otorrino Giesing notó, bajo la tenue luz del búnker, una decoloración poco común en la tez de Hitler y sospechó que podía tratarse de ictericia. El mismo día descubrió sobre la mesa donde comía el Führer, junto al plato de «compota de manzana con glucosa y uva verde»,152 una caja de «pastillas antigases del Dr. Koesters». Giesing se sorprendió al descubrir que aquel medicamento poco conocido contenía atropina, un fármaco extraído de la belladona y otras solanáceas, y estricnina, un alcaloide de la nuez vómica y altamente tóxico en la dosis adecuada, el cual paraliza las neuronas de la médula espinal y se utiliza también como matarratas. El otorrino albergaba la terrible sospecha de que los efectos secundarios de aquellas píldoras antigases se correspondían con los síntomas que presentaba Hitler. La atropina actúa sobre el sistema nervioso central excitándolo, primero, y paralizándolo, después. Además, favorece el desarrollo de un estado de vivacidad con divagaciones intensas, locuacidad, alucinaciones visuales y auditivas, así como delirios que, en parte, pueden degenerar en violencia y rabia. La estricnina, por su parte, provoca una elevada fotosensibilidad, incluso fotofobia, así como estados de atonía.153 Para Giesing, el caso parecía claro: «Hitler manifestaba una euforia permanente inexplicable, y su estado de ánimo elevado después de grandes fracasos políticos o militares se puede explicar en gran parte por esto».154
El otorrino creía haber descubierto en las pastillas antigases la causa de la megalomanía y la decadencia física de Hitler, así que, para salir de dudas, decidió autoexperimentar e ingirió durante unos días los pequeños comprimidos redondos. Entonces, constató inmediatamente los mismos síntomas y decidió pasar al ataque. Su objetivo era derrocar a Morell acusándolo de envenenamiento premeditado y ocupar su puesto. Afuera, las tropas aliadas perforaban las fronteras del Reich en todo su perímetro y, en la claustrofóbica Guarida del Lobo, la locura farmacológica desencadenaba una guerra entre médicos.
Giesing eligió como compañero de intrigas al cirujano de Hitler, el cual ya estaba enfrentado con Morell desde hacía tiempo. Brandt se hallaba entonces en Berlín, pero tomó el primer avión a Prusia Oriental y convocó de inmediato al acusado. El médico de cabecera debió de pensar que querían su pellejo por el tema del Eukodal, pero cuando vio que sus adversarios intentaban utilizar en su contra unas pastillas antigases que se podían comprar sin receta, respiró aliviado. Morell pudo alegar que él no las había prescrito, sino que las había comprado el propio Hitler a través de su asistente. Pero el cirujano Brandt, que sabía poco de bioquímica y estaba obsesionado con los efectos secundarios de la estricnina, no se dejó apaciguar y amenazó: «¿A quién pretende engañar diciendo que usted no ha dado esta orden? ¿Cree que Himmler hará una excepción con usted? Están ahorcando a tantos que lo sentenciarían sin miramientos».155 Apenas una semana después, Brandt añadió: «Tengo en mis manos la prueba de que se trata de un claro envenenamiento con estricnina. Puedo decirle abiertamente que estos últimos cinco días me he quedado aquí exclusivamente por la enfermedad del Führer».156
¿De qué enfermedad se trataba exactamente? ¿Era realmente ictericia? ¿O quizá era la típica hepatitis del yonqui provocada por la escasa higiene de Morell con las inyecciones? La cuestión era que Hitler, cuyas jeringas solo se desinfectaban con alcohol,157 no tenía buen aspecto. Su hígado, seriamente atacado por las numerosas sustancias tóxicas de los meses anteriores, segregaba bilirrubina, el pigmento biliar que ejerce de señal de peligro tiñendo la piel y los ojos de amarillo. La acusación vertida sobre el médico de cabecera de querer envenenar a su paciente flotaba amenazadora en el ambiente cuando Brandt fue a hablar con Hitler mientras Morell sufría, en la noche del 5 de octubre de 1944, una hemorragia intracraneal causada por la excitación. Las acusaciones inquietaron a Hitler en extremo: ¿traición? ¿Veneno? ¿Se había equivocado el Führer todos aquellos años? ¿Le había traicionado precisamente Morell, su elegido, el más fiel entre todos los fieles, el más cordial entre todos los amigos? ¿Acaso dejar en la estacada a su médico personal, quien hacía poco le había obsequiado con una agradable inyección de Eukodal, no era precisamente sinónimo de rendición? ¿Acaso aquello no lo dejaría desamparado y sin drogas ante el poderoso aparato estatal? El dictador sintió que había que ir a la sustancia del conflicto, en el sentido literal de la palabra. Aquel ataque podía ser peligroso, ya que, siendo el poder de Hitler de naturaleza carismática, las drogas contribuían a mantener vivo aquel carisma, otrora natural y ahora artificial, del que tantas cosas dependían.
A partir de la veloz decadencia física del Führer se desencadenaron verdaderas luchas intestinas por el poder, como refleja la mutación de la guerra de los médicos en un combate entre los aspirantes a la sucesión de la jefatura del Estado nacionalsocialista. La situación se recrudeció cuando Himmler dijo a Brandt que no le cupiera duda de que Morell había intentado matar a Hitler. El Reichsführer de la SS ordenó la presencia del médico de cabecera en su oficina y le espetó que había enviado ya a tanta gente al patíbulo, era obvio que a él le haría lo mismo. Simultáneamente, en Berlín, el jefe de la Gestapo, Kaltenbrunner, citó al doctor Weber, el delegado de Morell en el consultorio de la Kurfürstendamm, para interrogarlo en las dependencias de la Oficina Principal de Seguridad del Reich de la Prinz-Albrecht-Strasse. Weber, en un intento de exculpar a su jefe, declaró que descartaba por completo la idea del complot y que Morell estaba muy preocupado por todo aquello.
Finalmente, un análisis químico del controvertido medicamento determinó que el contenido de atropina y estricnina era demasiado bajo para ser tóxico incluso en las dosis masivas prescritas a Hitler. Una victoria en toda regla para Morell. «Me gustaría que el asunto de las pastillas antigases cayera definitivamente en el olvido —zanjó el Führer—. Decid lo que queráis de Morell. Él es y seguirá siendo mi único médico de cabecera y tengo plena confianza en él».158 Giesing recibió una reprimenda y Hitler lo despidió diciéndole que todos los alemanes podían elegir libremente a su médico, y que eso también valía para él. También le recordó que la confianza depositada por el enfermo en su terapeuta y sus métodos contribuía a la curación, y que él confiaba en su médico. Hitler barrió de un plumazo toda referencia al uso indiscriminado que Morell hacía de las jeringas: «Sé que los modernos procedimientos de Morell todavía no están internacionalmente reconocidos y que, en algunas cosas, el doctor está investigando sin haber llegado todavía a ningún resultado sólido. Pero esto ha pasado siempre con todas las innovaciones en el campo de la medicina. Estoy seguro de que Morell continuará avanzando con determinación y le ofreceré apoyo económico para su trabajo cuando lo necesite».159
Himmler, siempre dispuesto a girar como una veleta según soplara el viento, reorientó el debate en favor de la voluntad de Hitler: «Señores míos —explicó a Hasselbach y Giessing—, no están siendo diplomáticos. Como saben, el Führer confía plenamente en Morell y eso no conviene ponerlo en duda». Cuando Hasselbach se quejó de que cualquier tribunal médico o, incluso, civil podría demandar a Morell por negligencia con resultado de lesiones, como mínimo, Himmler no ocultó su malhumor: «Señor catedrático, olvida usted que, como ministro del Interior, también lidero la más alta autoridad sanitaria y no deseo que se inicie ningún proceso contra Morell». Cuando Giesing le replicó que Hitler era el único jefe de Estado del mundo que cada semana tomaba entre 120 y 150 pastillas y recibía de ocho a diez inyecciones de fármacos, el jefe de las SS tampoco le dio importancia.
Las tornas se volvieron definitivamente para Giesing —quien, como compensación por sus servicios, recibió de Bormann un cheque por valor de 10 000 marcos del Reich—, Hasselbach y el influyente Brandt —y, con él, también para su amigo Speer, quien había albergado la esperanza de pertenecer al séquito de Hitler—, y los tres doctores tuvieron que abandonar el cuartel general. El único facultativo que quedó fue Morell, quien se enteró de la buena noticia el 8 de octubre de 1944: «El Führer me ha comunicado que Brandt tiene obligaciones que atender en Berlín».160 El paciente A se aferró a su proveedor. Como un yonqui que glorifica a su camello, Hitler tampoco podía abandonar al desprendido doctor que le daba de todo sin tener que pedírselo.
Por último, el dictador dijo a su médico: «¡Estos imbéciles no se han parado a pensar en el mal que podrían haberme hecho! Me habría quedado de repente sin médico. Estas personas deberían saber que usted, en los ocho años que lleva a mi lado, me ha salvado la vida varias veces. ¡Si supiera cómo me iba antes! Todos los médicos que se acercaban, fracasaban. No soy ningún desagradecido, querido doctor. Si los dos salimos felizmente de esta guerra, verá lo generosa que será mi recompensa».161
Seguro de sí mismo, Morell respondió a su Führer con unas palabras que podrían interpretarse como un intento de justificación para la posteridad: «Mi Führer, si le hubiera tratado un médico normal, habría estado tan privado del cumplimiento de sus obligaciones que el Reich ya se habría venido abajo». Tras estas palabras, según describe el propio Morell, Hitler le obsequió con una mirada prolongada y agradecida, le estrechó la mano y le dijo: «Mi querido doctor, me siento feliz y afortunado de tenerlo conmigo».
De esta manera se daba carpetazo a la guerra de los médicos. El paciente A había puesto coto a un derrocamiento prematuro. El precio que pagaría por ello sería la destrucción paulatina de su salud por parte del médico cuya continuidad acababa de ratificar. Para tranquilizarse, el jefe de Estado recibió «Eukodal-eupaverina. Glucosa i. v. y Homoseran i. m.».162
Poco se puede escribir ahora sobre la vida en el cuartel general, ya que todo lo que está sucediendo es, más o menos, de carácter interno. Me alegra comunicarte que el Führer se encuentra bien de salud y que se pasa día y noche preocupado por cómo mejorar y controlar el destino de Alemania. Sigo en las proximidades del Frente Oriental.163
Carta de Theo Morell
De la misma manera que las potentes sustancias se mezclaban en el émbolo de la jeringa especialmente confeccionada para el Führer por la farmacia Engel de Berlín-Mitte y se diluían en la sangre de Hitler, también su existencia de prolongada reclusión se disolvía paulatinamente en el nirvana. Es necesario tener en cuenta este proceso para comprender la transformación de un líder deslumbrante en una ruina humana y comparar las interacciones de esta evolución con los acontecimientos históricos.
El poco tiempo que todavía le quedaba a Hitler en el último trimestre de 1944 —cuando los frentes se aproximaban por todos los flancos, las tuercas se apretaban todavía más y los retortijones eran cada vez más intensos— solo se le hizo soportable porque consumía narcóticos fuertes y levantaba barricadas farmacológicas a su alrededor. El sistema de delirio totalitario que él mismo había creado no contemplaba en absoluto a un Führer sobrio. Como el dictador pensaba que debía acometer en vida los ambiciosos objetivos del nacionalsocialismo y no confiaba en ningún sucesor para construir el imperio pangermánico mundial, tuvo que actuar con prisas y no rendirse ni darse por vencido en ningún momento. Por ello necesitaba el dopaje de Morell: para poder seguir trabajando permanentemente, mantener la visión de túnel y no relativizar nunca la autorreferencialidad total. De ningún modo quería Hitler abandonar su particular viaje megalómano por muy catastrófica que fuera la situación militar para los alemanes. No podía permitirse volver a sus cabales, porque, si lo hiciera, se daría cuenta de la inutilidad y la locura de toda su obra; ni tampoco dudar de su lucha contra el mundo, tirar la toalla en una guerra que él mismo había desatado y que hacía tiempo que había perdido. La jeringa, implacable, atravesaba su piel, bombeaba la sangre y chutaba la droga en la vena, y vuelta a empezar.
Desde el otoño de 1941 —con los esteroides y las inyecciones de hormonas— y, a más tardar, a partir de la segunda mitad de 1944 —primero, con el consumo de cocaína y, después, sobre todo Eukodal—, Hitler no vivió ni un solo día de privación. Eso le ayudó a resistir, a no escapar de su propio sistema, a no despertar nunca de la pesadilla hasta el final. El mal estaba hecho y ya no se podía remediar. Y si se tendían puentes con el mundo, allí estaba la dinamita farmacológica para destruirlos.
Las drogas como combustible y sustituto de la falta de entrega: ahora, el Führer solo se veía afirmado en su engaño a través de los estupefacientes. Siempre en camino, de cuartel general en cuartel general, de búnker en búnker, de desinhibición en desinhibición —sin mesura, sin hogar, ignorando permanentemente los posibles efectos secundarios del siguiente acto de guerra inútil, del siguiente chute represor de cualquier consecuencia—, Hitler actuaba desde la obnubilación permanente, como un atleta de élite dopado que no puede parar, sin vuelta atrás, hasta el colapso inevitable.
Mi querido y viejo amigo, espero que todavía me permita llamarlo así a pesar de haberse convertido en una figura mundial, pero conozco su carácter. El pueblo alemán le está muy agradecido por su labor benefactora, ya que estaríamos perdidos si la mano firme fallara. Si esa mano se ha mantenido firme hasta hoy es gracias a usted, a su mérito imborrable.164
De una carta a Theo Morell
Para estar mejor protegido ante futuros atentados, contagios u otros ataques, el paciente A se trasladó el 8 de noviembre de 1944 a un refugio recién construido dentro del área de seguridad del Führer en la Guarida del Lobo. En vez de los habituales techos de dos metros de espesor, la nueva casa tenía un recubrimiento de hormigón y grava de siete metros. Por la mole que excedía de largo el espacio útil, este cubo sin ventanas ni ventilación directa recordaba a una antigua tumba egipcia. Allí trabajaría, dormiría y vegetaría Hitler, completamente aislado, encerrado en su delirio, alimentándose de su sustancia. En la nueva morada, que parecía un monstruoso cuerpo extraño caído del cielo en medio del bosque, el dictador solo veía aspectos positivos. Incluso constató que en su interior tenía más espacio para pasear. Morell lo corroboró: el dormitorio del Führer y el despacho tenían 23 m3 más que los del antiguo búnker. Por supuesto, el médico de cabecera disponía de libre acceso en todo momento a este sarcófago descomunal y, por lo demás, completamente aislado. El día de la mudanza, Morell aplicó una inyección de «Eukodal intravenoso debido al excesivo estrés».165
Por entonces, Morell ya hacía tiempo que sabía cuál era el estado real de su paciente y hasta qué punto la situación del Führer era de dominio público. De las cartas que el médico escribió a finales del otoño de 1944 a su esposa, a varios líderes regionales del partido y a viejos amigos se desprende el afán desesperado de transmitir una realidad inventada. Muestra de ello es que también enviaba copias de los menús que se confeccionaban para la cena en la Guarida del Lobo como prueba para ignorantes del «modo de vida frugal y sensato»166 de Hitler. Morell había pasado de no sacar nunca a colación el estado de salud de su paciente a divulgar ostentosamente un pretendido optimismo. He aquí una muestra de algunas líneas de su correspondencia: «Mi eminente paciente goza de muy buena salud [...] Mi paciente más destacado sigue estando bien. [...] La recuperación vuelve a ser completa [...] Me siento dichoso por el buen estado de salud de mi paciente [...] Mi paciente se encuentra muy bien y espero mantenerlo con la misma frescura de siempre para el pueblo alemán. Además del Duce, he tenido la posibilidad de sanar a varios jefes de Estado y puedo sentirme satisfecho del resultado de mi eficacia médica».167
¿Heil Hitler o «High» Hitler? ¿Abstinente o yonqui?
Pero el paciente A no estaba bien. En realidad, lo único que podía hacer Morell era, por períodos cada vez más cortos, simular, escenificar, recomponer un Hitler sano a base de pinchazos. El dictador solía pasar el tiempo estirado en una sencilla cama de campaña en su celda sin ventanas, pálido y demacrado, vestido con un camisón blanco y tapado con una manta militar. Sobre su cabeza colgaba una lámpara móvil. La mesilla de noche y una estantería baja estaban repletas de un montón de papeles, mapas, libros abiertos y avisos urgentes. En medio de aquel desorden había un aparato de teléfono que nunca sonaba y las paredes gris claro todavía desprendían el olor a húmedo del hormigón no fraguado. Sobre la cama, en algún lugar entre los lápices rotos que había esparcidos, estaban las gafas de montura metálica que tanto avergonzaban a Hitler y que ya no podía ponerse él solo debido al temblor de sus manos. A pesar de todo, Morell insistía: «Puedo comunicar que el F. se encuentra muy bien [...] Me llena de alegría, tranquilidad y placer que a mi paciente le vaya tan bien y que pueda, con la misma energía y frescura de antes, superar todos los esfuerzos y manejar todas las crisis [...] Quizá le sirva de consuelo si le aseguro que la salud de nuestro Führer es muy buena».
Pero cuando el efecto del Eukodal disminuía, comenzaban los temblores, y más intensamente a partir de las últimas semanas de 1944. En las conversaciones sobre el estado de salud de Hitler no se hablaba de otra cosa. El Führer, hastiado, lo sabía e intentaba reprimir las convulsiones con todas sus fuerzas, pero solo conseguía empeorar la situación. El robusto e incansable brazo extendido del saludo nazi había pasado a la historia. Unas vibraciones nerviosas y agudas se habían apoderado de todas sus extremidades. «Temblor agudo en la mano izquierda», escribió Morell. Y después: «Temblor cada vez más frecuente en la mano derecha». O: «La pierna izquierda no tiembla, pero sí el brazo izquierdo y la mano izquierda».168 Hitler se metía las manos en los bolsillos para ocultar la evidencia. A veces, se sujetaba convulsivamente la mano izquierda con la derecha. En ocasiones no eran ni siquiera temblores, sino verdaderas sacudidas que ponían a todo el mundo en estado de alarma. El general de división blindada Guderian, por entonces jefe del Estado Mayor del Ejército de Tierra, comunicó que Hitler había tenido que poner la mano derecha sobre la izquierda y la pierna derecha sobre la izquierda para disimular los temblores estando sentado. La mano de Hitler vibraba, oscilaba, evolucionaba de manera tan autárquica que muchos pensaban que lo hacía a propósito. Si cruzaba los brazos delante del pecho, temblaba todo el torso. Morell recomendó baños y reposo, pero Hitler le preguntó «si no había ninguna inyección que lo curara».169
Las inyecciones no habrían eliminado el problema, todo lo contrario. En la búsqueda de una causa del temblor de extremidades y la postura encorvada de Hitler, el historiador médico Hans-Joachim Neumann atribuyó al dictador un parkinsonismo arterioesclerótico, es decir, una parálisis agitante de origen probablemente autoinmune en la que el sistema inmunitario cree que las neuronas son cuerpos extraños y lucha contra ellas —el consumo de los absurdos preparados de hormonas animales podría estar detrás de esta disfunción—. El resultado es la muerte de las neuronas mesocefálicas productoras de dopamina y una carencia en los núcleos esenciales de la corteza cerebral, responsables de los procesos de aprendizaje y control. Morell también reflejó en sus apuntes la sospecha del párkinson, si bien no lo hizo hasta abril de 1945.170 Hoy es imposible saber si este diagnóstico es correcto. Otra posible explicación es que los impopulares temblores de Hitler fueran consecuencia directa del incontrolado policonsumo de drogas.
En cualquier caso, Morell ya no pudo permitirse dejar solo a su paciente en este período. Ahora era el médico quien guiaba al «líder», pero también era su prisionero. Se quejaba del inconcebible sufrimiento que implicaba el puesto, de que hacía años que no podía ir a ningún sitio ni era dueño de su propia vida y de que tenía que desatender a su esposa, su consultorio de la Kurfürstendamm y los centros de producción e investigación en Olomouc y Hamburgo. Tan imprescindible era Morell que, cuando su hermano falleció, ni siquiera podía ir al entierro. Hitler adujo el pretexto del peligro externo: «Tras conocer la muerte de mi hermano, el F. se ha mostrado muy preocupado por mi viaje y dice que el oeste está amenazado. Le he propuesto ir en avión (dice que no, porque en el camino me interceptarían enjambres de aviones de caza), automóvil (a pesar de asegurarle lo contrario, dice que yo no soportaría un trayecto tan largo) o tren (dice que los horarios no son seguros porque están condicionados por los ataques)».171
Morell propuso un sustituto para su corta ausencia, el médico de las SS, doctor Stumpfegger, pero Hitler lo rechazó argumentando que «quizá no sepa poner tan bien las inyecciones». ¿No sería más bien porque Stumpfegger desconocía el misterio de la «x»? Finalmente, después de empeñarse en disfrutar de un último resto de vida personal y familiar, y a pesar de los intentos de retenerlo en la Guarida del Lobo, Morell acudió a los funerales de su hermano y visitó fugazmente a su esposa a su paso por Berlín, pero lo hizo acompañado en todo momento por un guardaespaldas del Servicio de Seguridad del Reich impuesto por el Führer. A la vuelta del doctor, Hitler estaba muy disgustado: «Me presento ante el Führer a las 15.30. Paciente poco amable, ninguna pregunta [...] Rechazo absoluto».172 Entonces, Morell sacó rápidamente su estuche, volvió a resollar, se secó el sudor de la frente con un pañuelo y clavó la punta de la aguja de platino en el antebrazo de su paciente: «Glucosa i.v. y Vitamultin forte, Glyconorm, Tonophasphan». Hitler apoyó la mano izquierda sobre la hebilla de su cinturón, exhaló un sonoro suspiro, dobló los hombros hacia delante y torció los labios, delgados y estriados, haciendo que su boca pareciera más pequeña de lo que ya era. Después, su cara se relajó y Morell, con movimientos expertos, hizo un masaje para sacar el aire del vientre de Hitler. Médico y dictador volvían a entenderse.
En noviembre de 1944, mientras el Ejército Rojo seguía conquistando enclaves en Prusia Oriental, las venas de Hitler estaban tan perjudicadas que ni siquiera el experto practicante Morell sabía cómo encontrarlas. Después de tantas perforaciones, la epidermis que las cubría estaba inflamada, llena de cicatrices y tenía un color parduzco. Morell tuvo que parar: «Hoy he prescindido de las inyecciones para que los pinchazos cicatricen en condiciones. El pliegue del codo derecho está bien, el izquierdo todavía presenta puntos rojos (pero sin pus) donde había punciones. El F. dice que antes no le pasaba».173
La piel crujía de verdad cuando Morell pinchaba en aquellas semanas. Cada punzada provocaba una herida nueva que se sumaba a la anterior y formaba una costra alargada, la típica «cremallera» de los yonquis de estación de tren. Hasta Hitler se ponía cada vez más nervioso y se preocupaba de los estragos que le causaba el aumento de inyecciones: «Durante una inyección intravenosa, el Führer me ha dicho que no froto la zona con alcohol lo suficiente (que siempre me quedo corto) y que por ello últimamente le salen pequeñas pústulas rojas en las punciones». Pero Morell tenía a punto otra explicación para las molestias: «Sangre desoxigenada en vena a causa de la estancia prolongada en el búnker sin contacto con el aire exterior ni la luz del día, lo cual provoca una coagulación insuficiente y mantiene rojos los puntos de punción». La explicación de Morell no convenció a Hitler: «Pero el Führer lo atribuye a las bacterias y cree que quizá le entran demasiadas en el cuerpo a causa de las inyecciones».174
Obligado por las circunstancias, Morell quiso interrumpir por un tiempo la orgía de pinchazos, pero Hitler, haciendo evidentes sus tendencias autoagresivas, dejó a un lado cualquier reparo. A pesar de las molestias que le causaban las incontables perforaciones, no dejaba de desearlas y recibía a su médico diciéndole que no necesitaba ningún tratamiento, sino, directamente, una inyección: «6:00 horas de la mañana: El paciente requiere mi presencia [...] He llegado a los veinte minutos. El Führer explica que ha trabajado sin descanso y que ha tomado una decisión muy difícil que le ha causado un estado de agitación intensa. La agitación ha ido aumentando hasta que, como siempre le ocurre en este estado, han empezado los espasmos. Dice que no quiere que le haga ningún reconocimiento porque solo le aumentaría el dolor. Rápidamente preparo una inyección combinada de eupaverina y Eukodal y se la inyecto intravenosa, lo cual ha sido harto difícil debido a los numerosos pinchazos de los últimos días; vuelvo a llamarle la atención sobre la necesidad de cuidar las venas durante un tiempo. He tenido que interrumpir la inyección una vez, pero después ya ha entrado bien, se ha relajado y ha desaparecido el dolor. El F. se ha mostrado muy feliz por ello y me ha estrechado la mano en agradecimiento».175
Entre la llamada y la aplicación pasaron veinte minutos: ni en sueños podría cualquier toxicómano encontrar un camello más eficiente. Hitler sabía apreciar la disponibilidad permanente de su médico de cabecera y, por ejemplo, el 31 de octubre de 1944 manifestó elogiosamente que, «gracias a la rápida intervención de ayer por la mañana, tuvo un restablecimiento inmediato». A continuación, Morell lo tranquilizó diciéndole que «si se encontraba de nuevo en el mismo estado, solo tenía que llamarme inmediatamente, incluso de noche [...] La mayor satisfacción me la daría él por poder ayudarlo».176
En estas últimas semanas de estancia en la Guarida del Lobo, el paciente A recurrió con frecuencia a su servicio de habitación de 24 horas incluso para las sustancias más duras. Pretextando descaradamente un achaque o sobrecarga nerviosa, Hitler mandaba llamar a Morell en cualquier momento, también pasada la medianoche. Después de la inyección, mientras un ordenanza devolvía el maletín al «barracón de los zánganos», el médico esperaba junto a su paciente hasta que la sustancia empezaba a hacer efecto. El 8 de noviembre de 1944, el subidón no fue lo suficientemente intenso y Morell añadió una generosa propina: «Miércoles, 0:30 horas: Llamada repentina. El Führer, de pronto, sufre una gastritis grave. Según me ha explicado, estaba a punto de tomar una de las decisiones más importantes de su vida y ello le ha provocado una tensión nerviosa cada vez más intensa. Al principio, la aplicación intravenosa de Eukodal-eupaverina le alivia el dolor y los espasmos solo parcialmente. Al pedirme que le aplique otra media inyección, mando que me vuelvan a traer el maletín y me doy cuenta de que solo he inyectado 0.01 de Eukodal en vez de 0.02. Tras otra inyección de 0.01 de Eukodal, los dolores y espasmos cesan al momento. El Führer da mil gracias por esta ayuda inmediata y se muestra totalmente feliz».177
Un yonqui se da cuenta enseguida de si la dosis recibida está cargada como siempre o no. Un yonqui no conoce otra cosa que el anhelo del siguiente chute benefactor. Cualquier otro aspecto de su existencia pasa a un segundo plano, ya sea en pleno día como en mitad de la noche. En los meses posteriores al atentado, cuando el consumo de drogas de Hitler alcanzó cifras de récord, el dictador perdió definitivamente el equilibrio bioquímico y, en consecuencia, la salud. Stauffenberg no había conseguido matarlo, pero lo había convertido, indirectamente, en un toxicómano. Hitler fue decayendo. La tez se le volvía ocre, los párpados le colgaban, el temblor de sus extremidades aumentaba y su capacidad de concentración disminuía. Hasselbach, el cirujano segundo, quien calificaba despectivamente los tratamientos de Morell de «magia»,178 esbozó la evolución de la salud del Führer en un interrogatorio ante los Aliados después de la guerra. Según él, antes de 1940 Hitler parecía más joven de lo que era, pero después envejeció rápidamente; hasta 1943 todavía ofrecía un aspecto acorde con su edad, pero, a partir de entonces, su rápida decadencia física fue evidente.
Hitler empezó a recibir inyecciones de Eukodal en 1943, pero entre septiembre y diciembre de 1944 lo consumió con tanta frecuencia que habría que incluir también la posibilidad de una dependencia física. Lo que es un hecho es que la felicidad inyectada acarrea desagradables efectos secundarios, como trastornos del sueño, temblores y estreñimiento. Hitler los padecía todos. En cuanto disminuía el subidón, su tracto digestivo reaccionaba con una «constipación intestinal espasmódica», no hacía «ninguna evacuación» y tenía unas «flatulencias terribles».179 Pasaba las noches postrado en la cama con los ojos abiertos: «Entonces no puedo dormir [...] me pongo a mirar a oscuras los mapas del Estado Mayor que tengo frente a mí y el cerebro sigue trabajando; paso horas así hasta que consigo dejarlo».180 Aseguraba que no podía reposar debido, única y exclusivamente, a los bombarderos británicos que sobrevolaban el Reich, pero lo más probable es que la causa de su insomnio fueran las drogas. Para forzar el sueño necesario, Morell tuvo que administrarle narcóticos barbitúricos como Luminal o Quadro-Nox. La espiral farmacológica seguía girando.
Seguramente a causa de las dosis frecuentes de Eukodal, la digestión de Hitler no funcionaba bien. El dictador había vuelto, en lo que a dolencias intestinales se refiere, a la misma situación por la que Morell había iniciado su tratamiento con Mutaflor en 1936. El paciente A padecía estreñimiento crónico. Para aplicarse las lavativas de manzanilla prescritas, se sentaba «en el váter. Yo debía quedarme fuera (él incluso ponía el seguro)», pero no servía de nada: «No conseguía retener el líquido y tenía que sacarlo inmediatamente haciendo presión (¡una desgracia!)... El Führer debe intentar dormir (¡sin medicación!)».181 Las funciones corporales más elementales degeneraron en operaciones fisiológicas de penosa ejecución que Morell anotaba con la misma minuciosidad con la que el alto mando de la Wehrmacht describía en su diario de guerra las evoluciones en el frente: «Cuatro evacuaciones entre las 16:00 y las 18:00 horas, de las cuales, dos muy flojas y dos muy intensas. En la segunda se produce una evacuación en forma de explosión acuosa tras la expulsión de una obstrucción. La tercera y cuarta desprenden un fuerte hedor, especialmente la cuarta (probablemente, una parte acumulada se ha descompuesto previamente y se ha convertido en gases y formaciones tóxicas). Estado relativamente más fuerte y cambio de expresión. Solo ha mandado llamarme inmediatamente después para comunicarme el desenlace satisfactorio».
El 21 de noviembre de 1944 hubo sopa de papilla de arroz y rodajas de apio fritas con puré de papas para almorzar. Después, la Guarida del Lobo cerró las puertas. Hitler había malvivido apenas 13 días en su flamante superbúnker, pero los rusos estaban demasiado cerca y había que evacuar. El trayecto hasta la capital del Reich se hizo en una celda traqueteante cuyas ventanas se cubrían al pasar por zonas bombardeadas para evitar un empacho de realidad. Era el Brandenburg, el tren especial del Führer, y las estaciones por las que pasaba eran previamente evacuadas. Como Hitler ya no tenía la más mínima posibilidad contra el Ejército Rojo de Stalin y había dado el Frente Oriental definitivamente por perdido, planeaba ahora su segunda ofensiva en las Ardenas —ideada en septiembre bajo el efecto de la cocaína— para, a ser posible, repetir el milagro de la guerra relámpago de la primavera de 1940, dar un golpe de timón por lo menos en el oeste y firmar allí una paz separada en el último minuto.
El tren llegó a la estación de Berlín-Grunewald a las 5:20 horas de la mañana. La operación se desarrolló bajo el más estricto secreto. El taquígrafo anotó: «¡Máxima discreción!». De todos modos, el Führer solo podía susurrar, ya que temía perder la voz debido a un nódulo en las cuerdas vocales. Ya no fijaba la mirada a su alrededor, la tenía perdida en puntos imaginarios. No dejaba de tragar ávidamente oxígeno de un pequeño respirador portátil del Ejército que Morell le había conseguido para el viaje. Pocas veces había estado Hitler tan furioso y malhumorado. Todos sabían que el plan de hacer retroceder a las colosales fuerzas estadounidenses y británicas era pura fantasía, pero el comandante en jefe actuaba, como de costumbre, como si estuviera seguro de la victoria. En realidad, se sentía tan preso «de la inmensa agitación [...] que le provocaba el vientre hinchado y los ataques de ira» que solo pudo remediar el Eukodal.182 Al día siguiente recibió, además, 0.01 gramos de morfina. Dos días después, el 24 de noviembre de 1944, Morell anotó: «No considero necesaria ninguna inyección, pero el Führer quiere que le ponga algunas para acelerar su fortalecimiento».183 Y, pasados tres días, de nuevo: «El Führer quiere recibir inyecciones ante la inminencia del trabajo agotador que le espera».184
¿Cómo afectaba intelectualmente a Hitler su policonsumo desbordante? ¿Estaba el dictador en plena posesión de sus facultades mentales? El filósofo Walter Benjamin, quien una década antes había experimentado con el Eukodal (si bien por vía oral, lo cual reduce considerablemente el peligro de adicción), explica el efecto psicológico de este opiáceo semisintético: «No creo que me autoengañe al decir que, en este estado, uno desarrolla una aversión en contra de la atmósfera libre y, digamos, uránica en la que los pensamientos del afuera se convierten casi en un suplicio. Es [...] como entretejerse, retraerse en uno mismo; como crear una tupida tela de araña sobre la que los problemas del mundo vegetan diseminados como cuerpos de insectos atraídos hacia ella. No quieres apartarte de esa cueva. En ella también toman forma los rudimentos de una actitud hostil hacia los presentes, el miedo a que estos te importunen y quieran llevarte a su terreno».185
Según el químico y autor científico Hermann Römpp, el abuso continuado de opiáceos contribuye al «deterioro del carácter y la capacidad resolutiva [...] La fuerza creativa intelectual se ve afectada sin que se produzca una pérdida real del bagaje intelectual previo. Hasta las personas de más alto nivel no retroceden ante el engaño y la estafa». Según Römpp, también produce paranoia y desconfianza enfermiza hacia el entorno.186
Efectivamente, la mentalidad de búnker de Hitler para la desesperada batalla final había descubierto en el Eukodal la droga del fin del mundo adecuada. La insensibilidad ya inherente en él, la visión rígida del mundo, la tendencia a fantasear, la falta de escrúpulos a la hora de saltarse cualquier límite, todo ello se vio funestamente favorecido por el consumo continuado del opioide en el último trimestre de 1944. En este período de irrupción de los Aliados en el Reich por el este y el oeste, el potente narcótico disipó cualquier duda sobre la victoria y cualquier empatía hacia las víctimas civiles, e hizo al dictador aún más insensible hacia sí mismo y el mundo exterior.
Bajo la influencia del analgésico-narcótico, el Führer parecía él: aquel era el verdadero Hitler, y así había sido también antes. Sus opiniones y planes, la sobrevaloración de su propia importancia y la subestimación del contrario ya estaban definidos en su libro programático Mi lucha, publicado en 1925. La adicción al opioide simplemente cimentó una obstinación de todos modos existente, una propensión a la violencia delegada y nunca ejecutada personalmente, y contribuyó a que Hitler no pensara en claudicar ni siquiera en la última fase de la guerra y del genocidio judío.
Por consiguiente, ni los objetivos, ni los motivos, ni el delirio ideológico fueron el resultado de las drogas, porque todo ya estaba determinado desde mucho antes. Tampoco asesinó Hitler debido a una ofuscación, al contrario, estuvo en plena posesión de sus facultades hasta el final. El consumo no coartó en absoluto su libertad de decisión. Hitler siempre fue dueño de sus actos, siempre supo lo que hacía, actuaba a sangre fría y con la mente despierta. Dentro de su sistema basado desde el principio en el éxtasis y la huida de la realidad, actuó consecuentemente hasta el último momento, con una coherencia espantosa, y nunca desde la locura. Un caso típico de actio libera in causa: por muchas drogas que tomara para mantenerse en el estado en el que podía cometer sus crímenes, aquello no lo eximía de su monstruosa culpa.
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