Changó, el gran putas

Manuel Zapata Olivella

Ediciones LAVP

www.luisvillamarin.com

Changó, el gran putas

Primera edición 1983

© Manuel Zapata Olivella

Reimpresión septiembre 2021

© Ediciones LAVP

Cel 9082624010

New York USA

ISBN 9781005550578

Smashwords Inc.

 

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Changó, el gran putas

A Rosa, compañera de partos

Primera Parte. Los orígenes

I. La tierra de los ancestros

II. La trata

III. La alargada huella entre dos mundos

Segunda parte. El muntu americano

I. Nacido entre dos aguas

II. Hijos de Dios y la diabla

III. ¡Cruz de Elegba, la tortura camina!

Tercera Parte. La rebelión de los Vodús

I. Hablan los caballos y sus jinetes

II. El tambor de Bouckman

III. Libertad o muerte

Cuarta parte Las sangres encontradas

I. Simón Bolívar: memoria del olvido

II. José Prudencio Padilla: guerras ajenas que parecen nuestras

III. El Aleijadinho: donde quiera que tus manos sin dedos dejen la huella de tu espíritu

IV. José María Morelos: el llamado de los ancestros olmecas.

Quinta Parte. Los ancestros combatientes

I. El culto a los ancestros

II. Los fabricantes de centellas

III. La guerra civil nos dio la libertad, la libertad nos devolvió la esclavitud

IV. ¡Oye: los Orichas están furiosos!

Cuaderno de bitácora

 

A Rosa, compañera de partos

Al compañero de viaje:

Sube a bordo de esta novela como uno de los tantos millones de africanos prisioneros en las naos negreras; y siéntete libre aunque te aten las cadenas.

¡Desnúdate!

Cualesquiera que sean tu raza, cultura o clase, no olvides que pisas la tierra de América, el Nuevo Mundo, la aurora de la nueva humanidad. Por lo tanto hazte niño. Si encuentras fantasmas extraños –palabra, personaje, trama– tómalos como un desafío a tu imaginación.

Olvídate de la academia, de los tiempos verbales, de las fronteras que separan la vida de la muerte, porque en esta saga no hay más huella que la que tú dejes: eres el prisionero, el descubridor, el fundador, el libertador.

Si descubres un vocablo misterioso, dale tu propia connotación, reinvéntala. No acudas al «Cuaderno de bitácora» al final del libro, porque este solo tiene por objeto mostrar los riscos por donde has andado; no es una brújula para descubrir caminos.

Estás nadando en una saga, esto es, en mares distintos, en cinco novelas diferentes –«Los orígenes», «El muntu americano», «La rebelión de los vodús», «Las sangres encontradas» y «Los ancestros combatientes»–.

Todas ellas con unidad, protagonistas, estilo y lenguaje propios. Su única ligazón son los orichas africanos y los difuntos padres nacidos o muertos en América que no reconocen los límites de los siglos, ni de las geografías o de la muerte.

Ahora embárcate en la lectura y deja que Elegba, el abridor de caminos, te revele tus futuros pasos ya escritos en las Tablas de Ifá, desde antes de nacer. Tarde o temprano tenías que enfrentarte a esta verdad: la historia del hombre negro en América es tan tuya como la del indio o la del blanco que lo acompañarán a la conquista de la libertad de todos.

Manuel Zapata Olivella

 

Primera Parte.

Los orígenes

I. La tierra de los ancestros

Los orichas

Deja que cante la kora

¡Oídos del Muntu, oíd!

¡Oíd! ¡Oíd! ¡Oíd!

¡Oídos del Muntu, oíd!

(La kora ríe lloraba la kora,

sus cuerdas hermanas narrarán un solo canto la historia de Nagó

el trágico viaje del Muntu

al continente exilio de Changó).

Soy Ngafúa, hijo de Kissi-Kama.

Dame, padre, tu voz creadora de imágenes,

tu voz tantas veces escuchada a la sombra del baobab.

¡Kissi-Kama, padre, despierta!

Aquí te invoco esta noche,

junta a mi voz tus sabias historias.

¡Mi dolor es grande!

(Es un llanto

la templada cuerda de la kora, cuchilla afilada

hirió suelta pellizcará mi dolor).

¡Padre Kissi-Kama, despierta!

Quiero que pongas en las cuerdas tensas de mi kora el valor

la belleza la fuerza

el noble corazón

la penetrante mirada de Silamaka capturando la serpiente de Galamani.

Soy Ngafúa, hijo de Kissi-Kama reconóceme, padre,

soy el pequeño que cargabas

a la sombra del baobab de profundas raíces

en cuyas pesadas ramas dormían y cantan los héroes del Mandingo.

(La kora narra cantará

la historia larga la historia corta

la larga

historia de Nagó el navegante).

Dame, padre, tu palabra, la palabra evocadora de la espada de Soundjata la sangrienta espada cantada por tu kora la que bañó en sangre el suelo de Krina solo para que Changó-Sol todas las tardes allí manchara su máscara roja.

¡Padre Kissi-Kama, despierta!

Aquí te invoco esta noche,

junta a mi voz tus sabias historias.

¡Mi dolor es grande!

(Hay un vodú escondido en la kora dolor antiguo

alguien llora

dolor de las madres cuando pierden el hijo, alguien llora

dolor de las viudas enjugándose con las sábanas del muerto,

alguien llora

dolor de los huérfanos, dolor que cierra los ojos

cuando el sol se apaga en pleno día hay un vodú escondido en la kora un dolor antiguo).

Sombras de mis mayores

Ancestros

sombras de mis mayores

sombras que tenéis la suerte de conversar con los Orichas acompañadme con vuestras voces tambores, quiero dar vida a mis palabras.

Acercaos huellas sin pisadas fuego sin leña

alimento de los vivos necesito vuestra llama

para cantar el exilio del Muntu

todavía dormido en el sueño de la semilla.

Necesito vuestra alegría vuestro canto

vuestra danza vuestra inspiración vuestro llanto.

Vengan todos esta noche.

¡Acérquense!

La lluvia no los moje ni los perros ladren ni los niños teman.

¡Traigan la gracia que avive mi canto!

Sequen el llanto de nuestras mujeres de sus maridos apartadas,

huérfanas de sus hijos.

Que mi canto eco de vuestra voz

ayude a la siembra del grano

para que el nuevo Muntu americano renazca en el dolor

sepa reír en la angustia tornar en fuego las cenizas

en chispa-sol las cadenas de Changó.

¡Eía! ¿Estáis todos aquí?

Que no falte ningún Ancestro en la hora de la gran iniciación para consagrar a Nagó

el escogido navegante capitán en el exilio

de los condenados de Changó. Hoy es el día de la partida cuando la huella no olvidada se posa en el polvo del mañana.

Escuchemos la voz de los sabios

la voluntad de los Orichas cabalgando el cuerpo de sus caballos.

Hoy enterramos el mijo la semilla sagrada

en el ombligo de la madre África para que muera

se pudra en su seno

y renazca en la sangre de América.

Madre Tierra ofrece al nuevo Muntu tus islas dispersas,

las acogedoras caderas de tus costas.

Bríndale las altas montañas las mesetas

el duro espinazo de tus espaldas.

Y para que se nutra en tus savias el nuevo hijo nacido en tus valles los anchos ríos entrégale derramadas sangres

que se vierten en tus mares.

Ngafúa rememora el irrompible nudo de los vivos con los muertos

Muntu que olvidáis rememora aquellos tiempos cuando los Orichas no nacidos muertos vivían entre sus hijos y sin palabras iluminaron las imágenes inventan caminos a los ríos y mañanas a los vientos.

En la primera hora…

viejo el instante el fuego que arde

en cenizas convertido– el Padre Olofi

con agua, tierra y sol

tibios aún por el calor de sus manos a los mortales trazó su destino

sus pasiones

sus dudas

el irrompible nudo con los muertos. El misterio de la yesca y la chispa deposita en sus dedos,

la red y el anzuelo la lanza, el martillo la aguja y el hilo.

Los caballos, elefantes y camellos sujetó a tu puño

y en las aguas de los océanos y los ríos empujará sus balsas con tus remos.

Para establecer el equilibrio y la justicia la pródiga tierra entre todos repartió sin olvidar las plantas y animales. A los hombres hace perecederos y a los difuntos, amos de la vida, por siempre declaró inmortales.

No canto a los vivos solo para vosotros poderosos Orichas ojos, oídos, lengua piel desnuda párpado abierto profunda mirada de los tiempos poseedores de las sombras sin sus cuerpos poseedores de la luz cuando el sol duerme.

Mi oído vea vuestras voces en la caída de las hojas

en la veloz sombra de los pájaros en la luz que no se moja

en el respiro de la semilla en el horno de la tierra.

Aquí os nombraré

donde nacieron nuestros hijos donde reposan vuestros huesos en el terrible momento en la hora de la partida arrojados por Changó a los mares y tierras desconocidas.

Hablaré en orden a vuestras jerarquías.

Primero a ti, Odumare Nzame gran procreador del mundo espíritu naciente, nunca muerto sin padre, sin madre.

Hablo a tu sombra Olofi sobre la tierra proyectada.

Y a tu otra llama,

tu invisible luz, tu pensamiento Baba Nkwa

dispersos

sus luces soplos

por los espacios siderales.

Los tres separados los tres unidos

los tres espíritus inmortales.

Repito tu nombre, Olofi, sombra de Odumare Nzame su mano, su luz, su fuerza para gobernar la tierra.

Invocaré a tu hijo Obatalá en barro negro

amasado por tus dedos

con los ojos y el brillo de los astros la sabiduría de las manos

inventor de la palabra, del fuego, la casa,

de las flechas y los arcos.

Acércate madre Odudúa primera mujer

también por Olofi creada para que en la amplia

y deshabitada mansión fuera amante de su hijo su sombra en el día

su luna en la noche

por siempre

su única compañera.

Nombraré a sus únicos hijos:

Aganyú, el gran progenitor y a su hermana Yemayá

que recorrieron solos el mundo compartiendo la luna, el sol

y las dormidas aguas… hasta que una noche más bello que su padre relámpago en los ojos del vientre de la Oricha nació Orungán.

Y el propio Aganyú su padre arrepentido lleno de celos turbado por su luz lentamente leño entre fuego extinguió su vida. Más tarde… años, siglos, días un instante… violentada por su hijo de pena y de vergüenza por el incestuoso engendro en las altas montañas refugiose Yemayá.

Y siete días después de muerta entre truenos, centellas y tormentas de sus entrañas removidas nacen los sagrados los catorce Orichas.

¡Óyeme dolida solitaria

huérfana Yemayá!

Guardaré el ritmo-agua que diste a la voz el tono a la lluvia que cae el brillo a las estrellas que mojan nuestros ojos.

Mi palabra será canto encendido fuego que crepita

melodía que despierte vuestro oído.

Estos olores de tierra húmeda mar

ríos ciénagas saltos

olores de surcos, nubes, selvas y cocodrilos olores son de tierra fecundada por las aguas de la madre Yemayá después de parir a los Orichas sus catorce hijos en un solo y tormentoso parto.

Invocación a los grandes Orichas

Te nombro, Changó, padre de las tormentas con tu verga de toro relámpago descomunal.

A Oba, Oshún y Oyá

tus hermanas concubinas diosas de los ríos

empreñas en una sola noche nupcial.

¡Te invoco Dada!

Oricha de la vida

tu aliento escondes en la semilla. Protector de los vientres fecundos vigilante de los partos la sangre placentaria las nacientes aguas orientarás.

¡Hijos todos,

hijos son de Yemayá!

¡Olokún marimacho! Marido y mujer de Olosa tu hermana y esposa.

En los abismos del mar mal repartís los sexos,

barbas ponéis a las mujeres; a los hombres largos senos.

¡Hijos todos,

hijos son de Yemayá!

¡Ochosí te menciono!

Oricha de las flechas y los arcos perseguidor de jabalíes y panteras en las oscuras y peligrosas selvas a los cazadores guías, llenas de pájaros sus trampas sus huellas escondes entre las hojas y sus pasos proteges con tu lanza.

¡Oricha-Oke escúchame!

Elevaré mi voz

a tu solitaria morada

en las escondidas cumbres del Kilimanjaro donde suben los pájaros

y los Hombres-Bosques

para mirar desde lo alto el sol.

Resplandeciente Orún cara-sol de Changó

te nombro,

Oricha de los cielos asómate con Ochú

tu nocturna compañera.

Los infinitos

los inmensos espacios oscuros, solitarios llenaron con vuestros hijos luceros y estrellas.

¡Hijos son,

hijos de Yemayá!

Te invoco Ayé-Shaluga Oricha de la voluble fortuna tu mano tejedora que anuda y desata las sogas afloje el nudo soltará nuestros puños libres los pies para tomar el rumbo.

¡Oko tiéndenos tu mano!

Señor de la siembra y la cosecha danos el ñame y la palmera

la olorosa almáciga

el blando dedo de los plátanos.

Aquí te invoco

para que nutras la espiga de millo nacida en la pradera

a la orilla de los ríos y de la mar.

¡Hijos son,

hijos de Yemayá!

¡Chankpala leproso!

El último en asistir al gran reparto de los catorce hijos en un parto solo obtuviste de la sagrada madre como único don entre los vivos repartir por el mundo las viruelas las moscas y los piojos devoradores de las sangres.

También te rememoraré, padre, condenados entre las cuevas necesitamos de tu alivio.

Estos olores de tierra fecunda ríos

sabanas montañas océanos

olores son de los Orichas frutos maduros

harinas amasadas con granos de millo de leñas y de humos

olores son de las aguas derramadas en la tierra y en el mar

después de parir catorce hijos en un solo y tormentoso parto la prolífera madre Yemayá.

La maldición de Changó

Ngafúa relata la prisión y exilio de Changó

Escucha Muntu que te alejas las pasadas, las vivas historias los gloriosos tiempos de Changó y su trágica maldición.

¡Eléyay, ira de Changó!

¡Eléyay, furia del dolor!

¡Eléyay, maldición de maldiciones!

Por venganza del rencoroso Loa condenados fuimos al continente extraño millones de tus hijos ciegos manatíes en otros ríos buscando los orígenes perdidos.

Por siglos y siglos

Ile-Ife la Ciudad Sagrada mansión de los Orichas

nunca olvidará la imborrable mancha la siniestra rebelión

contra el glorioso Changó tercer soberano de Oyo

y su nunca igualada venganza cuando prisionero y en el exilio al Muntu condena a sufrir su propio castigo.

En aquel entonces…

Muntu que olvidáis las pasadas, las no muertas historias el furibundo y generoso Changó odiado por sus súbditos venerado por su gloria a sus hermanos hizo la guerra a Orún cuyo escudo es el sol a Ochosí constructor del arco y de la flecha a Oke habitante de los montes y las cimas a Olokún enamorado de los machos y hasta al dulce Oko el músico, el poeta que fertiliza la tierra con su gracia las flautas, la kora, las trompetas para danzar con ellas, arrebató.

Changó, infatigable procreador entre guerras, cabalgaduras y estribos en el intocado surco de sus hermanas sembraba la semilla fértil cepa de las múltiples tribus.

A Oba, espía de su hermosura, por siempre en las noches escondida en las lagunas entre todas quiso por esposa y para que no tuviera paz en su locura celosa Oricha de sus pasos puso cien ojos en su cara cien oídos cien narices la piel sensible a los aromas guardiana eterna de su falo.

Oya, voluptuosa corriente, húmedo, oloroso cuerpo del Níger su preferida concubina su otra hermana con sus manos, sus brazos de agua después de las terribles batallas, las heridas, la sangre, le bañaba.

Pero no era menos consentida su hermana menor, Oshún espíritu de los ríos y lagunas en sus senos de aguas retenidas dormía sus sueños el Oricha.

El tiempo hurtado a sus amores consagró a las armas

a la invención del rayo y de los truenos adiestrando caballos que volaran por los cielos. A sus más hábiles gladiadores:

¡Al noble Gbonka!

¡A Timi, el valiente!

Enseñoles el tiro de la lanza

la cacería nocturna del leopardo

burlar el nudo corredizo de la serpiente romper los invisibles hilos de la araña.

Al primero entregó su rutilante espada la cabeza y la cola de un relámpago cortaba; al segundo la astucia de la guerra el brillo de sus lanzas la noche en día transformaba.

Con las huestes imperiales y sus adiestrados capitanes treinta mil cabalgaduras en oro troquelados los frenos y armaduras las cinchas de plata el hijo de Yemayá, intrépido Changó hacia el Chad, hacia el Oeste hasta donde las luces no alcanzan por las arenas desérticas del Norte por los océanos, los ríos y los montes, los reinos del Níger unificó.

¡Eléyay los celos!

Buitre en los hombros del guerrero envidia de la ajena gloria

en su dormido corazón repetidas veces depositó su ponzoña.

Y ciego a su propia grandeza envidia tuvo de sus fieles generales

que aprendieron con sus caballos y alaridos a sembrar la muerte en los vencidos.

En sus largas noches sin sueño olvidado de su estirpe sagrada concibió la perversa estratagema de enfrentar hasta la muerte con sus armas hechizadas a sus dos guerreros frente a frente en duelo interminable que no quisieron ver las madres.

¡Eléyay soberbio, rencoroso Changó!

Obsesionado vaticinaste el fin de la batalla: los dos cadáveres sobre la sangre derramada. Pero Changó, padre de mil familias, tu mano hábil, tus puños fuertes no anudan la sutil trama de la muerte.

Solo el dueño de las Tablas de Ifá Solo Orunla escoge el camino.

Solo Orunla conoce los sueños no soñados de Odumare. Solo Orunla abre la puerta al elegido.

Solo él hace el último llamado

para morir naciendo entre inmortales.

Para castigar la soberbia del ambicioso hijo de Yemayá

que pretendía hurtarle sus poderes, Orunla, señor de la vida y de la muerte, la embrujada espada de Gbonka apuntando la garganta de Timi contra ella certero la dirige desatando la tragedia.

Dolorido desgarrado

asesino de su hermano su mejor compañero en los peores lances siempre a su lado; las lágrimas ahogándole los ojos temblorosas las manos acercose a Changó y la cabeza ensangrentada lentamente a sus pies depositó.

Callada la lengua

prisionero cascabel entre los dientes seca la garganta

en su caballo sin montura desprovisto de frenos y diamantes tristemente alejose del Oricha de los llorosos rostros de su tropa sordo a los lamentos de las viudas y los huérfanos abandonando sus esposas sin el consuelo de sus hijos refugiose en el exilio.

Pero apartándose del viento sigue el eco… La aldea destrozada

la paz del silencio

huella son de la tormenta.

Así el noble corazón de Gbonka solitario, dolido corazón

separado de su pueblo

¡… murmuraba!

La tropa sin capitán añorando las batallas sus pasadas glorias

a la sombra del palacio

¡… traicionaba!

Los ancianos

los más cerca a los ancestros depositarios de las normas y la justicia en su silencio, en el solitario diálogo del insomnio ¡… censuraban al tirano!

El viento, los pájaros, la nube llevan al voluntario exilio de Gbonka la memoria no olvidada de Timi muerto, su cabeza ensangrentada.

Hasta que Orno Oba

el primer y único hombre inmortal debido a su soberbia, a sus odios proscrito por Odumare a vivir sepultado en los volcanes escapose de su lúgubre tronera y por siete noches la raposa lava de su lengua el dolor convirtió en hoguera.

Predicó en la plaza, en los establos contra el temido, el odiado Changó para arrojarlo de la Oyo Imperial y a Gbonka, el noble, coronar.

Siempre de noche a la orilla de los ríos

habladuría de cántaros,

bajo el baobab que congrega a los sabios, sobre la almohada que arrebata el sueño, entre las cenizas de los fogones donde dormían encendidas las palabras del abuelo la envidia, la traición, azuzó.

¡Eléyay, sorda, baja, torpe rebelión!

Nunca Oyo vio su soberano arrastrado por las calles enjaulado león su corona de fuego destrozada; las argollas de hierro por Omo Oba fundidas en sus fraguas subterráneas a su cuello fuertemente atadas. Entre salivas azotados su hijo, su esposa Oba, sus hermanas concubinas.

Y mientras prisionero de la turba sale de Oyo el gran Oricha

en cabalgadura de oro y plata coronado rey entraba Gbonka.

¡Eléyay dolor de Changó!

Sabedor de sus potencias

sol que no se moja con la lluvia

su cólera contuvo, bebió la injuria.

Fue después, hoy, momentos no muertos de la divina venganza

cuando a sus súbditos sus ekobios

sus hijos

sus hermanos

condenó al destierro en país lejano.

La risa de los niños

los pájaros sueños de los jóvenes

la heredada sabiduría de los Modimos los huesos

los músculos

los gritos por los siglos encadenados.

En ajenos brazos vendidas las mujeres, bastarda la sangre de su cría.

Los vodús malditos

bajo otras máscaras revelados;

olvidada la palabra aprendida con la leche

para repetir en extraña jerga

el totémico nombre del abuelo.

Después de su condena dejando al propio Muntu

la tarea de liberarse por sí mismo contra el verdugo, las crueles Lobas de roja cabellera, reunió a su lado sus mujeres y cariñosamente abrazado a sus hijos convocó las descargas de su madre al parirlo entre lava de volcanes.

Y estallando en resonante erupción cuyos ecos todavía se oyen en los truenos en el Padre-Fuego-Sol se convirtió.

¡Y repartidos en el espacio sin tiempo iluminando los infinitos rincones brillan sus Hijos-Luceros parpadean sus Hermanas-Estrellas! Desde entonces, en su alto trono todos los días el padre Changó al reino de los mortales retorna a contemplar los afanes del Muntu arrastrando sus cadenas sobreponiéndose al dolor.

Ngafúa, en sueños, entreoye la maldición de Changó

En sueños he visto a Changó sueño entre sueño

¡Eía!

¡Terrible sueño!

He visto a Changó levantarse de su fragua enojado

colérico

despierto por angustiosa pesadilla entre tinieblas, relámpagos y llamas con su dedo fuego cuerno de torosol palabra incendiada, persiguiendo mi Descendencia mis Ancestros a mis hijos y a los hijos de mis hijos y colérico y vengativo ¡quemándome!

¡Eía terrible sueño!

¡En sueño he visto a Changó a Changó trágico

levantarse de su fragua!

He visto la tierra que parió Odumare.

¡América!

La olvidada tierra donde Olofi dejó su huella piel leopardo.

¡Esa tierra olvidada por el Muntu espera

espera hambrienta devoradora su retorno!

Pintadas con sangre he visto las quillas de los barcos las quillas ensangrentadas he visto con sangre del Muntu.

He visto los negros socavones de las minas iluminados con el resplandor de sus huesos, huesos de mis huesos, huesos de mis hijos y los hijos de mis hijos blanca llama de muerte iluminando el socavón de las minas. He oído el silencio de los pájaros asustados por el crujir de las cadenas en la madrugada, en la noche bajo el sol el crujir de las cadenas silenciando el canto de los pájaros.

¡Eía! ¡Eía! ¡Eía!

¡La tiránica la ciega

maldición de Changó!

El hijo de Yemayá invencible guerrero procreador de Orichas despierto de su sueño una serpiente en cada mano mordiéndose las colas me mostraba, las serpientes de Tamin las serpientes mágicas vida y muerte inmortales símbolos del Muntu en el exilio.

Entre truenos y relámpagos palabras de fuego

escuché su terrible maldición:

«Los descendientes de Obafulom los hijos de lyáa

los que alzaron contra mí su puño los amotinados

los soberbios que de Ile-Ife

la morada de los dioses me expulsaron

arrancados serán de su raíz

y a otros mundos desterrados.

Insaciables mercaderes traficantes de la vida vendedores de la muerte las Blancas Lobas mercaderes de los hombres, violadoras de mujeres tu raza, tu pueblo, tus dioses, tu lengua ¡destruirán!

Las tribus dispersas rota tu familia

separadas las madres de tus hijos aborrecidos,

malditos tus Orichas hasta sus nombres

¡olvidarán!

En barcos de muerte esclavos sin sombras, zombis

ausentes de sí mismos confundidos con el asno el estiércol

hambrientos sumisos colgados irredentos cazados

por los caminos polvorientos por las islas y las costas,

los ríos, las selvas, los montes y los mares, sin barro donde medir su huella ni techo donde madurar su sueño de otras razas separados, proscritos en América la tierra del martirio».

¡Eía! ¡Eía! ¡Eía!

¡La cruel la ciega

maldición de Changó!

«Pero América matriz del indio,

vientre virgen violado siete veces por la Loba fecundada por el Muntu con su sangre sudores y sus gritos –revelome Changó– parirá un niño hijo negro hijo blanco hijo indio mitad tierra mitad árbol mitad leña mitad fuego por sí mismo redimido».

¡Eía, hijo del Muntu!

La libertad la libertad

es tu destino.

Cortarás los puños la lengua

los brazos

del amo que te niega.

Fuerte

zarpa de león

ancha pata de elefante,

librarás la india madre de tu hijo la violada abuela por el amo escarnecida en la noche encadenada por el día en el surco en la cocina.

Al zambo al mulato

nutridos con tu sangre librarás de prisiones de mazmorras

y de castas opresoras.

¡Sin fronteras en la sangre semilla del nuevo hombre vengador de tus padres vengador de tus hijos la libertad es tu destino!

Rebeliones fugas

degollinas en las sombras estallido de la furia

la libertad alta luna

alcanzarás con tus puños tus muertos

tus fuegos y tus uñas.

¡Los esclavos rebeldes esclavos fugitivos,

hijos de Orichas vengadores en América nacidos

lavarán la terrible la ciega

maldición de Changó!

Canto a Changó, Oricha fecundo

¡Changó!

Voz forjadora del trueno.

¡Oye, oye nuestra voz!

Siéntate, descansa tu descomunal falo tu gran útero,

la vida tenga conciencia de la muerte.

¡Oye, oye nuestro canto!

Oye la palabra del Muntu

sin el truenoluz de tus relámpagos.

¡Dame tu palabra saliva dadora de la luz y de la muerte sombra del cuerpo chispa de la vida!

¡Oye, oye nuestra voz!

¡El tambor ahogado en la sangre habla a los primeros padres!

¡Changó poderoso!

¡Aliento del fuego!

¡Luz del relámpago!

¡Dame tu trueno!

¡Oricha fecundo, madre del pensamiento la danza

el canto la música

préstame tu ritmo, palabra batiente,

acomoda aquí tu voz tambor tu ritmo, tu lengua!

Changó, tu pueblo está unido en un solo grito.

El cervatillo amarrado desde anoche te llama por tu nombre. No temblará mi daga cuando corte su garganta.

No lloramos, ni tememos.

¡Gran Manga!

Solo esperamos que nos mantengas unidos como los dedos de tu mano.

Caiga tu maldición sobre nuestras espaldas renazca en cada herida nueva llama, pero revélanos, Changó, tu rostromañana hacia donde corre el desconocido río del exilio.

¡Changó! ¡Changó! ¡Buscaste fuera de áfrica la Loba Blanca!

Loba pelo rojo tienes hocico de hiena

coagulada sangre en los ojos, zarpas uñas de fiera

corazón noche negra tu vacía casa:

la ambición.

Tu huella ceniza carimba

rencor que no se olvida tatuado en mi piel.

Dolor en la partida mordisco que separas al padre que se aleja la madre de la hija.

No compras el puño argollado del esclavo

¡pieza de Indias!–

sino el negro resentimiento la negra piel

que enmohece el odio.

Donde renazca tu chispa en nuestra sangre

en el pan de tu horno en el beso de tu hija

en la mirada de tu nieto estará presente el llanto memoria de la madre muerta, hueso partido en cruz por la espada de tus santos.

¡Las salivas de mil hijos escupirán sobre tu tumba!

Látigo

sal en la herida tijera de la lengua

las sombras de tu alma en la noche de la trata sirvieron de moneda.

¡Changó! ¡Changó!

Buscaste fuera de África la Loba Blanca

para cumplir tu venganza. La que vende y compra por un doblón de cobre un collar de vidrio por tres reales, un rebaño de hombres.

La despedida

Bienvenida a Elegba abridor de las puertas

¡Abobó Elegba!

¡Abobó!

¡Abobó Elegba!

Esta noche

desde hace nueve noches noventa y nueve noches lunas te invocamos gran Oricha

encrucijada de la vida y de la muerte

¡Desciende!

El Muntu africano los muertos

los vivos los peces los pájaros

las pequeñas hormigas los gigantes elefantes la selva

los ríos

te imploramos abras el camino.

Oricha protector alumbra nuestra partida hacia el mañana pasado hacia el presente

hacia el continente exilio de Changó.

¡Desciende!

¡Oye la hoguera invocadora

desde noventa y nueve noches te llama con su fuego!

Te llaman los lingas sagrados vestidos con rojas plumas

las pieles vibrantes tensas

te hablan te invocan

ya reinician su redoble.

Danzo con mi sonaja de cobre

la fragua de Ogún le dio el timbre para que reconozcas su voz.

¡Elegba!

Soy tu eco

tu palabra creadora

la historia no vivida del Muntu deja que termine

deja que comience ahora.

Escucha mi relato historia del ayer caminos del regreso no andados todavía

historias olvidadas del futuro futuras historias del pasado es el eco no nacido

del mañana sin comienzo historia del Muntu esclavizado por sí mismo

para liberarse en la descendencia de sus hijos.

Los jóvenes, los ancianos nueve veces nueve

el gran baile de la lluvia han iniciado

sus cuerpos sin parar sus cuerpos sudorosos

esperan las lágrimas de Yemayá.

Ya es hora de que arrimes

¡Abobó, Elegba!

¡Abobó!

Este saludo es para ti

para ti que habitas el espeso follaje

para ti que regresas de todos los caminos puente que unes los muertos con los vivos.

Ya se cansan los tambores.

¡Escucha!

No temas somos tus hijos clamando por ti.

Muéstrate en todas las esquinas detrás de las puertas

por todas las salidas

en cada cruce pronunciamos tu nombre.

¡Desciende!

Los que vamos al exilio necesitan tu mirada atisbadora.

¡Elegba de los cien ojos por fin estás entre nosotros!

¡Por fin ya bajan los Orichas, ábreles las puertas

poderoso Elegba!

Ya bajas por las cuatro esquinas por las ramas

por el tronco ancho del baobab. Elegba, guardián de los puertos ayúdame a retener el nudo

el momento de la partida.

Dame la palabra viva que todo lo une

que todo lo mata que todo lo resucita.

Han roto el matrimonio de la sangre con la tierra nuestras vidas arrancadas del árbol hojas sin ramas.

¡Han roto la trama

el lazo que une la semilla con la estrella en mil gotas la corriente del río

sin atadura de tu aliento hombres dispersos!

¡Tú, Elegba, vigilante de los vientos adiós en la partida

bienvenida en el retorno

siéntate aquí a la entrada de la puerta!

Oído de los caracoles

llave de las tumbas y de las cuevas aviva el dolor de nuestras heridas

pero que no se cierren mientras seamos esclavos.

Tapa los oídos cierra los ojos

a los que no crean en la verdad de mi canto.

Pon tu risa en los labios de los niños

su fantasía enriquezca mis pobres palabras.

Que todo sea paz y reposo cuando yo inicie mi largo relato, la historia de mi nación ultrajada.

Orunla, vigila tus Tablas

¡Orunla, primer dueño de las Tablas de Ifá adivinador de los destinos,

te invoco, para que vigiles los partos de nuestras mujeres!

Que cada hijo tenga un nombre que su nombre sea una sombra que su sombra sea una hermana por los caminos inciertos.

¡Pero sobre todo, Orunla pídele a Changó

herrero de la risa y el dolor, no nos arrebate la alegría la risa chispa que salta

al golpe de su martillo sobre el yunque!

¡Donde quiera el Muntu se renueve!

¡Donde dirija los pasos se anude!

Se multiplique en sus mujeres

y no muera en el mar de las sangres.

Despedida de las mil cien tribus

Aquí están Nagó, hijo de Jalunga,

las voces despiertas de los desaparecidos Ancestros los vivos

los muertos

los sagrados mensajeros remoto Kush

los de Ghana Mali

y el Songhai

los que llegan de Kanem y el Bornu

de los polvorientos reinos a las orillas del Chad.

Traen la palabra viva de los catorce Orichas alimento de las tribus

bajadas por el Nilo

los ribereños del Lualaba y el Zambeze

por el Níger y el Gambia difundidos.

Los Hombres Manatíes

pescadores del ritmo en la escondida selva, saltaron de los ríos y las ciénagas

las aletas en brazos convertidas la cola en plantas caminantes con la herida abierta de su risa

la cantadora paloma de su lengua

¡Ki-Kongo! ¡Ba-Lunda! ¡U-Mbunda! por la ancha cintura de África

ola negra de los mares

de una costa a otra trashumantes.

Aquí están sus emperadores Ñgola

que sembraron la semilla con arados de hierro.

Se oyen los repiqueteantes lingas de Oeste a Este, los ceramistas Nok

los forjadores del bronce de la esplendorosa Benín. Se escuchan las lentas pisadas de los elefantes sobre sus lomos

los emperadores monomotapas de la Gran Zimbabwe.

Los cálidos olores

los aromas del Índico. Mozambique Zanzíbar

Mombasa y Sofala.

Los hamitas etíopes sangre catarata del Nilo sus llanuras húmedas sus pétreas pirámides.

La primera semilla los Hombres-Bosques hotentotes y papúas nutridos de raíces nubes y pájaros

su corazón preserva la inocencia de los primeros Orichas en la tierra.

Aquí reposan las flechas y los arcos de los invencibles zulúes

cazadores de tormenta en las sureñas costas. Senegal

Sudán

limo apaciguado del islam murallas de cristianos

traen la palabra viva del desierto la selva y los océanos.

Estamos aquí convocados para darte adiós en la partida unidos por la palabra

por los hilos de Elegba abridor de las tumbas

llave de los pactos y las puertas solo él sabe el punto

donde se cruzan la hora y el camino el magara y el buzima

de los vivos y los muertos.

¡Escucha la despedida, las ofrendas, los himnos de las mil cien tribus para despedirte unidas!

II. La trata

La fortaleza nació entre la orilla del mar y la barranca del río, pequeña, perdida en la costa. Al principio la loba blanca trae unos cuantos ekobios encadenados que no hablaban nuestras lenguas. Desembarcaron fusiles, cañones y barriles de alimento. Asombrados y recelosos vimos crecer sus murallas y casamatas blancas para que el muntu se pudra por dentro.

Las almas enfermas, los cuerpos sin sombras, los malditos de Changó se mueven silenciosos en torno a los muros. Arrastran la mirada temerosos de encontrarse con el rostro agraviado de sus ancestros.

Persistían en sobrevivir alimentando los gusanos de la pierna ya separada de la sangre, el ojo lleno de visiones con los hijos y mujeres abandonados en la aldea incendiada. Son los desechos del tráfico negrero que atizan el fogón de la factoría.

Las ancianas descascaradoras de coco, los cultivadores de ñame y plátano, los semihombres solo útiles para el cargue y descargue de las naos negreras… menciono a los ibos, oyos y yagbas prisioneros en Nembe, la villa de los muertos en las bocas del Níger.

El distante, invisible, presente acoso de los tambores.

¡Siete noches, una noche más!

La oscuridad cayó tempranamente sobre la fortificación y la loba baja la bandera con desgano. Yemayá en agosto llena sus cántaros con el agua salobre de la desembocadura y persistentemente mojaba la noche, encharca la mañana, lluvia que no huye con el sol.

Esta noche llegarán.

Lo mismo aseveró dos días atrás. Las palabras del gobernador Diago de Dévora tienen el sabor sordo de la esperanza perdida.

Los esclavos también desesperan.

Las moscas se prenden a la carne cuando los soldados se la llevaban a la boca.

Hemos tenido que echar mano a las provisiones reservadas para la travesía.

Miran los horizontes nocturnos sin hallar el fuego fantasma de la nao.

Coutinho insistió en dar el parte de la media noche:

Los esclavos no duermen atentos a los tambores. Nunca antes percutieron con tanto brío. Hemos tomado todas las precauciones contra un asalto, apostando guarniciones a lo largo de los caños.

El último propio en bajar vino de Onitsha y apenas trae razones ya conocidas por nosotros desde aquí: el tam-tam parece no terminar nunca. Nada se pudo arrancar a los esclavos isokos traídos ayer en dos barcazas. Los hemos encerrado aparte, pero esos negros se comunican todo con la mirada. El silencio, los ojos son su mejor lengua no importa de qué tribus provengan.

De Dévora avanzó cabizbajo por la rampa del castillete perseguido por sus temores.

Con el sol alto el lugarteniente da la orden para que nos sirvan la única ración diaria.

Dos veces sonó la campana.

Las lobas blancas comienzan a llenar las bateas con la harina de mandioca. Duraron largo tiempo destrabando los candados y cerrojos.

¡Eh! ¡A comer!

El estallido de los rebenques no logró movernos. Nuestras mujeres abrazan a los pequeños que chupaban sus senos resecos.

¡Malditos ashantis! ¡Cuándo se vio una perra hambrienta rechazar la comida que le da el amo!

¿Qué sucede? –chilla la hiena jefe desde el almenado.

Se niegan a salir –ladró uno de los perros.

¡Garrote con ellos!

Los soldados armados corren por las rampas en dirección a las casamatas.

¡Sáquenlos a palos! No teman que tienen cadenas.

Permanecimos sentados, la mirada corta revoloteando sobre nuestros hombros. Arrinconadas contra la pared nuestras mujeres fingían entretenerse con su tristeza. Contamos con la oscuridad no disuelta por la alta claraboya.

Saquen primero a las hembras –ordenó Coutinho.

Las contamos por el ruido de sus pisadas… una… tres… cuatro. Sentimos el mordisco de sus rebenques sobre nuestros lomos. Solo el llanto de los niños altera nuestro plan.

¡Imbéciles! ¡Los van a dejar morir de hambre!

Intempestivamente soltamos los gritos. El salto de leopardo, la garra encadenada raja la cabeza con los puños. Dos lobas rodaron aullando y las otras atrapadas se defienden a rebencazos.

¡Por primera vez corre sangre que no es nuestra!

¡Dispárenles a las cabezas!

Ciegos, perdidos en la furia, quebrados, aún apretamos sus gargantas. La segunda descarga solo encontró bazimu, cuerpos sin magara.

Rematen a los heridos.

Nuevos grilletes se prendieron a nuestros brazos y una larga cadena une todas las argollas. Así avanzan en sus mañas para encadenar y manejarnos pero también los hijos de Changó aprendemos a morir matando.

Otra vez el silencio de los ekobios, ni siquiera los niños hambrientos se atreven a levantar el llanto. Y fuera, por el aire, por la corriente del río, como todas las noches, retumba el llamado de nuestros tambores.

Los azotes del dyola azuzaban el canto y los remos de nuestros ekobios. Siete son los brazos de Oyá que atajan la corriente del Níger. Pero no hay orichas ni barrancas que detengan la sangre del muntu prisionero.

Lentamente bajaban las canoas abarrotadas. Las dos primeras recogen sus remos para no aventajar la barcaza de Ezili con su parasol rojo. Le seguían de cerca los soyapayos con el cañón de sus mosquetes sobre la borda.

¡Trae el más grande cargamento que hayan visto mis ojos!

prorrumpió Coutinho al contar hasta siete embarcaciones abarrotadas de esclavos.

Desde la barranca, los mercaderes querían identificar a lo lejos las cicatrices tribales. Vigilantes, los cazadores isúes cubrían sus cabezas con los viejos sombreros que les regalan sus amos portugueses. Separados, ansiosos, los ibos miraban con desesperanza: su pueblo ha sufrido la mayor devastación de hombres y mujeres a todo lo largo del Calabar.

El curandero Babalú-Ayé llegó cojeando de noche a Nembe acompañado de Chankpala que capitaneaba sus tropas de mosquitos. Pronto invaden los ranchos, los cuartos y las cocinas de todo el pueblo.

Los orichas sagrados escalaron los muros de la fortaleza y penetran en la mansión del kilumbu blanco cuando dormía. Babalú-Ayé revolvió sus sábanas y le pinta con carbón signos mágicos en la cara y espalda; en el dormitorio de los soldados se midió los uniformes; en la cocina destapa las ollas y goloso probó todas las comidas.

Mientras tanto, Chankpala se introdujo por las rendijas de las celdas y calabozos con su ejército de mosquitos para chupar la sangre de los ekobios encadenados. Solo después de tantas travesuras despiertan al kilumbu blanco con quien bebieron varias garrafas de vino hasta emborracharse.

¡Eía Babalú-Ayé! Esa noche oíste del kilumbu blanco sus aventuras hasta cuando los mosquitos de Chankpala, huyendo de la claridad de Orún, se refugiaron en los rincones. Escuchas de sus propios labios las conocidas historias relatadas por los tuaregs del desierto, los poetas hechiceros del alto Níger, los mercaderes dyolas y los cautivos de la fortaleza de Nembe.

Fui compañero de Gama, el gran navegante. Médico de su tropa, estuve entre los primeros que visitaron a Ceuta. En el río de las Buenas Señales salvé a mis compañeros de las pústulas que gangrenaban sus bocas, cortando sus labios y remendándoles los dientes. Así lo contará más tarde mi amigo Camoens.

En aquella ocasión fue cuando tú, Babalú-Ayé, sorprendido de mi habilidad, me confiaste tus poderes mágicos para curar enfermos y resucitar muertos. Con un astrolabio medí la altura del gigante Adamástor cuya sombra nos oculta el sol por tres días, confundiéndonos en la más compacta oscuridad.

Náufragos por una tormenta que desató Baco frente a las costas, nos salvan unos pescadores de Mozambique, quienes nos vendieron a unos piratas turcos. Más tarde en un mercado de Constantinopla me compra una mujer por unas rupias. Por la noche, mientras me ofrecía generosa su cuerpo y sus caricias, al quitarle el velo de su cara, descubro que la lepra le corroía los labios y la nariz. ¡Mi ama y amante era la Muerte! Solo los poderes que me conferiste, amigo Babalú- Ayé, me salvaron la vida.

Duerman esta noche en sosegada borrachera el oricha y su discípulo, pues mañana cuando Chankpala suelte sus legiones de moscas, nadie en Nembe tendrá descanso.

Ezili se echó el manto transparente sobre el pecho dejando que las jóvenes bereberes le refrescaran su cuerpo con abanicos de plumas. Mezcladas sangres berebere y nigeriana le tuestan la piel y encendían el verde aceituna de sus ojos.

Su heredado instinto de mercader la impulsó a quitarse el velo con que cubría su rostro y deja al descubierto los senos todavía rebotantes como si nunca hubieran amamantado los muchos hijos tenidos con distintos padres. Sabemos que ese respiro juvenil se debe a las artimañas de su vieja esclava Arún.

El gobernador subió a la barcaza custodiado por sus guardias para darle la bienvenida. Las lobas blancas, después de husmear las entrepiernas de las jóvenes bereberes, arrugan las narices con resoplidos de chivos en celo. Con un gesto, Ezili ordenó que acomoden a su lado el almohadón de plumas. Luego invita al gobernador a que se siente y ella misma le sirvió el agrio salmirón.

Desconfiado el oficial miró a Coutinho. No ignora que el veneno es el arma preferida de los tratantes de esclavos. Le tiembla el pulso, humedeció sus labios y lentamente apura la bebida fermentada.

No es tan fino como sus vinos pero despeja la mente para los negocios.

No hay duda de que eres la más hábil y aventajada comerciante de todo Mali. Tendremos tiempo de sobra para ajustar el precio de los esclavos. Habrás advertido que aún no llega la nao negrera.

Tenía dificultad en tramar la soga de sus palabras. Ezili se cubrió discretamente el rostro para tragarse la saliva amarga. Luego en un portugués aprendido entre mercaderes de Ceuta, le revela su enojo:

No pienso gastar a costa de mi bolso el valor de un plátano para alimentar a los esclavos. Mis provisiones se han agotado. Los nativos están cada vez más alertas al boteo y huyen de las orillas de los ríos al interior de la selva. Los reyezuelos piden más y más baratijas por sus cautivos desde que llegan los barcos de América.

Comienzas a poner condiciones a tu mercancía y aprovecho para darte a conocer mis reservas. En esta ocasión me cercioraré de la procedencia de tus esclavos, no sea que me vendas ashantis revoltosos por mansos ibos.

Azotados por los mamelucos, poco a poco la barranca se ennegrece con las espaldas desnudas.

Sobre el hombro de Nagó se entrecruzaban las serpientes de Elegba. El kilumbu blanco supuso que era la cicatriz de una doble incisión abierta por el brujo de la tribu y prosiguió observando bocas y contando dientes.

Lo peor son las úlceras producidas por las ataduras, porque el esclavo se muere envenenado por la nostalgia de libertad.

Se cubre las narices con el pañuelo. El hedor de las llagas le mareaba a pesar de haber convivido con cadáveres en los campos de guerra. Pronto acudieron dos ibos con cocos de agua.

A una señal del gobernador, los dyolas arrastran al ekobio herido que se resiste con gritos y dentelladas. En la orilla, ya los cocodrilos disputan la presa a los marabús.

Resulta mejor que sepultarlos –afirmó– pues pronto las hienas no tardarían en desenterrarlos, aumentando la hedentina que inunda la costa con los desperdicios de la trata.

Los negreros entraron al barracón de los calabares reforzado con una doble guarnición para prevenir que incendiaran la barraca. Mientras el fuego los consumía, nuestros ekobios suelen entonar cantos guerreros, mostrando amenazantes a las lobas blancas sus puños encadenados.

Te curaré esa enfermedad –el kilumbu blanco le habló en kru, pero el joven se resiste, agitando la cabeza. Sus muñecas permanecían argolladas a la barra de hierro que nos sujeta a todos.

Es el quinto con mal gálico.

Se retorcía, tembloroso, mientras le quema el pene purulento.

La anciana humedecía los costados y poros de Ezili con sus yerbas aromáticas. Olores, tacto y sonidos adormecían la relajada cuerda de su cuerpo. Arún canta la epopeya de su pueblo. Sin abrir los ojos el ama se asombra del oído de su piel:

¿Quién es el elegido de Elegba que guiará al muntu en el exilio?

De espalda a Ezili, entreabrió los dedos de los pies para hacerle llegar el bálsamo hasta ese último rincón. Tuvo que levantar la voz para que no la silenciara la corriente:

Changó el tallador de los fuegos escogió entre tótems su modelo: serpiente burladora de trampas movimientos rápidos de ardilla.

Su pecho coraza de rinoceronte potente su mandíbula, garra de león.

El vaho, los sudores, la saliva aceitan su resbalosa piel de anguila para limar, para roer los cepos en la dentada quijada de la loba que en la guarida de las bodegas tritura la luz, la vida y los huesos.

Desde el vientre de su madre escuchó los relatos de su abuelo, extraños viajes en aguas uterinas por navegantes olmecas recorridas.

Consejero fue de Colombo esclavo y práctico de bitácora estrella que guiaba por los mares la indecisa proa de sus naves.

Ha redescubierto la vieja tierra la tierra que parió Odumare

la olvidada tierra de olvidados ancestros la tierra de los abuelos olmecas

ngangas poderosos de artes mágicas. Ha visto sus ciudades abandonadas sus gigantes y africanas cabezas talladas con cincel en dura piedra celosamente guardadas

por el jaguar en la oscura y silenciosa selva.

Dos serpientes mordiéndose las colas identificarán su presencia

en la tiránica tierra del exilio.

Por voluntad de Elegba

será su símbolo y mensajero capitán de las revueltas tribus su combatiente compañero.

Habitante en otros cuerpos sembrará el sol en sus noches sabiduría en las palabras fuego en las cenizas

vida en la muerte risa en el dolor belleza en la fealdad

y constancia en el rencor.

Te hablo de Nagó el navegante hijo de Jalunga

nacido en las costas de Gafú biznieto de Sassandra el Grebo cuyas fuertes y ágiles barcazas exploraron el este.

Las tolvaneras del desierto traían el olor de la primera lluvia. Nagó nada entre las aguas de la memoria y el olvido. Una pupila hacia el día no revelado y la otra abierta en la noche presente. Todos duermen en el barracón. Fue mucho antes de que la primera chispa incendiara la torre de la fortaleza.

Nagó alertó a los nuestros:

¡Viene la tormenta!

Todos dormían. Intenta levantarse y las cadenas le recordaron que era un cautivo. Entonces penetra el relámpago de Changó, solo un instante para que su pupila tomara conciencia de su paso. En ese momento comprendió que los orichas estaban furiosos: Odumare despierta de su sueño y Elegba, su gran mensajero, abría camino a la tormenta.

Lo oye entrar por entre los dos guardias armados que custodiaban la puerta. Cruzó frente a ellos con su máscara toroluna sin que alcanzaran a verlo. Agita la lengua invisible de su sonaja de plata. ¡Eía! ¡Su danza más graciosa que la pluma al viento! ¡Más ondulante que la serpiente nadando en el río!

Nagó vuelve a llamar con desespero:

¡Aquí está con nosotros el poderoso Elegba!

El oricha se sentó frente a él. Pone sobre el suelo su sonaja y allí donde la apoyaba, arde una llama.

Vengo a decirte que te alistes para la partida. Vendrá la gran nave en donde se confundirán todas las sangres. Estarán unidas aunque las separen las lenguas y las cadenas. En mitad del mar nacerá el nuevo hijo del muntu y en la nueva tierra será amamantado por la leche de madres desconocidas.

Toma mi sonaja de fuego: nadie podrá oscurecer tu inteligencia. Toma el puñado de los vientos: nadie encerrará tu espíritu.

Toma la lanza y el escudo de Orún: serás poderoso por la fuerza de tu puño.

Nagó se puso de pie sin que sus grillos pudieran sujetarlo. Extendió los brazos, recibe las armas y con potente grito llamó a los ekobios.

¡Oigan todos! ¡Elegba está con nosotros!

Los guardias entraron asustados, alumbrando con sus hachones los cuerpos dormidos. Se miran atemorizados. Habían oído el llamado de Nagó. Entre la luzsombra alcanzan a vislumbrar su puño blandiendo la lanza. Ambos, a la par, descargaron sus mosquetes contra esa sombra amenazante. Pero las balas de plomo atraviesan el cuerpo sin herirlo.

Afuera, el Níger se desbordaba.

¡Se ahogan los esclavos!

Las luces se agitan y los guardias corrían en la muralla tratando de observar lo que ocurre más allá de los muros. La corneta desesperada esparce la alarma. El gobernador De Dévora despertó a los gritos del lugarteniente.

¡Los ashantis han incendiado el barracón!

¡No los dejen escapar!

Empequeñecidos por las llamas, los ijaks enfilan sus lanzas listos a dispararlas.

¡Salga toda la guarnición y que se aposten en la barranca! Con unas tenazas, Zanahaga se abría paso entre los escombros:

Mis cadenas resisten pero si el agua les llega al cuello no sobrevivirán. El médico se niega a atender a los heridos. Dice que no es tiempo de curar sino de ver morir.

¡El infierno lo sepulte!

¡Changó, forjador del rayo y la tormenta, cómo te muestras colérico la víspera de nuestra partida!

Mientras las mujeres del poblado llenan los cántaros en el Níger, un anciano dibujó en la arena húmeda de la orilla las culebras de Elegba. Luego, con disimulo, esconde la rama. Las aguadoras pasaban a su lado sin repararlas, hasta cuando Arún las advierte y se detuvo.

Le habla en mande y después en baluba pero el anciano permanecía silencioso. Fue entonces cuando descubrió la cicatriz en sus pómulos, borrada por los soles y los años. Le habló en kru y su cuerpo fue sacudido. Responde:

El elegido de Elegba necesita tu ayuda.

Arún sube su cántaro al hombro y sin responder palabra se dirigió a la barcaza entoldada.

Por tres mañanas el anciano kru esperó en el mismo lugar acurrucado, madero seco, inmóvil. Al cuarto día aparece Arún con su cántaro sobre el hombro. Lo dejó cerca del anciano y se entra a lavar los pies en las aguas de la orilla.

Disimuladamente, mientras los mamelucos observan las esclavas bañándose en el río, el viejo hunde la mano en la vasija y tras agitarla ansioso, rozó las puntas de la lima.

Las hornillas de Zafí Zanahaga están prendidas a la puerta del barracón. Sus ayudantes atizaban cinco y seis hierros a la vez, haciendo que el hedor de la piel quemada se esparza por todos los rincones.

¡Chankpala, sé misericordioso cuando toques con tu dedo de fuego el rostro de los niños!

Sosa Illamba intenta inútilmente calmarles el rezongo como si se tratara del propio hijo que ya le nace en el vientre. Los abraza contra su pecho y les daba palmaditas en las nalgas para adormecerlos.

Escogida por la madre Yemayá, desde ahora, sin saberlo, ya recoge las lágrimas del nuevo muntu. Los mayorcitos se asoman por entre las piernas de sus madres para presenciar, asustados, el crepitar de las ampollas. El mameluco, rápido el movimiento, hundía el hierro chisporroteante que levanta la ampolla y los gritos.

Esperando su turno, las ekobias se agarran las manos en apretado nudo. Son las esposas de los encadenados o las hermanas de los que siguen huyendo en la selva. Parloteaban en las lenguas de sus mayores, apoyándose en el sonsonete de la palabra vaga que entretenía y emborracha.

Algunas, rota la trabazón del ánimo, lloran de terror y las mismas ekobias las sujetaban amansándoles el desconsuelo. Otras pretendían huir dando saltos con los tobillos amarrados. Los mamelucos las alcanzan y contra el suelo les estampaban su hierro candente en los hombros y en las nalgas, dejándolas tendidas con el rezongo del llanto.

Los jóvenes se engañan imaginándose que eran insensibles a los dedos de Changó. Cerraban los ojos y ahogan los gritos cuando la carimba les tuesta la piel. Después, al regresar a la fila de los mayores, dejan oír su risa asustada. Su ejemplo es una prueba para los adultos que debían llegar a la hornilla con sus propios pasos sin muestras de temor.

Los ashantis bajan la cabeza y contemplándose la cicatriz sostenían un lamento que se prolonga a veces hasta el suicidio. Por eso Zafí Zanahaga busca nuestros hombros o la espalda invisibles a la mirada.

Toma tiempo acostumbrarnos a la cicatriz. Durante días y semanas enciende nuestra memoria. Cuando secaba y endurecía, su sombra nos recuerda la esclavitud con más insistencia que la peladura de los grillos. Aún apagadas, iluminan la noche de la barraca con el resplandor de la venganza.

Los rastreadores dyolas nos miraban a través de la reja. Nagó dormía o les observa con los párpados cerrados. Su olor no es distinto a la hedentina que impregna todos los cuerpos. Ni tan alto ni robusto como Olugbala, a quien Zafí Zanahaga debió forjar la más larga cadena para sujetarlo. Así Changó protege a sus jefes favoritos confundiéndolos con sus guerreros. No lo busques en el que grita más fuerte ni en quien más gesticule.

¿Será ese de cicatrices en las piernas? La espina se encaja en quienes gustan de andar en la selva.

La sutileza del dyola atrajo la atención del lugarteniente sobre Kanuri mai. Pero la radiante luz de su cara ofuscó su vista.

No tiene una sola cicatriz en sus brazos. Debe ser un simple cazador de nidos de pájaros que jamás ha dado muerte a un león.

Sus ojos se detuvieron atentos, observando a Nagó. Para protegerlo, Elegba torna más ingenua su sonrisa y redujo su empuñadura al tamaño de la mano de un joven descascarador de coco. Coutinho había avanzado cuando el rastreador le retiene.

Tampoco creo que sea este el cabecilla –dijo después de observarle la quijada–. Sus colmillos no son tan fuertes como los del guerrero acostumbrado a quebrar los huesos del enemigo.

Nagó recoge sus brazos y convertido en serpiente, despista al cazador. Los guardias siguen al fondo de las bóvedas donde se confundían en la oscuridad. Por largo tiempo olfatearon mi aliento sin poder rastrear su sombra.

Soy Ngafúa –les dije–. No perdáis vuestro tiempo buscando entre los vivos a quien Changó ya tiene entre los inmortales.

Los martillazos de Zafí Zanahaga no hablan ni tenían el ritmo de ese otro tam-tam que trae y llevaba el cuchicheo de los lingas. Sin dejar la fragua, vigila los movimientos de sus ayudantes. Los escogía entre berberiscos que nunca lo traicionarían dejando floja la argolla o mal fundidos los pernos.

Para encadenarnos preparó bien su tropilla: cuatro guardias con mosquetes nos conducen de uno en uno a su fragua, amarrados las manos y los tobillos. Pese a su larga experiencia, le sorprende ver que varios de sus esbirros custodien la delgada sombra de Nagó, fuertemente ceñida con amarras.

¿Por qué tantos nudos para una lagartija? –Lo miró desde lejos temeroso de que le escupiera el rostro.

No hay argolla que se le sujete al cuerpo –advirtió Coutinho.

Amárrenlo en el cepo que yo mismo le forjaré una máscara para que no muerda ni escupa con la mirada. Donde quiera que huya, llevará la horca al cuello para que mendigue la comida si no quiere morirse de hambre.

La noche es un muro impenetrable. Ni el mismo protegido de Elegba pudo estar seguro del barco fondeado frente a la fortaleza.

¡Obsérvalo Nagó!

Ha atracado en la noche cuando todos dormían, menos tú que miras soñando. Graba su silueta en tu memoria. Lo revivirás en la noche de la bodega con la claridad de la luz… la sentina, fondo sepultura de tus compañeros; las bodegas reservadas a las mujeres; la quilla donde golpearán las olas indicándote la furia del mar y el sentido de los vientos.

¡Eía contempla el barco que te regala Elegba!

Arrebatado a la loba blanca, lo hundirás en mares de fuego. Asómate por las claraboyas de estribor y babor. ¿Ya contaste los cabrestantes de cubierta? Desde lo alto del mástil observa la mesana de popa amarrada al palo de buenaventura por donde escaparás de las bodegas. ¿Tejiste la telaraña-sueño siguiendo el salto de los marineros entre las jarcias?...

¡Apodérate del timón!

En la última noche en la tierra de los mayores hay que beberse sorbo a sorbo los recuerdos.

Chillaron los pájaros nocturnos y tienes la señal cierta de que el barco se aproxima. En la alta torre se oyó el grito del vigía y el lugarteniente no vacila en gritar a la puerta del gobernador:

¡Se avista la nao negrera!

Desnudo, los pies descalzos, salió al balcón. Apenas puede imaginar el visaje de las velas entre la bruma.

Casi un mes de retardo. Demora dos días más y solo encuentra cadáveres.

Impaciente, dio instrucciones a Coutinho:

Deben lavar las inmundicias que dejan esos esclavos en las celdas.

Tiene que desaparecer este olor a carroña que no me deja dormir.

Con el oído pegado a la puerta, el lugarteniente todavía escuchó más instrucciones:

¡Avísale al médico que quiero verlo en el acto!

Por delante va el viento trazándole el camino y sin apoyar su planta sobre las olas, subió al barco envuelto en su propia sombra. Su aliento caluroso cerró los párpados de la tripulación, haciendo profundo su sueño.

Desde el gobernario, sentado en la silla del capitán Muñís, contempla la nao desolada en espera de la cargazón humana. Los siete rayos de sus ojos se filtraron al fondo de las bodegas y recorren las vacías galeras.

Verificó cuidadosamente la trabazón del ensamblaje, los clavos, los reveses, las taponaduras de estopa y alquitrán. A uno y otro lado los vacíos espacios donde el muntu, apelmazado, estrechará sus huesos. Al observar las argollas y vergalones de hierro, piensa que Nagó gastará muchas noches para limar los remaches del Zafí Zanahaga. Ahora, mecida por el viento, dejó vagar su mirada por entre las jarcias. Calcula la altura de los mástiles y la amplitud de las velas recogidas.

¡Elegba, tú lo supiste en ese instante: la cólera del muntu las consumiría con su fuego!

Lentamente sus pasos lo condujeron al castillete de popa donde los negreros tasan el pozo de su ambición. Luz que enceguece, ocupó la silla vacía que el capitán Muñís ha negado a Rivaldo, su contramaestre, porque desde antes de que el carpintero la imaginara, está destinada al oricha. Probó el vino y se limpia los ojos para no perder palabra de lo que les había dictado en un futuro que recuerda sin haberlo pensado todavía.

El capitán relataba sus mentiras menos fantásticas que su propia vida:

En el Amazonas he cohabitado con sirenas blancas de tetas más abultadas que una vaca.

Desde su invisible presencia, Elegba sonríe y escupe. El gobernador De Dévora, sin embargo, escuchaba y cree cuanto oye. Es hombre de guerra y solo los que se han acostado con la muerte creen en las fábulas de los vivos.

Me dicen que las caribes devoran las orejas de los machos cuando les hacen sus hijos.

El oricha, entusiasmado, agregó más fuego al vino para que hirvieran sus pasiones. El gobernador se desabrocha la casaca. Echaba de menos sus esclavas que a esta hora suelen abanicarle la barriga con plumas de avestruz. A bordo no hay un solo ekobio que pueda alertar al muntu del trágico pacto que conciertan las lobas blancas sobre nuestras vidas.

El kilumbu blanco volvió a llenar los jarrones de vino. Le agrada escuchar estos relatos tan inverosímiles como los que le narraban los marinos en el puerto de Lisboa cuando aún era un estudiante de medicina. Sabe que el fin de una fábula siempre es el comienzo de una nueva mentira.

Tengo el cargamento más robusto, joven y manso que pueda extraerse de África.

De Dévora acuña con fuerza el tabaco como si amasara la verdad en el fondo de su pipa. Está convencido de que el capitán Muñís nunca creerá en la palabra del gobernador de una factoría portuguesa interesado en vender su cargamento de esclavos. Pero el oricha se regocijaba en azuzarlos. La respuesta del otro es tajante y envenenada:

¿Ibos o ashantis?

La verdad y la leyenda se confunden en los recuerdos del capitán: los levantamientos de esclavos durante las travesías, las bodegas incendiadas, los negros hambrientos devorándose unos a otros, los tripulantes holandeses de una nao negrera ahora esclavos de sus antiguos prisioneros.

No le estoy vendiendo cafres. Son tan mansos que la mujer a quien se los he comprado, los gobierna con solo su mirada.

No hay abanico ni brisa que refresque a De Dévora.

Usted, doctor, podrá decirme la verdad sobre la muerte de Zafí Zanahaga. Me cuesta mucho admitir que un mahometano se suicide.

Está usted equivocado –se apresuró en responder el kilumbu– Zanahaga era cristiano.

No ha respondido a mi pregunta. Es posible que lo ignore. Pero sé que ha sido asesinado para robarle una lima.

El kilumbu blanco apura el vino a borbotones. Luego, reposadamente, depositó el jarro sobre la mesa evitando mirar la cara del gobernador.

Los vaís me han contado que ahora cazarán más esclavos ashantis porque han devorado los corazones de los valientes que se amotinaron en su fortaleza.

La carcajada del gobernador asombra hasta al impasible Elegba.

Se ha tragado ese cuento como se creyó el de las mujeres caribes que se comen a sus maridos cuando copulan. Solo los africanos pueden inventar esas historias para aterrorizar a los rendeiros y alejarlos de sus costas. Mañana podrá examinarlos usted mismo y verá lo tranquilos y mansos que son… claro está que los mantengo bien encadenados porque el afán de fuga se les acrecienta cuando ven fondeada una nao negrera en la ría.

Me gustaría conocer la opinión del veedor del rey. Debo pagar treinta ducados por cada pieza de Indias y tengo el compromiso de entregar vivas por lo menos las tres cuartas partes de la cargazón que amparan las licencias. Necesito, pues, las máximas seguridades de salud y docilidad de la cargazón si no quiero arriesgar mi vida, mi dinero y mi nao.

Apoya los codos sobre la mesa y luego la barba entre las manos. Necesitaba afianzarse en algo. El veedor, después de repartir sus miradas entre vendedores y rendeiros, habló con un solo ojo abierto:

Lo único que puedo asegurarle es que estoy listo para inspeccionar la cargazón mañana mismo y abreviar los trámites.

El contramaestre se levantó de la mesa y observa por la portañola de babor la distante playa que apenas se insinúa por el faro de la fortaleza. Abre sus narices de perro, anchas, húmedas. El olfato le sustituía con creces el ojo que le vaciaron en Alcazarquivir. Desde entonces lo cubre con un trapo negro que amarra de la oreja donde colgaba la candonga de oro con el nombre del musulmán que le dejó tuerto.

¡Ruy Rivaldo Loanda no es la primera vez que acechas las migajas que caen de la boca de tus amos!

En los bajos de Santa Ana, en Cabo Verde y hasta en las Molucas has recogido la escoria de tu tripulación entre truhanes y asesinos expulsados de otros barcos. En islas abandonadas escondiste tus huellas hasta que la horca te recuerde tu verdadero nombre. En Ponta Delgada te registraste con el falso nombre de Ruy Rivaldo Loanda para esconder tu pesadilla de clérigo excomulgado.

Violabas novicias en el monasterio de Coimbra y al Demonio cedes la paternidad de tus propios hijos. Pero el Santo Oficio te hizo sufrir torturas en el potro, lardeó tus espaldas con brea derretida y solo te deja suelto cuando estuvo seguro de que nunca más fornicarías. Humillado, silencioso, en Padua vendías esclavas blancas a los persas y se te conoce como experto castrador de esclavos blancos. Algo hueles cuando rondas en torno a tu capitán y sus socios.

A todos nos consta que el negocio de la trata trae más desengaños y pérdidas que ganancias –rumió Muñís en un fingido esfuerzo de sinceridad–. Las enfermedades, rebeliones, suicidios y muerte de los esclavos merman en una mitad la cargazón de nuestros barcos.

Ignora que Elegba barajaba sus palabras y cree llegado el momento de destapar las cartas:

Sin dejar de ser respetuosos y obedientes a nuestras majestades, convengamos entre nos un pacto más ajustado a nuestros intereses. Propongo pagarles diez ducados por cada pieza de Indias que me dejen embarcar sin la marquilla del rey.

El gobernador y el veedor, cuervos de un mismo nido, se miran con recelo. Ninguno de los dos se atrevía a picotear la carroña sobre la mesa. El contramaestre Ruy Rivaldo por mandato del oricha les sirve más vino.

No es para pensarlo demasiado –agrega el capitán después de hacerse repetir otro jarro–. No les propongo nada extraño que no sea práctica corriente entre los asentistas de Lisboa y Sevilla, tanto como en Cartagena de Indias y La Española. Den por aceptado el trato y celebremos el bien que en ello nos va.

Algo debió susurrar Elegba al oído del veedor pues este abre la boca sin medirse en prudencia:

Para ser franco, su propuesta es irrisoria y altamente lesiva a mi rango. Es mejor que la eleve para mi bien y el del gobernador… justo es que recibamos quince ducados por pieza franca, habida cuenta de que este precio es menor del contemplado por las licencias.

Ah, mi sabio amigo –le responde el negrero, repitiendo las palabras que el oricha ponía en su lengua– bien sabe el alto costo que cobra la sudanesa por sus esclavos. Esta es la única razón que me impide aceptar su generosa propuesta.

Si Ezili es la causa del encarecimiento que nos perjudica a todos, ¿por qué no eliminarla?

Nadie sabe quién ha sugerido la solución. Rechinaban los dientes ocultos en las sonrisas y al chocar los jarros de vino, el cadáver de la sudanesa les recuerda las repetidas veces que la habían gozado.

Asegurado el pacto, el hábil mensajero de Orunla se levanta de la mesa y retorna a la encrucijada desde donde acecha los pasos dados por los hombres en la vida y en la muerte.

Cuatro cadáveres a bordo esperaban al kilumbu blanco. Una ekobia con la boca abierta aspira el aire que le faltó en la hora de la muerte.

Observó atento y comprueba el suicidio: se había tragado la lengua. A su lado el hijo muestra la congestión del rostro y las huellas de los dedos con los que le sofocó el grito. Para una madre serere es indigno parir esclavos y sobrevivirles.

Otro de los muertos tiene machacado el cráneo. Su compañero de cepo fue reducido a la fuerza por cuatro negreros y atado al cabrestante de proa. Los cintarazos sobre sus espaldas no consiguen ya estremecerlo.

¡Basta! Creo que escarmientan. No toleraré que nadie merme la mercancía con otro asesinato.

El médico se le acercó y comprueba que aún respira.

Solo servirá para alimentar tiburones en alta mar.

El capitán Muñís desesperado por la merma de la cargazón desde antes de levar anclas, se acercó al cadáver de otro ekobio y lo zarandea con la punta del zapato. Luego se agachó para observarle el cuello.

¿Mira usted esta costra en la nuca?

El kilumbu blanco arrancó la punta ensangrentada.

Una espina de peje. Pudo ser enterrada por alguien para ahorrarle sufrimiento. Entre los esclavos debe ir un formidable cirujano.

El capitán se quita el sombrero para rascarse el cogote como si llevara clavada allí otra espina.

¡Dios me proteja! Este es el peor cargamento que he embarcado en mi nao.

La máscara de hierro de Nagó atrajo la atención del capitán.

No la lleva por perro mordelón sino para impedirle que escape. El difunto Zafí Zanahaga no encontró ninguna otra manera de sujetarlo, tan hábil es para escurrirse de las argollas y cepos.

Nagó empuñó fuertemente sus cadenas mientras el hierro con el escudo real le chamusca la piel.

Sentado y distante, el veedor del rey apuntó con parsimonia una raya. Después se seca el sudor de la frente con su pañuelo perfumado. El silencio y la aparente pasividad de los esclavos tranquiliza al capitán Muñís. Sudoroso, apretado el dedo sobre el gatillo del mosquete, el contramaestre le reveló en voz baja:

Parece que la matazón de los ashantis les ha ablandado las ganas de rebelarse.

Antes de bajar a la bodega, Nagó traga todo el aire que cabía en su pecho. La cadena lo jalaba cada vez más hondo en aquella noche y solo el ruido de sus propias argollas le revelan que todavía caminaba entre los vivos. Midió el reducido espacio bajo sus pies.

No era tan estrecha aquella nao. Continúan bajando las traíllas de nuestros ekobios encadenados y ya Nagó ha podido contar más de trescientos sin que el socavón se atragante. A las mujeres se les separaba de nosotros los varones porque la loba de pelo rojo piensa desde ahora en sus noches en celo.

Lentamente nos sumamos a la pestilencia de la carne hacinada, al hedor de las úlceras, al rancio salitre de los orines dejados en las bodegas por nuestros hermanos en la última travesía. Nadie habla, solo el aullante silencio del terror.

El escogido de Elegba graba en su memoria la forma y la altura de los canalones de estribor y babor, las bodegas, la profunda cala donde la loba blanca distribuía los gelopes, ewes, congos y ashantis, entremezclados para confundir nuestras lenguas.

Todavía los tambores continúan anunciando la venta de los esclavos. Al momento de abandonar la barcaza, Arún coloca a su ama Ezili los aretes de oro tallados dos siglos atrás por un orfebre de Mali. Después, sus esclavos la subieron a la tolda sobre el lomo de un elefante y la caravana abandonó la orilla del Níger en busca del mar.

Ni los tambores ni el canto de la kora le hacen olvidar el riesgo que corre en los tratos con la loba blanca. Conocedora de las hambrunas del capitán Muñís después de las largas travesías desde América, llevaba consigo a cuatro de sus más hermosas malinkés. Al caer la tarde, el séquito se detuvo en la playa donde ya la esperaba una chalupa.

En el castillo de popa nada hacía presumir que el dolor duerme sepultado en las bodegas. Queriéndose adelantar a los designios de Elegba, el capitán ha decidido desposarse con la muerte. Ordena colgar cortinas en su recámara y evocando exóticos manjares solicitó al cocinero un guiso de armadillo sazonado con achiote y olorosas ananás del Orinoco. Ezili, sin embargo, no podrá disfrutar de sus pompas fúnebres.

Te he traído estas perlas guajiras, no las hay más hermosas en todas las Indias occidentales. Y fingiendo una cortesía nunca aprendida, colgó el collar en torno a su garganta.

Capitán Muñís, corresponderé a su atención obsequiándole los colmillos de un elefante centenario cazado en Uganda.

La pronta respuesta le revela que no se rendiría a sus halagos. Se sonríe y desdeñosamente palmotea sus manos. Al instante, pero ya citado desde dos noches atrás, apareció el mameluco con un alfanje colgándole del cinto.

Has de traer el pago prometido a la señora. Quiero que ella misma verifique cada una de las piezas del trueque.

Se acerca a la mesa para escoger el fruto más amarillo y tras de rajarlo con sus dedos, lo ofreció con ironía a los dientes de Ezili.

¡Guayaba! Dicen los caribes idólatras que es el alimento de sus muertos.

Mordió la pulpa roja y agridulce pero antes de masticarla espera que el capitán trague su parte.

No tardaron en aparecer los marinos con dos arcas repujadas en cobre. El mismo capitán abre los candados, seguro del asombro que producirá en Ezili: brazaletes y narigueras de oro, collares de diamantes y bastones de hechiceros con empuñadura de esmeraldas.

Coqueta, levantó una corona pensando en el delirio de las bellas de Timbuctú al lucirla en sus frentes. Aprovechando aquel momento en que los ojos de su señora se tornaban más verdes con los reflejos de las plumas de quetzal, el tuareg que la acompaña le habló en la antigua lengua de los felupes:

Advierte, mi señora, que los guardias del barco están más armados que de costumbre.

Ya en el aire, el vuelo de su mano cambió el rumbo y fue a posarse sobre un pectoral de oro, ciñéndolo contra sus senos.

Extraño que no esté manchado de sangre. Me cuentan que por disputárselos, los portugueses y españoles cortan por igual el hilo de oro que los sujeta y los senos de las princesas indias.

La risotada del negrero le hizo derramar su copa de vino:

Los puñales de los conquistadores no son tan asesinos como la daga de los tuaregs.

El grano de maíz que Ezili había llevado a la boca se quiebra en sus dientes cuando oyó en la playa el detonar de un cañón. Su guardia intenta

asomarse a la claraboya pero el filo del alfanje le rebana la cabeza. Ya en la cubierta las malinkés corrían perseguidas por la tripulación.

¡Quien me desvirgue una esclava lo cuelgo del mástil! –gritó el capitán.

Los mamelucos volvieron a ajustarse sus pantalones con desgano mientras en el castillo de popa Ezili forcejea con dos negreros que la desnudan.

Quítenle hasta el último trapo, no sea que esconda una daga. No moriré yo con el vientre abierto como el herrero musulmán.

A través de la ventanilla pudo observar que el Capitán disfruta a solas la comilona preparada para ambos. Su ojo tuerto y el resoplido de sus sorbos le reviven el terror que sintió de niña cuando fue raptada por los beduinos en una pequeña aldea de Timbuctú. Los puñetazos sobre la mesa atrajeron la presencia del contramaestre.

Necesito dos guardias a la entrada de la recámara. No te alarmes por los gritos de la fulanké y vigila que las jóvenes esclavas no sean violadas. Espero cobrar buen precio por su virginidad.

Sorprendido con su última advertencia, Rivaldo le responde con rencor:

Se trata de un botín de asalto y reclamo mi parte.

No olvides que aún estamos fondeados. Puedo acusarte de insubordinación ante el gobernador.

El contramaestre se retira masticando sus amenazas.

Antes de la media noche, la brisa comenzó a hinchar las velas. La tripulación se da prisa en alistar las jarcias, pero el capitán sumergido en la borrachera, necesitó de dos hombres para levantarse de la mesa. Luego, azuzándolo con sus risas, lo empujan al interior de la cabina. Ezili oyó caer el pesado cerrojo y aturdida, desnuda, observa que se afloja la hebilla de la correa.

¿Dónde estás? Una y mil veces me saciaré en tu cuerpo como lo hicieron los cerdos mahometanos a los que tantas veces te vendiste.

Llévame contigo…

Sus huesos se quiebran atrapada por las manazas de la loba.

Ah, maldita, piensas que me dejaré embobar con tus halagos. Si hay sal en tu cuerpo la chuparé hasta la última gota y luego te echaré a los perros que te esperan afuera.

Se retuerce y sangraba dondequiera que le encaja las uñas. Ya en la cama, mientras le succiona el ombligo con su hocico, ni siquiera advirtió el pinchazo del arete envenenado. Apenas siente que las sombras cierran sus párpados, que el sudor mojaba sus piernas. Ezili esperó que cesaran sus resuellos y cuando estuvo segura de que solo la cabalgaba el peso de un cadáver, no vacila en herirse la lengua con el otro arete emponzoñado por Arún.

¡Ciegas lobas que pretendéis torcer el destino que Orunla tiene trazado a los mortales!

III. La alargada huella entre dos mundos

 

 

Libro de bitácora

Apesadumbrados por la muerte de nuestro capitán Egas Muñís, nos vimos urgidos a levar anclas de la factoría de Nembe antes de la media noche. El carpintero construyó el ataúd y permanecimos al lado de su cadáver, alumbrándolo con linternas.

Tres veces hemos rezado el rosario a Nuestra Señora de Lisboa, amparo y consuelo de los portugueses. A la salida del sol congregué sobre cubierta a toda la tripulación, y acogidos a los altos designios del Señor, después de leer los salmos de la Santa Biblia, arrojamos a la mar sus despojos.

Como primer oficial y contramaestre he asumido el mando de la nao. Paso lista y memoria de las personas que permanecemos a bordo según lo dispuesto por su Majestad en los barcos de cargazón: sumamos veintisiete tripulantes.

Además de mi persona están el nuevo contramaestre como segundo de abordo, un alguacil mayor, un capitán de artillería y sus ocho armeros, un maestro de carpintería y calafate, el despensero de vitualla y municiones, un alguacil y el resto de la marinería. Llevamos doscientas veinticinco piezas de indias entre machos, hembras y mulecos.

Dejo constancia en este cuaderno de bitácora de lo sucedido en la factoría de Nembe y de cuanto acontezca en los días por venir de esta travesía que se inicia con tan inesperados y trágicos presagios.

A los diecisiete días de marzo del año mil quinientos cuarenta, a bordo de la nao «Nova India».

Capitán Ruy Rivaldo Loanda.

Nuestros ojos escuchaban los ruidos sin esperanza, lloran los pequeños y las madres les dejaban chupar los senos para distraerles el miedo. El hambre punza los estómagos vacíos pero sentimos más las cadenas mordiéndonos.

Chidiyi, tejedor de las pesadillas, las mueve todas las noches para que nadie duerma, repitiendo lo que ha contado en los fogones de todas las aldeas: en América nos fritarán en calderas de aceite. Asegura, danzando, que los zapatos negros del capitán son forrados de piel de esclavos.

A los carcomidos por las llagas, les anuncia que los brujos blancos fabricarán la pólvora de los mosquetes con sus huesos. Todos vemos y oímos al oricha burlón danzando en la oscuridad con su ano encendido.

¡Abobó!

¡Abobó!

¡Abobó!

Llevamos con nosotros la palabra adivinadora del gran Ifá. A mi espalda, no puedo ver sus labios, pero su voz me hincha con la claridad que le ha dado Orunla. Me hablaba en yoruba para que pueda entender su cantorrelato:

¡Dijinga Dikatampe, creador de los soles, la tierra, la luna y las aguas, alimento de la vida!

¡Dijinga Dikatampe, procreador del muntu!

¡Dijinga Dikatampe, creador de los animales, las plantas y las piedras que le sirven!

¡Dijinga Dikatampe, poseedor de la fuerza que ordena las jerarquías entre los árboles y las aguas!

¡Dijinga Dikatampe, repartidor del poder de los vodúns, los ancestros y los mortales!

¡Dijinga Dikatampe, después de proclamar tu grandeza deja que mencione mi nombre!

Soy Ngafúa, hijo de Kissi-Kama, babalao de Ifá. Aunque nacido en Cabinda, los ngalas son mis hermanos de sangre.

Habéis de saber ekobios cautivos que mi kulonda fue engendrado en el vientre de mi madre por mi tatarabuelo ancestro para ser sacerdote de Ifá.

En la edad señalada, cuando mi miembro escupió la primera gota con que los ancestros premian al varón, soy puesto bajo la custodia del sacerdote de la tribu para ser iniciado en los misterios del muntu. En ceremonia mágica su cuchillo trazó el círculo sagrado en torno a mi ombligo. Instruido soy por el gran Mayombé en la religión de los ancestros inmortales.

¡Eía! Desde siglos los ngalas de Mossanga hemos resistido a los dioses extraños. Rechazamos el influjo de los fiotes que predicaban la muerte de nuestros vodúns para reverenciar a Alá. Ahora resistimos al Cristo que desea imponernos la loba blanca con la espada y la cruz.

Nuestro príncipe Nzynga Nbemba, convertido y bautizado repudia a nuestros vodúns. Por su mandato los jóvenes bakongos son encerrados en conventos y aprenden de memoria los versículos bíblicos.

¡Eía! ¡La nueva religión condena y deshonra las costumbres de nuestros ancestros!

Oíd ekobios cómo llegaron estas cadenas a mis brazos:

Atizado por los cristianos nuestro príncipe maldijo a los ngalas, llamándonos infieles, rastreros, perros y traidores. Desde entonces nuestro país se ha convertido en desierto aullante. Las bandas de asesinos yakas violaban a nuestras mujeres y cazan a los ekobios para venderlos como esclavos a los misioneros de Cristo.

¡Eía! He visto saquear mi aldea nativa. Las madres arreadas con sus rebaños de cabras y sus hijos marcados con la carimba de fuego. Los babalaos resistimos una vez más y nos negamos a rebautizar nuestros ancestros con los nombres de santos y vírgenes ajenos. Decidimos, pues,

conspirar contra el ñgola. Cada choza debía ser un altar, cada corazón una puerta cerrada al invasor.

¡Ifá, señor del pasado futuro, ojo abierto a la memoria

ojo que traspasa las sombras que cubren el mañana, tú sabías la traición del herrero bakongo!

Antes de que nuestras dagas se clavaran en la garganta del ñgola, los gendarmes, advertidos, cortan el pabilo de nuestras vidas.

¡Eía! ¡Debo eterna gratitud a mi padre! La noche en que degollaron a mis compañeros babalaos, postrado ante el ñgola, suplicante, pagó en oro el precio de mi vida.

¡Eía! Aquí estoy, uno más entre los muchos ngalas encadenados por preservar la religión de nuestros mayores. No moriré ahogado en las aguas de Yemayá, como todos ustedes. Orunla me tiene reservadas las horcas y las hogueras de los cristianos para que mi cuerpo quemado y ahorcado muchas veces proclame el solfuego de Changó.

Libro de derrota

 

Pasamos los días y las noches con la mar mansa. Hemos arrojado a los tiburones los cadáveres de tres mulecones ahogados por la sofocación. Las madres dan muestras de inquietud.

¿Dónde está la caraluz de Ochú? La nochedía de la bodega es larga y vacía. La loba nos acecha en cada ruido: en el batel que se bambolea, en el golpe de las olas contra la proa, en la tos, en el resuello sin eco de los muertos.

Cada vez que alguien sacude el brazo o el pie, por la larga y única cadena que nos unía, sentimos sus movimientos aunque se encuentre en lo más hondo de la cala. Tengo mi muñeca izquierda soldada a la de Kanuri mai, el príncipe kush.

Callé como si fuese el eco de olvidados recuerdos. Por mi brazo derecho estoy atado a la argolla de Olugbala. Su cuerpo de ballena ocupaba tres veces el espacio reservado a cualquiera de nosotros. No deja de observarme con la sonrisapájaro que ilumina su cabeza de hormiga. A mi espalda, sin tocarme, soy parte de la sombra de Ngafúa, el babalao sin sueños. En cualquier momento su respuesta está despierta esperando mi pregunta.

Libro de derrota

Nos persiguen algunas nubazones y lloviznas.

El calor sofoca el cargamento y me preocupan los mulecones. Parece que los ashantis se acomodan al cautiverio pero estoy listo a reprimir cualquier muestra de rebeldía. Personalmente vigilo que se cumplan las rondas en las bodegas y si hay muertos que se arrojen al mar.

Solo temo por unos carabalí-bibbis que se resisten a comer.

¡Eléyay!, padre Jalunga, rememoro tus sabios consejos:

«La araña tarda mucho tiempo en escoger las ramas donde tejer su red».

Te escucho venerable Jalunga:

«Si tienes atados los pies camina con los ojos: los árboles vuelan en el viento».

Cuento las pisadas de la loba blanca sobre cubierta, las veces que levantaba la escotilla, el chirrido de sus garruchas al izar las velas, los aullidos cuando canta.

Ngafúa me advierte que debo apresurarme en limar las cadenas. Ya sé que su ojombligo recorre los rincones de mi cuerpo. Lo encontraba en mi memoria, en el brazo que muevo, en mis deseos no pensados. Calladamente me puse a limar la argolla y nadie duerme con este silbo del pájaronoche.

La máscara de hierro no me deja ver la cara de Olugbala fundido a mi otro brazo, pero presiento que el lento roer de la lima le corroe los huesos. Para calmar sus rezongos le pedí que me cuente cómo fue capturado por la loba blanca. Nuestras voces callaron, abiertas las narices, atentos los ojos a su relato:

¡Obotó, madre de las aguas del mar!

¡Obotó, tú nos enseñaste a construir nuestras barcazas!

¡Obotó, tus manos tejieron la primera red para darnos los peces del mar!

¡Obotó, que sea tu voz, tu pensamiento, quien guíe mis palabras cuando cuente cómo las lobas blancas destruyeron nuestras chalupas!

Soy Olugbala, nacido en el mar. Mis mayores recorren las costas desde donde desemboca el caudaloso Níger hasta el Orimbundu.

Soy camana. Mi lengua está partida en dos: hablo fiote por mi padre y bakongo por mi madre. Mi gran protectora es la ballena. Manso, mis embestidas nunca retroceden.

¿Cómo entonces, me preguntarás hermano Nagó, pudieron las lobas blancas encadenar mis manos a tus manos?

No fui cazado en la selva sino en la mar abierta. Pescaba con mis hermanos y amigos cuando cuatro almadías desprendidas de la nao de Diogo Cao nos sorprenden mar adentro. Perseguidos, huyendo, remamos hacia donde la tempestad arrastra a los pájaros que nunca regresan a la costa.

¡Madre Obotó, tú las viste!

¡Tú estabas allí jugando con las olas!

Resonó la primera descarga. Dos de nuestros ekobios soltaron los remos y se hundieron tragándose el agua por sus ojos abiertos.

Volvimos a escuchar el relámpago trueno.

¡Obotó, madre, tú los recogías!

Mi hermano menor se agarra a mi cuerpo y con los dedos se tapaba las heridas por donde le borbolla la sangre. Nos rodean las almadías y me mordieron sus hocicos. Me resisto, arrojándome al mar. Embestí con mi cabeza la mayor de las barcas y por el hoyo abierto se hunde con sus tripulantes. Les arrastraba a lo profundo y les quiebro el espinazo con la cuña del talón.

¡No disparen! –gritó Diogo Cao– ¡Cacemos vivo ese cachalote!

¡Buena paga me darán por él!

Respiro la mayor cantidad de aire nunca antes bebida por mi boca y me hundí en el vientre de la madre Obotó. Allá en el fondo, turbias las aguas con la sangre de mis hermanos, nado por varios días perdido en los abismos. Al cuarto día, después de recorrer acantilados y mares de algas, mis hermanos difuntos me arrojan a la playa.

Dormí largo sueño del cual aún no despierto. Me cuentan, nagó, que dos negreros encontraron mi cuerpo y tras de atarme con cadenas, me amarraron al cuello una boya con la bandera portuguesa. Vuelven a su nao mayor y de regreso, entre muchos marineros me subieron a bordo. Solo recuerdo si es que aún no estoy dormido, que Zafí Zanahaga había forjado estas cadenas que argollan mis huesos a los tuyos.

Libro de derrota

Vientos del nordeste. En la noche el piloto gobernó mal y la derrota decayó sobre la cuarta norte. Corregimos el rumbo en procura de la isla de São Thomé.

La ronda nocturna escucha ruidos extraños. Los esclavos aparentan dormir pero se les oye un murmullo cuando roncan.

He sacado la mano de la argolla que me ata a Kanuri mai. Lentamente alzo el brazo hasta llevarlo a la altura de mi máscara. Palpé el perno debajo de la barba. Extiendo la mano y por vez primera puedo tocar la frente de Kanuri mai.

Ahora sé que su caraluz quema. Mi mano libre se agitaba, quiere tocar lo que ve y escuchó en las largas nochesdías cuando estuvo prisionera. Olugbala la observa, la oye sorprendido como cuando en silencio seguía el movimiento de los peces bajo el agua. Agarro su puño y sus dedos me apretaron con la fuerza de un mordisco.

Todavía sujetos a las cadenas, los demás ekobios se regocijaban y entristecen. Mis movimientos les hacen sentirse más prisioneros: a la tortuga solo le pesa el caparazón cuando sus ojos miran en la distancia lo que sus pasos no alcanzarán.

Nada sorprende a Ngafúa, babalao de Ifá. Antes de que la lima corte el anillo ya su ojo ha visto el hierro roto; antes de que mi mano se alzara libre, adivinó su recorrido. Sin que podamos mirarnos las caras nuestras miradas se mezclan.

¡Eía, Elegba, tú construyes el puente entre las dos orillas!

Después, hormiga sin prisa, con pedazos de alquitrán calafateo la rotura de la argolla y como si aún estuviera prisionera, dejé reposar la muñeca dentro de la trampa desarmada.

Libro de derrota

Los vientos siguen mudados y no nos permiten maniobrar a nuestro antojo.

Las piezas de Indias dan muestras de hambre por la ración cada vez más disminuida. He dado instrucciones para destapar las bodegas en la hora de mayor bochorno y que se les reparta agua, no sea que por este descuido se merme la cargazón.

Están con nosotros los enviados de Chankpala. Sus piojos saltan de un cuerpo a otro sin que podamos atraparlos con nuestras manos encadenadas. Las ratas huían y procuran mantenerse escondidas en sus huecos, pero sabemos que nos observan y atacarán. Anoche un niño fue mordido en un pie mientras dormía en los brazos de su madre. Las pequeñas hormigas siempre han derrotado a los elefantes.

Las cucarachas son más temerosas. Saben que el codo o el pie las aplastaría contra la tabla. Brotaron de los rincones huyendo del agua que se filtra por las ranuras de la sentina. El llanto del pequeño me obligó a dar los primeros pasos. Suelto mis manos, los pies, y todavía con la máscara, logré incorporarme hasta golpear el techo con la cabeza.

¡Nunca antes me sentí tan elevado y libre! Sombra pintarrajeada de sombras, animal, zombi, muntu, húmedo espíritu de la lluvia, mis movimientos alarman a cuantos escuchaban y sienten mis pasos en la oscuridad. Me detuve, vacilo, no sé si pueda llegar hasta la claraboya enrejada sin ser visto por la ronda. Abrí los oídos y adivino la lluvia que necesitamos para el niño.

Me arrastré con mis cien uñas, sombra que se alarga buscando la claraboya. Algunos ekobios se encogían temerosos, otros se quedan quietos, adivinadores. Primero asomé la mano, abiertos los ojos de los dedos.

Luego, por entre la reja de la máscara, respiré profundamente para llenar mil bocas. Allá en la oscuridad, las estrellas chapotean en el mar de la noche. Busco la cara redonda de Ochú sin encontrarla.

Pero aquí está Yemayá mojándome. Me quité el refajo y con él empapado en agua regreso hasta la madre gelofe que no sabía cómo calmar el llanto del hijo. Pongo el trapo húmedo en los labios del pequeño y chupa de mis dedosríos con más fuerza que del seno de su madre.

Libro de derrota

Toda la noche venteó y llovió. La nao recobra su andar y sin derrotarnos navegamos en nuestra vía hacia el suroeste.

La tripulación se anima y espera ver de cierto la isla. En buena hora el Altísimo así lo quiera para bien de nosotros y de los irracionales hambrientos, cundidos de piojos.

Al amanecer me he asomado a la claraboya para orientarme de la posición y derrotero del barco. He visto una pareja de garjaos que nunca se apartan de la costa. Todo el día y la noche hemos escuchado olores de tierra. Recobramos la seguridad y confianza: aún navegamos en las aguas de nuestros ancestros.

¡Elegba, dirige bien nuestros pasos, que no nos falte tu sombra protectora!

La máscara me recorta el horizonte cuando escuché el silbido de serpiente que me anuncia la presencia de las lobas. Arrastrándome intento regresar hasta mi sitio pero ya están aquí con sus linternas. Debo quedarme rígido entre los cuerpos de dos ekobios.

Por un momento formamos un nudo de tres cabezas y seis ojos. Alumbran nuestros párpados que fingían dormir, pero no oyen, Elegba les enceguecía la vista. Se acercaron a las mujeres y con sus uñas les alzaban los refajos para mirarles el sexo despierto. Los niños, sin dejar de mirarlos, dejan de llorar. Después, oliéndose las uñas, se alejaron con aullidos de perro en celo.

¡Babalú-Ayé, acércate! ¡Echa tu mirada bienhechora sobre nuestros cuerpos enfermos!

Nuestros propios excrementos se pudrían y nos ahogan. Los dos carabalí-bibbis prosiguen en su decisión de no comer para no sobrevivir a tanta podredumbre. En vano, las lobas les azotan hasta sangrarles.

Ayer les regaron pólvora, limón y sal sobre sus heridas amenazándoles con prenderles fuego, sin que hayan podido obligarlos a tomar siquiera un poco de agua. Impotente, el contramaestre les anuncia que mañana los arrojará vivos al mar. Pero solo recibían la misma respuesta, el silencio y la mirada perdida en una distante orilla que solo ellos alcanzan a divisar.

Abajo, sepultados en la cala, los ekobios comenzaron a gritar, golpeando con sus cadenas. Pronto las bodegas se llenaron de voces y requiebros en distintas lenguas. Son los mismos lamentos de los kraos y vaís, la misma queja que oigo entre los congos y angolas.

Las lobas bajaron con sus rebenques y mosquetes pero no lograron silenciar una sola de nuestras miradas.

Libro de derrota

Desde ayer estamos atracados en el puerto de São Thomé. Antes de embarcar las provisiones, ordené la reparación de las reveses de la quilla que venían haciendo agua desde tres días atrás.

Hay varios muertos entre las piezas de Indias y mulecones. Se hace necesaria una revisión y limpieza general. He contratado una cuadrilla de colonos portugueses pues no me fío de ningún nativo.

El contramaestre trajo una manada de lobas peludas. Nos oyen con sus ojos verdes, temerosas de nuestros brazos y puños. El ajetreo se prolongó durante todo el día. Mosquetes, lámparas, baldes y escobas reavivan las bodegas. Nuestros niños lloran asustados frente a sus extraños gestos. Comenzaron por remover los cadáveres de los carabalí-bibbis.

Las sombras separadas de sus cuerpos, hediondas, recorrían las bodegas buscando sepultura. Ngafúa entonó himnos a sus ancestros, pidiéndoles que les abran las puertas. Para no desatar los cepos, les cortan las manos y los pies sin que sus muñones sangren. Después, con los pañuelos en las narices, sacaron los cadáveres de tres ekobias y de dos pequeños ahogados en el fondo de las galeras.

En cubierta, las risallantos de las ekobias ashantis, quienes gritaban y miran hacia el puerto como si distinguieran el lugar conocido de su aldea.

Kanuri mai me observaba angustiado y juntándonos, protegimos con nuestros cuerpos las cadenas rotas para que Orún Sol no derrita las taponaduras de alquitrán. La hedentina ha congregado a todos los buitres sobre los mástiles; les oímos afilar sus picos contra las vergas a la espera de que arrojen los cadáveres hinchados a las aguas de la bahía.

Los baldes repletos de excrementos caminan desde la sentina con los mil dedos de nuestras manos encadenadas hasta que los arrojamos por la borda. Luego con los mismos baldes, bañamos nuestros cuerpos.

El capitán entregó a Ngafúa un tambor roto. Habían observado que era él quien iniciaba nuestros cantos en la oscuridad de las bodegas:

La loba blanca

disminuida ante nuestra mirada; sus cadenas no separarán nuestros cuerpos

de la sombra madre.

¡Vivos estamos, soplo de sombras siempre enriquecidos nunca rebajados!

Libro de derrota

El médico del puerto ha examinado la cargazón. Gracias a la Divina Providencia la mortandad en estos primeros quince días ha sido reducida: además de los mulecones y los carabalí suicidas, solo me vi obligado a dejar para su reposición a dos hembras y cuatro machos agotados por el mal de Loanda y las disenterías. He reparado su merma con la compra de dieciocho esclavos fans traídos del Kouara al parecer de buena catadura.

Si contamos con la ayuda de Dios y los vientos del noroeste nos son favorables, partiremos al amanecer con provisiones para dos meses de navegación, rumbo al poniente.

El barco dormía y las bodegas, huevo cerrado, se empolla en la oscuridad. Ngafúa nos une con su canto aunque estemos dispersos y nos separen las lenguas.

¡Eía Nagó!

¡Te habla Ngafúa discípulo del gran Legba luz brillante

en el fondo de las bodegas!

Relato de relato

agua que bebo de otras aguas te canto

la historia narrada por Sosa Illamba. Zulú el padre Baluba la madre

cambiada fue por un mosquete de chispa y pólvora.

¡Eía Nagó!

¡Mis palabras sin la kora calabaza rota

necesitan tu imaginación!

Así comenzó Sosa Illamba su relato:

Katima Mololo, mi padre, forjó para el ñgola una lanza tan pesada que no pudo arrojarla más allá de su sombra. Nuestro príncipe, apesadumbrado, llamó al sacerdote. Quiere saber por qué irreverencia los ancestros le disminuían su fuerza.

Los tambores sagrados invocan a Ifá y el sacerdote descifró la respuesta:

¡Bufwisi! ¡Bufwisi! La lanza ha sido forjada por el extraño Sosa para ridiculizar a nuestro poderoso ñgola ante su pueblo.

La terrible maldición bañó a nuestra familia y descendencia. Mi padre con sus catorce mujeres, sus sesenta hijos y sus ciento treinta nietos fuimos arrojados del reino del ñgola para que no prosperara entre los baluba la traidora descendencia zulú.

Durante cinco años Katima Mololo, en el exilio, herró los caballos de un jefe nyamewezi a orillas del Zambeze. Pero un día llegarán a su establo dos comerciantes balubas que le reconocen y revelaron la terrible maldición que pesa sobre él y su descendencia.

Entonces huye hacia el sur en busca de la ciudad sagrada de los difuntos monomotapas para compartir con ellos su muerta existencia. Un anciano swahili, pastor de cabras, guió la marcha. Pero solo la mitad de sus mujeres y de su prole siguen a mi padre a la abandonada morada de los bazimu. Siempre guiados por las estrellas del sureste, por entre selvas y planicies, mi padre y su prole buscábamos la gran meseta que se extendía entre el Zimbabwe y el Bulawayo.

Por silenciosos caminos en donde se oían pisadas de olvidados elefantes, el anciano swahili nos cuenta largos relatos sobre los inmortales monomotapas:

«Adoraban las piedras labradas y la flor del girasol. A Lemba, benefactor de las generaciones. Y el gran Aluvaía creador de los mundos».

Entre la yerba seca, antes de que Ngana Zumbi levantara el rebaño de las brumas, una mañana Katima Malolo y sus hijos contemplamos la ciudad real de la Gran Zimbabwe entre escarpadas rocas. Las cabras dejan de balar y sus pequeños ojos, ojos negros, ojos blancos, lloraron agua. Las sandalias rotas del viejo swahili se detienen y las manos de nuestra familia se amarraron en un solo nudo.

Hasta aquí les acompaño –nos dijo el anciano pastor–. Solo los que quieran alejarse de la vida buscarán el silencio de los sagrados monomotapas.

Dos días después mis pisadas removían el silencio que cubre las esculturas de piedra y, olvidada de los vivos, creceré entre rebaños de cabras. Por las tardes trepo a lo alto de la Torre Cónica y desde allí miraba hacia el este donde asoma el sol. Correteando detrás de las cabras recorrí los derruidos muros de la Gran Muralla, levantada para detener a los invasores árabes.

Les cuento viejas historias vividas mucho antes de que los monomotapas conquistaran las riberas del Zambeze y su imperio se extendiera del Kariba hasta el mar…

Y fue de los lados que enrojece el sol por donde una mañana divisé a los vakarangas cazadores de esclavos.

(Aquí, Nagó, se cortan las palabras de Sosa Illamba y tuve que dormir su llanto sobre mis hombros).

Mi padre fue muerto y los mayores enterrados vivos bajo piedras. A los jóvenes prisioneros nos argollaron manos y gargantas. La traílla de esclavos avanzó por ríos sin agua; cruza los pantanos del Tanganika por Ujiji y bordeará las faldas del Kilimanjaro.

De última en la caravana, sin mi rebaño de cabras y cargando un pesado colmillo de elefante, cuento las noches y días desde que supe que en Bombasa nos esperaban los negreros que me condujeron a este barco en donde daré a luz a mi hijo, semilla del muntu en el exilio.

¡Eía, sueño entre sueños! Aquí termina su historia Sosa Illamba.

¡En Bombasa

junto a sus hermanos

por cuatro mosquetes de chispa y pólvora cambiada!

¡Eía Nagó!

Hijo de Jalunga

bisnieto de Sassandra el Grebo compañero de Colombo,

cuida de Sosa Illamba madre del muntu

en la perdida ruta trazada por Changó.

Libro de derrota

Aprovechamos la calma chicha para reparar el barco. Toda la tripulación de buena gana se ha impuesto algún oficio. Con hachuelas y martillos componen la balaustrada y la roda de proa que casi arrancan las olas de la pasada tormenta.

Revisamos las clavazones, las paletas y la serviola de babor. La infinita misericordia de la Virgen del Perpetuo Socorro no quiso que nos quedáramos sin brújula y timón de mando, con lo cual, a merced de vientos y corrientes, habríamos vagado por estos mares sin consuelo de auxilio de otro barco.

Yo mismo, lezna en mano, me he dado a la tarea de subir a las vergas y coser las velas. Si fuese de entrar a un puerto por lo menos estaríamos quince días en carena

Todos los ekobios reconocen en mi máscara la invisible luz de Elegba. Me observaban en silencio cuando, conjuntamente con Kanuri mai, nos deslizamos por entre sus cuerpos. Al pie de la escalera vigila Olugbala. Sus silbidos, anunciando las orejas de la loba, serán repetidos por todos los ekobios con la lengua apretada entre los dientes. Después de que Ngafúa pudo hablar a los fans y fiotes, ando de proa a popa sin que nadie se alarme. Extienden sus manos y agarraban las mías.

¡Elegba, tú estás en cada uno de sus puños! ¡Largo es el camino que separa a los hombres, corto cuando los unes con tu aguja!

Anoche, Ochú me prestó su lámpara para que contemplara mi barco. Es más grande que la carabela en la que Colombo me llevó a América. Tiene las velas recogidas y en silencio pude contemplar sus vergas, mástiles y cofas. Lo veo ahora aquí entre mis piernas a través de las rejillas de mi máscara.

¡Elegba, refuerza mi memoria para guardarlo!

¡Que nunca olvide el lugar exacto de sus alcándaras y garruchas!

¡Que pueda recorrerlo en la oscuridad como mis dedos encuentran mi nariz y labios!

¡Que las azuelas, machetes, arpones, astas y espeques conserven el mismo sitio donde los he visto!

Elegba, tú que todo lo ves y todo lo escondes, escúchame:

¡Dame la caña del timón!

¡Dame las arboladuras y las velas!

¡Dame la cámara de popa!

¡Dame las serviolas de babor y estribor!

¡Dame el obenque de mesana!

¡Dame la verga del proel!

¡Dame la soga del palo de buenaventura!

¡Dame la muela para afilar los cuchillos!

¡Dame los mosquetes de la tripulación!

¡Dame la llave de la despensa!

¡Dame la luz de todas las portañolas!

¡Dame los bateles de abordo!

¡Dame la cofa del árbol mayor!

¡No duerma un instante hasta que los míos, amos del barco, muerto el capitán y la tripulación, cambiemos su rumbo!

Por dos veces he tenido que corregir el rumbo desviado hasta la media partida. Los buenos vientos y corrientes favorables de popa aligeran el andar.

El vigía de cofa anunció en la noche anterior haber visto a babor un barco que navegaba en rumbo contrario. Estamos temerosos de que sea una urca enemiga. Los cañones fueron emplazados en las portañolas y el capitán de artillería ordenó ejercicio de milicia a la tripulación para que se adiestrasen con sus mosquetes en las maniobras de defensa y asalto.

El barco hace agua y los estoperos bajaron con sus lámparas para calafatear la sentina. Por el lado de popa intentamos remover una tabla que nos permita deslizarnos por fuera de la borda. Montado sobre los hombros de Olugbala pude sacar varios clavos con la lima y los dientes. Debemos darnos prisa en limar las cadenas del resto de nuestros ekobios porque hemos avanzado más de la mitad de la travesía.

El sol torna oscuras las bodegas en esta encrucijada de aguas muertas. Desesperadas por el calor, las lobas descienden desnudas por los escotillones sin el peso de sus mosquetes. Los niños lloraban y sus párpados sin agua no pueden humedecer sus ojos.

Cuando las ekobias sofocadas abrían sus piernas para airearse la raíz de la vida, la fiebre empoza nuestra sangre con sapos imaginarios cabalgando a sus hembras. Después de los largos desvelos, amanecemos con los cuerpos espumosos, bañados con la saliva de la vida. Sabíamos que los orichas y ancestros nos vigilan.

Kanuri mai asegura que el leproso Babalú-Ayé nos visitó anoche al ver estampadas bubas de fuego en el cuerpo de tres jóvenes biafras. Sosa Illamba llora porque el hijo dejó de golpearle el vientre con el movimiento de la luna y las olas. Para calmarla, Ngafúa ha invocado a Osachín, el pájaro que cuida el sueño de los niños con la flauta de su canto.

Libro de derrota

Una de las piezas de Indias ha enloquecido. Al comienzo creí que nos desafiaba con sus gritos y escupitajos. El contramaestre la hizo azotar para dominarla. Entonces, enfurecida, comienza a dar mordiscos a las otras bestias a las que estaba encadenada. Finalmente, sueltos los cepos de los pies, se la pudo subir a cubierta donde la amarramos al mástil mayor.

Rechaza todo alimento. La hemos amordazado y puesto un dogal para manejarle con una botavara. Nos observa con la mirada fija y perseguidora, anhelosa de que nos acerquemos para alcanzarnos con sus manotazos y dentelladas.

De súbito, indiferente a cuanto le rodea, su vista se desplazaba hacia el horizonte como si observara un distante punto de la tierra donde anidan todos sus pensamientos. Me pregunto si estos animales realmente tienen razón y si muertos, sus almas pueden hallar en el cielo lo que no han tenido en su mísera vida terrena.

Trato de conservarla porque es un mozalbete ijaw de los más altos y fuertes de cuantos componen la cargazón. En La Española me pagarán buenos ducados por él y me dolería que por persistir en su locura deba arrojarlo a los tiburones.

Cuando arranqué la tabla, el gigante Oyé se asomó al boquete y sopla con tanta pujanza que sus ráfagas recorren las sofocantes bodegas. Abiertas las bocas, paladeamos la brisa. Los niños vuelven a nadar alegres en la corriente del Níger. Me quité la máscara y sostenido por Olugbala, escurrí la cabeza por la abertura para que Yemayá me lave los ojos.

¡Abobó! ¡Poderoso Elegba que todo lo alcanzas, dame la percha que cuelga del palo de buenaventura!

Pronto la tengo en mis manos y la ceñí a mi cintura. Sujeto, serpiente que se anilla a sí misma, escalo hasta alcanzar la balaustrada de popa. Mi vistasonido penetró la noche. Antes de oírlos, mucho antes de tocarlos, mis dedos olfatean la vela de mesana, el mástil mayor con su cofa y jarcias.

La lámpara de proa me alumbra como si yo mismo le hubiera limpiado el tubo y prendido la mecha. Reflejo que camina por entre rendijas, me asomé a la portañola de cámara: el capitán y el contramaestre juegan a las cartas y pude respirar el humo de sus pipas.

Seguí arrastrándome por entre los bultos hasta el puente de proa. Desde lo alto observo un grupo de marineros que bebían y se cuentan historias. Los dejé a un lado y escondido detrás del cabrestante, pegado a los cañones y a la verga del proel, llego hasta la escotilla que cubría la entrada de las bodegas. Solo esta tapa me separa de mis ekobios, allí abajo prisioneros.

Cuando examinaba los candados escucho pasos y me oculté detrás de mi aliento. Dos lobas se acercaron y me alumbran con su linterna. Alguien me levantó por los aires y otra vez tengo entre mis manos la cuerda del palo de buenaventura

¡Eía! ¡Elegba todopoderoso, cuán largo y fuerte es tu brazo!

Libro de derrota

Tenemos un fantasma a bordo y a fe ciega que son artimañas del Demonio. Sacudido por este temor he elevado mis oraciones a São Jorge, exterminador de monstruos. Las rondas exigen armas de fuego para prestar servicio nocturno. Hace cuatro noches el marinero de guardia juró haber oído sus pasos detrás suyo.

Al volverse para disparar, el espanto desapareció sin dejar huella. La noche siguiente, el carpintero, mientras dormía, sintió que alguien rebuscaba en su cuarto: el miedo lo mantuvo paralizado sin atreverse siquiera a gritar. El fantasma persistió en registrar sus herramientas como si buscara algo en particular.

Abrió las gavetas y cuidadosamente removió los enseres, procurando dejar cada cosa en su sitio. Sobreponiéndose al terror, el carpintero alcanzó a decirle: «Alma en pena, si vienes de otro mundo, dime qué te atormenta».

Relata que la sombra desapareció sin responderle. El alguacil de despensa afirma que tiene preferencia por las nueces de coco y muy en especial por los limones. Nadie quiere salir de noche fuera de los camarotes.

El piloto se hace acompañar en el timón de dos guardias armados. A pesar de ello, anteanoche quedó el barco al garete porque el fantasma los aterrorizó con sus pisadas. En la mañana me vi obligado a rectificar el rumbo porque derrotamos una cuarta parte del sextante.

¿Nagó, compañero de infortunio, me pides que te cuente de cuál país vengo? ¿Dónde están enterrados mis ancestros? ¿Cuáles fueron los tiempos de grandeza del antiguo reino de Kanem, mi lejana patria?

Te responderé si mi memoria despierta y si el recordar no apaga mis palabras:

Fueron los abuelos so, cuyos orígenes se confunden con los fundadores del antiguo reino de Kanem, quienes sembraron mi kulonda. Pero he de confesarte que debo mi vida al más miserable de mis siervos, a Dugo, un joven leproso, tan apestado que de él huían hasta los perros hambrientos. Perseguido por los sicarios del islam, asesinos de mis padres, para ayudarme a escapar cambió sus harapos por mis túnicas reales.

Prefiero tu traje de príncipe por un instante a padecer una larga vida repudiado de los míos.

Corto fue su principado: esa misma noche lo degüellan los sarracenos de Alá, cuya gloria se expande con la sangre derramada de los príncipes kanuris.

En las aldeas donde mis mayores adoraron a los gloriosos mai, ahora se alzan mezquitas en las que nuestros príncipes, sometidos y humillados, recitan el Corán. Pero el mayor vejamen sobre mi pueblo es la trata de esclavos. Los sarracenos sangran nuestras aldeas encadenando madres, hijos y padres para venderlos a los dyolas en las riberas del Níger.

Desde entonces, las ropas leprosas del infortunado Dugo son viva cicatriz sobre mi cuerpo. Arrastrándome entre mendigos, hiena raposa, atravesé el reino del Zaghawa y los campos de millo, cebada y lino del Bornu.

Detrás de los mercaderes de marfil, entre camellos, llego a las ciudades de Gonja y Djeme donde confluyen las mercaderías de Niani y Ghana. Allí los colmillos centenarios de los elefantes de Sofala, los hermosos caballos de Oyo, las nueces y el oro de las minas de Wallagara. Confundido con los rebaños de cerdos, huían de mi lado los recaudadores, cortesanos, músicos, herreros y poetas que desde lejanos reinos llegan a la corte del emperador de Mali.

¡Eía, Orunla, ya tus dedos habían tejido el invisible cáñamo que aprisionaría mi corazón!

Aquella tarde, al reflejarme en su mirada, supe que había sido perseguido por el islam, esclavo y mendigo de parias, solo para que su cincel me atara por siempre a los brazos de Kanitsia. Solo él, a quien Legba prestó sus cien ojos, pudo descubrir la belleza que oculto bajo la túnica apestada.

Ven conmigo al palacio del emperador para descubrir esa luz que solo Olokún, repartidor de la hermosura entre los mortales pudo poner sobre tu rostro.

Me tapé la cara y huyo perdiéndome entre las sombras de una alcantarilla. Desde entonces me persigue en los basureros y porquerizas donde podía refugiarme sin que me azuzaran los perros. Me ofrece oro, me invitaba a su mansión, júrame abrirme las puertas del palacio real. Mi respuesta siempre fue la misma:

Hasta tanto no regrese a mi tierra, libre y señor a honrar a mis padres asesinados, que el vestido de la lepra agujere mi memoria.

Una noche, allí donde los gusanos se ferian la carroña de los muertos, sus guardias me apresaron y conducido soy al palacio real. Aterrorizada por mis harapos de leproso, Kanitsia, su joven esclava, se resiste a mirarme.

Este es el varón afortunado que acariciará tu cuerpo mientras los esculpo en un abrazo que los haga inmortales.

Los guardias desgarran mis ropas y de entre los harapos, fue surgiendo mi cuerpo al que mis ayas y siervos habían bañado desde mi nacimiento con resinas y aceites como corresponde a un príncipe de Kanem.

Viéndome desnudo, los orichas acudieron a vestirme con sus luces. Changó puso su corona de fuego en mi cabeza y Ochú, generosa, baña mi cara con su luz. Enceguecidos, el escultor de Benín y sus guardias se apartan de mi lado, cubriéndose los ojos con sus túnicas. Pero Kanitsia, mariposa hechizada corrió y se abraza al fuego de mi llama.

Desde entonces, unidos nuestros labios, entrelazados, los días y las noches nos fundieron en un sueño. Insomne, sin despertarnos, el artista fue amasando en arcilla nuestros cuerpos. Princesas, embajadores y poetas desfilan por el palacio real para admirar en el barro el dormido fuego de nuestro abrazo. Pero bajo la aparente frialdad de Kanitsia yo sentía el acrecentado respirar de sus senos.

¡Eía, Nagó, condenado por los orichas a huir de los míos y de la mujer que adoro, por siempre he de recordar la hora maldita en que terminada aquella obra, enloquecido por los celos, el escultor hunde su cincel en la garganta de su esclava… y desnudo, encadenado, paño de su sangre, vendido fui a la traidora Ezili quien me cambió en Timbuctú por un puñado de sus sucios cauríes!

La sombraluz de mi canto, la angustia de mi relato, ilumina los rostros de los ekobios encadenados. Después, cuando se secó el silencio, Ngafúa cierra los ojos y me dijo:

¡Kanuri mai deja que yo, sacerdote de Ifá, te revele el destino que te tienen reservadas las Tablas: mañana la lepra devorará tu rostro! Comidos los párpados y la nariz, tu cara será colmena de las moscas. ¡Pero aun así, podridos los dedos y sangrantes los muñones de las manos, en dura piedra esculpirás tu propia belleza en muchas caras para que en tiempos venideros, ya idos, perduren los rostros de nuestros orichas, fieros, dulces, amenazantes en la búsqueda de nuestra libertad!

Libro de derrota

Debimos arrojar el ijaw al mar. Al oírlo alborotar por las noches, pateando y escupiendo a su alrededor, no nos cupo duda de que lo embrujaban mil demonios. Nos regocijamos al observar que después de exorcizarlo con el misal de São Jorge y el agua bendita, permitió que se le desatara del mástil sin agredirnos. Ya en la borda rompe a reír con tan fuertes carcajadas que las oímos aun después de ser tragado por las olas.

Desde entonces los esclavos se muestran menos inquietos. Día y noche entonan cantos lúgubres y se han vuelto apáticos en el comer, recibiendo sus porciones sin mayores atropellos. Pero sobre todo, han dejado de morir y los tiburones de seguirnos.

Las lobas no duermen. Toda la noche hemos sentido sus pasos correteando sobre cubierta. Ahora rondaban en torno a la escotilla y alguien abre los candados. Los ekobios distantes en los sueños y los que estamos despiertos seguimos su olor.

Rodó la pesada tapa y llenan la bodega con nubes de humo blanco. Los niños tosían sofocados por el miedo. Olugbala ya tiene sus muñecas fuera de las argollas y a mi lado, Kanuri mai empuñaba la lima con la mano suelta. Bajan alumbrándose con lámparas, repitiendo una letanía de difuntos que se alarga al descender por la escalera. Pero desde mucho antes escuchamos el repicar de una campanilla, el mismo con que nuestros babalaos invocan a Legba.

¡Vaderetrosatán!

¡Vaderetrosatán!

Aunque venían encapuchados y se tapan las caras con largas cruces, las jóvenes malinkés les reconocieron, tienen las mismas uñas con que trataron de desflorarlas. Desde entonces han estado al acecho, hipopótamos que no olvidan el charco donde se revolcaron sus cuerpos.

El capitán oculta sus largas orejas bajo la sotana pero se le ven sus garras y rabo. Basta con olerlo para descubrir su barriga de loba cebada. Agita su campanilla de cobre sobre nuestras cabezas y mientras remiraba el libro que lleva en sus manos, nos moja con pringos de agua:

¡Vaderetrosataninseculaseculorum…!

¿Kanuri mai, tú que aprendiste idiomas de extraños mercaderes, dime de qué pueblo viene este oscuro trabalenguas?

Libro de derrota

Estamos seguros de que navegamos en aguas del Nuevo Mundo. Al caer la noche nos hemos congregado a rezar el rosario de la Santísima Virgen María en demanda de socorro. El fantasma de abordo ha reaparecido cinco días después de que nos creíamos librados del ijaw. En la mañana de hoy hemos descubierto sus huellas. Miden más de dos palmos, lo que nos hace presumir que sea un gigante de tres metros de alto.

«Cuando camina sobre cubierta su cabeza sobrepasa el techo del castillo de popa», atestigua el vigía que lo alcanzó a ver desde la cofa. Tras de robar martillos, serruchos y estopa se le ha dado por calafatear el barco. Toda la noche se le oye martillar sin que podamos localizarlo. Cuando creemos que trabaja en la proa, se oyen sus golpes a babor.

Otras veces, seguramente para confundirnos, tapona en varios sitios a la vez. La sed parece acosarlo: vacía los barriles y de continuar bebiéndose el agua en tales cantidades, tendríamos que arrojar la cargazón de esclavos al mar si no queremos perecer sedientos.

Entre sueños, navegando en otras aguas, Ngafúa ha visto un barco.

Pero yo, asomado a la claraboya, oigo que el aire trae cantos de pájaros.

El paciente Olugbala se desespera y pide que ataquemos y nos apoderemos del barco. El resto de los ekobios aún encadenados nos muestran sus argollas con desespero. La bodega se llena de cantos. Las lobas ya están acostumbradas a escucharlos y no sentían el roer de la lima tapado por nuestras voces.

Olugbala dirige el desmonte de los vergalones que sujetan los tobillos y sus puntas afiladas serán formidables lanzas. En la cala desclavamos tres cepos con la azuela. Más difícil es volver a colocarlos en su lugar para que las rondas no adviertan su filo.

Pensamos abrir un hueco en el techo de popa, pero Ngafúa no ha obtenido respuesta del gran Ifá.

Libro de derrota

Nos hemos puesto al acecho, temerosos de un ataque de filibusteros. Pero otro mal peor se incuba en nuestras bodegas: la peste. Los trapos en las narices no han podido liberarnos de su podredumbre. Nos extrañamos de que las piezas de Indias hayan resistido sin quejarse. Su silencio nos hace temer que tengamos una conjura a bordo.

Atando cabos, presumimos que no hay tales demonios ni fantasmas sino un siniestro plan de asalto. Nuestras pesquisas denunciaron al babalao ngala. Lo subimos a cubierta y en presencia de toda la cargazón lo hemos atormentado para que nos revele cuanto sepa. No nos valieron azotes, ni planchas de fuego sobre su pecho y espalda.

¿Puerco, dinos qué demonio te habita y hace que robes nuestras comidas? ¿Dónde escondes las hachuelas que robaste de la recámara de armas? ¡Denuncia a tus compinches y te juro por Dios Todopoderoso que no te arrojaré al mar donde te esperan los tiburones!

Mira a su gente con ojos reposados y luego entonó una letanía que los demás respondieron en coro. Cabecilla o no, lo colgamos del árbol mayor para que ni de noche ni de día olviden el tormento que les espera si pretenden rebelarse.

Sacan los cadáveres de un niño y de cinco ekobios ahogados por la hedentina. Chankpala goza arrojándonos sus puñados de gusanos y moscas para que devoren nuestras úlceras.

Las lobas blancas, como lo temíamos, revisan las cadenas rotas taponadas de alquitrán.

¡Elegba pon cenizas en sus ojos!

Dos lobas armadas bajan por Ngafúa. Después, desde arriba, tiraron de nuestras cadenas. Kanuri mai se resiste, deseoso de recoger el cuchillo escondido. Le reprocho con la mirada y halé fuerte de la cadena antes de que pueda inclinarse.

En la cubierta nos baña la brisa. Aunque ahora podemos beber el aliento de Oyé, nadie, ni los niños se atrevían a respirar. No han traído el tambor roto para que dancemos. Mantienen acorralado a Ngafúa. Le azotaban y riegan sal y pólvora sobre sus heridas. La loba mayor ladra, pidiéndole que denuncie nuestro plan y solo escuchamos su invitación a que resistamos. Fue entonces cuando lo subieron a las jarcias y lo cuelgan en lo más alto del mástil.

Libro de derrota

Nos acercamos a nuestro destino con la divina protección del Señor. Los vientos del noroeste soplan suavemente. Las agujas marcan rumbo distinto al de las estrellas pero nos atenemos a las guardas que son menos móviles y caprichosas. Por las tardes las pardelas atraviesan nuestra ruta y presumimos que tenemos a babor algunas de las recién descubiertas islas por Colombo. Nos alejamos de ellas temiendo que sean albergue de canibas.

El vigía desde la cofa observó una luz, siempre persiguiéndonos. En la madrugada, despejada la bruma, pudo comprobar que se rezaga. Es una urca holandesa. Para burlarla apago las luces por la noche y cambio el rumbo, tratando por todos los medios de barloventear para evitar los riesgos de un asalto.

 

Aquí está con nosotros, aunque allá arriba, colgado del mástil, se posen las gaviotas sobre sus hombros. Aquí está a nuestro lado con sus argollas rotas, cruzadas las piernas, repitiéndonos su canto. Kanuri mai cierra los ojos para verlo mejor en la oscuridad.

A mi espalda, en el mismo lugar que ocupaba, comienza a desatarse la soga que le ataron al cuello. Luego, cuando termina, volvía a trenzarla desde la punta hasta el nudo, ajustándola a su garganta.

Después me invita a que lo acompañe a ver su otro cuerpo, colgado allá en la arboladura. Lo pude ver en la oscuridad porque sus ojos abiertos me hablan como cuando invocaba a los orichas y ancestros. Las gaviotas le revolotean sobre los hombros sin atreverse a picotear sus ojos.

Libro de derrota

Ordené descolgar el cadáver del babalao y lo arrojamos al mar. La tripulación estaba aterrorizada al comprobar que, pese a los soles, las lluvias y los vientos, permanecía fresco como si acabáramos de ahorcarlo. Desde lo alto, la cabeza inclinada sobre el hombro, espiaba nuestros movimientos.

Supimos entonces que él era el fantasma y no el pobre loco arrojado al mar. Arrepentido, he rogado al Altísimo que me lave de culpa si pequé por martirizar una bestia y arrojarla viva a los tiburones.

Anoche decidí acompañar la ronda y bajé a las bodegas para exorcizar las bestias cuyos cuerpos están tan corrompidos que apestan el barco y los aires que nos circundan.

El horizonte baja y subía más allá de la borda. Las claraboyas han desaparecido tapadas por la mano de Ochú que no quiere asomarse esta noche. A mi lado Kanuri mai sueña con sus desaparecidos reinos. Escuchaba relinchos, frenos, corazas de hierro, caballerías de emperadores sepultados en las arenas de su sangre.

«¡Ataquemos!».

«¡Ataquemos!».

Los difuntos removían sus cadenas y las arrastran de uno a otro extremo del barco; se suben a cubierta y tiran de las argollas. Los de atrás, uncidos a la traílla, les siguen atados de manos y gargantas. Después solo oímos sus gritos hundiéndose en las olas, aferrándose a la quilla.

«¡Escapen!».

«¡Escapen!».

Solo ahora, todavía anegadas las bodegas, comprendemos los falsos aullidos de la loba. Azotándonos, nos obligan a salir a cubierta.

El capitán hizo traer el tambor roto que solían prestar a Ngafúa. El contramaestre busca en la larga fila, adivinando en las cicatrices de la cara, en la mirada de fuego, quién pudiera sustituirlo. Finalmente, atraído por mi máscara y las serpientes sobre mi hombro, me entrega el tambor. Lo palmoteé varias veces y sin decir palabra, miramos hacia el mástil pidiendo al ausente Ngafúa que nos acompañara con su canto.

¡Tú que estás cerca de los ancestros, revélanos cómo adueñarnos del barco! Desde anoche nos llega el aliento de la madre tierra y la flecha de los pájaros nos muestra el camino.

Libro de derrota

Esta mañana nos hemos reunido en cubierta a dar gracias al Señor por sacarnos con vida de los vientos huracanados que nos azotaron por el oeste. De rodillas, todavía mojados y desnudos, leímos la Biblia con gran devoción y arrepentimiento de nuestras culpas.

La tormenta nos tomó tan de sorpresa que apenas nos dio tiempo de arriar el trinquete y las velas del árbol mayor con lo que conseguimos capear los vientos. La toldilla de popa voló al reventarse los portaobenques: el barco daba barzones por proa y tuvimos que aligerar la carga, arrojando más de treinta piezas a la mar enfurecida.

La tarea fue fácil porque las bestias, asustadas y crédulas de que tratábamos de ayudarlas, obedecieron nuestras órdenes y a la carrera, atropellándose, subieron por la escotilla tirando ellas mismas de sus cadenas. La tripulación se dio prisa en recibir y empujar a las primeras por la borda y el peso de sus cuerpos arrastró a las demás sin que se dieran cuenta de cómo salían y cuándo saltaban a la muerte.

Lo esperábamos. A la media noche descendió del mástil con su máscara Machocabrío-Changó-Sol. Mucho antes de que atravesara la escotilla, su sombraluz penetró las bodegas iluminando hasta los oscuros sótanos de la sentina.

Kanuri mai es el primero en abrazarse a sus relámpagos. Los sobrevivientes de la tormenta, treintaitresveces tres, más la mitad, vivos y muertos, nos congregamos en torno a su fuego. Juntos están los congos y ashantis antes separados por los ríos y las lenguas. En la rendija que dejan sus cuerpos, sudor y cenizas, se aprietan los carabalí-bibbis arrojados al mar.

Las madres kraos y ngalas se acercan a Ngafúa y depositaron los pequeños sobre sus piernas para que se alimenten de su mirada. Desde que lo colgaron de la arboladura le han crecido las barbas, más blancas y más salobres por la cal de las gaviotas.

Dos ekobias calabares ayudan a Sosa Illamba que no puede andar por el peso del engendro. A través de su piel transparente podemos ver la semilla del muntu con la cabeza espumosa, bailadoras las aletas de los pies. Entonces, reflejados en sus ojos, contemplamos nuestras edades futuras-jóvenes, envejecidas, niños- siempre, todos alimentándonos de la misma sangre.

El último en llegar fue el ijaw. Sonríe, alegre de encontrarse de nuevo entre nosotros. Venía de los profundos océanos con los cabellos llenos de algas.

Ngafúa me pidió que me sentara y luego abre sus piernas para sacar de entre la bolsa de sus turmas las dieciséis nueces sagradas de Ifá. Una a una las fue abrillantando con la espuma de su saliva. Después, pronunció varias palabras en la lengua sin voz de los difuntos.

Vemos volar las cáscaras por el aire aunque permanecían atrapadas en el cuenco de su mano. Al caer sobre el piso, bailan en las puntas, cerraban las valvas y ríen ocultando sus respuestas. Cuando se quedaron inmóviles, Ngafúa las observa silencioso por largo tiempo. Pero todos pudimos leer en sus ojos mudos lo que nos aconsejaba el visionario Orunla:

«Buscadlo allí donde se originó el cauce».

Sin abrir sus labios, Ngafúa nos revela lo que nos quería decir el oricha con su proverbio:

¡Las bodegas! ¡Aquí nació nuestra esperanza y aquí debemos iniciar nuestra rebelión!

En ese momento las lobas bajaron con sus bateas llenas de harina de mandioca y aunque nos llaman con sus gritos, permanecemos en el mismo lugar, bañándonos en la sombra del babalao:

¡Arre! ¡Arre!

Los niños y mujeres se llevan los puñados a la boca y tragaban la harina reseca sin masticarla.

Por tres veces más, Ngafúa escupió las nueces antes de arrojarlas a nuestros pies. En ese momento, sobre cubierta, las lobas oyeron asustadas la risatrueno de Changó, pero es aquí abajo, en los tablones húmedos, donde quedó grabado su fuego en las huellas dejadas por las cáscaras.

«Donde el agujero fue abierto la primera vez».

Todos miramos hacia la popa, donde noche tras noche, sostenido por los puños de Olugbala, yo había desclavado la tabla con los dientes y la punta de la lima.

Libro de derrota

Tenemos andadas más de setecientas leguas, lo que nos hace estar seguros de que arribaremos a La Española en los próximos días. Ni a babor ni a estribor atisbamos el barco holandés. Nada se mueve a bordo. Las velas desplegadas permanecen escurridas porque los vientos han huido de estas aguas.

El contramaestre sigue preocupado por la pérdida de nuevas herramientas. Entramos en sospecha del kru con la máscara de hierro. Sobre su hombro tiene tatuadas dos serpientes y juro que se mueven debajo de la piel. Aun cuando tratan de ocultarlo, los demás le obedecen y escuchan. Mañana le colgaremos del árbol mayor.

Las lobas están en celo. Desde el oscurecer escuchamos sus aullidos, correteaban sobre cubierta y arañan la escotilla. Olugbala, que les perseguía el aliento, vuelve a enroscarse a mi lado, sujetándose de nuevo las argollas.

Ya asoman las largas orejas del capitán. Se alumbra con una linterna y sentimos que baja la escalera pesadamente, acostumbrando sus ojos sin brillo a la oscuridad. Se creía solo a pesar de que le mostramos los colmillos.

Nuestras mujeres aprietan las piernas y nos miraban con desespero. Atraído por el olor que despiden las aguas placentarias de Sosa Illamba, se dirige hasta su rincón y frente a ella puso la lámpara en el piso. El pequeño, asustado, quiere salírsele del vientre. Rodaron los pantalones por sus nalgas arrugadas.

Entonces, sorprendidos, comprobamos que sus bolsas están vacías. Tembloroso trató de levantarse el vástago, aupa, pero aún con grandes pujos solo logra pringar de orina el cuerpo desnudo de Sosa Illamba.

¡Cuatro! ¡Ocho!

Las lobas bajaban con los hocicos babeantes, enloquecidas por el almizcle de nuestras hembras. La más vieja, erizados los pelos del vientre, aparta a las demás y con su vergamástil revienta escotillas, tumbaba puertas, hundiéndose insaciable en el fondo vaginal de una malinké. Los niños huyeron de sus madres y vienen a refugiarse bajo mis puños. Adivino que los ekobios empuñaban las leznas, los cuchillos y cucharas.

¡Diez! ¡Doce!

Seguían descolgándose. Siembran sus semillas malditas en nuestras mujeres y después de saciarse, pisoteadas, las dejaban tendidas sobre los tablones. El capitán se afana en esconder su culebra sin veneno y fingiendo que le sobraban apetitos, arrastra consigo a la menor de las malinkés. Encadenadas las manos, se le resistía y muerde.

Olugbala me muestra la punta de su arpón. Moví la máscara, señalándole la escalera. También ha visto la ancha espalda, el arcabuz, la tapa de la escotilla. Lentamente saca las manos de las argollas y deslizándose en las sombras avanza con su duro diente de acero.

¡Eléyay!

El fuerte golpe atraviesa con tanta potencia el pecho del contramaestre que la punta del vergalón no alcanzó a humedecerse con su sangre. Rápido, cerró la compuerta y ataja el salto de las lobas sorprendidas.

¡Eléyay!

¡Eléyay!

El grito de guerra recorre las bodegas. Lo repetían abajo en la cala, en la popa, a babor y estribor, en el túnel de proa. Olugbala trabó las cadenas de la compuerta con tantos nudos que se necesitará la potencia de dos mil elefantes para abrirla.

La cacería ha comenzado.

Los puños clavan el garfio, los talones quebraban las costillas. Las lobas, atrapadas, tratan de huir por las claraboyas, trepándose por los andamios. De la sentina subían los ashantis, esgrimiendo trozos de cadenas.

Los ngalas y calabares todavía atados, muerden las argollas con los dientes. Persigo a la vieja loba aún con el pene erguido, pero al saltar le faltó impulso y cae al fondo de las galeras donde las malinkés se lo arrancan a dentelladas.

Poco a poco se ahogan los resuellos y los pequeños volvían a reencontrarse con sus madres… nos queda el resabio de que el capitán ha escapado con la más joven ekobia.

Libro de derrota

Tenemos una rebelión a bordo. Los esclavos han atrapado a más de diez de nuestros hombres en las bodegas y temo que los asesinen y puedan incendiar la Nova India. He dado orden de volar la escotilla de proa y si es necesario desmontar la cubierta para someterlos.

El mar se enfurece y el vigía de cofa ha dejado de ver tierra. No hay barco a la vista, amigo o pirata que pueda socorrernos.

En la cabina tengo conmigo una pieza de Indias como rehén…

¡Santo Dios, ya están aquí…!

 

La clarividente sombra de Ngafúa está con nosotros. Los ekobios me rodeaban, algunos arrastrando pedazos de cepos que no han podido arrancarse de los tobillos. Kanuri mai y los felupes se dan prisa en bajar a la sentina para liberar a los que todavía están prendidos a los vergalones.

Hemos refugiado a los pequeños en el compartimiento de babor. Sobre sus cabezas, rotos los vidrios, se abren las claraboyas por donde pueden respirar la lluvia que les arroja la madre Yemayá.

Cumpliendo un viejo mandato levantan las manos y abrían las bocas, bebiéndose el agua que han dejado de mamar. Las ekobias rodean a Sosa Illamba, jadeante, ansiosa, porque el hijo deseaba gatear entre sus piernas.

¡Abren la escotilla! –me gritó Olugbala. Su lomo está bañado en sangre. En balde trata de sujetar el nudo de las cadenas porque las lobas rajaban la cubierta con hachas, dispuestos a sofocar el motín antes de que podamos desparramarnos por el barco.

Ya han abierto varias troneras pero miedosas no se atreven a descolgarse. A una le cortamos la pezuña cuando pretendía bajar; a la más atrevida le aprisionamos la bota y le hemos partido en dos el talón.

¡Es el momento de quemarles el rabo!

El barco cabeceaba por estribor y temo que la tormenta pueda hundirlo. Pedí a los ekobios que se mantengan firmes. Pero nadie puede sujetar sus cuerpos: alzaban los puños, los cuchillos, las puntas afiladas de sus argollas. Nos dimos prisa en agrandar el boquete de popa, pero la noche y las nubes a ras de agua nos borran las estrellas.

Todos querían asomarse al mar que no ven y bañarse en las aguas de los vientos. Kanuri mai los detiene y tan solo dejó paso a los treinta ekobios escogidos para el asalto. Las aguas comienzan a inundar el barco por la popa desmantelada. Sostenido por la poderosa mano de Yemayá, alcanzo el palo de buenaventura y pegados a mi cuerpo, otros brazos, manos, uñas y sombras se agarraban a las vergas o caen al mar tragándose los gritos.

Azotado por la tormenta el piloto se aferra a la rueda del timón buscando las guardas que han desaparecido del cielo. Pero desde lo alto del mástil, donde había sido colgado de la soga, a nosotros nos guían los ojos de Ngafúa encendidos por el fuego de san Telmo. Los cabrestantes revivían y comienzan a andar; en cada portaobenque hay arañas trepadoras.

Cuatro ekobios me acompañan en el asalto del puente de mando; otros rodearán la cabina del capitán. Los demás deben atacar a las lobas que acechaban la escotilla.

Después de los saltos y los aullidos, las lobas han dejado de hachar. Sin embargo, sabemos que están armadas de mosquetes y arcabuces. Silenciosas, esperaban que Olugbala y los ekobios acorralados en las bodegas asomen las cabezas para dispararles a quemarropa. Ignoraban que a sus espaldas se agota el tiempo de sus vidas.

Un relámpago iluminó la cubierta y luego oímos su risatrueno hundiéndose en el mar. Changó nos anuncia que está con nosotros. Las sombras de los ancestros, Ngafúa y los difuntos nos protegen. Nos desparramamos, corriente viva, agua de Yemayá, recorriendo el barco desde la popa hasta el mascarón de proa.

Descargué el golpe. El piloto, ya sin vida, se aferra al timón trazando el rumbo hacia la otra orilla. El barco herido, gran bailarín, danza ciego sobre las olas.

¡Elegba, vigilante de los abismos, condúcenos a buen puerto!

El ijaw me guía hasta la cabina del capitán. Su sombra penetró al interior y me abre la puerta. Alcancé a ver que la loba escribe su último apunte sobre el libro de bitácora. La niña malinké amarrada a la cama, me mira entrar con el hacha y antes de que dirija el golpe sobre el capitán, verá sus pelos, el trapo, la carne, su cabeza hendidos. La desato y entonces pude comprobar que su ombligo sangra, que ha sido desflorada con los dedos.