Capítulo 3
Hechos inauditos en el campo de batalla
Cómo morir según manda el reglamento
E n páginas anteriores vimos cómo los soldados franceses y británicos consiguieron mantener a los alemanes alejados de Dunkerque durante el tiempo suficiente para que la evacuación de las fuerzas aliadas fuera un éxito. Mientras los soldados iban embarcando en los buques en dirección a los puertos ingleses, la mayor responsabilidad recaía en los que tenían como misión impedir que los alemanes estrechasen aún más el cerco. Durante uno de estos combates, en los alrededores del canal Ypres-Comines, se produjo una de las muertes más singulares de toda la Segunda Guerra Mundial.
Un grupo de soldados británicos resistía al límite de sus fuerzas la presión de las tropas germanas. Entonces enviaron a cuantos hombres a reconocer la zona, para saber si los alemanes iban a poder contar con refuerzos, pero pasaba el tiempo y no regresaban.
Repentinamente, un oficial de impecable uniforme y botas relucientes se puso de pie detrás de las trincheras, sosteniendo sus prismáticos y buscando con la mirada a sus soldados. Mientras oteaba el horizonte recibió un balazo en el pecho, disparado por un francotirador. Los prismáticos cayeron de sus manos y su rostro se volvió pálido, mostrando una mueca de dolor. La sangre manchaba su uniforme. El oficial se retiró tropezando, se acercó a sus soldados y los miró fijamente. Se cuadró y sorprendentemente les dijo:
—¡El teniente Georg anuncia su muerte, en acción!
Luego hizo el saludo militar, se puso firme y cayó muerto dos segundos más tarde, ante el asombro y la admiración de sus compañeros.
Recibimiento inesperado a un general francés
En junio de 1940, el Alto Mando francés se encontraba en una situación caótica. Los alemanes se mostraban intratables en el campo de batalla y las retiradas francesas se sucedían en todos los frentes. Entre el cúmulo de órdenes y contraórdenes que se dictaba desde París, lejos del lugar del conflicto, hubo una que instó al general Henry Giraud, comandante del 7.° Ejército francés, a hacerse cargo del mando del 9.° Ejército.
Giraud partió con su Estado Mayor hacia la frontera franco-belga, donde estaba luchando su nueva unidad. Después de dos horas de marcha, llegaron al puesto de mando; el general Giraud descendió del vehículo y caminó unos pasos, pero luego no pudo creer lo que estaban viendo sus ojos: frente a él, unos soldados alemanes le estaban haciendo el saludo militar. Un oficial germano se adelantó, entrechocó los talones y le saludó. Sin abandonar su posición de firme, le anunció:
—¡Es usted nuestro prisionero, señor general!
Con gran asombro, Giraud entró en el puesto de mando. El oficial alemán le informó:
—Han tenido mala suerte. El anterior mando del 9.° Ejército abandonó la región hace media hora. Quince minutos después llegamos nosotros. Hubiera sido una falta de consideración no esperarles…
Italianos a la carrera
En 1940, durante los combates entre italianos y británicos en Libia, se produjeron varios episodios ciertamente sonrojantes para el honor del país transalpino.
En una ocasión, un reducido grupo de ingleses atacó una fortificación italiana, en la que había medio millar de soldados. Dos ráfagas de ametralladora de las fuerzas británicas bastaron para que los italianos sacasen una bandera blanca. Los ingleses creyeron que era una trampa, hasta que salió un general que dijo que se rendían, pues ya «habían disparado el último cartucho»; lo dijo en un francés diplomático. Al entrar los ingleses en el fuerte observaron incrédulos cómo todavía había montañas de munición sin disparar.
Sin embargo, el suceso más significativo fue el que se dio durante un ataque de los soldados británicos a un pueblo libio que se encontraba en poder de las tropas italianas. Tras disparar unos cuantos obuses contra la localidad, los ingleses advirtieron que los italianos ya habían escapado. La huida había sido tan precipitada que los ocupantes encontraron en la mesa de operaciones de un centro de primeros auxilios a un paciente que estaba siendo operado de apendicitis y al que habían abandonado en mitad de la intervención con la incisión en el vientre todavía abierta.
De todos modos, estos capítulos tan poco edificantes no deben empañar la actuación de otros muchos italianos que dieron muestras de un gran valor en el campo de batalla. Tal como certificaban los informes elaborados por el Ejército británico en esas fechas, «los soldados italianos habían luchado como endemoniados, pese a disponer de material de baja calidad y estar dirigidos por oficiales mediocres».
La importancia de unas botas grandes
Uno de los motivos principales de la derrota alemana ante la Unión Soviética fue el llamado «General Invierno», es decir, el frío terrible que azota la estepa rusa durante los meses invernales. La ofensiva germana lanzada el 22 de junio de 1941 no tuvo en cuenta ese factor tan decisivo, lo que dejó claro una grave falta de previsión en cuanto a la provisión de material adecuado para resistir bajas temperaturas.
El general soviético Gueorgui Zhukov fue testigo de uno de esos fatales errores cuando observaba a los prisioneros alemanes que habían caído en su poder. Zhukov comprobó, sorprendido, cómo las botas que llevaban los soldados germanos eran del número correcto. Esto, que nos puede parecer lo más lógico, en realidad era un error imperdonable en ese teatro bélico.
Los militares rusos, desde hacía siglos, utilizaban botas de un número superior al que les correspondía. De este modo, podían rellenarlas de paja para evitar que los pies se les congelasen. Los soldados rusos siguieron cumpliendo con esa rudimentaria pero eficaz medida, rellenando sus grandes botas con paja o, en muchos casos, con papel de periódico. Según afirmó el mariscal Zhukov, en ese momento «toda la admiración que podía haber sentido por el Estado Mayor alemán se desmoronó por completo».
El ataque de los «perros bomba»
Hubo una increíble y despiadada táctica de los soviéticos que sorprendió sobremanera a los soldados alemanes en el frente ruso: el ataque de «perros bomba». Se trataba de utilizar perros a los que se les había atado explosivos en el lomo y a los que se les había adiestrado para obtener comida cuando corrían debajo de un vehículo acorazado. Una vez en el frente, se les soltaba cerca de los blindados alemanes; los perros se lanzaban rápidamente a buscar su comida, pero, en este caso, se accionaba una palanca conectada al explosivo al impactar con la parte inferior del vehículo para provocar una detonación.
Esta táctica solo fue útil al principio, cuando los alemanes pensaban que eran perros de las unidades sanitarias y no sospechaban de la trampa. Más tarde, cuando se comprobó que iban cargados de explosivos, acribillaban a la mayoría de los perros que se les acercaban, antes de que pudieran llegar a su objetivo.
Aunque la efectividad de los «perros bomba» era modesta, sí que tuvo como consecuencia minar aún más la moral de las tropas alemanas, que debían permanecer en constante alerta.
Los soldados soviéticos eran conscientes de la importancia que tenían estos actos de guerra psicológica, por lo que disfrutaban provocando a los soldados alemanes. Sabían que sus enemigos eran en ese sentido especialmente vulnerables, al encontrarse en medio de unas circunstancias tremendamente adversas, sufriendo congelaciones, pasando hambre, lejos de sus familias.
Así pues, los rusos se adentraban por la noche en tierra de nadie y colocaban un espantapájaros caricaturizado con el bigote de Hitler justo enfrente de las posiciones alemanas. Luego, utilizando potentes megáfonos, invitaban a los propios soldados germanos a disparar al espantapájaros, conocedores del desencanto y frustración que estaban sufriendo y de que solían achacar, en voz baja, su precaria situación a la incompetencia de su antes admirado Führer.
Naturalmente, los oficiales alemanes no podían permitir tal afrenta, por lo que enviaban a varios hombres con la misión de retirar el ignominioso muñeco. Si conseguían evitar los disparos de los rusos, debían enfrentarse a una última broma : el espantapájaros solía esconder en su interior granadas de mano que explotaban al intentar moverlo.
Como vemos, en ocasiones, la guerra psicológica era tan importante como la convencional. Durante la larga batalla de Stalingrado, los soviéticos intentaron acentuar el sentimiento de aflicción y abatimiento de los soldados alemanes para menguar su capacidad de lucha. Para ello, se instalaron potentes altavoces que emitían tangos durante horas, utilizando un viejo gramófono.
Los expertos en propaganda consideraron que aquella melancólica música argentina serviría para que los alemanes añorasen su hogar y a su familia, que habían dejado en su ahora lejano país, y reflexionasen sobre el sentido que tenía su lucha en un medio tan hostil.
Los soviéticos no se equivocaron. Al principio, las tropas germanas recibieron este innovador ataque con muy buen humor y hubo quienes, desafiantes, se atrevieron a bailar las canciones ante la perpleja mirada de los rusos. Pero más tarde, una vez pasaron los primeros momentos de hilaridad ante esa insólita táctica, la moral de los soldados alemanes acusó el carácter cada vez más melancólico de esas notas musicales que resonaban entre las desoladas ruinas de la ciudad.
Lumenski, un héroe de la tercera edad
El 1 de agosto de 1944, el general polaco Tadeusz Bór-Komorowski, comandante general de la Armia Krajowa, el Ejército polaco del interior, llamó a la insurrección a la población de Varsovia. Ante el imparable avance de las tropas soviéticas, este movimiento de resistencia estaba dispuesto a liberar la capital del dominio alemán antes de que lo hiciera el Ejército Rojo.
Por su parte, Stalin los animó a que llevasen a cabo esta acción en la retaguardia alemana y les prometió que les daría todo su apoyo. Para ello, los soviéticos arrojarían desde el aire más de mil doscientos contenedores repletos de armas, aunque a la hora de la verdad los insurrectos solo conseguirían hacerse con poco más de doscientos.
Los británicos y los norteamericanos también los ayudarían con el lanzamiento de material; los polacos lograrían recuperar medio centenar de toneladas. Aunque no habían conseguido apoderarse de toda la ayuda, estaban bien preparados, contaban con bastantes hombres, tenían la moral alta y disponían de armas suficientes para intentar la sublevación.
Los alemanes contraatacaron con dureza y trataron sin piedad no solo a los combatientes, sino a toda la población civil. Los polacos lucharon con valentía, pero los tanques germanos serían un obstáculo casi insalvable. Finalmente, los polacos descubrieron una forma de detenerlos, lanzando varias granadas a la vez contra las orugas.
Según explicaría el general Bór-Komorowski en sus memorias, cerca del cuartel general del coronel Jan Mazurkiewicz, más conocido por su alias, Radoslaw, se consiguieron detener de este modo dos tanques pesados alemanes Panzer VI Tiger. El primero, con las orugas totalmente destruidas, no podía andar a menos que lo repararan, pero ya no quedaban piezas de repuesto de ninguna clase. El segundo no sufría aparentemente desperfectos tan graves, pero resultaba imposible conseguir que volviese a ponerse en marcha. Los polacos obligaron a los alemanes a reparar el tanque, pero ni siquiera ellos eran capaces de lograrlo porque la avería había afectado a una zona de gran complejidad mecánica.
Entonces emplearon el primer tanque como pieza de artillería estática, aunque los polacos siguieron tratando de poner en marcha el segundo, pues era la única forma de poder hacer frente a los blindados alemanes.
Bór-Komorowski relataría que un hombre viejo, vestido con ropa de trabajo, bajó entonces de un edificio cercano. El anciano no dudó en ofrecerse como voluntario ante un oficial:
—Señor, conozco algo de este trabajo. Déjeme echarle un vistazo. Hasta el sábado pasado estuve trabajando en el taller de mantenimiento de vehículos militares.
Como cada vez era más evidente la dificultad de poner en marcha el tanque, el oficial polaco consideró que no tenía nada que perder si permitía a aquel decidido anciano que intentase repararlo. Las dificultades no eran pocas: no había herramientas, a excepción de las que llevaba el propio tanque, el fuego enemigo era cada vez más intenso y, a cada minuto que pasaba, aumentaba el riesgo de que otros tanques alemanes irrumpiesen en esa calle.
El viejo trabajador sabía exactamente lo que había que hacer y comenzó a impartir órdenes a sus improvisados colaboradores. Al cabo de menos de una hora, el tanque ya estaba en marcha. Los nuevos tripulantes lo celebraron izando la bandera polaca sobre la torreta. Pasados unos minutos, la munición ya estaba cargada y el Tiger listo para combatir contra los alemanes. El veterano mecánico, con las manos llenas de aceite, se limpió el sudor de la cara y le dijo al oficial:
—Señor, durante dos días he estado pidiéndoles que me dejasen luchar a su lado, pero todos me rechazaban porque dicen que ya soy muy viejo. Y, ahora, ¡ya lo ve! Sirvo para algo, ¿no?
El oficial, todavía muy sorprendido, asintió:
—¿Cómo te llamas?
—Jan Lumenski —contestó orgulloso el anciano.
Aunque sus condiciones físicas ya no eran las adecuadas para el combate, su ingenio y su habilidad consiguieron proporcionar una gran ayuda a los luchadores polacos, y así su nombre quedó inmortalizado en el relato del general Bór-Komorovski. Pero la lucha simbólica de Lumenski sería a la postre tan inútil como la de los demás combatientes.
Los alemanes conseguirían cercar el casco antiguo de la ciudad, que era la zona en la que se concentraban los insurrectos. Poco a poco, las tropas germanas irían cerrando el círculo, a la vez que reducían a escombros la casi totalidad de sus edificios. Para conseguirlo utilizaron un mortero de enormes proporciones, el Thor, con el que arrasaban manzanas enteras de casas con un solo disparo. Cuando el casco antiguo de Varsovia era ya una masa de polvo y cascotes, los polacos se vieron obligados a huir por las alcantarillas.
Finalmente, los alemanes aplastaron la rebelión el 1 de octubre de 1944. Durante los dos meses que habían durado los combates, murieron un total de ciento cincuenta mil personas, de las que unas treinta mil eran combatientes polacos; el resto, población civil. Los alemanes emplearon unos veinticinco mil hombres.
El gran beneficiado de este levantamiento frustrado sería Stalin. Mientras los soldados soviéticos esperaban tranquilamente en la orilla oriental del río Vístula, los alemanes se habían visto involucrados en una cruel batalla entre las ruinas de Varsovia, lo que les había ocasionado un gran desgaste. Y en cuanto a los polacos, la mayor parte de sus soldados habían muerto en los combates, lo que facilitaría el dominio incontestable del Ejército Rojo sobre Polonia, pues ya no había fuerzas militares nacionales que pudieran defender la independencia de su país.
Una bomba muy oportuna
Durante la ocupación de Italia por parte de las tropas alemanas, que comenzaría en septiembre de 1943, se dieron numerosos casos de crímenes contra la población civil. Los fusilamientos indiscriminados pasaron a ser moneda corriente, teniendo en cuenta que los alemanes consideraban a todos los italianos como traidores y que no hacían nada por ocultar su desprecio por los que hasta hacía poco tiempo habían sido sus aliados. 41
En una pequeña aldea del sur de Italia, un grupo de soldados alemanes se dedicaron a atemorizar a sus habitantes, llevados por la euforia etílica causada por su incursión en unas bodegas. Ante la mirada impotente de los aldeanos, los soldados se dedicaban a hacer puntería en los toneles, agujereándolos y esparciendo su contenido.
En esos momentos, los cañones norteamericanos iniciaron una salva de disparos sobre el pueblo, lo que provocó la huida de casi todos los alemanes. Tan solo quedó uno, que, aunque a duras penas conseguía permanecer en pie, obligó a un grupo de aldeanos a colocarse contra una pared para proceder a su fusilamiento, pues los acusó de traición.
Todo estaba preparado para aquella improvisada ejecución; nada hacía albergar esperanzas a los civiles de poder salvar la vida. Sin embargo, de pronto, un proyectil norteamericano impactó contra el tejado de un edificio, que cayó y dejó atrapado al soldado alemán. Los aldeanos no podían creerlo, pero era cierto; la casualidad había conseguido impedir la masacre en el último momento.
El caramelo le salvó la vida
Durante un combate en el sur de Italia contra las tropas alemanas, al sargento norteamericano Charles Corella y a dos compañeros suyos se les encargó llevar a cabo una voladura con dinamita. El objetivo era una cueva que había en la parte superior de una montaña, en la que los soldados alemanes habían encontrado una posición segura desde la que amenazar a las tropas aliadas desplegadas en el valle.
Tras unas horas de escalada, el sargento y sus hombres consiguieron situarse en la parte superior de la cueva y colocaron las cargas de dinamita. Una vez explotaron y taparon la entrada de la gruta, los tres bajaron corriendo por la ladera de la montaña. Los alemanes que en ese momento estaban en el exterior de la cueva apuntaron todas sus armas hacia estos tres hombres y los atacaron con un fuego intenso de fusil, ametralladoras, granadas y morteros. Sin embargo, los tres consiguieron llegar a las posiciones aliadas sanos y salvos.
El sargento Corella comprobó estupefacto lo que le había salvado la vida: un insignificante caramelo. Al parecer, un trozo de metralla había penetrado en un bolsillo, y una cucharilla lo había desviado; finalmente, se había alojado en un caramelo que llevaba en el otro bolsillo. Si no llega a ser por esa golosina, el trozo de metralla hubiera entrado en su cuerpo.
Corella quiso desdramatizar el suceso, gritándoles a los alemanes «¡malditos, habéis echado a perder mi caramelo!», pero más tarde se dio cuenta de lo cerca que había estado de perder la vida, por lo que se arrodilló y dio gracias a Dios por esa inverosímil carambola que le había permitido salir de aquella situación sin un solo rasguño.
Lección para un piloto alemán
El 22 de enero de 1944, el VI Cuerpo estadounidense, al mando del general John P. Lucas, desembarcó en la playa italiana de Anzio. El objetivo era rodear por mar la «Línea Gustav» alemana, que atravesaba de costa a costa la península itálica y que impedía el paso hacia Roma de las tropas aliadas. En su fase inicial, la operación anfibia cumpliría con las expectativas, puesto que en las primeras veinticuatro horas desembarcarían un total de treinta y seis mil hombres.
Sin embargo, la falta de carácter del general Lucas impidió el éxito final. En lugar de avanzar rápidamente tierra adentro, Lucas prefirió esperar la llegada de carros blindados y artillería pesada para iniciar la ofensiva. Si se hubiera puesto en marcha de inmediato, sus fuerzas no habrían encontrado resistencia; de hecho, una patrulla de reconocimiento llegaría en sus jeeps a las afueras de Roma sin cruzarse con soldados alemanes. Pero Lucas, antes de plantearse avanzar, prefirió consolidar la cabeza de playa. En su descargo hay que decir que el general Mark Clark, al mando de las tropas aliadas en Italia, le aconsejó «no sacar el cuello de allí», para evitar repetir el error que él mismo había cometido en el desembarco de Salerno, que cerca estuvo de hacer fracasar la operación.
Los alemanes aprovecharon el retraso a la hora de desplegar las fuerzas de desembarco desde la cabeza de playa para enviar refuerzos a la zona, con lo que los Aliados se vieron incapaces de salir de la playa, al no poder romper la línea defensiva improvisada que el enemigo había creado en ese corto espacio de tiempo.
A partir de ese momento, las tropas desembarcadas fueron víctimas de los continuos ataques de la aviación alemana. Hitler estaba empecinado en arrojar al mar a los Aliados para demostrarles que era imposible asaltar su «fortaleza europea». El Führer sabía que, si los Aliados recibían una lección en Anzio, posiblemente aplazarían la invasión prevista para ese verano en el norte de Francia.
Así pues, la Luftwaffe sobrevolaba día y noche la playa de Anzio atacando a las tropas allí estacionadas, que se encontraban prácticamente sin protección natural. En una de estas incursiones, el hospital de campaña norteamericano recibió el impacto de varias bombas, a pesar de que desde el aire era claramente visible el símbolo de la Cruz Roja. El ataque se saldó con un balance de veintitrés muertos y sesenta y ocho heridos. Entre las víctimas, varios doctores y enfermeras.
Un caza Spitfire persiguió al avión que había arrojado las bombas, que lo acabó derribando. El piloto alemán, aunque había resultado herido, saltó en paracaídas y llegó a la playa que instantes antes estaba bombardeando. Los soldados norteamericanos lo tomaron prisionero.
Aunque la reacción más humana hubiera sido recriminar su acción al piloto de forma violenta, decidieron trasladarlo precisamente al hospital sobre el que había lanzado las bombas, para curar sus heridas. El piloto pidió disculpas por su acto y se justificó asegurando que simplemente había arrojado sus bombas para ganar altura, y que estas, por error, habían caído en el hospital. Fuera como fuera, el personal sanitario lo trató bien y consiguió recuperarse de sus heridas, además de aprender una lección inigualable de humanidad.
La precaria situación de los defensores de la cabeza de playa en Anzio continuó durante bastante tiempo. La martilleante presión germana era casi insoportable, pero, el 1 de marzo de 1944, los alemanes llegaron a la conclusión de que no conseguirían expulsar a los Aliados de la playa: contaban ya con casi noventa mil soldados sobre el terreno. No sería hasta mediados del mes de mayo cuando el resto de las tropas aliadas consiguieron romper el frente en Montecassino, enlazando de este modo con las tropas desembarcadas casi cuatro meses antes y poniendo rumbo a Roma.
Montecassino, una «torre de Babel»
La batalla más internacional de la Segunda Guerra Mundial fue la que se desarrolló en los primeros meses de 1944 por el control del monasterio de Montecassino, situado en la ruta que unía el sur de Italia con Roma. 42
Según palabras de miembros del Alto Mando aliado, el XV Grupo de Ejército en Italia «era una verdadera torre de Babel». Tenían toda la razón, ya que fue seguramente el frente con soldados de más nacionalidades y etnias de todas las guerras de la historia de la humanidad. Esta circunstancia planteaba, evidentemente, frecuentes dificultades para la intendencia, al ser necesarios un buen número de traductores, así como diferentes tipos de comida, uniformes, armas o munición.
Entre sus miembros había:
a. Estadounidenses: algunos de ellos descendientes de inmigrantes italianos y japoneses. A estos últimos, conocidos como «niséis», los agruparon en una formación especial y los sometieron a vigilancia, debido a que se temía que pudiera haber algún infiltrado favorable al Eje. 43
b. Franceses, que luego pasarían a combatir en su propio país.
c. Brasileños: pertenecientes a la 1.ª División de la Fuerza Expedicionaria Brasileña. A los soldados de este país se les conocería como los pracinhas . 44 El general Clark comentó que «nos había resultado extraordinariamente difícil encontrar intérpretes de habla portuguesa para los tanquistas que debían apoyar a unidades brasileñas en acción».
d. Británicos: entre ellos batallones escoceses, irlandeses (que el día de San Patricio pidieron que un avión especial les trajera de su patria comida tradicional) y, naturalmente, ingleses, en donde estaban encuadrados los soldados galeses.
e. Italianos: paradójicamente, su presencia fue poco numerosa, al solo estar presentes miembros de grupos de partisanos y restos del propio ejército regular.
f. Griegos.
g. Canadienses: pertenecientes a toda la geografía de este extenso país, incluida Terranova. La mayoría hablaba inglés, pero los que procedían de Quebec tenían como idioma el francés.
h. Sudafricanos: tanto de origen europeo como nativos, representados entre otros por los springboks del mariscal Smuts, el Batallón de Servicios Especiales de la 6.ª División Blindada Sudafricana, que dejaron sus tanques y combatieron a pie.
i. Polacos: pertenecientes al 2.° Cuerpo Polaco, con parientes en Estados Unidos y que se hicieron famosos al conquistar las alturas de Montecassino. Su presencia en la batalla fue muy destacada, seguramente por la motivación que les proporcionaba el enfrentarse al enemigo que había invadido su país.
j. Judíos de Palestina.
k. Marroquíes y argelinos de las colonias francesas: aunque lucharon con gran valor e ingenio, causaron graves problemas de logística, especialmente por su necesidad de respetar los preceptos de la religión islámica.
l. Neozelandeses: los alemanes los temían por su gran bravura en el combate. Rommel los calificó como los mejores soldados con los que se había enfrentado en la campaña del norte de África.
m. Indios: de multitud de etnias reclutadas por los británicos en esa colonia, incluidos sijs, maharattas, madrasis, jats, rapjuts, punjabíes, pathanes y baluchis. Sus diferentes prácticas religiosas y ritos alimentarios comportaron numerosos problemas a los encargados de la intendencia. Los hindúes no podían comer carne de vaca, que consideran sagrada, y otros no podían ingerir carne de cerdo; el Octavo Ejército Británico tenía que llevar un rebaño de cabras detrás de ellos para alimentarlos a todos.
n. Gurkhas de Nepal: famosos por su ferocidad en el cuerpo a cuerpo, para el que utilizan un cuchillo curvado, el kukri, que pasó a ser su símbolo.
Además, había en servicio numerosos cuerpos femeninos de enfermeras y auxiliares, con mujeres estadounidenses, inglesas, sudafricanas y canadienses. Los hospitales debían disponer de multitud de intérpretes y ser capaces de abastecer de alimentos a la tropa, así como de ropa y medicamentos, pero teniendo siempre presente que no se debía romper ninguna regla cultural o religiosa. Según recuerda el general Clark, «hubo un gran revuelo cuando los enfermos árabes franceses se negaron a usar pijamas, y usaron los pantalones como turbantes».
Sin embargo, hay un hecho que empaña este esfuerzo multinacional por derrotar a los ejércitos de Hitler en tierras italianas. Durante la batalla de Montecassino, la peor parte fue para las tropas procedentes de las colonias francesas e inglesas, que sufrieron muchas bajas. Acusaron a las autoridades aliadas de haber utilizado esas tropas como «carne de cañón»; es decir, que evitaron que soldados británicos y norteamericanos entraran en combate en los momentos y lugares de mayor peligro.
Una tranquila partida de cartas
Como hemos podido comprobar, los Aliados se vieron obligados a realizar un gran esfuerzo para poder superar la «Línea Gustav», que impedía el avance de las tropas aliadas por la península italiana. No era de extrañar esa dificultad para vencer la solidez de esa línea defensiva, puesto que los alemanes no habían escatimado medios para crear una auténtica muralla que impidiese el paso hacia el norte de Italia.
Para ello realizaron obras de ingeniería de enorme envergadura. Expertos en este tipo de defensas construyeron túneles a través de las montañas, fuertes en cada loma, campos minados, alambradas y trampas antitanque. Los túneles eran verdaderas fortalezas donde se acumulaban provisiones, armas y municiones para resistir durante meses. Para garantizar la solidez de los complejos subterráneos ante posibles bombardeos o ataques concentrados de artillería pesada, estos estaban reforzados con vigas de acero e incluso vías de ferrocarril.
A pesar de los violentos e insistentes ataques de la artillería aliada, nunca pudieron destruir esos túneles. Según palabras del citado general Mark Clark, «más tarde supimos que, durante uno de nuestros ataques de bombardeo y artillería más intensos —un ataque en el que arrojamos todo el peso que nuestras fuerzas pudieron reunir contra un objetivo relativamente pequeño—, en un depósito subterráneo de la montaña un grupo de oficiales alemanes jugaba a las cartas. No se levantaron de la mesa durante todo el transcurso del ataque; nuestro mayor esfuerzo ni siquiera logró desbaratar esa partida de cartas».
El peor sitio para echarse una siesta
El soldado norteamericano Charles Schmelze eligió probablemente el peor sitio para echarse una siesta. Schmelze era mecánico en un aeródromo del sur de Inglaterra y su trabajo era poner a punto los planeadores que debían aterrizar en Normandía en las primeras horas del 6 de junio de 1944. Durante todo el día anterior, el mecánico estuvo revisando los aparatos y, al anochecer, rendido por el cansancio, se acomodó en el interior de uno de los planeadores para descansar echándose una breve siesta. Sin embargo, el extenuado Schmelze cayó en un profundo sueño.
Ya de madrugada, los soldados de la mítica 101.ª División Aerotransportada 45 fueron entrando en el aparato y ocupando su lugar. Tanto la tripulación como la tropa pensaron que si aquel individuo estaba allí era porque debía cumplir alguna misión, por lo que nadie se atrevió a despertarle.
Cuando el planeador aterrizó bruscamente en tierras normandas, bajo un intenso fuego enemigo, Schmelze emergió de repente de su pesada siesta, comprobando horrorizado que lo que le rodeaba no era ninguna pesadilla producto de su imaginación, sino un infierno real.
Acurrucado en el interior del planeador para quedar protegido con el fuselaje, el mecánico no llegaría a sufrir ningún daño, por lo que todo el episodio quedaría para él en una anécdota. No obstante, lo que es seguro es que a partir de entonces Schmelze eligió con más cuidado el lugar donde echar una cabezada.
Nuts!: la exclamación más famosa de la guerra
Esta es una de las anécdotas más conocidas de la Segunda Guerra Mundial, que tuvo su antecedente histórico en 1815, durante la batalla de Waterloo, en un episodio protagonizado por el general francés Pierre Cambronne. En aquella ocasión, el oficial a las órdenes de Napoleón respondió con un sonoro «Merde! » a la propuesta de rendición que presentaron los ingleses. En otra batalla dirimida casi ciento treinta años después, la de las Ardenas, sería el general norteamericano Anthony McAuliffe el que contestaría con un exabrupto similar, aunque menos vulgar, a las exigencias de rendición que le estaban haciendo sus enemigos.
En la localidad belga de Bastogne, el 22 de diciembre de 1944, las tropas de McAuliffe resistían el ataque alemán para desalojarlos de este importante nudo de comunicaciones, vital para que la desesperada apuesta de Hitler en las Ardenas pudiera resultar exitosa.
Las condiciones en las que resistían los soldados estadounidenses eran calamitosas. Se encontraban ya totalmente rodeados por el enemigo y era imposible hacerles llegar comida. Además del intenso frío que debían soportar, quedaba muy poca munición y los escasos alimentos debían ser estrictamente racionados. Para agravar más la situación, la unidad médica había caído en poder del enemigo. Lo único que alivió momentáneamente la situación fue descubrir un granero con varias toneladas de harina.
La descripción más gráfica de la desesperada situación la hizo el teniente coronel Harry Kinnard, que comunicó por radio al cuartel general: «Imagínense el agujero de un donut. ¡Pues eso somos nosotros!».
A las once de la mañana de ese 22 de diciembre, cuatro alemanes se presentaron con bandera blanca ante los norteamericanos y solicitaron que los condujeran al puesto de mando. Allí entregaron una nota en la que proponían a los norteamericanos que se rindiesen. El general McAuliffe la leyó y la arrojó al suelo exclamando: « Nuts! », una palabra que literalmente significa «nueces», pero que en el inglés norteamericano coloquial se correspondería con un despectivo y desafiante «¡al cuernol».
Los emisarios pidieron una respuesta por escrito. McAuliffe pidió consejo a sus colaboradores sobre la respuesta más adecuada; fue Kinnard el que le sugirió escribir precisamente su « Nuts! ». El general lo consideró una idea excelente, y esa fue la respuesta que sus interlocutores llevaron a sus superiores. En el inglés original, la nota decía: To the German Commander: Nuts («Al comandante alemán: al cuerno»)
Antes de marcharse, los alemanes pidieron una breve explicación sobre el significado de la expresión, al desconocer por completo el argot norteamericano. Uno de los asistentes les ilustró debidamente con un « go to hell!» («váyanse al infierno!»), que los emisarios germanos sí entendieron a la perfección.
Tras este reto lanzado por los sitiados, los alemanes aumentaron la presión sobre Bastogne, incrementando el ritmo de los bombardeos. Finalmente, el 26 de diciembre, los blindados norteamericanos consiguieron romper el cerco desde el exterior; los exhaustos defensores los recibieron con gran alegría, aunque los combates continuarían hasta el 9 de enero, cuando se levantó definitivamente el cerco de Bastogne.
El famoso Nuts hizo pasar a la posteridad al general McAuliffe, pero también le ocasionó algún que otro problema. Una vez acabada la guerra, el militar fue objeto de una investigación oficial para comprobar la veracidad de algunas versiones que aseguraban que, en realidad, quiso emplear una expresión más vulgar, impropia de la categoría que se le supone a un general norteamericano, algo que él siempre negó.
Aunque han pasado muchos años desde aquellos acontecimientos, el recuerdo del ya mítico Nuts sigue muy vivo. Curiosamente, ninguno de los protagonistas, como el teniente coronel Harry Kinnard, fue consciente en esos momentos de la transcendencia que tendría aquella acción. En una entrevista que, años después, le hizo el historiador Patrick O´Donnell, Kinnard aseguraría que «entonces no teníamos ni idea del gran impacto que tendría el simple hecho de escribir esa palabra en aquel papel. Pero la verdad es que ahora no me sorprende porque nuts es una típica expresión norteamericana que significa exactamente lo que sentíamos en ese momento ante la propuesta de rendición que nos estaban haciendo los alemanes».
Kinnard seguía convencido de que esa era la respuesta más adecuada: «Cuando todo va mal, como sucedía en aquel momento, has de tener la moral bien alta. Entonces, exclamar Nuts! no sé si ayuda en algo a mejorar la situación, pero lo que es verdad es que tú te sientes mejor y, a partir de ese momento, todo puede solucionarse. Creo que es por eso por lo que fue la palabra idónea. Incluso con el paso de los años sigo convencido de ello».
La repercusión de la célebre palabra entre los ciudadanos estadounidenses que seguían atentamente por la radio las noticias sobre el sitio de Bastogne fue también considerable.
Kinney afirmaba en esa entrevista que «el reto que lanzamos a nuestros enemigos fue una enorme inyección de moral para todos nuestros compatriotas, que estaban sufriendo mucho al conocer nuestra desesperada situación en Bastogne. En esos momentos, fue como si la nota de McAuliffe la hubiera escrito todo el pueblo norteamericano».
Sobre la supuesta palabra inadecuada que McAuliffe quería escribir, Kinney no duda en defender el honor del general: «Es rotundamente falso, él era todo un caballero y estaba en contra de cualquier vulgaridad».
También resultan significativos los testimonios de otros hombres que estuvieron presentes en aquellos momentos dramáticos. Para Robert Wright, que era entonces médico del 501.º Regimiento de Infantería Paracaidista, «a nadie se le pasó por la cabeza la idea de rendirse porque no nos habían entrenado para rendirnos. Como no estábamos dispuestos a dar a los alemanes nada de lo que nos pedían, creo que Nuts fue una gran respuesta a una pregunta estúpida».
Tom Splan, observador de artillería, recordaba que «a partir de ese momento, la expresión Nuts se puso de moda… Unos a otros nos la decíamos a todas horas. Cuando no nos gustaba algo o alguien, enseguida la utilizábamos. Fue muy divertido y sin duda sirvió para subirnos la moral. Desde aquel día nada fue igual, nos convencimos de que los alemanes no podrían con nosotros».
Hoy en día, la ciudad de Bastogne ha encontrado una mina de oro en las cuatro letras que conforman esa ya mítica palabra. Los circuitos turísticos para veteranos de guerra norteamericanos incluyen una parada obligatoria en la ciudad belga, pues para ellos este lugar posee tanta carga emocional como pueden tener las playas de Normandía. Si uno camina por sus calles, se puede encontrar con el «Museo Nuts», varios cafés y restaurantes «Nuts», así como infinidad de suvenires que muestran en grandes letras la renombrada exclamación en camisetas, encendedores, tazas o platos.
Quizá por todo eso, en una plaza de Bastogne se puede contemplar el busto con el que la ciudad honra la figura del general McAuliffe.
El sacrificio de una estrella del béisbol
En 1943, los desembarcos estadounidenses en los islotes del Pacífico ocupados por tropas niponas se iban sucediendo uno tras otro, estrechando así el cerco sobre Japón.
El 20 de noviembre de ese año, en la isla de Tarawa, el cabo Johnny Spillane sufría junto a sus camaradas una situación desesperada; atrincherados en su lancha de desembarco, The Old Lady , estaban varados en la playa, donde los defensores japoneses, situados a unos pocos metros de distancia, los tiroteaban.
Johnny, para sobrevivir en una situación tan comprometida, sabía que debía emplear al máximo sus innatas cualidades, como eran su gran agilidad y sus buenos reflejos. No en vano, dos grandes equipos de béisbol pugnaban por hacerse con sus servicios, pues veían en él a una futura estrella del deporte nacional norteamericano. Sin embargo, la guerra había detenido temporalmente su carrera, aunque estaba decidido a reemprenderla cuanto antes.
Pero volvamos al sangriento escenario de la playa, en la que ya es imposible avanzar ante la defensa encarnizada de los soldados nipones. Los tanques norteamericanos de apoyo han quedado paralizados, tras recibir los impactos de una salva de proyectiles.
De repente, sobre el grupo de soldados en el que se encuentra Spillane, aparece volando una granada de mano, arrojada por los japoneses. Inmediatamente, todos se lanzan al suelo, tratando de protegerse con algo, sabiendo que dentro de unos segundos la bomba estallará. Todos se esconden…, menos el cabo Spillane; sin dudarlo un momento, salta y atrapa la granada en el aire, se la cambia de mano y la devuelve en dirección al enemigo.
Cuando aún no se ha digerido la sorpresa, vuelve a agacharse al ver que otra granada cae sobre ellos. Spillane repite la misma operación y, en esta ocasión, la lanza al mar.
Sus compañeros lo miran con una mezcla de admiración, incredulidad y horror. Llegan dos granadas más y Spillane las sigue tomando en el aire y arrojándolas al agua. Aquella escena que se desarrollaba ante sus ojos era tan irreal que resultaría casi cómica de no ser por el tremendo riesgo que estaban corriendo todos en ese momento. Aun así, desahogando la tensión, lanzan vítores y hurras por su héroe. Pero, al final, se impone la tragedia de la guerra: la sexta granada llega y ya no le da tiempo de devolverla, explotando en su mano derecha. Aunque fue rápidamente evacuado a un hospital de la marina, no hubo otro remedio que amputarle la mano.
El cabo Spillane perdió su extremidad y ya no pudo seguir soñando con ser una estrella del béisbol. Aun así, no podía quitarse el béisbol de la cabeza, y aprendió a lanzar con la mano izquierda. Cuando su historia llegó al gran público, al ser relatada en las páginas del New York Journal American , Spillane recibió grandes muestras de reconocimiento. Sin duda, la que le hizo más ilusión fue la que procedía de su equipo de béisbol favorito, los Cardinals de Saint Louis, que le invitaron a uno de sus partidos; pudo seguir el juego desde el banquillo del equipo, junto a los hombres con los que podía haber jugado. Aunque ese sueño ya nunca podría cumplirse, su portentosa habilidad había conseguido salvar la vida a sus compañeros: su sacrificio no había sido en vano.
Johnny Spillane fue condecorado por su acción con el Corazón Púrpura y la Cruz de la Armada. Tras la guerra trabajó en una empresa manufacturera de Connecticut, pero siempre fue una persona alegre y nunca se mostró resentido por su carrera deportiva truncada. El héroe de Tarawa falleció en 1996, a los setenta y siete años.
Tanques y champán, una mezcla explosiva
A finales de marzo de 1945, los Aliados ya estaban muy cerca de su objetivo de derrotar a las tropas alemanas y poner fin a la guerra en Europa. Mientras los rusos se encontraban con una fortísima resistencia en la zona oriental de Alemania, los tanques norteamericanos avanzaban por el territorio del Reich con menos dificultades que sus aliados.
Aun así, era necesario hacer frente a las unidades alemanas que persistían en la defensa de las zonas en las que estaban destinadas. Una de ellas era la región industrial del Ruhr. Para lograrlo, los norteamericanos planearon una ofensiva en forma de tenaza. Del extremo sur se encargaría un ejército a cargo del general Courtney Hodges. La punta de lanza de esta parte de la ofensiva sería la llamada Fuerza Especial Richardson, unidad que tomaba el nombre de su máximo responsable, el coronel Walter Richardson.
El 29 de marzo, Richardson y sus hombres iniciaron el avance a toda marcha. Sus órdenes eran cubrir los ciento sesenta kilómetros que los separaban de su objetivo, un aeródromo, en el menor tiempo posible, rodeando los obstáculos que pudieran encontrar. Avanzaron durante todo el día.
Al anochecer se hallaban a tan solo cuarenta kilómetros de su destino, pero Richardson recibió órdenes de limpiar de enemigos los alrededores de la localidad de Brilon, situada en la región de Arnsberg, que se encontraba en su ruta. Brilon había quedado parcialmente destruida a consecuencia de un ataque de la aviación norteamericana en enero de 1944. Richardson envió allí la mayor parte de los tanques de que disponía y él continuó por la carretera, rumbo al aeródromo que había que tomar.
Durante el camino tuvo problemas para encontrar la ruta, por lo que solo pudo cubrir unos pocos kilómetros. Esperó durante horas al grueso de sus tropas, pero inexplicablemente no aparecían. Finalmente, vio surgir sus tanques en la oscuridad de la noche. Uno de los tripulantes saltó a tierra para recibir las órdenes de Richardson. No había tiempo que perder y el coronel no preguntó el motivo de la tardanza. Sin embargo, notó que aquel hombre estaba muy pálido y presentaba mal aspecto, aunque lo atribuyó al miedo.
El coronel le dijo simplemente «¡sígame!», y la columna se puso en marcha, con su vehículo a la cabeza. Por el retrovisor veía como el tanque que le seguía se aproximaba cada vez más, hasta que le golpeó por detrás. A consecuencia del impacto, el vehículo de Richardson salió de la carretera, comprobando sorprendido como el tanque se desplazaba fuera de control.
Pensando que el carro blindado podía haber sufrido algún tipo de problema mecánico, el coronel saltó de su vehículo y corrió en dirección a la calzada, Pero allí le aguardaba un espectáculo insólito. No podía creer lo que veía: el resto de la columna de tanques avanzaba haciendo eses. Con una linterna ordenó que parasen de inmediato. El primer tanque frenó en seco y los demás fueron chocando entre sí.
Richardson, muy enfadado, ordenó a uno de los oficiales que iban con él que averiguase el porqué de aquel increíble caos. El oficial trepó a la torreta de uno de los tanques, se asomó a su interior y le dijo a Richardson: «Creo que aquí pasa algo raro. ¡El suelo del tanque está cubierto de champán!».
Incrédulo, el coronel subió al tanque y contempló una escena patética. El comandante del carro blindado estaba casi inconsciente, sujetando una botella de champán en cada mano.
Richardson ordenó que se abrieran las escotillas de todos los tanques para que el frío aire de la noche despejase a aquella recua de beodos.
De una de las ambulancias que iban en la columna salió el médico de la unidad, sonriendo y con aspecto evidente de haber empinado también el codo. El doctor, con un guiño, le dijo al coronel:
—¡Tenemos que volver a Brilon!
—¿Por qué? ¿Qué demonios ocurre aquí? —le dijo Richardson, intuyendo la respuesta.
—Allí, encontré un almacén repleto de botellas de champán y, ya se sabe, los chicos querían divertirse un poco…
El coronel se enteró de que una parte de la columna permanecía aún en Brilon. Así pues, llamó por radio a un oficial que aún se mantenía sobrio y le ordenó que sacase a sus hombres de allí, a patadas. Incluso le dio permiso para disparar si fuera necesario.
A lo largo de la noche, fue llegando el resto de su unidad. Evidentemente, Richardson decidió aplazar hasta el amanecer el avance previsto, para que sus hombres pudieran recuperarse de tamaña cogorza.