El nacionalsocialismo fue, literalmente, tóxico. Dejó al mundo un legado químico que hoy sigue afectándonos, un veneno que tardará en desaparecer. Aunque los nazis se las dieran de sanos y llevaran a cabo, con pompa propagandística y penas draconianas, una política antidroga ideológicamente bien apuntalada, durante el gobierno de Hitler hubo una sustancia especialmente pérfida, especialmente potente y especialmente adictiva que se convirtió en un producto de consumo popular. Legalmente, en comprimidos y bajo el nombre comercial de Pervitin, este producto tuvo un éxito arrollador en todos los rincones del Imperio alemán durante la década de 1930 y, más tarde, también en la Europa ocupada, y se convirtió en una «droga popular» socialmente aceptada y disponible en cualquier farmacia. Solo a partir de 1939 se sirvió bajo prescripción médica y en 1941 fue finalmente sometida a las disposiciones de la Ley del Opio del Reich.

Su ingrediente, la metanfetamina, es actualmente una sustancia ilegal o estrictamente reglamentada,1 pero sus cerca de cien millones de consumidores la convierten en uno de los tóxicos más apreciados de nuestro tiempo, y la tendencia va al alza. Se elabora en laboratorios clandestinos, a menudo por químicos aficionados, generalmente adulterada, y es popularmente conocida como crystal meth. La forma cristalina de la denominada droga del horror disfruta — en dosis frecuentemente elevadas y generalmente por vía nasal— de una insospechada popularidad precisamente en Alemania, donde cada vez hay más consumidores primerizos. Este estimulante, cuyo efecto es peligrosamente intenso, se consume como droga de ocio o para aumentar el rendimiento en oficinas, parlamentos y universidades. Quita el sueño y el hambre y promete euforia, pero es, sobre todo en su forma farmacéutica actual,* una droga nociva, potencialmente destructiva y capaz de crear adicción a pasos acelerados. Prácticamente nadie conoce su ascenso en el III Reich.

Breaking Bad: la cocina de la droga
de la capital del Reich

Búsqueda de huellas en el siglo XXI. Bajo un cielo estival despejado que se extiende sobre instalaciones industriales e hileras de edificios clónicos de nueva construcción, viajo en el tranvía por las afueras de Berlín en dirección sureste. Para visitar las ruinas de los laboratorios Temmler, el antiguo fabricante de la pervitina, tengo que bajarme en el barrio de Adlershof, llamado hoy «el parque tecnológico más moderno de Alemania». Abandono esta especie de campus universitario y, rodeado de fábricas en ruinas, atravieso tierra de nadie urbana para adentrarme en un páramo de ladrillo desmoronado y acero oxidado.

Los laboratorios Temmler se establecieron aquí en 1931. Un año después, cuando expropiaron la Chemische Fabrik Tempelhof, cuyo copropietario, judío, era Albert Mendel, Temmler se hizo cargo de la parte de Mendel y comenzó su rápida expansión. Corrían buenos tiempos para las empresas químicas alemanas —como mínimo para las arias de pura cepa— y el sector farmacéutico vivía una época floreciente. Se buscaban sin descanso sustancias nuevas y revolucionarias que aliviaran al hombre moderno de sus dolencias y lo distrajeran de sus preocupaciones. En los laboratorios se llevaron a cabo muchos experimentos y se fijaron unos rumbos farmacológicos que hoy siguen marcando la metodología del sector.

De la antigua fábrica de medicamentos Temmler en Berlín-Johannisthal solo se conservan las ruinas. Nada recuerda ya su próspero pasado, cuando entre sus paredes se prensaban millones de comprimidos de pervitina al día. El recinto empresarial está en desuso, es terreno baldío. Atravieso un estacionamiento abandonado, me adentro en un bosquecillo de maleza y sorteo un muro sobre el que todavía hay pegados trozos de vidrio para disuadir a los intrusos. Entre helechos y matojos se alza una vieja construcción de madera que recuerda a la típica casa de la bruja de los cuentos infantiles, pero que en realidad fue el germen de la firma fundada por Theodor Temmler. Detrás de un frondoso aliso sobresale una construcción de ladrillo, también abandonada. Tiene una ventana rota, lo suficiente para que pueda entrar por ella. Un pasillo largo y oscuro atraviesa el interior del edificio, cuyas paredes y techos están invadidos por el moho y el fango. Al fondo hay una puerta medio abierta de color verde claro llena de desconchones. Detrás de ella, a la derecha, la luz del día penetra a través de dos vidrieras emplomadas industriales, totalmente reventadas. En el exterior, la vegetación es exuberante, y dentro reina el vacío. En un rincón hay un nido de aves abandonado. Las paredes están revestidas con azulejos blancos, en parte descascarillados, que llegan hasta el techo, alto, provisto de orificios circulares de extracción.

Estos muros albergaron en su día el laboratorio del doctor Fritz Hauschild, jefe de Farmacología de Temmler entre 1937 y 1941 y buscador de un nuevo tipo de medicamento, una «sustancia potenciadora del rendimiento». Esta es la cocina de la droga del III Reich. Aquí, entre crisoles de porcelana, espirales de condensación y enfriadores de vidrio, los químicos elaboraban una mercancía purísima. Las tapas de los barrigudos matraces de ebullición repiqueteaban y despedían con un silbido constante un vapor caliente de color rojo y amarillo, mientras las emulsiones chasqueaban y las manos de los químicos enfundadas en guantes blancos regulaban los percoladores. Nacía la metanfetamina. Y lo hacía con una calidad que ni en sus mejores momentos consigue el propio Walter White, el cocinero de drogas de Breaking Bad, la serie de televisión estadounidense que ha hecho del crystal meth un símbolo de nuestro tiempo.

Los laboratorios Temmler en Berlín-Johannisthal, ayer...

... y hoy.

La expresión «breaking bad» se podría traducir como algo parecido a «cambiar de repente y hacer el mal». No sería un mal título para la historia de Alemania entre los años 1933 y 1945.

Un preludio en el siglo xix: la droga primigenia

La dependencia voluntaria es el estado más bello.

Johann Wolfgang von Goethe

Para entender la relevancia histórica que esta y otras drogas tuvieron en los hechos sucedidos en el Estado nacionalsocialista, debemos remontarnos al siglo que lo precedió. El desarrollo de las sociedades modernas está tan unido al origen y distribución de los estupefacientes como la economía lo está al progreso de la tecnología. Un punto de partida lo encontramos en 1805, año en el que Goethe escribió su Fausto en la Weimar clasicista y formuló por medios poéticos una de sus tesis, según la cual la propia génesis del ser humano estaría inducida por las drogas: modifico mi cerebro, luego existo. Simultáneamente, en la menos glamurosa Paderborn, en Westfalia, el ayudante de farmacia Friedrich Wilhelm Sertürner experimentaba con la adormidera, cuyo espeso jugo, el opio, alivia el dolor como ninguna otra sustancia. Así, mientras Goethe intentaba averiguar por la vía poético-dramática qué era lo que mantenía unido al mundo en lo más íntimo, Sertürner se proponía resolver un problema concreto y milenario que afectaba a la especie en la misma medida —como mínimo— que el de Goethe.

La concentración del principio activo presente en el opio puede variar en función de las condiciones de crecimiento de la planta. Este hecho supuso un reto para el genial químico de apenas 21 años de edad: unas veces el jugo amargo de la adormidera no aliviaba el tormento lo suficiente, y otras se obtenían sobredosis no deseadas e intoxicación. Sin ayuda de nadie, igual que Goethe consumiendo láudano —el preparado medicinal opiáceo— en su aposento de poeta, Sertürner hizo un descubrimiento sensacional: consiguió aislar la morfina, el principal alcaloide del opio, una especie de Mefistófeles farmacológico que transforma el dolor en bienestar como por arte de magia. El hallazgo no solo supuso un punto de inflexión en la historia de la farmacología, sino que fue uno de los acontecimientos más importantes del incipiente siglo xix, por no decir de la historia de la humanidad. El dolor, ese inquietante compañero de viaje, podía por fin ser mitigado, incluso eliminado, gracias a una dosis precisa. Farmacias de toda Europa cuyos boticarios se habían limitado hasta entonces, según su leal saber y entender, a hacer bolitas con los ingredientes que sacaban de sus propios huertecillos de especias o de las remesas de las herboristas, se convirtieron en cuestión de pocos años en verdaderas manufacturas donde se establecieron estándares farmacológicos.** La morfina no solo encerraba el consuelo para cualquier azote de la vida, sino también un negocio de enormes proporciones.

En Darmstadt, el propietario de la farmacia Engel, Emanuel Merck, se distinguió como pionero de esta tendencia y postuló en 1827 como filosofía empresarial la voluntad de suministrar alcaloides y otros fármacos siempre con la misma calidad. Fue el nacimiento no solo de la todavía hoy próspera firma Merck, sino también de la industria farmacéutica alemana en general. Con la invención hacia 1850 de la jeringa, la marcha triunfal de la morfina ya no se detendría. Este analgésico se empleó masivamente en la guerra de Secesión estadounidense (1861-1865) y en la guerra franco-prusiana (1870-1871), donde los chutes de morfina estaban a la orden del día.2 Su influencia fue decisiva, tanto para bien como para mal. Para bien, porque conseguía apaciguar el suplicio de los heridos graves; para mal, porque ello hacía posibles las guerras a una escala aún mayor, ya que los soldados que antes quedaban inútiles por un tiempo prolongado a causa de una herida, ahora podían recobrar fuerzas y ser devueltos a la primera línea de fuego.

Con la morfina, la evolución de los métodos de analgesia y aturdimiento —con fines anestésicos o no— alcanzó un clímax decisivo que afectó en la misma medida a ejércitos y sociedad civil. Del obrero al aristócrata, la supuesta panacea se impuso por todo el mundo, desde Europa y Asia hasta América. En aquella época, en los drug­stores diseminados por Estados Unidos de costa a costa se ofrecían sin receta dos sustancias particularmente activas: por un lado, se servían jugos con morfina como sedantes y, por otro, se administraban cócteles con cocaína (como, al principio, el vino Mariani —un burdeos con extracto de coca— o la Coca-Cola)***3 para combatir el desánimo, como euforizante hedonista o como anestesia local. Pero esto solo fue el principio. Rápidamente, la naciente industria quiso diversificarse y tuvo que crear nuevos productos. El 10 de agosto de 1897, Felix Hoffmann, químico de la empresa Bayer, sintetizó el ácido acetilsalicílico a partir de un principio activo de la corteza de sauce. El producto se lanzó al mercado bajo el nombre comercial de Aspirin y conquistó el globo. Once días después, el mismo investigador inventó la que sería la primera droga de diseño, otra sustancia que también causaría furor en todo el mundo: la diacetilmorfina, un derivado de la morfina. Salió a la venta con el nombre de Heroin y comenzó su marcha triunfal. «La heroína es un bonito negocio», pronosticaron orgullosos los directores de Bayer, quienes comercializaron el medicamento para combatir el dolor de cabeza, el malestar e, incluso, como jarabe infantil contra la tos. También sostenían que hasta los lactantes podían tomarlo en caso de cólico intestinal o problemas de sueño.4

El negocio iba viento en popa no solo para Bayer. Otros bastiones de la farmacología moderna también se establecieron en el último tercio del siglo xix a lo largo del Rin. Desde el punto de vista estructural, los astros se alinearon: por un lado, debido a la fragmentación territorial, en el Imperio alemán no había suficiente capital bancario ni predisposición a correr grandes riesgos inversores. Por otro lado, esto era precisamente lo que al sector farmacéutico le interesaba, ya que, a diferencia de la industria pesada tradicional, los fármacos requerían muy poca maquinaria y materia prima. Es decir: invirtiendo poco también se podía ganar mucho. Lo más importante era la intuición y los conocimientos, y Alemania, país rico en capital humano, disponía de un plantel prácticamente inagotable de químicos e ingenieros excelentemente formados que se alimentaba del entonces mejor sistema educativo del mundo. La red de universidades y escuelas técnicas superiores era modélica: la ciencia y la economía trabajaban mano a mano. Se investigaba a toda marcha y se desarrollaba un sinnúmero de patentes. Antes del cambio de siglo, Alemania ya se había convertido, como industria química, en «el laboratorio del mundo», y el sello Made in Germany, en un distintivo de calidad en lo relativo a las drogas.

Alemania, país de drogas

La situación tampoco cambió después de la Primera Guerra Mundial. Mientras Francia y el Reino Unido podían proveerse de estimulantes como el café, el té, la vainilla o la pimienta y otros remedios naturales gracias a sus colonias de ultramar, Alemania, que había perdido sus posesiones extraterritoriales —comparativamente escasas— en virtud del Tratado de Versalles, tuvo que encontrar otros caminos o, mejor dicho, producirlos artificialmente. Y es que el país necesitaba excitantes: la derrota en la Gran Guerra había dejado heridas profundas y causado todo tipo de daños, tanto físicos como psicológicos. En la década de 1920, las drogas fueron ganando cada vez más importancia para la afligida población que habitaba Alemania desde el mar Báltico a los Alpes. Y el know how necesario para producirlas estaba disponible.

El rumbo hacia una industria farmacéutica moderna estaba, pues, marcado. Muchas de las sustancias químicas que hoy conocemos se desarrollaron y patentaron en un breve lapso de tiempo. Las empresas alemanas que copaban los primeros puestos del mercado mundial no solo producían la mayoría de medicamentos, sino que también suministraban a todos los rincones del mundo la mayor parte de los ingredientes químicos necesarios para su elaboración. Nacía una new economy, un chemical valley entre Oberursel y la Selva de Oden. De la noche a la mañana, pequeños negocios que nadie conocía prosperaron y se convirtieron en empresas influyentes. En 1925, las grandes fábricas químicas se fusionaron en el conglomerado IG Farben y crearon, de golpe, uno de los consorcios más poderosos del mundo con sede en Fráncfort. Sobre todo los opiáceos seguían siendo una especialidad alemana. En 1926, el país encabezaba la lista de estados productores de morfina y era líder mundial en exportación de heroína: el 98% de la producción iba al extranjero.5 Entre 1925 y 1930 se fabricaron 91 toneladas de morfina, un 40% de la producción mundial.6 En 1925, Alemania firmó, con reticencias y obligada por el Tratado de Versalles, un acuerdo internacional de la Sociedad de Naciones sobre el control del opio destinado a regular el tráfico de la sustancia. Su ratificación en Berlín no se produjo hasta 1929. Antes, en 1928, la industria de alcaloides alemana todavía refinaría doscientas toneladas de opio.7

Los alemanes también fueron líderes en otra sustancia: las empresas Merck, Boehringer y Knoll dominaron el 80% del mercado mundial de la cocaína. La que se elaboraba en los laboratorios Merck de Darmstadt era considerada la mejor en todo el planeta; hasta los chinos piratearon el producto e imitaron las etiquetas.8 Hamburgo era el principal centro europeo de distribución de cocaína bruta: cada año se importaban legalmente miles de kilos a través de su puerto. Así, por ejemplo, Perú transportaba a Alemania casi la totalidad de su producción anual de cocaína bruta (más de cinco toneladas) para procesarla. El influyente Comité del Opio y la Cocaína, en el cual se habían agrupado los fabricantes de drogas alemanes para representar los intereses del sector, trabajó incansablemente para estrechar lazos entre el gobierno y la industria química. Dos cárteles formados por sendos puñados de empresas se repartieron, en virtud de otro acuerdo de cártel, el lucrativo mercado «en todo el mundo»:9 eran la Convención de la Cocaína y la Convención del Opio. Merck ocupaba puestos ejecutivos en ambas organizaciones.10 La joven República, bañada en sustancias estupefacientes y alteradoras de la conciencia, suministraba heroína y cocaína a todos los rincones de la tierra y se erigía en camello global.

Los químicos años veinte

Este desarrollo científico y económico también se reflejó en el espíritu de la época. Los paraísos artificiales estaban en boga en la República de Weimar. La gente prefería evadirse a mundos ficticios en vez de encarar una realidad a menudo muy poco halagüeña, un fenómeno que definía a la perfección, tanto política como culturalmente, la primera democracia creada en suelo alemán. La población no quiso reconocer los verdaderos motivos de la derrota en la Primera Guerra Mundial y suprimió de sus conciencias la corresponsabilidad del establishment nacional-imperial en el fiasco bélico. Se había extendido la dañina leyenda de lo que entonces se llamó «la puñalada por la es­palda», es decir, la creencia de que el ejército alemán cayó derrotado única y exclusivamente porque había sido saboteado desde el propio país, concretamente, por las izquierdas.11

Estas tendencias de huida de la realidad se traducían con frecuencia en odio puro y exceso cultural. La novela Berlín-Alexanderplatz de Alfred Döblin no fue la única obra literaria que retrató la capital alemana de posguerra como la Ramera de Babilonia, con un inframundo, el más miserable de todas las ciudades, buscando la redención en las peores formas de desenfreno imaginables, incluidos, por supuesto, los estupefacientes. «¡La vida nocturna berlinesa, chico-chico, el mundo no ha visto nada igual! Una vez tuvimos un ejército estupendo. ¡Ahora tenemos perversiones estupendas!», escribió Klaus Mann.12 La ciudad del río Spree se convirtió en sinó­nimo de depravación. Cuando el marco cayó en picado debido a la gigantesca ampliación monetaria destinada a saldar la deuda del país y, en el otoño de 1923, se cotizó al inconcebible tipo de cambio de 4.2 billones por dólar estadounidense, todos los valores morales se hundieron junto con la moneda.

El delirio toxicológico lo impregnaba todo. La actriz y bailarina Anita Berber, un icono de la época, bañaba pétalos de rosa blanca en cloroformo y éter y los chupaba a la hora del desayuno: wake and bake. En los cines se proyectaban películas sobre la cocaína o la morfina y en las esquinas se podía conseguir cualquier droga sin necesidad de receta. Al parecer, el 40% de los médicos berlineses eran morfinómanos.13 En el barrio de Friedrichstadt, comerciantes chinos procedentes de la antigua concesión colonial de Kiau Chau regentaban fumaderos de opio y en las trastiendas del distrito de Berlín-Mitte se abrían locales nocturnos. Traficantes repartían octavillas cerca de la estación de Anhalt para informar de las fiestas ilegales y las llamadas noches de la belleza. Clubes de grandes dimensiones, como el famoso Haus Vaterland de la Potsdamer Platz o el salón de baile Resi de la Blumenstrasse —célebre por la promiscuidad desenfrenada que encerraban sus paredes— y otros establecimientos de menor capacidad, como el Kakadu-Bar o el Weisse Maus, en cuya entrada se repartían máscaras para asegurar el anonimato de los clientes, atraían a las masas ávidas de diversión. Una forma precursora de turismo de ocio y drogas procedente de los países occidentales vecinos y Estados Unidos se instauró en Berlín porque allí era todo tan excitante como asequible.

Perdida la guerra mundial, todo estaba permitido, y la metrópolis se transformó en la capital europea de la experimentación. Carteles pegados en los muros de los edificios advertían llamativamente con letra expresionista: «Berlín, detente. ¡Recuerda que estás bailando con la muerte!». La policía dejó de perseguir. La alteración del orden fue, al principio, esporádica y, después, crónica. La cultura de la diversión llenaba el vacío tan bien como podía, como refleja esta canción popular de la época:

Antes, por momentos, el alcohol,

ese néctar despiadado,

a un placer caníbal nos llevó,

pero ahora sale caro.

Y por eso en Berlín nos gusta

la cocaína y la morfina

aunque afuera truene y caigan rayos,

¡esnifamos y nos chutamos! ...

En el restaurante, el camarero

sirve frasquitos de coca,

y a un mundo más ameno

te trasladas unas horas;

la morfina surte efecto (subcutánea)

en el órgano central, instantánea,

para encender los ánimos

¡esnifamos y nos chutamos!

Los fármacos están prohibidos

por la ley de los de arriba,

pero lo que el gobierno ha abolido,

es con lo que hoy se trafica.

Así la euforia fácilmente surge

y aunque el Mal nos desplume

con los ojos cerrados

¡nos chutamos y esnifamos!

Y se chutan en el manicomio

y esnifan hasta morir.

¡Oh, Dios mío, qué peor encomio

en este mundo vivir!

Pues una gran casa de locos

es Europa de todos modos,

y en el Paraíso gusta hacer parada

¡a base de chutes y esnifadas!****14

En 1928, solamente en Berlín se vendieron legalmente con receta 73 kilos de morfina y heroína en las farmacias.15 Quien se lo podía permitir consumía cocaína, el arma definitiva de intensificación del presente. Era inhalar y notar lo que Goethe había puesto en boca de Fausto para referirse al momento: «¡Detente! ¡Eres tan bello!». La coca se extendió por todas partes y se erigió en símbolo de una época de desenfreno. Compitiendo por hacerse con el poder en las calles, comunistas y nazis, en la misma medida, la estigmatizaron como el «veneno de la degeneración». Las reacciones a la oleada de desinhibición se multiplicaron. La ultraderecha nacionalista decía pestes de la «decadencia moral», pero también del bando conservador salían ataques similares. Incluso cuando se aceptó con orgullo el ascenso de Berlín a la categoría de metrópolis cultural, hasta la burguesía, que en los años veinte perdía categoría social, mostraba su desconcierto condenando radicalmente la cultura de diversión y masas, a la que tachaba de decadentemente occidental.

Pero la peor campaña en contra de la búsqueda de salvación farmacológica durante la época de Weimar llegó del bando nacionalsocialista. Su indisimulado alejamiento del sistema parlamentario, de la despreciada democracia per se, así como de la cultura urbana de una sociedad en proceso de apertura, halló una vía de expresión en la verborrea identitaria en contra de la coyuntura de supuesto envile­cimien­to en la que se hallaba la odiada «república judía».

Los nazis tenían a punto su propia receta para la sanación del pueblo y prometían curación ideológica. Para ellos, el único éxtasis legítimo que podía haber era el nacionalsocialista, porque el nazismo también aspiraba a una coyuntura trascendente: el mundo imagina­rio nazi al que había que atraer a los alemanes utilizó desde el principio técnicas enajenadoras para movilizar a las masas. Como ya se apuntaba en el incendiario escrito de Hitler Mi lucha, las decisiones cruciales para la historia universal debían imponerse en una coyun­tura de entusiasmo extático o, en caso necesario, de histeria. El NSDAP, el partido de los nacionalsocialistas, persuadía, por un lado, utilizando argumentos populistas y, por otro, organizando desfiles de antorchas, consagraciones de banderas, manifestaciones exaltadoras y discursos públicos destinados a generar un estado de éxtasis colectivo. A estos se añadieron los «delirios de violencia» de las SA (la sección de asalto del NSDAP) durante el Kampfzeit (el «período de lucha» o ascenso al poder de los nazis), con frecuencia alimentados por el consumo abusivo de alcohol.***** El nacionalsocialismo rechazaba la Realpolitik como simple política de regateo carente de heroicidad y llamaba a sustituirla por una especie de estado de éxtasis social.16 Si, desde un análisis psicohistórico, se puede considerar la República de Weimar como una sociedad de suplantadores de la anterior monarquía, entonces sus supuestos antagonistas, los nacionalsocialistas, fueron la punta de lanza de esta corriente. Odiaban las drogas porque querían producir el mismo efecto que ellas.

Cambio de poder, cambio de sustancias

... mientras el abstinente Führer calla.17

Günter Grass

El círculo más próximo a Hitler consiguió que, ya en la época de Weimar, arraigara la idea del trabajador incesante que ponía su existencia completamente al servicio de «su» pueblo. Un líder intocable con la única y exclusiva tarea hercúlea de atajar los problemas y contradicciones sociales y suavizar las consecuencias negativas de una S perdida. Un compañero de armas de Hitler lo explicó así en 1930: «Se entrega en cuerpo y alma, y disciplina tanto su cuerpo que no podemos quejarnos. No fuma ni bebe, come casi exclusivamente verdura fresca y no se acerca a ninguna mujer».18 Según este retrato, Hitler no tomaba café, lanzó su último paquete de cigarrillos al Danubio a su paso por Linz al finalizar la Primera Guerra Mundial y, desde entonces, ningún otro veneno entró en su cuerpo.

«Nosotros, los abstinentes, tenemos, dicho sea de paso, un motivo especial para estar agradecidos a nuestro Führer si pensamos en lo modélica que puede ser para todos su conducta personal y su opinión con respecto a las drogas», decía un comunicado de una asociación de abstinentes.19 El canciller imperial era, al parecer, una persona pura, enemiga de los placeres mundanos y sin vida privada. Una existencia marcada por una supuesta renuncia y un sacrificio constante. Todo un modelo de vida sana. La leyenda del Hitler abstinente y enemigo de las drogas que aplaza sus necesidades personales fue un elemento esencial de la ideología nacionalsocialista y no dejó de escenificarse en los medios de comunicación de masas. Se creó un mito que arraigó no solo en la opinión pública, sino también en los pensadores críticos, y que hoy todavía resuena. Un mito que hay que deconstruir.

Tras la toma del poder el 30 de enero de 1933, los nacionalsocialistas asfixiaron en poco tiempo la exaltada cultura del ocio de la República de Weimar con todas sus luces y sombras. Las drogas se prohibieron porque permitían experimentar irrealidades distintas de las nacionalsocialistas, y tales «venenos seductores»20 no podían tener cabida en un sistema donde solo el Führer estaba llamado a seducir. El camino tomado por los gobernantes en su lucha —por llamarla de algún modo— contra las drogas no fue tanto endurecer una Ley del Opio heredada de la época de Weimar,21 sino crear varias disposiciones de nuevo cuño al servicio de la idea fundamental nacionalsocialista de «higiene racial». Al concepto droga, que en su tiempo había tenido el significado totalmente neutro de ‘planta seca’,****** se le atribuyeron valores negativos. El consumo fue estigmatizado y —con la ayuda de departamentos de policía criminal oportunamente creados a toda prisa— castigado de la forma más severa posible.

Este nuevo acento cuajó ya en noviembre de 1933, cuando el Reichstag nazificado aprobó una ley que permitía internar forzosamente a personas adictas en un establecimiento cerrado por un período de hasta dos años, con la posibilidad de prolongar la estancia de manera ilimitada por decisión judicial.22 Otras medidas preveían que los médicos que consumieran estupefacientes fueran sancionados con una inhabilitación de hasta cinco años. Por otro lado, la obligación del secreto profesional médico fue revocada para poder llevar un registro de consumidores de sustancias ilegales. El presidente del Colegio de Médicos de Berlín dispuso que los profesionales debían dar un «aviso de drogas» cada vez que administrasen narcóticos a un paciente durante más de tres semanas, aduciendo que «la seguridad pública está amenazada por prácticamente cada caso de abuso crónico de alcaloides».23 Cuando llegaba un aviso de este tipo, dos peritos evaluaban al afectado. Si la valoración de su disposición genética era «correcta», se le sometía bruscamente a una desintoxicación forzosa. Mientras en la República de Weimar se habían preferido períodos de desenganche más lentos o suaves, en el III Reich se optó por escarmentar al adicto y no ahorrarle el sufrimiento del síndrome de abstinencia.24 Y si los resultados del examen de disposición genética eran negativos, un tribunal podía ordenar el ingreso por tiempo indefinido. Los consumidores de drogas también solían acabar en campos de concentración.25

Además se exhortó a todos los alemanes a «comunicar observaciones sobre familiares y conocidos que padezcan alguna drogadicción para poner remedio inmediato»26 y se crearon ficheros de personas para poder llevar un registro completo. Así, los nazis no tardaron en hacer de su particular lucha contra los estupefacientes un instrumento para construir un estado espía. En cada rincón del Reich, la dictadura puso en práctica lo que ella misma denominó gestión sanitaria. En cada región administrativa del NSDAP había un Grupo de Trabajo para la Lucha Antidroga en el que, formando un amplio entramado, trabajaban médicos, farmacéuticos, miembros de la Seguridad Social, la justicia, las fuerzas armadas y la policía, así como de la organización Bienestar Popular Nacionalsocialista. Los hilos de esta extensa red confluían en el Servicio de Salud del Reich en Berlín, en el Departamento Principal 2.º del Comité del Reich para la Salud Popular. Desde allí se postuló un «deber sanitario» destinado a la «contención total de todos los daños detectables de índole corporal, mental y social que pudieran originarse a través del abuso tanto de sustancias tóxicas ajenas a la especie como del tabaco y el alcohol». La publicidad de cigarrillos se limitó considerablemente y el consumo de drogas se prohibió para «erradicar los últimos resquicios de ideal de vida internacional existentes en nuestro pueblo».28

Una ficha de registro de la Central del Reich para la Lucha contra los Delitos por Estupefacientes podía decidir entre la vida y la muerte.27

En el otoño de 1935, en virtud de la Ley de Salud Matrimonial, se prohibieron las bodas en las que uno de los contrayentes padeciera un «trastorno mental». Los adictos a narcóticos fueron automáticamente incluidos en esta categoría y estigmatizados como «personalidades psicópatas». Esta prohibición de contraer matrimonio tenía como objetivo impedir el «contagio del cónyuge, así como el potencial adictivo hereditariamente condicionado» en los hijos, ya que se había encontrado «una elevada cantidad de desviaciones mentales en descendientes de drogadictos».29 La Ley de Prevención de la Descendencia con Enfermedades Hereditarias acarreó la brutal consecuencia de la esterilización forzosa: «Por motivos de higiene racial, debemos velar por apartar de la reproducción a los adictos de alto grado».30

Pero lo peor estaba por llegar. Haciendo un uso propagandístico del concepto de eutanasia, en los primeros años de la Segunda Guerra Mundial fueron asesinados «enfermos mentales criminales» entre los que se incluyó también a personas consumidoras de drogas. La cifra de muertes por este motivo no se ha podido calcular,31 pero sí se sabe que un factor que determinaba el destino de un evaluado era el dictamen reflejado en las fichas de registro: un signo más (+) significaba inyección letal o cámara de gas; un signo menos (-), aplazamiento. Si la eliminación se efectuaba por sobredosis de morfina, esta procedía en ocasiones de la Central del Reich para la Lucha contra los Delitos por Estupefacientes, la primera autoridad policial antidroga de ámbito nacional, creada en 1936 a partir de la Brigada Antivicio de Berlín. Según se cuenta, entre los médicos encargados de seleccionar a las víctimas reinaba una «solemnidad embriagadora».32 Así, la política antidroga sirvió de vehículo de exclusión, represión e, incluso, exterminio de grupos marginales y minorías.

Una política antidroga y antisemita

El judío ha intentado, por los medios más astutos, intoxicar la mente y el espíritu del ser humano alemán y dirigir el pensamiento por unos derroteros agermánicos que solo conducen a la perdición [...] Esta infección judía podría causar una enfermedad nacional y provocar la muerte nacional. Eliminarla por completo del cuerpo de la nación también es un deber de la gestión sanitaria.33

Ärzteblatt für Niedersachsen (Boletín
médico de la Baja Sajonia), 1939

La terminología racista del nacionalsocialismo estuvo marcada desde el principio por el tópico del tóxico y las metáforas de la infección y el veneno. Se comparaba a judíos con bacilos o gérmenes patógenos y se decía de ellos que eran sustancias extrañas que envenenaban el Reich y enfermaban el organismo social sano, y que por ello había que apartarlos o eliminarlos. Hitler lo anunció así: «Ya no hay más compromiso porque sería veneno para nosotros mismos».34

El veneno estuvo realmente en el lenguaje que deshumanizó a los judíos como fase previa a su posterior asesinato. Las leyes raciales de Núremberg de 1935 y la introducción del pasaporte genealógico ario pusieron de manifiesto la reivindicación de la pureza de una sangre que, para los nacionalsocialistas, era el bien más preciado y necesitado de protección que poseía el pueblo. Así, entre el acoso antisemita y la política antidroga surgió un espacio intermedio donde no era la dosis lo que determinaba el veneno, sino su condición foránea, tal como evidencia una frase, tan acientífica como fundamental, del libro Magische Gifte («Venenos mágicos»), utilizado entonces con frecuencia como obra de referencia: «El mayor efecto tóxico siempre lo despliegan las sustancias embriagadoras ajenas al país y la raza».35 Judíos y drogas se fundieron en una unidad tóxica e infecciosa que amenazaba a Alemania: «Durante décadas ha estado el bando judeomarxista intentando convencer a nuestro pueblo de que “tu cuerpo te pertenece”, dando a entender que en las reuniones de hombres entre sí, o entre hombres y mujeres, es posible beber cualquier cantidad de alcohol, incluso a costa de la salud del cuerpo. Esta concepción judeomarxista es incompatible con la germánico-alemana, según la cual nosotros somos los portadores del eterno patrimonio hereditario de los ancestros y, por consiguiente, nuestro cuerpo pertenece a la estirpe y al pueblo».36

El inspector de policía y capitán de las SS Erwin Kosmehl, director de la Central del Reich para la Lucha contra los Delitos por Estupefacientes a partir de 1941, siguió esta misma línea argumental cuando sostuvo que «los judíos ocupan un lugar destacado» en el mercado mundial de las drogas y que su labor policial consistía en «neutralizar a los criminales internacionales, cuyas raíces se remontan no pocas veces al judaísmo».37 La Oficina de Política Racial del NSDAP afirmó que el carácter judío era drogadicto per se y que el judío intelectual de la gran ciudad prefería la cocaína o la morfina para calmar sus siempre «excitados nervios» y procurarse una sensación de paz y seguridad interior. De los médicos judíos se pregonaba que entre ellos «prolifera extraordinariamente el morfinismo».38

En el libro infantil antisemita Der Giftpilz («La seta venenosa»),39 los nacionalsocialistas mezclaron judíos y drogas —sus prototipos del enemigo— en una obra de propaganda de la higiene racial que fue muy leída en escuelas y dormitorios infantiles a lo largo y ancho del Reich. La historia era ejemplarizante y el mensaje no dejaba lugar a dudas: había que deshacerse de las peligrosas setas venenosas.

Las estrategias selectivas de la lucha antidroga iban dirigidas contra un extraño percibido como amenazador con el fin de excluir a todos los que no se ajustaran al ideal social. Precisamente por ello, estas estrategias tenían automáticamente una connotación antisemita en el nacionalsocialismo. Cualquiera que consumiera drogas padecía una «peste extranjera».40 Los vendedores de estupefacientes eran tachados de faltos de escrúpulos, codiciosos o carentes de sangre alemana; el consumo de drogas se veía como un acto «racialmente inferior» y la criminalidad vinculada al mismo se consideraba una de las mayores amenazas para la sociedad.

En los libros infantiles también se mezclaba lucha antidroga y antisemitismo.

(Texto de la imagen: «Tan difícil es diferenciar las setas comestibles de las venenosas, como distinguir si un judío es un estafador o un criminal»).

Espanta lo familiares que resultan, todavía hoy, algunos de estos conceptos. Hemos conseguido acabar con otras monstruosidades léxicas del nacionalsocialismo, pero seguimos teniendo íntimamente interiorizada la terminología de la lucha antidroga. Hoy ya no se habla de judíos contra alemanes, pero sí de peligrosos camellos que vienen de otras culturas. Y la cuestión sumamente política de si nuestro cuerpo nos pertenece a nosotros o a un entramado jurídico-social de intereses político-sociosanitarios sigue siendo virulenta.

El médico de los famosos

«Judío», pintó alguien una noche de 1933 sobre la placa de un consultorio médico en la Bayreuther Strasse del barrio berlinés de Charlottenburg. A la mañana siguiente, el nombre del facultativo, un especialista en enfermedades cutáneas y venéreas, ya no figuraba en la placa, sino solamente el horario de consulta: «Laborables de 11 a 1 y de 5 a 7, excepto jueves por la tarde». El rollizo y calvo doctor Theodor Morell reaccionó al ataque contra su consultorio de una forma tan miserable como habitual:41 ingresando a toda prisa en las filas del NSDAP para evitar agresiones parecidas en el futuro. Morell no era judío, pero su tez oscura había levantado sospechas equivocadas entre los miembros de las SA.

Poco después de inscribirse como camarada del partido, el consultorio funcionó mejor que nunca. Pronto necesitó más espacio y se mudó a las imponentes estancias de un suntuoso edificio de estilo Gründerzeit, la época de los fundadores de empresas del siglo xix, situado en la esquina de la lujosa avenida Kurfürstendamm con la Fassanenstrasse. Morell tuvo claro hasta el final que para ganar había que participar. Entretanto, al orondo galeno natural de Hesse la polí­tica le traía sin cuidado. Su existencia cobraba sentido con la satisfacción de ver a un paciente sintiéndose mejor después de un tratamiento, pagando religiosamente la minuta y volviendo al consultorio lo antes posible. Para asegurarse de que así fuera, Morell había desarrollado una serie de estrategias que le permitían aventajar al resto de médicos de la Ku’damm con los que competía para atraer clientela. De hecho, su consultorio privado no tardó mucho en convertirse en uno de los más lucrativos de la mitad oeste de la ciudad. Equipado con diatermia, baño hidroeléctrico, máquinas de radiación y el aparato de rayos X de alta frecuencia más avanzado del momento —todo ello adquirido al principio con el patrimonio de su esposa Hanni—, la consulta de este exmédico naval destinado en el trópico, reconvertido con el tiempo en toda una celebridad en la capital del Reich, era un continuo ir y venir de famosos. Desde el boxeador Max Schmeling o la compañera sentimental del actor y cantante Hans Albers hasta la actriz Marianne Hoppe, pasando por varios condes y embajadores, deportistas de éxito, peces gordos de las finanzas, eminencias científicas, políticos y medio mundo de la farándula, todos acudían en peregrinación al doctor Morell, especialista en métodos de tratamien­to innovadores o —como decían las malas lenguas— en el tratamiento de enfermedades inexistentes.

Precisamente ahí había un campo en el que el egocéntrico y taimado médico de moda fue pionero: las vitaminas. Entonces todavía no se sabía mucho de esta ayuda invisible que el cuerpo no puede producir, pero que necesita desesperadamente en determinados procesos metabólicos. En casos de estado carencial, los complejos vitamínicos inyectados directamente en la sangre tienen un efecto milagroso. Precisamente en esto se basaba la estrategia de Morell para no dejar a sus pacientes en la estacada. Y cuando las vitaminas no bastaban, añadía algún estimulante circulatorio en el combinado inyectable, para los varones quizá algo de testosterona con efecto anabolizante que aumentara la estructura muscular y la potencia, y para las damas un pequeño aporte energético a base de extracto de belladona que realzara el hipnotismo de una bella mirada. Cuando una actriz de teatro acudía melancólica a su consulta para que le quitara el miedo escénico antes de un estreno en el Admiralspalast, Morell no dudaba un segundo y empuñaba la aguja con sus velludas manos. Por lo visto, dominaba el arte de la inyección como nadie. Corría incluso el rumor de que era imposible notar sus pinchazos a pesar del tamaño del instrumental de la época.

El éxito de Morell traspasó los límites de la ciudad y, en la primavera de 1936, sonó el teléfono de la sala de consulta a pesar de que sus ayudantes tenían terminantemente prohibido molestarlo durante las visitas. Pero no se trataba de una llamada cualquiera. Era de la Casa Marrón, la central del Partido Nazi en Múnich. Un tal Schaub al otro lado de la línea se presentó como el edecán de Hitler e hizo saber a Morell que Heinrich Hoffmann, el «reportero gráfico del NSDAP para el Reich», padecía una enfermedad delicada. Le dijo que el partido quería que él se encargara del asunto como prominente y discreto especialista en enfermedades venéreas y que, por prudencia, preferían no consultar a ningún médico muniqués. Fatídico, Schaub añadió que el propio Hitler en persona había dispuesto un avión en el aeródromo de Gatow.

Morell no soportaba las sorpresas, pero tampoco podía rechazar aquella invitación. Al llegar a Múnich se hospedó en el lujoso hotel Regina Palast a costa del erario público, curó a Hoffmann de una inflamación de pelvis renal causada por una gonorrea —coloquialmente también conocida como purgaciones— y fue invitado por su influyente paciente a pasar la convalecencia con su mujer en Venecia.

De vuelta a Múnich, los Hoffmann dieron una cena en su palacete del distinguido barrio de Bogenhausen. Había espaguetis con nuez moscada, salsa de tomate aparte, y ensalada verde, el plato favorito de Adolf Hitler. El Führer era un invitado habitual en casa de Hoffmann, con quien lo unía una estrecha relación que se remontaba a la década de 1920, cuando el fotógrafo había contribuido con sus puestas en escena al culto a la figura del dictador y al ascenso del nacionalsocialismo. Hoffmann poseía los derechos de autor de importantes negativos de Hitler que utilizó para publicar numerosos libros de fotografías con títulos como Hitler, wie ihn keiner kennt («El Hitler más desconocido») o Ein Volk ehrt seinen Führer («Un pueblo honra a su líder»), de los cuales llegó a hacer tiradas millonarias. Había además otra cuestión, más personal, que unía a ambos hombres: la amante de Hitler, Eva Braun, había trabajado al principio como ayudante de Hoffmann y este se la había presentado al líder nacionalsocialista en 1929 en su estudio fotográfico de Múnich.

Antes de cenar, Hitler, a quien Hoffmann le había hablado muy bien del jovial Morell, se mostró agradecido por la curación de su antiguo camarada y lamentó no haber conocido antes al doctor, porque, de haber sido así, quizá su chofer Julius Schreck, fallecido unos meses antes a causa de una meningitis, todavía seguiría vivo. El cumplido puso tan nervioso a Morell que ya no se enteró de lo que se habló durante los espaguetis. El doctor sabía que, debido a su cara mofletuda, sus gafas de concha redondas apoyadas en una nariz de papa y su sudor constante, no era una persona socialmente aceptable en los círculos más distinguidos. Su única posibilidad de obtener reconocimiento eran las inyecciones que ponía. Por ello, aguzó los oídos cuando, en el transcurso de la velada, Hitler se refirió casualmente a unos fuertes dolores de estómago e intestino que lo aquejaban desde hacía años. Raudo, Morell habló de una cura poco común que podría resultar beneficiosa. Hitler le lanzó una mirada escrutadora... Y lo invitó a que fuera con su mujer a pasarle consulta al Berghof, la residencia de descanso del Führer situada en la localidad alpina bávara de Obersalzberg, cerca de Berchtesgaden.

Estando allí, a los pocos días, el dictador confesó abiertamente y en privado a Morell que estaba tan bajo de salud que apenas podía trabajar. Según le dijo, su estado se debía a los tratamientos erróneos que sus exmédicos le habían impuesto y a quienes no se les ocurría otra cosa que ponerlo a dieta. Y cuando tenía que comer porque en el orden del día había una comida copiosa, lo cual ocurría con frecuencia, sufría inmediatamente unas flatulencias atroces acompañadas de eccemas en ambas piernas que le provocaban picores, de manera que tenía que ir con vendas y no podía llevar botas.

Morell creyó reconocer enseguida la causa de las molestias de Hitler y le diagnosticó una flora bacteriana anormal como origen de las malas digestiones. Le recomendó el preparado Mutaflor, elaborado por un médico y bacteriólogo de Friburgo amigo suyo, Alfred Nissle. Eran unas cepas bacterianas extraídas en 1917 de la flora intestinal de un suboficial que, a diferencia de muchos de sus compañeros, había sobrevivido a la guerra en los Balcanes sin sufrir trastornos gástricos. Las bacterias son organismos vivos que se asientan en forma de cápsulas en el intestino, lo cubren por completo y sustituyen allí cualquier otra cepa que pueda causar molestias.42 Este concepto tan eficaz fue concluyente para Hitler, quien, aparentemente, hasta en los procesos fisiológicos internos veía una lucha por el Lebensraum, el «espacio vital» necesario para la expansión germánica. Exultante, prometió a Morell que le regalaría una casa si el Mutaflor conseguía curarlo y nombró al orondo doctor su médico de cabecera.

Hanni se mostró poco entusiasmada cuando su marido le dio la noticia de su nuevo cargo. Con el comentario de que aquello no les hacía ninguna falta, la esposa estaba pensando en lo bien que les iba el consultorio de la Kurfürstendamm. Posiblemente presentía que en el futuro vería muy poco a su marido. Y no se equivocaba, porque entre Hitler y su médico de cabecera comenzaba una relación muy particular.

Cóctel intravenoso para el paciente A

Él, y nadie más, representa lo inexplicable, el misterio y el mito de nuestro pueblo.43

Joseph Goebbels

Al dictador le repugnaba que lo tocaran y, por principio, no aceptaba que ningún médico lo sometiera a un tratamiento que indagara en las causas de sus dolencias. Nunca fue capaz de confiar en un especialista que supiera de él más que él mismo. En cambio, el afable médico de cabecera Morell, con su aire bonachón e inofensivo, le transmitió seguridad desde el principio. Morell no tenía la más mínima intención de importunar al Führer escudriñando su interior para detectar una eventual causa oculta de sus problemas de salud. Le bastaba la aguja para sustituir el circunspecto obrar médico. Así, cuando el jefe de Estado debía estar operativo y exigía una analgesia rápida e instantánea para cualquier tipo de afección, Morell dudaba con Hitler lo mismo que con una actriz de revista del Metropol-Theater berlinés y le preparaba una solución de glucosa al 20% de los laboratorios Merck o una inyección de vitaminas. La consigna era eliminar inmediatamente los síntomas, y eso gustaba tanto a la bohemia de Berlín como al «paciente A», que era como llamaba Morell a su nuevo cliente.

Hitler se activaba a la velocidad con que se producía una mejora de su estado de salud o, como mínimo, mientras tenía la aguja en la vena. El argumento de su médico de cabecera era convincente: por sus muchas y variadas obligaciones, el Führer gastaba tantas energías que no era prudente esperar a que una sustancia administrada por vía oral le llegara a la sangre a través del tracto digestivo (de todos modos perjudicado). Hitler lo había comprendido: «Hoy, de nuevo, Morell quiere ponerme una inyección potente de yodo, y otra para el corazón, el hígado, los huesos y una de vitaminas. En el trópico aprendió que los medicamentos deben entrar por las venas».44

El ajetreado gobernante temía en todo momento ver limitada su capacidad operativa y no poder hacerlo todo. No podía permitirse causar baja por enfermedad porque, según él, nadie más estaba capacitado para asumir sus obligaciones. Debido a ello, los tratamientos no convencionales ganaron rápidamente importancia a partir de 1937. Pronto se hicieron habituales varias inyecciones al día. Hitler se habituó al pinchazo reiterado y al posterior fluir misterioso de una sustancia supuestamente potente por sus venas. Tras cada inyección, se sentía momentáneamente mejor. La delgada aguja de acero fino que le penetraba la piel y le conducía a un estado de «restablecimiento inmediato» era el reflejo de su talante: la situación requería, a todas horas, frescura intelectual, vitalidad corporal y energía resolutiva. Las inhibiciones neuróticas o de otra raíz psicológica debían anularse al instante y él mismo tenía que estar en forma en todo momento.

Muy pronto, el nuevo médico de cabecera ya no pudo dejar a su paciente ni a sol ni a sombra y los temores de Hanni Morell se confirmaron: su marido dejó de tener tiempo para dedicarse al consultorio berlinés de la Kurfürstendamm y tuvo que poner allí a un sustituto. Más tarde, Morell diría, entre orgulloso y fatalista, que había sido la única persona que, desde 1936, había visto a Hitler a diario o, como mínimo, cada dos días.

Antes de un discurso importante, el canciller del Reich se obsequiaba con una «inyección de fuerzas» para funcionar en óptimas condiciones. Los posibles resfriados que pudieran impedir una aparición pública se evitaban por adelantado a base de aportes vitamínicos intravenosos. Para poder mantener el brazo en alto el máximo tiempo posible durante el «saludo alemán», Hitler combinaba gimnasia extensora y tentempiés de glucosa y vitaminas. La glucosa administrada por vía intravenosa aportaba energía al cerebro en veinte segundos y el complejo vitamínico permitía a Hitler, incluso en los días más fríos, pasar revista con el fino uniforme de las SA sin dar signos externos de debilidad ante las tropas o el pueblo. Por ejemplo, en 1938, cuando le subió la temperatura antes de pronunciar un discurso en Innsbruck, Morell remedió el problema con una inyección.

Las indigestiones también remitieron al principio, así que el médico de cabecera recibió la casa prometida, nada menos que una mansión en la exclusiva isla de Schwanenwerder, en el río Havel de Berlín, con el ministro de Propaganda Goebbels de vecino. Hay que decir que la impresionante residencia no fue estrictamente un regalo. Los Morell tuvieron que comprar la propiedad —situada en los números 24 y 26 de la Inselstrasse y rodeada por una cerca de hierro de forja artesanal—******* por 338 000 marcos del Reich, si bien recibieron de Hitler un préstamo sin intereses de más de 200 000 marcos que se liquidó posteriormente en concepto de honorarios profesionales. Para el médico de los famosos recién ascendido a la primera división de la política, el nuevo hogar no era todo ventajas: Morell tuvo que contratar empleados domésticos y un jardinero. Así, sus gastos fijos se dispararon sin que ganara más que antes. Pero ya no podía dar marcha atrás. Aquel nuevo estilo de vida y la indisimulada cercanía con el poder le gustaban demasiado.

También Hitler se había más que acostumbrado a su doctor. Sin embargo, la continua presencia del obeso personaje empezó a resultar repulsiva entre el reñidísimo entorno del Führer, por lo que el canciller acalló las críticas de un plumazo: Morell no estaba allí para husmear, sino para cuidar de su salud. En 1938, haciendo uso de sus competencias y para dar un aire de seriedad al exmédico de los famosos, Hitler lo nombró catedrático sin estar oficialmente habilitado para serlo.

Un pueblo drogado con la droga del pueblo

Los primeros años de tratamiento con el doctor Morell fueron un período extraordinariamente exitoso para Hitler: estaba ágil, rebosante de salud, repleto de vitaminas y curado de sus retortijones. Además, su popularidad no dejaba de aumentar gracias, sobre todo, al auge que vivía la economía alemana. La autarquía económica se convirtió en una referencia política, ya que había que garantizar a través de ella un nivel de vida alto, pero también la futura capacidad bélica. Los planes de expansión ya estaban en la agenda.

La Primera Guerra Mundial había dejado claro que Alemania no disponía de suficientes materias primas naturales para asumir un enfrentamiento armado con sus vecinos, así que tuvo que crear recursos artificiales. En este sentido, la gasolina sucedánea obtenida a partir del carbón, junto con el Buna (nombre comercial del caucho sintético), ocuparon un lugar destacado en el crecimiento del consorcio químico IG Farben, cuyas cuotas de poder siguieron aumentando bajo el Estado nacionalsocialista y lo consolidaron como actor global.45 Su junta directiva se refería a sí misma como «el consejo de los dioses». Bajo la égida de Hermann Göring, la economía nacional fue regulada a partir de planes cuatrienales para hacer que el Reich no dependiera de materias primas extranjeras que pudieran producirse en Alemania. Naturalmente, ello incluía también las drogas, porque en lo que a su producción se refería, los alemanes seguían siendo los mejores. Así, a pesar de que las medidas de la lucha antidroga nazi hicieron descender claramente el consumo de morfina y cocaína, se intensificó el desarrollo de estimulantes sintéticos, lo cual condujo a un renovado florecimiento de las empresas farmacéuticas. Las plantillas de Merck en Darmstadt, Bayer en el Rheinland o Boehringer en Ingelheim crecieron y los sueldos aumentaron.

La época también fue propicia para la expansión de los laboratorios Temmler. Su director químico, el doctor Fritz Hauschild,******** había oído hablar de los éxitos que en los Juegos Olímpicos de Berlín de 1936 había cosechado una sustancia llamada bencedrina, una eficaz anfetamina estadounidense y sustancia dopante todavía legal en la época. En Temmler, todos los recursos para la investigación se concentraron en este tipo de productos, ya que estaban convencidos de que una sustancia potenciadora del rendimiento encajaba perfectamen­te en una época en la que todo apuntaba a un resurgimiento. Para ello, Hauschild recurrió al trabajo de unos investigadores japoneses que, ya en 1887, habían sintetizado por primera vez una molécula extremadamente excitante llamada N-metilanfetamina y cristalizado en estado puro en 1919.********* El estimulante se había desarrollado a partir de la efedrina, una sustancia natural empleada para ensanchar los bronquios, estimular el corazón y quitar el apetito. En la medicina popular europea, americana y asiática, la efedrina se conocía desde hacía mucho tiempo como componente de las plantas del género de la efedra y se empleaba para elaborar el llamado té de los mormones.

Hauschild perfeccionó el producto y, en el otoño de 1937, halló un nuevo procedimiento para sintetizar la metanfetamina.46 Poco después, el 31 de octubre de 1937, los laboratorios Temmler inscribieron en la Oficina de Patentes del Reich en Berlín la primera metilanfetamina alemana, una variante de los medicamentos revitalizantes con una potencia que dejaba en la sombra a la bencedrina estadounidense. Nombre comercial: Pervitin.47

La estructura molecular de la metanfetamina es prácticamente igual que la de la adrenalina, lo cual le permite pasar sin problemas la llamada barrera hematoencefálica. Pero la metanfetamina, a diferencia de la adrenalina, no hace aumentar bruscamente la presión sanguínea, sino que actúa de forma más suave y prolongada. Su efecto se produce porque extrae los neurotransmisores dopamina y noradrenalina de las neuronas y los vierte en las hendiduras sinápticas. Entonces, las células del cerebro establecen una comunicación agitada entre ellas, se desata una especie de reacción en cadena en la cabeza. Una pirotecnia neuronal, una ametralladora bioquímica empieza a disparar ideas sin cesar. El consumidor se siente bruscamente despabilado y más fuerte, con los sentidos agudizados al máximo. Cree estar más vivo, lleno de energía hasta las puntas de cada dedo y cada pelo. Con la autoestima en alza, se produce una aceleración subjetiva de los procesos mentales, una generación de euforia, de sensación de ligereza y frescura. Se declara un estado de excepción, como cuando surge un peligro repentino y el organismo moviliza todas sus fuerzas, pero sin que exista tal peligro. Un chute artificial.

La zona de grageado de los laboratorios Temmler.

Pero la metanfetamina no solo vierte los neurotransmisores en las hendiduras sinápticas, sino que, además, bloquea su reposición. Debido a ello, el efecto dura mucho tiempo, a menudo hasta más de 12 horas, lo cual, en caso de dosis elevadas, pone a prueba la resistencia de las neuronas hasta dañarlas, ya que el suministro de energía intracelular se ve afectado. Las neuronas se aceleran y la verborrea mental no cesa, como una radio que no se puede apagar. Entonces, claudican y mueren irrevocablemente. Ello puede desembocar en trastornos del lenguaje, déficit de atención y falta de concentración, es decir, una descomposición cerebral generalizada que afecta a la memoria, los sentidos y el sistema mesolímbico de recompensa. Cuando, al cesar el efecto, el consumidor nota la falta del estímulo artificial, significa que el almacén hormonal está vacío y que todavía pasarán algunas semanas hasta su completa reposición. Mientras tanto, hay pocos neurotransmisores disponibles, y ello se traduce en pérdida de estímulos, depresión, falta de entusiasmo y trastornos cognitivos.

Actualmente se conocen los posibles efectos secundarios de la metanfetamina, pero en Temmler, donde todos estaban muy orgullosos del nuevo producto, la investigación de sus consecuencias no se consideraba prioritaria. Lo que sí se olió la empresa fue el negocio del siglo y encargó a Mathes & Sohn, una de las mejores agencias publicitarias de Berlín, una campaña de dimensiones nunca antes vistas en Alemania. La fuente de inspiración fue nada menos que la Coca-Cola Company, que también comercializaba un producto estimulante en forma de gaseosa marrón y cosechaba un éxito descomunal gracias a una estrategia publicitaria en torno al eslogan «¡Bien fría!».

En las primeras semanas y meses del año 1938, cuando la pervitina comenzó su marcha triunfal, aparecieron carteles anunciando el producto en columnas publicitarias, laterales de tranvías y autobuses y en todas las líneas de metro de Berlín. Con un diseño moderno y minimalista, los anuncios se limitaban a citar el nombre comercial y las indicaciones médicas: insuficiencia circulatoria, abulia, depresión. También se reproducía en ellos la característica imagen del envase, un tubito de color naranja y azul con el nombre del producto impreso en letras dinámicas. Simultáneamente, recurriendo a otra práctica típica del sector, todos los médicos de Berlín recibieron una carta de los laboratorios Temmler en la que se decía sin ambages que el objetivo de la empresa era convencer personalmente a los facultativos y que lo mejor para recetar un medicamento a sus pacientes era probarlo antes. Para ello, el sobre incluía pastillas de muestra con tres miligramos de sustancia activa, así como una postal franqueada con el siguiente texto: «Apreciado Sr. Doctor: Su experiencia con Pervitin, favorable o no, es muy valiosa para delimitar su ámbito de indicación. Le agradeceríamos que nos comunicara su opinión a través de esta tarjeta».48 Era una droga en fase de pruebas, y para darla a conocer se recurrió al viejo truco del camello: la primera dosis es gratis.

Anuncio publicitario de la supuesta panacea. (Texto de la imagen: «Estimulante para la mente y el sistema circulatorio. Depresiones, hipotonía, cansancio, narcolepsia, convalescencia postoperatoria»).

Representantes farmacéuticos de Temmler visitaron grandes consultorios, hospitales y clínicas universitarias de todo el país, pronunciaron conferencias y repartieron la droga de la autoestima, la sustancia reanimante que auguraba estados de lucidez. La empresa se presentaba asegurando que «la renovada alegría de vivir en personas resignadas» que se conseguía con la pervitina era «uno de los obsequios más preciados que el nuevo medicamento puede dar a un enfermo». Incluso «la frigidez femenina puede tratarse fácilmente con Pervitin. El tratamiento es sumamente sencillo: cuatro medias pastillas al día antes del anochecer, diez días al mes durante tres meses. Los buenos resultados llegan con el aumento de la libido y la energía sexual de la mujer».49 Además, en el prospecto se decía que el medicamento neutralizaba los síntomas de la abstinencia del alcohol, la cocaína e, incluso, los opiáceos. Era, pues, una especie de antidroga llamada a sustituir a todas las sustancias tóxicas, especialmente las ilegales. El consumo de esta sustancia en concreto no estaba sancionado, todo lo contrario: la metanfetamina fue equivocadamente considerada como una especie de panacea.

Al medicamento también se le atribuía un componente estabilizador del sistema: «Vivimos una era ávida de energía que nos exige rendir al máximo y nos impone unos compromisos como ninguna época antes lo había hecho», escribió el jefe médico de un hospital. Según él, la pastilla fabricada en condiciones de laboratorio industrial con una calidad pura y estable debía ayudar a contrarrestar la denegación del rendimiento e integrar a «fingidores, vagos, derrotistas y criticones» en los procesos productivos.50 El farmacólogo de Tubinga, Felix Haffner, llegó a proponer que se recetara la pervitina incluso por «mandato supremo» en caso de que hubiera que «apostar definitivamente al todo o nada»: una especie de «orden química».51

Sin embargo, no hizo falta obligar a los alemanes a tomar el medicamento euforizante, ya que el hambre de alimento cerebral potente existía de todos modos. Su consumo no se ordenó, por ejemplo, desde arriba, es decir, no siguió un patrón top-down, como habría podido esperarse de una dictadura, sino bottom-up, de abajo arriba.52 La denominada amina despertadora cayó como una bomba, se propagó como un virus, se vendió como churros y pronto fue tan habitual como una taza de café. «La pervitina se convirtió en una sensación —explicaba un psicólogo—: se introdujo rápidamente en los círculos más amplios; los estudiantes la tomaban para vencer la fatiga de los exámenes; las telefonistas y enfermeras, para aguantar en vela los turnos de noche; los trabajadores físicos o intelectuales, para rendir al máximo».53

La pervitina llegó a todas las capas sociales: desde secretarias que lo usaban para mecanografiar más rápido o actores para ponerse a tono antes de la función, hasta escritores que empleaban la acción estimulante de la metanfetamina para pasar noches lúcidas frente al escritorio, u obreros en las cadenas de montaje de las grandes fábricas que se dopaban para aumentar la producción. Los mozos de mudanzas cargaban más muebles, los bomberos apagaban más fuegos, los peluqueros cortaban el pelo más rápido, los vigilantes nocturnos ya no se quedaban dormidos, los maquinistas de tren conducían sus locomotoras sin rechistar y los camioneros iban a toda pastilla sin parar a descansar por unas flamantes autopistas construidas en tiempo récord. La cabezadita de después de comer se abandonó colectivamente. Los médicos usaban pervitina para autocurarse y los hombres de negocios para animarse antes de enfrentarse a una apretada agenda de reuniones de trabajo. La gente del NSDAP también se apuntó al carro, lo mismo que los de las SS.54 El estrés se vencía, el apetito sexual se alimentaba y la motivación aumentaba, todo ello artificialmente.

Las labores domésticas, con alegría: surtido de bombones con metanfetamina. (Texto de la imagen: «Los bombones Hildebrand alegran siempre».)

Un médico escribió lo siguiente: «En la prueba que he realizado sobre mi persona también he observado que, física y mentalmente, cabe destacar un agradable incremento de fuerzas que me ha llevado, desde hace medio año, a recomendar la pervitina a compañeros de profesión, trabajadores manuales e intelectuales, camaradas nacionales excesivamente tensos a ratos, así como a oradores, cantantes (para superar el miedo escénico), candidatos a exámenes [...] Una señora dice que le gusta consumir el medicamento (2 Î 2 pastillas aprox.) cuando sale a divertirse; otra lo hace para afrontar eficazmente las agotadoras jornadas laborales (hasta 3 Î 2 pastillas diarias)».55

La pervitina era el síntoma de una meritocracia en progreso. Incluso salió al mercado un surtido de bombones aderezados con metanfetamina. Cada chocolatina incluía nada menos que 14 miligramos de la sustancia, casi el quíntuple de la dosis de una pastilla. «Los pralinés Hildebrand siempre animan», rezaba el eslogan de la potente golo­sina: Mother’s little helper. El fabricante recomendaba encarecidamen­te tomar de tres a nueve piezas, con la observación de que, a diferencia del café, eran inocuas.56 También aseguraba que su extraordinaria chocolatina haría más llevaderas las tareas del hogar e, incluso, ayudaría a mantener la línea, ya que la pervitina reprimía las ganas de comer que pudieran quedar.

A esta eficaz campaña se sumó un artículo escrito por el doctor Fritz Hauschild en el prestigioso Klinische Wochenschrift («Semanario clínico»). En él, y tres meses después en otro artículo de la misma revista titulado «Neue Spezialitäten» («Nuevas especialidades»),57 el autor hablaba del efecto estimulante y extraordinariamente excitante de la pervitina, así como del aumento de la energía, la mejora de la confianza y el incremento de la capacidad de decisión que provocaba el producto. Las asociaciones mentales se sucedían más rápidamente y los trabajos físicos se realizaban más fácilmente. Las múltiples posibilidades de uso de la sustancia en medicina interna y general, así como en cirugía y psiquiatría, parecían asegurar amplias áreas de indicación y, a la vez, estimulaban la formulación de nuevos planteamientos científicos.

En estos planteamientos se volcaron, una detrás de otra, las universidades de todo el Reich. Empezó el profesor Schoen de la Policlínica de Leipzig, quien informó de una «estimulación psíquica prolongada durante horas, desaparición del cansancio y de la necesidad de dormir y, en su lugar, actividad, fluidez verbal, euforia».58 La pervitina se puso de moda entre los investigadores, quizá también porque al principio era un verdadero placer tomarla uno mismo. De hecho, la autoexperimentación estaba muy bien vista: «En primer lugar informaremos de las experiencias personales en las pruebas de autoex­perimentación tras la toma repetida de 3 a 5 pastillas (9-15 mg) de pervitina, las cuales han sido indispensables para poder orientarnos sobre los efectos psicológicos».**********59 Cada día se descubrían más ventajas, pero los eventuales efectos secundarios quedaban siempre en un segundo plano. Los profesores Lemmel y Hartwig de la Universidad de Königsberg apuntaron a un aumento de la capacidad de atención y concentración e hicieron la siguiente recomendación: «En esta convulsa era de conflicto y expansión, uno de los mayores deberes del médico es mantener la capacidad de rendimiento del individuo y, a ser posible, aumentarla».60 Un estudio de dos neurocientíficos de Tubinga afirmaba haber demostrado la aceleración de los procesos mentales con la ayuda de la pervitina, así como un aumento energético general. Según el trabajo, se habían detectado mejoras en casos de inhibición de la capacidad de decisión, inhibiciones de carácter general y depresiones, y una prueba de inteligencia había revelado un claro aumento del nivel intelectual. Desde Múnich, de la mano del profesor Püllen, llegaron datos de «muchos cientos de casos» que apoyaban estas tesis. El citado profesor informó de un efecto completamente estimulante en el cerebro y en los sistemas circulatorio y neurovegetativo. También añadió que había detectado «una clara reducción del miedo con una toma única elevada de 20 miligramos».61 No es de extrañar que la firma Temmler abasteciera por correo postal a médicos con resultados tan positivos y los mantuviera al corriente de las últimas novedades.

La pervitina y el espíritu de la época iban de la mano. Cuando el medicamento conquistó el mercado, parecía que había motivos reales para pensar que la depresión era cosa del pasado. Por lo menos así fue para aquellos alemanes que se aprovecharon económicamente de la dictadura nacionalsocialista, los cuales fueron mayoría. A pesar de que en 1933 muchos pensaron que el recién nombrado canciller Adolf Hitler duraría poco y depositaron escasa confianza en él, unos años después la situación cambió diametralmente. Dos milagros se habían producido, uno militar y otro económico, que habían servido para eliminar las dos problemáticas más perentorias de la sociedad alemana de los años treinta: cuando los nazis tomaron el poder había seis millones de parados y apenas cien mil soldados mal armados, mientras que en 1936 ya se había alcanzado la plena ocupación a pesar de la crisis mundial y la Wehrmacht era una de las fuerzas armadas más combativas de Europa.62

Los éxitos en materia de política exterior se sucedieron, ya fuera remilitarizando el Rheinland, anexionando Austria o «llevando a los alemanes de los Sudetes de vuelta a su hogar en el Reich», es decir, desmantelando Checoslovaquia. Las potencias occidentales, lejos de sancionar estas vulneraciones del Tratado de Versalles, hicieron cada vez más concesiones porque esperaban que así podrían evitar otra guerra en Europa. Pero los éxitos diplomáticos no apaciguaron al Führer. «Igual que el morfinómano no puede dejar su droga, Hitler tampoco podía abandonar sus planes de tomas de poder, ataques por sorpresa, órdenes secretas de envío de tropas y desfiles fastuosos», escribe el historiador y escritor Golo Mann al retratar el carácter del «emperador de Braunau».63 Los Aliados lo habían subestimado: Hitler nunca tenía suficiente. Traspasar límites, sobre todo si eran fronterizos, se había convertido en una necesidad. Del Imperio alemán al Gran Imperio Alemán y, de este, al Imperio Pangermánico Mundial: el necesario y permanente aumento de la dosis estaba en la naturaleza del nacionalsocialismo, y ello incluía también, en primer lugar, el hambre de nuevos territorios, como bien resumían las consignas políticas de «Retorno al Reich» y «Pueblo sin espacio» (Heim ins Reich, Volk ohne Raum).

En el episodio del desmantelamiento de Checoslovaquia, el doctor Morell llegó incluso a estar directamente implicado. La noche del 14 al 15 de marzo de 1935, el presidente checoslovaco Emil Hácha se hallaba, algo perjudicado de salud, de visita de Estado obli­gada en la nueva Cancillería del Reich. No quería firmar un papel que le habían enseñado los alemanes y que suponía la capitulación de facto de sus tropas ante la Wehrmacht. Entonces sufrió un colapso y perdió el conocimiento. Hitler mandó llamar urgentemente a Morell, quien llegó con el maletín y las jeringas e inyectó al inconsciente invitado de Estado un medicamento tan excitante que le hizo resucitar de los muertos en cuestión de segundos. Hácha firmó el documento que sellaba el final interino de su Estado y, a la mañana siguiente, Hitler entró en Praga sin encontrar resistencia. Hácha siguió siendo fiel paciente de Morell durante los años en los que presidió el Protectorado de Bohemia y Moravia al que había sido reducido su país con la anexión alemana de los Sudetes. La farmaco­logía como continuación de la política con otros medios —sustancias, en este caso—.

En el primer semestre de 1939 —los últimos meses de paz—, la popularidad de Hitler alcanzó un clímax momentáneo. «¿Todo lo ha hecho este hombre?», se decía entonces, y muchos camaradas nacionales también quisieron poner a prueba su capacidad de rendimiento. Era una época en la que parecía que el esfuerzo volvía a merecer la pena, pero también una época de exigencias sociales: había que subirse al carro y había que triunfar —aunque solo fuera para no generar desconfianzas—. Al mismo tiempo, el auge generalizado alimentaba la preocupación de no poder mantener un ritmo tan acelerado, mientras que la creciente esquematización del trabajo también planteaba nuevas exigencias al individuo, convertido ahora en un engranaje necesario para el buen funcionamiento del motor. Cualquier ayuda — incluida la química— era bien recibida para animarse.

Por consiguiente, la pervitina hizo más fácil para el individuo acceder al estado de enorme excitación y a la publicitada «autocuración» que supuestamente habían cautivado al pueblo alemán. La potente droga se convirtió en un producto de primera necesidad cuyo fabricante tampoco quería ver limitado al sector médico. «¡Despierta, Alemania!», habían exigido los nazis a través de una canción de su partido («Deutschland erwache!»). La metanfetamina se encargó de mantener despierto al país. Enfervorizada por un funesto y embriagador cóctel de propaganda y principio farmacológico activo, la gente cayó en un estado de dependencia cada vez mayor.

La idea utópica de una comunidad basada en convicciones y que vive en armonía social, tal como le gustaba propagar al nacionalsocialismo, resultó ser un espejismo a la vista de la competencia real entre intereses económicos individuales en una meritocracia moderna. La metanfetamina salvó las fracturas generadas y la mentalidad del dopaje se extendió por todos los rincones del país. La pervitina permitió al individuo funcionar en la dictadura. Nacionalsocialismo en pas­tillas.


NOTAS